Historia de la vida privada en Colombia Bajo la dirección de
Jaime Borja Gómez y Pablo Rodríguez Jiménez
Tomo! Las fronteras difusas Del siglo XVI a r88o
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© De esta edición: 2oir; Distribuidora y Editora Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. Carrera uANo. 98-50, oficina 501 Teléfono: (571) 705 77 77 Bogotá, Colombia Carl Henrik Langebaek, Luis Miguel Córdoba Ochoa, María del Pilar López Pérez, Diana L. Ceballos Gómez, María Piedad Quevedo Alvarado, Jaime Borja Gómez, Pablo Rodríguez Jiménez, Rafael Antonio Díaz Díaz, Adriana María Alzate Echeverri, Aída Martínez Carreño, Víctor M. Uribe Urán, Gilberto Loaiza Cano • Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. Av. Leandro N. Alem 720 (1001), Buenos Aires • Santillana Ediciones Generales, S. A. de C. V. Avenida Universidad 767, Colonia del Valle, 03100 México, D. F. • Santillana Ediciones Generales, S. L. Torrelaguna, 6o. 28043, Madrid
ISBN: 978-958-758-298-7 (Obra completa) ISBN: 978-958-758-299-4 (Tomo 1) Impreso en Colombia - Printed in Colombia Primera edición en Colombia, octubre de 2011 Imagen de cubierta: Baile en la casa del marqués de San Jorge. Pedro Alcántara Quijano, óleo sobre tela, 1938. Colección Academia Colombiana de Historia, Bogotá.
Las imágenes e ilustraciones que se han incorporado en esta obra y edición han sido debidamente autorizadas por sus titulares o han sido empleadas con fundamento en las disposiciones legales que lo permiten. En todo caso, la editorial atenderá las inquietudes de quien estime y demuestre tener un derecho vigente sobre los materiales para los que, por excepción, no fue posible conocer o contactar a sus titulares pese a todos los esfuerzos.
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Contenido
Presentación Jaime Borja Gómez y Pablo Rodríguez Jiménez
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l. Entre lo público y lo privado El poder, el oro y lo cotidiano en las sociedades indígenas: el caso muisca Carl Henrik Langebaek
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La elusiva privacidad del siglo XVI Luis Miguel Córdoba Ochoa
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La vida en casa en Santa Fe en los siglos xvu y xvm María del Pilar López Pérez
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11. Los poderes y la cristiandad Ante las llamas de la Inquisición Diana L. Ceba/los Gómez
III
La práctica de la interioridad en los espacios conventuales neogranadinos María Piedad Quevedo Alvarado
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De la pintura y las Vidas ejemplares coloniales, o de cómo se enseñó la intimidad Jaime Borja Gómez
111. Los precarios disciplinamientos Los sentimientos coloniales:entre la norma y la desviación Pablo Rodríguez Jiménez
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La diversión y la privacidad de los esclavos neogranadinos Rafael Antonio Díaz Díaz
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«Cuerpos bárbaros» y vida urbana en el Nuevo Reino de Granada (siglo xvm) Adriana María Alzate Echeverri
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IV. Intimidades en una sociedad pública
Presentación
La deconstrucción del héroe: tres etapas de la vida de Antonio Nariño Aída Martínez Carreña
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La vida privada de algunos hombres públicos de Colombia: de los orígenes de la República a 188o Víctor M. Uribe Urán
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El catolicismo confrontado: las sociabilidades masonas, protestantes y espiritistas en la segunda mitad del siglo XIX Gilberto Loaiza Cano
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Bibliografía
355
Índice general de imágenes Sobre los autores
393
¿Existe una historia de la vida privada? La pregunta es lícita dado el predominio que han tenido en la historia los hechos públicos. Pero no es nueva. Distintos e importantes investigadores europeos de mediados del siglo xx abordaron temas nuevos cuyo tratamiento esbozó lo que se conocería como «historia de la vida privada». Pero no fue hasta 1985 cuando apareció publicada en Francia la obra que marcaría la aceptación y el reconocimiento de las indagaciones por la privacidad, por la intimidad 1• Este tipo de historia descubre én este dominio uno de los distintivos de la cultura occidental y, más específicamente, francesa. Philippe A~i~s y Georges Duby, dos de sus principales auspiciadores, señalaron sus derroteros. · · En su~planteamLe!ltCJS originales se establecieron dos tendencias .• La primera trataba de una historia centrada en lo doméstico, en aque- ·. llos espacios cerrados bajo llave, «tapiados», donde lo privado resiste los asaltos del poder público. La segunda enfatizaba las tensione~ «dentro de o contra la familia, en ~po~ición a la ~~torid~d p~bÍica o gracias a su apoyo, en la sole9ad o la sociabilidad~>. Sin embargo, el aspecto común para hacer una historia de la cultura occidental desde el mundo de las circunstancias privadas de los sujetos era la oposición entre lo público y lo privado, explorando las diversas dimensiones de la intimidad. Su éxito radicó precisamente en que rompió con una historia tradicionalmente anclada en lo público. El pasado se construye. ¿Por qué sólo en la década de 1980 se comenzó a pensar este tipo de historia? Quizás la respuesta se encuentre en la ne~_~da
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defendía la consolidación de la intimidad. La aparicióndelo privado en la cultura occidental está relacionada con las transformaciones del mú"~do. moderno: entre otras, la formación del individualismo la_~ici<)11 del <;apitali;;mo y del Estado absolutista. Por esto, la ,, formación de la vida privada nos remite a las contradicciones entre ' .· · el Estado, la comunidad y el individuo. Incluso, en ocasiones, ~ntés . ; qué el in~ivid119 1 _e! peql!eñ() núcleof~ll!il~a!: Pero también alude a la existencia de formas de sociabilidad modernas en las que se confunden las nociones de público y privado, encub~iendo organizacio'\ nes profesionales o de intereses particulares. En todo caso, hablar de vida privada significa hablar de un proceso histórico, de una tensión entre la comunidad, el Estado y el individuo. . Estos fundamentos históricos de la experiencia de lo privado revelan varios problemas, entre los que se cuentan s11_separación de lo públic9..Y..l()Pfiv_¡¡_qo, entendido este como un encerramiento en sí mismo; la formación cultural de la autocoacción y el proceso de individ~alización, que tiende a generar espacios de intimidad como preámbulo a la existencia de lo privado. Este breve listado destaca algÚnas variables que involucra este tipo de historia, lo que aporta una singular riqueza a las múltiples formas como esta puede vivirse o concebirse. Este espacio fue el que abrió la Historia de la vida privada, pues narrar lo íntimo y lo privado desde la Antigüedad hasta el presente dejaba ver que aquella no tiene una evolución lineal ni regular. La influencia de esta obra fue inmediata. Ella nutrió con teorías las inquietudes y la curiosidad que en muchos países se tenían sobre el pasado. Lo privado adquiría un nuevo sentido, pues en la importancia de historiarlo se encuentra la posibilidad de entender aquellos aspectos que ejercen un poder sobre las condiciones sobre las que se articula lo cotidiano. También representa aquello sobre lo que se da el ejercicio del poder, de la coacción y del autocontrol, espacios desde los cuales se puede pensar la fundamentación de un orden social. La historia de la vida privada no es una afición morbosa a la vida íntima de los hombres y las mujeres. Observa, en hechos fragmentarios, ocasionalmente anodinos, claves principales de comprensión de la cultura y la sociediul. Tópicos definidos como de la vida cotidiana o de las costumbres son situados en su contexto y en su red de significados más amplios. Ello explica que en América Latina haya surgido con entusiasmo el interés en ella. En la actualidad, ya se han publicado, bajo el sello editorial de Taurus, historias de la vida privada en Uruguay, Argentina y Chile, y en Brasil, por la Companhia das Letras. Cada una de estas historias regionales y nacionales demuestra la riqueza de lo privado, sus formas, adaptaciones y particularidades. Esta historia es plural y móvil; cad~ soci~dad. regula qué privatiza,
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embargo, hay un presupuesto inicial: a diferencia del proceso europeo, lo privado americano se construyó sobre la base del encuentro de diferentes culturas. Aunque es cierto que sería forzado reconocer la experiencia de la privacidad en las sociedades indígenas, entre otras razones porque ya hemos afirmado que este proceso es concomitante a la formación del individualismo, es importante observar algunos aspectos de lo secreto cotidiano, preámbulo a la privacidad, en el encuentro de indígenas y españoles. En este tomo, por ejemplo, Carl Langebaek analiza la vida cotidiana y social en el pasado prehispánico de Colombia según la perspectiva de la ideología, la religión y la orfebrería muiscas. Al acercarse a los contextos de asociación entre orfebres y oro que encontraron los españoles en esta sociedad, el autor estudia lo cotidiano como interacción entre el individuo y las reglas sociales mediadas por grupos concretos en los que predominan las relaciones directas entre personas. Este acercamiento a lo «cotidiano encubierto» lo refuerza el artículo de Luis Miguel Córdoba, quien observa las profundas transformaciones que produjo en indígenas y españoles el traumático choque de la Conquista. Si los primeros se vieron forzados a mantener en secreto comportamientos y prácticas asociados a sus creencias nativas, los segundos generaron un tipo de privacidad doméstica que ocultaba comportamientos y normas prohibidos en España. Es aquí donde se debe reconocer que las fronteras entre lo cotidiano y lo privado son difusas, pero estos elementos contribuyen a la construcción de una experiencia de lo secreto cotidiano, generalmente mediada por una especie de «privacidad colectiva» con respecto al culto, a la sexualidad o a las aspiraciones personales, y no por el individualismo. Si partimos de los efectos que pudo producir este choque en los procesos de socialización, individual y colectiva, de la cultura colonial colombiana, la pregunta, históricamente hablando, es compleja: a partir de elementos tan distintamente complejos y particulares de esta región, ¿cómo se llevó a cabo el proceso de crear una cultura de lo público y de lo íntimo -o de lo privado-, y cuáles fueron sus conexiones? Los detalles y las vivencias cotidianos en las casas coloniales que cuenta Pilar López, las actividades lúdicas de los esclavos neogranadinos narradas en el artículo de Rafael Díaz, la administración de la justicia inquisitorial, que controlaba las desviaciones de la fe, descrita por Diana Luz Ceballos, y la experiencia amatoria y la voluntad individual frente al matrimonio que explora Pablo Rodríguez, por citar sólo algunos ejemplos, nos proporcionan algunas pistas. Se trata de actividades distintas -morar, divertirse, casarse y creer- que, en buena medida, hacen parte hoy del dominio de lo privado. Pero los cuatro artículos confirman la mirada atenta
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PRESENTACIÓN
de la autoridad, de un Estado que controla hasta la intimidad de la diversión en espacios cotidianos donde lo privado es una experiencia colectiva, no individual. Estos textos además nos ponen de presente de qué manera se han transformado los sistemas de valores y el sentido que una cultura les otorga a aquellos comportamientos que hoy calificamos de privados, pero que en aquel entonces estaban en la frontera del dominio público: ¿qué es una casa en la Colonia?, ¿cómo evoluciona?, ¿qué papel tenían las mujeres en la construcción de lo privado?, ¿cómo se revela la ausencia de intimidad en la autodenuncia ante los tribuna_les de la Inquisición?, ¿es posible una experiencia de lo privado en una condición de esclavitud?, ¿qué expresiones subjetivas tienen los amores ilícitos? Estas preguntas, entre otras, relativizan el sentido del dominio público y muestran a la vez cómo se politiza el acto de vivir dentro de una sociedad colonial. Y, claro, también reflejan la continua tensión de una sociedad que se debate entre la sacralización y la secularización. Los conventos femeninos coloniales, cuenta María Piedad Quevedo, aunque hoy podríamos verlos como espacios privilegiados de privacidad por el sentido de la clausura, eran en su época también espacios públicos, pues era público lo que ocurría en su interior al funcionar dentro de los lineamientos de la distinción social ganada a través de la fama de santidad y por la apropiación que de esta hacía el cuerpo social. Sacralización y secularización se suman al c~unto de problemas desde los cuales tratamos de ver la formación histórica de lo privado, especialmente en estos territorios coloniales, en donde observar lo particular del proceso de separación de las instancias de lo público y lo privado, o sus mutuas correspondencias, nos pone de prese~te ~tra circunstancia: ¿qué redes promueven y configuran la expenencia de la dicotomía público-privado? En el caso de los esclavos, la evasión y la confrontación, pero también la formación de los afectos que podríamos llamar «modernos» y que tenderían a la formación de la familia, etc. Pero frente a estos aspectos «seculares» no hay que olvidar el papel que pudo desempeñar el cristianism~ barroco, no sólo en el caso de las monjas coloniales, donde se podría definir lo privado en términos de una experiencia de la interioridad míst!ca a~pliamente vinculada a la esfera pública de la ciudad, pero al ~~s~o. tiempo prof~ndamente imbuida de la constitución de sujetos mdlVlduales y sociales. El artículo de Jaime Borja muestra esta dimensión en las nuevas prácticas que instituyó el catolicismo después del Concilio de Trento, como la confesión individual, el examen de conciencia y la oración mental, que en este Nuevo Reino abrieron espacios personales de intimidad espiritual con amplias repercusiones en la creación social de la privacidad.
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El panorama es complejo. Es obligatorio, entonces, pensar los atisbos de lo privado colonial desde el carácter colectivo de la cultura colonial y desde la tensión entre lo sacralizante y lo secularizante. Claro está que, en este sentido, no se puede asumir la Colonia como un todo inamovible, como un período sin transformaciones ni cambios, pues, a partir de la segunda mitad del siglo xvm, la consolidación de una cultura letrada y escrita, además de los efectos de las reformas borbónicas, proporcionaron nuevos espacios de intimidad, ligados a la noción de lo individual, lo cual tendría un proceso de afianzamiento en el siglo XIX. Sobre los comienzos de este proceso, Adriana Alzate argumenta en su artículo de qué manera las élites ilustradas neogranadinas utilizaron toda una retórica de la civilización para intentar el control y la disciplina del «pueblo», lo que a la larga tuvo como consecuencia el desplazamiento de varias conductas a un espacio restringido, íntimo, doméstico y privado, especialmente de las relacionadas con la sociabilidad, con la sensibilidad, y también con el sentido del tacto y el pudor. En este tránsito se inaugura el siglo XIX, el cual, al menos hasta su mitad, no se pudo liberar de muchas de las estructuras que provenían de la Colonia. Tiempo caracterizado por la construcción del Estado y lo que este conlleva -identidad, disensiones políticas, afianzamiento social-, es también el siglo de los héroes, de aquellos que la mitología secularizante convirtió en «padres de la patria». Detrás de ellos hay otra historia, más íntima y privada, que la que elaboró la historia oficial basada en sus hazañas y gestas políticas. Poco distintos, ellos, de sus contemporáneos en cuanto a sus afectos y pasiones; casi siempre atrapados en las convenciones de la moral colonial. Aída Martínez deconstruye al héroe Nariño, mientras que Víctor Uribe hace otro tanto con Bolívar, Santander, Azuero, Mosquera y Núñez. Relatos biográficos que, más allá de mostrarnos el retrato de un personaje, nos introducen en los mundos de lo privado individual que en buena manera determinaron sus acciones en las esferas del poder a las que estaban vinculados. Pero el siglo no se agota en héroes; es también la época de prácticas asociativas de muchas índoles -el club político, el taller masónico, el círculo mutualista o la asociación de caridad- que, si bien tenían una condición pública, mantuvieron un carácter privado. En ellas reposa la resolución de la tensión entre lo sacralizante y lo secularizante, y, como dice Gilberto Loaiza, el autor del artículo que trata este tema, la intimidad de sus sesiones puede informarnos acerca de la imposición de simbolismos que sirvieron para acentuar fidelidades e identidades. En esta perspectiva, nuestra historia de lo privado intenta aproximarse a las percepciones que, en tiempos distintos, se han tenido de ello e indagar qué sentido le han aportado a la sociedad. Se tra-
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ta de hacer perceptibles los cambios que han afectado la noción y los aspectos de la vida privada, así como las transformaciones de las formas de sociabilidad, muchas veces alterados por los cambios del espacio que se habita o por la percepción misma del tiempo. El problema adquiere rasgos específicos cuando se trata de pensar un espacio definido, como Latinoamérica, cuyo proceso se diferencia evidentemente de la experiencia europea. Así, nuestro examen toma distancia de la obra predecesora, pues en este caso se trata de detectar los problemas y temas particulares de nuestro espacio colonial y su «herencia» en la construcción de la República en la primera mitad del siglo XIX. Sin embargo, y a pesar de la pluralidad de posibilidades metodológicas para hacer historia de la vida privada, se ha tenido en cuenta el significado de este concepto en dos perspectivas. En primer lugar, la de Georges Duby, quien ofreció una definición peculiar del objeto en su introducción a la Historia de la vida privada. Según él, [l]a historia de la vida privada trata de aquellos ámbitos donde uno puede abandonar las armas y las defensas de las que uno debe estar provisto cuando se aventura al espacio público, donde uno se distiende, donde uno se encuentra a gusto, «en zapatillas», libre del caparazón con que nos mostramos y protegemos hacia el exterior. En lo privado se encuentra lo que poseemos de más precioso, lo que sólo le pertenece a uno mismo, lo que no concierne a los demás, lo que no cabe divulgar ni mostrar, porque es algo demasiado diferente a las apariencias cuya salvaguarda pública exige el honor.
Aquí lo privado es un nido, una defensa contra las acechanzas de ~os principios que rigen la vida pública. La política, el trabajo, el ~alon, ~a plaza y el bule~ar eran espacios de competencia social que 1mpoman unas convenciOnes. El hogar, el domicilio, libraba de este incómodo acecho. Esta percepción reconoce las contradicciones que se generan en las aspiraciones individuales y en las diferentes condiciones de la formación social, como el género, la edad o el estatus social. Una segunda posición se define en relación con una especie de tránsito de «privatización» de lo público. Philippe Aries, a propósito, lo define de esta manera: El problema de la vida privada ha de tratarse atendiendo a dos aspectos distintos. Uno es el de la contraposición del Estado y del individuo, y el de las relaciones de la esfera del Estado y lo que será en rigor un espacio doméstico. El otro es el tránsito de la sociabilidad anónima, en la que se confunden la noción de público y
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la de privado, a una sociabilidad fragmentada en la que aparecen sectores bien diferenciados: un residuo de sociabilidad anónima, un sector profesional y un sector, también privado, reducido a la vida doméstica 3.
En este contexto la Historia de la vida privada en Colombia trata de estudiar de qué ~anera se llevó a cabo el proceso de constitución del sujeto en nuestra sociedad a partir de problemas culturales en los cuales se inscriben dos asuntos: la «desprivatización>> de lo público, lo que implica ~na separación entre la autoridad y los inte~eses de los individuos y familias, y la «privatización» d~ los .espacios .~e la sociabilidad, lo que incluye los lugares de convtvencta y reumon Y todo lo relacionado con los lugares de la intimidad. Pero no se trata solamente de edificaciones sino también de lo «encerrado», aquello que alberga lo que sólo le concierne al sujeto, sus espacios más pri~a dos, aquello que se conserva como lo «secreto» individ~al o .soctal, lo que limita y rodea la formación social de aquel. Esto tmpltca ob~ servar lo que está sometido al retiro, al repliegu~, aque.llo que no esta expuesto a la mirada del poder, lo que no convtene dtvulgar, lo que no se muestra, lo oculto. La historia de la vida privada es, fundamentalmente, una manera de historiar las prácticas de sociabilidad, pero incita a una separación entre estas y las formas de intimidad. Esto implica la lectura histórica de los modos en que se establece la sociabilidad, los rasg~s específicos privados aun en espacios públicos, así .como las condiciones políticas que los posibilitan. Observar lo pnva~o no e~cluye la mirada a la experiencia de lo grupal, pues allí adqmere sentido lo individual como regulación social. La razón ilustrada creó espacios públicos que rozaban lo privado -las tertulias, la masonerí.a, l~s clubes, las sociedades literarias- y que son parte de la expenencta de lo privado hasta el momento. . . . Por otra parte, teniendo en cuenta a Norbert Eltas, la pnvattzación es parte fundamental de la cultura occidenta1 4• A través de ella se puede observar el proceso de modificación de los hábitos Y.las costumbres y las maneras como estos se movilizan entre lo públtc.o y lo privado. Las maneras de comer, lavarse, ha?ita~, amar: se modtfican en la medida en que evoluciona una conctencta de st que pasa por la intimidad de los cuerpos. Esto impl~~a la ~ormación de una conciencia de individualidad en la que tambten se mvolucra una percepción particular del cuerpo. La intimidad de lo privado responde a las conductas prohibidas en público. . Para Philippe Aries, hubo procesos específicos ~ue cond~J~r?n a la formación de la noción y la cultura de la privactdad: la clVlhdad -nuevas actitudes hacia el cuerpo-, el conocimiento del propio yo
adquirido por medio de la escritura íntima, la práctica de la soledad no como ascesis sino por placer, el ejercicio de la amistad en un ámbito particular, el gusto como presentación de uno mismo y la comodidad, resultado del ámbito cotidiano. Estos complejos procesos culturales tuvieron lugar entre nobles o letrados antes de difundirse entre amplios grupos de la población europea. Desde este punto de vista, ¿qué significa hablar de la invención de lo privado en un país como Colombia? Significa sopesar el amplio dominio de tradiciones comunitarias tanto hispánicas como indígenas, considerar el doble sentido -público y privado- de nuestra religiosidad, recordar el fuerte dominio de nuestra cultura familiar, observar los limitados procesos educativos, advertir las elevadas expectativas de privacidad de los grupos modernos, descubrir la voracidad de los medios para hacer público lo privado en tiempos recientes y, finalmente, reconstruir los senderos que afirmaron la defensa de la individualidad entre los distintos grupos y clases de nuestra sociedad. Pese a que la concepción de lo privado se abre en un abanico de posibilidades teóricas, lo cierto es que los espacios de la intimidad incluyen temáticas abiertas que se acercan a la sensibilidad, el gusto, lo cotidiano y las representaciones del amor, la infancia, la familia; pero también valores que se inscriben concretamente en ciertas sociedades, como el honor o los comportamientos frente a los sentimientos. La historia de la vida privada ofrece como ventaja la posibilidad de un acercamiento desde diversas metodologías: la antropología histórica, la historia de las mentalidades, la historia cultural y la microhistoria, entre otras, que ofrecen escenarios y aportan' fuentes diferentes para reconstruir las esferas de la intimidad. Pero abordar la privacidad es una empresa difícil. No son pocos los obstáculos para llevar a cabo el proyecto de observar con otra óptica la historia de la actual Colombia, con sus procesos y entornos. En primer lugar, hay que mencionar la escasa tradición historiográfica acerca de los temas relacionados con lo privado y lo cotidiano, quizá porque, para dar respuesta al presente, han sido más importantes los análisis socioeconómicos y regionales de lo colonial. No obstante, hay que tener en cuenta que en los últimos años ha crecido el interés en estas temáticas, lo cual se puede constatar en los trabajos que forman parte de este tomo, así como en el número cada vez mayor de investigaciones de grado universitarias. A esta situación hay que agregar la ausencia de conocimiento de este tipo de procesos en algunas regiones por la falta de investigación; también falta indagar problemas. En todo caso, este tomo abre un catálogo no de problemas sino de vacíos que deben y pueden ser llenados. Por otro lado, abundan las fuentes oficiales sobre los hechos públicos pero no las que hablan de la intimidad. En los archivos no
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existen secciones dedicadas a la privacidad. El historiador se ve obligado a buscar fuentes que la mayoría de las veces sólo le permiten aproximarse indirectamente a su objeto de estudio. Pero aún más, el historiador de la vida privada debe desarrollar cierta sensibilidad para descubrir fragmentos del pasado que le permitan ir reconstruyendo con paciencia aspectos de la vida reservada de los hombres y las mujeres. También debe tener la disposición de aprovechar todos los registros que le sirvan de fuentes, desde los textos normativos, los documentos archivísticos, las huellas arqueológicas, los relatos de viajes, la literatura de costumbres, las memorias autobiográficas, las colecciones epistolares, los informes periodísticos, las pinturas de los museos, hasta los archivos fotográficos y cinematográficos. En un «natural» reparto de funciones, los historiadores les cedieron el estudio de la vida privada a los literatos. Llama la atención que los temas de la vida privada casi se consideraran propios de la actividad de los novelistas: asuntos que servían de decorado del recuento de una trama. En la mayoría de los casos era algo que se podía «inventar», puesto que allí no estaba lo sustancial del relato. Hoy tenemos que la literatura escrita con rigor casi se ha convertido en fuente para conocer hechos o momentos de nuestra historia. El asunto es que la historia de la vida privada no es una mera descripción de emociones y pasiones, sino que intenta explicar los procesos que las originaron y el sentido que tienen para las personas implicadas. Es una historia cuyo núcleo es la explicación de los cambios de las maneras de vivir la intimidad. Por otro lado, la historia de la vida privada trata corrientemente de individuos, hombres o mujeres, en circunstancias específicas. Más que de grupos, habla de personas de las que dibuja perfiles sociales. Como toda historia relevante, busca integrar el mayor conjunto de sujetos sociales posible. ¿Qué sería de esta historia sin la comprensión de nuestro profundo mestizaje, de nuestra diversidad social, de la validez de la categoría del género para pensar nuestros agudos procesos sociales, del rol de la segregación racial a lo largo de nuestra historia y de los quebrantos de nuestra niñez? En la historia de la vida privada, el tiempo se congela, se detiene, para describir y comentar ritos y ceremonias religiosas y laicas. El día, como unidad que engloba el día y la noche, adquiere significado. Hay el tiempo del sueño y de la vigilia, del descanso y del trabajo, de la fatiga y del alimento. También está el tiempo del aseo del cuerpo, del vestirse y del prepararse para aparecer en público. Está el tiempo de las actividades domésticas, relacionadas con lo culinario y con los ritos familiares. Hay el tiempo de la religiosidad, de la sexualidad y la festividad. Pero también hay el tiempo de los encuentros callejeros, los saludos y los intercambios gestuales. Poco estudiado ha
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sido el tiempo del trabajo: el trabajo campesino, tan marcado por el ritmo de las estaciones de lluvia y de sequía, y por las horas del día; las labores de la fábrica, con sus horarios marcados y su actividad mecanizada. El tiempo y las maneras de medirlo. ¿Acaso de ciertas actividades no se decía que duraban «lo que dura una misa»? Hemos adoptado una cronología flexible para la organización de los dos tomos. El primero cubre un amplio período histórico que va de 1500 a 188o, un tiempo que en esencia podría llamarse la «larga vida colonial». El segundo se ocupa del siglo xx, época de la afirmación de la cultura de la privacidad. Este primer tomo de la Historia de la vida privada en Colombia aborda un mundo dominado por el peso de la moral religiosa, tan acuciosa en modelar las conductas privadas. Pero -¡atención!- no nos equivoquemos: durante ese largo período histórico, la Iglesia y el Estado tuvieron una presencia y una acción limitadas. Nuestra auscultación de los dominios de la vida de los hombres y las mujeres enseña un mundo frágil, cambiante, sincrético y sumamente dinámico. La búsqueda de privacidad, de intimidad, fue un hecho urbano, propio de la cultura de la civitas. En el campo, la promiscuidad y la informalidad casi borraban todo rasgo de individualidad. Finalmente, hemos querido acompañar estas reflexiones con un amplio material iconográfico. Sin embargo, este propósito no ha resultado fácil, no sólo porque en nuestro país sobre ciertos períodos y temas se carece de imágenes adecuadas, sino porque su uso se encuentra severamente restringido. La identificación, selección e inclusión de las imágenes que ilustran los dos tomos se deben al esmerado, trabajo de los historiadores Óscar Guarín y Catalina Macías. A los dos expresamos nuestro sincero reconocimiento.
JAIME BoRJA GóMEZ PABLO RoDRíGUEZ JIMÉNEZ
Notas
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Philippe Aries y Georges Duby (orgs.), Histoire de la vie privée, 5 vols., París, Seuil, 1985. Norbert Elias, El proceso de la civilización, México, Fondo de Cultura Económica, 1996. Philippe Aries, «Para una historia de la vida privada>>, en Historia de la vida privada, t. v: Proceso de cambio en la sociedad del siglo XVI a la sociedad del siglo xvw, p. 19. Elias, op. cit.
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I. Entre lo público y lo privado
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El poder, el oro y lo cotidiano en las sociedades indígenas: el caso muisca Carl Henrik Langebaek
Lo cotidiano y la arqueología
R1M A nauigflone, quum Colum~m terram attigit, cruiem ligneam in littoreflatutt: deinde prouelhu in Hoytin lnfulam appeUit, quam Hfp tniolam nuncupat, f5 interram cum multi! Htffianil deftendit.lbiquum ab eimloci (ttcico (regulum ita appeUant) cui nomen GuacanariUo, fumma comitate excepteu ejfot, muner1bm inuicem dati.r f1 accepti!, amboA· , mictti~ futur~janxere. (ofumbUI,indufii.r,pileofi!,cufteUil fPeculi! f5 jimtltbUI eum ¿JefliA tt·{AcicUI contrafati! mAgno aun pondere [olumbum remunera!m eff.
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La experiencia de lo íntimo y la vida cotidiana son temas que se han introducido con fuerza en las ciencias sociales durante las últimas décadas. En el caso de la arqueología, ambos se han venido utilizando cada vez con mayor frecuencia como una saludable renovación en una disciplina que tradicionalmente se ha concentrado en la interpretación de cambios a largo plazo en unidades sociales tari amplias que lo íntimo y lo cotidiano parecerían no tener lugar en ellas. Para justificar una perspectiva más centrada en los individuos y su cotidianidad, se han argumentado varias razones. La más popular tiene que ver con otro concepto, el de agencia; es decir, la capacidad de la gente de subvertir las reglas. En otras palabras, se recuerda que los individuos interpretan, utilizan e incluso manipulan las normas sociales de forma activa y que las reglas de la vida cotidiana tienen una realidad más concreta que las normas abstractas que impone una sociedad. Al fin y al cabo, los individuos interactúan socialmente con un número determinado de individuos que es generalmente menor que el que constituye la sociedad a la que pertenecen. La vida cotidiana, en otras palabras, es siempre más efectiva para definir las nociones de lugar y de significado para el individuo'. No obstante lo atractivo de la argumentación, la discusión es Llegando por primera vez Colón compleja. Ante todo, no se puede negar que la noción dominan- a las Indias, es recibido por sus habitantes y agasajado con grandes te de individuo está anclada en la vida moderna y que los valores regalos. Teodoro de Bry, Americae, en los que se basa nuestra noción de individuo no necesariamente 1590, s.l. [1]
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corresponden a la forma como se construye la subjetividad en ese enorme ámbito de diversidad cultural que estudia el arqueólogo. Es más: quienes han trabajado con documentos sobre las sociedades indígenas americanas frecuentemente se tropiezan con que la noción de individuo parece diluirse en el sentido de comunidad. Este punto fue señalado por Todorov en su clásico estudio sobre la conquista de América, en el cual argumenta que en la sociedad azteca predominaba el sentimiento de lo colectivo sobre lo individual; de hecho, en su concepto, una de las principales diferencias entre la sociedad española y la indígena era que, en esta última, el interés colectivo superaba cualquier iniciativa de la persona2• Se podría afirmar que el anterior es un problema superable en la medida en que lo que importa es investigar cómo se construyen históricamente las nociones de subjetividad, individuo y vida cotidiana. En otras palabras, se podría argumentar que el estudio centrado en lo cotidiano, lo íntimo y lo individual no implica, de ninguna manera, aceptar como universales los valores modernos. Sin embargo, esa es una excusa disfrazada de posibilidad teórica, puesto que, a la hora de la interpretación, el énfasis en conocer lo cotidiano y lo individual fin ir la individualidad entre los se ha traducido casi siempre en una argumentación en favor del peso De blos prehispánicos enfrenta del individuo versus las condiciones que lo rodean. Esto lleva a un pue oblema teórico de resolver si al prtegoría de individuo resulta segundo problema que no es fácil de resolver: el tema del individuo la caersal y aplicable a toda sociedad y su vida cotidiana será completamente irrelevante para la arqueounl~odo momento de la historia. logía, a menos que esta pueda estudiarla con las herramientas que Y3 ensamiento contemporáneo tiene a la mano -es decir, mediante sitios arqueológicos y cultura ElYla la existencia de diversas sen~as de subjetivación y de material-, además, por supuesto, del material etnohistórico, cuanfor formación de sujetos, distintos do ello es posible. Y no es fácil. Como con cualquier otro término con ralelos al «individuo», creación popular en las ciencias sociales, las anteriores nociones se han introYpanentemente occidental. Figura enil •a antropomorfa. Muisca, 6oo d. ducido en la arqueología en forma de expresiones corrientes, pero no voll~oo. Colección Museo del Oro, como categorías útiles para el análisis. En fin, su introducción no se C.-leo de la República, Bogotá. [2] ha acompañado de una propuesta metodológica satisfactoria. san En una perspectiva teórica, Jan Hodder3 ha venido argumentando que el registro arqueológico es producto de múltiples actos individuales; pero esa simple observación, por verdadera que sea, ni justifica por sí misma un mayor énfasis en el estudio del individuo ni resuelve el problema metodológico en cuestión. De hecho, la solución metodológica propuesta por Hodder es cuestionable y hasta simplista, porque consiste en privilegiar los «casos especiales», aquellos en los cuales podemos reconocer el carácter específico de un actor social o de un grupo muy limitado de personas: la tumba de un individuo especial o un conjunto de restos materiales que puedan asociarse a alguna persona que de alguna manera parezca menos anónima que las demás 4• Sobra decirlo: en la mayor parte de los casos, los resultados han sido pobres. Los estudios que tratan de rescatar el valor
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del individuo y de lo cotidiano han hecho buenos aportes en muchos temas, pero no agregan gran cosa cuando se trata de afirmar algo sobre lo cotidiano.
Preguntas y metodología En este artículo se quiere hacer un análisis de la vida cotidiana y social en el pasado prehispánico de Colombia según la perspectiva de la ideología, la religión y la orfebrería muiscas. Dificilmente se podría encontrar un ejemplo más claro de una actividad donde nuestros prejuicios sobre la vida cotidiana y el significado económico y cultural sean más evidentes. Por un lado, cuando se piensa en el manejo de lo ideológico entre los indígenas, de inmediato aparece el legado del estudio del chamanismo; es decir, se imagina la existencia de un sector de especialistas encargados de controlar la intermediación entre lo divino y lo humano, lo cual supone, por supuesto, que estas dos esferas están separadas por naturaleza y que el conocimiento especializado conforma la existencia de una élite chamanística que monopoliza el conocimiento esotérico. Pero, por otro lado, no es fácil imaginar un contexto en el cual lo ideológico y lo religioso no toquen el dominio de lo íntimo. En cuanto a la orfebrería, todo lo que la rodea parece íntimamente ligado a nuestras ideas de poder, riqueza y control. Con frecuencia se la imagina como un aspecto muy alejado de lo cotidiano, asociado al poder de las élites chamánicas. En el clásico estudio de Gerardo Reichel-Dolmatoff, la orfebrería ad-' quiere sentido casi exclusivamente como producto del pensamiento chamánico, a su vez relacionado con una estrategia de poder. En su opinión, los cacicazgos que encontraron los españoles tenían una religión centrada en templos administrados por chamanes que habían adquirido un verdadero carácter sacerdotal y que tenían una estrecha relación con el oro 5. Si bien no todos los objetos de oro tuvieron relación con prácticas chamánicas, aquellos que no la tenían se podían considerar marginales 6• Algunos estudios sobre el chamanismo en la Antigüedad no dan pie a ninguna ambigüedad. Por ejemplo, en un caso se afirma que en San Agustín el poder político de la sociedad que elaboró las impresionantes estatuas y montículos en los primeros diez siglos después de Cristo correspondió a la existencia de grandes chamanes cuyo cargo era hereditario y cuyo poder era tan grande que la sociedad entera colapsó cuando, por culpa de un período de sequía, no pudieron dar cuenta de las transformaciones de la naturaleza7. Nada es más familiar en la bibliografía sobre las sociedades prehispánicas que la idea de que el oro era un material rico en sig-
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nificado que hacía parte de las complejas estrategias mediante las cuales una élite intelectual manejaba los destinos de las comunidades. Oro, poder y chamanes aparecen sistemáticamente asociados en dicha bibliografía. En el caso de los muiscas, las anteriores observaciones parecen particularmente relevantes. En opinión de Francisco Posada8, los antiguos habitantes del altiplano contaban con una casta hereditaria de sacerdotes que funcionaba como una verdadera aristocracia. José Rozo, por su parte, habla de una casta sacerdotal encargada de «engrandecer y mantener la unidad político-religiosa» a través de ceremonias y ritos en los cuales se hacía evidente su capacidad de guardar los secretos mágico-religiosos9• El oro, por supuesto, se imagina cumpliendo un papel importante en ese proceso y, en efecto, los estudios sobre los muiscas enfatizan que la orfebrería era fuente de extraordinario poderlO. Por esta razón, no sorprende que cualquier contexto arqueológico en el cual aparezcan objetos de oro se asocie automáticamente.a una sociedad «con una organización política relativamente compleJa que incluía estratificación. social y poder centralizadm>n. En fin, en el caso de los muiscas, el chamanismo y su derivado, la orfebrería, también se constituyen en un formidable ejemplo del poder que unos pocos individuos tenían sobre los demás, gracias a sus conocimientos sobre lo divino y lo humano. En este artículo se pretende mostrar cómo los prejuicios sobre la naturaleza del oro y del chamanismo pueden deformar por completo la imagen que tenemos de las sociedades prehispánicas. Para ello se estudian los contextos de asociación de los orfebres y del oro en
Los muiscas han sido mostrados como un pueblo profundamente religioso. Esta idea forma parte. de un imagmano que se elaboro a partir de las crónicas ~olonia~;s y fue alimentado po~ la mvenc~on ·conográfica romanttca del mdtgena ~ue se llevó a cabo en los siglos XIX y xx. En la primera mitad del siglo xx, el movimiento artístico de tos Bachués, que pretendía utilizar lo indígena como elemento para construir la identidad nacional, se apoyó en estas interpretaciones para representar los m.itos y leye.ndas muiscas. Teogoma de los dwses chibchas (detalle). Luis Alberto Acuña, 1935, Bogotá. [3]
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la sociedad muisca que encontraron los españoles. Parto de la base de que el sujeto de la vida cotidiana es, efectivamente, el individuo y de que las reglas sociales aparecen siempre mediadas por grupos concretos en los que predominan las relaciones directas entre personas. No obstante, no es útil estudiar la vida cotidiana o al individuo como una categoría específica, aparte de la totalidad de la sociedad. Los grupos concretos entre los cuales se dan las relaciones directas varían de acuerdo con la totalidad en la que operan: la forma de la familia, el espacio que configura la aldea, el papel esperado del individuo tras su socialización, entre otros, son aspectos inseparables de lo cotidiano y del individuo. Incluso cuando una persona manipula las reglas sociales, no lo hace de cualquier manera, sino en referencia a la naturaleza específica de esas reglas. Esto no niega que el contacto cotidiano constituya la base del conjunto social ni que sea siempre personal, por lo que las dos cosas no se pueden separar. En esa medida, la categoría que parece oportuna para entender al individuo y la vida cotidiana es la de mediación, aquella que se da en planos completamente diversos, de acuerdo con el sentido histórico, y que pueden, por lo tanto, estar definidos por la igualdad o la desigualdad, la dependencia, la inferioridad o la superioridad 12 • Ello obliga a concentrarse en los espacios presuntamente íntimos de la vida individual, pero teniendo como referente los contextos más amplios, donde las relaciones no se pueden separar de la vida en común. La categoría de mediación, estudiada por Agnes Heller, admite que el estudio de la vida cotidiana rebasa claramente al individuo, porque se refiere a un aspecto de la vida social que implica entender• su interacción con el resto de individuos de su comunidad. Esto implica que, en lugar de concentrarse en los «casos especiales» que dan la ilusión de comprender a los individuos y su cotidianidad, es necesario apreciar los más diversos contextos de interacción posibles y, muy especialmente, aquellos en los cuales la cultura material desempeña un papel activo. Entonces la pregunta concreta es: ¿cómo analizar el asunto de la mediación? Aquí se sostiene que hay dos caminos por seguir y que es mejor transitados al mismo tiempo, aunque con los riesgos que ello implica. Por un lado, es difícil desaprovechar el gran acervo documental con que se cuenta. Los documentos que se conocen sobre los muiscas contienen detallada información sobre su organización política y religiosa, así como testimonios puntuales que dan pistas sobre aspectos más cotidianos: legajos enteros sobre el oficio de los «sacerdotes», incluso testimonios sobre las actividades de un orfebre, y un largo etcétera. Además existen gramáticas que se refieren a términos que indudablemente son de gran interés, relacionados con el parentesco, los especialistas políticos y religiosos, los orfebres y el oro. Lo anterior quiere decir que los documentos
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La historia prehispánica se enfrenta con el problema de la ausencia de un contexto histórico que permita establecer una relación más clara entre las sociedades y los objetos que produjeron. Una de las consecuencias es el hecho de que las figuras antropomorfas hayan sido cargadas casi exclusivamente de sentido religioso. En estas representaciones, el chamanismo ha tenido un peso importante al ser considerado como una característica propia de los pueblos indígenas. Figura votiva. Muisca, 6oo d. C.I6oo. Colección Museo del Oro, Banco de la República, Bogotá. [4]
pueden ayudar a analizar los contextos en los cuales aparecen términos relacionados con la orfebrería y con el chamanismo y, así, determinar si se limitan a una serie de situaciones o no. Por otra parte está la arqueología. En contra de las propuestas de Hodder, se argumenta que el hecho de que un objeto haya sido producido, usado o descartado por una persona en particular no acerca demasiado al conocimiento de cómo se constituía la cotidianidad o cómo era la vida diaria de un individuo. Potencialmente más interesante es averiguar cómo funcionan los individuos en el contexto de reglas más generales 13 y, por lo tanto, cuál es su papel en procesos sociales amplios, en un plano relacional, que es en el cual siempre interactúan los individuos 14. Como justificación teórica se acude a la idea marxista según la cual los individuos quieren hacer lo que desean pero siempre están sujetos a lo que pueden, en el contexto de relaciones sociales y de producción históricamente determinadas. Esto llama la atención sobre el lugar en donde reside el verdadero problema del arqueólogo interesado en la vida cotidiana y el individuo: no en el hallazgo de sitios arqueológicos donde sea más fácil estudiar ese asunto sino en el hecho de enfrentar los problemas metodológicos que implica entender la construcción de subjetividades y el papel de los individuos en medio de procesos sociales más generales, acudiendo a todos aquellos contextos -posibles- en los cuales opera una persona. En otras palabras, el reto no consiste en excavar restos donde el comportamiento individual pueda estar «encapsulado», sino en entender todos los contextos arqueológicos como escenarios en los cuales participan individuos. El análisis de los contextos donde aparece la orfebrería ofrece posibilidades de entender cómo funciona un elemento que tradicionalmente se asocia al poder en las sociedades indígenas y que, por lo tanto, facilita apreciar espacios de mediación. Para llevar a cabo ese análisis opto por dos trabajos. En primer lugar está el de Kent Flannery y Joyce Marcus 15 , en el cual se diferencia entre los conceptos de ideología y cosmología, el primero entendido como una doctrina política al servicio de un grupo o individuo 16 , y el segundo, como una teoría sobre seres sobrehumanos que se traduce en códigos de ética y normas sobre el funcionamiento aceptable de la sociedad 17. El segundo es propiamente arqueológico y se refiere a la idea de Martín Wobst 18 según la cual aspectos como la amplitud o la restricción de los contextos y el tamaño y el simbolismo de los artefactos dan una idea de su eficacia como sistema de comunicación. Para el propósito de este artículo, simplemente se da por sentado que los artefactos que se presentan en el ámbito de la vida cotidiana se encuentran en la más amplia variedad de contextos posibles, porque su «función» pretende tener sentido en numerosos espacios en los que se desenvuelve
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En el actual territorio de Colombia, prácticamente no se dieron imágenes de los indígenas que mostraran sus costumbres o ritos, llevadas a cabo por ellos mismos o por los conquistadores, como sí ocurrió en México o en Perú. Las pocas imágenes procedieron de grabadistas flamencos, como la familia De Bry, a finales del siglo xv1, que, sin haber viajado a América, elaboraron ilustraciones con base en su lectura de las crónicas. Estos grabados han tenido una gran influencia en la manera como imaginamos actualmente la vida de aquellos individuos. Entierro de un jefe indígena. Teodoro de Bry, Americae, 1590, s.l. [5]
el individuo. Independientemente de que algunos de ellos puedan pasar a mejor vida después de su uso -por ejemplo, como parte de un ajuar funerario-, los objetos cotidianos están diseñados para ser vistos recurrentemente.
El oro, los chamanes y los orfebres en los documentos Existen unos pocos documentos del siglo XVI que se refieren a los orfebres, al comercio de oro y al uso del oro. Uno de ellos fue escrito en 1555 y proviene del bajo Magdalena. En él se menciona la indagatoria de caciques y capitanes del pueblo de Zimpieguas con experiencia en la fundición de objetos de oro 19 . Otros, más numerosos, se refieren específicamente al territorio muisca. Algunos tratan la producción y el intercambio 20, y otros, los intentos de las autoridades coloniales de extirpar la idolatría y buscar las ofrendas de oro21. El tema de la circulación del oro da unas primeras pistas sobre el carácter del metal en la sociedad muisca. A primera vista se trata de un recurso escaso, ideal para hablar de riqueza y poder, especialmente en el caso de los muiscas, quienes no disponían del metal en su territorio y debían adquirirlo de otros grupos, especialmente
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paradójicamente, más que el oro, las mantas elaboradas por los muiscas tuvieron un alto valor, tanto en los intercambios prehispánicos como en el pago de los tributos coloniales. Aún a finales del siglo xv 1, las mantas seguían siendo un símbolo de poder, como lo atestigua esta pintura mural de la iglesia de Sutatausa, en Cundinamarca. Cacica. Anónimo, s. f. Iglesia de Sutatausa, Cundinamarca, Colombia. [6)
del valle del Magdalena22 y de las tierras bajas del oriente. Algunos testimonios confirman que el metal se conseguía en sitios de frontera, como Pasea y Fusagasugá, y que, una vez dentro del territorio muisca, el producto se obtenía en mercados que se hacían en ciertos pueblos como Tunja o Siecha cada cuatro días. Con los extraños, el oro se cambiaba por tejidos y sal, bienes que se asociaban a prestigio. Internamente, sin embargo, la cosa era distinta, puesto que se podía conseguir a cambio de coca e, incluso, productos agrícolas y pescado23. En otras palabras, el intercambio de oro con foráneos implicaba la movilización de bienes de prestigio entre los proveedore:>, pero internamente el asunto se manejaba de forma distinta, puesto que los bienes involucrados no parecen haber tenido ese carácter. A esto se suma que el intercambio de oro no parece haber estado monopolizado por un grupo de mercaderes, caciques o especialistas religiosos. Esto no niega que el oro se integraba a la economía política. Los documentos recogidos por Tovar24 dejan claro que el oro era un bien de tributo que con frecuencia se entregaba a los caciques. No obstante, la presencia del metal no es universal en los testimonios. Si se analiza la lista de bienes que tributaban los indígenas a sus caciques 25 , se encuentra que, de los diez casos correspondientes a los dominios de Bogotá, en cinco (50%) se menciona el oro, y que en los seis casos de Tunja tan sólo en uno (16,6%) se afirma que se acostumbrara tributar oro; en contraste, en la totalidad (100%) de los nueve casos referentes a Duitama se menciona el metal, y, en cuanto a Sogamoso, de los dieciocho casos reportados, el oro se menciona en trece (72%). Sin querer tratar la muestra como si tuviera validez estadística, se debe mencionar lo siguiente: primero, que otros productos, como las mantas, aparecen mencionados prácticamente en todos los casos -en los diez de Bogotá, en los nueve de Duitama, en los seis de Tunja y en catorce de los dieciocho de Sogamoso-, y, segundo, que precisamente en las área de influencia de los caciques más poderosos, Tunja y Bogotá, el oro aparece mencionado con menor frecuencia como objeto de tributación. En cuanto a los orfebres como tales, existe un documento que proviene de Lenguazaque, lugar donde los españoles encontraron a Pablo Tibaciza, un orfebre que declaró no hacer santillos sino adornos y cuyo oficio, aparentemente, había sido heredado por línea materna26. En este caso, una lectura más bien rápida del asunto daría pie a pensar en los orfebres como personas de extraordinaria importancia, pero una lectura detallada desdibuja esa interpretación. Por cierto, se debe anotar que, en el caso de Zimpieguas, el cual se refiere, como el de Lenguazaque, a la producción de adornos corporales, se encuentra que el cacique y cinco «capitanes» eran orfebres27 . No obstante, si se tiene en cuenta que el documento habla de tan sólo 57 indios tributa-
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rios, más de 10% de los hombres adultos sabía trabajar el oro, lo cual desvirtúa la idea de un oficio demasiado exclusivo. Probablemente, lo mismo se puede decir del caso muisca. Desde luego, aparecen documentos en los cuales se menciona que los caciques tenían orfebres a su servicio 28 , pero, según el propio testimonio de Pablo Tibaciza, su oficio no tenía nada de extraordinario: muchas personas hacían objetos de oro, aunque sólo en pueblos especiales como Guatavita se elaboraban las ofrendas para dedicar en los santuarios: allí vivían los «santeros», no los simples «plateros» como éF9• Uno podría jugar con el apellido de Pablo para reforzar la idea de que se trataba de alguien muy importante. Tibaciza podría relacionarse con tiva, término que significaba a la vez «capitán», <~efe», «amarillo» -el color del preciado metal-, «persona de importancia» y «orfebre»30 . Pero la interpretación pone de relieve la debilidad del uso de términos lingüísticos y se frustra por completo cuando se encuentra que tiva también quiere decir «compañero», noción que, ciertamente, no llama la atención como demasiado exclusiva31 . Así como el oficio de orfebre de adornos no parece haber sido demasiado exclusivo, la información de archivo confirma que, si bien existían especialistas religiosos muy notables, el conocimiento chamánico era capaz de penetrar las fibras más íntimas de la sociedad. Ahora bien: aunque quizá el oficio de santero era más restringido, el acceso a figuras votivas era amplio. Por supuesto, cuando los españoles trataban de averiguar quién tenía ofrendas de oro, lo usual era que acudieran a los indios principales32 . En 1577, cuando se presentaron en Tuta, los primeros en reconocer que tenían santillos fueron, el cacique y los capitanes33 . En Toca, en 1583, sucedió lo mismo: los españoles fueron directamente tras el santuario del cacique34 . E igual se puede decir del caso de Duitama, donde lo que interesaba eran las joyas del cacique35 . No obstante, la lectura completa de los procesos de visita a los santuarios ofrece otra perspectiva. En lguaque, en 1595, los españoles encontraron que la mayor parte de los que voluntariamente se ofrecieron a entregar santuarios eran principales del pueblo, cacique y capitanes. Pero eso fue apenas al principio del proceso; poco tiempo después fue evidente que buena parte de la gente de cierta edad, hombres y mujeres del pueblo, también tenía santillos. De hecho, sorprende que muchos indígenas tuvieran cucas («santuarios»), así como ofrendas de oro 36 . Algunos de esos santuarios parecen haber sido de carácter familiar; otros, más personales, y algunos, quizá de importancia francamente colectiva. De hecho, las cucas que se describen en los documentos parecen haber sido construcciones que en poco o nada se distinguían de pequeñas viviendas37. Una de las primeras referencias a los muiscas, el célebre Epítome, se refiere a pequeñas ermitas que los muiscas tenían «en
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Los españoles acusaron de idólatras a los indígenas, con lo que justificaron el desarrollo de procesos e investigaciones en su contra. Uno de los objetivos de estas acciones fue el decomiso de las figuras de oro para su posterior fundición. Proceso por idolatría al cacique de Lenguazaque Pedro Guyamuche, por tener adoratorio y figuras de oro. Anónimo, 1595. Archivo General de la Nación, Bogotá. [7]
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montes, en caminos y en diversas partes»38 . En Lenguazaque, los españoles encontraron «casas de plumería» o «casas santas», que no parecían diferenciarse mucho de cualquier bohío 39. En Sogamoso, un testimonio de 1577 describe los santuarios como «diferentes bohíos muy pequeños e de diferentes hechuras[... ] pequeños e de entrada muy pequeña»40 . Allí mismo se narra que uno de los lugares donde se encontraron ofrendas era apenas un bohío «chiquito»41 . Y esto cuando los sitios sagrados se pueden asociar con construcciones de alguna clase, porque ese no era siempre el caso: en muchas ocasiones, las ofrendas simplemente se encontraban debajo de piedras 42 , en las casas donde la gente habitaba o incluso en los depósitos donde guardaban el maíz43 . No en vano, una sola visita en búsqueda de santuarios, la realizada por Diego Hidalgo, encontró más de doscientos44. Si esa era la situación con el oro y los santuarios, igual sucedía con los chuques; es decir, con los llamados «especialistas religiosos». En Iguaque y en Lenguazaque, cada cuca parece haber sido resguardada por un chuque, con lo cual su número parece haber sido increíblemente alto. Iguaque no es la única referencia; en Fontibón, en 1594, los españoles encontraron más de cien individuos que se consideraban chuques y comprobaron que todos los indios tenían santillos de oro 45 .
La ambición de los españoles contribuyó a exagerar las informaciones sobre las cantidades de oro que los indios atesoraban. El rumor de que los indios enterraban el oro se favoreció con los hallazgos ocasionales de pequeñas piezas en bohíos y adoratorios secretos. Sin embargo, lo que más se hallaba eran piezas de madera, plumería y conchas marinas. La idea de los grandes tesoros indígenas ocultos o resguardados en grandes templos pervivió en la colonia. Este dibujo Colonial, que representa la batalla de Chocontá, en la que Saguanmachica conquistó a los fusagasugaes, muestra la imagen que en el siglo XVII se tenía de los templos muiscas. Batalla de Chocontá (detalle frontispicio). Lucas Fernández de Piedrahíta. Historia general de las conquistas del Nuevo Reyno de Granada. Juan Baptista Verdussen, 1688, Amberes. [8]
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Algunas figuras de oro revelan la presencia de jerarquías entre los muiscas, si bien es dificil establecer su función real dentro de la organización social. Los más nombrados y reconocidos pertenecen al estamento religioso. Este pectoral muestra a un grupo de sujetos notables; sin embargo, su lugar en la sociedad muisca sigue siendo un misterio. Pectoral. Muisca, 6oo d. C.-16oo. Colección Museo del Oro, Banco de la República, Bogotá. [9]
Por supuesto, lo anterior no quiere decir que no existieran jerarquías de especialistas religiosos o de orfebres. Los cronistas describen grandes «templos» -como el más célebre, el de Sogamoso-, elaborados a partir de gruesos postes de madera llevada del piedemonte llanero, y grandes santuarios comunicados con los pueblos o con los cercados de los caciques por medio de impresionantes calzadas46. Lucas Fernández de Piedrahíta se refiere a numerosos santuarios en Sogamoso, pero resalta que uno de ellos era especial por su «extraña grandeza y ornato»47. Lo mismo se puede afirmar de los chuques. Por ejemplo, en Fontibón se habla de chuques mayores, encargados de los santuarios de los caciques 48 • Las crónicas se refieren a poderosos líderes religiosos, y quizá no se los inventaron. Los españoles hablan de los chuques como de personas que se encargaban de hacer sacrificios 49 y de manejar «hierbas virtuosas» 5o y que eran «temidas» espiritual y temporalmente 51 . Pero así como no todas las cucas eran pequeñas construcciones sino que también había grandes «templos» que llamaron la atención de los conquistadores, algunos chuques eran, sin duda, personajes importantes, especialmente cuando se relacionaban de manera directa con el poder de los caciques. Eduardo Londoño 52 anota que el santuario del cacique de Sogamoso era una reproducción en miniatura de su cercado, lo cual da pistas sobre el significado político de algunos lugares donde se depositaban ofrendas. Otras pistas insinúan que no todos los chuques eran iguales. El término chuque se asocia con «sacerdote» o <
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no parece haber sido prerrogativa de un número muy reducido de gente. No obstante, algunos documentos hablan de largos períodos de entrenamiento a los que se sometía a ciertos chuques. Se habla, por ejemplo, de períodos de reclusión de hasta diez años en bohíos apartados, en los cuales los chuques viejos entrenaban a los más jóvenes para luego darles vestidos y adornos especiales como símbolo de su importante posición, algunos de los cuales les eran otorgados directamente por los caciques54 . Sin duda, eso no era verdad para la gran cantidad de chuques que mencionan los documentos. Por cierto, entre los objetos que recibían quienes salían de su largo aislamiento se incluyen el poporo y la mochila con hojas de coca, los cuales probablemente sólo eran utilizados por una categoría más bien restringida de la población55 . No obstante, nada permite afirmar que los grandes especialistas religiosos basaran su poder en el monopolio de los objetos de oro ni en la orfebrería como tal. Además de la de los chuques se menciona la existencia de suetyba («demonios»), término que encierra el concepto de anciano, de ave y de amarillo, a la vez que de persona de importancia y, como se vio, de orfebre56 . Suetyba, entonces, parece asociar elementos clave del chamanismo: se refiere al color del oro, a la capacidad del chamán para transformarse en ave y al orfebre. Al parecer, los «sacerdotes» más importantes tenían relación con el poder político, aunque aparecen supeditados al mismo. No solamente los documentos hablan de ellos como los encargados de cuidar las cucas de los caciques, sino que también parece que algunos desempeñaron un papel importante como sus consejeros. Tal es el caso de Pabón, un célebre chuque de Ubaque que servía de consejero al cacique de Bogotá57. Con todo, el oro no aparece asociado únicamente con estos exclusivos chuques, sino con todos aquellos que guardaban celosamente las también numerosas cucas.
La arqueología del oro No obstante el interés de los documentos, resulta conveniente dejar a un lado por ahora las referencias a orfebres y orfebrería de las crónicas, los documentos de archivo y las gramáticas. Los arqueólogos tienen cierto complejo de inferioridad frente a los historiadores y su rico acervo de testimonios escritos, los cuales brindan la ilusión de que sólo a través de ellos se pueden estudiar vida cotidiana e individuos. Los documentos mencionan lugares, personas específicas, situaciones que dan la sensación de acercarse más a lo cotidiano, y con frecuencia se toman como complemento para mejorar la pobre-
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za de la arqueología. Sin embargo, tener documentos no necesaria~~~te enri~~~ce el análisis; de hecho, frecuentemente suplanta el JUICIOS~ anal~s1s del. arqu~ólogo y lo reemplaza por la falsa seguridad del testimomo escnto. Ja1me Humberto Borja58 ha reaccionado con razón contra la manía de tomar los testimonios escritos españoles como ;
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No se sabe con exactitud el sentido que pudieron tener los llamados tunjos y figuras votivas, pese a su profusión. Algunos cronistas indican que se trataba de antepasados y otros señalan que eran devociones particulares. Llama la atención, sin embargo, que sean individuos con características y actitudes particulares. Figura votiva. Muisca, 6oo d. C.-16oo. Colección Museo del Oro, Banco de la República, Bogotá. [10]
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En la imagen, una india muisca hila algodón frente a un ídolo en medio de un cultivo de maíz. Es evidente que en el imaginario del siglo XIX, de donde procede este dibujo, al empleo de figuras votivas en la cotidianidad muisca le fue asignado un papel religioso e idólatra. Estas ideas generalizadas conformaron un conjunto de representaciones de las cuales difícilmente han escapado los análisis arqueológicos. India chibcha. Dibujo de Urdaneta, grabado de Rodríguez, 1883- Papel Periódico Ilustrado, Bogotá. [1 1]
el mayor número de figuras votivas, se trata de un sitio de producción donde la frecuencia de objetos votivos puede ser resultado de la relativa abundancia de un producto local, y no prueba de la intermediación del poder político o religioso en la realización de ofrendas. En segundo lugar, la frecuencia de hallazgos puede ser función. de otras variables, como el tamaño de la población, aunque ello Implicaría también que la frecuencia de santillos y de adornos fuera similar. Y, en tercer lugar, la comparación que hace Lleras supone que la realidad política del siglo xvi, momento en el cual el poder de Bogotá y Guatavita era innegable, tiene validez para todo el período de elaboración de figuras votivas. Lo cierto es que la producción de adornos de metal con la ayuda de matrices de orfebrería se llevaba a cabo en muchos lugares. Las matrices de orfebrería se elaboraban frecuentemente en piedras que se conseguían muy fácilmente y se ubican en muchos lug~es del antiguo territorio muisca62 . Por otra parte, el hallazgo de. obj~to~ de adorno corporal parece haber tenido, en efecto, una ampha dtstn~u ción: se encuentran en entierros muiscas, como es el caso de Mann, en el valle de Samacá63 ; en Varela (Chiquinquirá) 64, en un entierro de un niño en Tibanica (Soacha) 65 e incluso en tumbas situadas por fuera de los dominios muiscas, como en Landázuri66 . Sin embargo los adornos corporales muiscas no impresionan demasiado. Hay ' como el de Varela, reportado por Ana M ' Un'be67, en que casos, 1 ana las piezas son notables, y seguramente existen otros más; pero, la verdad, no parecen tan frecuentes como los que se encuentran en entierros correspondientes a la metalurgia, más espectacular, ~e las sociedades que ocuparon el departamento del Valle, la cordt!lera CentraJ68 e incluso lugares del Tolima69. Las momias que se conocen, que supuestamente correspondían a personajes de .gran importancia no vienen acompañadas de grandes pectorales m de adornos de or; espectaculares. Es más: con frecuencia aparece información documental en cuanto a que grandes pectorales en forma de ave, las llamadas «águilas», se utilizaban como ofrenda70. Pero ¿en qué contextos aparecen las figuras votivas? Según.los documentos que se refieren a la profusión de chuques y santuanos, se deberían encontrar prácticamente en cualquier parte. Y eso es exactamente lo que sucede. En el sitio de Marín ~e encontró un c~~ junto de cinco piezas en una vivienda de unos cmco metros de dtametro 71 . Se trata de dos tunjos de sexo masculino que se encontraron en el costado occidental del bohío y de una representación de un propulsor y dos figuras cuyo sexo no se puede identificar, halladas en el costado orientaF2. En opinión de las autoras, debía tratarse de objetos que originalmente estaban enterrados en el piso. Pero eso es lo de menos: enterrados, en el techo o en la pared, claramente se ha-
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llan en un contexto doméstico. Además no es sólo en viviendas donde se encuentran: aparecen en el fondo de lagos, ocultos en cuevas, enterrados bajo piedras, en sitios abiertos, solos o en conjunto dentro de vasijas de cerámica73 . También en la cima de lomas donde se depositaban esos ofrendatarios, como lo demuestra John McBride 74 , en Cota. Incluso se han hallado como ofrenda funeraria en momias. Un ejemplo de ello es el cuerpo momificado sin procedencia exacta, depositado en el Museo Arqueológico de Sogamoso, el cual fue hallado con una múcura, algodón en pepa, granos de maíz, caracoles, conchas y un par de objetos hechos de tumbaga75 . Otro ejemplo es una momia, presuntamente encontrada en Pisba, que se asocia a una ofrenda de oro 76 . Tanto en el caso de las figuras votivas como en el de los adornos corporales, es muy difícil asegurar que los entierros con oro correspondan siempre a los individuos de mayor prestigio. Un estudio comparativo de sociedades americanas indica que la presencia o la ausencia de metal es un indicador pobre de la estratificación sociaF7. En el caso de Marín se ha insinuado que la deformación craneana pudo ser un indicador de prestigio; en ese lugar, nueve de los 43 cráneos estudiados, ubicados todos hacia el centro del asentamiento, muestran indicios de esa práctica78 . Pero los entierros donde se encuentran los cráneos deformados no necesariamente son los que tienen mayor ajuar79 . Según una publicación en la cual se reproduce el listado completo de las ofrendas halladas en los entierros, resulta que en ningún caso la deformación craneana se asocia con oro 80, lo cual quiere decir, o bien que la deformación craneana -o el oro~ no se asociaba con el mayor prestigio o -lo más probable- que los individuos no concentraban todas las formas de prestigio en su persona. Por cierto, las momias, se supone, correspondían a personajes especiales, pero algunas tienen deformación craneana y otras no 81 .
El simbolismo del oro
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La cultura material y el oro pueden transmitir mensajes asociados con las cualidades especiales de quienes lo usan. En algunas sociedades indígenas, la iconografía del oro representa eficientes predadores que pueden reforzar el carácter aguerrido de los caciques82. En muchas sociedades indígenas de Colombia, poderosos animales eran representados más o menos con la idea de no dejar duda sobre su identificación ni, por lo tanto, sobre los poderes a los que se asociaban, como es el caso de la metalurgia tairona y de tantas otras donde se representa con especial fuerza al hombre-ave, al
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hombre-murciélago, etcétera83 • Entre los muiscas también existía la idea de que los animales tenían una enorme importancia por el poder que le conferían al humano. La asociación, por ejemplo, del poder del jaguar -y del de otros animales, como el oso- con el liderazgo político o religioso no era desconocida 84 • Como en otras partes, las aves son los animales más representados en la metalurgia, lo cual es interesante por la asociación que se ha establecido entre el ave y el chamán85 • Existen, así mismo, casos de animales que se integran a las características humanas, etcétera. No obstante lo anterior, en el caso muisca es notoria la dificultad de identificar con precisión esa clase de vestigios. La metalurgia muisca rara vez representa animales completos, y en la cerámica, las representaciones realistas de mamíferos y otras clases de animales epresentaciones que se han 86 Lasbo r de los rnUiscas, . d 1 . d. y e os m ws son más bien raras . Por supuesto, existen representaciones como bec neral han asociado el oro las que Oiga Linares87 asocia con el poder de los caciques panameños en ge poder ' pohUco • · y re 1·1gwso. · -especialmente, de aves de rapiña-, pero en el caso de muchos obcon e1 ·· Apesar de las suposiciones y jetos, parece que el poder se refuerza no a partir de personajes espe. rsas conjeturas en torno al papel diVe . t 1 ciales sino como algo más institucionalizado y más efectivo a la hora ue el metal precioso uvo en as q . dades rnuiscas, su verdadero de entrometerse en la vida cotidiana. Un estudio metalúrgico realisocie , . d . .ficado esta leJOS e ser zado por Uribe 88 confirma la idea de que cada co~unto de ofrendas signi . G . trañado. Cactque uatav1ta. desen Fernández de p·Ie dra h'Ita. tenía un significado específico, en el cual no sólo se tenía en cuenta Luca S . la iconografia sino también la selección del metal o la aleación. En J{istoria general de 1as conqwstas del Nuevo Reyno de Granada. Juan algunos casos, la representación del poder es bastante más obvia, .sta Verdussen, 1688, Amberes. como en la famosa Balsa de Pasea, en la cual se enfatizan las difeBaP ti [12] rencias de estatus entre los individuos representados, o en las figuras de cercados 89, de momias o de personajes ataviados con símbolos de poder90 , o en ceremonias como el sacrificio de las gavias, emblemáticas del poder de los caciques91 . Otro tanto se puede afirmar de los ofrendatarios, donde con frecuencia se depositaban las ofrendas: representan a personas consumiendo drogas narcóticas, desnudas, a veces sentadas en butacos, todos atributos de los chuques92 . Pero la verdad es que las figuras votivas representan casi cualquier cosa referente a la vida cotidiana: personas haciendo el amor, figuras de canastos, vasijas de cerámica, armas, herramientas, tejidos y telares, aves, felinos y venados93 • Reiteradamente, comunicaban ideas sobre el orden social y normas sociales, por ejemplo, roles de género 94; con mucha frecuencia representaban serpientes, lo cual no corresponde a la profusión de ofidios en su territorio ni al carácter especial de seres humanos con rasgos serpentiformes, pero sí a ciertos mitos de origen y fertilidad y a narraciones que destacan el poder de los caciques de imponer castigos ejemplares a quienes se desviaban de las costumbres socialmente aceptadas 95 . Igual se puede decir de las representaciones sobre el dualismo, que probablemente era un aspecto central en la organización social muisca96 • Y, desde luego, el oro mismo po-
día estar relacionado con el orden social, en la medida en que, como se ha propuesto, el poder de los caciques, a la llegada de los españoles, se asociaba a la divinidad del So!97. En otras palabras, la orfebrería muisca, especialmente la representada en las figuras votivas, parece contener doctrinas culturalmente aceptadas que legitimaban el orden social establecido. En ellas parecen más importantes la representación del dualismo, de las diferencias entre hombres y mujeres, y el simbolismo del oro que el aura específica, altamente individualizada, de líderes políticos. No se enfatiza lo especial sino aquello que debe ser aceptado generalmente. Esta información ayudaría a explicar por qué las figuras votivas podían estar en muchas manos y al mismo tiempo ser un símbolo de poder. La orfebrería muisca invadía diferentes ámbitos con suma facilidad, incluidos contextos domésticos, a través de las figuras votivas. Desde luego, si la distribución tan diferente de figuras votivas y adorn~s es válida, lo anterior tiene un significado social ineludible, y se podna proponer que, en el sur del territorio muisca, el poder estaba lo suficientemente institucionalizado como para no verse en la necesidad de insistir en el poder de ciertas personas sino, más bien, concentrarse en reafirmar una ideología general que estaba más allá del carisma de las personas, aunque -como también se ha dicho insistentemente- sin que este dejara de cumplir un papel9s.
Notas finales . Sin duda, el oro y el conocimiento chamánico tenían un papel Importante en la sociedad indígena. No obstante, el análisis de la información existente indica que la base del poder era muy diferente de ~o .q~e inicialmente se podría pensar con base en nuestros propios preJUICios culturales. Quizá lo más sorprendente de la información documental y arqueológica sobre uno de los elementos que con más frecuencia se asocia al poder en las sociedades prehispánicas -el oro- sea su carácter relativamente «difuso» en la sociedad muisca. Había, muy probablemente, especialistas en la producción de objetos de .o~o; había. también una asociación entre el metal y especialistas r~hgi?sos de Importancia. Pero, paralelamente, no había un monopolio, m del metal sagrado ni del conocimiento esotérico, de individuos especiales que debieran jugarse su prestigio acudiendo a su carácter de personajes destacados. Existían orfebres que elaboraban adornos de oro y una gran parte de la población que manejaba conocimiento esotérico. Es más: con base en la información disponible, y si en verdad los santillos corresponden a la clase de objetos que son resultado
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del conocimiento esotérico y la mediación entre el mundo humano y el espiritual, su aparición en diversos contextos indica que dicha mediación superaba la clara delimitación que entre esos contextos traza nuestra propia cultura. En trabajos sobre la economía muisca se ha enfatizado la escasa habilidad de las élites políticas para controlar la economía doméstica. Cada familia muisca parece haber sido relativamente autónoma en la producción de los elementos básicos para la subsistencia, y, por lo tanto, el poder de los caciques no parece haber estado relacionado con el control de la economía. Más bien se sugiere un poder constantemente negociado, basado todavía en el parentesco y en las normas de reciprocidad. En otras palabras, la vida cotidiana de los muiscas no parece haber estado controlada, desde el punto de vista económico, por un poder vertical representado por una minoría de individuos privilegiados. Pero la propuesta de este trabajo es que eso no quiere decir que no se hubiera conformado una ideología de .la diferencia social que penetraba las fibras más profundas de la sociedad. La situación descrita abre una ventana útil para entender la vida cotidiana de los muiscas, una vida cotidiana que no parece posible fragmentar en diferentes dominios políticos y sociales jerárquicamente constituidos y basados en la exclusión de prácticas sociales. Por el contrario, las pruebas parecen indicar que todos los aspectos sociales, incluidos los que tenían que ver con el conocimiento chamánico, eran imposibles de separar de la vida más doméstica e íntima de los individuos. En este artículo se ha planteado que la ideología subyacente a las figuras votivas se basaba en un conjunto de normas de amplia aceptación, probablemente difíciles de controvertir, que asociaban el poder político con «verdades» o narraciones míticas, difíciles de cuestionar, que vinculaban el poder de los caciques con deidades. En otras palabras, se puede sugerir que la metalurgia de adornos corporales especiales probablemente se relacionaba con una ideología, en el sentido analizado por Flannery, mientras que la orfebrería de santillos obedecía más a razones de carácter religioso. Esto quiere decir que las «inocentes» figuritas muiscas quizá tengan más que revelar sobre el poder entre los muiscas que los flamantes pectorales y los objetos suntuosos con que nos sorprende su orfebrería. Por un lado, se cuenta con el testimonio de Pablo Tibaciza, en el sentido de que él no era santero y de que los santeros trabajaban en sitios especiales como Guatavita. Por otra parte, las crónicas describen el acto de hacer ofrendas con santillos como un evento político. Pedro Simón, por ejemplo, argumenta que, cuando alguien quería hacer ofrendas, se lo comunicaba al jeque, quien procedía a adivinar mediante el consumo de tabaco el contenido de la ofrenda y ordenaba hacer las ofrendas
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de oro y cobre o de otros materiales 99• A esto se debe agregar que los especialistas religiosos muiscas parecen haber estado supeditados al poder de los caciques, especialmente en Bogotá. Si esta hipótesis es cierta, algunas preguntas tendrían sentido. Por ejemplo, ¿qué quiere decir que en los datos de tributación de los cacicazgos de Bogotá y Tunja se mencione el oro con menos frecuencia que en los casos de Duitama y Sogamoso? Resulta interesante que los caciques que concentraron menos poder político sean los que recibieron tributación en oro y que en sus territorios se encuentren pocas figuras votivas y, en cambio, muchos adornos corporales. Esto tendría sentido, en la medida en que las figuras votivas aparecen con mayor frecuencia en aquellas partes donde un menor porcentaje de comunidades afirma haber tributado oro a sus caciques. Pero, por otra parte, ¿qué tiene que ver ese dato sobre tributación con que las figuras votivas se fabricaran en sitios especializados, en contraste con los adornos, cuyo caso no parece haber sido ese? Este dato coincide con la información según la cual la gente daba el oro directamente a chuques para que estos hicieran sus ofrendas 100 y resalta que los especialistas santeros quizá habrían tenido un papel importante en los cacicazgos del sur. Y, además, ¿qué significa que los caciques de Duitama y Sogamoso se asocien con atributos especiales -carisma militar, el primero, y religioso, el segundo- que no parecen característicos de los de Tunja o Bogotá? En otras palabras, ¿es una casualidad que los caciques de Tunja y, especialmente, de Bogotá no se asociaran a rasgos especiales, como sí fue el caso de los de Duitama y Sogamoso? Aquí se debe anotar que la distribución de figu- ¡ ras votivas en el territorio muisca puede relacionarse con contrastes concretos, que mencionan las crónicas y los documentos, entre el sur y el norte, entre los cuales se encuentran, sólo para dar dos ejemplos conocidos, el que los guechas y uzaques sólo aparezcan en documentos correspondientes a la parte meridional del territorio 101 • Futuras investigaciones arqueológicas podrían ser reveladoras: si lo que aquí se afirma es válido, se deberían encontrar mayores evidencias de jerarquización social entre los cacicazgos de la sabana de Bogotá que entre los de regiones del norte. En todo caso, no se puede terminar sin criticar que, aunque el chamanismo ha venido a ser popular como la recuperación de saberes ancestrales y manejos del poder distintos al occidental, lo que ha producido es el reforzamiento de ideas bastante convencionales sobre el uso del poder mediante estrategias de dominación vertical it?puestas desde arriba. Por más que se puedan hacer generalizaCIOnes sobre las características universales del poder, es necesario estar alerta sobre las diferencias, y un reto importante consiste en explorar el significado del oro y el chamanismo en otras sociedades
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prehispánicas. Al menos en el caso muisca, el carácter del chamanismo se ha distorsionado completamente. Por supuesto, ahora sería necio hacer generalizaciones infundadas: las sociedades indígenas fueron extraordinariamente diversas como para atreverse a insinuar que lo analizado para los muiscas, de por sí nada homogéneos, resulta inequívocamente cierto en otros contextos. Para hacerse una idea del papel del oro y del chamán en otras sociedades falta muchísima información que permita ubicar los objetos de oro en su contexto de uso, fuera de las vitrinas de Jos museos y de Jos imaginarios sobre el chamanismo a partir de los cuales se les juzga.
2J Langebaek, op. cit., pp. 88-92. 24 Hermes Tovar, La formación social chibcha, Bogotá, Cooperativa de Profesores de la Universidad Nacional de Colombia, 1980. 25 Jbíd., pp. 21·22. 26 Carl Henrik Langebaek, <
>, Universitas Humanística, 16 (27), 1987, p. 48. 27 Martínez, op. cit., p. 50. z8 Vicenta Cortés, «Visita a los santuarios indígenas de Boyacá», Revista Colombiana de Antropología, 9, 1960, pp. 199-274. 29 Langebaek, <>, op. cit., pp. 45-52. JO lbíd., p. 48. JI Ezequiel Uricoechea, Gramática, Vocabulario, Catesismo i Confesionario de la Lengua Chibcha según manuscritos anónimos e inéditos aumentados y corre}idos, París, Maisonneuve i Cía., 1871, p. 143. Londoño, op. cit. 32 J3 Archivo General de la Nación (AGN), Real Hacienda, 21, f. 751r-v. J4 Íd., Escribanía de la Cámara, 824a, f. 249r. Notas 35 lbíd., 6, f. 122V. 36 Carl Henrik Langebaek, <>, en Marcia-Anne Dobres ción religiosa muisca>>, Revista de Antropología y Arqueología, 6 (r), 1990, p. 88. y John E. Robb (eds.), Agency in Archaeology, Nueva York, Routledge, 2000. p. 24. 37 Clara Inés Casilimas YMaría Imelda López, <>, Maguaré, 5 (5), 1987, Tzvetan Todorov, The Conquest of America. The Question of the Other, Nueva York, pp. 127·150. Harper and Row, 1982, p. 69. 38 Demetrio Ramos, Ximénez de Quesada en su relación con los cronistas y el Epítome de Hodder, op. cit., p. 21. 3 la conquista del Nuevo Reino de Granada, Sevilla, Escuela de Estudios Hispano-Ameri4 Ibíd., pp. 2!-JJ. canos, 1972, p. 299. 5 Gerardo Reichel-Dolmatoff, Chamanismo y orfebrería. Un estudio iconográfico del MuJ9 AGN, Caciques e Indios, 16, f. 571r. seo del Oro, Bogotá, Banco de la República, 1988, p. 31. 40 Íd , Real Hacienda, 21, f. 732v, cit. en Londoño, op. cit., p. 99. Ibíd., p. r6o. 41 Ibíd., f. 735r, cit. en ibíd., p. 100. 7 Héctor Llanos, Los chamanes jaguares de San Agustín. Génesis de un pensamiento mito42 AGN, Escribanía de la Cámara, 824a, f. 162r. poético, Bogotá, Talleres de Cuatro y Cia., 1995, p. 187. 43 Langebaek, <>, op. cit., p. 90; Hermes Tovar, Relaciones y visitas a los Francisco Posada, <>, en Ensayos marxisAndes, siglo XVI, vol. 3, Bogotá, Colcultura -Instituto Colombiano de Cultura Hispánica, tas sobre la sociedad chibcha, Bogotá, Los Comuneros, s. f., p. 66. 1996, p. 246. 9 José Rozo, Los muiscas. Organización social y régimen político, Bogotá, Fondo Editorial 44 Cortés, op. cit. Suramericana, 1978, p. 7445 Tovar. Relaciones y visitas .. , op. cit., p. 246. 10 José Pérez de Barradas, Los muiscas antes de la Conquista, vol. 2, Madrid, Consejo Su- ; 46 Casi limas y López, op. cit. _ perior de Investigaciones Científicas. 1951, pp. 79-80. 47 Lucas Fernández de Piedrahíta, Noticia histórica de las conquistas del Nuevo Reino de ' 11 Clemencia Plazas y Ana María Falchetti, La orfebrería prehispánica de Colombia, Bogo- . Grana~a, vol. r, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura Hispánica, 1973, p. 312. tá, Museo del Oro- Banco de la República, 1983, p. 6. 48 María Angeles Eugenio, <, Memoria, segundo semestre 1997, p. 2}. 13 Robert Drennan. <>, en Gary M. Feinman y Linda Manzanilla dentales, vol. 3, Bogotá, Biblioteca Banco Popular, 1981, p. 34. (eds.), Cultural E•·olution. Contemporarv Viewpoints, Nueva York, Kluwer Academic : 5o Juan de Castellanos, Elegías de varones ilustres de Indias, vol. 4, Bogotá, Biblioteca de - Plenum Publishers, 2000. la Presidencia de la República, 1955, p. 155. 14 George L. Cowgill, <<"Rationality" and Contexts in Agency Theory>>. en Marcia-Anne Do51 Aguado, op. cit., p. 339bres y John E. Robb (eds.), Agency in Archaeology, Nueva York, Routledge, 2000, p. 52. 52 Londoño, op. cit., p. 99. 15 Kent Flannery y Joyce Marcus, <>, en R. Pleucer e l. Hodder 53 María Stella González, <>, en Charles E. Cleland of Ecuador>>, Acta Americana- Journal of the Swedish Americanist Society, 6 (1), 1998, (ed.), For the Director: Research Essays in Honor o( James B. Griffin, Ann Arbor, Umpp. 51·76. versity ofMichigan, 197756 González, op. cit., p. 41. 19 Armando Martínez, <>, Bo57 Carl Henrik Langebaek, <, en Felipe Castañeda y Matthias Vollet (eds.), Concep20 Carl Henrik Langebaek, Los muiscas. Mercados, poblamiento e integración étnica entre . cwnes de la Conqu1sta. Aproximaciones interdisciplinarias, Bogotá, Universidad de los los muiscas, siglo xr1, Bogotá, Banco de la República, 1987. . Andes, 2001, p. 305. 21 Eduardo Londoño, <> Bola República, 1956, p. 405. letín Museo del Oro, 25, 1989, p. 15. ,
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EL PODER, EL ORO Y LO COTIDIANO EN LAS SOCIEDADES INDÍGENAS: EL CASO MUISCA
bal Gnecco YCarl Henrik Langebaek (eds.), Contra la tiranía tipológica en arqueología: una visión desde Suramérica, Bogotá, Universidad de los Andes, 2007, pp. 215-256. 90 Lleras, Prehispanic Metallurgy.. ., op. cit. 91 Carl Henrik Lang~baek, «Heterogeneidad vs. homogeneidad en la arqueología colombiana: una .nota cnllca y el e¡emplo de la orfebrería muisca>>, Revista de Antropología y Arqueologza, II, 1995, pp. 3-36. 92 Íd., <>, Revista de Antropología, 3 (2), 1987, pp. 123-124. 93 Lleras, Preh1spamc Metallurgy .. ., op. cit. 94 Ana María Castro, <>, Boletín Museo del Oro, 56, 2005, p. 95. 95 ~angebaek, <>, op. cit., p. 24; Legast, <>, op. ci!., pp. 58-59. 96 Langebaek, <>, op. cit. 97 Fran,ois Correa, <>, en Jean-Pierre Chaumel, Roberto Pineda y Jean-Fran,ois Bouchard (eds.), Chamanismo y sacrificio. Perspectivas arqueológicas y etnológicas en sociedades indígenas de América del Sur, Bogotá, Fundación de Investigaciones Arqueológtcas NaciOnales - Banco de la República - Instituto Francés de Estudios Andinos 2005, pp. 123-140; Langebaek, <>, op. cit. ' 98 Langebaek, Los muiscas .. ., op. cit. 99 Simón, op. cit., p. 386. 100 Jbíd. 101 Langebaek, Los muiscas... , op. cit., pp. 27 y 31.
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La elusiva privacidad del siglo XVI Luis Miguel Córdoba Ochoa
Las fronteras entre la vida privada y la pública no fueron claras en el Nuevo Mundo durante los siglos XVI y xvn. Los mecanismos de información que adecuó la Corona española para determinar el reparto de oficios, pensiones y encomiendas crearon una fuerte propensión a que los vecinos peninsulares que participaron en la Conquista expusieran sus vidas de forma mitificada en las relaciones de méritos y servicios, sin diferenciar sus actuaciones públicas de su vida privada. La feroz competencia por encomiendas y pensiones ' acentuó la necesidad de exaltar las virtudes propias y de denunciar los vicios ajenos. Por esta razón, la privacidad de las conductas en la temprana sociedad del siglo XVI fue casi un espejismo. Sin embargo, las sociedades indígenas que estaban en contacto directo con los españoles se vieron forzadas a mantener en secreto comportamientos y prácticas asociadas a sus creencias nativas. Igualmente, ocultaron la continuidad de las antiguas redes de sujeción que había entre los caciques y sus subordinados para que no fueran afectados los ritos religiosos de carácter agrario que eran cruciales en su cosmogonía. Incluso lograron darles a sus celebraciones un ropaje católico, sin que ello fuera evidente para los españoles. En las siguientes páginas se estudiarán algunos aspectos relacionados con las profundas modificaciones que en indígenas y españoles produjo su traumático choque en el siglo XVI.
Vasco Núñei deBa/boa descubriendo el Mar del Sur, conducido por el cacique Panca. Dibujo de Urdaneta, grabado de Rodríguez, 1878. Papel Periódico Ilustrado, Bogotá. [1]
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HISTORIA DE LA VIDA PRIVADA EN COLOMBIA
LA ELUSIVA PRIVACIDAD DEL SIGLO XVI
Los mundos de la «tierra caliente» y de la «tierra fría» Desde la década de 1540, los españoles identificaron como la característica dominante de los territorios del Nuevo Reino de Granada la división entre la «tierra caliente» y la «tierra fría» y afirmaron que esta división afectaba la condición de los individuos, pues los indígenas de la tierra caliente, los que ocupaban las cuencas de los ríos Cauca, Magdalena, Sinú, etc., eran indóciles y reacios ~ acept~r el dominio español, mientras que los de la sabana de Bogota -la tierra fría- sí eran susceptibles de ser gobernados por una red de encomenderos. Muy pronto se convirtió en una idea común afirmar que las comunidades de las zonas calientes eran caribes y consumían ~ carne humana. En realidad, los españoles hacían suyas ideas de los · mismos muiscas sobre sus rivales, los panches'. Este contraste entre las tierras de la sabana y las del Magdalena : o de los Llanos Orientales llevó a los españoles a explicar la forma en que dos mundos tan diferentes en su clima, vegetación, recursos y pobladores eran interdependientes. En 1603, Juan Sanz Hurtado, • un encomendero de Tunja que vi~ó a España como apoderado del Nuevo Reino ante el Consejo de Indias, explicó en detalle cómo entendían los españoles esa relación de la tierra fría y la tierra caliente. Indicó que en la caliente In di Hítpanisaurum fitientibus,aurumlique· XX. fuclum infw1dum.
El canibalismo como manifestación de la barbarie de los indígenas fue una de las representaciones que más se difundió en Europa, y fue atribuido como una característica inherente a los pueblos más salvajes de América, pese a que tenía una larga tradición en la cristiandad medieval. Esta caracterización sirvió para establecer diferencias entre lo que los españoles consideraban pueblos dóciles y aquellos más dificiles de dominar, y con ello, justificar las guerras de conquista. Vierten los indios oro fundido en boca de los españoles para saciar su codicia. Teodoro De Bry. Americae, 1590, s. l. [2]
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se dan y producen los ricos metales de oro, plata, y esmeraldas. y en la fría, que es donde vuestra Real Audiencia tiene su asiento
se cultivan los mantenimientos, legumbres y ganados con mucha fertilidad. Por manera que la una es expensa de comida, y sustento para la otra, que es la fría, y la caliente madre de oro y monedas hace a esta otra rica 2• Para que el Nuevo Reino se sustentara era necesario que se conservaran las dos regiones, ya que de poco serviría la tierra caliente sin población que trabajara en sus minas, y sin el oro de la tierra caliente, la tierra fría de la sabana no podría abastecerse de los bienes que llegaban a Cartagena. La creación de una economía minera en las regiones cálidas se apoyó en sistemas de depredación y compulsión de la mano de obra indígena para llevarla a las minas. Frente a la natural resistencia nativa, los españoles buscaron demostrar que los indígenas de las regiones auríferas eran bárbaros caníbales a los que no se debía tratar con las consideraciones que exigía el Consejo de Indias, sino que tenían que ser esclavizados 3. En esos mundos mineros, que se consideraban esenciales para obtener los recursos con los cuales se alimentaba todo el comercio de la sabana, la violencia doméstica contra los indígenas, primero, y contra los esclavos, después, se convirtió en una actitud casi natural para los españoles. La presencia de la Audiencia en la sabana evitó ligeramente que allí la violencia tuviera un carácter tan abierto como el que tenía en las zonas mineras. Las conductas criminales que los visitadores enviados por la Audiencia comprobaban una y otra vez ponen en evidencia que las casas españolas, las minas y las estancias eran espacios en los que las relaciones entre españoles e indígenas o esclavos daban origen a un tipo de privacidad doméstica dominada por el terror y por la violencia cotidiana4• Una característica sobresaliente del tipo de sociedad que se creaba como resultado de la ocupación española de los territorios del Nuevo Mundo en el siglo xvt fue el nacimiento de espacios domésticos marcadamente mestizos y en los que los españoles eran una minoría frente a la población indígena. Una de las observaciones sobre las características de las poblaciones españolas en las zonas mineras era la precariedad de las casas y de las iglesias. En el siglo XVI, la descripción más común de Muzo, Mariquita, !bagué, Neiva, Zaragoza, Remedios, Timaná o Cáceres era la de rancheríos de madera más parecidos a campamentos itinerantes que a ciudades. Para los cabildos de las ciudades mineras no era conveniente dotarlas de ornato, porque, si podían comprobar que eran pobres, como se esperaba que su arquitectura lo demostrara, se podría solicitar al rey que redujera
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Lo que podríamos llamar «vida privada» era difícil de encontrar en estas viviendas, pues las casas de mineros y encomenderos estaban servidas por una numerosa población indígena y esclava, y en ellas podían vivir numerosos parientes pobres o soldados vagabundos que constituían la necesaria clientela con la cual los mineros o encomenderos demostraban su poder.
El mestizaje fue una clara evidencia del poco control que la Corona y las autoridades españolas ejercieron durante el proceso de conquista. Posteriormente, los mestizos serían considerados no sólo como un problema de castas, sino como un asunto legal, lo que persistió durante todo el período colonial. Mestiza y zamba. Anónimo, siglo xvm. Códex Trujillo de Martínez Compañón y Bujanda, Tomo n. Colección Biblioteca Nacional de España, Madrid. [3]
La alteración de los hombres en el Nuevo Reino de Granada
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el gravamen a la producción de oro y que proporcionara esclavos a bajos precios, como todas ellas lo pidieron entre 1570 y 16305. En la sabana, los mineros que dominaban esas regiones calien- · tes eran vistos como individuos muy dispuestos a las alteraciones y' propensos a presentar sus actos de violencia como hechos virtuosos' mediante falsas relaciones 6. En las nuevas villas y ciudades españolas, los primeros alumbramientos que tuvieron lugar fueron de niños· mestizos, hijos de los soldados españoles y de las mujeres indígenas. Al alcanzar su mayoría de edad, esos jóvenes mestizos adquirirían un protagonismo significativo porque muchos de ellos esperaban heredar las encomiendas de sus padres, pues habían sido educados por estos como hombres del mundo hispánico. Pero su origen indígena materno y el rechazo de que fueron víctimas por los españoles que se negaban a dejarlos tomar el lugar de sus padres por su condición mestiza les dieron un tipo de libertad y de desenvoltura en sus conductas que acentuaron la idea de que eran un grupo amenazante. En sus costumbres, en su modo de hablar, en sus gustos alimenticios, en sus vestimentas, los mestizos -especialmente los de poca importancia, que no debían demostrar que actuaban como españoles, lo cual sí podía ocurrir con los herederos de los encomenderos- fueron los pioneros de un tipo de expresiones culturales absolutamente novedosas con las que mostraban a las claras que, aun educados en hogares españoles, eran hombres del Nuevo Mundo.
Así como se consideraba que el mestizaje daba origen a individuos de naturaleza compleja, en el caso del Nuevo Reino se consideró que la tierra misma trastornaba la condición de los españoles y que las extrañas conductas que se observaban allí tenían su origen en la alteración que producía la idea de estar en las provincias más ricas en oro del Nuevo Mundo 7. Explicaciones generales de las diferencias entre la tierra fría y la tierra caliente se interpolaban con observaciones precisas sobre el cambio de los hombres motivado por el oro, sobre la condición violenta de los mineros y sobre el surgimiento de un exotismo en las costumbres que parecía necesario para demostrar que se había sobrevivido al «toque» de las Indias y que se triunfaba en ellas porque se pagaba el precio de asumir nuevos modos de ser. Los españoles que llegaron al Nuevo Mundo desde finales del siglo XVI transformaron profundamente a las comunidades indígenas, pero en ese proceso sus propias vidas también resultaron drásticamente alteradas 8• Una de las razones del cambio de los hombres en Indias fue que las antiguas jerarquías que separaban rígidamente a la nobleza del pueblo en España comenzaron a tener límites más imprecisos. Esa ligera disolución de las barreras que a cada individuo le asignaba su nacimiento permitió que en América se viviera un proceso de ampliación de las posibilidades de ascenso social, que estuvo asociado a la toma de conciencia de que los hombres podrían inventar sus vidas como nunca lo habrían podido hacer en España9. Existía la idea de que la libertad que disfrutaban los españoles en América los había liberado de algunos de los controles más evidentes de la Corona y de la Iglesia, y de que, si se ocupaban lugares de privilegio, era casi necesario hacer ostentación excesiva del poder o de otros signos de dominio, como podían ser la despreocupación porque sus relaciones ilícitas fueran de conocimiento público y la exhibición casi insultante de sus riquezas. Por ejemplo, en 16oo, un vecino anónimo de Santa Marta, que firmó con el seudónimo de «Doña Clara Verdad», denunció los abusos del gobernador de Santa Marta
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La encomienda fue una institución por medio de la cual se consolidó una élite de conquistadores que llegó incluso a desafiar el poder de la Corona. Los abusos y la explotación inmisericorde de los indios fueron la imagen generalizada que se consolidó de estos individuos desde los primeros tiempos de la Conquista. Encomendero Francisco Beltrán Caicedo. Anónimo, siglo xvn1. Colección Museo de Arte Colonial, Bogotá. [4]
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y Jo presentó ante el Consejo de Indias como un «mozo» que «en su aspecto trae el sobrescripto de la yncapacidad del oficio y dignidad que tiene», gobernado por la codicia y dedicado a comerciar con los ingleses y los flamencos 10• Sin embargo, como Jo muestran los juicios de residencia, Jos oficiales con más poder eran acusados, típicamente, de actuar sin mesura en la demostración de su capacidad para anular aun a los vecinos más importantes. Los miembros del clero también fueron acusados de exhibir este tipo de conductas. En 1558, el contador Pero Núñez AguiJar expresaba su satisfacción por la decisión del Consejo de Indias de limi- · tar el poder de Jos conquistadores. Indicaba que ellos eran el mejor ejemplo de la forma en la que la vida en el Nuevo Mundo afectaba a ! la gente, y escribía que las gentes «venidas acá toman otras nuevas inclinaciones»''· Los peninsulares se debatían entre la necesidad de demostrar su ; adaptación a las condiciones del Nuevo Mundo y la de hacer evi- , dente que esa adaptación no Jos llevaba a perder Jos referentes his- ' pánicos 12 • Sus hogares reflejaron esa dualidad, pues las relaciones , sociales que en ellos se desarrollaban eran de una absoluta novedad en comparación con Jos modelos peninsulares, puesto que eran ho- ~.·. gares dominados por la presencia femenina indígena, debido a la ~ ausencia de mujeres españolas, por Jo menos en las primeras décadas del siglo XVI, y en donde se fue creando un modo mestizo o l «indiano» de alimentarse, de vestirse, de amoblar las viviendas y de r hablar. Ante la amenaza de un excesivo alejamiento cultural de. los ¡ patrones peninsulares, Jos españoles que podían hacerlo estuvieron 1 dispuestos a invertir grandes sumas de dinero en adquirir los bienes, ~ la ropa o los alimentos que simbolizaban Jo hispánico, pero ello ori- ¡ ginó críticas porque se consideró que había un consumo ostentoso, ¡· 1 exagerado 13 • La tensión entre Jos dos mundos podía tener resultados dramáti-~ cos. Es bien sabido cuán importante era, para el cristianismo, enterrar ~ a Jos difuntos en Jugares sagrados. Ser enterrado en el campo no era algo aceptable para un español. En 1610, Antonio de Olalla informó ! al rey que su padre, Alonso de Olalla, había sido nombrado gober-( nador de las provincias del valle de La Plata, en el alto Magdalena, ~ cuando tenía más de setenta años. Para cumplir con su obligación, y pese a su edad, este último formó una compañía de 130 soldados y \ partió hacía el valle de Neiva. Pero, decía Antonio de Olalla, «por · ser de tanta edad y tan travajado en el deste reyno y la aspere9a de ' la tierra muy grande falleció siendo nes¡;esario para aberle de traer a l enterrar a poblado asarle en unas parrilas, con que 9esso por su parte el no podcr poblam". Así, Antonio de Olalla '"'" que emplear una técnica indígena, como era el uso de barbacoas, pa
e impedir su putrefacción y poder enterrarlo después en un poblado español. El camino inverso al recorrido para darle sepultura católica a un español lo protagonizaban los indígenas. En 1558, el licenciado Grajeda le explicó al rey acerca de la visita que realizaba en el Magdalena. En Tomala, un pueblo vecino a Tamalameque, había un cacique que había sido bautizado y que pidió ser enterrado en una iglesia, sin oro ni mujeres, según le dijeron a Grajeda. Se hizo como el cacique pedía, pero a los tres meses «vino un cacique que dicen ser su hermano, que vive de allí tres o cuatro leguas con su gente a punto de guerra, y le sacó de la sepultura y tomó de su casa el oro que halló y Jo llevó todo a su pueblo y Jo tiene metido en un caja de madera colgada en cierta forma, como ellos se suelen sepultar»ts.
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El errático mensaje del clero en el Nuevo Reino de Granada Aunque el clero del Nuevo Mundo debía ofrecer modelos de conducta ajustados al cristianismo, fueron numerosas las críticas en las nuevas villas y ciudades del siglo XVI por su vida escandalosa y por su abierta competencia por enriquecerse a costa del trabajo de la población indígena 16 • Por ejemplo, cuando, en 1551, el licenciado Zorita hacía los juicios de residencia a los oficiales de Santa Marta se enfrentó a un clérigo del cual decía que «su manera de vivir do~de quiera que ha estado es muy perjudicial y no de clérigo sino de hom- • bre muy disoluto y mercader muy codicioso; el cual se llama Juan González y por ser como he dicho no Jo pudieron sufrir en Mompox y lo echaron de allí y se vino para Santa Marta» 17• El interés del clero por el oro no diferenciaba a sus miembros de Jos soldados, como Jo señalaba en 1585 el Cabildo de Ibagué al escribirle al rey que Jos curas doctrineros sólo querían las doctrinas «donde hay mucho oro»ts. Al comparar el Nuevo Reino con la Nueva España o con el Perú los obispos advertían que en el primero había más desorden y que: por ser un mundo remoto, los españoles que lo habitallln terminaban por El poder de los curas doctrineros desarrollar hábitos extraños. Obispos que previamente habían servi- en el nivel local de Jos pueblos de do en México y que luego eran enviados al Nuevo Reino usualmente indios fue innegable. Muchos de se quejaban de no tener allí indígenas tan dóciles y dispuestos a vivir ellos se aprovecharon de su cercanía en sujeción como los de México. El obispo fray Luis Zapata expre- con los indígenas para establecer redes de poder que, en muchas saba su desconcierto por la vida que llevaban los franciscanos en el ocasiones, los llevaron a convertirse Nuevo Reino. Decía que «pasados acá se invisten de nuevos modos en verdaderos señores regionales. de vivir». El mundo que se había creado, a partir de la Conquista, La fantasía del padre de doctrina: en Popayán, Santa Fe o las otras gobernaciones le parecía fuera de ser señor absoluto. Guamán Poma de Ayala, Nueva Crónica y Buen control, y explicaba que en él a los individuos no les importaba ser Gobierno, 16!5, Lima. [5]
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amonestados públicamente por el obispo 19• Para Zapata, el hecho de que un cura doctrinero fuera el único español en un pequeño pue. blo de indios originaba escándalos, pues los curas no tenían ningún freno en sus demandas de bienes o en su sexualidad20• En 1564, el primer presidente de la Audiencia de Santa Fe, Andrés Díaz Venero de Leiva, explicó que los curas vivían con «muchas indias dentro de sus bohíos, con escándalo de todos, aunque sin ser culpa suya»21 • Los monasterios de las órdenes religiosas en Cartagena, Santa Marta o el Nuevo Reino eran servidos por mujeres indígenas a las que con frecuencia se forzaba a servir de concubinas a los frailes, como lo contó el licenciado Lope García de Castro, presidente de la Audiencia de Lima, a su paso por Cartagena en 1564. Allí escribió que «entrando yo en el monasterio de Santo Domingo de esta ciudad, vi que dentro de él, no muy lejos de las celdas de los frailes, viven ciertas indias que los sirven, no nada viejas. Díjelo al gobernador, el : cual me dijo que de ello sabía él ciertos malos ejemplos. Entiendo lena, la mujer que realizaba los oficios domésticos en la casa cura!. que las justicias en esta tierra no se atreven contra los frailes» 22 . Al testificar sobre el abuso del cura, la propia Catalina declaró que Por razones obvias, los primeros comentarios acerca de la experiencia en el Nuevo Reino se escribían en Cartagena, pues este , la metio dentro en su camara donde tenia su cama, arremetio era el puerto al que llegaban los viajeros que venían del Caribe o de con este testigo y la echo sobre la cama e la corrompio, y quebro su España 23 . Cartagena era descrita como una nueva Babel en donde el calabar;o, y que este testigo dio gritos y al tiempo q los dio el dicho maL ejemplo que daba el clero era compartido por los comerciantes J padre tomo un paño y le atapava la boca, e a los gritos acudio su castellanos y extranjeros -italianos, portugueses o flamencos-. La ~ madre magdalena, q eslava en la cozina e la hallo ya corrompida numerosa población esclava de la ciudad parecía tomar el control de 1, vertiendo sangre y q como era tan mochacha este testigo el dicho esta por las noches ante la obligada indiferencia de los dueños de los ~ padre la corrompio primero con los dedos q tuvisse excesso carnal esclavos, que no se sentían con fuerza para reprimir sus conductas. a ella, e abrio y hizo tanto mal q despues su madre e su hermana En 1578, el licenciado Zorrilla escribía a Felipe 11 sus impresiones ' tubieron q curar harto tiempo, y curar hasta el día de oy por no aver sobre el puerto: «ay gran cantidad de negros y negras y todas las no- , tenido un día de mas salud, sino q siempre a estado echada en una ches de las fiestas y casi todas las vísperas de las fiestas en la noche ' hamaca, como al presente esta quando dize este dicho26. se juntan por cuadrillas ellos y ellas y andan la mayor parte de las · noches tañiendo con unos atabales y haciendo muchas deshonesti- , dades»24 • Zorrilla y otros españoles temían que las libertades que · veían en la ciudad acarrearan el castigo divino, que se hizo real para · muchos cuando, ocho años después, Francis Drake tomó la ciudad 25 . El poder de los curas doctrineros era casi ilimitado. Por ejemplo, en 1580, el arzobispo de Cartagena, Juan de Montalvo, dominico, · reunió en el pueblo de Turbaná los testimonios de una veintena de · Las condiciones de emulación y de competencia entre los solmujeres indígenas en contra del doctrinero franciscano fray Gaspar. dados, los oficiales y los clérigos propiciaron el exhibicionismo de Ellas lo denunciaron por haber abusado sexualmente de ellas. Tras conductas poco prudentes como una manera de demostrar que se ofrecerles vino y decirles palabras amorosas, el franciscano tomaba o.cupaba un lugar de privilegio en sitios donde la justicia civil y ecleel rejo de las bestias, las azotaba y las amarraba para violarlas. El te- Siástica era frágil. mor de denunciarlo fue superado por la humillación, cuando el fraile Fue el caso del arzobispo de Popayán fray Juan González de Menvioló a Catalina, una niña de diez años, delante de su madre, Magda- doza, un agustino que llegó a ocupar la silla episcopal en esa gober~
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La exhibición pública del escándalo como afirmación de poder
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La Conquista ha sido vista como un proceso de civilización y moralización de las sociedades americanas. La imaginación histórica de este proceso ha sido ilustrada con toda la magnificencia de un gran acontecimiento. Esta pintura corresponde a una visión idealizada de la fundación de Bogotá, elaborada con ocasión del cuarto centenario de la ciudad. Sin embargo, los hechos históricos se apartan de esta figuración, pues en realidad existen muy escasas referencias de la época sobre estas acciones. Fundación de Bogotá. Pedro Alcántara Quijano, 1938. Colección Academia Colombiana de Historia, Bogotá. [6]
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arzobispo hacía demostración de sus habilidades de zahorí delante de los principales vecinos para que vieran que «sí avía oro se yvan a el dexando la plata y a la plata mas que a otro metal y a unas cedulas mas que a otras y el padre mas que al hijo y al sacerdote mas que a un lego». Afirmaba que las varillas también le permitían conocer los sucesos de España. El deán precisó que los españoles creían que el arzobispo tenía un «familiar» y que hablaba con el diablo, mientras que los mestizos, los indios y los esclavos creían que era hechicero y que sus habilidades no eran muy diferentes a las que ellos tenían y por las cuales eran acusados por los españoles. Ante las críticas de los frailes, el arzobispo les ordenó a los veinticinco clérigos de la ciudad que se armasen Yque protegiesen su casa como sí fuera un presidio. De allí salían armados en compañía de indios y esclavos para buscar a los frailes con el propósito de atacarlos a palo y piedra. Sobre su vida en el ámbito privado, escribía el deán Montalvo que «es publico y notorio que cada mañana se come una docena de guevos y que con cada cuatro veve una buen vez de vino». Como en situaciones similares, cuando se trataba de demostrar la culpabilidad de un oficial o de un miembro del clero se informaba que ostentosamente incurrían en algunos de los pecados capitales, como la gula en este caso m. Gracias a los comentarios que se escurrían a la plaza' desde la vivienda del arzobispo se sabía que tiene en su compañía una mujer llamada doña Juana dize ser su cuñada viuda, comen a la misma mesa, unos dizen es su man~eba, otros es su hija. Tiene ella un hijo llamado don diego González de Mendoza, asi mismo di~en es hijo del dho obispo, dalo a entender por algunas ynsinias, terminos y trato que pasan entre los tres: comen carne en cuaresma, vigilias, cuatro témporas viernes y sábados estando buenos y gordos 3o.
LaS representaciones de los . ·oneros y sacerdotes como , l'd servl'dores de los mas desva 1 os trastan con los constantes con. dalos por disputas de poder escan · el enfrentamiento por cuestiones Y h menos espirituales. Cholos mue o . airona rezando Doctrina en H11 • Cristiana. Anónimo, si?lo xvm. Códex Trujillo de Martmez . , ñón y Buianda. Coleccwn CoiiiP a ' Biblioteca Nacional de Espana, Madrid [7]
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Los oidores o gobernadores también actuaban sin ningún tipo de mesura y más bien disfrutaban su capacidad para el escándalo. Así ocurrió con un oidor de Santa Fe, Francisco de Auncíbay, cuya conducta fue denunciada al rey en 1577 por Diego de Vergara, uno de los procu~adores d~ la Audiencia. Vergara narró que, en lugar de ejercer el oficiO a cabahdad, Auncíbay llevó una vida desordenada que ni síquiera le sería admitida a un soldado. La solicitud de justicia a Felipe JI se produjo porque Vergara explicó que a una hija legítima suya de trece o catorce años, que aun no había sido prometida en matrimonio el oidor la violó mientras ella vivía en casa de otra familia que la cuí~ daba, pues V~rgara era viudo. Como consecuencia del estupro, la hija de Vergara dw a luz una niña que quedó en poder del oidor, quien la f entregó a una nodriza para que la criara. El oidor no ocultó su pa-
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La figura del conquistador Jiménez de Quesada pasó a la historia colmada de virtudes heroicas y cristianas, como lo refleja esta pintura de comienzos del siglo xx. Un vistazo a los documentos de la época, sin embargo, muestra una faceta bastante diferente: enemigo jurado de los visitadores, se valió de mecanismos legales poco ortodoxos para obstruir sus investigaciones. Fue acusado de esclavizar y vender a los indios y de apropiarse de tierras que no le pertenecían. Su vida desarreglada lo condujo a pasar sus últimos años en medio de las penurias económicas y las demandas legales. Gonzalo Jiménez de Quesada. Anónimo, ca. 1540. Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá. [8]
ternidad, aunque sin dar a conocer el nombre de la madre. Am1cibay hacía que le llevasen la bebé a su casa «y la tenia públicamente haciendo cosas de no creen>. Al pasearse con ella por la ciudad estimulaba las especulaciones acerca del nombre de la madre. El oidor hizo del cuidado de la niña, a la que reservaba un tipo de manifestaciones públicas de afecto que Vergara no encontraba naturales, un signo de su notoriedad. Por ejemplo, esperaba que, cuando las personas cuyos negocios llevaba en la Real Audiencia le hicieran peticiones, le rogaran su favor en nombre de su pequeña hija31 . La tendencia de importantes oficiales a añadir a su cultura hispánica rasgos distintivos propios del Nuevo Mundo fue otra forma de mostrar un naciente tipo de identidad con lo indiano que era censurado con acritud. Al comenzar la década de 1580 hubo un serio traumatismo en Santa Fe a raíz de la visita de Juan Bautista Monzón, quien fue enviado por la Corona debido a las quejas que recibía sobre los abusos que la Audiencia cometía32 . Cuando Monzón viajó a Cartagena desde España lo hizo en la misma embarcación en que iba el mestizo don Diego de Torres, heredero del cacicazgo de Turmequé33 . Torres había estado preso en la cárcel de Santa Fe previamente y había huido a España para denunciar a la Audiencia y los abusos cometidos con la población indígena. Cuando Monzón llegó a la sabana y comenzó la visita, se enfrentó a los oidores y al obispo fray Luis de Zapata. En una de las cartas en las que se quejaba de Monzón, Zapata escribió que, por intermedio del cacique don Diego, andaba «convocando los mohanes y adivinos para que por arte del demonio le revelen lo que ha de ser de esta visita»34 . El oidor Cetina daba a entender que Monzón estaba tan cerca del mundo indígena que se había rodeado de los mohanes de la sabana. El visitador habría hecho que «los yndios mohanes le digan las cosas por venir, como consta de muchas ynforma~iones, lo quales aunque le han dicho pocas verdades, o no ninguna les ha dado causa a que traten con los demonios de lo quallos religiosos y oidores los tenían algo refrenados»35 . El oidor exhibía, según sus adversarios, otras excentricidades. Había acumulado seis mil esmeraldas que tenían un valor de 20.000 pesos y «ha hecho hazer dos cru~es de esmeraldas que la una no la tiene ningun prin~ipe en el mundo tan buena y ha hecho gran suma de anillos teniendo ocupados todos los ofi~iales plateros y lapidarios de esta ~iudad»36 . La imagen del visitador rodeado de mohanes y sobrecargado de cadenas de oro, esmeraldas y otras joyas37 correspondía bien a la del indiano que despreciaban los españoles. Este exceso en la vestimenta de los hombres en Indias ya había sido observado. Por ejemplo, en 1572, el oidor Villafañe criticó el hecho de que en la Audiencia de Santa Fe hubiera un gran derroche en las vestimentas. El caso más no-
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torio era el de Gonzalo Jiménez de Quesada, el fundador de Santa Fe, quien «como es cabeza y principal entre estos vecinos es tan vano y vicioso y no menos disoluto en trajes y obras que es lástima decirlo». Su tren de gastos lo tenía endeudado, según el oidor, en más de zs.ooo ducados 38 . Anteriormente, uno de los observadores más agudos, el visitador Tomás López Medel, le había advertido a la Corona que las costumbres en el Nuevo Mundo estaban «corrompidísimas» y que los lujos en los trajes eran alarmantes. Para él, «era cosa de burla ver en una iglesia tanta alfombra y cojín de terciopelo y otras disoluciones que son añagazas y llamamientos de vicios y abominaciones»39. Otros testigos describían el contraste entre la lamentable condición de las iglesias y la competencia de los fieles por llevar a ellas los mejores cojines y tapetes cuando asistían a los oficios religiosos, con lo cual el interior de estas tenía el aire de una mezquita. La ostentación vestimentaria parecía especialmente notoria en el caso de las mujeres. En 1573, Juan de Avendaño informaba al rey que el gusto que había en el Nuevo Reino por las sedas, rasos y paños finos era el más exagerado de las Indias y que los trajes eran de «mucha lujuria y procacidad»4o.
Las zigzagueantes vidas de los mestizos Las quejas en contra de destacados peninsulares por la formllt como iban adhiriendo a sus vidas usos y costumbres indianos eran pocas en comparación con las que se hacían por los estilos de vida que podían tener los mestizos. La condición de los mestizos podía ser muy diferente. Estaban los jóvenes herederos de los primeros capitanes españoles del siglo XVI, quienes pudieron heredar parte del prestigio, la fortuna y las relaciones de poder de sus padres. Pero además había una creciente población urbana formada por mestizos pobres que pertenecían más al mundo indígena que al español. Estos eran los hijos de numerosas jóvenes nativas llevadas a la fuerza a las ciudades. En 1606, el presidente de la Audiencia de Santa Fe, Juan de Borja, había averiguado que en la ciudad «hay un gran numero de indias chicas y grandes que llegará a dos mili que hurtadas, for~adas Yengañadas, las tienen mujeres parientas o allegadas de los encomenderos o doctrineros para sus granjerías y servicios y hay casas de gente muy particulares donde hay 30 o mas». A estas mujeres no se les daba salario por su trabajo, «ni aun la comida necesaria». Decía Borja que tampoco se las dejaba casarse pero sí se les permitía amancebarse o prostituirse41 .
Las representaciones de mestizos o indígenas en el arte colonial de la Nueva Granada resultan escasas, si se comparan con las elaboradas en México, Perú e incluso Quito. Se podría pensar que la escasez de representaciones tuvo que ver con los fuertes prejuicios que se manifestaron en su contra, así como con la ((invisibilidad» cultural a la que se vieron sometidos. Esta es una de las pocas imágenes donde aparecen indígenas. Se trata del cacique de Cómbita Pedro Tabaco (en el borde derecho), posiblemente su hijo (detrás de san Tolentino, cubierto con una manta) y algunas de sus difuntas esposas (detrás del cacique). Pedro Tabaco fue el donante de esta pintura, encargada al taller de los Figueroa. San Nicolás de Tolentino. Anónimo, 1656. Colección Agustinos, Cómbita. [9]
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Uno de los caminos que encontraron los mestizos para acceder a cargos de importancia se abrió cuando, a mediados del siglo XVI, la Corona comenzó a vender los oficios de escribanos. Padres españoles comenzaron a comprar estos oficios para sus hijos mestizos, pues cada vez había más restricciones para que heredaran las encomiendas o los oficios que los capitanes de la Conquista habían ganado por dos vidas42 • Para recibir el oficio de escribanos, los mestizos debían ser admitidos como hijos legítimos y demostrar que pertenecían a la república de los españoles y no al mundo indígena. También debían interrogar a testigos que se referían a la educación y al tipo de vida que habían tenido en sus hogares paternos. Fue el caso del mestizo tunjano Sebastián Ropero, hijo del español Martín Sánchez Ropero. En abril de 1587, Sebastián, quien tenía cuarenta años, se presentó ante el Corregidor de Tunja con una petición para que se comprobara mediante testigos que era hijo natural de Martín Sánchez Ropero, pero que se había educado en su hogar y que este siempre lo había tratado como a un hijo; también pedía que se corroboraran su educación y su habilidad como escribano, para que pudiera ser admitido como escribano público. A los testigos les preguntó si sabían que su padre lo había procreado con Catalina, una india del Perú, y que «como tal su hijo le criava y alimentava trayendolo a la escuela e imponiendole en exer~i~ios virtuosos». También debían corroborar que Sebastián sustentaba una casa, armas y seis ' soldados, que había acudido al servicio del rey y que «siempre le han visto bivir virtuosamente tratando e comunicando con personas nobles y prin~ipales de este rreino como hombre noble y virtuosm>. Otra pregunta era para dar testimonio de que desde los ocho años de edad había asistido a las escribanías y a los despachos de los secretarios de la Real Audiencia y de los notarios eclesiásticos para aprender el oficio. Uno de los testigos, Joan de Ortega, declaró que Martín Sánchez Ropero lo quería mucho y lo rregalava y lo tenia de sus puertas adentro criandolo, sustentandolo y dandole todo lo que babia menester y de ordinario le llama hijo y el dicho Sebastián Ropero a él padre y el dicho su padre le ponía e yndustriava en todas las virtudes que podía y le pus so a cantar canto de organo y llano y estudios y a jugar las armas y en otros exer~i~ios virtuosos ha<;iendo en todo lo que un padre puede ha<;er por hijo muy querido.
Ropero esperaba que, gracias a los testimonios que sus testigos podían dar sobre su vida privada y familiar, el Consejo de Indias tuviera la seguridad de que él actuaría correctamente en el delicado oficio de escribano. Su condición de mestizo no debía hacerlo dife-
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rente a un peninsular. En efecto, al dorso del expediente, un oficial del Consejo de Indias escribió: «que se le de la legítima», con lo cual se lo habilitaba para ser nombrado escribano real43. Las pormenorizadas preguntas de Ropero sobre su condición se explicaban por la reserva de los españoles que llegaron en la segunda mitad del siglo XVI hacia los mestizos, ya que estos aspiraban a desempeñar los oficios y recibir las encomiendas a los que aquellos creían tener derecho44 • Por ejemplo, cuando en el Nuevo Reino se supo que el cacique mestizo Diego de Torres pretendía regresar de España, adonde había ido en I575 a pedir que se le reconociera el derecho a conservar el cacicazgo que había sido de su tío materno, los oidores de Santa Fe se opusieron y lo describieron como un indígena de especial peligrosidad por saber actuar como español. Decían que «es muy buena lengua y muy buen ombre de a cavallo y diestro en las armas y mas querido de los yndios que conviene»4s. Así, si Monzón era peligroso por su familiaridad con el mundo indígena, Diego de Torres lo era por su conocimiento del mundo hispánico. Por eso, el rey debía prohibirle regresar al Nuevo Reino, pero Felipe II le concedió un amparo personal de libertad y le permitió continuar gobernando su cacicazgo, aunque la Audiencia lo volvió a encarcelar a su regreso. La animadversión contra los mestizos llevó a los españoles a imaginar que estos se confabulaban para matarlos. A mediados de r583, los oidores de Santa Fe recibieron noticias que venían de la Audiencia de Quito y que les sirvieron para reafirmar que el cacique Diego de Torres planeaba dirigir un alzamiento de mestizos e indios, en la sabana. Relataban que en Quito, el licenciado Pedro Venegas de Cañaveral, oidor de esa Audiencia, había descubierto planes de los mestizos quiteños para «matar a los españoles y alr;arse» el día de Corpus. Decían los oidores de Santa Fe que la conspiración se extendía hasta las ciudades de Anserma y Cartago, en el norte de la gobernación de Popayán. Creían que, si Venegas continuaba sus diligencias, encontraría que la conspiración llegaba hasta Santa Fe46. En haciendas y pueblos, en donde los niños mestizos nacían con más frecuencia a fines del siglo XVI, su existencia era testimonio de relaciones interétnicas que con frecuencia se reducían al estupro. Cuando los visitadores de la Audiencia recorrían las gobernaciones, ~odía ser necesario esconder a estos niños para evitar castigos. Por eJemplo, en r6ro, Agustín de Bahamonde, mayordomo de la enc~~ienda de Antonio del Castillo, en Tolú, fue condenado por el VISitador Juan de Villabona a la pérdida perpetua de su oficio de m~yordomo y al destierro por ocho años por imponer excesivos trabaJos y exigir enormes cantidades de productos a los indios, por los azotes que les daba y por el abuso sexual de dos niñas indígenas de
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corta edad. Para esconder a un hijo que había tenido con una de las mujeres del pueblo, Bahamonde lo hizo untar de jagua para que el visitador lo confundiese con un indio, pero no tuvo éxito47•
En el caso particular del Nuevo Reino y de su proyección hacia la tierra caliente, vital para asegurar las zonas auríferas, los oidores se preocuparon por precisar las diferencias más notorias entre los indígenas de unas y otras tierras y por sugerir medidas para modificar sus costumbres en atención a sus diferencias. El 17 de marzo de 1583, el oidor Francisco Guillén Chaparro escribió dos relaciones sobre el Nuevo Reino: una de «tierra caliente» y la otra de «tierra fría», como las tituló. Ambas muestran cómo un oficial atento a la forma en que se vinculaba la población con el Uno de los aspectos notables de la penetración español;\ en el medio proponía diferentes caminos para gobernar una y otra regioNuevo Mundo fue el esfuerzo de evangelizadores y oficiales para nes y para penetrar y modificar las costumbres indígenas en su vida cambiar las creencias nativas y para alterar las culturas indígenas cotidiana. aun en los planos más íntimos. Para los doctrineros, la idolatría El oidor identificó la tierra caliente con el territorio sujeto a la ciu-término que usaban para referirse a las creencias indígenas- ~s dad de San Sebastián de Mariquita, que tenía las minas de plata más taba ligada a los alimentos, a la vestimenta, a la vivienda, a los obJeimportantes de la Audiencia de Santa Fe48 • El oficial no se refirió a la tos de uso cotidiano, al idioma y aun al corte del cabello. Y la fe en la conocida resistencia de los indígenas a los españoles pero sí indicó que nueva religión resbalaba de ellos «como el granizo de la punta de las la abundante población que vivía entre la ciudad y las partes más altas lanzas», según lo expresó Gonzalo Fernández de Oviedo. . de la cordillera Central se estaba acabando porque la llevaban a traEl terreno sobre el que se pretendía incidir para cambiar la rehbajar en las minas49• Al proponer medidas para evitar la disminución gión indígena era complejo. Por un lado, se podía llegar a asegurar demográfica de los nativos, el oidor recomendó que se prohibiera un mínimo de cumplimiento de las ceremonias cristianas entre los sacarlos de «su natural»; es decir, trasladar a los indios de un clima a indígenas, pero lo importante era afectardlas cr~end~ias íntimas Ylle- t otro. Guillén afirmaba que en la tierra caliente los indígenas comían gar a un nivel de penetración en las vidas e 1os m 1genas ta1que aun t alimentos sin sustancia y que, por eso, cualquier carga adicional de los secretos mejor guardados de las comunidades fueran públicos. ~ trabajo los agotaba. Pedía que se velara porque su lugar de trabajo no estuviera tan distante que no pudieran regresar a sus casas por la noche y los alimentos que llevaban al trabajo se descompusieran so. ' Aunque Guillén vio que eran el trabajo forzado y la ruptura de los patrones de alimentación, así como las enfermedades, los que causaban la muerte de los indígenas, propuso que se introdujeran cambios importantes en las costumbres nativas, creyendo que la adopción del estilo de vida de los españoles moderaría las altas tasas de mortalidad. Recomendaba que los niños permanecieran en los repartimientos con sus madres y que todos los indios vivieran en «barbacoas o camas altas», pues consideraba que su costumbre de dormir en el suelo era dañina. También pedía que se les diera lo «necesario de comida sal y ropa y sombreros que los defienda del sol y compelerles a que coman carne pues hay mucha en abundancia y ansi tendrían mas fresca y conservaran mejor el indeviduo». Camas a la española, sombreros, consumo de carne vacuna: un pequeño repertorio de las novedades con las que se hispanizaba el mundo indígena. Sin embargo, el oidor se apartó de la idea, común entre los representantes de la Corona, de que los indios debían vivir en pueblos que asemejaran villas y ciudades españolas. Desde que, en 1512, se expidieron las Leyes de Burgos se ordenó que se hiciera
La indagación por la vida de los indígenas
Las prácticas religiosas indígenas fueron poco comprendidas por los españoles, y su transformación en idolatrías permitió su persecución y justificó su extirpación. Al fondo, un dios en forma de demonio presencia una escena de cacería. De cómo cazan los indios. Teodoro De Bry. Americae, 1590, s. l. [JO]
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Siempre se ha asegurado que la evangelización en el altiplano fue rápida y exitosa; sin embargo, innumerables documentos demuestran que la resistencia y la persistencia de rituales tradicionales prevalecieron por largo tiempo. La representación de los muiscas como sujetos pacíficos y dóciles se inspiró en imaginarios históricos que aún se manifestaban en las representaciones pictóricas del siglo xx, como esta de Luis Alberto Acuña. fundador del movimiento de los Bachués. El bautizo de AquimínZaque. Luis Alberto Acuña, 1950. Colección particular. [I I]
vivir a los indios en pueblos similares a los de los españoles, aunque se tuvieran que quemar sus antiguas viviendas y talar sus sembrados51. Guillén afirmó que hacerlos organizar sus casas en forma de pueblo español no era recomendable porque en las tierras bajas buscaban protegerse del calor y por eso las viviendas estaban dispersas. Una ventaja adicional de permitirles que siguieran viviendo en bajas concentraciones demográficas era que así las epidemias no se extenderían con rapidez. La visión del oidor sobre las características de los indígenas de tierra fría, básicamente los muiscas de la sabana de Bogotá, era más compleja y en ella se refería con más detalle al impacto del dominio españoL Recordaba que, al entrar los españoles a sus tierras, ellos ya estaban «bien gobernados» y «recogidos» 52 . Escribió que entre los muiscas las leyes eran respetadas, así como la autoridad de los caciques, y que las jerarquías eran claras, pues estaba ordenado cómo se debía vestir la población y quiénes, de acuerdo con su valor, tenían privilegios para usar mantas pintadas. La cacería de aves y venados era un privilegio, y los castigos a las transgresiones correspondientes eran drásticos. Pero esta sociedad sufrió un cambio profundo a raíz de la llegada de los españoles. Sin embargo, Guillén no reconoció que fue la Conquista lo que trastornó directamente las sociedades indígenas sino que, por el contrario, responsabilizó a los nativos de los daños provocados por los españoles. Según su argumento, los muiscas se habían desordenado como consecuencia de la libertad que les dio la Conquista, pues ella socavó el antiguo poder de los capitanes y caciques indígenas. Decía que «[h]oy no obedecen a sus caciques ni capitanes, tienen exceso en el comer y vestir, no trabajan, andan vagando y sin respeto a nadie, ocupados en diabólicos sacrificios, idolatrías en deservicio de Su Criador, sin tener ninguna policía, hurtando y jugando, cargados de mujeres». Atribuía al deterioro de sus formas de gobierno la escasez de los alimentos y el incremento de las enfermedades a raíz de sus permanentes borracheras. La libertad a la que aludía Guillén estaba asociada a la idea de que los caciques tenían un gobierno tiránico sobre los indígenas y, al ser abatidos estos, sus súbditos obtuvieron un grado de libertad que no habían conocido en la época anterior a la llegada de los españoles. Este argumento, que recorrió rápidamente el mundo americano cuando se dominaron los nahuas y los incas, sirvió para dar legitimidad al destronamiento de sus gobernantes. Al asociar las hambrunas que se presentaron en la sabana tras la Conquista con la ruptura de los lazos de autoridad que sustentaban el gobierno de los muiscas, y al afirmar que esta ruptura había creado situaciones de libertad desconocidas entre los indios y para las cua-
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les no estaban preparados, Guillén buscaba legitimar la necesidad de la autoridad que debían imponer los españoles, al tiempo que culpaba a los mis~~s indíg~nas por haber vivi~o bajo gobiernos tiránicoss3. Para Gutllen, la «libertad» que produJO la Conquista tenía un valor negativo por haber desordenado las sociedades de la tierra fría, y por lo tanto era necesario que los españoles les hicieran adoptar sus propias costumbres. En contra de lo que opinaba sobre los efectos adversos de la concentración de la población en la tierra caliente, por la facilidad con la que se difundirían las epidemias, opinaba que en la sabana sí era conveniente aglutinar la población54 . Aunque allí Jos españoles habían encontrado comunidades más densamente pobladas que en el Magdalena, lo que parecía importar era que esas poblaciones perdieran sus rasgos indígenas y fueran reordenadas como pueblos españoles. Esto implicaba, por lo menos, señalar una plaza mayor, demarcar un espacio para la capilla doctrinera, tener una casa para el cabildo, trazar calles e implantar el calendario ritual católico para reemplazar las celebraciones indígenas. La supervivencia de la idolatría estaba relacionada con un complejo problema. En la Relación de tierra fría se afirmaba que en la sabana los indígenas tenían los cultivos de maíz apartados de las poblaciones y que, para trabajar en ellos, tenían que ausentarse durante largos períodos. Guillén decía que esas ausencias eran aprovechadas por los muiscas para dedicarse a sus prácticas religiosas sin la presencia española 55 . La conservación de la religión prehispánica era inseparable, como el caso lo mostraba, de las principales actividades de producción de alimentos. El cultivo del maíz, vinculado en los Andes a los mitos de creación, estaba rodeado de ritos y ceremonias religiosos de tradición milenaria. Para el clero español era un reto despojar el cultivo del maíz de su carácter religioso. Asimismo, la implantación del cultivo del trigo, una planta sin magia para los indígenas, debió representar importantes problemas de tipo cultural, más que tecnológico. Sobre la forma como se debía practicar el adoctrinamiento, Guillén recomendó que los primeros en ser evangelizados debían ser los hijos de los caciques. Pero estos tenían por costumbre esconderlos de los sacerdotes, y ese ejemplo era imitado por los otros indígenas. Cuando un cura doctrinero era relevado por otro, los caciques acostumbraban reemplazar también al grupo de jóvenes que estaba en la doctrina, con lo cual los que regresaban a sus familias volvían a caer en la idolatría, según Guillén. La campaña para que los indígenas perdieran sus costumbres tenía su principal reto en la imposición de la religión católica. Los españoles consideraban que mientras los indígenas tuvieran en sus espacios domésticos los objetos asociados a su propia religión, ella
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no podría ser vencida por el cristianismo. Por esto, en el último tercio del siglo XVI, un aspecto fundamental de las campañas para exterminar las idolatrías consistió en la búsqueda de los objetos de oro que los españoles llamaron «ídolos» y que los indígenas consideraban sagrados. En la sabana de Bogotá se les llamaba «tunjos», y su búsqueda para fundirlos en lingotes unió los ideales de evangelización con los deseos de lucro que compartían curas y soldados. Llegó a ser tan fuerte la presión sobre las comunidades para que entregaran los tunjos, que, en las décadas finales del siglo XVI, los indígenas buscaban obtener oro en la tierra caliente para hacer tunjos nuevos y entregarlos como si hubieran sido sacados de sus antiguos entierros56 . La persecución de sus religiones atizó la necesidad de los indios de conservar el secreto de sus cultos y los llevó a desarrollar sutiles estrategias para aprovechar los rituales católicos a su modo. Por ejemplo, en r6o8, el presidente Juan de Borja y los oidores escribían al rey que, durante las fiestas de la Semana Santa o de Corpus Christi, el arzobispo Loboguerrero solicitaba a los curas doctrineros que lo acompañaran en las celebraciones que presidía en Santa Fe. Sin curas en sus pueblos, los indígenas organizaban sus propias celebraciones, en las que revivían sus propios ritos 57. El arzobispo Loboguerrero explicó cómo los muiscas podían mantener vivos sus cultos bajo nuevos ropajes y reemplazaban en sus celebraciones las decoraciones de plumas por cintas de seda sin que cambiara el sentido de sus fiestas. Afirmó que, cuando llegó a la sabana, la recorrió destruyendo santuarios,
El temprano milagro en torno al cuadro de la Virgen de Chiquinquirá, hacia 1586, conduce a pensar que se trató de una rápida estrategia de superposición simbólica y ritual por parte de los muiscas. La región de Chiquinquirá fue escenario de peregrinaciones en los tiempos prehispánicos, y su continuidad fue asegurada tras la aparición de la milagrosa imagen. Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá. Anónimo, siglo xvn1. Colección Museo de Arte Colonial, Bogotá. [12]
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y se les quitaron muchos en que ydolatravan y hazian offrescimientos al Demonio, y a sus falsos Dioses, y les queme la plumeria en que tambien avia grande ydolatria, y unos se castigaron a~otan doles, y quitandoles el cavello que lo tienen por mucha afrenta, y a otros condene en las minas de la Plata, y la enmienda, y escarmiento fue, que en lugar de la plumeria con occasion sancta de fundar confradias dieron en hazer pendones de seda en los quales adoravan a sus Dioses, y demas de que hazian, otras fiestas para sus borracheras, y embriaguezes58 . Para evitar estas situaciones de camuflaje cultural ordenó que en cada pueblo sólo hubiera una cofradía y un pendón, que debería estar en poder del doctrinero. En otros lugares, como la Gobernación de Santa Marta, la resistencia simbólica era abierta, para no hablar de la guerra. En r6r9, un vecino de Riohacha, interrogado por el gobernador Luis de Coronado, informaba que los indios de La Guajira son apostatas porque de diez años a esta parte se han baptizado en la ygle~ia parroquial de esta ~iudad mas de tres~ientos varones y hembras y se an cassado algunos en fazcie yclezie y despues de hechos xptianos y cassados han rrepudiado las mugeres legitimas y casadose en su ley con tres y quatro mugeres comiendo carne en biernes y bibiendo en la ley natural que antes tenian Iabandose las cabessas y diziendo que con aquello se les quitava el santo olio59. El control de los caciques en la sabana era crucial para los espa-, ñoles y, aunque los necesitaban para mantener vivo el sistema de recaudación de tributos, tenían serias reservas acerca de las cualidades morales de los mismos. Los españoles sabían bien que los caciques pasaban por un largo período de aprendizaje durante su adolescencia y que la base de su legitimidad ante sus comunidades era ese aprendizaje y el hecho de descender de los anteriores caciques por línea materna. Por esta razón, los caciques designados por los españoles pocas veces tenían la autoridad necesaria para manejar los pueblos; por el contrario, lo que ocurría era que sus comunidades los ignoraban. Simplemente se convertían en recolectores de tributos pero dejaban de ser intermediarios entre las comunidades y el mundo de lo sagrado. Los oidores Auncibay y Cetina informaron que, como los caciques y los señores de la sabana no querían entregar a sus hijos para la doctrina, se había creado un colegio para ellos, pero les parecía que perdían el tiempo en educar a estos jóvenes, pues, cuando morían los caciques, los pueblos sólo reconocían como nuevos caciques a sus sobrinos y no a sus hijos6o.
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En la pintura colonial fue común ambientar el proceso de la Conquista con escenas bíblicas del Antiguo Testamento, para ser mostrada como un hecho ejemplarizante: se trataba de una cruzada orientada por la fe y la religión. A pesar de estas interpretaciones milenaristas, el poder de los españoles se asentó y articuló en directa relación con las costumbres indígenas. Esta pintura representa una escena bíblica, donde el protagonista, vestido como un conquistador, reposa sobre una manta muisca. El campamento de los madianitas (detalle). Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos, ca. 1700. Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá. [13]
Las redes secretas de la reciprocidad indígena Las dificultades de superar el carácter secreto de las prácticas indígenas se hicieron presentes a raíz de la visita que el oidor Miguel de !barra practicó en 1592 a los pueblos de la sabana por orden de la Audiencia para averiguar si recibían maltratos por los encomenderos y si estaba disminuyendo la extensión de las tierras de las comunidades. Pero la visita también pretendía obtener informes sobre la . . 61 permanencia de las creencias nativas y de sus santuanos y ntos . Uno de los pueblos en el que mayor interés tenían los españoles para acabar con las creencias indígenas era Fontibón, pues desde tiempo atrás se sabía que era un importante centro religioso indígena. Aunque en los años anteriores los visitadores eclesiásticos realizaron violentas campañas para acabar con la religión muisca en Fontibón, que incluyeron torturas y vejaciones a los caciques y «jeques» -como llamaron los españoles a los jefes religiosos sujetos a los caciques-, en la década de 1590 Fontibón todavía se mostraba como el principal centro de resistencia religiosa, lo cual tenía un mérito añadido, pues este pueblo estaba a sólo dos leguas de Santa Fe.
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Los españoles lo veían como un fuerte núcleo de la idolatría cuyo cacique principal estaba en capacidad de ejercer su influencia religiosa y política en una vasta región de la sabana a través de la red de jeques y «capitanes» que dependían de él. El oidor Ibarra advirtió que los indios de dicho pueblo hacían creer que eran cristianos y que de hecho guardaban ciertas prescripciones del cristianismo, pero que en la práctica conservaban sus creencias nativas. A ello ayudaba el hecho de que habían podido conservar su religión prescindiendo de algunas de las formas rituales más vistosas que había antes de llegar los españoles. Gracias a esta inteligente renuncia a la exhibición de sus patrones rituales, ellos preservaron el núcleo de su religión sin que los españoles lo advirtieran con claridad. Un aspecto fundamental de la religión indígena era la posición de dominio que tenían los caciques principales sobre los jeques y capitanes. En el caso de Fontibón, su cacique, don Alonso, controlaba a cuatro jeques principales, y estos, a su vez, tenían influencia sobre otros 135 jeques menores, «capitanes» o «capitanejas», como los llamaron los españoles. Gracias a las pesquisas se supo que una función privilegiada del cacique don Alonso era proporcionar a sus jeques y capitanes los tunjos de oro para que los llevaran a sus respectivos pueblos y los enterraran como ofrendas en los santuarios que sólo ellos conocían. Visto de otro modo, el prestigio del cacique de Fontibón procedía de su facultad de otorgarles los tunjos a sus jeques. Si la perdía, desaparecía gran parte de su autoridad. Por lo tanto, no era una opción viable o lógica, desde el punto de vista del cacique, renunciar a ese privilegio, al convertirse al cristianismo62 . O, si bien aceptaba formalmente la nueva religión, en los hechos seguía siendo el dispensador de objetos sagrados en un territorio gobernado por 135 jeques. En 1592 se le abrió un proceso a don Alonso, acusándolo de idolatría y de tener relaciones incestuosas con sus hijas y hermanas, lo cual era una acusación típica contra los caciques. En mayo de 1594, el cacique aún estaba preso en Santa Fe, y como a Fontibón había llegado el oidor Ibarra para hacer la visita, se concertaron los esfuerzos de este y de los visitadores eclesiásticos para averiguar los alcances del poder que aún tenía en Fontibón63 . Se decía que don Alonso había sido castigado y amonestado muchas veces en el pasado por el arzobispo Zapata y que dos años antes la Audiencia lo había condenado a diversas penas y le había ordenado que «fuese cristiano y que no hi9iese ofrecimientos al demonio ni se echase con una hija suya ni con otras yndias hermanas hijas e madres». Para inquirir los posibles delitos de don Alonso, Francisco de Porras Mejía, provisor eclesiástico, fue a Fontibón, donde le informaron que Lorenzo, uno de los capitanes indígenas subordi-
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nados a don Alonso, hacía ídolos y ofrecimientos en los santuarios indígenas y que todos los indios de dicho pueblo lo «adoraban». No hay datos acerca de los conocimientos que tenía el jeque Lorenzo del idioma castellano, pero fue necesario darle a entender los puntos de vista de los sacerdotes católicos por medio de un traductor indígena, Gaspar. Como en situaciones similares, ni el cura más diestro en las lenguas nativas estaba capacitado para transmitir la doctrina católica sin tener que hacer numerosas concesiones en el dogma y dar lugar a equívocos. El mensaje transmitido por otro indígena también podía llegar de manera imprecisa o transformada64 . Según las fuentes españolas, una vez que terminó de ser amonestado, Lorenzo dijo, «por su voluntad», que quería dar su ídolo, que era de madera, y las ofrendas que le había hecho. Fue a un bohío de paja «y lo empe¡;o a desbaratar y saco del un pedazo de palo como de altura de tres cuartos reburujado en unas mantas». La talla que entregó Lorenzo tenía forma humana y en el vientre había un tunjo de oro
XV. QYOMODO IMPERATOR REGNI GVIANJE, NOBILES SVOS ORnare&pra:parare foleat, fi quando ad prandium vd ca:nam eos inu;tare vclit.
Los españoles realizaron constantes cruzadas con el fin de decomisar ídolos y figuras de oro entre los muiscas. Esto desató una serie de estrategias entre los indios para burlar la codicia de los españoles, entregando muchas veces objetos sin valor, para poder preservar los más valiosos. Además, esta resistencia dio lugar a leyendas como la de El Dorado, que se extendió a lo largo del continente. Cómo agasaja el emperador de Guyana a sus nobles cuando los tiene de invitados. Teodoro De Bry. Americae, 1590, s.l. [14]
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fino. Les dijo a los españoles que ese era el ídolo que adoraba y luego sacó tres o cuatro ollitas que tenía enterradas con oro de distintas calidades. En total sacó 174 tunjos, entre pequeños y grandes, que produjeron 416 pesos de oro. También entregó algunas esmeraldillas. Después de esto afirmó que no poseía más objetos religiosos, que ya tenía su corazón «bueno y contento», que sería buen cristiano y que, como cristiano, daría informes sobre todos los indios que tenían ídolos y santuarios en el pueblo de Fontibón, «porque no había ninguno que no los tubiese». Esta decidida actitud de colaborar con Jos españoles pudo estar relacionada con la crudeza con la que visitadores anteriores habían tratado a los indígenas en Fontibón, pero también pudo ocurrir que se les entregara a los españoles una determinada cantidad de tunjos para salvaguardar los más valiosos, de cuya existencia no se daba ninguna información. La promesa de Lorenzo de dar con el paradero de nuevos santuarios fue informada en Santa Fe al presidente Antonio González, quien ordenó a lbarra que fuera al día siguiente a Fontibón con el clérigo mestizo y catedrático en lengua muisca Gonzalo Bermúdez a seguir las pistas que daría el jeque Lorenzo. El sábado 7 de mayo, al examinar a los indios que señaló Lorenzo, averiguaron las dimensiones de las redes de jeques y capitanes que el cacique don Alonso tenía bajo su control. Las ofrendas estaban asociadas a rituales propiciatorios de carácter agrícola, y miéntras los caciques pudieran ejercer esta función, podrían asegurar la existencia de una red de filiaciones de carácter religioso que cubría extensos territorios y que resultaba casi indetectable para los españoles, más atentos a los, signos exteriores de la supervivencia de las religiones prehispánicas que a la naturaleza del poder que operaba en la vida práctica de los pueblos 65 • A pesar de las persecuciones españolas, don Alonso no descuidaba un instante el aseguramiento de su lugar de privilegio en la sabana. Se contaba, por ejemplo, que, al poco tiempo de ser liberado de la cárcel, ordenó a su orfebre que elaborara tunjos para dárselos a Cuy, otro de sus jeques, quien debía llevarlos a ofrecer en el santuario que tenía en los cerros del oriente de Santa Fe. La búsqueda de los entierros cuya ubicación reveló el jeque Lorenzo se rodeó de un ritual en el que participó todo el pueblo por orden de los españoles. El domingo 8 de mayo por la mañana, los jueces reunieron en la iglesia de Fontibón a los indígenas y después de la misa les explicaron por medio del traductor Gonzalo Bermúdez, según el relato español, que no querían quitarles las haciendas y que el demonio todavía los tenía ciegos. Después de ello, comenzó la pesquisa para dar con los tunjos de oro y con las imágenes de madera y piedra que había en el pueblo.
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Los indios recurrieron a imaginativas estrategias para preservar sus cultos y tradiciones. La imagen de la Virgen, especialmente venerada entre los grupos indígenas, representó esta especie de sincretismo de los cultos a la fertilidad prehispánicos que sobrevivieron bajo el ropaje católico. Virgen del Rosario con el Nillo, santa Bárbara y san Isidro.
Vargas de Figueroa (atrib.), siglo xv11. Colección Museo Iglesia Santa Clara, Bogotá. [15]
La búsqueda de los tunjos de oro y de las imágenes de piedra y madera duró nueve días. Además se sacaron caracoles, que pro. venían de las regiones costeras y que, como en el mundo incaico, tenían propósitos rituales. Los bohíos en donde estaban los entierros fueron incendiados. De acuerdo con los indios, una de las imágenes de madera representaba al cacique don Alonso, información valiosa, pues no son comunes los testimonios indígenas acerca de representaciones de sus propios caciques. Una vez fundidos, los tunjos de Fontibón pesaron 1.401 pesos de oro, que ingresaron a la Real Hacienda. El jeque Cuy, de quien se sabía que había recibido los tunjos de don Alonso para enterrarlos en los cerros de Santa Fe, reconoció que tenía allí un santuario y guió a los españoles a él. Al llegar a una cima sacó tunjos por valor de 44 pesos, que estaban enterrados al lado de unas grandes piedras. La experiencia de Fontibón muestra que en torno a los grandes cacicazgos de la sabana existía una red de santuarios indígenas, por lo que fue necesaria la creación de una red de capillas doctrineras, superpuesta a la anterior, con la cual se pretendía exterminar el antiguo culto. Sin embargo, en algunos casos, los esfuerzos del clero español enfrentaron una dura resistencia, así como imaginativas estrategias, para que el culto de los antiguos dioses no muriera, como fue el caso de Fontibón. En cuanto al poder del cacique don Alonso, Porras Mejía explicó que este «se hacia el sacerdote», lo cual era una típica forma de tachar de impostura la religiosidad indígena. Describió a don Alonso como un tirano en la manera de proceder con sus indios y lo que es de mucha consideración que les predica los ritos y ¡;eremonias de su gentilidad en competencia de lo que predican los sacerdotes de Xesuxto aziendose el sacerdote y dandoles a entender con engaño que por su mano e intercesión que aze a su ydolo y dios les viene todos los acrecentamientos y ellibrallos de enfermedades y otras maldades y supersticiones contra ntra religión cristiana y muy dañosas a la conversión de estos miserables 66 .
El episodio de la campaña para sacar los entierros de Fontibón ilustra la complejidad de los problemas que enfrentaban los españoles para acabar con la práctica de las religiones prehispánicas y los indígenas para preservarlas. Un hecho relevante es que los sacerdotes de mayor edad, nacidos en los años de la Conquista, no parecían dispuestos a ceder ante la nueva religión y cumplieron su función de custodios de sus creencias con valentía e inteligencia. A pesar de haber transcurrido más de cincuenta años de ocupación española, se
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las ingeniaban para mantener viva la red de lealtades y el sistema de reciprocidad que se extendía por los pueblos de la sabana y que se apoyaba en su prerrogativa de otorgar tunjos a sus jeques. Es posible que los españoles mismos hayan contribuido a la supervivencia de la religión indígena al cobrar el tributo en oro a los indígenas de la sabana. Puesto que el oro no se producía allí, ellos tenían que buscarlo en las regiones cálidas del Magdalena, como habían hecho durante generaciones. De esta forma, los circuitos de intercambio que había entre la sabana y la tierra caliente no se interrumpieron por completo y el metal precioso siguió llegando a la sabana durante la dominación española para que los orfebres indígenas continuaran produciendo tunjos. Para los españoles, el problema central parecía ser el de hallar la ubicación de los santuarios, lo que sin duda está relacionado con las riquezas en oro que ellos guardaban; pero además de combatir este testimonio tangible del culto prehispánico en la sabana, los españoles no.presentaban un bloque monolítico para luchar contra otras formas, menos evidentes, de reproducción de la religiosidad nativa. Con la donación de tunjos a los jeques se alimentaba el antiguo sistema de las jerarquías político-religiosas de los indígenas. No eran necesarios grandes ceremonias ni templos suntuosos. Un simple bohío en el que se enterraran tunjos aseguraba la continuidad de las antiguas ceremonias muiscas, aunque estuviera aliado de una iglesia doctrinera. Si, para mostrar su efectividad, la religión católica necesitaba una capilla o una iglesia en medio de un centro urbano, la indígena podía sobrevivir con rituales realizados en lugares apartados y con ofrendas secretas en montes y valles. En ese mundo, la identidad de españoles e indios era maleable, pues los españoles se volvían indianos con el toque de la tierra, y los indígenas se veían forzados a incorporar rasgos culturales que no les pertenecían. La necesidad de asumir nuevos signos de identidad transformó, durante el siglo XVI, a unos y otros. El esfuerzo que la población indígena tuvo que hacer para sobrevivir en las pavorosas condiciones que impusieron soldados y curas doctrineros fue admirable. Bien fuera mediante la guerra abierta, como los nativos de la Sierra Nevada, o mediante la adaptación forzosa, tuvieron que crear nuevas formas de vivir sus culturas. En los archivos se conservan numerosos testimonios del alto grado de dignidad y conciencia con que los indígenas expresaron que tenían derecho a decidir sobre sus propias vidas a pesar del poder de los encomenderos. Al identificarse como ladinos, pues vivían entre las dos culturas, pudieron mostrar cuán compleja fue su transformación para preservarse en el caos del siglo XVI.
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Un caso fascinante que muestra ese complejo cruce de culturas lo encontramos en Antioquia, en 1636. Allí, Beatriz, una mujer indígena cuyo dominio reclamaba Juan Jaramillo, uno de los principales encomenderos de esa gobernación, presentó ante los alcaldes de la ciudad una serie de cartas en las que reclamaba su libertad y defendía su derecho a no ser castigada por haber sido una madre soltera. Encerrada en prisión por el encomendero, presentó una Real Provisión de 1630 en la que se amparaba su libertad. Debido a los abusos de Jaramillo, ella había huido de Antioquia cinco años antes en compañía de Juan de Rodas, un bisnieto mestizo del gobernador Gaspar de Rodas, del cual concibió una niña. Cuando regresaron a Antioquia, Jaramillo acusó a Rodas de jeque ladino y quiso encerrar a Beatriz por vivir en concubinato. Para defenderse, ella escribió varias cartas en las que expuso con orgullo y sin vergüenza su vida, para pedir justicia. Se identificaba como una india ladina, criolla y cristiana y como una «persona libre». En casa de Jaramillo fui siempre tan maltratada asolada y aporreada y aprissionada en su cassa desnuda y mal parada que viendome tan apurada de travajos y como yndia miserable y pobre me fue fuersa aussentarme desta ciudad con el primer soldado que tope para la ciudad de Cac;eres y no teniendome alli por segura me fui a la villa de San Jeronimo del monte donde estube tres o quatro años y habiendo vuelto a esta mi patria luego como llegue a ella el dicho mi encomendero con mano poderossa y como si yo fuera su esclava me bolvio a meter en su cassa. Sobre su condición de madre soltera -el argumento de Jaramillo para aprisionada- expresó claramente que era una circunstancia común de las mujeres indígenas en las ciudades y que no debía ser castigada por ella: Pretende forsarme a que le sirva hasiendome ansimesmo muger amansevada y de mala vida tomando por escudo y achaque de que estoi parida de Juan de rrodas soldado soltero y libre, que quando esto sea anssi y esté parida del ya como muxer miserable y pobre lo puedo estar sin amansevada con él como no lo estoi y no ser cossa nueba tener una muger pobre y soltera una criatura de un hombre sin estar amansevada con el. Así, Beatriz argumentó con valentía que, en el mundo de desarraigo que creó la Conquista, ella tenía derecho a llevar la vida que pudiera, sin importar las consideraciones morales de los españoles67 • Ni ella ni miles de indígenas encontraban en la oficialidad española
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ni en el clero una expresión real del tipo de moralidad que buscaban implantar la Corona y la Iglesia. Por el contrario, la Conquista había dado Jugar a una sociedad en la que los grupos de poder encontraban deseable marcar su situación de privilegio con base en la exhibición franca de su capacidad de transgredir las normas, aunque de manera oficial pudieran representarse a sí mismos como vecinos piadosos que habían sacrificado sus vidas por la Corona. Por ello, ni los mineros ni los encomenderos parecían encontrar motivos para vivir avergonzados de los abusos que cometían cotidianamente con la población indígena. Por el contrario, su capacidad de dominar con el terror a los indígenas que formaban parte de sus espacios domésticos era una información que circulaba con libertad y que sólo parecía ser motivo de reprobación cuando ocasionalmente la Audiencia realizaba las visitas de la tierra. El clero del siglo xv1 mostró pocas diferencias con la conducta de los soldados, y el contraste entre la doctrina que predicaban y la vida que llevaban sorprendía al vecindario. A los mestizos que buscaban el reconocimiento de la Corona como escribanos o en otros oficios se les planteaba el problema de la forma más adecuada en que podían representar sus vidas. Al prescindir intencionalmente de su componente cultural indígena, buscaban dar privilegio a su identidad con el mundo hispánico, lo que implicaba un alto precio personal y comunitario. Por último, a los grupos indígenas de donde procedían las madres de estos jóvenes mestizos, como los de la sabana de Bogotá, la presión española contra las religiones nativas los llevó a reforzar el carácter secreto de sus ceremonias y ofrendas, aunque los españo-' les mismos podían demandar sus servicios para que los favorecieran con sus conocimientos mágico-religiosos, como fue el caso del visitador Monzón.
Notas 1 Gonzalo Fernández de Oviedo copió parte de una relación desaparecida que escribió Gonzalo Jiménez de Quesada. La visión que ella presenta sobre los panches se volvió arquetípica: «Estos son muy diferentes en la lengua y en todo lo demás, y muy enemigos de los del Nuevo Reí no; andan desnudos como nascieron; comen carne humana y la tierra que viven es muy caliente. Sus casas apartadas unas de otras, puestas en oteros y cerros. Gente es bestial y de mucha salvajía, y de poca razón a respecto de los de Bogotá. No tienen ni conoscen criador, ni adoran a nadie, sino en sus deleites está todo su cuidado. Siembran tres veces al año, cogen maíz y tienen yuca>> (Gonzalo Fernández de Oviedo, Historia natural y general de las Indias, t. lll, Madrid, Biblioteca de Autores Españoles, 1992. p.I!J). 2 Archivo General de Indias de Sevilla (AGI), Santa Fe, 6o, 44: Expediente por las ciudades del Nuevo Reino por su procurador Juan Sanz Hurtado, 11 de octubre de 1603. En 1550, el príncipe Felipe suspendió las conquistas en el Nuevo Reino. Sin embargo, ante las numerosas peticiones de los cabildos de las ciudades mineras, las volvió a autorizar
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en 1559. Al argumentar que las tierras mineras estaban ocupadas por indios acusados de canibalismo, el rey autorizó en 1588 que se esclavizara a los pijaos. La Audiencia convino en que se esclavizarían por diez años. En la práctica, esta decisión estimuló aún más las guerras contra los indígenas de las zonas cálidas. En 1608, el obispo de Santa Marta explicó que los encomenderos de Valledupar ejerciao una alarmante violencia doméstica contra sus encomendados mientras que evitaban confrontar a los grupos que se defendían mediante la guerra (AGI, Santa Fe, 49, R. 16, N. 119: Carta del obispo de Santa Marta al rey; Santa Marta, 2 de julio de 1608). En 1609, el gobernador de Muzo, Domingo de Erazo, afirmó que las ciudades de la tierra caliente habían sido fundadas por los soldados más toscos e ignorantes, los que no habían podido alcanzar un lugar en los repartos de oficios y encomiendas en la sabana (AGI, Santa Fe, 51, 6o: Carta de D. Domingo de Erazo, Gobernador de Musas y Colimas, 6 de junio de 1607). La existencia de este grupo de mineros y del tipo de violencia que podían protagonizar fue funcional para los encomenderos de la sabana. Por ejemplo, en 1580, cuando los oidores tuvieron que hacerle entender al visitador Juan Bautista Monzón que sus pesquisas eran inconvenientes, hicieron que Diego de Ospina, un importante minero de Mariquita, subiera a la sabana acompañado con treinta arcabuceros para amenazar al visitador, diciéndole que lo enviarían amarrado hasta Cartagena para mandarlo preso a España (AGI, Santa Fe, 16, R. 24, N. 111: Carta del licenciado Monzón al rey, 16 de noviembre de 1580). Diferentes autores, como fray Pedro Simón o Juan de Castellanos, explicaron que los ríos Cauca y Magdalena ceñían una isla de oro, que era la cordillera Central. Pilar Gonzalbo Aizpuru, «La nueva vida en el Nuevo Mundo>>, en Diana Bonnett y Felipe Castañeda (eds.), El Nue\'o Mundo. Problemas y debates, Bogotá, Universidad de los Andes. 2004. Sin embargo, como advirtió José Durand, «[l]as conquistas de Indias eran para los conquistadores fuente de nobleza, pero de una nobleza que en la Península no encontraba confirmación oficial. ni el aprecio de las gentes>> (La transformación social del conquistador, México. Porrúa. 1953. p. 8). ACI, Santa Fe, 95, N. 8: Santa Marta, 16 de junio de 1600. Juan Friede, Fuentes documentales para la Historia del Nuevo Reino de Granada (FDHNR), t. 111. Bogotá, Biblioteca Banco Popular, 1976. doc. 465. John H. Elliott, «A modo de preámbulo. Mundos parecidos, mundos distintos>>, en Mezclado y sospechoso. M01•ilidad e identidades. España y América (siglos XVI-XVIII), actas reunidas y presentadas por Gregario Salinero, Madrid, Casa de Velázquez, 2005. En el caso de ciudades mineras como Zaragoza. a orillas del río Nechí, se decía que las ganancias de los mineros se quedaban en manos de los comerciantes que los abastecían de los alimentos y de Jos bienes que llegaban de España por la vía de Cartagena. Para estos mineros. el alto precio que pagaban por esos bienes podía quedar compensado con el sentido de identidad con el mundo hispano que ellos les daban. A
15 m/IVR, t. 111. doc . .J47t6 Un balance del papel de la Iglesia en Colombia se puede ver en Ana María Bidegain (dir.), Historia del cristianismo en Colombia. Corrientes y diversidad, Bogotá, Taurus, 2004. 17 I'DII.VR, t. 1, doc. 21. 18 AGI, Santa Fe. 65, N. 46: Expediente de la ciudad de !bagué, por su procurador Juan de la Peña, 1585. 19 Sin embargo, el mismo Zapata fue acusado por el visitador Juan Bautista de Monzón de obtener mediante torturas a los indios de la sabana so.ooo ducados que sacaron de sus entierros (AGI, Santa Fe, 16, R. 24, N. 120: Carta del licenciado Monzón al rey, 16 de noviembre de 1580). 20
FDHNR,
t. VI, doc. 1045·
21 !bid. 22 !bid .. t. v, doc. 743. 23 Antonino Vida! Ortega, Cartagena de Indias y la región histórica del Caribe, 1580-1640, Se; illa. cs1c, 2002. 24 AGI, Santa Fe, 16, R. 2J N. 92: Carta del licenciado Zorrilla al rey; Cartagena, 20 de julio de 1579.
LA ELUSIVA PRIVACIDAD DEL SIGLO XVI zorrilla decía que las cartas que iban para España eran abiertas en el puerto y que, si contenían denuncias inconvenientes, se arrojaban al mar. 26 AGI, Santa Fe, 234, R. 2, N. 38: Información contra fray Gaspar por el obispo de Cartagena, fray Juan de Montalvo, al visitar el pueblo de Turbaná, 24 de septiembre de 1580. Véase Luis Miguel Córdoba Ochoa, «La memoria indígena de los abusos sexuales del clero en Cartagena. Turbaná, 1580», ponencia presentada en el vm Seminario Internacional de Estudios del Caribe, Instituto Internacional de Estudios del Caribe, Universidad de Cartagena, julio JO-agosto 4, 2007. 27 Cuando el arzobispo entró a Popayán, exigió ser acompañado a pie por el Cabildo mientras ingresaba a caballo a la ciudad y luego a la catedral. Por negarse a hacerlo, pues afirmaban que era un honor sólo reservado a reyes o virreyes, excomulgó a los capitulares, aunque sí consiguió que los clérigos de la ciudad le hicieran tal acompañamiento mientras él avanzaba bajo el palio que se sacaba para proteger el cáliz en las ceremonias del Corpus Christi. 28 González era famoso por haber publicado en 1585 uno de los libros más exitosos de la época, Historia del reino de la China. En él incorporó el Viaje alrededor del mundo, de fray Martín Ignacio de Loyola. 29 Otra de las acusaciones contra el obispo era haber llevado a Popayán más de ochenta cargas de ropa de Castilla por valor de unos JO.OOO ducados sin pagar los derechos reales. JO AGI, Quito, 8o: Carta del deán de Popayán Juan de Montalvo; Popayán, 14 de abril de 1610. JI AGI, Santa Fe, 86, 4: Carta de Diego de Vergara al rey; Santa Fe, 20 de febrero de 1577J2 Esperanza Gálvez Piñal, La visita de Monzón y Prieto de Ore/lana al Nuevo Reino de Granada, Sevilla, este, 1974. 3J Ulises Rojas, El cacique de Turmequé y su época, Tunja, Imprenta Departamental, 1965. 34 FDHNR, t. VIII, doc. Il5l. J5 AGI, Santa Fe, R. 26, N. 168: Carta del licenciado Antonio de Cetina al rey, 22 de abril de 1582. JÓ lbíd. 37 En 1552, los oficiales reales de Santa Fe afirmaban que el oidor Juan de Montaña tenía todos los días en su casa <>. (FDHNR, t. 111, doc. 410). 38 Ibíd., t. IV, doc. 648. 39 !bid., t. 111, doc. 44J. 40 lbíd., t. VI, doc. 994· 41 AGt, Santa Fe, 18, R. 6, N. 46, 1: Carta del presidente Juan de Borja al rey; Santa Fe, 22 de' enero de 1606. 42 Era el caso, por ejemplo, de Alonso, el hijo mestizo del gobernador de Antioquia, Gaspar de Rodas. Este recibió el título de gobernador por dos vidas. Pero no lo pudo legar a su hijo por la condición mestiza de este, y por ello la gobernación la recibió Bartolomé de Alarcón, quien se casó con otra hija mestiza de Rodas. 43 AGI, Santa Fe, 90, N. 7a: Expediente de Sebastián Ropero para que se le dé carta de legitimación, IJ de abril de 1587. 44 En 1602, la Audiencia informó algunos de los oficios desempeñados por los mestizos: desde 1581, un mestizo tenia el oficio de escribano real en la Audiencia; Diego García Zorro era regidor de Santa Fe; Juan Sánchez, hijo de mestizo y mestiza, era procurador en la Audiencia por venta del cargo que le hizo el presidente de la Audiencia, Francisco de Sande; el chanciller de la misma era Lázaro Suárez, cuarterón (AGI, Santa Fe, 18, R. 3, N. IJ: Carta de la Audiencia al rey; Santa Fe, 1 de junio de 1602). 45 AGI, Santa Fe, 16, R. 20, N. 70, IV: Carta de la Audiencia al rey, 27 de junio de 1576). 46 Señalaban que en Cartago se había detenido a tres mestizos implicados en la conspiración. Mientras los llevaban presos a Quito, escapó un hermano de Diego Machado, del cual decían que era compañero de Diego de Torres. También decían que los mestizos de Anserma matarían a los españoles el día de Corpus, como se haría en Quito. Al insistir en el plan de la conjura mestiza, afirmaban que «tienese por muy ~ierto que el don Diego [de Torres] se carteaba y comunicaba con los de Quito, y que si con cuidado de procura se averiguara>> (AGI, Santa Fe, 16, R. 27, N. 203: Carta de la Audiencia al Rey; Santa Fe, JO de agosto de 158J). 47 AGI, Santa Fe, 99, 26: Testimonio de la sentencia contra Agustín de Bahamonde, 16 de noviembre de 1610. 25
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¡¡ISTORIA DE LA VIDA PRIVADA EN COLOMBIA 48 AGI, Santa Fe, 16, R. 27. N. 188: Relación de la Tierra Caliente, Francisco Guillén Chaparro; Santa Fe, 17 de marzo de 1583. 49 Chaparro indicó que la zona en que se tomaban los indios para llevarlos a las minas se extendía a lo largo de las doce leguas desde el Magdalena hasta las partes más altas. El frente de la zona más poblada tenía cuatro leguas. 50 La idea de que los alimentos del Nuevo Mundo eran poco nutricios tenía una razón cultural, pues los españoles denigraban de ellos como una forma de reforzar sus vínculos de identidad con el mundo hispánico y con los alimentos de la Península, que les resultaba tan costoso adquirir. Véase Gregorio Saldarriaga Escobar, Alimentación e identidades en el Nuevo Reino de Granada, tesis doctoral, México, El Colegio de México, Centro de Estudios Históricos, 2007, cap. 111: «Subvaloración de la tierra y su alimentación». 51 La fijación de los españoles en forzar a los indios a vivir en concentraciones en forma de pueblo. en lugar de la dispersión de las viviendas, se explicaba por el deseo de facilitar su adoctrinamiento y la recolección de los tributos, pero especialmente por la idea cristiana de que la vida en comunidad era la más adecuada para alcanzar la salvación (Santiago Quesada, La idea de ciudad en la cultura hispana de la Edad Moderna, Barcelona, Universitat de Barcelona, 1992). 52 AGI, Patronato, 27. R. 34, 1: Relación de la Tierra Fría, Francisco Guillén Chaparro; Santa Fe. 17 de marzo de 1583). Esta ha sido transcrita por Juan Friede en FDHNR, t. vm, doc. 1169.
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Fran~ois Correa Rubio,
El sol del poder. Simbología y política entre los muiscas del norte de los Andes, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 2004, cap. v. Marta Herrera Ángel, <>, Fronteras, vol. 2, núm. 2, 1998. Carl Henrik Langebaek, <>, en Felipe Castañeda y Matthias Vollet (eds.), Concepciones de la Conquista. Aproximaciones interdisciplinarias, Bogotá, Universidad de los Andes, 2001. Esto fue informado por la Audiencia en 1579 al explicar que, debido a las presiones del arzobispo Luis Zapata de Cárdenas para obtener tunjos, los muiscas comenzaron a elaborarlos nuevos para no darle los viejos (AGI, Santa Fe, 16, R. 23, N. 86: Carta de la Audiencia al rey: Santa Fe, 30 de marzo de 1579). AGI, Santa Fe, 18, R. 7. N. 51: Carta de la Audiencia al rey; Santa Fe, 26 de mayo de 1606. lbíd .. 226.91: Carta del arzobispo Bartolomé Loboguerrero al rey; Santa Fe, 4 de mayo de 1604. lbíd .. 50. R. 2. N. 11. 2. lb íd., 16, R. 20. N. 70, 1: Carta de los oidores Auncibay y Cetina; Santa Fe, 27 de junio de 1576. El visitador debía reunir a todos los indios del pueblo y explicarles, por medio del intérprete, que iba a indagar si les habían hecho los siguientes agravios: si se servían de ellos sin pagarles. si los habían obligado a llevar cargas y por ello habían enfermado, si los habían tenido trabajando en las minas de oro o de plata más tiempo del concertado, si les habían quitado sus tierras y estancias, si los ganados de los españoles se les habían dañado y no les habían pagado los daños, si no los habían adoctrinado ni los habían instruido en la religión católica, si les habían pagado a sus encomenderos más pesos de oro o mantas de las que estaban asignadas en las tasas. si los habían azotado, herido o maltratado o muerto por hacerlos trabajar. si los obligaban a cultivar más sementeras de las que estaban en las tasas, si les habían quitado a sus mujeres e hijas para aprovecharse de ellas, si los tenían presos en las casas o estancias de los españoles, si los habían sacado a la fuerza de sus tierras, de sus naturales, para llevarlos a la fuerza a tierras extrañas, si vivían o asistían en sus pueblos los encomenderos, los mestizos, los mulatos, los negros o los indios ladinos y si les causaban daño (AGI, Santa Fe, q, R. 11, N. So: Relación del orden que se lleva en la visita general que se va ha<;iendo por el licenciado Miguel de !barra; Santa Fe, 12 de febrero de 1593). Esa función del cacique debió exigir que este tuviera acceso al oro de la tierra caliente. Ya en la relación de Jiménez de Quesada que fue copiada por Oviedo, y que después se per· dió, se afirmaba que el oro de la sabana se conseguía por la ruta de Pasea. Las pesquisas de !barra revelaron que los jeques del pueblo de Pasea dependían del cacique de Fontibón, lo que posiblemente le aseguraba aun el acceso a oro que procedía del Magdalena. AGI, Santa Fe, 17, R. 11, N. 92, 3-21 de mayo de 1594: Relación de jeques, oro y santuarios.
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64 szemiski ha explicado la cadena de equívocos sobre el dogma católico a los que daba
lugar la traducción de este a las lenguas americanas. Véase Jan Szemíski, <
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La vida en casa en Santa Fe en los siglos XVII y XVIII María del Pilar López Pérez
A partir del Descubrimiento, América se fue convirtiendo en un territorio unificado por una lengua común, una misma religión y una misma arquitectura. Dejó de ser un lugar de creencias plurales, la lengua castellana articuló grupos y comunidades y, finalmente, la arquitectura trajo un nuevo modelo constructivo. Se buscaba así la homogeneización de las recién fundadas ciudades. Sin embargo, como bien sabemos, lo que emergió en las ciudades fueron una nueva sociedad y una nueva cultura material, nutridas de elementos nuevos y antiguos, ambos en permanente reelaboración. En sus edificios de gobierno, catedrales, conventos, templos y construcciones civiles, pero particularmente en las casas, encontramos vivencias y detalles cotidianos en extremo significativos, especialmente para intentar revelar algunos de los rasgos más íntimos de la cultura de la época. La presencia de nuevos animales y especies vegetales alteró la forma de utilizar el suelo. Con el desarrollo de nuevos cultivos se transformaron el entorno natural y el cultural. Prácticas ancestrales fueron afectadas al incorporarse procesos transferidos al Nuevo Mundo, creando otros escenarios. Las casas que reproducían modelos, principalmente castellanos y andaluces, se tornaron en el microcosmos de la ciudad y su entorno. En los grandes solares se cultivaron pastos para la cría de animales y huertas para la supervivencia de las familias en el desarrollo de una economía doméstica. Ovejas, cerdos, vacas y gallinas surtieron de leche, huevos, carne, lana, sebo y cuero a sus habitantes. Mulas y caballos posibilitaron el transporte de personas, enseres y mercancías. Perales, naranjos,
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Casa que habitó el barón Humboldt. Dibujo de Urdaneta, grabado de Franco, 1878. Papel Periódico Ilustrado, Bogotá. [1]
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La llegada de los españoles trajo consigo un cambio fundamental en la manera de habitar y ocupar los espacios. Las construcciones españolas, caracterizadas por su encerramiento y aislamiento arquitectónico, se constituyeron en el modelo que se impuso en la mayoría de los centros urbanos coloniales. Estos espacios auspiciaron desde sus comienzos cierta intimidad. Perspectiva de la fachada del Cabildo de Antioquia, Anónimo, 1797. Archivo General de la Nación, Bogotá. [2]
higueras, duraznos, morales y hortalizas y tubérculos variados apro. visionaron las alacenas de los hogares. La casa era la construcción más importante de las ciudades, el lugar que concentraba las más diversas actividades de la vida. El comercio y los talleres de oficios que se establecieron en las casas, a lo largo de todas las calles, fueron esenciales en la construcción y el impulso de la nueva población y como lugares de convivencia entre blancos, indígenas y negros. Los telares, las platerías, las cererías, las carpinterías ... ; en fin, todos los talleres de los más variados ofi· cios tenían niños indígenas como aprendices, práctica que se man· tuvo a lo largo de los siglos xv1, XVII y XVIII. Con su incorporación al funcionamiento de la casa y a los valores hispanos de orden y cultura, la respuesta de los indígenas al nuevo ambiente de trabajo urbano fue de rápida adaptación y apropiación. Surgieron así, dentro de la vivienda, nuevas relaciones que afectaron todos los campos del quehacer cotidiano. En el ambiente doméstico, la servidumbre compartía durante gran parte del día los espacios con los españoles que vivían en posición de privilegio, al ofrecerles servicios personales. Lavanderas, cocineras, comadronas, cargadores, leñeros y aguateros desempeñaron trabajos en la casa. Se establecieron un modo de vida y relaciones personales nuevos, afectándose mutuamente todas las razas en lo material y en lo moral. Levantar una casa no sólo implicaba acometer la tarea de incor· parar al indígena a la cultura castellana, aprovechando siempre los
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b neficios de la sabiduría local, sino también disfrutar de una comensación, un reconocimiento y un bien que situaba a su poseedor en ~a posición de privilegio muy diferente, en la mayoría de los casos, ula de su origen y que se regía por sus disposiciones. a Las casas de los grupos sociales más pudientes de la sociedad son las que permiten obtener a través de su estudio una mayor y más precisa información sobre los elementos formales y el uso de los espacios. Personas como encomenderos, oidores, escribanos, tesoreros, clérigos, militares y ciertos comerciantes y artesanos, reconocidos por el nota?le desempeñ~ de sus oficios y por su riqueza, eran quienes dispoman de la autondad para gobernar una. En las ciudades, las casas fueron los primeros lugares organizados; allí se aseguraba la protección contra las inclemencias del tiempo, se brindaba comodidad e intimidad a sus moradores y germinaban los sentimientos y se fortalecían los afectos. La casa, habitación de la familia, estaba inextricablemente ligada a esta, a sus antepasados y a su linaje. En la casa se administraba la economía doméstica, se vigilaba ala servidumbre y se hacían cumplir las reglas. Con gran variedad de matices, similitudes y diferencias en materiales, traza y habitantes, fueron sitios dinámicos y cambiantes. En ellas sucedían nacimientos y velorios, visitas, oraciones, fiestas familiares y sociales. Allí se trabajaba, se preparaban los alimentos, se atendía a los enfermos y ancianos y se daba abrigo a parientes y amigos. La casa permitía separar la vida pública de la vida privada. Adentro se marcaban diversos grados de intimidad: zonas de alquiler, trabajo y mantenimiento y zonas de habitación. Así, había que traspasar varios umbrales para poder llegar a los lugares más íntimos. La más profunda intimidad doméstica era donde se guardaban y protegían las mujeres, pues ellas simbolizaban la tranquilidad y la honorabilidad de la casa.
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Las casas de las élites coloniales constituyeron uh complejo arquitectónico de espacios socialmente diferenciados y separados, lo que significó la existencia de lugares reservados para los dueños de casa, y otros delimitados para los criados y esclavos. Imaginar estos espacios coloniales también fue ocupación de los artistas del siglo XIX. Escuela de Bellas Artes. Ricardo Moros Urbina, 1899. Colección Banco de la República, Bogotá. [3]
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La casa era el lugar que albergaba el honor de las familias y de las personas reconocidas como sus residentes'. La casa servía de amparo y resguardo de las virtudes, del respeto, del buen comportamiento que, en gran medida, la mujer debía asumir con las debidas digni: dad y responsabilidad. Seguir un camino recto respecto del prójimo era el requisito para el reconocimiento de la honorabilidad. Más que para cualesquiera otras, para las personas vinculadas a la Iglesia Ya la administración del Estado, comprometidas con una vida ejemplar, la defensa del honor era condición indispensable para que gozaran de seguridad y estima.
Las casas
Alo largo de la Colonia, los primeros pisos fueron destinados para el establecimiento de tiendas. En el siglo XIX, la mayoría de las casas que lindaban con la Calle Real seguían manteniendo esta división espacial. Calle de San Miguel, hov calle I 1. Dibujo de Urdaneta, gr;bado de Barreto, 1878. Papel Periódico Ilustrado, Bogotá. [4]
La mayoría de las casas que pertenecían al estamento pudiente de la sociedad tenían dos pisos y estaban ubicadas en las plazas de la ciudad y sobre las calles más importantes o en el cruce de las mismas. Según parece, a medida que se alejaban de los ejes principales por donde transcurría la vida más activa de la ciudad, las casas eran más modestas, de un piso y de fachada simple. Era característico que no sólo en cada barrio o pequeña parroquia convivieran familias de diversas clases sociales, sino que también en una misma manzana e incluso en cada casa principal se presentaran esas diferencias. Las casas se organizaban en tres sectores: el primer piso, o piso bajo, el segundo piso y la fachada. La conformación del piso bajo, a su vez, estaba diferenciada en dos sectores: hacia el fondo del inmueble, en el sector del solar, se ubicaban las despensas o cuartos de almacenamiento, las habitaciones de los esclavos, las pesebreras, las distintas huertas y, en algunos casos, el bohío para la cocina y los hornos, todos en construcciones separadas; en la parte delantera, los espacios que correspondían a las tiendas, los talleres, las piezas de alquiler y los cuartos de mantenimiento y depósito, y, por último, la fachada con su portada y sus ventanas, balcones y tiendas. En el piso bajo también se encontraban los espacios del zaguán y uno o varios recintos de recibo. La despensa o las despensas, otros cuartos que servían de depósitos, otros que se alquilaban como vi· vienda y las tiendas no se detallan en los inventarios, puesto que no eran administrados por el propietario de la casa por encontrarse en arriendo al servicio de una capellanía o de particulares, y en muchos casos se consideraban propiedad privada. En general, los cuartos que estaban en el primer piso no forma· ban parte de las principales estancias, pues, cuando se detallan en documentos, se entiende que los cuartos denominados «bajos» son
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'tios de trabajo, piezas en alquiler y depósitos, como figura en el
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~ ventario del hacendado Nicolás Berna!, quien residió en Santa Fe,
: el cual se habla del «cuarto bajo junto al de la cal» y del «cuarto bajo entrando de la calle el segundo», en donde se encontraron varios muebles -algunos dañados-, tablas para las reparaciones de la casa, herramientas de carpintería, ventanas y puertas 2• Hacia el solar, las variadas dependencias fueron sufriendo cambios según iba terminando el siglo xvn. En las viviendas construidas entre 1580 y 16303, lo más común era tener la cocina en el solar y almacenar en las despensas tanto el excedente de alimentos como las diversas materias primas. A partir de la segunda mitad del siglo xvn, la cocina pasó a formar parte del segundo piso, y en la despensa 0 cuarto de almacén se depositaron, además de los alimentos, diversos objetos domésticos. El otro cambio se introdujo con relación a Jos cuartos de los criados, que empezaron a ubicarse en el segundo piso, mientras que los cuartos de los esclavos sí permanecieron en el solar. Ya en el siglo xvm se orientaron hacia los solares y patios algunas quebradas que, una vez canalizadas, surtían a casas privilegiadas del preciado líquido. Esto no sólo benefició a los propietarios, pues vecinos y otros parroquianos compartían tal privilegio. En la segunda planta se emplazaban las habitaciones propiamente dichas: las salas de recibo y de estar, las salas de alcoba, el estudio, el oratorio, el cuarto de los baúles y otros cuartos pequeños, unos especializados, donde se hallaban las limetas y demás objetos de vidrio, y otros donde se encontraban la vajilla, los vasos, los cubiertos, las ' cafeteras y las pesas. Por último, estaban la cocina y un cuarto que casi nunca aparece nombrado, el comedor, entonces un lugar donde se preparaban los alimentos y que no tenía la función que hoy le asignamos. Las casas con esta diversidad de espacios fueron comunes, principalmente en los barrios Las Nieves, Príncipe, San Jorge y la Catedral y corresponden a modelos de finales de la primera mitad del siglo xvm; valgan como ejemplos la que perteneció al escribano mayor de gobierno José Simón de Olarte, la de Manuel de Porras, tesorero de la Casa de Moneda, y la del contador mayor del Tribunal y Real Audiencia de Cuentas Nicolás de la Lastra. Con respecto al tercer sector, el criterio para la organización del frente de la casa depende de su ubicación en el trazado urbano, ya que los elementos externos que tienen presencia aparecen por reque~imientos de la colectividad, para aprovechar al máximo la ubicación de la edificación, y son solicitados, reglamentados y administrados por instituciones y personas independientes de los propietarios del inmueble.
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A excepción de las grandes casas coloniales, la mayor parte de los espacios habitables urbanos poseían muy pocas habitaciones y era frecuente que una alcoba sirviera de dormitorio y sala al mismo tiempo. Sin embargo, estos espacios estaban relacionados con dos acontecimientos íntimos: los nacimientos y los fallecimientos. Nacimiento de la Virgen. Vargas de Figueroa (atrib.), siglo xv11. Colección particular. [5]
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El modelo de gobierno dentro del edificio estaba basado en una jerarquía vinculada al respeto y representada en la autoridad del padre de familia. Por debajo de él se situaba la mujer, seguida de los hijos pequeños y los sirvientes y esclavos; los hijos varones adultos estaban en un nivel superior al de la madre y las hijas. Esta diferenciación se relacionaba con el papel que cada individuo desempeñaba en la sociedad, con los hombres dedicados a la acción pública y las mujeres consagradas a la esfera del hogar. Cada uno era instruido y adoctrinado para cumplir adecuadamente su cometido. Sin embargo, principalmente en América, la presencia de la mujer fue esencial en el proceso de adquisición y mantenimiento de una casa y en el desarrollo de la ocupación de los espacios y el cuidado de las cosas, llegando ella a administrar y gobernar los ámbitos domésticos. Vinculados a la casa, los sirvientes y los esclavos representaban una población importante, a veces transitoria y a veces fija. Regidos por las mismas normas que gobernaban a las familias de los blancos, casi nunca podían convivir plenamente como ellos ni tenían un espacio estable para habitar. Muchos sirvientes indígenas dormían en la cocina o en los lugares adjuntos a la zona del dormitorio, en una esterilla o un colchón provisional. Eran muchas las diferencias sociales que se manifestaban públicamente a través de la casa y su menaje, y hacerlo era tanto un derecho como una obligación. Los objetos que se exhibían tenían, aún en el siglo xvn, un alto contenido simbólico, indicaban jerarquía y La anterior estructura de la casa se ajustaba y se respaldaba en diferencia de género. El vestido no sólo cumplía la función de ser un tres aspectos fundamentales para su comprensión: los testimonios fí1 distintivo de clase sino que también debía ser apropiado para cada sicos, las formas de posesión y el modelo de familia que la habitara. actividad y lugar de la casa. Aparadores, alacenas y arcas eran exhiEl estudio de la familia, de su estructura y sus valores, es funbidores donde se depositaban telas, sedas, tafetanes, encajes y cintidamental para comprender mejor los espacios de vivienda. Fue una llas, y otros objetos suntuarios como cristales, porcelanas, cerámicas práctica de quien fundaba una casa 4 plasmar valores y distintivos de la familia en imágenes visibles en la arquitectura. Los escudos, así . y piezas de platería. Las paredes se adornaban con sedas y paños y con un variado repertorio de pintura mural, fingiendo en muchos como las historias y los emblemas propios del dominio de un saber, casos bellos tejidos y materiales pétreos. También se puede afirmar se representaban en los muros y los techos, las gualderas y los almique en los siglos XVI y xvn, el amueblamiento tuvo pocos cambios en zates que cubrían los principales recintos de la vivienda. su austeridad. Sólo en el siglo XIX se empezó a tener conciencia, en la El grupo familiar no siempre tenía la forma nuclear de una pareja dotación de los interiores, del confort y el bienestar. de esposos rodeada de hijos, pues fueron frecuentes los grupos doLa Corona dispuso diversas mésticos extendidos que abarcaban al grupo nuclear, a sus parientes El mobiliario contribuía a definir los espacios de la casa, a satis- reglamentaciones sobre el uso y a sus descendientes. Existía también el grupo polinuclear, comfacer las mínimas necesidades de los usuarios y a embellecer y otor- de ciertas telas y colores para puesto de varias familias con o sin relación filial y que vivían bajo gar nobleza a los recintos, condiciones indispensables en la dotación hacer evidente las diferencias de casta. Estas regulaciones también un mismo techo 5, unidas por la amistad, el reconocimiento, el deber de una casa. A su vez, los espacios se articulaban evidenciándose se orientaban a la restricción de o la protección, entre otras razones. Cualquiera que fuera la compounas conexiones más directas entre algunos y otros. En ocasiones se algunos aditamentos, como la capa, sición de los habitantes de una casa, todos los miembros acogían y consideraba, para la ubicación de un cuarto, el control que desde él la espada e, incluso, el caballo. de san Jorge. Joaquín respetaban, mientras permanecieran en ella, los valores inculcados se pudiera ejercer sobre otros espacios. También se tenía en cuenta Marquesa Gutiérrez, 1775. Colección Museo por el fundador. un lugar privilegiado hacia la calle o la búsqueda de la privacidad. de Arte Colonial, Bogotá. [6]
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En cualquier caso, las decisiones terminaban relacionando con ma. yor o menor dependencia a unos espacios con otros.
Los ritos de la vida diaria Las salas Sala se define como «la pieza principal de la casa o cuarto donde se vive y donde se reciben las visitas de cumplimiento, o se tratan los negocios>> 6• Para la época, las salas eran los espacios mejor dotados y los más importantes de toda la edificación. En cualquier registro de inventario o avalúo de bienes, el espacio que tuviera la denominación de sala, como «sala de adentro)) o «sala grande)), se distinguía como un espacio principal. Existían, en general, cuatro tipos de salas: las de recibo, las de cumplimiento, las de alcoba y las antesalas. Estos espacios estaban constituidos por varios ámbitos, dos por lo general, que respondían a la costumbre de los hombres y de las mujeres de estar separados. Las relaciones entre el hombre y la mujer, dada la disposición de los diferentes ambientes de la casa, denotaban el predominio de una independencia de actividades y usos según el género. Para cada uno de ellos existían sus respectivos espacios. Aunque en el Nuevo Reino de Granada, al parecer, los sectores femeninos y masculinos no estaban tan definidos, sí se perciben ambientes diferenciados. Nuevamente entendemos que son las formas de matrimonio y de familia y la clase de correspondencia existente entre el hombre y la mujer las que nos permiten conocer, en relación con estos espacios, los usos y las costumbres de la época. También entendemos que existía una clara disociación de comportamientos entre los miembros que conformaban la pareja. No era posible la elección libre del uno respecto al otro para tener una vida en común, y cada espacio respondía al papel que desempeñaba cada uno dentro de la sociedad. Se percibe que estos recintos principales estaban equipados con un mobiliario que, en su conjunto, era bastante heterogéneo y con el que, al parecer, se podían conformar varios ámbitos, que correspondían a necesidades y rituales diversos. Casi siempre, los espacios principales eran bastante alargados y posibilitaban la organización del mobiliario en diferentes ambientes, donde se podía dormir, comer, reunirse, festejar, jugar, tocar y oír música, leer, coser y adoctrinar; en general, eran recintos en los que se adelantaban variadas funciones domésticas. No siempre, en el interior de la casa, el recorrido se hacía desde lo que consideramos los espacios más públicos o
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ociales hacia los más íntimos o privados. Parece que esa privacidad s0 intimidad se lograba por medio de la organización del mobiliario. En )as viviendas santafereñas existían varios tipos de salas según su dotación y uso: las de recibo, que eran las más comunes, y las de alcoba, en donde tenían lugar los principales ritos de la vida: nacimiento y muerte. En ellas siempre existió un ámbito para la mujer, caracterizado por una tarima o una alfombra sobre la cual ella disponía el mobiliario y los objetos que utilizaría en posición sedente en el piso, según lo establecían las costumbres, y muchas veces aislado por un biombo del resto de la habitación.
Las salas de recibo Eran lugares de tránsito adonde llegaban los visitantes y donde se congregaban los individuos para salir de la casa. El mueble dominante era la silla, utilizada tanto por los hombres como por las mujeres. Fueron distintivos de estos espacios las sillas de brazos y respaldar, los canapés, que se conocieron terminando el siglo xvm, y )as conocidas sillas de manos. Estas últimas, que se colocaban cerca de los muros, eran cargadas por los esclavos, quienes transportaban a los señores hasta el primer piso y posteriormente a la calle. La casa que habitó Margarita de León Romana con su esposo y sus cinco hijos, ubicada en el barrio de la Catedral, tenía un espacio denominado «la primera sala llamada la grande)), que se puede considerar una sala de recibo en la que se encontraban una «silla de manos negra forrada en género de lana vieja y un cristal al frente roto)) y otra, «con forro el de adentro de un generito de seda listado de blanco y amarillo, y el de afuera negro, con muchas tachuelas doradas y tres cristales))7, varios cuadros, sillas de respaldar y esteras de chingalé, que completaban la decoración del recinto. En estas salas se disponían, además de imágenes con temas religiosos, cuadros de historias o alegorías, paisajes y retratos de individuos, que empezaron a ser frecuentes a finales del siglo XV!ll. En un principio se trataba de cuadros de donantes y, posteriormente, de retratos donde los atributos personales eran un soporte del prestigio familiar y social. Un buen ejemplo es la casa de Jorge Lozano de Peralta, sita en la esquina noroccidental de la Plaza Mayor, en cuya salita de paso estaban colgados los retratos de él y de su esposa Thadea8, ambos hoy en el Museo de Arte Colonial de Bogotá.
Las salas de alcoba Estas eran estancias cuyo principal elemento era la cama. Eran lugares donde se exponían los objetos de mayor significación fami-
Los biombos coloniales no sólo hicieron parte del mobiliario común de las casas de las élites. Eran también un aditamento que limitaba ideológicamente los espacios: tras el biombo se ocultaba lo privado de la casa. Además. en estos objetos se representaban curiosas escenas cotidianas que pocas veces aparecieron en la pintura colonial. Biombo de Fernando Caicedo (detalle). Joseph Medina, siglo xvm. Colección particular. [7]
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La alcoba era considerada como el lugar más privado de la casa. La presencia de personas extrañas al núcleo familiar estaba muy restringida, incluidos sujetos cercanos, como algunos criados destinados al servicio personal. La pintura colonial, a pesar de estar colmada de escenas religiosas, es una valiosa fuente para entender la manera como eran ocupados los espacios cotidianos, como esta alcoba donde nació santo Domingo, que está decorada con objetos coloniales. Nacimiento de santo Domingo. Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos, siglo xvn. Colección Museo de Arte Colonial, Bogotá. (8)
liar y social, destacándose las cortinas, las colgaduras, los paños y los frisos, aditamentos que completaban la imagen señorial y espléndida de la alcoba. En la sala de alcoba se proyectaban los valores y se ejercía el respeto mutuo. La sala de alcoba se consideraba uno de los recintos esenciales de las casas, y comúnmente, además de contener la cama con sus colgaduras y colchones, estaba dotada de espejos, cuadros de santos, uno o dos escritorios, papelera, joyeros, cofres y arcas cubiertos con buenos materiales, canapés y taburetes con espaldares, dos o tres mesitas medianas o pequeñas, varios cojines y una buena alfombra para el estrado, además de algunas cornucopias, faroles, casi siempre un biombo y, en algunos casos, una mesa grande, un tocador y los «sitialitos». Estos recintos alojaban una actividad constante. La cama era un mueble que otorgaba dignidad, respeto y distinción. Tener un buen colchón donde dormir era y es esencial para todas las personas. En las casas principales, la cama no sólo cumplía con la función práctica del descanso; era, además, el centro de la habitación. Casi todos los documentos consultados acerca de casas importantes registran una «cama con dosel y colgaduras». Era el sitio donde la pareja fortalecía los lazos conyugales y donde se cumplía con las necesidades espirituales más íntimas, realizando la última oración del día, encomendándose a la protección de las imágenes de su devoción y asegurándose de portar los amuletos. No es extraño que algunas camas tuvieran representadas, en el tablero de la cabecera, imágenes alusivas a la misión que tenían sus ocupantes corno esposos o personas devotas. La fertilidad, la abundancia, la protec· ción y lo sagrado coronaban los lechos.
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Así como el ámbito de la mujer estaba definido por la tarima, la alfombra o la esterilla, la cama en sí misma, con el dosel y las colgaduras, creaba un ambiente propio, independiente del resto de la habitación. Era en la cama donde, en caso de necesidad, se recibían las visitas. Así mismo, en la cama se atendía a los enfermos, y, debido a esto, el uso de una cama individual era la aspiración de las gentes, siempre y cuando existieran los recursos para poseer más de uno de estos muebles. Junto a la cama principal siempre se ubicaba un estrado «de alcoba» o «de cariño», lugar de inmensa actividad femenina que, por estar donde estaba, tenía un carácter muy íntimo. Al no existir el comedor como salón independiente, el ritual de comer se resolvía montando mesa en el lugar que cada persona dispusiera en la casa, por lo que era frecuente organizar la mesa o las mesas en las salas de alcoba o en la sala de cumplimiento. Las casas bien dotadas contaban, por lo menos, con una mesa por cuarto. En algunos casos, había varios bufetes y bufetillos, la mayoría plegables, pues se adaptaban mejor a los usos y las necesidades del espacio. Se tiene noticia de la presencia de diez o doce bufetillos que formaban parte de un estrado de alcoba y de mesitas bajas y articuladas utilizadas por las mujeres, y cuyo uso era muy versátil, pues resolvían muchas actividades de la vida social. En ellos se comía, se jugaba a las cartas, se escribía o simplemente se tomaba el chocolate con las amigas y parientas. La familia o los habitantes de la casa podían comer juntos o separados en sus respectivos espacios, en una mesa que se retiraba de su lugar, y las señoras sentadas en los estrados comían sobre los bufetillos. Ni las mujeres ni los hijos acompañaban al padre. o al señor en la mesa; por lo general, el hombre comía a solas y la esposa lo hacía con los hijos, algo retirados de aquel, costumbre que todavía se observa en algunas veredas campesinas del país. Por lo general, como se ha visto, el dormitorio no estaba reservado únicamente al descanso. Los nacimientos enriquecieron la historia de esa habitación. Durante un nacimiento era cuando mejor se apreciaba una actividad comunitaria, con una noción de intimidad muy diferente a la actual. El nacimiento era una ocasión que congregaba a varias mujeres, a familiares y vecinas, y a alguna autoridad religiosa. Sirvientas y criadas, parientas y vecinas que acudían a colaborar, la partera y la parturienta eran las protagonistas, a puertas cerradas, del importante acontecimiento. En espera quedaban los hombres, a quienes no les era permitido presenciar el suceso. La dotación necesaria se llevaba o montaba en el momento. La silla de parto o la cama cuja, según la necesidad, se prestaba entre familias, así como las palanganas, los paños, la faja y los correspondientes recipientes e instrumentos. Por esto, en los inventarios no se registran como propios estos elementos, ya que eran de uso colectivo o, en
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caso de no ser necesarios, se destinaban a menesteres distintos a la función original para la que se habían creado9• Según los manuales de la época 10, para el uso de la silla de parto era conveniente que además de la parturienta y la partera, que debían estar enfrentadas' se ubicaran una mujer detrás de la silla y otras dos a lado y lado, co~ el fin de ayudar y darle seguridad a la inminente madre 11 . No era ex. traño que, por requerimiento de la familia, los sirvientes durmieran en la misma sala de alcoba o en la contigua, pues eran un apoyo en caso de necesidad, y sólo utilizaran una esterilla. En cada documento que nos informa sobre las salas de alcoba en. contramos numerosos datos que nos permiten entender cada vez me. jor la configuración de estos recintos. En la sala de alcoba de María Prieto Dávila había cortinas y colgaduras de damasco carmesí que cubrían la totalidad de las paredes, bocapuertas de madera tallada y dorada sobre fondo azul, una cama imperial de damasco carme. sí con tarima y cabecera de granadillo, taburetes y taburetillos de estrado forrados en damasco, una alfombra, espejos, cornucopias, una araña de cristal de cinco luces y varios cuadros, entre ellos una representación de Nuestra Señora del Rosario, de una vara de aJto12. En la mayoría de las salas de alcoba, el color dominante de las colgaduras, cortinas y frisos era el carmesí. La sala de alcoba ocupaba gran parte del frente de la fachada de la casa, en el segundo piso, y le eran propios uno o dos balcones.
El estrado El estrado fue un lugar fuertemente ligado a la tradición islámica que, habiéndose reconocido desde el siglo XIV en España como un espacio característico de la vivienda, se trasladó posteriormente a los nuevos territorios. Después de ocho siglos de presencia islámica en España, no es de extrañar que el espacio de la mujer, fundamental en la formación de la unidad doméstica, derivara de esa zona singular de la casa oriental identificada como área sagrada, o harim, lugar de dominio de las mujeres. Este ámbito se reconocía como un sector bien definido y controlado del edificio, que llegó a tener las características de una pequeña vivienda. Los españoles trajeron los modelos culturales de la península Ibérica, y, como parte de la vivienda, el estrado debió implantarse con la misma estructura en nuestro medio. Era rasgo esencial del estrado en el Nuevo Reino de Granada ser un lugar que formaba parte de un espacio usado por las mujeres, y se caracterizó por tener, principalmente, una alfombra y varios cojines sobre los cuales ellas se sentaban, elementos que definen un ámbito, mas no un espacio. Al parecer, no fue característico del Nuevo Reino
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montar estrados en cuartos completos ni, mucho menos, en grandes sectores de la casa. La buena iluminación era indispensable y para obtenerla se empleaban corn~co~ias, espejos y faroles. ~1 abrigo, e~ recogimiento y una cierta pnvactdad se lograban con btombos y fnsos de tela para recostarse. Diversidad de cajas servían como costureros, secreteros, joyeros. Mesitas y bufetillos plegables se utilizaban para comer, escribir y jugar. Completaban la dotación los cojines de estrado, dispuestos sobre la alfombra para que las señoras se sentaran en ellos. En el testamento de Beatriz de León y Cervantes, viuda de Manuel de Porras, en el que se hace inventario y avalúo de sus bienes del año de J76213, se describe con gran detalle su residencia, una casa ubicada en el barrio de Las Nieves frente a la plazuela de San Francisco. En el cuarto que se denomina «la sala» se hallaban varios cuadros religiosos, seis espejos grandes, tres escritorios de carey apoyados sobre dos bufetes y un bufetico, y encima los Niños Jesús; ocho sillas, doce cojines, la estera de chingalé del estrado y un biombo que permitía diferenciar el ámbito de la mujer del resto del cuarto. El objeto que definía más claramente un estrado venía a ser la alfombra, esa parcela sobre la cual las mujeres montaban un lugar propio, casi sagrado. La alfombra o estera llegó a ser el objeto más significativo del espacio femenino. Poseer una buena alfombra en una casa era reconocer el lugar de la mujer, su rango social, su origen culto y sus buenas costumbres. No faltaron los pleitos y conflictos entre las damas, presentados ante el alcalde, por el mal uso de una alfombra. En una petición a las autoridades, María Gertrudis Sanabria denuncia a. Gregoria Solórzano por utilizar un tapete en el acto de la misa que se realizó en la iglesia de San Agustín de Tunja. Según ella, las dos iban a dicha iglesia al mismo tiempo y con el mismo fin: asistir al santo sacrificio de la misa. En esa época, portar el tapete a la iglesia era señal de distinción de clase pero también un recurso para el bienestar, la comodidad y la protección de la salud. Además, la alfombra permitía conservar el vestido limpio 14 . Estos tapetes se ubicaban en los estrados o se guardaban en arcas próximas a los mismos. Desde el estrado, la mujer velaba por la educación y el cuidado de los hijos, transmitiéndoles los buenos valores y algunas ideas religiosas. Las niñas permanecían bajo la tutela de la madre para su for- · mación como futuras mujeres y esposas. En ese ámbito las madres formaban a las hijas, enseñándoles a hilar, coser y bordar mientras les inculcaban su pertenencia a su estamento social y las normas y modales que debían cumplir para su correcto desempeño en comunidad. Allí las instruían sobre el cuidado de su honra, les contaban las historias de la familia y les enseñaban destrezas domésticas, tácticas afectuosas, las actitudes que debían guardar en las relaciones fami-
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El uso de la alfombra todavía era extendido a mediados del siglo XIX. En esta época era común que ciertas mujeres prestantes fueran a las iglesias acompañadas por sus criadas, quienes eran las encargadas de portar tan importante elemento. Devota camino a casa (detalle). James Brown Pinx, a partir de original de José Manuel Groot, 1842/47· Colección Royal Geographical Society, Londres. [9]
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liares y valores como el respeto a los demás, la conformidad con lo que provee Dios, la modestia para evitar acciones extremas, el disimulo ante la imprudencia y la sumisión en el matrimonio. Era también en el estrado donde las mujeres hacían duelo al ma. rido o a los parientes. Recibían allí a las amigas, que llegaban cu. biertas para acompañarlas, y normalmente se reflexionaba sobre la lamentable situación, se intercambiaban palabras de protocolo y se llevaban presentes para evitar que la doliente tuviera que preocuparse por la atención. Las visitas más tradicionales eran las reuniones para ton.:.• , chocolate, actividad que rompía con la rutina de la semana y para la cual se disponían unos bufetillos donde colocar las viandas. Esta costumbre se prolongó hasta bien entrado el siglo xx. Otras visitas se organizaban en torno a las mesas de juegos, típicamente mesas bajas para las señoras, en las cuales se destacaban los variados tableros, los cajoncillos en los que se colocaban las fichas y otros elementos propios de la actividad. Fue seguramente en el estrado donde Ana de Artieda, hija de Juan de Pobeda Medina, recibió clases de música, canto llano, órgano y arpa, impartidas por el capitán Thomas Clavijo 15 • Este acudió cotidianamente durante dieciocho meses a impartir sus lecciones y por ello recibió un reconocimiento económico de cien pesos y de medio solar en la parroquia de Las Nieves, el cual se le otorgó en venta. En la época se editaron varios textos que ilustraban a las mujeres sobre los rituales, comportamientos y normas de etiqueta que debían seguir en los estrados. La señora María Rosa de los Santos, dedicada a coser y bordar en su casa del barrio de la Catedral, tenía entre sus haberes un libro titulado La virtud en el estrado 16 • En un escaparate de la «habitación de don Joaquín», hermano de Nicolás Berna) y casado legítimamente con Teresa Ricaurte, se encontraba otro libro, Virtud en el estrado. Al parecer, eran textos a los que tuvieron acceso las mujeres neogranadinas 17• La reclusión en ese lugar permitió conservar entre las mujeres y los familiares la práctica de la lectura en voz alta, a través de la cual se fortalecía la comunicación entre los miembros de la casa y las amigas y los amigos, permitiendo la socialización en el interior del hogar. Dada la dificultad de poseer libros y la existencia de muchos analfabetos, sobre todo entre las mujeres y la servidumbre, las señoras que sabían leer fomentaron esta práctica desde su estrado, principalmente con los miembros más cercanos de la familia. Lugar de recato, de reclusión, el estrado fue desapareciendo en España hacia finales del siglo xvm; no así en el Nuevo Reino, donde continuó existiendo sin mayores variaciones casi hasta mediados del siglo x1x.
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Lo sagrado en lo doméstico .' La oracwn En Jos siglos xvn y xvm, en el Nuevo Reino de Granada, la de.voción religiosa y, por consiguiente, la necesidad de orar eran inherentes a todas las personas de la sociedad urbana, así pertenecieran a razas distintas, formaran parte o no de los grupos de confianza del Estado y de la Iglesia o tuvieran mayor o menor poder económico. La oración fue un medio de cohesión social, otorgándoseles a todos, a través de ella, por parte del Estado y la Iglesia, concesiones o privilegios, según el caso, y, a la vez, un vehículo que afianzó y fortaleció, entre otras cosas, el culto a Dios. Era la Iglesia quien tenía el deber de velar por las almas de los difuntos, asistir a los enfermos, aconsejar y orientar a los condenados e interceder ante Dios frente a las catástrofes naturales, lo que hizo que la oración, como súplica, ruego, agradecimiento, afirmación o negación de algo, se tornara en un recurso de persuasión, descanso, eficacia y fuerza. Las oraciones personales, efectuadas en actos colectivos o privados, contenían las correspondientes acciones de agradecimiento, súplica y petición. Se oraba esencialmente por uno mismo, así como por los presentes vivos y por los ya fallecidos o por las almas del purgatorio. Dadas la fragilidad de la existencia humana y la necesidad de ayuda de la gracia sobrenatural, la oración se consideraba como uno de los actos de mayor eficacia para alcanzar algo. Contenía algo' bueno, honesto y conveniente. Se debía realizar con pleno entendimiento y, finalmente, debía ser perseverante.
El oratorio doméstico El oratorio doméstico, lugar muy importante de las casas particulares por estar destinado al retiro, el recogimiento y la oración, era el espacio en el cual, por privilegio, se celebraba el santo oficio de la misa. Dicho privilegio estaba fundado en el principio de la igualdad de todos; pero hubo casos en que, al ser llevada a sus últimas consecuencias, esa igualdad producía resultados deplorables al concedérseles privilegios de manera arbitraria a personas cuyos lazos de confianza no generaban un verdadero compromiso moral con quien les otorgaba dicha gracia. El oratorio, sitio donde la gente se entregaba a sus devociones y a sus ritos particulares, gozaba de una situación preferente en la casa, en obediencia a lo exigido por el reglamento eclesiástico 18 .
La oración en familia fue una cuidada tradición que se mantuvo a lo largo de la Colonia. A través de dicho ritual, no sólo se reafirmaba la fe colectiva de la familia, sino que los padres estrechaban vínculos afectivos y también ejercían un mayor control social sobre sus hijos. Familia de los condes Peñasco ante la Virgen de Guadalupe (detalle). Anónimo, siglo xvm. Colección particular. [10]
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Los oratorios privados o domésticos se construían en las casas particulares para el servicio de la familia 19 • De acuerdo con las ca. racterísticas que presentan, se pueden identificar tres categorías de oratorios domésticos: los pequeños oratorios de rincón, los cuartos de oración y los cuartos de oración en donde se oficiaba misa. En todas las casas de Santa Fe siempre existió, como mínimo, un lugar donde las imágenes religiosas de bulto o en pintura evidenciaban el sentido de religiosidad cristiana. En estos ámbitos sobresalía el santo de la devoción de la familia y se creaba un ambiente de recogimiento en el que las personas podían realizar sus oraciones de todos los días. Estos lugares fueron los oratorios de rincón, muy comunes en esa época y a veces ubicados en varios cuartos, como las diferentes salas de alcoba, las salas de cumplimiento o el estudio. Unos pocos cuadros, una mesa o consola con una o dos imágenes de bulto, los correspondientes candeleros y algunas sillas eran todo lo necesario para identificarlos como ámbitos para la oración y la piedad doméstica. Estos oratorios no estaban sujetos a las prescripciones canónicas y todos los fieles podían erigirlos libremente en sus casas. Encontramos un ejemplo de la segunda mitad del siglo xvm en la casa de José Simón de Olarte, escribano mayor de gobierno, y su esposa Mariana Prieto Dávila, donde, en el estudio, tenían quince pinturas de marcos encarnados y perfiles en oro, entre las que se destacaban las de la Virgen María y las de los Santos Apóstoles, y «un cajoncito de media vara de largo con una esfinge de Nuestra Señora de Monguí con marco de talla dorado». También en su alcoba tenían el cuadro de Nuestra Señora del Rosario, bordado, de una vara de alto, imagen en torno a la cual seguramente se reunían para rezar el rosario 20 . Otro tipo de oratorio era el cuarto de oración que montaban familias de la sociedad cuya capacidad económica se los permitía. Encomenderos, oidores, escribanos, capitanes, contadores, comerciantes. tanto criollos como españoles, podían tener en sus casas de habitación estos recintos especiales, algunos de los cuales, por lo que se puede deducir de los documentos, poseían escasos bienes, mientras que otros, por el contrario, impresionaban por su dotación y su variado menaje. Casi siempre, tanto los más sencillos como los más complejos tenían una mesa con sus manteles, al parecer para oficiar, llegado el caso, la misa. Se podría decir que las diferencias radicaban en el mobiliario y en la cantidad de imágenes de culto. Un oratorio bien equipado tenía representaciones en lienzo y en lámina, estampas, esculturas de bulto, cajones con imágenes, algunos muebles como mesas, cajas, escritorios y sillas, cornucopias, un farol, una lámpara, candeleros, alfombras, pilas de agua, jarritas, limetas, despabiladeras y las correspondientes cortinas.
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Las familias más ricas construyeron lujosos espacios para ser destinados a oratorios particulares. Allí se realizaban todas las celebraciones familiares (nacimientos, matrimonios y entierros) e incluso se constituyeron en lugares de devoción popular. Retrato de la familia Fagoaga (detalle). Anónimo, siglo XVIII. Colección particular. [11]
Muchas de las familias que disponían de un cuarto para oratorio tenían vínculos con la Iglesia, donde había un hijo, hermano o pariente párroco o cura que podía administrar los sacramentos y adoctrinar a los fieles que le estaban señalados con jurisdicción espiritual. Aunque estos oratorios no contaban con todos los artefactos necesarios para oficiar misa -los ornamentos, el cáliz, la patena y las vinajeras-, sí tenían una mesa en donde, al parecer, el párroc0c podía, al ser invitado por algún motivo especial que lo justificara plenamente, oficiar misa en la casa llevando estos elementos. Parece que el préstamo de ornamentos era frecuente, así como el oficio de la misa en las casas; y no sólo por párrocos con nexos familiares, pues existían otras relaciones sociales, como la cercanía afectiva de un cura o la relación con un confesor, con quien se creaban lazos de amistad que estimulaban la generosidad de la feligresía hacia la parroquia al prestar esta los servicios religiosos en las casas de morada. En relación con el tercer modelo de oratorio, se sabe que personas y familias lograban obtener el permiso de la Iglesia para construir en sus casas de la ciudad un oratorio y oficiar misa en él. No todos los pobladores lo lograban, pues este permiso estaba vinculado a la condición de raza y honorabilidad de las familias, siendo indispensable que las constituyeran personas de confianza tanto para la Iglesia como para el Estado. Varios españoles y criollos obtuvieron este privilegio durante los siglos xvn y xvm, según información obtenida en documentos de archivo de la época, como solicitudes, permisos e inventarios de bienes. Cabe destacar, sin embargo, que durante el si-
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glo XVII -principalmente, en sus comienzos-, el Estado buscó re. conocer y dar un tratamiento de igualdad a los indios ladinos, ya que los «consideraron de buen origen, libres de contaminación cultural con otras razas que profesaban diferentes religiones» 21 , y estos logra. ron un gran reconocimiento social. Algunos indígenas de grandes capitales dotaban los espacios de sus casas de ricos menajes, como alfombras y cojines para los estrados, un mobiliario cuyo avalúo evidencia un refinado acabado, muchas imágenes religiosas, ropas de vestir y joyas. Sin embargo, no se tienen noticias de la existencia en las casas de estos indígenas de un oratorio como cuarto ni tampoco del permiso correspondiente de la Iglesia para oficiar misa en dicho espacio privado. En general, las familias de estamentos o estratos superiores, de blancos y de criollos, lograban obtener el permiso de la Iglesia para construir en sus casas de ciudad un oratorio y oficiar misa en él. Para montar un oratorio privado se necesitaba un indulto especial de la Santa Sede; el permiso lo otorgaba el Santo Padre a través del arzobispado dellugar22 . Los permisos para montar oratorio en las casas particulares no se otorgaban exclusivamente a los hombres; también se daban a las mujeres. A Ignacia de Vargas, mujer legítima del capitán Domingo Suárez, se le otorgó licencia en 1754 para que cualquier sacerdote secular o regular celebrara el santo sacrificio de la misa una vez al día. por dos aiios, en la capilla-oratorio de su morada en Santa Fe. La licencia debía estar aprobada por el ordinario eclesiástico. Consta, igualmente, que se realizó el pago al contador de cruzada. Esta fue una práctica que se adelantó en todas las ciudades del Nuevo Reino. Con la concesión del oratorio se nombraba un visitador para el respectivo reconocimiento del lugar, con el fin de que verificara la adecuación del espacio. Los oratorios gozaban de una situación preferente en las casas de ciudad y debían cumplir con el reglamento eclesiástico. Por lo general, se ubicaban en el segundo piso y su entrada daba directamente a la zona del corredor más amplio y próximo a la escalera, o a una de las grandes salas, ya que en muchos casos, al no ser un espacio suficientemente grande para albergar a los miembros de una familia con su servidumbre, se articulaba con otro espacio o galería. No podía colindar con alcobas, entreparedes o entresuelos ni tener grandes ventanas a la calle. Para ser un recinto digno del cuerpo de Cristo, el cuarto debía destacarse con un techo abovedado. En los oratorios privados, sólo se podía celebrar una misa diaria, y en los días de Navidad, Reyes, Pascua de Resurrección, Ascensión, Pentecostés, Corpus, Inmaculada, Asunción, San José, San Pedro y Todos los Santos, y en tiempo de «entredichO>l23 , no se podía ce-
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Las casas coloniales preservaron el interior como un mundo independiente y ajeno al mundo exterior. Los gruesos muros y las pequeñas ventanas fueron la evidencia material de este hecho. El contar con espacios dedicados exclusivamente a la oración favoreció aún más este aislamiento del mundo social. Casa de Antonio Nariño, Villa de Leyva. A. Pérez Vargas, s. f. Colección particular. [12]
lebrar el oficio y se le exigía al creyente cumplir públicamente con la Iglesia. Se requería además, para realizar la misa, que la persona o la familia a la cual se le hubiera concedido el permiso estuviera presente en el momento del acto. Esta misa, según los permisos, era válida para la familia, los huéspedes y los servidores de la casa. La relación de vecinos a los cuales los párrocos debían prestar el oficio se disponía en las sacristías de las iglesias para llevar el respectivo control diario 24 . Los oratorios privados no podían ser consagrados ni solemnement~ bendecidos y, por lo tanto, no tenían un santo patrón o titular. Según Ferreres25 , podían tener una bendición invocativa, la que solía darse a las casas nuevas. Estos recintos llegaron a sobresalir por su gran presencia en el área de la casa, y muchos de ellos estaban dotados de los elementos completos para oficiar el santo sacrificio de la misa, la cual se realizaba con todo el esplendor que podía tener en el templo, pues no se escatimaba dotación, cumpliendo con lo recomendado por el Sacrosanto Concilio de Trento26. Un ejemplo de cuarto de oratorio para oficiar misa, con tales características de complejidad que parecía casi un templo, lo encontramos en las casa de María Arias de Ugarte, quien se casó dos veces: en primera instancia, con el capitán Francisco de Novoa Maldonado y, luego, con Juan de Capiayn. Hija legítima del contador Diego Arias de Ugarte e Isabel González, su tío Fernando Arias de Ugarte fue el arzobispo del Nuevo Reino de Granada. Se reconoce como la más importante benefactora del convento de Santa Clara, en Santa Fe. En el siglo XVII, su casa estaba ubicada sobre la Calle Real, cerca
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de la Plaza Mayor, hacia el costado norte. El oratorio era un recinto abovedado, con 37 serafines y siete florones de cartón policromado y dorado que se dispusieron en el cielorraso. En un extremo estaban el altar y su correspondiente frontal, destacado por dos barandillas en azul y dorado e iluminado por una gran lámpara de plata y dos ha. cheritos, seguramente para dar mayor claridad a la zona del altar; en el resto del espacio se habían dispuesto una lámpara de madera y un espejo. Dos doseles de tafetán se utilizaban para destacar imágenes o ciertos lugares del oratorio. Un brasero era muy común en estos lugares y no faltaba la silla de altar para el sacerdote. Tres bufetillos o mesitas bajas y dos bufetes o mesas grandes soportaban algunos cajones y esculturas. Eran muchos los cuadros, entre lienzos, láminas y vitelas, la mayoría de pequeño formato, 114 en total; se des. tacaban los de san Jerónimo, san Nicolás de Tolentino, san Miguel, el Ecce Horno, san José, el Agnus, san Francisco, san Juan de Dios, Nuestra Señora de la Concepción, Nuestra Señora de Chiquinquirá y, en general, varios de la Virgen; entre los de gran formato figura el de María Magdalena. Pero lo que más llama la atención es la gran cantidad de esculturas, treinta en total, más diecisiete Niños Jesús, unos de medio cuerpo, otros de pie sobre peanas, otros con el mundo, varios recostados en camitas, cunas y colchones 27 ; además, cuatro cruces, relicarios y dos cajones con sus imágenes de bulto. El oratorio contaba con todos los ornamentos para el oficio: casullas. estolas, manípulos, corporales, purificadores, pañitos. atril, caja para hostias, campan itas. pebeteros, jarras, pailas y misal. Esteras, tapetes, alfombras y colchas completaban la dotación. Por último, había una variedad de objetos curiosos, como esculturas de leones y monos. Parece que, a medida que avanzaba el siglo xv111, la presencia de los oratorios privados en las casas de la ciudad fue más frecuente. Esto pudo ser consecuencia del individualismo que arraigaba en la sociedad. A la vez, era evidente el mal manejo y uso que empezaba a dársele a este espacio, pues este había ido perdiendo su finalidad real: ser un lugar alternativo a la iglesia para llevar la misa a quienes, por algún impedimento, no podían asistir al templo, y se había convertido en un simple lugar cómodo y en un símbolo de prestigio social.
La mujer en el oratorio Gran parte de la preservación y la transmisión cultural en la nueva sociedad americana, y especialmente en los hogares, se debía a la mujer. Es interesante que, por un lado, la Iglesia desconfiara de las mujeres en todo lo relacionado con la religión, creando disposiciones como las emitidas en las Constituciones Sinodales del Arzobispado
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de Jos Reyes del Perú, en las que se mandaba que las mujeres no entraran a la iglesia si no tenían cubierta la cabeza con un manto, mientras, por otro lado, los mismos religiosos exaltaban y ponían como ejemplo la vida de una que otra mujer. . Un caso interesante es el que relata, en un escrito de 1629, el confesor de Antonia de Cabañas. Hija del sevillano Alfonso Rodríguez Cabañas y de Catalina Montero y Padilla, con dos hermanos y cuatro hermanas, desde muy pequeña se destacó por sus virtudes y modesta vida. En el libro se relatan algunos momentos de la niñez de doña Antonia, entre los cuales se describe su dedicación a hacer altares domésticos y colaborar para las festividades religiosas. Entre sus labores estaba tejer las telas para el adorno de las imágenes y las vestiduras de los altares, como en la fiesta de san Agustín, a quien Ja familia tenía gran devoción 28 . Un caso parecido se presentó en San Juan de Pasto cuando, por auto de 1776, el teniente gobernador zambrano y Santacruz mandó instalar altares y posas frente de las casas bien ubicadas para contribuir con las fiestas religiosas. Estas obras estarían a cargo de las señoras que habitaban las casas indicadas parlas autoridades 29. Las mujeres desarrollaban su actividad entre la vida doméstica y las prácticas religiosas en la iglesia. A las mujeres -principalmente, a las del estrato superior de la sociedadles estaban asignadas todas las funciones propias de la casa, como la educación de los hijos, el cuidado de los enfermos, la organización de la servidumbre, las comidas, el aseo, el cuidado de la ropa y la costura. Los eventos familiares y sociales, la preparación de los bautizos, los velorios, la organización de las visitas y las fiestas los• asumía la mujer. También le eran propios las prácticas de caridad, los rezos y la participación en las fiestas religiosas, contribuyendo al adorno y al embellecimiento de la ciudad. Más allá de la devoción individual, su presencia en la sociedad le permitía recibir el reconocimiento de la comunidad. Al parecer, el oratorio y el estrado eran lugares del espacio doméstico utilizados y administrados principalmente por las mujeres, quedando su dotación y cuidado bajo la responsabilidad de ellas. En ausencia del marido -debido a sus múltiples viajes, ya fuera para vigilar la administración de sus haciendas o en el desempeño de un cargo público- se le asignaba a la mujer la responsabilidad del buen manejo de la casa. A través de varios testimonios del siglo xvn se identifica la autonomía de la mujer con relación al uso de este espacio. Según lo declara Mariana de los Reyes, la señora Francisca Arias de Monroy siempre tuvo en su poder la llave del oratorio, y nunca la manejó su esposo, el alguacil Francisco Estrada. Por otro lado, existía una estrecha relación, en cuanto a su uso, entre el oratorio y el estrado. Además, las mujeres disponían prácticamente de to-
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dos los elementos de dotación de estos recintos, según varias noticias al respecto que se tienen de esa época. Francisca Arias de Monroy comenta que, por ser de gran tamaño y no poderlo ubicar bien en el oratorio, instaló en su estrado un retablo grande, en lienzo, de Nues. tra Señora del Rosario de la Limpia Concepción 30• Se encuentra otro caso que evidencia ese estrecho vínculo entre el estrado, el oratorio y el templo, y que se refiere a las actividades de costura que Francisca de Zorrilla realizaba en su estrado, tejiendo objetos para el oratorio. Según relata su esposo, «bufcaba lana, y lino, y obró con el consejo de fus manos» 31 • Ella elaboraba los vestidos de las imágenes, manteles, paños para el oficio y otros tejidos. Por otro lado, María Arias de Ugarte donó al convento de Santa Clara varios elementos del oratorio de su casa; según lo que percibe que le hace falta al templo, dispone en su testamento que de su oratorio Convertirse en beatas, mujeres saquen un frontal de esparragón de seda, unos manteles colorados, dedicadas a actividades religiosas las imágenes del Niño Jesús, Nuestra Señora y San Joseph, San Isipero que no pertenecían a una dro, San Victorino y otro frontal labrado de lana de colores para orden en propiedad, fue el destino colocarlo en el altar del Señor de la Santa Humildad. de muchas mujeres a lo largo de la Colonia. La representación Más allá del recogimiento interior que el oratorio propiciaba, pictórica de estas mujeres tuvo un para la mujer existía la posibilidad de disponer, manejar, gobernar y valor social significativo: se trataba administrar este espacio y proyectarse a través de él a la sociedad. de resaltar los ideales coloniales, Parte de las acciones propias era mantener e incrementar el culto donde la virtud y la resignación eran parte fundamental. Algunas beatas religioso en la casa, así que el oratorio se utilizaba para realizar las fueron importantes personajes en su diversas oraciones del día. Antes de comer, doña Francisca rezaba el sociedad. Martirio de santa Úrsula oficio menor de la Virgen Nuestra Señora, hasta la hora prima o vís(detalle). Gaspar de Figueroa, siglo xv11. Colección Museo de Arte peras. Después de comer y reposar un rato, acababa de rezar el oficio Colonial. Bogotá. [13] o lo guardaba, según las circunstancias, para más tarde. En las noches, lo frecuente era hacer que los criados rezaran el rosario, y ella los instruía en las oraciones de la Iglesia, adoctrinándolos en la religión y en la buena moral y orientándolos para las confesiones y comuniones. Para esta labor demostró doña Francisca gran paciencia, sosiego y tolerancia, según lo explicaba Gabriel Álvarez, su esposo. Algunas mujeres consideradas virtuosas no acudían a los actos públicos o participaban en ellos de forma discreta y recatada, y mu· chas ni siquiera acudían a la iglesia, ya que podían recogerse en un lugar particular e íntimo como el oratorio: «tenía puesto entredicho a las ventanas a que era rara la vez que fe affomaua, y effa con caufa, o necefsidad, y a tiempos efcufados». La ventana se consideraba un elemento de distracción para una mujer virtuosa; un dicho popular del siglo XVII rezaba: «Las doncellas han de ser, no andariegas ni ventaneras, sino retiradas y modestas». Eran las mujeres quienes disponían, en las fiestas públicas como la celebración del Corpus, los elementos necesarios para participar en la procesión. En el oratorio de la casa de Francisco Estrada y
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Francisca Arias de Monroy figuraban varios doseles de tafetán listado y algunos cuadros que se sacaban a la calle en la fiesta del Corpus y se colocaban sobre la fachada para embellecer el paso del cuerpo de Cristo y de las gentes. Algunos de los doseles los colgaban y otros los ubicaban sobre el frente de las casas con el mismo fin. Otro caso llamativo en torno a esta fiesta es el que protagonizó Francisca de zorrilla, cuyo afecto al culto divino la llevó a sacar cuatro negros de su hacienda para que aprendiesen a tocar chirimías y órgano para el servicio «gracioso» de la iglesia, acompañando al Santísimo Sacramento, todo lo cual lo consiguió con su diligencia 32 •
El telón de la actividad urbana La fachada La fachada de las casas fue telón de las escenas urbanas que necesitaban una perfecta combinación de elementos como portadas, balcones, tiendas y superficies libres para disponer cuadros, paños y aparadores, los cuales se instalaban en los tiempos de fiesta. La puerta de la casa, umbral entre el adentro y el afuera, tenía gran importancia simbólica. Era el elemento más significativo y casi siempre se construía de piedra bajo las normas del arte de la cantería, acordes con las corrientes estéticas del momento. En algunos casos, la portada se decoraba con símbolos heráldicos, como el escudo,. expresión de rango derivada del servicio de armas a la Corona. La ventana era otro elemento característico de la arquitectura de la época. Permitía tener noticias de lo que pasaba en la calle o en la plaza y cumplía la misión de iluminar los interiores. Las ventanas se cubrían con telas enceradas, pieles, cortinas y bastidores con el fin de ocultar los interiores. Eran altas y requerían de poyos. En las casas de dos pisos, muchas veces eran reemplazadas por un balcón.
El balcón El balcón era un articulador del interior de la casa con el exterior la calle o la plaza. No se hacía para ampliar el espacio interior ni para iluminarlo o ventilarlo mejor, sino para que sirviera como una especie de tribuna en los eventos colectivos urbanos. El balcón era «cierto género de corredor pequeño, que sale volado de la pared de las casas, rodeado de balaustres hechos ordinariamente de hierro Ytal vez de piedra o madera, y sirve para asomarse y ver lo qu~ pasa»33• El Cabildo de la ciudad los regulaba y en muchos casos los
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administraba. Los balcones se manejaban como si fueran espacios autónomos que se podían vender o arrendar independientemente de la casa. Por disposición del Estado, las más importantes instituciones de gobierno se ubicaban en la Plaza Mayor de la ciudad; estas sedes, por reglamento, contaban, en el piso superior de la fachada, con un balcón de tales dimensiones que en la mayoría de los casos ocupaba todo el frente de la construcción, encadenándose uno con otro. Lo mismo sucedía en las casas civiles que formaban parte de la plaza, como las propiedades del capitán Martín de Rojas, vecino de Tunja a finales del siglo xv1, las cuales tenían balcones encadenados a lo largo de todo el costado occidental y construidos según licencia El balcón fue uno de .los pocos. otorgada por el Cabildo en 1624, a solicitud de Jerónimo Donato de cios que permitio la relac10n es~:e lo público de la calle y lo Rojas, Alférez Mayor, su hijo. en do de la casa. Solían decorarse Estos balcones eran utilizados en todos los actos públicos y en las pnva . . d .. las festlvida es c!Vlcas y fiestas de la ciudad, principalmente por los hombres que desempeña. b Par.a ·asas, lo que les proporciOna a rel¡gl . b'l' .mportante valor s1m o 1co. easa ban cargos administrativos y eclesiásticos y sus familias. No faltaron uni . Esquma . /1 ada de los v1rreyes. disputas y demandas relacionadas con el irrespeto de los espacios Nieves. Dibujo de Urdaneta, adjudicados a miembros del Gobierno para utilizar las balconadas. 1 ~84 . Papel Periódico Ilustrado, En la práctica, los balcones se asignaban en la ciudad por venta o Bogotá. [I4] arrendamiento. Los balcones los utilizaban personas de importantes cargos públicos. También los propietarios de estos lugares y sus familias disfrutaban de los diferentes espectáculos que desde ellos se divisaban, y no faltaban los problemas de espacio, debido a que no cabían en los claros todos los miembros de la familia y los amigos. ' El balcón de la casa de Sebastián Rodríguez de Trujillo y de su esposa María de la Oliva, ubicada en sitio estratégico frente a la catedral, sobre la Calle Real, esquina a la Plaza Mayor de Santa Fe, fue testigo de procesiones, fiestas. visitas. ejecuciones, encuentros e intercambios. Este matrimonio se distinguía por su condición acomodada y pertenecía a varias cofradías. Tuvo ocho hijos. cuatro hombres y cuatro mujeres. Fue a Ana María de San Joseph. en un principio religiosa del convento de Santa Inés, a quien, por voluntad de sus padres, se le entregó en donación la renta del balcón de la casa, según figura en el testamento 14 . Este dinero contribuiría a una mejor vida para la hija 35 . Seguramente, el balcón prestó un gran servicio a esta familia, pues los padres convivían en la misma casa con las tres hijas casadas, sus esposos y sus hijos, «con intento -según el testamento- de que ahorrazen algo, y por el amor que como padres a hijos que siempre les emos tenido» 36 , dándose lo que hoy en día reconocemos como una familia extendida. Por otro lado, era normal que, cuando se arrendaba una casa Y "''tenia balcón n bakon", en d contmto se "tipnl"a la condicióa ¡
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de dejar para uso del propietario medio balcón o varios claros cuando hubiese fiestas en la ciudad. Esta particularidad del uso no fue exclusiva de los balcones, pues se conocen igualmente referencias a las ventanas en escritos literarios y legales. En las fiestas del Corpus Christi, en Sevilla, las ventanas y Jos balcones ~ran tan estimados por las familias para.participar de los festejos de la cmdad que, en los contratos de arrendamiento, se pactaba la reserva de su uso a favor del arrendador. Esta situación se vivía igualmente en América. La costumbre inducía a los vecinos a embellecer y vestir las fachadas de las casas, al igual que los balcones y las ventanas. Los tapices, las colgaduras de seda, los cuadros, las tarimas de pared a manera de altares, flores y tallas -elementos, todos, vistosos y de gran calidad- hacían lucir la fiesta. El empleo de cuadros sobre las fachadas, principalmente de temas religiosos; se consideraba un acto honroso y casi obligatorio. Pero fue en especial en los sistemas de iluminación en los que se invirtieron grandes recursos tanto de parte de las instituciones del Estado como de los pobladores. Característica de la época era la necesidad de la población de ver la imagen del rey. Este hecho se hace evidente en el informe que presenró, a comienzos del siglo XIX, Manuel Santos sobre las fiestas de la exaltación al trono del monarca Fernando VIL Por alguna circunstancia, los regidores guardaron la efigie del rey, aunque no habían terminado las fiestas. A raíz de este hecho, la población solicitó al señor presidente que colocara el retrato del rey sobre la fachada de la casa del Cabildo, ya que todos querían ver la cara del monarca 37 • Es" tos cuadros fueron muy solicitados en América, ya que era la manera de la gente de reconocer y tener presente a su gobernante. No menos interesante era la costumbre de recrear, para los balcones, toda una iconografía relacionada con el evento de la fiesta. Los planos y el documento que describe la decoración del balcón de la casa del alférez real Josef Diago, ubicada en la Calle Real de la ciudad de Honda, con motivo de la proclamación de Fernando VII en r8o8, dan cuenta de cuán importantes eran estos elementos arquitectónicos en las celebraciones urbanas. El balcón, de grandes dimensiones, tenía nueve claros de largo, cada DIJO de dos y media varas; la decoración mostraba el tejadillo soportado por una serie de cariátides y telamones que representaban d«-s, pintados sobre madera que semejaba mármol azul y blanco. Superpuesta a las zapatas y a la viga corrida se dispuso una tabla en donde se pintó una cenefa con follajes y especies de canastos que a>incidían con las imágenes de los dioses. Sobre el antepecho se colocó un lienzo que imitaba tableros, cuya imagen central represeOO!ha al rey a caballo, alternándose, a lado y lado, con recuadros geomérricos las figuras
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de diosas, genios, cupidos y leones. Hacia el interior de la galería se dispusieron espejos, arañas y candeleros que hacían más visibles no sólo las vistosas pinturas sino también a destacadas personas y familias de la ciudad38 • Este conjunto de colorido e imágenes realizado para el balcón principal se integraba a muchos otros trabajos que elaboraban los artesanos en las fiestas, como eran los tablados de las plazas y el embellecimiento de portadas, arcos, columnas y ventanas 39.
*** Hemos querido orientar esta reflexión hacia los espacios más significativos de la casa, aunque no hemos olvidado que muchos otros lugares de este inmueble nos permitirían completar nuestra visión de su dinámica social. Cada casa, con el tiempo, registró transformaciones, con las que sus propietarios muchas veces intentaban adaptar el espacio a sus necesidades vitales. Pero también, es cierto, buscaban conseguir mayores confort y privacidad.
Notas
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Pablo Rodríguez, Sentimientos r vida familiar en el Nuern Reino de Granada, Bogotá, Ariel Historia, 1997. p. 295. Archivo General de la Nación (AGN). Colonia, Testamentarias de Cundinamarca. t. 3. ff. 410r, 50 IV, 502r. Según se ha podido comprobar en diferentes documentos del AGN. Los ejemplos más claros corresponden a las casas de principales. Rodríguez, op. cit. Real Academia Espariola, Diccionario de autoridades. Madrid, Gredos. 1990. AGN, Colonia, Testamentarias de Cundinamarca, t. 19. 1793, ff. 89.¡H. Ibíd., Temporalidadcs. t. 28, Inventario de los bienes del señor marqués don Jorge Lozano de Peralta, 1787, f. 746v. Véanse los muchos ejemplos con que ilustra su libro Guadalupe González-Hontoria, El arte popular en el ciclo de la vida humana, nacimiento, matrimonio y muerte. Madrid, Testimonio. 1991. Jean Towler y Joan Bramall, Comadronas en la historiar en la sociedad. Barcelona, Masson, 1997, p. 103. Esta costumbre, principalmente, se mantuvo hasta finales del siglo XVII, ya que en el siglo siguiente fue común la presencia del médico o el barbero de la localidad. AGN, Colonia, Notaria Segunda. escribano Joaquín Sánchez, 1775, ff. 477V-478v. Ibíd., Testamentarias de Cundinamarca, t. s, ff. 31r-v, 36r-v. lbíd., Policía, rollo 11. 1770, f 298r. lbíd., Notaría Primera, vol. 41, 1629-IÓJI, f 6v. !bid., Testamentarias de Cundinamarca, t. 39, f. 843r. lbíd., t. J, 1792, f. 407r. Juan B. Ferreres, Los oratorios,. el altar portátil, según/a l'igente disciplina concordada con el no\'Ísimo Sumario de oratorios concedido en la Cruzada-comentario históricocanónico-litúrgico, 2a. ed., Barcelona. Véase también Juan Manuel González Marte!, Casa Museo Lope de Vega. Guía-catálogo, Madrid, 1993. Íd., Compendio de Teología Moral según/a norma del Novísimo Código Canónico acomodado a las disposiciones del derecho español y portugués a los decretos del primer
Concilio Plenario de la América Latina y del Concilio Provincial de Manila y también a /as peculiares leyes civiles de aquellas regiones, 2a. ed., t. 1, Barcelona, Eugenio Subirana Editor Pontificio, 1923, p. 312. 20 AGN, Colonia, Notaría Segunda, vol. 101, 1775, ff. 470r-562r. 21 Virginia Gutiérrez de Pineda y Roberto Pineda Giraldo, Miscegenación y cultura en la Colombia coloniali750-I8Io, t. 1, Bogotá, Colciencias- Universidad de los Andes, 1999· p. 26 !. 22 Enciclopedia Universal Ilustrada, t. 16, Madrid, Espasa-Calpe, 1913, p. 659. 23 Se refiere, por lo general, a una parroquia u obispado de una localidad del que, por alguna circunstancia, se cuestiona ya sea a los religiosos o algún acto de la comunidad que haya ido en contra de los valores de la Iglesia, y cuyo templo y feligreses permanecen en entredicho mientras no se aclare la situación. 24 Agradezco las orientaciones y aclaraciones que, en torno a este tema y a muchos otros, me dio monseñor Juan Miguel Huertas Escallón, quien fue delegado arzobispal para la Catedral Basilica y para el Patrimonio Histórico y Artístico. 25 Véase nota I 8. 26 Ignacio López de Ayala, Concilio de Trento, siglo xvm, Bogotá Biblioteca Nacional de Colombia (BNC), Colección Cuervo, s.f. 27 Como se verá, es posible que estos nirios sirvieran de compañía a doña María Arias de Ugarte. como sustitutos de los hijos que no tuvo. 28 BNC, Sección de Libros Antiguos, Vida ilustre de esclarecidos ejemplos de virtudes de la modestísima y penitente d01ia Antonia de Cabañas. Escribe el confesor. Arzobispado de Santa Fe, 1629. Véase también Pablo Rodríguez, En busca de lo cotidiano: honor, sexo, ,~esta y sociedad, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, Facultad de Ciencias Humanas, 2002. p. 175. 29 Julián Bastidas Urresty, Historia urbana de Pasto, Bogotá, Testimonio, 2000, pp. 80-81. JO A'·>N. Col~nia, Testamentarias de Cundinamarca, t. 2, 1630-1631, ff. 1-369. 31 Gabriel Alvarez de Velasco, De la exemplar vida v mverte dichosa de doña Francisca Zorri/la, Alcalá, Colegio de Santo Tomás, 1661 (libro de la colección de la Casa-Museo del20 de Julio de 1810). p. 131. 32 Ibíd., p. 64. 33 Diccionario de autoridades, ed. facs., vol. 1, t. 1, Madrid, Gredos, 1990, p. 535. 34 AGN, Colonia, Notaría Tercera, vol. 101, 1679-168r, ff. 174r-178v. 35 !bid., f. !75V. 36 Ibíd, f. 178V. 37 lbíd., Milicias y Marina, t. 128, 1728, ff. 187r-I88v. 38 Ramón Gutiérrez. «Notas para una historia de la arquitectura y de la vida social colonial en Honda», Apuntes, 19, mayo de 1982, pp. 10-11. 39 lbíd., pp. 6 y 9·
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Il. Los poderes y la cristiandad
Ante las llamas de la Inquisición Diana L. Ceballos Gómezr
Todo lo que venía de afuera era extraño y movilizaba en Hausen[2] miedo y defensa, casi siempre ambos a la vez. El pueblo era el mundo propio al que se pertenecía, al que se pertenecía también en la medida en que se le conocía interior y exteriormente, sus leyes, sus reglas, su racionalidad. Se era una parte de ese mundo ... Albert Ilien y Utz Jeggle 3 En el mundo español del Antiguo Régimen, siglos xvr, xvn y xvm, el orden político y, por ende, el orden social estaban regidos por una distribución precisa de los poderes y de los cargos, de las competencias, las responsabilidades y las dignidades -honor-. La sociedad estaba jerarquizada de acuerdo con el color de la piel y la procedencia geográfica y familiar -castas-, y esta jerarquización influía, en ocasiones, en la manera como se ejercía la justicia y en las penas y los castigos que se infligían a los condenados. La conquista de América condujo a una creciente estatización de la administración y a concebir las instituciones de una forma operativa, de una manera que podríamos denominar propiamente moderna. Con esta consolidación del Estado moderno, el dominio de lo público se fortaleció y las instituciones, en cabeza de las autoridades monárquicas, comenzaron a ejercer un mayor control sobre la pobla- Palacio de la Inquisición. ción y a tener injerencia en aspectos de la vida social y familiar sobre Cartagena, siglo xvm. [r}
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La Inquisición fue la institución encargada de velar por los asuntos de la fe. Esto significó la instauración de una compleja estructura al servicio de la vigilancia sobre los actos de los individuos, especialmente aquellos que atentaban contra los principios doctrinales de la Iglesia -la blasfemia, el reniego, las diversas formas de herejía-, o comportamientos que contravenían los sacramentos, como la bigamia. Escudo de la Inquisición. Philipp van Limborch, Historia Inquisitionis, 1692, Ámsterdam. [2]
los que no se había podido actuar con vigor durante la Edad Media. Sin duda alguna, este fortalecimiento de lo público se dio gracias ala consolidación de la acción de la justicia y de la judicialización de los conflictos a través de la acción de una red de funcionarios, represen. tantes de la autoridad real, que comenzaron a regular y a controlar asuntos de las vidas de las personas. El caso español es, por lo demás, ejemplar, porque las necesidades administrativas de un imperio tan grande -en el que el sol nunca se ponía- obligaron a consolidar el sistema de una manera más eficaz, por lo que este, sin dejar de ser casuístico -no dejó de proveer de acuerdo con las necesidades, dictando normatividades a medida que se presentaban problemas, nuevas situaciones o nuevas conductas por regular, sin pensar el sistema total previamente como un ideal de reglamentación con la forma de código, tal como lo hace la justicia contemporánea-, sí trató de compilar las normativas para actuar de la misma manera en casos similares. Esto condujo a que muy tempranamente, ya en el siglo XVI, toda persona procesada por la justicia regular, fuera indio, esclavo, mestizo o español, rico o pobre, pudiera contar con la figura de un defensor, aunque careciera de recursos para pagarlo. No obstante, en otros países europeos, el derecho a un defensor de pobres fue una figura tardía. Gobernar, administrar e impartir justicia eran tareas indisociables. Había tres sistemas de justicia independientes que, en ocasiones, cruzaban sus jurisdicciones: la justicia secular, dependiente del rey y de los altos funcionarios de la Corona; la justicia episcopal, que, como su nombre lo indica, estaba a cargo de los obispos y se ocupaba más que todo de asuntos morales, y en la que los procesos se iniciaban por la primera información recogida por los curas párrocos, y la Inquisición, tribunal encargado de los asuntos de fe, que es del que nos ocuparemos aquí. Los funcionarios administrativos eran los encargados de la justicia secular en sus diversas instancias: Real Audiencia y Cancillería, gobernadores, alcaldes y corregidores, pues la separación de poderes en tres ramas independientes -legislativa, ejecutiva y judicial- apenas se llevaría a cabo en el siglo XIX, después de la época de las revoluciones. Tampoco existía una separación de los poderes temporales y seculares, de la Iglesia y el Estado, la cual se daría con la instauración del régimen liberal durante la República; por eso, la Inquisición actuaba como complemento y parte en las funciones del Estado y no como un ente dependiente de la Iglesia. Ya su primera creación en el Medioevo, hacia 1231, se debió a la actuación mancomunada de la Iglesia y el Estado, del papa y el rey, aunque dependiera administrativamente del primero. La Inquisición española no fue una excepción a ello; por el contrario, fue una
ANTE LAS LLAMAS DE LA INQUISICIÓN
·nstitución creada para servir a los intereses del Estado y dependien-
~e de él, no de la Iglesia ni de Roma, como a veces se ha creído.
Hasta la primera mitad del siglo xvm, las poblaciones y, por ende, las comunidades que las conformaban eran pequeñas; más o menos todos se conocían y sabían algo de los demás, de su vida, oficio o filiación familiar. Hablamos de sociedades, en cierta forma, cerradas sobre sí mismas, no porque no estuvieran dispuestas a recibir nuevos habitantes -América era, de hecho, un continente para la inmigración- ni porque no hubiera movilidad de un lugar a otro -son sorprendentes los recorridos que hacían algunas personas en la época; no solamente los blancos con posibilidades económicas, sino que aun la gente del común realizaba periplos de muchos kilómetros dentro y fuera del reino (aunque, evidentemente, como hoy, muchos no se movían de sus lugares de residencia a lo largo de su vida)- sino porque toda persona que llegaba era integrada a las lógicas sociales y pronto su vida y su ser hacían parte de esa comunidad y, por ello, tarde o temprano, terminaba pasando por el dominio de lo público. Aun si trataban de ocultar su vida diaria y doméstica, de hacerla «privada» o «Íntima» -lo deseaban, por ejemplo, los judaizantes-, era altamente probable que, por lo menos quienes vivían en villas, pueblos y ciudades, terminasen en boca de sus vecinos, no solamente en rumores de crítica o chismorreo sobre lo que ocurría de puertas para adentro en las casas; también se hablaba y se acudía a otras características de los vecinos -solidaridad, buen humor, conocimientos, habilidades y destrezas particulares, amabilidad ... - que ayudaban a construir su imagen. Los sectores subalternos estaban más expuestos al «qué dirán» y al chisme, tanto por su cultura, que los inscribía mayormente en el mundo de la oralidad\ como por su forma de vida: espacios más estrechos y, en consecuencia, menos íntimos en sus lugares de trabajo, casas y habitaciones; relaciones parentales de un carácter más cercano a la familia extensa, que implicaban más contacto -incluso, más hacinamiento- y mayor vigilancia por más personas, por lo que también declaraban con mayor facilidad ante las justicias. Como mostré en otro lugar5, un buen número de las mujeres de los sectores altos estaban generalmente inscritas en registros culturales que podríamos denominar populares y alejados de los límites, la discreción y el autocontrol propios de la cultura letrada masculina de la época; esta situación las hacía más cercanas, a través del rumor, a los circuitos de construcción de las acusaciones y de los reos y, por lo mismo, las ponía más a merced de la justicia. Los momentos de socialización giraban en torno a la conversación y, en los sectores subalternos, esta se refería al mundo familiar Ydoméstico, al acontecer del día, al chisme, al cotilleo. Los sectores
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letrados se circunscribían casi exclusivamente a los blancos de «ca. lidad» -dones- o a los blancos educados -abogados, teólogos, médicos ...-, con una mayor conciencia de sí y de la necesidad de un espacio ajeno a las miradas de los otros y reñido, frecuentemente, con la locuacidad de sus mujeres. Aunque los hombres blancos de honor y peculio trataran de sustraerse a la comidilla y guardar la discreción, bien por su interés en mantener su vida de puertas para adentro o bien por intereses de sigilo sobre aspectos que los pudieran perjudicar -como era el caso de los judaizantes6, los contrabandis. tas, los bígamos, los que poseían libros y objetos prohibidos, los cu. ras solicitantes ...-, el engranaje social de una comunidad altamente jerarquizada hacía casi imposible el secreto. En las casas de ricos y poderosos pululaban personas destinadas a labores de servicio, frecuentemente pertenecientes a las castas, con cultura y costum. bres diferentes a las de sus amos o jefes -cuando no hablaban otros idiomas-: esclavos de servicio, frecuentemente mulatos -por tanto, mestizos culturales en alguna medida-; indios, blancos pobres, empleados y miembros de las clientelas que gravitaban alrededor de las personas de posición. Así, cuando el cirujano mulato Diego López, curioso por los chismorreos de su amante, la esclava Rufina, sobre los judíos portugueses de Cartagena, decidió ir a casa de Juan Rodríguez Mesa para hacer unas compras, se encontró con el deseo y la necesidad de privacidad de sus habitantes. Halló sentado en las escalas, leyendo un libro, «al portugués de las narices grandes, blanco de rostro, pequeño de cuerpo», quien, al verlo, escondió aquel debajo de un faldón. Mientras
En la mayoría de procesos llevados a cabo por la Inquisición de Cartagena, se encontraban involucrados esclavos. Sin embargo, generalmente detrás de estos aparecían sus amos, para quienes se hacían los «trabajos» y los «filtros». Los procesos inquisitoriales permiten visibilizar estas cercanas relaciones, que en cierta medida ponen en entredicho la manera como se han interpretado las separaciones sociales y étnicas coloniales. Aún en el siglo XIX las relaciones entre esclavos y sus señoras eran bastante fluidas. Dama con esclava, Manuel María Paz, 1853- Comisión Corográfica. Colección Biblioteca Nacional de Colombia, Bogotá. [3]
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López esperaba en el patio para ser atendido, el hombre de las naris grandes fue llamado y dejó el libro en el corredor. Diego, fisgón, ~emó el libro con una mano, lo abrió «y vio que el principio de él d~oía Recopilación de la Biblia». En ese momento salió el hermano de Rodríguez y, viendo que López estaba mirando el libro, «con gran celeración y enojo cogió el[ ... ] libro y se lo pasó debajo del brazo, · ~ñendo con el [... ] mozo de las narices largas». Con los gritos «se alborotaron todos y Rodríguez Mesa, diciendo que los hombres venían a ver lo que había en las casas ajenas y no a sus negocios», se refirió al cirujano y tácitamente criticó su comportamiento poco masculino. Con mucho enfado dio «a entender que le había pesado de que este hubiese visto el [... ] libro». Posteriormente, acudió Bias de Paz, amigo del mulato, a interrogarlo sobre cuanto había leído y le pidió que bajase al patio, porque «no querían estos hombres que nadie viese sus cuentas [... ] dando con esto a entender a este que era libro donde estaban armadas cuentas». López, interrogado por el señor inquisidor, respondió que, por lo que había visto y por lo que le había contado Rufina, creía que Bias de Paz -su amigo- y Juan Rodríguez Mesa, el «hermano y el de las narices largas son judíos judaizantes, observantes de la ley de Moisés y por tales los tiene» 7• Y es que, en la época, la noción de población estaba indisolublemente ligada a la idea de comunidad, de vida en común, con el sentido pleno de unión, juntura, solidaridad, cercanía, mezcla, dependencia, etc., de este término. El control, la vigilancia y el mantenimiento del orden eran tareas acometidas por todos, a través de los postigos y los visillos de las ventanas o en las calles y la plaza pública. La policía, en su acepción original -la labor de conservar el orden y respetar las leyes, ordenanzas y provisiones expedidas para garantizar el buen g9bierno 8- , era ejercida por todos los miembros de la sociedad de manera individual y colectiva; no era una tarea delegada al Estado en general como ente responsable del ámbito de lo público o a unos funcionarios específicos, miembros de una institución organizada como cuerpo -armado o no- y destinados al ejercicio del control y de la represión de las conductas prohibidas. Aunque en el Nuevo Reino de Granada (Colombia) los alcaldes ordinarios y pedáneos, el Cabildo y los funcionarios de las gobernaciones o de las milicias ejercían control y vigilancia, habría que esperar hasta el siglo x1x 9para que se concibieran la institución y la noción de policía no como el orden general -cómo vivir adecuadamente y de manera avenida en comunidad-, sino como un grupo de personas con funciones precisas. Por esta razón, llegado el caso, la mayoría de las personas estaban prestas a declarar; de esta manera, contribuían a mantener el orden general y a guardar el equilibrio del
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sistema, o ~lo que es lo mismo~ cumplían una función dentro del engranaje social. La idea de quién era una persona, las representaciones de sí y de los otros, un poco eso que hoy llamamos «personalidad», se cons. truía igualmente de forma colectiva, comunitaria, en la relación con los vecinos, los parientes y las autoridades, y, en ocasiones, se transformaba o se consolidaba en la interacción social que gravitaba alrededor de una actuación de la justicia o de las autoridades, trans. formando la fama y hasta el honor de una persona. En esa época, la representación colectiva era la que determinaba los roles de los miembros de la comunidad y, hasta cierto punto, las interacciones sociales en los sitios públicos de encuentro ~calles, plazas, mercados y pulperías, iglesia ... ~, ya que aquello por lo que uno era tenido y reputado, la «pública voz y fama», determinaba lo que se era socialmente. La imagen de cada cual se construía a través de los demás y se fijaba por medio de mecanismos como el «qué dirám>, el rumor y la comidilla en generaJI 0• La sociedad se regulaba colectivamente y el control social y el funcionamiento de los aparatos de justicia también se ejercían de forma colectiva; tareas y acciones que hoy consideramos privadas, individuales o íntimas hacían parte en esa época de las cosas que se realizaban colectivamente o que, por lo menos, si no eran tan públicas tampoco eran tan privadas, puesto que no había pudor o recato porque alguien las presenciara o las escuchara. Los conceptos de intimidad, vida privada e individualidad, tal como los concebimos hoy, no existían, así que una imagen privada, individual y personal de sí mismo tampoco era tan claramente diferenciable del concepto que los demás tenían, no porque las personas fueran incapaces de pensarse a sí mismas de una manera diferente y propia ni porque los reos inocentes acusados por la justicia inquisitorial, secular o episcopal no supieran decir si eran culpables o inocentes ~si habían cometido o no los hechos reales o imaginarios de los que se los acusaba, por ejemplo, ser brujas o judaizantes~ sino porque la imagen que los demás se representaban de la persona en cuestión, la imagen que el grupo tenía de ella y las correspondientes declaraciones que se hacían en los espacios públicos, en los corrillos, en las visitas o en los tribunales ~es decir, la imagen social~, era la que en última instancia tenía un valor y un peso real en las relaciones interperso· na les y colectivas. Por ello, en los juicios criminales, no todos habían sido testigos presenciales de los hechos, muchos declaraban de oídas, pues lo que se oía, lo que todos repetían, era lo que se tomaba por cierto. Se trataba de una sociedad en la que la importancia de las formas verbales de comunicación iba en detrimento de las escritas; por eso, la declaración «de oídas>> tenía en ella un gran valor.
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Generalmente, las denuncias ante la Inquisición eran de carácter anónimo. El acusado nunca sabía quién lo había denunciado y pocas veces se conocían las razones por las cuales era detenido. Todo el sistema de audiencias e interrogatorios estaba totalmente compartimentado, y el individuo debía asumir su defensa en difíciles condiciones. La audiencia. Genaro del Valle, Anales de la Inquisición, 1868, Madrid. [4]
Durante los juicios, las declaraciones de los diferentes testigos se asemejaban porque existía una fuerte memoria oral colectiva. Ahí radica el encanto de la cultura oral: puede vivir de las palabras o de las imágenes. Todos pueden repetir, de la misma forma y con las mismas palabras, lo que oyeron contar alguna vez. Lo que se oía se grababa fijamente en la memoria y permanecía. Por ello, los rumores y lo que se decía en el pueblo terminaban siendo repetidos por todos con precisión y se tomaban como verdaderos y como motivos, razones y verdades para levantarle un proceso a alguien o para presentar una acusación en contra de otro. En una sociedad de palabras, lo que se dice y se tiene por general ostenta el carácter de verdad. Claro, que, frente a la Inquisición, muchos de los comportamientos corrientes o socialmente adecuados se transformaban y las declaraciones de los reos estaban influidas por otros factores, como veremos. En los procesos criminales, seculares o inquisitoriales se pueden conocer aspectos de la vida de las gentes que no nos es posible seguir en otro tipo de documentación histórica: por ejemplo, si la gente corriente leía y escribía, si sólo firmaba o era analfabeta y a veces cuándo alguien había aprendido a hacerlo; cómo era la di;tribució~ de los interiores de las casas; e incluso aspectos claramente íntimos para nosotros, como si alguien estaba en determinado momento en la bacinilla o discutía acaloradamente con alguna persona. Sabemos, por ejemplo, que Lorenzana de Ace reto, esposa del escribano de Cartagena Andrés del Campo y sentenciada en el primer auto de fe que se realizó en esa ciudad (r6r4), aprendió a leer ya adulta; también sabemos quiénes vivían en su casa: miembros de la familia, esclavos del servicio y miembros de esa especie de clientela que gravitaba alrededor de la gente de calidad y que, frecuentemente, vivía con ellos, como, en este caso, algunos escribientes y personal del escribano
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don Andrés. Gracias a las descripciones que constan en su proceso podemos realizar un plano mental aproximado de cómo era su e~ y dónde estaban localizadas las habitaciones de todas estas personas y reconstruir aspectos de su vida familiar y de las dificultades que ell~ tenía con su marido y con otras personas que vivían, dormían y c0• mían en su casa, como el oficial escribiente Juan Pacheco, que quería bajar a pasar la noche con su esclava Catalina Julofa, en quien ya tenía una hija mulata, y que, porque doña Lorezana se lo impedía, la «revolvió» contra su marido, y ella tuvo mucha pesadumbre con él y este incluso trató de matarla. Esto es lo que hace de las causas criminales un espacio privilegiado para el estudio de la sociedad y de la cultura. Más que analizar la vida privada con el sentido de intimidad que le damos hoy, la documentación judicial nos permite acercarnos a aspectos de la vida doméstica y de las relaciones interpersonales que hoy calificaríamos de privados. Y es que la noción de intimidad, de privacidad, está íntimamente ligada a la noción de individuación, de concienéia de sí separada de la concepción colectiva, de la oralidad y de la interacción con los demás, conciencia que se ampliaría de forma paulatina y creciente a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, paralelamente a la consolidación de una cultura letrada y escrita y a la expansión y generalización de los procesos de alfabetización. Era precisamente la falta de una noción de intimidad ya bien configurada lo que les permitía a las personas presentarse ante un juez, laico o inquisidor. y describir aspectos de la vida que hoy guardamos para nosotros. La costumbre de contar lo que sucede, propia de una cultura oral y analfabeta en su gran mayoría, devela y hace públicos conflictos familiares -maritales, filiales, amorosos, laborales, de castas ...-, pero también nos informa sobre las convicciones -como la fe en una religión Óla creencia en la magia- o sobre funciones fisiológicas como dormir, orinar o defecar, a las que, paulatinamente, la modernidad confinaría al ámbito de lo íntimo pero que entonces se realizaban sin recato en presencia de otras personas. El proceso inquisitorial mismo y los procedimientos penales que lo acompañaban -voto de sigilo, desconocimiento del curso del proceso durante la mayor parte del mismo, incomunicación con el mundo exterior, confinamiento en las cárceles del secreto y amenazas y admoniciones de los inquisidores- se constituían para el reo en una confrontación consigo mismo, en una «condena» a la intimidad, a estar solo durante meses, callado la mayor parte del tiempo, en celdas húmedas y poco iluminadas, «perfumadas» con los olores de los desechos del cuerpo, pensándose y confrontando su vida, preocupado por encontrar una clave en su acusación que le permitiera rendir la declaración que los señores inquisidores esperaban y le abriera las
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uertas a una posible salida a la luz exterior. Esta confrontación, que
~e daba en un lugar tan particular e inhóspito, era, para muchos -so-
bre todo, para el vulgo-, una situación nueva, pues, a pesar de que ciertas tradiciones ascéticas o místicas ya habían promovido en estas tierras prácticas como el eremitismo 11 , en general los procesos de «mirada interior» serían posteriores e hijos del individualismo y, más fuertemente, del romanticismo 12 , por lo cual la mayoría de las personas era ajena a ellos en los países católicos de América. De hecho, la Reforma protestante, con sus ideas de responsabilidad individual y de piedad interior, sentaría fuertes bases para este proceso de individuación moderno, sobre todo después del primer período, conocido como «de confesionalización» -el de las guerras de religión-, que dio paso a un período «de secularización», en el que se consolidaron las estructuras jurídicas -por ejemplo, respecto del matrimonio- y filosóficas de los que hoy son los países protestantes. Taxativamente podríamos afirmar que había, por lo menos, tres excepciones a este pensar y sentir inscrito en la oralidad, «barroco» -por ponerle algún nombre-: los protestantes, los judaizantes y Jos letrados. En efecto, buena parte de los hombres pertenecientes a Jos dos primeros grupos sabía leer y leía textos sagrados. Estos hombres eran poco dados tanto a declarar prestamente ante las autoridades como a prestarse a intrigas o chismorreos y deseaban, con frecuencia, escapar a las habladurías de los demás. Pero durante el siglo xvn -el siglo de actividad efectiva del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición de Cartagena de Indias-, el Nuevo Reino estaba lejos de estos procesos de interiorización y todavía muy, atado a una piedad barroca que permitía y disfrutaba de los signos exteriores del ritual: el incienso, los cantos, los cuadros y las figuras de los santos, las vírgenes y los mártires. Esta piedad estaba indisolublemente ligada a la cultura y a una sociedad atravesada por la oralidad y, en consecuencia, llena de «correveidiles», con su falta de vida íntima e interior y su incapacidad de estar consigo mismos. Toda esta simbología y escenificación barrocas aparecían, para el caso de la Inquisición, en el momento final del auto de fe, cuando se leían públicamente las sentencias de los condenados y los reos eran o reconciliados con Dios, con la comunidad y con la Iglesia -caso en el que, por lo tanto, sobrevivían 13 - o condenados a muerte; el resto del proceso permanecía en secreto y se realizaba a puerta cerrada en el Palacio de la Inquisición, localizado en la actual Plaza de Bolívar de Cartagena, donde aún hoy se levanta el edificio. El tribunal tenía, en teoría, jurisdicción únicamente sobre los cristianos, pero las conversiones forzadas y la cristianización obligada o inducida a través de la evangelización la extendieron pronto a Uli. grupo amplio de culturas y de religiones, en el que estaban los ju-
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La teatralidad de los autos de fe. su carácter colectivo y ejemplarizante, tuvo un impacto profundo en la sociedad colonial. Tras el acto de juzgar existía una deliberada intencionalidad de atemonzar y amedrenta~, para lo cual la exhibición publica de los reos, cada uno con símbolos que delataban su delito, la lectura de su condena y la procesión, convertían lo privado en hecho público. Este sistema pum!ivo implementado buscaba disuadir por el temor. Un auto de fe en el pueblo de San Bartolomé Otzolotepec (detalle). Anónimo, 1716. C?lección Museo Nacional de Arte, Mex1co D. F. (5)
díos 14 .los musulmanes y las diversas etnias africanas esclavizadas 1i. Estos grupos eran supremamente vulnerables ante la Inquisición, tanto por su desconocimiento de aspectos rituales de la nueva fe y de la cultura a ella ligada como por la imposibilidad de abandonar completamente los antiguos usos y costumbres. Los delitos sobre los que el Santo Oficio tenía jurisdicción tenían que ver con asuntos que hoy consideramos propios de la esfera privada. del ámbito de las creencias. y se pueden dividir en dos grupos: los comprendidos dentro de la categoría de herejía -proposiciones heréticas, erróneas. temerarias o escandalosas- y los comprendidos dentro de los resabios de herejía: apostasía de la fe, apostasía de la religión en determinadas circunstancias 16 , blasfemias heréticas. cismas, adivinanzas y hechicerías, invocación de demonios. brujerías. recitación de ensalmos, astrología judiciaria y quiromancia. y los delitos que cometían los no sacerdotes que celebraban misa y confesaban, los confesores solicitantes17, los clérigos que contraían matrimonio, los bígamos, los sodomitas, los menospreciadores de campanas, los quebrantadores de cédulas de excomunión, los que quedaban en excomunión por un año, los quebrantadores de ayuno y los que no cumplían con la Pascua, los que tomaban en la comunión muchas hostias y partículas, los que discutían sobre casos prohibidos, los fautores, defensores y recibidores de herejes, y los magistrados que decretaban algo que impidiese la jurisdicción inquisitorial.
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Esta tipificación de los delitos atenta, a nuestros ojos de hoy, contra las libertades individuales, y, por supuesto, no los consideramos exactamente delitos, pues actualmente cada quien es libre de tener las preferencias sexuales y las creencias religiosas o supersticiosas que a bien ten~a •. de blasfe~ar, de sostener cualq~i.er teoría o planteamiento teolog1co o filosofico -aunque no pohtJco- y de cambiar de pareja, aun si se ha casado; ahora rara vez ayunamos; si nos place, no vamos a misa y no hay un tribunal que nos pueda apresar por ello; ~~alqui~ra se puede hace~ ?redic.ador o formar una secta; la excomumon no tiene valor de sancwn social, y los agentes del Estado están por encima de cualquier prelado o eclesiástico. Eso sí: los clérigos siguen sin poder contraer matrimonio, el acoso sexual es, por fortuna, cada vez más perseguido, aunque la discriminación sigue existiendo y ha tomado otras formas. El Tribunal del Santo Oficio de Cartagena de Indias inició funciones en I6I0 18 y tenía jurisdicción sobre las actuales repúblicas de Colombia, Ecuador, Venezuela y Panamá y las islas del Caribe, pero su alcance efectivo no traspasaba generalmente las regiones cercanas y los territorios del Caribe circundantes, es decir, los que se encontraban en la línea de navegación de la carrera de galeones: Cartagena, Panamá, Portobelo, Cuba y Santo Domingo, principalmente, y, a veces, Puerto Rico y Venezuela. Los agentes inquisitoriales vigilaban los puertos y ciudades fronterizos, por ser lugares de entrada de las ideas y creencias que atentaban contra la fe, bien en forma de libros, bien en forma de personas -judaizantes, musulmanes, heréticos, protestantes, descreídos o iluminados; brujos, ' hechiceros y nigromantes; bígamos y solicitantes-. Por esta razón, el tribunal del Nuevo Reino de Granada se estableció en Cartagena de Indias, un puerto, y no en la provincial capital Santa Fe, perdida y aislada en los Andes. La Inquisición española fue creada en I478, mediante la bula Exigit sincerae devotionis affectus, por el papa Sixto IV, con unas características muy particulares que la diferenciaban de su antecesora, la Inquisición medieval, y de su contemporánea, la Inquisición italiana. Se le conoce como Inquisición moderna. Tenía una clara vocación política, de colaboración con el ordenamiento del Estado monárquico, en proceso de fortalecimiento en esa época; aunque su fin primero era conservar la pureza de la fe, estaba al servicio de la Corona. La Inquisición española dependía del rey y no del papa y, finalmente, era autónoma en los asuntos religiosos, porque ante el rey sólo rendía cuentas financieras, debido a que un tercio de los ingresos del tribunal, provenientes de los decomisos de bienes a los reos, le correspondían al monarca.
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Fragmento de un proceso contra Juan López da Silva, de origen portugués, quien había pasado cerca de cinco años en la cárcel, antes de serie aceptada su defensa. Siglo xvn, Archivo General de Indias, Sevilla. [6]
La Inquisición española era presidida por un inquisidor genetaJ -quien era nombrado por el rey y ratificado por el papa- y por el Consejo de la Suprema y General Inquisición; ambos contaban con gran autonomía administrativa y judicial. Tenía sus propios tribuna. les de distrito -llegó a tener veintiuno, esparcidos por buena parte del territorio del Imperio, si bien la mayoría estaban localizados en la península Ibérica-, sus propias cárceles y sus propias casas de penitencia, así como su propio método de interrogación, la inquisi. tio, procedimiento mediante el cual no había obligación de demanda de parte -procedimiento acusatorio-; es decir, no era necesario que alguien se acercara a presentar una acusación formal para poder comenzar el proceso criminal y levantar la cabeza del sumario. Los inquisidores y su red de comisarios y familiares debían indagar, «in. quirir» por sí mismos y buscar a los posibles culpables de desvíos de la ortodoxia cristiana. Inquisitio también hace referencia a la forma de interrogar, al interrogatorio dirigido, en el que, de cierta manera, se guiaba al acusado en las respuestas, dado que supuestamente el proceso se iniciaba sólo cuando se contaba con suficientes indicios de la culpabilidad del reo -lo que implicaba la no presunción de inocencia, que sí se puede dar en el procedimiento acusatorio-. Y digo «supuestamente» porque la Inquisición se ocupaba en Carta. gena, precisamente, de un buen número de delitos que podríamos llamar imaginarios, como son la brujería, con sus juntas «criminales» -los aquelarres- y los supuestos tratos ilícitos con el demonio -sodomía incluida-. El inquisidor general nombraba a los inquisidores y presidía el consejo. El Consejo de la Suprema y General Inquisición, conocido como «Suprema» a secas, recibía las apelaciones y supervisaba el cumplimiento de las regulaciones, normas y leyes, recibía y respondía las dudas de los inquisidores de distrito, vigilaba que sus funcionarios cumplieran el procedimiento penal establecido y que no cometieran abusos y, además, distribuía el presupuesto. Solici· taba el envío de copias completas de las actas y de los procesos, que eran leídos cuidadosamente con el fin de corregir y controlar las actuaciones de los tribunales locales -que, en el caso de Cartagena, eran con frecuencia erróneas-. Así mismo, programaba visitas de inspección a los tribunales de provincia. La Suprema recibía quejas -que podían ser anónimas- sobre la actuación o los abusos come· ti dos por sus miembros. En suma, estaba ahí para controlar las fallas del sistema, tal como lo hace en la actualidad la Corte Suprema de Justicia. Para el caso del Caribe, son importantes los papeles por ella almacenados, porque, por un lado, dado que el archivo del tribunal de Cartagena desapareció, nos permiten conocer casos que fueron enviados para consulta o por apelación y, por otro, nos dejan acercar·
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fi0S a aspectos de la vida q~e no sería po~ible conocer en un proceso
rogular, como el honor perdido y la necesidad de apelar para resarcirlo. La Suprema trat~b~ de actuar de una forma más equilibrada; no estaba conformada umcamente por hombres de edad avanzada, pues muchos eran jóvenes; sus miembros, eclesiásticos, eran parte de la intelligentsia española y hacían carrera en la administración. Los tribunales de distrito tenían dos o tres inquisidores -uno único sólo en caso de falta de posesión de una vacante-, dos en tribunales de menor rango, como el de Cartagena de Indias. La Inquisición dispon~a de _u~a red de informa~tes -comisarios y familiares- que debmn vigilar el comportamiento de la comunidad. El cargo de comisario de distrito estaba, generalmente, en cabeza de los curas párrocos, que eran asistidos por un notario y por familiares en ciertas jurisdicciones pobladas. Para ingresar al servicio de la Inquisición se hacía necesario comprobar la «limpieza de sangre» del pretendiente y su cónyuge; es decir, demostrar, mediante un costoso certificado, que eran «cristianos viejos» y que en varias generaciones no se tenían antecedentes heréticos o infieles en ninguna de las dos familias -no ser descendientes de judíos, árabes, indígenas o negros africanos, algo difícil en América y aun en España-. No obstante, a los pretendientes no se les examinaba con tanto rigor en América como en España la condición de cristiano viejo. El Nuevo Reino de Granada era un inmenso territorio de baja densidad demográfica, alto mestizaje, buen número de miembros de las castas -lo que implicaba que muchas personas no podían certificar su limpieza de sangre- y muy poca tradición inquisitorial, en el cual las redes , de familiares eran casi inexistentes. Esta limpieza de sangre, con la respectiva presentación de certificados probatorios, era alegada también por las personas de calidad al presentar apelaciones para resarcir su honor. El éxito de la organización administrativa de la Inquisición radicaba en la capacidad de cubrir la mayor parte posible de territorio con una vasta red de información y acatando el voto de sigilo; o lo que es lo mismo, su éxito se basaba en sus estrategias de manejo de la información. Todos los empleados del Santo Oficio estaban obligados al voto de sigilo. A acusados y testigos se les solicitaba igualmente, mantener en secreto -sigilo- todo lo tratado ante su~ tribunales, so pena de ser castigados por su violación del voto. Durante meses, los reos eran confinados, incomunicados y, en condiciones ideales, aislados de otros presos. Sin embargo, en Cartagena lo común era que los reos se comunicaran, y se dio incluso el caso de ~ue acusados en una misma causa acordaran declaraciones parecidas para convencer a los inquisidores de que decían verdad y lograr la pronta salida al auto de fe y la reconciliación; es decir, pata
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salvar la vida siendo sentenciados a las penas acordadas. A los de. nunciantes se les garantizaba que su nombre no se daría a conocer y, en efecto, estos nombres no aparecen en Jos procesos. Todos lo; registros y papeles inquisitoriales tenían también carácter secreto y no eran accesibles a personas diferentes a los inquisidores y los se. cretarios de los tribunales. Los procesos se prolongaban uno, dos o tres aiios, a veces incluso más. Durante ese tiempo no se volvía a saber nada del acusado, debj. do a que en las cárceles secretas los prisioneros quedaban aislados de sus conocidos y parientes y sólo tenían contacto con los compañeros de celda, si no estaban solos en ella. Si el preso provenía de otro lugar y no tenía conocidos o amigos en la ciudad sede del tribunaL quedaba realmente fuera de todo vínculo con el mundo exterior. En Cartagena de Indias, a veces, les resultaba posible a las personas con contactos en el lugar hacer llegar una boleta. carta o recado a alguien, bien a través de un esclavo que recogiera el mensaje por las troneras enrejadas de la cárcel o porque algún funcionario se hiciese el de la vista gorda. Por supuesto, romper esta estructura de control no era fácil, y en otros tribunales transgredir el orden resultaba más difícil que en Cartagena. Cada prisionero debía asegurar su sostenimiento a lo largo de la duración del proceso, y esta era una de las funciones de la confiscación de bienes 19• Los prisioneros que cumpl ian penitencias fuera de las cárceles, en hospitales. al servicio de las ciudades o en galeras, trabajaban a cambio de su mantenimiento, y a los que estaban recluidos en las casas de penitencia del Santo Oficio se les permitía salir a trabajar para devengar su manutención. Veamos, entonces, cómo era la actuación de la Inquisición y cuáles eran las actitudes contradictorias que producía en sus acusados, pues el procedimiento penal utilizado provocaba que, con frecuencia, los reos declararan historias de su propia vida o de la de sus parientes, conocidos o amigos, en su afán de encontrar la declaración que satisficiera al señor inquisidor, violando vínculos de afecto que bajo otras circunstancias se habrían respetado y no habrían sido mancillados por una declaración inculpadora, por una delación. Uno de los factores que más empujaba a los presos a hablar, aun sin verdad, eran las largas permanencias en silencio. entremezcladas con los intermitentes encuentros de amenazas y promesas de los inquisidores, que finalmente se constituían en una forma de ablandamiento, de confrontación con los recuerdos y de presión a la memoria, porque en algunos casos. como los de brujería, hechicería y tratos con el demonio, podía dar paso libre a la imaginación. a veces rayando en la mitomanía, como ocurrió con Paula de Eguiluz, cuyo tercer proceso, habiéndose iniciado el primero en 1623, todavía no
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había concluido en 163620. En otros casos, como los de los judaizantes, se solía usar más el tormento, por lo que también se podían lograr confesiones más «exp~ditas»: aun.q~e no neces~riamente más verídicas, pues, como los mismos mqulSldores mamfestaban, bajo dolor extremo se pueden afirmar muchas cosas. El proceso de Lorenzana de Acereto, por ejemplo, se prolongó entre r6IO, año en que se tomaron los primeros testimonios, y 1614, año en que su marido, Andrés del Campo -escribano de Cartagena- y sus hijos presentaron apelación a la Suprema, con el fin de restituir su honor y los bienes perdidos -cuatro mil ducados de oro en barras, que fueron depositados en el arca triclave del tribunaJ21-; estuvo presa e incomunicada desde el 15 de enero hasta el primero de octubre de r613, día en que aceptó su sentencia en un auto particular de fe realizado en la capilla del Santo Oficio, en el que escuchó misa en forma de penitente -es decir, vestida con un sambenito22, Tormento de rueda. Nuño sin su ropa de doña, con una vela en la mano, que debía entregarle Gonzálvez. Genaro del Valle, Anales al padre celebrante de la misa, de rodillas y con una gran pérdida de la Inquisición, 1868, Madrid. [7] para su honor, a pesar de no haber sido público-, y luego pasó a la sala de la audiencia a recibir la reprensión a la que fue condenada, para recibir posteriormente el destierro de Cartagena por dos años. Había sido acusada de prácticas mágicas, pero en el tribunal terminaría recibiendo el cargo de brujería, que llevaba implícitos tratos ilícitos con el demonio o pacto con él. Era joven y había acudido a la magia amorosa porque la relación con su marido era difícil: él se emborrachaba y se ponía agresivo, además de que era mucho mayor que ella -27 años contra 53-, razón por la cual doña Lorenzana , había puesto los ojos en el sargento mayor de Cartagena de Indias Francisco de Santander, encargado de la plaza fuerte y de las galeras y hombre que despertaba todas sus pasiones, hasta el punto de arriesgar su posición familiar y social, involucrando a otras blancas de calidad en sus prácticas, a sus esclavas y al mulato Juan Lorenzo, esclavo de un cura y, al parecer, poseedor de gran conocimiento en la hechicería amatoria 23 , tan practicada en América y España. El juicio de Elena de la Cruz 24, acusada como una de las actrices principales de la conjuración de brujas de Tolú, fue más prolongado ymás penoso, dada su enfermedad, «tan prolijiosa de calor y mal de orina, llagada de las partes bajas», en consideración a la cual fue instalada en la cárcel de familiares en compañía de una negra esclava suya, con el fin de que la sirviese en los permanentes lavados y curas que necesitaba 25 . Las indagaciones comenzaron en abril de 163r; la orden de prisión, con secuestro de bienes muebles y raíces y de trasl~do a Cartagena con una «cama de ropa», vestidos y ropa blanca, se dw en mayo de 1633, y siete días después ella hacía su entrada a la cárcel; en febrero de 1634 se dictó sentencia; el 26 de marzo de ese
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año salió reconciliada en auto público de fe en la Catedral de Car. tagena y dos días más tarde dejó la cárcel. En enero de 1636 llegó a Madrid la solicitud de apelación a la Suprema y en octubre de 1639, ya difunta, todavía no se había tomado una decisión final porque no se habían recibido todos los papeles desde Cartagena, con todos los costos y dificultades que esto representaba para las familias. Otro punto en el que se podía ver la interacción de los ámbi. tos público y privado era el procedimiento penal mismo, cómo la posición social, cultural y étnica que se tenía en la esfera personal determinaba o influía en el curso que podía tomar una ac.·sación ante las justicias, seculares o inquisitoriales, y su posible desen!a. ce. Esquemáticamente podríamos decir que el proceso inquisitorial tenía varios pasos -forma de proceder que se seguía casi sin excepción- y que frecuentemente inducía a respuestas e implicaba conductas precisas por parte de los acusados, dentro de una lógica de la autoimplicación y la delación, muy propia de una religión y una cultura sin una ética laica, que se recreaban en la culpa y en la actuación bajo la presión y la manipulación del miedo: el miedo a las llamas del infierno y del purgatorio y a los espantos, las brujas, los fantasmas, las ánimas ... La primera fase se centraba en la recopilación de información; en ella se recibían testimonios y se hacían investigaciones con el fin de concluir si se contaba con suficientes indicios para inculpar a los sospechosos. Si ocurría así, se pasaba a la segunda fase: se emitía el mandamiento de prisión, se apresaba al reo, confiscándole los bienes, y se realizaba la entrada a la cárcel, momento que iba acompañado de un ritual que hoy llamaríamos «policivo», pues se levantaba acta de las pertenencias con que entraba el acusado. Una vez detenido, comenzaban los «ablandamientos», pues no siempre se realizaban con prontitud las tres audiencias preliminares y obligatorias -tercera fase presente en todo proceso inquisitorial-, con sus respectivas «moniciones», advertencias en las que se informaba que, si se cooperaba con la indagación y había arrepentimiento, se obraría con misericordia. Aquí, además del discurso sobre la vida, que proporcionaba a los jueces -y a nosotros- información personal, social y familiar, se preguntaba al reo si conocía la razón de su prisión, punto en el cual comenzaba la confrontación de este consigo mismo, con sus temores y sus expectativas, mientras espulgaba su memoria tratando de encontrar el motivo de la inculpación, los pequeños deslices, las palabras sueltas y pronunciadas ante personas no confiables o en espacios públicos, la participación en fiestas o celebraciones no permitidas por esa sociedad tan controladora de las conductas de las personas, y trataba de identificar a los delatores-acusadores, sobre todo entre los practicantes de otros cultos. ¿Quién habría podido es-
piar algu~a con~ucta, práctica o ritu~l que era necesario esconder? La rnayona decm no conocer el motivo de su apresamiento en las cárceles secretas o en las comunes. Sin embargo, esta primera parte del procedimiento, informativa, solía correr sin muchas confesiones privada~ ni.grandes presi~n~s: La sigUiente parte se m1c!aba con la acusación, y entonces era cuando el procedimiento inquisitorial tomaba su fonna de interrogatorio diri~ido. El acusado ya había pasado un tiempo en la cárcel y había temdo por lo menos tres encuentros con los inquisidores. Hacía su entrada el promotor fiscal del Santo Oficio, quien había elaborado una acusación con la información recogida por el tribunal, que le era leída al reo en la sala de audiencias. En ese momento, el acusado se enteraba de las razones por las cuales se hallaba en la cárcel y comenzaba, generalmente, a «cantar» y a contar historias, falsas y verdaderas, privadas y públicas, que ratificaban las acusaciones presentadas por el fiscal. Evidentemente, no siempre sucedía así, pero las primeras audiencias y las repetidas admonic;iones de los inquisidores le enseñaban a un reo despierto que declarar era la mejor salida. Los inquisidores prometían obrar con clemencia con el buen «confitente», porque la Inquisición funcionaba con la lógica de la confesión católica: quien confesaba y se arrepentía salía reconciliado, vivo y con posibilidades de movilidad -el confinamiento permanente, como lo conocemos hoy, no existía-. Los «recalcitrantes>), los que se negaban a admitir su culpabilidad, en cambio, no recibían el perdón y arriesgaban la vida. Lo importante era, en última instancia, la salvación del alma, aun por la expiación con la muerte 1 propia, no la del cuerpo. La Inquisición esperaba y presionaba durante el proceso para que los reos declararan quiénes eran los «contestes», los cómplices del delito del que se les acusaba. Este proceso de ablandamiento, reforzado por el silencio y la soledad, conducía a la delación. El mulato Diego Lóp~z 26 , de 41 años de edad y natural de Cartagena de Indias, f~e un testigo excepcional en este sentido, como era excepcional su VIda p~ra un hombre de su condición. Había sido esclavo del hospital de la cmdad -no sabemos cómo consiguió la libertad-. Sabía leer Yap.r~ndió el oficio de cirujano, en buena medida, en el hospital; hizo el VIaJe a Santa Fe para examinarse ante el protomedicato y obtener así la licencia para ejercer el oficio, y con sus declaraciones desató la avidez de la Inquisición contra los comerciantes portugueses de la cmdad, a pesar de que algunos de ellos habían sido sus amigos, y contra las personas que lo acompañaban en los jolgorios. Vale la pena, entonces, detenerse un poco en las declaraciones de este mulato y observar cómo la Inquisición presionaba a un acusado hasta hacer de él un gran soplón.
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Fue detenido el 8 de enero de 1633 bajo el cargo de brujo hereje apóstata; habían declarado en su contra nueve mujeres mayores de veinticinco años, afirmando que acudía a las juntas de las brujas en las que «había hecho el reniego ordinario y besado el trasero al cabrón y hecho los demás ritos y ceremonias que hacen los brujos y brujas» (ff. 3r-3v) 27. Como era corriente, negó haber cometido delitos contra la fe en las tres primeras audiencias. El I I de abri 1pidió voluntariamente una audiencia, la cuarta, para declarar que «tres enemigos suyos le tenían puesto en las cárceles secretas»: el licenciado Martín Sánchez, Paula de Eguiluz y una mulata de Rafael Gómez llamada Rutina (f. 3v). La presencia de estos tres personajes en las cárceles definiría el curso del proceso, porque López espulgaría su memoria para declarar sobre las relaciones, las conversaciones y los afectos tenidos con ellos. Confesó «Su delito de brujería» después de recibida su «causa a prueba». Luego de conocer la acusación del señor fiscal inquisidor del Santo Oficio, Damián Velásquez de Contreras, la negó inicialmente, pero posteriormente aceptó su culpabilidad; todavía no había pasado la «publicación de testigos». Y claro que era inocente de tal delito. Él sí asistía a unas fiestas muy alegres y, al parecer, movidas que se realizaban en la ciudad; y queda la duda de si a veces tenía relaciones homosexuales, porque declaró haber tenido varias veces relaciones sodomíticas con su diablo Taravira, con mayor placer que el que obtenía con una mujer. El sumario se envió a Madrid sin concluir porque salía la Armada de viaje hacia España en julio de 1634, un año y medio después de su entrada a la cárcel; los funcionarios del tribunal querían enviar los papeles relacionados con el proceso de la mulata Paula de Eguiluz 28 , de quien López declaró ser cómplice, para contar con el parecer de la Suprema antes de dictar sentencia, tal como lo exigían las disposiciones de I614 al respecto. El7 de abril de 1634, López pidió audiencia y comenzó a declarar sus «delitos», y contra cómplices. «Confiesa para descargar su conciencia y espera misericordia»; no lo había hecho antes por temor y vergüenza, y porque, estando en las cárceles en mayo del año anterior, Juana Zamba. Justa, Rutina, Ana María y otras mujeres presas en la cárcel que estaba encima de la suya lo habían persuadido de que no dijese verdad o de que se retractase, porque así lo pensaban hacer ellas. Comenzó contando historias sobre la asistencia a los supuestos aquelarres: los bailes que organizaba Elena de Viloria en su casa o en los manzanillos de la ciénaga. Se había enterado de ellos en 1628, cuando trataba deshonestamente con Juana de Hortensia, La Colorada, quien le contó que las asistentes eran todas brujas (f. 4r-4v). Él, movido por la curiosidad, buscó a De Viloria un viernes en la tarde para que lo invitara. López describe profusamente los rituales de los
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supuestos aquelarres, poniendo en marcha su imaginación y coincidiendo en los detalles imaginarios de las declaraciones sobre los ritos brujeriles de las otras reas, pero de paso implica a muchas personas que parecen haber asistido a estas fiestas o a otras reuniones, como el lloro por la muerte del padre de una esclava, que terminó asimilado a una celebración de brujas. Queda claro que estas fiestas eran muy concurridas: López implica en ellas a más de veinte mujeres (ff. srsv) y a hombres como Alonso Saso, Francisco de !guarán, Francisco Rodríguez -sacador de piedra casado con una mulata-, Vadillo, Diego de Corral-estudiante hijo de Mencia, la panadera-, el mestizo Juan Ortiz -hijo de Diego Ortiz, el sastre-, Miguel de la Oliva y Nicolás de Ayala -hijo de Ayala, el que mata puercos-, el pescador mulato Andrés Barrasa, Luis Pérez -de Tolú-, Juan de Gobea y Juan Téllez -oficial de la Contaduría-; sin embargo, afirma categóricamente no haber visto que esas personas hayan hecho algún daño o maleficio (f. 6r-7v). Cuatro años atrás, siendo amante de la mulata Rutina, esclava de Rafael Gómez de Herrera, esta lo introdujo furtivamente un sábado en la casa de sus amos para regocijarse en sus brazos -Diego vivía en la casa de atrás-; se metieron a los aposentos de la india Catalina, localizados junto a la escalera que daba a la azotea, y, estando allí acostados, se levantó Beatriz López, la madre de Clara Núñez, y pidió una camisa limpia, a lo que Rutina exclamó: «Válgate el Diablo; la vieja que, en llegando el sábado, tiene el Diablo en el cuerpo, pues algún día ha de romper el Diablo sus zapatos; cuando no hay gente extraña en la casa, hay camisa limpia y se pone a azotam: Diego le preguntó si no era buena cristiana, dado que estaba con el rosario en la mano todo el tiempo. A lo que Rutina le contó que la señora era hermana de Luis Díaz y esposa de Domingo López, que estuvieron presos por la Inquisición de Lima y, aunque Clara Núñez la reprendía, ella no quería ir a misa. «¡Calle la boca ... ; si se llega a saber esto ... !», dijo poniéndose las manos en la cabeza. La vieja dama azotaba a un Cristo y a un Niño Jesús algunas veces. López se hizo el desentendido para no parecer curioso, pero en cuanto tuvo la oportunidad de verse otro sábado con Rutina, sin huéspedes en la casa -era frecuente tenerlos: venían de España por negocios-, estando acostado con ella y despierto, sintió pasos de alguien en zapatillas que arrastraba la saya y se metió en un aposento a la izquierda de la salida al patio; cuando oyó dar azotes, vio claramente a Beatriz López, porque había luna, con un Cristo de más o menos media vara de largo, al que azotaba de pie, mientras decía: «Ya está aquí y todo es embuste». También le contó Rutina que se carteaba con Luis Díaz, que estaba en Flandes (ff. 9-10).
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La Inquisición intentó controlar muchos aspectos de la vida colonial, entre ellos, lo que las personas podían leer. Los libros prohibidos eran expurgados por un comisario del Santo Oficio, quien tachaba los renglones que atentaban contra la moral social. Este libro de Teodoro de Bry, que circuló en la Nueva Granada, venía expurgado desde España. Teodoro de Bry, Americae, 1590, S. J. (8)
En la siguiente audiencia que solicitó, todavía en abril, la emprendió contra su amigo Martín Sánchez, el cirujano. Lo acusó de haberle enseñado una doctrina que le daría muchos ducados, la de Arrio -arrianismo-, y de haberle aconsejado que tuviera dos cartapacios, uno para escribir poesía y otro para escribir la doctrina aprendida, de modo que, si alguien entraba, tomase el cartapacio de abajo y disimulara, para engañar a la Inquisición, como había ocurrido en Cádiz, cuando él les había enseñado los cuadernos de las artes. También lo acusó de haber aprendido de un calvinista indocto en Remedios y de haber hecho proposiciones heréticas, oyendo misa, en 1625, el día de san Agustín, replicando las afirmaciones del sacerdote, proposiciones que había repetido en otras ocasiones; por ejemplo, el día que curaron al negro de Montiel y el día que curaron a otro negro en la casa de Catalina Benítez o sentados en su botica, porque hacían parte de su conversación ordinaria (ff. 11-!2). Habló de otro aquelarre o fiesta celebrado en la playa de la estancia que Rafael Gómez, amo de Rufina, le había vendido al presente secretario del Tribunal, y sindicó a varias blancas y a otras mujeres de Cartagena de haber bailado allí con candelillas en las manos -velas-, de haberse comido al diablo grande -cabrón- y de otros ritos; también informó sobre las «relaciones deshonestas» que algunas de ellas tenían con hombres de la ciudad (ff. I2V-13V). Al finalizar abril de 1634 pidió otra audiencia y afirmó que lo que había contado de su amigo Martín Sánchez no había sido el día de san Agustín sino el de la Ascensión y que ese día, cuando llegaron a la pila de agua bendita, ante la afirmación suya de que el alabastro
de la pila era bueno, Sánchez había replicado que no era de los finos y que, cuando él era sacristán y le faltaban dineros, quebraba un ara del altar y la vendía a un ducado y a ducado y medio cada pedazo a las mujeres que conocía 29• Y a los sacerdotes a los que les gustaba emborracharse con la «sangre de Cristo» les enmostaba el vino. Otro día le contó que, en el lugar en el que era sacristán, había un comisario del Santo Oficio que era linajudo y se ensañaba con él, y, quejándose a la parienta a la que le daba los pedazos de ara, esta le había dado algo para que le echase en el vino de la misa, sin decirle qué era; el cura comisario enfermó y en cuatro días murió. En otra ocasión, Diego lo visitó en su botica del hospital y lo halló leyendo proposiciones y explicaciones heréticas de los salmos. También declaró, cosa absurda, cómo había visto irse volando, convertidos en puercos, a unos amigos de Paula de Eguiluz (ff. 13V-14v). En la audiencia de la tarde, inculpó a otras mujeres de ser judaizantes, según él, porque Rufina se lo había contado: a una vieja mujer portuguesa que vivía en la Calle de las Damas, en unas casas bajas de propiedad de Juan Colón, suegra de Miguel de Chaves -recordó que esta señora ya había salido en un auto de fe-, y a la suegra del doctor Báez; ambas se comunicaban con Beatriz López. No debemos olvidar que estas audiencias, la de la mañana y la de la tarde, se realizaron el 26 de abril, cuando ya López llevaba un año y tres meses y medio en prisión; quizás había decidido, presionado por el tiempo, por la soledad y por los inquisidores, que podía implicar a sus amigos, que ya estaban presos como él, y a los portugueses, de los que sabía tantas cosas. Además declaró que Rufina le había contado que los portugueses «tenían junta de sinagoga» en la casa de Bias de Paz -otro amigo de López- y que todos los días oía muchas cosas de estas en su casa. Pidió papel de escribir para «apuntar ~n ellos cosas graves que tiene que decir y declarar»; le dieron seis pliegos rubricados que debería devolver escritos o en blanco con las rúbricas (ff. rsr-rsv). En mayo informó cómo se habían comunicado y puesto de acuerdo el año anterior para declarar, por recomendación del teniente Francisco de Llano Velasco, ocho de las mujeres presas por brujería en la cárcel de familiares; las habían cambiado de celda cinco veces, pero dos de ellas habían logrado salir a hablar con el teniente porque el negro Juanillo, esclavo del alcaide, les abría la puerta de sus cárceles. El estudiante Diego del Corral entraba a hablar con Paula a la cárcel de familiares, y esta recibía razones, jabón y otras cosas y abrazos de parte de Rufina, antes de que la apresaran (ff. r6r-r6v). También contó cómo un día en que el chocolate le había caído mal a Martín Sánchez y este había echado dos «cursos», volviendo a tener ganas, se fue con él porque le había dicho que estaba echando
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o J32
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sangre, y, cuando acabó de defecar30, sacó de su faldriquera una bula y la rompió «por la cabeza para limpiarse el trasero», a lo que el de. clarante le dijo que le daría papel porque le parecía mal usar la bula. Sánchez respondió: «Pues ¿para qué es esta bula sacadinero?», la acabó de romper y se limpió con ella. Y en otra ocasión, en la botica tomó una medalla del rosario de Nuestra Señora, la mojó en aceit~ de almendras y la usó para sellar. López lo interpeló, asegurándole que aquello era prohibido, por lo que Martín le dijo que era un «bo. barrón» y que no era precepto de Dios (f. 17). Las declaraciones continúan de este tenor tan «comunicativo» en lo tocante a las funciones fisiológicas. Lo siguiente sería inculpar a su amigo Bias de Paz. Contó que un día, unos cinco años atrás, cuando Rufina tenía el mes y no podía estar con él, le dijo que fuera a visitar a su amigo, que estaba enfermo. Al llegar, este le explicó cómo estaba con sangre y le pidió que lo mirara para ver si tenía una almorrana -hemorroides- o alguna inflamación en el sieso. Como no vio nada, le pidió que fuese a mirar la sangre en una bacinilla de plata. Diego, curioso porque Rufina le había murmurado que De Paz tenía cubierto el «servicio» con un lienzo en el que estaba la imagen de un santo con diadema, levantó el paño y vio debajo la figura de un santo pintado en un lienzo sin marco, con la cara del santo sobre la boca del servicio; el reo no pudo identificarlo, pero tenía un hábito de san Francisco, una diadema sobre la cabeza y el rostro mozo. El servicio estaba en un oratorio pequeñito que De Paz había hecho en su casa de la plazuela de los Jagüeyes. Rufina le había advertido que tenía ordinariamente la bacinilla en el oratorio (ff. J7v-r8v). Más adelante cuenta López, entre muchas otras historias, cómo rezaban -él lo denomina «decir proposiciones»- y cómo su amigo Bias y otros judaizantes les tiraban gargajos a imágenes, cómo otro portugués orinaba encima de una imagen sagrada que tenía en su bacinilla y cómo su amigo Martín Sánchez, además de ser judaizante, realizaba otras prácticas sacrílegas como morder un Cristo de cera y arrancarle la cabeza o almorzar bizcochuelo remojado en vino, a eso de las siete de la mañana, y dos horas y media después ir a comulgar a la iglesia de San Agustín sin esperar el ayuno debido. Pero no nos vamos a detener más en estas delaciones. El resto del procedimiento inquisitorial, las fases cinco y seis, era más formal: pasaba el proceso «a prueba» y se le leía al reo la «publicación de testigos», punto por punto, con detalles pero sin mencionar nombres; así se le daban a conocer los testimonios presentados en su contra. Seguía la fase siete, de «defensas», que no eran defensas realmente, pues el defensor estaba ligado a la Inquisición y también hacía llamamientos, en sus conversaciones con el acusado, para que este reconociese su culpabilidad y confesase. Acá el reo trataba de
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descalificar a los testigos, y principalmente los blancos, basados en las declaraciones, trataban de identificar a los inculpadores para calificarlos de enemigos. Y es que el secreto y la ausencia de publicidad con que se realizaba este procedimiento acusatorio se prestaban para que las rencillas personales tuvieran curso libre y se materializaran en ataques «acusatorios», por lo que los reos alegaban intereses de venganza y de perjuicio en las declaraciones y, en muchos casos, lograban identificar, por el tipo de declaración, a los testigos. La tercera parte, de «conclusión>>, se componía de los votos y la sentencia, y en ella tomaban parte religiosos -teólogos- de los ~on ventos de la ciudad. El punto culminante del proceso, en el que salía una parte de lo actuado a la luz pública, la punta del iceberg, era el auto de fe, momento en que los acusados se encontraban nuevamente con la comunidad, después de meses de aislamiento, para recibir el escarnio público. Los autos de fe contaban con asistencia masiva de personas y eran un auténtico espectáculo cuando eran públicos: se realizaban generalmente en la misa dominical y eran un verdadero punto de vergüenza para los condenados y de pérdida del honor para Jos blancos. En ocasiones, se organizaban grandes autos de fe en la plaza pública, con construcción de palcos, graderías en varios costados, cadalso de madera y una organización precisa, jerarquizada, de las graderías y de las personas que se sentarían en ellas. Aunque el acceso a la justicia secular y la actuación de esta estaban determinados por la «calidad» del implicado, por el lugar que ocupaba en la sociedad, que les daba ciertas «gabelas» a los blancos de posición, en cierto sentido, se podría afirmar que la Inquisición, como' aparato de justicia, tenía un carácter más «igualitario» que aquella, pues durante el curso del proceso criminal de fe no solían hacerse distinciones de etnia, de género o de jerarquía social. Todos los reos eran encausados mediante unos mismos procedimientos -tenían unos mismos, pocos, «derechos procesales», para expresarlo en términos actuales-, estaban sometidos a un mismo régimen, contaban con defensores de oficio y no podían acceder a defensores particulares pagados con recursos propios, estaban sometidos a la obligación del sigilo, confinados en las cárceles secretas, aislados y sin derecho a visitas, recibían unas mismas penas y castigos equivalentes, y su participación en la escenificación de los autos de fe públicos o particulares era una misma -justicia ejemplarizante y escarnio público-. Incluso, en el momento de dictar sentencia, los inquisidores podían ser más benignos con acusados de los sectores subalternos -negros, mulatos, mestizos, zambos y blancos pobres- o con las mujeres, alegando, en pro de estos reos, ignorancia y falta de fortaleza -criterio- para oponerse a la influencia de otras personas o de
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Durante la primera década del siglo en el Caribe, la lucha contra la herejía tuvo como sus principales víctimas a esclavos y esclavas negros. cuyas prácticas religiosas eran vistas como demoniacas. De hecho, la principal acusación era el pacto con Satanás. Los indios, debido a consideraciones legales, no fueron procesados por la Inquisición. San Agustín aplastando la herejía. Anónimo, siglo XVII. Colección Museo de Arte Colonial. Bogotá. (9] XVII,
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las tentaciones del demonio en los casos de brujería y superstición. Estas consideraciones eran mayores cuando se miraba el caso de la «debilidad» femenina y de los esclavos, quienes, por su condición, eran menos conscientes y menos responsables, puesto que, jurídica. mente, se consideraban menores de edad y dependían de un hombre -padre, marido, hermano o albacea 31 - , en el caso de las mujeres, 0 del amo, en el caso de los esclavos. Sin embargo, cuando se trataba de impugnar la actuación de los inquisidores, el estatus, la posición económica y las redes sociales -es decir, la valoración de la posición personal (esfera privada) en relación con las redes de poder- sí eran determinantes del posible éxito de una apelación. Al contrario de Jo que popularmente se cree, la Inquisición no siempre obraba de forma bárbara y despiadada. En Jos casos en que se enfrentaba con actuaciones desacertadas de funcionarios inquisitoriales, una persona de posición social ventajosa podía acudir a la Suprema y entablar una apelación con el fin de recuperar el honor y, por supuesto, los bienes confiscados o, por lo menos, una parte de ellos. El ro de febrero de 1634 se votó «en definitiva» que Elena de la Cruz32 saliese «en Auto Público de Fe, con insignias de bruja y hábito de reconciliada» a la catedral el día domingo y allí oyera su sentencia. Acabado el auto, se le quitaría el hábito -sambenito-, sería desterrada «de la Villa de Tolú por tiempo y espacio de cuatro años» y se le confiscarían «todos sus bienes» (f. ro6). En la sentencia, dictada el mismo día, «considerando que Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva», y dado que Elena de la Cruz «ha confesado enteramente la verdad» y no había encubierto «de sí ni de otra persona, viva o difunta, cosa alguna)), y puesto que se quería «usar con ella de misericordia», fue admitida «a reconciliación» y se le dictó la siguiente «pena y penitencia»: el día del auto debía salir con los otros penitentes en cuerpo, con una coroza en la cabeza y un hábito penitencial de paño amarillo con dos aspas coloradas del señor San Andrés [símbolos del delito de brujería], y estando de rodillas, con una vela de cera en las manos, le será leída esta nuestra sentencia y allí públicamente abjurará de sus errores que ante nos tiene confesados. Realizada la abjuración, mandamos absolver y absolvemos a[ ... ] doña Elena de cualquier sentencia de excomunión mayor, la unimos y reincorporamos al gremio y unión de la santa madre Iglesia católica, la restituimos a la participación de los santos sacramentos y comunión de los fieles y católicos cristianos y la desterramos de la Villa de Tolú por tiempo y espacio de cuatro años. Declaramos a doña Elena ser inhábil y la inhabilitamos para traer
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sobre sí ni en su persona oro, plata, perlas, piedras preciosas, seda, chamalote, paño fino, tampoco podrá usar las demás cosas que están prohibidas por derecho común, leyes y pragmáticas de estos Reinos e instrucciones del Santo Oficio de la Inquisición. Penas y penitencias que deberá cumplir, so pena de impenitente relapsa[ 33 ] y por esta nuestra sentencia definitiva[ ... ] el licenciado Domingo Vélez de Asas y Argos, el licenciado don Martín de Cortázar y Azcárate, padre Antonio Agustín (ff. 115-116v).
El domingo 26 de marzo se realizaron en la catedral el auto de fe
yla abjuración 34, que en la tarde le fue nuevamente leída en la sala de la audiencia, con la advertencia de que, si volvía a creer en alguna herejía, incurriría en pena de relapsa y, sin ninguna misericordia, sería relajada al brazo secular -hoguera-. A su salida de la cárcel se le advirtió, so pena de excomunión mayor y de doscientos azotes, que debía guardar el secreto sobre su proceso y sobre todo lo oído en las cárceles. Pero mientras se celebraba el auto, muchos testigos, que declararon luego en el tribunal, oyeron a doña Elena lamentarse y la vieron llorar. Cuando Francisco López Nieto, escribano público y de gobernación y persona cercana a la familia, se arrimó a darle el pésame por su desgracia, ella le afirmó que no debía nada, que le pesaba por su marido y sus parientes -especialmente por sus sobrinas doncellas-, a quienes les había quitado la honra. Otra testigo la oyó exclamar llorando, limpiándose el rostro y tapándoselo con un paño, en alta e inteligible voz: «Desdichada de mí, ¿por qué puertas, dé qué marido, he de entrar yo ahora?», y, volviendo el rostro hacia el lugar donde la testigo y las demás mujeres estaban sentadas, prosiguió diciendo: «Gracias a Dios que hay aquí quien me conoce y saben que son estos falsos testimonios». Otros testigos confirmaron estas declaraciones (ff. 2IIV-2I2v). El padre Juan Manuel, rector del colegio, contó que, cuando le leían la sentencia y afirmaban que había renegado de Dios, de la Virgen y de lo$ santos, «se había querido levantar en pie y dar voces y decir que no había hecho tal» (f. m). Francisco Barrasa, su marido, presentó apelación y declaró ante el Santo Oficio de Cartagena que doña Elena había confesado que era bruja por consejo de su esclava Tasajo, porque, según la negra, con eso se evitarían la larga prisión y un posible tormento -la esclava le había enseñado el dicho de las brujas: «Pan, paño verde, racimo de agraz, quién vido dueñas a tal hora andar»-; que había padecido sin culpa, por las promesas que le habían hecho los inquisidores, puesto que el secretario, por orden del inquisidor Argos, le había leído los testimonios en la segunda audiencia, rompiendo así el procedimien-
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to establecido, por lo que, a medida que se los leían, su esposa decía que sí a las acusaciones (ff. 2o6-2o8v). Además declaró el escribano López Nieto que había recibido amenazas de «cierto inquisidor». Al respecto, informaba que doña Elena le había contado lo mismo con muchas lágrimas; decía que el señor inquisidor Argos la había «apercibido muchas veces y con mucha cólera y enojo» para que dijese la verdad, «porque si no se la haría decir y le quemaría las melenas», razón por la cual la esclava Tasajo la había instado a que confesase y a que dijese «todo lo de. más que la preguntasen». En otra audiencia, habiendo dicho que no sabía nada de brujerías. el inquisidor le había dicho «que lo tenía probado» y la había interrogado nuevamente diciéndole: «Vení acá, doña Elena. no hicistes esto y esto, decid la verdad antes que lo sepa el fiscal, que yo os doy palabra de soltaros luego y poneros en una casa honrada y que os volváis a vuestra casa»; entonces, doña Elena, presionada por el miedo al tormento y ante la promesa de que «la soltarían[ ... ].había dicho que era verdad todo lo que el señor inquisidor le preguntaba». Y fue tan grande su sorpresa cuando le fue leída la acusación del seiior fiscal que increpó al inquisidor así: «Pues cómo seiior. ¿no me dijo Vuestra Seiioría que no lo había de saber el fiscal'?». a lo que Argos sólo había respondido «que no había podido ser menos>>, mientras ella, con <
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Notas Agradezco, de todo corazón, su lectura de este artículo y sus comentarios a mis amigos Claudia Vásquez, Juan Felipe Gutiérrez, Lina Adarve y María Isabel Marín. Municipio en la región de Württemberg, en la parte suroccidental de Alemania. 2 Albert Bien y Utz Jeggle, Leben auf dem Dorf" zur Sozialgeschichte des Dorfes und zur Sozialpsychologie seiner Bewohner, la. ed., Opladen, Westdeutscher Verlag, 1978, p. 50. para algunos aspectos de las culturas orales en sociedades con o sin escritura, cfr. Walter Ong, The Presence of the Word. Sorne Prolegomena for Cultural and Re/igious History, Minneapolis, University ofMinnesota, 1986, y Ora/ity and Literacy. The Technologizing ofthe Word, Londres- Nueva York, Methuen, 1982; y Jack Goody (ed.), Literacy in Traditional Societies, Cambridge, Cambridge University Press, 1968, y El hombre. la escritura y la muerte. Conversación con Pierre-Emmanuel Dauzat, Barcelona, Península, 1998. Los crecientes recato y pudor de los sectores ricos, nobles y letrados de la sociedad -y los consecuentes silencios sobre aspectos íntimos de la vida diaria que estos traen- son un aspecto de diferenciación social y de distinción cultural-hoy diríamos «de clase>>- que se fortalecen a lo largo de la edad moderna, como fue mostrado magistralmente por Norbert Elias, Über den ProzejJ der Zivilisation. Soziogenetische und psychogenetische Untersuchungen, 19a. ed., 2 ts. (t. 1: Wandlungen des Verhaltens in den weltlichen Oberschichten des Abendlandes- t. 2: Wandlungen der Gesel/schaft. Entwurf zu einer Theorie der Zivilisation), Fráncfort del Main, Suhrkamp, 1995, y La sociedad cortesana, México, Fondo de Cultura Económica, 1982. Cfr. Anton Blok, «Hinter Kulissem>, en Peter Gleichmann, Johan Goudsblom y Hermano Korte, Materialien zu Norbert Elias' Zivilisationtheorie, Fráncfort, Suhrkamp, 1979, pp. 170·19). Diana L. Ceballos Gómez, «Quien tal haze que tal pague>>, en Sociedadv prácticas mágicas en el Nuevo Reino de Granada, Bogotá, Ministerio de Cultura, 2002. Véase también Hechicería, brujería e Inquisición en el Nuevo Reino de Granada. Un duelo de imaginarios, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 1994 y 1995. Los judaizantes de Cartagena necesitaban privacidad para la práctica de sus creencias. porque vivían «en las narices» del Santo Oficio, y esto les exigía buscar espacios resguardados de los ojos entrometidos de las mujeres y los esclavos del servicio, «mirones» que oululaban en las calles de la ciudad. Archivo Histórico Nacional de España (AHNE), Inquisición, leg. 1620 (ed. 70- rollos 1 y 2), N'. 12, 1634, ff. 22 (400) · 23 (401). Se ha modernizado la ortografía de los textos citados y se les ha agregado puntuación. Para una definición de la época, véase el Diccionario de la lengua castellana. en que se explica el verdadero sentido de las voces, su naturaleza y calidad, con las phrases o modos de hablar, los proverbios o refranes. y otras cosas convenientes al uso de la lengua [... ],t. v, letras O, P, Q y R, Madrid, Imprenta Real Academia Española, herederos de Francisco del Hierro, 1737 . Será con la reforma efectuada a la Policía bajo el gobierno de Carlos E. Restrepo (1910· 1914) cuando esta institución tome la forma actual. 10 Véase Diana L. Ceballos Gómez, «Gobernar las Indias: por una historia social de la normalización>>, Historia y Sociedad, 5, 1998, pp. 149-195. Ir El desierto prodigioso y prodigio del desierto de Pedro de So lis y Valenzuela se considera la primera novela colombiana. Escrita en el siglo XVII, narra el proceso ascético de un joven de buena posición de Santafé, que -como san Agustín y san Francisco-, después de llevar una vida mundana, decide irse como eremita al desierto de La Candelaria. Pedro de Solís y Valenzuela, El desierto prodigioso y prodigio del desierto, ed. Héctor H. Orjuela, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1977-1985. 12 Prácticas como salir a pasear mientras se medita o se dialoga -spazieren o promenade- se harán muy fuertes, entre fines del siglo XVIII y el siglo XIX, en sectores letrados de Occidente. IJ Como ocurrió con la mayoría de los acusados en Cartagena. Se estiman en sólo unos seis lo~ condenados a «relajación>> (hoguera). El dato preciso es difícil de obtener, dada la desaparición del Archivo del Tribunal de la ciudad. !4 Para los judíos y los musulmanes convertidos al cristianismo resultaba particularmente difícil apartarse de algunos usos culturales atados a las prácticas religiosas, como los hábitos alimenticios -prohibición de comer cerdo, forma de degüello de los animales 1
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para el consumo, costumbres en la mesa, etc.- o de limpieza y vestido, pues trascelldiaa el ámbito meramente religioso y hacían parte de la cultura en su sentido más profundo 1 interiorizado (habitus). Por Real Cédula de 30 de diciembre de 1571 de Felipe Il, los amerindios quedaron por fue_ ra de la jurisdicción inquisitorial. Sólo estarían bajo su jurisdicción los cristianos vie,ios las personas contra las que se procedía en España, las pertenecientes al mundo con~ antes de 1492, del cual hacían parte los negros. Sin embargo, en lugares con una poblacit\¡ indígena mayor. como el Virreinato del Perú, ella no siempre fue acatada. Se supone que los esclavos cometían apostasía de la fe cuando, mientras los azotaban,Jt. negaban de la fe cristiana, de la Virgen y de los santos, reniego que hacían por rabia, Jlelli en parte también para molestar a los amos. Después de la erección del Tribunal, algllllo¡ de estos esclavos <>: era el de tela burda. con las insignias de los delitos come· tidos. que debían portar los condenados por la Inquisición; el término viene de <
23 Uno de los conjuros que rezaba para lograr el amor del sargento decía: <> (f. 100). Otro conjuro de amor, el de la naranjas, se hacía <, alega que, aunque su esposa admitió haber hecho uso de yerbas. polvos y palabras, esto no debe tenerse en consideración en estos reinos (Amé· rica). porque en ellos la fe es nueva ("nuevamente plantada la fe>>) y han estado siempre llenos ,,de indios idólatras y las personas que allí han nacido>>. como dalia Lorenzana, "'e crían al pecho de amas indias y negras, que ni hacen escrúpulo de lo susodicho, ni lil
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conocen por cosa mal hecha». Sólo ahora, cuando se ha fundado allí el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, se ha conocido con sus edictos que estas prácticas «están mal hechaS>>. Y, como por los autos consta, ~~se trata de mi honra y de los dich~s mis hijos», y en atención a «que soy hombre noble, hiJO dalgo, como consta de la carta e¡ecutona» y no «habemos hecho cosa indebida», solicita que se revean los autos «usando de benignidad y misericordia» para que < de esta institución. AHNE, Inquisición,leg. 1620 (ed. 70- rollos 1 y 2), N". 12, 1634. Las fabricaciones inquisitoriales y teológicas se habían convertido en vox populi en el siglo xvn y comenzaban a hacer parte de la cultura popular y ya no solamente de los manuales para inquisidores o del conocimiento de clérigos y monjes. Los inquisidores, los procesos de fe y la divulgación mediante prédicas y sermones se habían encargado de hacer comunes las fantasías brujeriles, que, ya siendo parte del dominio público, podían repetirse en el tribunal para el gusto de los jueces. Esto no significa que los reos creyeran a pie juntillas en lo que declaraban; pero si estaban allí por una acusación de brujería, y los días y los meses transcurrían y el proceso no avanzaba, pódían recordar, en medio del silencio de la celda, lo que se contaba popularmente de las juntas de brujas, aquelarres y conventículos, y de sus rituales y especificidades, y declarar lo recordado, esperando poner fin, aun con la muerte, a un proceso que ya se hacía demasiado largo. Como en España era poco probable que sobreviniese la muerte, también se hacía más fácil declarar y acusar a cómplices de brujería. Diego acusa a algunas personas de judaizantes, y estas eran palabras mayores que sí se pagaban con la muerte. La popularización de estas creencias dará lugar también a muchas leyendas, historias, anécdotas y bellos cuentos infantiles. Paula de Eguiluz se relacionaba con las prácticas íntimas de las personas que la buscaban y, como todos los que usaban la magia amorosa, intentaba manipular el amor, la seducción, la malquerencia, las expectativas y las ansiedades de los amantes. En las conversaciones de amigas se contaban y se transmitían estos saberes, y, con las obsesiones de los inquisidores de Cartagena por perseguir esta hechicería, terminaban en los tribunales de ' justicia, en manos de hombres -célibes, en el caso de la Inquisición-. Paula, procedente de Cuba, terminó viviendo en Cartagena gracias al destierro que se le impuso al salir reconciliada por bruja y por tener tratos y pacto explícito con el demonio. Después del gran proceso por brujería y la quemazón del Auto de Fe de Logroño, Navarra, en 1610, la Suprema dictó unas disposiciones (1614) según las cuales todo caso de brujería en el que se considerara una posible pena de muerte debía ser enviado a Madrid para que allí se tomara la decisión final, queriendo evitar que se repitiera la hoguera por tener creencias supersticiosas. Las aras se vendían para hacer hechizos de magia amorosa. Se defecaba y se orinaba en público, aun cuando hubiera visita en la casa; no importaba si un extraño estaba en el aposento ni si alguien veía u oía. Era un acto normal, una nece· sidad, como comer, que se satisfacía sin tantos miramientos ni pudor. Habría que esperar unos tres siglos para que aparecieran los cuartos de baño como los conocemos hoy, y con ellos, la intimidad y el creciente pudor ante estas funciones. Persona a cargo del cuidado de los bienes recibidos por testamento (herencia) o de la persona que haya quedado sin tutela masculina cuando aún sea considerada menor por la ley. AHNE, Inquisición, leg. 1620 (ed. 70- rollos 1 y 2), N". 8, 1636. La relapsa podía conducir a la hoguera. «A/
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HISTORIA DE LA VIDA PRIVADA EN COLOMBIA y apostasía que se levante contra la fe católica y ley evangélica de nuestro Redentor Salvador Jesucristo y contra la santa apostólica iglesia Romana, especialmente aquella ) que yo como mala he caído y tengo confesado ante V. S. que aquí públicamente se rne ~ leído y de que he sido acusada y juro y prometo de tener y guardar siempre aquella 5304 fe, que tiene guarda y enseña la santa madre iglesia y que seré siempre obediente a nuest señor el Papa y a sucesores que canónicamente sucedieren en la santa silla apostólica y~ sus determinaciones y confieso que todos aquellos que contra esta santa fe católica vivie~ ren son dignos de condenación y prometo de nunca me ajuntar con ellos y que cuanto alli fuere los perseguiré y las herejías que dellos supiere las revelaré y notificaré a cualquier inquisición de la herética pravedad y prelado de la santa madre iglesia donde quier quetne hallare y juro y prometo que recibiré humildemente y con paciencia cualquier o cuales. quier penitencia o penitencias que me han sido o fueren impuestas. Con todas mis fuerz~ y poder y las cumpliré en todo y por todo sin ir ni venir contra ello ni contra cosa alguna ni parte de ello y quiero y consiento y me place que si yo en algún tiempo lo que dios 110 quiera fuere o viniere contra las cosas susodichas o contra cualquiera cosa, o parte de ellas que en tal caso sea habida y tenida por impenitente relapsa y me someto a la corre,. ción y severidad de los sacros cánones para que en mí como persona culpada del dicho delito de herejía sean ejecutadas las censuras y penas en ellas contenidas y desde aho~ por entonces y de entonces por ahora consiento que aquellas me sean dadas y ejecutadar en mí y las haya de sufrir cuando quier que algo se me probare haber quebrantado de lo susodicho por mí abjurado y ruego al presente notario que me lo dé por testimonio ya101 presentes que de ello sean testigos, y fue absuelta en forma, estando a todo ello present~ por testigos el licenciado don Francisco de Llano Velasco. teniente general de esta ciuda~ y Lorenzo Ramírez de Arellano, el capitán Alonso Martín Hidalgo alcaldes ordinarios de ella don Vicente de Villalobos, alguacil mayor don Baltasar de Escobar, provincial de w santa hermandad y otras muchas personas eclesiásticas y seglares y no firmó por no saber. firmolo el señor inquisidor, el licenciado Domingo Vélez de Asas y Argos, ante mí loa¡ de Uriarte Araoz. secretariO>> (ff. 116v-118). 35 Ante la justicia secular, los ricos no siempre eran sometidos al escarnio público; frecueo temente pagaban multas y conservaban su honor.
La práctica de la interioridad en los espacios conventuales neogranadinos María Piedad Quevedo Alvarado
Para Violeta
Introducción ¿Podemos considerar la vida en el interior de los conventos neogranadinos una vida privada? Creo que esta pregunta nos alienta a una reflexión 1 acerca de lo que podríamos definir como privado en un contexto colonial, barroco y contrarreformista, todavía no virreina!, de dependencia y relaciones asimétricas de poder con la Metrópoli, regido por una autoridad religiosa, imperial y masculina, y profundamente vinculado con lo que ocurre fuera del convento. Ciertamente podemos reconocer rasgos propios de la vida conventual, como los oficios de las monjas, el rezo de las horas canónicas, la búsqueda de la perfección espiritual, la práctica de la penitencia; pero considero que no son suficientes para concluir que existiera una vida privada, en cuanto a una vida separada del poder estatal -en este caso, imperial-, constituida por prácticas seculares y por aquello prohibido en público, pues, para el caso específico de la religiosidad colonial, son fundamentales la socialización y la vivencia pública -y compartida- de la fe; además, lo que la norma religiosa prohíbe abarca tanto lo social como lo individual. De hecho, la delimitación de un espacio público en la Colonia no se reduce a las calles y plazas, pues incluso lo que ocurre en el interior del convento es público porque funciona dentro de los lineamientos de la distinción social obtenida a través de
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Las monjas letradas constituyeron un velado desafío al mundo de la ciencia y las letras, claramente restringido por la cultura colonial. Algunas pinturas de monjas coronadas acuden a las representaciones convencionales del mundo intelectual: un libro en la mano y una biblioteca al fondo, como en este retrato. Madre María de Santa Teresa. Anónimo, siglo xvm. Colección Convento de Santa Inés, Bogotá. [1)
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la fama de santidad, que no sólo favorece el poder central de la lgle. sia sino también los poderes localizados de las órdenes religiosas, y que es apropiada por el cuerpo social de acuerdo con sus urgencias y necesidades. Esto significa que hay una negociación permanente con los ideales cristianos y con los beneficios que la ortodoxia re. ligiosa promete a sus fieles, por lo que no es preciso hablar de los modelos de santidad que los conventos exponen como algo estático, sino como algo plenamente permeado por las dinámicas propias de la sociedad colonial neogranadina. Tampoco podemos definir la vida privada del convento según la noción de una vida cotidiana y doméstica, como si lo doméstico es. tuviese sustraído a los ejercicios de poder y como si efectivamente el convento estuviese alejado de las dinámicas sociales y políticas del contexto colonial en el que funcionó. Si la vida privada exige la existencia de un sujeto y si este sujeto es obligado a renunciar a si mismo en el camino espiritual propuesto por el cristianismo postri. La experiencia mística manifestada por algunas religiosas se convirtió dentina, se pensaría entonces que no puede existir vida privada en en el ideal al cual se debía aspirar un ambiente religioso, ortodoxo y contrarreformista. Sin embargo, desde la vida conventual. El retiro, en este punto sí puede encontrarse una conexión importante entre el aislamiento, la abstinencia y el la experiencia conventual y el principio de subjetividad: la mística. ayuno eran caminos que debían. conducir a su consecución. La Dentro del cumplimiento exacto de la norma cristiana que se da en la Madre Sor Josefa del Castillo ha mística, puede hablarse de sujetos que se sustraen al poder colonial . sido una de las más conocidas de los tiempos coloniales, pero junto a ella, y a la autoridad religiosa; pero conviene recordar que no todas ias centenares de mujeres siguieron su mujeres que vivían en los conventos eran religiosas ni mucho menos camino en busca de una experiencia místicas y que la constitución de su subjetividad se dio a pesar de los mística. Sor Josefa del Castillo. cuidados que tuvo la Contrarreforma para impedirla. Así mismo, es Anónimo, siglo XIX. Colección fundamental entender su actividad mística como una praxis social; Banco de la República, Bogotá. (2) es decir, ubicada en contextos específicos de poder, en este caso pa· triarcales -dominados por los hombres-. periféricos -alejados de la Metrópoli- y coloniales -dependientes política, económica y cultural mente de España-. Podríamos definir una vida privada de los conventos femeninos neogranadinos como una experiencia de la interioridad ampliamente vinculada a la esfera pública de la ciudad -y que, incluso, trasciende sus fronteras-, pero al mismo tiempo profundamente enfrascada en la constitución de sujetos -individuales y sociales- conscientes Y capaces de transgredir la norma cristiana en la búsqueda de una afir· mación particular y en la exploración de una identidad en formación. Si identificamos los conventos neogranadinos como centros de poder, es necesario reconocer su papel principal en el fortalecimien· to del orden colonial y su centralidad en la vida de la ciudad. En am· bos casos, el convento favorece el statu quo. lo justifica y afianza. Por ello es indispensable resaltar su vinculación con la esfera pública, pues no funciona alejado de lo que ocurre fuera de sus paredes smo
ue lo depura y refuerza. Lo primero que puede decirse acerca de los qonventos femeninos de la Nueva Granada es que son fundados, en ~uchos casos, como práctica de obras pías; es decir, como una forma no sólo de. ganar indulgencias. en el c.i~lo sino también de ganar distinción soc1aJ2. En efecto, la v1da espmtual va a tener un fuerte componente de clase que se verá reflejado en las relaciones que el convento mantiene con la ciudad. Así, no se trataba únicamente de Jugares dedicados a aspiraciones santas, sino que también fortalecieron las relaciones entre la Iglesia y las élites que manejaban el poder económico y social en la Colonia, pues muchas de estas fundaciones se hicieron con donaciones de encomiendas o réditos de las mismas que eran manejados dentro de los conventos por las monjas de clase alta y que, a la vez, les permitían a los conventos adelantar una actividad crediticia a través de préstamos o censos, generalmente concedidos a las familias de las monjas de élite, fortaleciendo así los privilegios de dichos sectores sociales3. Uno de los elementos culturales más importantes a través de los cuales se construyó la civilidad occidental en la Nueva Granada fue la religiosidad. Si entendemos, además, lo cultural como algo eminentemente político, podemos reconocer con mayor facilidad las cartografías del poder que lo religioso establecerá en el contexto colonial. Se trata de procesos de institucionalización cultural de una fe, una práctica religiosa y un modo de vida en los cuales el convento participa y no se sustrae al entrecruzamiento de hegemonía y subalternidad presente en las negociaciones, que se hacen en su interior, de identidades en proceso, de producciones simbólicas, , de ordenaciones que reproducen las jerarquías sociales, de pulsiones que buscan separarse de los modelos metropolitanos y articular una voz propia. Se trata, entonces, de un espacio arquitectónico, simbólico, de vivencia privilegiada de la interioridad, de exigencia de la ortodoxia, de transgresión y deseo, productor de discursos culturales y literarios y motor económico de la sociedad. Comúnmente imaginado como un espacio por completo alejado del mundo y reducido a su condición de clausura, el convento colonial está habitado por mujeres que reconocen la autoridad religiosa masculina -arzobispo, guías espirituales, confesores, etc.- pero que también la cuestionan y descolonizan. Si bien reciben la censura propia que, en los siglos coloniales y como herencia medieval, recae sobre lo femenino, las monjas neogranadinas, muchas veces, vulneran esa autoridad patriarcal en sus experiencias religiosas, exponiendo y encubriendo sus alcances en esa compleja relación entre el afuera y el adentro que se establece en el espacio conventual. El convento representa, así, la posesión de un saber espiritual, de clase, ligado a la divinidad -una divinidad europea, falocéntri-
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El convento, como símbolo de poder terreno y celestial, representaba una experiencia en la tierra de lo que se creía sería la vida en el cielo: casta, desprendimiento de lo material y obediencia sujeta a Dios. Además, tenía una función social: el cuidado de las mujeres. Pero también fue objeto de ciertas representaciones iconográficas particulares. En esta imagen aparece al fondo el convento de Santa Clara, en la vieja Santafé colonial. Santa Clara de Asís. Anónimo, siglo XVII. Colección Museo Iglesia Santa Clara, Bogotá. [3)
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ca, blanca, colonizadora~, aquel que convoca la presencia del d' . . . co.n él, obtiene. favor~s y gracias, por lo qUe cnstiano, s~ comun~c~ es un espac~o del pnvtlegw. Pero al mismo tiempo, la espiritualidad conventual mterv1ene en la constante redefinición del poder colonial afianzando, transformando y renovando los valores que sustentan tal orden; por ello, es fundamental reconocer en esta práctica de la int . rioridad una praxis social producida en contextos de poder y produ~. tora de formas culturales específicas ~vidas ejemplares, sermones pinturas, devociones, vivencias y usos del cuerpo, etc.~. ' Así mismo, los conventos participan de la cultura de la interio. ridad occidenta1 4 ~entendida como un conjunto de prácticas des. tinadas a favorecer la vida interior, en cuanto a esta se le reconoce como el habitáculo de la divinidad~, por lo que se dirigen a alean. zar el conocimiento de Dios a través del recogimiento, el alejamiento del mundo y la vida retirada. Pero esta cultura, presente de forma explícita en la literatura espiritual recomendada a las monjas neo. granadinas en el siglo xvn, busca reflejarse en los comportamientos del cuerpo social. Los conventos importan dentro del imaginario 80• cial, pues, por un lado, promueven ideales de vida cristiana y, por otro, canalizan las urgencias espirituales y existenciales de los fie. les cristianos, ya que, mediante sus oraciones, las monjas ayudaban a los fieles a superar sus carencias. Una función adicional tenía el convento como lugar de amparo y auxilio de la ciudad en casos de calamidades o catástrofes. Así lo dice Marcus de Vanees, autor de la regla del convento de Santa Clara, de Santa Fe. al referirse a quienes podían entrar lícitamente al convento franciscano: Tambien podran entrar las personas que por causa de apagar algun fuego, o por caerse la Casa. o por otro algun peligro, o trabaxo grande, o por defension del Monasterio, o personas violentas, o por causa de alguna obra, la qua! convenientemente no se puede hazer fuera del Monasterio. Y la necessidad demanda su entrada. Y estos todos que an de entrar, acabada su obra, o socorrida la eminente necessidad, se salgan luego sin la mas tardanzas
Esta cita de De Vanees nos pone, a la vez, frente al aspecto más característico de los espacios conventuales coloniales ~la clausu· ra~ y nos permite examinar sus relaciones con el exterior.
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La clausura conventual La vivencia espacial del cristianismo postula la vida retirada como una de las pruebas más valiosas en el recorrido espiritual. Estar alejado del mundo, de sus vicios y placeres, da cuenta de muchas de Jas virtudes más apreciadas: templanza, humildad y, sobre todo, penitencia. ,En la Amé:ica hispánica colonial, la clausura tiene además un caracter colechvo: reclama una renuncia, pide un sacrificio, conlleva una muerte, imita los dolores de Jesús para la expiación de los pecados de la sociedad neogranadina. La monja, así, convierte su vida en el claustro Ysu práctica penitencial en un asunto colectivo en una forma de restaurar el orden que el pecado ha roto: muerte al mundo, pero no p_ara que el mundo deje de existir sino para que se renueve y perfecciOne por su sacrificio. Esta oposición entre el convento y el mundo, fundada en el carácter simbólico del primero ~que lo identifica con el jardín del Edén, el paraíso en la tierra~, lo muestra también como un filtro depurador de las perversiones mundanas, por lo que aparece como impenetrable, alejado, ideal. Sin embargo, no hay tal. Si bien la regla de los conventos femeninos se mostraba estricta e inflexible en el papel, fue laxa en la práctica precisamente por las relaciones políticas que el convento m~ntenía con la ciudad, de forma que, por ejemplo, el mundo secular mtervenía en las elecciones de las abadesas un acontecimiento que, en la regla, les competía exclusivamente ~ las monjas profesas6. Hay que señalar que esta penetración de los poderes seculares en un asunto que parece una competencia estricta ' del convento tiene que ver con la facultad que tenía la abadesa de conceder préstamos a personas de la ciudad, así como con las dona- El ingreso al convento se hacía por ciones que ella misma recibía, en calidad de obras pías, a favor del medio del pago de una dote. Había convento 7, y, sin duda, con el poder que tenía, junto con el prelado, monjas de velo negro, a quienes sus familias pagaban directamente de aceptar o rechazar a las aspirantes a esposas del Señor. su dote; y monjas de velo blanco, Una mujer podía entrar al convento más o menos a partir de los mujeres blancas, españolas o 12 años si quería convertirse en monja, pero muchas de ellas ingre- criollas, por lo general pobres, saba~ a edades más avanzadas: Josefa del Castillo, clarisa tunjana, a quienes un mecenas pagaba la dote. La cantidad y la calidad de la entro al convento a los r8 años; la carmelita de Santa Fe Francisca entrega determinaban la vida futura María del Niño Jesús lo hizo a la edad de 15, luego de la muerte de de la novicia y las posiciones que su madre; El vira de Padilla, fundadora del convento del Carmen de esta podía alcanzar. El convento era, ~anta Fe, en r6o6, ingresó al mismo luego de enviudar tres ve~es en ese sentido, una reproducción del orden social colonial. En J~nto con sus dos hijas y una sobrina. Como puede verse, las voca~ esta imagen de santo Tomás de cwnes podían llegar tardíamente, o incluso no llegar, pues muchas Villanueva, la donante es una monja fueron las razones para que una mujer entrase al convento, entre de velo blanco. Santo Tomás de Villanueva. Anónimo, siglo XVII. ellas su aspiración a convertirse en esposa de Cristo. Sin embargo, Colección Museo Iglesia Santa no todas las que entraron al convento con la firme intención de re- Clara, Bogotá. [4]
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cibir una formación religiosa que les permitiese profesar pudieron hacerlo. Las razones fueron principalmente sociales y económicas y hay que recordar que en la Colonia la condición étnica tenía, sob~ todo, un valor social. De modo que los requisitos para hacerse mo~a funcionaban como filtros que buscaban mantener la distinción y el prestigio de los conventos y de las órdenes religiosas a través de atri. butos como la limpieza de sangre, pues muchas más mujeres podían entrar a los conventos como criadas, esclavas, donadas, recogidas ' etc., y no necesariamente como novicias o monjas. Así, uno de los requisitos clave era el pago de una dote. Según Marcus de Vanees, el ya citado autor de la regla del convento de Santa Clara, dicho claustro debía tener tan sólo veinticuatro monjas, de las que sólo doce pagarían dote, mientras que las otras doce «que. daran a eleccion, y nombramiento como se pide, deban ser recevidas sin dote alguno» 8. El monto de la dote no se señala, pero oscilaba en. tre los mil y dos mil pesos de buen oro para las monjas de velo negro. Las monjas de velo blanco pagaban, más o menos, quinientos pesos. La diferencia es notoria si se tiene en cuenta que los oficios desem. peñados por las monjas dentro del convento estaban directamente relacionados con su procedencia social y con el valor de su dote: las monjas de velo negro pertenecían a familias de cristianos viejos; españolas o criollas en su mayoría, eran las más importantes por ocupar los cargos más altos, como abadesas, vicarias, contadoras, porteras. Las de velo blanco seguían en jerarquía y podían ejercer como enfermeras, escuchas, hortelanas, etc. La dote, [e]n el ámbito familiar, era una de las alianzas, en este caso, con las instituciones religiosas, que podían favorecer al grupo familiar. En el ámbito conventual, la dote reproducía la jerarquía social. como ya se ha discutido con las monjas de velo blanco y velo negro. Finalmente, el hecho de que se acudiera a la caridad pública para reunir el dinero necesario para ingresar a los conventos le daba a la sociedad el poder de decidir quién lo hacía y quién no. Los trámites engorrosos y el hecho de que sólo se aceptaran blancas pobres actuaban como un verdadero filtro social 9
Baste decir que las mujeres que entraban al convento sin dote y no contaban con ayuda económica de ningún tipo simplemente no podían profesar, pues la dote era la contribución que las aspirantes hacían para celebrar su desposorio místico con Cristo el día de su profesión. Pero si bien en el interior del convento se celebraría ese particular matrimonio místico, es bueno recordar que ese edificio hacía parte de la cultura de la interioridad, favoreciendo un conocimiento hacia
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dentro, pues allí se encontraba Dios. Por lo mismo, simbolizaba la
~ hitación de la divinidad, de modo que debía insistirse en el carác-
t: casi sagrado de la clausura, por lo que buscaba ser un espacio res;ngido para todos aquellos ajenos a las monjas, especialmente para hombres -las reglas conventuales prohíben incluso el ingreso 15 :el confesor y sólo autoriz~n la presencia del propio arzobispo o de n médico en casos excepcwnales-. u No todos los conventos contaban con construcciones que desde el inicio hubieran tenido ese fin; muchos conventos femeninos funcionaron en casas familiares adaptadas a las necesidades de la clausura, lo que puede verse como una expresión de la filiación que la sociedad patriarcal española establecía entre la mujer y lo doméstico. La principal función del edificio conventual era guardar el cuerpo: este moría al mundo simbólicamente en el momento de entrar en la clausura, al punto de que las monjas cambiaban de nombre, pues dejaban de ser las que hasta ese momento habían sido: la clarisa santafereña Jerónima Nava y Saavedra, por ejemplo, adoptará el nombre de Jerónima del Espíritu Santo luego de su ingreso y profesión. Cada monja debía tener una celda individual por la cual debía pagar, pues las celdas podían arrendarse o comprarse. Las monjas neogranadinas manifiestan en sus Vidas su preocupación acerca de si, al ingresar al convento, contarán con una celda. Josefa del Castillo es recibida al principio por una amiga de su tía fallecida recientemente, con quien ella planeaba vivir en el convento. Si bien la regla insiste en la prohibición de compartir celdas, en particular por el interés en mantener alejados los cuerpos, en impedir no sólo su contacto sinOi la vista de alguna de sus partes, en prohibir la desnudez, etc., la habitación en celdas compartidas fue más común de lo que se cree, dado el escaso espacio de algunos conventos, pero también por la . necesidad económica de recibir más novicias. Una de las mejoras que adelanta la madre Francisca María del Niño Jesús, siendo abadesa del convento de El Carmen, es la ampliación de los dormitorios de las monjas para que cada una tenga su propia celda y esta deje de ser un espacio compartido. Esta vivencia del cuerpo que ocurre en la celda abarca también las vigilias de las monjas, mortificaciones como dormir sobre el suelo o vestir ropas incómodas y ásperas, todo con el fin de matar al cuerpo, de acallar su voluptuosidad, su voz lasciva; de utilizarlo para alcanzar las aspiraciones del alma. Para todas estas penitencias, la soledad era importante, pues proporcionaba el ambiente adecuado para entrar en comunicación con Dios y obtener gracias especiales como visiones, arrobamientos y otros fenómenos místicos. En la búsqueda de esa comunicación, algunos lugares del convento eran especialmente propicios para la realización de ese deseo, para la experiencia de ese erotismo:
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Otro día estando una religiosa oficiando en el Coro, y como yo vía que hacía tan bien las cosas y ceremonias, que es lo que más me contenta que en el Coro esté puntual todo, como se debe; me vino un pensamiento... «le diera yo un abrazo a ésta porque lo hace bien»; y no había acabado de pensar ésto, cuando ya estaba la Vida de mi alma, parada a mi lado derecho, echando el brazo, apretadamente me apego a su cuerpo; yo le cogí la mano y me la apreté a mi corazón con un ansia de estar para siempre así, pegada deste amorosísimo Padre10 . Esta experiencia de la carmelita María de Jesús muestra al coro de la iglesia como lugar privilegiado para el encuentro con Dios algo similar a lo que les ocurrió a otras monjas neogranadinas. Per~ ese encuentro, lejos de reproducir la idea de corporalidades divorciadas, enfatiza el contacto de la carne; se trata de una voluptuosidad espiritualizada cuyo abrazo realiza el deseo, mostrando que incluso alegorías místicas reflejan la Las . .1 . eza del pensamiento co1oma el amor místico necesita un cuerpo. Así, lugares como la celda, el nqute a los tradicionales temas de coro, el locutorio y el huerto permiten -en el cumplimiento estricto freo ística cato'1.1ca. En 1a cu1tura de la norma religiosa, luego del cual Jesús se les aparece a las monla rnroca fueron muy importantes la bar re y el corazon 'dC" jas- que estas mujeres deseantes ganen un cuerpo, que se reconoze nsto como sangas de meditación conventual. can como cuerpos, cuerpos que aman apasionadamente el cuerpo tero . . a irnagen, Cnsto comumca de Jesús, urgidos de él, encontrando en esa necesidad una condición En langre en una VISJon · .. de santa sustalina de R!CCI. . . Cata ¡·ma RlCCl . . liberadora del propio sistema colonial, pues en su experiencia del C en cuerpo las monjas neogranadinas se sustraen al orden patriarcal que , ~ sis. Anónimo, 1785. Colección ex acode la República, Bogotá. [5] las subalterniza y resignifican la norma religiosa, en aras de obtener san un estatuto como sujetos, mostrando esa censura del cuerpo como una construcción histórica, como una forma de poder que sirve para diversos fines, y su erotización como un modo de negociar con ese poder y de ir más allá de la regla. Pero debe tratarse un elemento adicional de la relación entre el cuerpo de las monjas y el espacio conventual, y es el que tiene que ver con los sentidos. La disposición física del convento desarrolla una relación particular entre lo interior y lo exterior, hasta el punto que se expresa en el lenguaje de las monjas cuando afirman estar «fuera de sí» en el éxtasis místico. Las reglas conventuales especifican las características que debe tener la puerta del convento y las virtudes de la monja portera, uno de los cargos más importantes, pues es la guardiana de esa interioridad, por lo que requiere discreción, temor de Dios, diligencia, costumbres graves y edad conveniente: Y este mui bien cerrada la puerta con cerraduras, y cerrojos de yerro, y en ninguna manera se dexe, ni por espacio de un momento abierta, sino cerradas, y que este echada la llave, y este cerrada de di a con una llave, y de noche con dos llaves, y no abran a toda per-
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sona que llamare si no fuere a los de quien tienen noticia que se deve abrir, segun que en el mandaro desta Regla, de los que ande entrar, se contiene; Ya ninguna sea licito hablar alli, sino solamente a la portera en lo que a las cosas de su oficio pertenezenll. Así mismo, el torno, el confesionario, los coros alto y bajo de la iglesia, la cratícula y el locutorio son espacios conventuales en los que la censura sobre el exterior se hace más evidente y rigurosa. En todos ellos, la monja no puede ver ni ser vista, no puede tener contacto físico con nadie de afuera, debe sólo dejar oír su voz -torno, confesionario-, ver a través de las celosías -coros-, abrir la boca para recibir la Eucaristía -cratícula- y mantener baja la mirada y cubierto el rostro -locutorio 12- . Se ha hablado suficientemente de los castigos corporales que las monjas neogranadinas se autoinfligían como forma de expiar sus pecados y los de la humanidad. Como ya se anotó, estas prácticas se encuentran enmarcadas en la lmitatio Christi y, como tales, tienen un fuerte vínculo con los preceptos del Concilio de Trento, que, para contrarrestar la expansión luterana y los cuestionamientos de la mediación del sacerdote en la relación con Dios, enfatizaba la identificación de Jesús como segundo Adán, hijo y redentor cuya intermediación por el perdón de los pecados de la humanidad hacía de los sacerdotes sus representantes en la tierra. Así, la figura de Jesús como ideal para seguir en la vida espiritual se actualizaba en la penitencia de las monjas, en particular porque era Jesús el objeto más anhelado de su deseo, el premio máximo alcanzado por su , perfección espiritual, de modo que lo cubrían de imágenes eróticas, pues la imitación de su pasión invocaba su presencia. Cabe decir, en todo caso, que el conocimiento de Jesús como objeto amado sólo se daba en aquellas monjas que vivían una experiencia mística dentro del convento, por lo que es importante separar la práctica de la penitencia como ascesis de la que es propia de la mística. En la ascesis, la penitencia no lleva a la unión con Dios, ya que en ella se hace un uso purgativo del dolor; en cambio, en la mística trae consigo una experiencia amorosa, de unión con la divinidad. Dentro de los conventos neogranadinos, la penitencia tuvo un carácter tanto ascético como místico y podía realizarse individual Y.colectivamente, dependiendo de los mandatos del guía espiritual. Sm embargo, su práctica superaba el reducido imaginario que se tiene ~e .l~s flagelaciones de las monjas; implicaba también la pobreza, la v¡gliia, el ayuno, el silencio, virtudes como la obediencia y el autodesprecio, y sacramentos como la confesión. . En todos los casos, la penitencia servía como una forma de expenmentar el tiempo y de celebrar acontecimientos religiosos, pues las
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El infligir castigos al propio cuerpo fue visto como una manera de disciplinar el espíritu, pero también de seguir el camino de Jesús. La práctica del castigo autoinfligido se constituyó en un comportamiento ejemplar y ejemplarizante en los conventos. Las pinturas coloniales representaron la flagelación y sus instrumentos como símbolos de virtud. En la cultura colonial, Cristo era el rey de los mártires, y una vida ejemplar debía imitar su comportamiento, razón por la cual era tan importante la mortificación del cuerpo. Nazarenas de san Agus1ín. Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos, siglo xvu. Colección particular. [6]
monjas cumplían disposiciones en cuanto a períodos como la Cua. resma. la Pascua, etc., en los que debían guardar ayuno, así como contaban con variadas meditaciones para cada día de la semana, ias cuales eran guiadas por los autores espirituales que les recomendaban sus confesores y que comprendían, por ejemplo. la pasión de Cristo, de forma que el lunes meditaban sobre la oración en el huer· to. el martes sobre la acusación y las bofetadas, el miércoles sobre los azotes en la columna. etc. De allí que la penitencia no estuviese encaminada exclusivamente a generar unos sentidos del dolor cor· poral y unas actitudes específicas con respecto al cuerpo. el ciJa! era objeto de rigurosa mortificación, sino también a colonizar y dis· ciplinar las mentes de las monjas con pensamientos que afectasen su ánimo y edificasen su interior. Con todo. la conciencia corporal que estos usos penitenciales despertaban en las monjas servía para caracterizar una experiencia religiosa fundada en los sentidos Yla carne. y en la que el cuerpo fue resignificado como valor espiritual y ya no como camino de pecado, pero al mismo tiempo como vínculo material que, al erotizar el espíritu y espiritualizar el deseo, abría su propio espacio simbólico a la constitución de una subjetividad, ala afirmación de una particularidad y a las retóricas de su encubrimien· to. El cuerpo entraba. así. en los misterios de la creencia y el poder. Otro aspecto de la penitencia que puede examinarse es el que trata del silencio. Los conventos articularán en la Colonia el uso de una palabra religiosa hablada, asociada con la divinidad y con su
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facultad creadora, y el de una palabra escrita que alienta una nuca ortodoxia al permitir los controles de la Inquisición y funda una ;ráctica letrada que prolongará las separaciones de clase y los ejercicios privilegiados de poder. Así, en su asociación' con la divinidad, la palabra oral. se d~pura en los conventos desde la Edad Media 13, de modo que el stlencw aparece como un factor que cohesiona a la comunidad religiosa, unida en la penitencia de la voz, y que contrasta con la fama de santidad que circula, se expande y resuena fuera de las paredes del convento. Por supuesto que tal censura de la palabra oral da cuenta también de lo extendido de su uso en los conventos, por lo que expresa, a la vez, el afán de disciplinarla, por ejemplo, a través de la confesión auricular. Pero los conventos no eran espacios sólo de perfección de cierto comportamiento social -el dedicado a Cristo-, sino también de control y disciplinamiento de otras conductas, lo cual hacía que allí no sólo se encontraran las monjas, las novicias y las donadas, junto con sus criadas y esclavas, sino también otras mujeres que eran recluidas por el tiempo de viaje de sus maridos, buscando que no cometiesen adulterio, o las que, habiéndolo cometido, eran depositadas en el claustro por los esposos traicionados, y también aquellas que, siendo solteras y no teniendo inclinaciones religiosas, entraban en una clausura que, supuestamente, las cuidaría de las seducciones masculinas. Sin embargo, la clausura conventual no resultaba tan impenetrable para las personas de la ciudad, tal como lo muestra la Real Cédula del 22 de junio de 1701 que ordena el castigo de María Teresa de Orgaz, soltera recluida en el convento de Santa Clara, de, Santa Fe, por la correspondencia ilícita y las relaciones amorosas sostenidas con el oidor Bernardino Ángel Isunza, quien escaló las paredes del convento y robó a la mujer, la cual había sido depositada en la clausura precisamente para evitar su contacto con él.
La escritura y la lectura Los conventos coloniales fueron espacios en los que se desarrolló una importante actividad letrada. La Inquisición había ejercido un profundo control sobre la producción escrita en Europa por medio de los índices de libros prohibidos que, desde mediados del siglo xv1, fueron elaborados por los inquisidores generales y que también se utilizaron para controlar los cargamentos de libros que llegaban a las Indias e impedir la penetración en la América hispánica de las ideas luteranas y reformistas. Con todo, y pese a los rigurosos controles, muchos de esos libros llegaron a las colonias, como lo atestiguan los
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documentos que ordenan que sean recogidos y los procesos seguidos a sus vendedores. Los conventos debían tener licencias papales para poseer un ejem. piar de la Biblia en latín -pues el índice de 1551 prohibía la tenenc~ de biblias en lenguas vernáculas-, y sus bibliotecas se componían de autores espirituales, casi todos españoles, recomendados por los confesores tales como Luis de Granada, Miguel de Molinos -antes de su proc:samiento por la Inquisición-, Teresa de Ávila, Ignacio de Loyola, etc. Pero no todas las monjas sabían leer ni, mucho menos, escribir; aquellas que sí contaban con una formación letrada les leían en voz alta a sus compañeras en las horas de comida en el refectorio, pues la lectura era sobre todo una actividad c~munitaria. Sin.e~lb~ go, un grupo exclusivo de monjas neogr~n~dmas tuv? ~1 pnvlleg~o de leer individualmente ciertas obras espmtuales, actividad que Sin duda favoreció la constitución de su subjetividad al experimentar la lectura personal -algunas de ellas incluso afirmaban ha?er hecho lecturas individuales, no siempre santas, desde antes de su mgreso al convento-. Además, esas mismas monjas recibieron de su confesor la orden de escribir sus vidas, lo cual era una forma común, implementada por la Iglesia, de controlar las experiencias religiosas de sus miembros en un contexto de expansión luterana y de numerosos casos metropolitanos de alumbradismo y herejía ..De este modo,. el convento fue un productor cultural de discursos eJemplares Yedifi· cantes que, si bien se han vinculado con producciones similares del otro lado del océano, aquí tienen una condición colonial, por lo que se hace fundamental radicalizar su lugar de enunciación. En la época colonial fueron pocos los casos de mujeres al~abeti zadas que además llevasen adelante una actividad letrada. Casi todas se encuentran en los conventos y, exceptuando el caso de la jéronima mexicana Juana Inés de la Cruz, todas escribieron por mandato de sus confesores. Allí, sumados a su búsqueda espiritual, se encuentran los controles a su ortodoxia ejercidos por el confesor, la tensión entre una subjetividad que iba constituyéndose y la exigencia instítucional de abandonarla, la cuestión de la representación, en cuan~o revela y esconde, la función del letrado y su posición co~tradictona La vida intelectual femenina durante de reproducir e impugnar el poder que lo integra al Impeno y, al ~I.s la Colonia tuvo un importante mo tiempo, lo subalterniza. Puede verse entonces que la ~
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'bía la historia de América, que era una historia de apropiaciones encías· pero también opuso esa «ciudad letrada» a la «ciudad Y 11erla cual' se construía según el discurso que sobre e11 a escn'b'Ia real ~queño grupo que manejaba el orden de los signos y a la que se es\igía adaptarse a él. Incluso antes de existir en un nivel factual, le eciudades ya exishan . , en un mve . 1textua·¡ : las
esdc~!
Una ciudad, previamente a su aparición en la realidad, debía istir en una representación simbólica que obviamente sólo podían. ~ asegurar los signos: las palabras, que t~a~u:ían la volunta.d de edificarla en aplicación de normas y, subsid!anamente, los dmgramas gráficos, que las diseñaban en los planos, aunqu:, con más frecuencia en la imagen mental que de esos planos teman los fundadores, los,que podían sufrir correcciones derivadas del lugar o de prácticas inexpertas14. Estos planos, estas letras, conversan con la redacción de las relas constituciones y ordenaciones de las monjas neogranadinas, gue ,existieron en el papel antes siquiera de contar con e1 ed'fi . I CIO ~nventual o con el grupo de religiosas. Así mismo, la escritura tenía ffi1 fuerte vínculo con la legalidad, con las funciones del poder, pues, por un lado, era fundadora de un discurso sobre América que se desarrolló en cartas, historias, diarios, relaciones de méritos, reclamos de mercedes, actas de fundaciones e incontables documentos legales y, por otro, imponía sobre el mundo un orden que debía acatarse inapelablemente. Dice Rama: No sólo la escritura, también la lectura quedó reservada al grupo letrado: hasta mediados del siglo XVIII estuvo prohibida a los fieles la lectura de la Biblia, reservada exclusivamente a la clase sacerdotal. [... ] Este exclusivismo fijó las bases de una reverencia por la escritura que concluyó sacralizándola. La letra fue siempre acatada, aunque en realidad no se la cumpliera, tanto durante la Colonia con las reales cédulas como durante la República respecto a los textos constitucionales. Se diría que de dos fuentes diferentes procedían los escritos y la vida social, pues los primeros no emanaban de la segunda sino que procuraban imponérsele y encuadrarla dentro de un molde no hecho a su medida15• Esa particular relación que evidencia Rama entre la escritura y la vida social va a constituir la tensión del letrado colonial: protector del poder, ejecutor de la letra -que es, además, la ley-, elletra~o reproduce el esquema de dominación imperial al utilizar el matenal verbal del colonizador, sus categorías de conocimiento del mundo,
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su orden de los signos, pero en ocasiones lo hará para negarlo, Para transgredido, para descentrado, elaborando u~ discurso que revela y oculta, que representa e impugna, que centraliza y se desplaz.a a las márgenes; en fin, un discurso barroco que es a la vez dependiente y diferenciado 16 • En esa categoría letrada se ubican las monjas neogr~nad!nas que escribieron sus vidas. Su posición fue aún más contradtctona que la de los hombres letrados, no sólo por ser mujeres -en un momento en que la construcción de la categoría mujer estaba fuertement.e in. fluida por la ortodoxia contrarreformista y por el contexto colomal~ sino también por ser religiosas, de modo que sobre ellas operab.an una doble censura y una doble marginación. Sin embargo, las moll]as explotaron retóricas que transgredían el orden colonial, c?mo cuan. do usan el don de la ciencia infusa para elevarse por enctma de los «doctos varones» en el conocimiento de Dios. Si bien muchos estudios sobre la escritura conventual en la Amé. rica hispánica colonial señalan la profunda filiación entre los te~tos de las monjas y modelos metropolitanos, especialmente los ~scntos de Teresa de Ávi la, parecen ignorar, por un lado, las preceptivas retóricas de la época y, por otro, las modificaciones que sufren. dtcbos modelos al desplazarse su lugar de enunciación. Las precept.tvas retóricas españolasll definían la imitatio y la aemulatio, amph~mente utilizadas por los autores canónicos de la época -Lope, Gongora, Quevedo-. como formas de invención poética. La pn~1era buscaba la filiación de la composición literaria con una tradtcJOn de grandes letras. lo cual la integraba al canon y le daba autoridad. La segunda superaba el modelo imitado y se trataba también de una demostra· ción de erudición poética. A las monjas amencanas la mutatto Yla aemulatio les sirvieron esencialmente como una forma de autonzar sus discursos. pues ellas sabían muy bien que estaban e~cribiendo desde la periferia del Imperio, por lo que esa vmculac10n con IDs grandes autores españoles -en particular, con Teresa, que les era ~xpuesta además como modelo de santida.~ feme~ina- hacía rele· vantes sus voces. Pero estos recursos tamb1en strvteron para deseen· trar ese canon español, porque las monjas decían otras cosas, usaban la escritura no para demostrar su erudición -que, salvo el ca~o de la mexicana sor Juana Inés de la Cruz, no puede asegurarse de mnguna otra monja colonial-- sino para afirmarse como sujetos, para dese· quilibrar el orden que las subalternizaba, para construir su cuerpo. Dice Margo Glantz: [L]a buena caligrafía en la mujer, decía sor Juana, se contamina de indecencia: se vuelve un signo obsceno que dibuja la sexualidad, la mano es una proyección de todo el cuerpo; opera como una figura
retórica, la sinécdoque, es decir, toma la parte por el todo. Malear la letra equivale en la escritura femenina a deformar el cuerpo, carne de tentación que con su belleza amenaza a los hombres 18 . El uso de estos recursos también permite ver la ambigüedad con que operó el modelo de Teresa en las colonias de Indias: promovido por la Iglesia en cuanto ideal femenino de santidad y perfección cristiana -y peninsular-, era interesante para las monjas en su condición de mujer culta, escritora, doctora en teología y autora de la reforma del Carmelo. Esta contraposición muestra que la Iglesia no estaba interesada en ofrecer una formación intelectual profunda a las monjas sino en que estas fuesen obedientes, humildes y virtuosas, y que las monjas, a su vez, adoptaban el modelo -obedecían-, pero con sus propias intenciones. La vinculación de la escritura de las monjas con Teresa en ocasiones paraliza el estudio de la producción escritura! de los conventos coloniales, pues invisibiliza las estrategias discursivas de las mo!1ias produciendo lecturas colonizadas que las siguen viendo desde allá y no desde acá; es decir, ignorando su lugar de enunciación. Este segundo aspecto -desde dónde escriben las monjas- enfatiza su interés en hablar de su experiencia religiosa, lo cual implicaba la equiparación de América con Europa en términos religiosos yel desplazamiento de la imagen americana como tierra de idólatras y gentiles por la imagen de una América productora de mujeres santas -Rosa de Lima, Mariana de Quito-, de discursos edificantes, de relatos cristianos ejemplares. Así mismo, ese locus desde el que las monjas construyen sus discursos sirve como enunciación del paradigma barroco americano. La discusión acerca de la existencia del barroco de Indias en las colonias peninsulares, como una expresión específica y una apropiación particular de los códigos metropolitanos -de acuerdo con agendas políticas, sociales, simbólicas y económicas del sector criollo-, la ubica en contextos virreinales; sin embargo, esta definición dejaría por fuera experiencias barrocas como la de la Nueva Granada, que sólo fue virreinato a partir del siglo xvm, las cuales pueden considerarse expresiones del barroco indiano. Un ejemplo de ello son las Vidas ejemplares de las monjas neogranadinas. Escritos por mandato de su confesor -y, en algunos casos, de autoría de los propios confesores-, estos textos postulan una experiencia religiosa barroca no sólo en cuanto cumplimiento de las disposiciones del Concilio de Trento y según la tradicional identificación del barroco como instrumento ideológico contrarreformista, sino específicamente como una negociación entre la tradición escritural-y, en ese sentido, política, social, simbólica- de la Península y las inquietudes, reclamos y experiencias procedentes de
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un orden colonial que impone, rechaza, descalifica, concede privile. gios y domina. Así, las Vidas de las monjas muestran una experien. cia religiosa acorde con los postulados del Concilio de Trento y con las exigencias cristianas de ortodoxia, pero también son expresión de una espiritualidad transgresora, en muchos casos conflictiva e inarmónica, que presenta una subjetividad en formación, tímida y rebelde, la cual construye en el papel un espacio de deseo y encuen. tra en la letra un territorio en el que la identificación de la identidad y la alteridad alterna con el Imperio y la colonia. Ese juego alternativo, característico del discurso delletrL i,¡ colo. nial, fue expuesto socialmente en el uso que tuvieron las Vidas ejem. piares como modelos de perfección cristiana, como generadoras de devociones en un cuerpo social que se cohesionaba alrededor de la fama de santidad que tuvieron muchas de estas monjas. Así, la re. dacción de las Vidas de las monjas sirvió como una forma de mode. lar el cuerpo social, pues estas mujeres eran expuestas como ideales de virtud y de perfección cristiana, comportamientos ejemplares que se esperaba fuesen adoptados por la sociedad neogranadina. Comu puede verse, las Vidas de las monjas tenían una doble función pú. blica: primero, pasar la censura del confesor respecto a su contenido ortodoxo, en donde lo que estaba bajo el ojo evaluador del maestro espiritual eran la subjetividad de la monja y sus propias técnicas de ocultamiento -es decir, la exposición de su interioridad-; segundo, pasar la censura de los otros posibles lectores y lograr la apropiación por parte del cuerpo social. Esta apropiación encontraba un canal en
Las Vidas ejemplares se constituyeron en uno de los temas principales de la escritura en los conventos. Para ello, la muerte ((en olor de santidad» o la incorruptibilidad de su cadáver eran símbolos inequívocos de que la difunta había alcanzado la perfección. Esta fue una de las razones de las abundantes representaciones pictóricas de monjas muertas. Se trataba de retratar con todo detalle el cumplimiento de tal destino. Luisa Manuela del Sacramento. Victoriano García Romero (atrib.), ca. 1809. Colección Banco de la República, Bogotá. [8]
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1 sermones que los sacerdotes pronunciaban en las iglesias y en la %toria sagrada en general, en la que los comportamientos de las 0 onjas se promocionaban como virtuosos o pecaminosos, depen:endo del favoritismo y de las relaciones que los sacerdotes tuvieran con ciertas monjas o con ciertos conventosi 9• Toda esta censura evidencia la violencia que acompaña a la condición alfabetizada de las monjas, pues el mandato de escribir era Ulla forma de disciplinamiento que ejercía, justificaba y renovaba el poder que sostenía el orden colonial. Así mismo, la actividad letrada de los conventos estaba profundamente ligada a toda una tradición cultural peninsular asociada a los roles de género y en la que se leían yreproducían discursos sobre los comportamientos que se esperaban de las mujeres. Autores como fray Luis de León o Luis Vives se les recomendaban a las mujeres coloniales para que conocieran sus obligaciones y lealtades con los hombres; las monjas recibían una formación similar pero supeditada a sus tareas religiosas. Es lo que veremos en el siguiente apartado.
Lo femenino y la relación monja-confesor Muchos estudios sobre vida conventual femenina en la América hispánica coinciden en afirmar que las dos únicas opciones para la mujer colonial eran el matrimonio y el convento. Hay que decir , ·que eran opciones para una mujer colonial, que generalmente podía asociarse con las élites criollas; además, dichas opciones respondían más a las alianzas que las familias de los grupos sociales altos buscaban entablar, para mantener sus privilegios económicos, políticos y sociales, ya fuese con otras familias o con las instituciones; en este caso, con las órdenes religiosas femeninas. El argumento que se esgrime a favor de esa afirmación es que las mujeres que no podían casarse ni entrar al convento terminaban dedicadas a la prostitución, por lo que en algunos lugares de las Indias promovieron la caridad pública para entregar dotes a las mujeres huérfanas que no contaban con los recursos económicos para evadir su triste destino de prostitución. Al respecto, dice Jorge Gamboa: En la Nueva España, según Ana María Atondo, también se hicieron propuestas para establecer conventos que no exigieran dote a las aspirantes utilizando este argumento, pero sólo fueron parcialmente atendidas. Atondo llega incluso a argumentar que el elevado monto de los bienes necesarios para establecer un matrimonio po-
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dría explicar por qué durante los siglos XVI y XVII predominan las mujeres blancas en el ejercicio de la prostitución: «Si estas mujeres no podían encontrar en su propio grupo étnico un esposo que les resolviera el problema de su subsistencia -debido a las reticencias que los hombres blancos novohispanos mostraban hacia el matrim0 • nio-, podían contar con ellos por lo menos como clientes». Sin embargo, esta conclusión, tomada de algunas opiniones de la época, parece bastante exagerada, ya que la dote nunca fue un requisito indispensable para el matrimonio y de hecho la mayoría de uniones carecían de ella. Además debían existir muchas y diversas formas de ganarse la vida para las mujeres pobres de la época colonial que no contaban con el apoyo de una figura masculina. De hecho, los trabajos sobre la condición femenina en ciertas ciudades coloniales como México y Santafé a finales del siglo XVIII han demostrado que existían numerosos hogares donde las mujeres se encargaban solas del sostenimiento de la familia. desarrollando múltiples oficios como tenderas, costureras, tabaqueras, cocineras, hilanderas, etc. La ausencia de un hombre en la casa o de un matrimonio legítimo no las condenaba automáticamente a la prostitución 20
Con todo, el convento colonial fue un espacio privilegiado de construcción de un tipo particular de sujeto femenino a través de la práctica de las virtudes cristianas, guiada por el confesor y, en menor medida, por la maestra de no\'icias. y que buscaba reproducir una jerarquía en la que la mujer se subordina al hombre; recordemos que por encima de la autoridad de la abadesa estaban la del arzobispo e incluso los criterios de la orden religiosa masculina bajo el cuidado de la cual estaba el convento, y más allá. sin duda. la subordinación a una palabra divina, falocéntrica. Este discurso de las virtudes estaba guiado por la convicción estamental de que los hombres eran ma1 virtuosos que las mujeres. razón por la cual eran ellos quienes debían guiar su adopción y uso por esos seres débiles que estaban a su cuidado. Sobre esta idea se fundaba la relación monja-confesor. Así lo dice Juan de Olmos y Zapiaín, confesor de la clarisa santafereña Jerónima del Espíritu Santo, en el elogio que da inicio a la f'ida de la monja: Dotó Dios Nuestro Sei'ior a nuestra Gerónima de realsadas prendas naturales. [... ] Correspondía a esto que su entendimiento fue mui claro. subtil, delicado y vivo. Tan admirable. que personas de letras y juisio que le trataron. experimentando tan alta capasidad. desían y con rasón. que no era entendimiento mujeril; pues discuITÍa remontándose en cosas altíssimas y escudrii\aba las profundís-
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simas.[ ... ] Fue mui pundonorosa, mui prudente, amantíssima de la justisia, tan magnánima y fuerte que, puedo aseverar, pudo competir con la más grande fortalesa varonil 21 •
Yo agregaría que esta filiación tiene un correlato en la etimología deJa palabra virtud, la cual proviene del latín vir, «hombre)). Allí podemos incluso encontrar argumentos para afirmar la dificultad que tenían las monjas para hablar de sí mismas a partir de un lenguaje imperial que estaba hecho para referir glorias y hazañas masculinas, hechos admirables realizados por héroes varones, relatos ejemplares y conquistas espirituales de hombres, narrados por voces de hombres con palabras y plumas que ejercían y afianzaban la superioridad masculina y un poder patriarcal que dictaba cómo debían ser las mujeres, en qué consistía su naturaleza y cómo se debía «dominarla». Así, no debe sorprender que para las monjas neogranadinas resulte un extrañamiento, al tiempo que un desafio, escribir sus vidas, porque primero deben adueñarse de un lenguaje que las cuestiona -no sólo por su falocentrismo sino también porque las inserta en el ejercicio de poder que implica usar la escritura, como ya se dijo- y luego rcsignificarlo y flexibilizarlo, de modo que afirme y calle, que revele y oculte, que reproduzca y subvierta ese poder; en fin, que comunique sus experiencias. Pero insistiendo en que la mayoría de las monjas no llevó a cabo una actividad letrada, hubo otros modos de construir lo femenino dentro del convento a partir de la relación con el confesor. La virtud que caracterizaba este vínculo era la obediencia, pues en el arduo
La presencia de un mundo masculino que subyugaba a la mujer y le otorgaba un plano secundario en la sociedad se reflejó en la vida conventual en la importancia del confesor, el director de conciencia y el capellán conventual. Sobre ellos pesaba el control de los comportamientos, el seguimiento de la recta doctrina, y hasta de la escritura femenina. En la imagen, Juan de Herrera, que fue capellán del convento de Santa Inés en Bogotá. Retrato Juan de Herrera. Anónimo, siglo XVIII. Colección Banco de la República, Bogotá. [9]
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camino espiritual las mujeres eran más susceptibles de equivocar. se, de forma que necesitaban la guía del confesor para no caer en los engaños del demonio, los cuales podían confundirse con favores celestiales, pues era distintivo de la vida religiosa femenina expe. rimentar raptos, visiones y revelaciones que eran, según el jesuita Miguel Godínez, autor de un tratado indiano de práctica mística honras de Dios a cambio de los impedimentos que tenían las muje: res para el sacerdocio, la predicación apostólica y las demás labores religiosas efectuadas por los hombres 22 • En general, los confesores de las monjas neogranadinas pertenecieron a las órdenes dominica, agustina y franciscana, pero se destacaron especialmente los de la Compañía de Jesús, que inculcaron en sus dirigidas la práctica de los ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola -característicos de la religiosidad barroca y contrarreformista-, lo cual es notorio en las descripciones de los fenómenos místicos que hacen ellas en sus Vidas. El confesor guiaba a las monjas en su vivencia penitencial vigilando ciertas prácticas como las mortificaciones, pues su abuso podía significar no el sacrificio del cuerpo sino la exaltación de la carne. De la misma forma, ordenaba que las monjas recibieran los sacramentos oportunamente y la frecuencia de las confesiones generales. que no;. mal mente eran una, dos o tres veces al año. Cuando una monja se destacaba particularmente por sus experiencias espirituales, mandaba la redacción de su vida para verificar la ortodoxia de dichos sucesos y descartar la posibilidad de un engaño del demonio. pues la sombra del alumbradismo se proyectaba sobre la religiosidad indiana. Lo que queda claro con estas distinciones es que lo femenino que , se construía en el convento a partir de los controles y guías de los confesores y del propio arzobispo, principal autoridad religiosa de la ciudad, servía para la construcción y la afirmación de lo masculino. Sin embargo, la apropiación que de este discurso hacen las monjas neogranadinas para validar su experiencia religiosa les permite descentrar esa autoridad, liberándolas de la obligación de reproducir esas jerarquías, y, en cambio, trascender las forma~ patriarcales de conocimiento de Dios, pues esta relación de poder, basada en la obediencia y la sumisión de la monja frente a su confesor. no era en realidad tan inapelable. Si, por un lado, las monjas refieren su constante preocupación por obedecer a sus guías espirituales, al mismo tiempo los responsabilizan de cualquier fisura en su formación espiritual, pues explotan la relación según la cual el confesor sabe y ellas no, el confesor es docto y ellas son ignorantes, el confesor es hombre y ellas son mujeres. No se puede esperar entonces sino que duden, que se equivoquen, que pequen, que no entiendan los mensajes de Dios. Sin embargo, se ubican fuera de ese modelo al usar tópicos como la «docta ignorancia)), que no sólo las reivindicaba en su escasa forma-
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ción intei~.ctual frente a la que recibían los hombres religiosos, sino que tamb1en las afirmaba como favoritas del Señor al recibir sus dones:. yo que no he estudiado y .con?zco el latín, yo que no lo he pedido y Dios ~e ha revelado su sa~1duna. Retóricamente, este ejercicio de la humzlztas las pone por ~nc1ma de sus guías espirituales, las muestra como prefendas de D10s. Si a la muj~r estaba asociada la sexualidad pecaminosa, así como le estaba sa~c1onada la experi~ncia del deseo, el modelo de mujer sa~ta, abstra1da del mundo, alejada de las tentaciones del siglo, reclmda en el convento para gastar su tiempo pensando en Dios le permitía, a s.u vez,. ll~v~r al límite aquellas cosas que le eran ad~itidas para r~ahzar h1s~onc~mente su deseo: la escritura y sus coloquios co~ ~¡os, la pe~~tenc1a: ~1 ayuno, la vida ascética y la experiencia m1st1ca le permitieron vivir el deseo, ajustándose tan estrictamente a la regla que llegaba hasta el punto de transgredida: Un día, después de aver comulgado, me hallé tan rica de favores y dulsuras [de] que avía Dios colmado mi alma que de cosa nin-
guna .temporal hazía apresio, antes consideradas aun las que más se estiman. Tube por nesios a los que anhelan por ellas, estimando yo ~ás un ratico de las sequedades y amarguras que suelo padeser env1adas por la ~ano de mi Señor, que quantos reinos y provinsias ay. Y estando haz1endo apresios de las virtudes, espesialmente de la santa pobresa, que la amo tiernamente por lo que mi amado le amó vi a mi Señor que se llegó a mí con un amor y mansedumbre que m~ asombró. Traía las manos atadas y se echó en mi presensia. Arro-
La confrontación con un mundo dominante masculino muchas veces fue evadida y sutilmente transgredida desde Jos conventos. El hecho de hacer parte del mundo masculino no necesariamente significó la total sumisión e incluso algunas monjas Jo~raron mgresar a la corte celestial, junto a reconocidas santas. Juicio Final. Gregorio Vásquez de Arce YCeballos, siglo xv11. Colección Iglesia San Francisco, Bogotá. [10]
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jándose al suelo me desía: «¿qué quieres que ag.a por ti? Aquí me tienes; aprisionado me han tus amores. Y pues tu por m1 renuns1as a todas las cosas temporales, pídeme de mis riquesas las que qUIsieres; y [a]las almas que de tí se balieren les repartiré sin escasés ninguna mis tesoros)) 23
Un dios postrado a los pies de la monja, ofreciéndol~ su poder y sus riquezas: el cumplimiento estricto de la norma. rehgwsa transgrede ese orden colonial y patriarcal y pone a la monJa a la cabez~ de todas las jerarquías. Otra expresión de esto es, sm duda, la ~UbJehv¡. dad que construían cuando escribían sus ~idas, pero tamb1en la pro. pia experiencia de clausura, pues, al ser v1sta esta como una muerte al mundo y un sacrificio por la redención de los peca?os de la huma. nidad --lmitatio Christi-, ellas se ponían por enc1ma de muchos hombres -y mujeres- a quienes su santidad redimía, así la refiriesen con humildad. De este modo, ellas mismas se integraba~ al or. den colonial no sólo mostrando que los conventos part1c1paban activamente ~n él, sino también enfatizando la contribución que hacían a este con su sacrificio: Otro jueves, estando en la misa conventual y mi Amo patente me vino un recogimiento que casi no estaba en mi, yo un ped1r por la salvación de todas las almas y conversión de todos los in1ielcs: luego vi un río que salía del Trono de la Trinidad con impelo Yvelocidad más que un rayo. Luego me vi metida en este río hasta la garganta Y fué tal el gusto y contento que empecé a dar gritos: ven1d cnstwnos, venid infieles, venid gentiles. venid justos, venid cuantas maturas hay en este mundo; venid meteos aquí, que aquí hay remedio para todos aquí hay dichas, gustos, consuelos, y cuanto qtus1eres; y de ver que naide venía, empecé a beber tragos y decía: éste por los JUstos, éste por los Prelados, eclesiásticos y seculares, éste por los que me han encomendado, éste por las ánimas del Purgatorio2·I
Con todo, la construcción de lo femenino en el espacio conventual no estaba sólo referida en el discurso masculino del que ya se ha ha· blado, pues dentro del convento no existía un solo tipo de muJer -re: cuérdese que lo habitaban otras mujeres que no eran reltgwsas-, m tampoco entre las monjas. Una diversidad de «femenmos» hay en el convento entre las criadas, esclavas, recogidas, donadas. novJCtas Y monjas profesas. La procedencia social y étnica fue un factor d:cJst· vo para la profesión religiosa en la Nueva Granada y para los ohcJOs que se desempeñarían en el convento. Considero, ~n todo caso, que las investigaciones pueden ampliar mucho esta temattca para superar las visiones que ubican lo femenino como una agenda no sólo frente
lo masculino sino también entre las mujeres que subalternizan a a0tras -el caso de las monjas con criadas y esclavas-, en donde la xperiencia de la interioridad también se muestra jerarquizada ~ co~onizadora, y donde modelos como la Virgen María, Teresa de Avi la yClara de Asís, recurrentemente citados por las monjas, tienen mucho que aportar, pues muestran una construcción de lo femenino entre mujeres, pero nuevamente en un conversación con la Metrópoli. Una mención especial merece el caso de Rosa de Lima, canonizada en el siglo xvn: esta religiosa peruana se convirtió rápidamente en un modelo de vida conventual y de perfección cristiana femenina para las monjas neogranadinas, pero tenía un valor político adicional, y este era ser la patrona de América, la santa americana que convocaba diferentes proyectos políticos de la Lima virreina!, pero también los reclamos americanistas de una religiosidad localizada y experimentada en la periferia del imperio.
Conclusión Quisiera terminar con una visión de la clarisa Jerónima del Espíritu Santo, en la que se hace referencia al «seguro de la interioridad», que en el discurso barroco se localizaba en el cuerpo y se correspondía con una de las virtudes femeninas más apreciadas dentro y fuera del convento: la castidad. Simbólicamente, el convento era ese seguro, pues entrar en él se vinculaba con la reparación del pecado y la' restauración de la alianza con Dios a través de la imitación de las virtudes de Su Hijo. Como representación urbana del paraíso terrenal, el convento operaba un desplazamiento simbólico con las imágenes de la tradición occidental que refieren el idilio bucólico, postulándose así como lugar del encuentro entre los amantes -Cristo y sus esposas-. Pero al ser seguro de esa interioridad que favorece la unión amorosa, el convento opera de nuevo como agente de vida privada -en los términos referidos al inicio de este trabajo-; su versión como jardín urbano integra la naturaleza a la experiencia de la divinidad dentro de la ciudad, por lo que debe estar bien custodiado, pues en su interior se hallan la virtud, el secreto. Dice Jerónima: Estando otro día también en el Choro le vi dentro de mi corazón, a la manera misma de quando suele entrar un señor en un huerto suyo. Andava como mirando lo que avía que reparar. Tenía, a mi pareser, este huerto la serca mui ruin; a trechos estaba como a pique de yrse toda al suelo. Las plantas y flores que avía estavan como confusas; con que Su Majestad lo prime'ro que reparó fueron los
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muros. Vi que los lebantó mucho y después que hizo esto desía: «Ürtuz conclusus». Y a la sombra de unos árboles que dentro del huerto avía, se recostó. Sentí en esta ocasión un ay re tan delicado y delisioso que me causava un consuelo ynespicable su regalo25 .
La interioridad como hortus conclusus, lugar del goce amoroso entre Dios y las monjas neogranadinas, propone finalmente al con. vento como ese lugar privilegiado de vivencia del deseo que permite la configuración de sujetos femeninos conscientes de su condición colonial y activos en buscar formas propias de agenciamiento. La vida privada de los conventos femeninos de la Nueva Granada se ca. racteriza, entonces, por la creación de formas culturales específicas de espacios en los que las monjas entregan sus cuerpos y los recu: peran realzados en su cualidad deseante y transgresora, en los que la exploración de su identidad las lleva del acatamiento de la norma religiosa al descentramiento de los ejercicios de poder de la religión, en los que la renuncia al mundo es su posesión en cuanto lo redimen con su propio sacrificio, mostrando la vida espiritual neogranadina como una praxis social.
Notas
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Hay que decir que esta reflexión contempla los espacios conventuales femeninos, en par· ticular los de Tunja y Santa Fe. pues de alli proceden las fuentes de este artículo. Así mismo. arranca en el siglo XVII, momento en el que ya hay una práctica conventual consolidada. pues los primeros conventos fueron fundados a fines del siglo XVI. El primer convento de monjas que se fundó en la Nueva Granada fue el de Santa Clara. de Tunja (1574); le siguieron el de Pamplona (158~). el de Cartagena (1617) y el de Santa Fe (1629). La orden de la Concepción fundó su convento en Pasto en t588, el de Santa Fe en 1595 y el de Tunja en 1599. El primer convento de carmelitas descalzas se estableció en San· ta Fe en 1606; en 1607 se fundó en Cartagena el convento de Santa Teresa, perteneciente a esta misma orden religiosa. y en 1572 ocurrió lo propio con el de la Villa de Leyva. En 1645 se funda en Santa Fe el convento de Santa Inés de tvlontepulciano, de la orden dominica. Popayán contó con la fundación del convento de monjas de la Encarnadón, de la regla de san Agustín, en 1591. Finalmente, en 1766. Santa Fe presenció la fundación del Colegio de la Compaüía de María. conocido como La Enseñanza. bajo la advocac;Óll de Nuestra Seüora del Pilar. último convento colonial. Como puede verificarse. la acti· vidad conventual se centralizó en la capital neogranadina. Para una referencia compleU de la fundación de los conventos femeninos en la Nueva Granada. véase Pilar la ramillo de Zuleta, <>. en Monjas coronadas. Vida conrentualfemenino en Hispanoamérica. México. Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2003Para una información más detallada acerca de la actividad económica del convento de Santa Clara, de Santa Fe, véase María Constanza Toquica. <
LA PRÁCTICA DE LA INTERIORIDAD EN LOS ESPACIOS CONVENTUALES NEOGRANADINOS Véase Kathryn J~y McKnight, The Mystic of Tunja. The Writings of Madre Castillo, Amherst, Umvemty ofMassachusetts Press, 1997. En otro lugar he _señalado cómo estas donaciones permeaban la clausura, dado que los conventos femenmo~ estaban mter~sados en recibirlas, para lo cual era muy importante el reconoctmtento pubhco de la cahdad espiritual del claustro a través de la fama de santidad de sus monjas. Asi, las vidas ejemplares que se redactaron en el interior de sus paredes pudier~n contar con un público lector fuera del convento que sin duda sentía regocijo yed1ficacton al leer las expenenc1as santas a que sus propias donaciones contribuían. Vanees, op. cst., p. 2J. Alicia Fraschina, en Jorge Augusto Gamboa, El precio de un marido. El significado de la dote matrimonial en el Nuevo Reino de Granada. Pamplona (1570-I65o), Bogotá, Icanh, 2003, p. 150. 10 María de Jesús, «Escritos de la hermana María de Jesús. Religiosa de Velo Blanco del convento de carmelitas descalzas de la ciudad de Santa Fe del Nuevo Reino de Granada>> en R. P. Germán María del Perpetuo Socorro, oco, y Luís Martínez Delgado, Historia del monasterio de carmelitas descalzas de San José de Bogotá y noticias breves de las hijas del Carme/o en Bogotá, Bogotá, Cromos, 1947, pp. J94-J95· 11 Vanees, op. cit., p. 72. 12 Véase María Piedad Quevedo Alvarado, Un cuerpo para el espíritu. Mística en/a Nueva Granada: el cuerpo, el gusto y el asco. r680-1750, Bogotá, Icanh, 2007IJ Véase Paul Zumthor, La letra y la voz de la iditeratura>> medieval, Madrid, Cátedra, 1989, cap.4. 14 Ángel Rama, La ciudad letrada, Santiago, Tajamar, 2004, p. 42. 15 !bid., p. 72. 16 Mabel Moraña, Viaje al silencio. Exploraciones del discurso barroco, México, Unam, 1998. 17 En este punto sigo a John Beverley y su propuesta de transgredir > (Una modernidad obsoleta: estudios sobre el barroco. Caracas, Alem, 1997, p. 97. ~ 18 Margo Glantz, Borrones y borradores: reflexiones sobre el ejercicio de la escritura (ensayosdeliteratura colonial de Berna/ Díaz del Castillo a Sor Juana), México, Unam- El Eqmhbnsta, 1992, p. 126. 19 Este favoritismo tiene que ver con algunas afirmaciones que hacen las monjas en sus Vidas respecto a la persecución de la que fueron objeto por parte de algunos religiosos varones, que las cntlcaron en el púlpito tachándolas de orgullosas y soberbias por sus expenenc1as santas. Por supuesto, dichas afirmaciones deben leerse teniendo en cuenta el tópico del ~énero hagiográfico de mostrar al santo como un sujeto perseguido por la autondad. Ast mtsmo, las monJas rec1bteron alabanzas y fueron promocionadas en los sermones sacerdotales como modelos de vida cristiana y de comportamiento social ejemplar. 20 Gamboa, op. cit., pp. JO-JI. Asunción Lavrin concuerda con esta posición al afirmar que las dotes no eran un r.e.qulstto sme qu_a non para efectuar matrimonios durante el período colomal (
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De la pintura y las Vidas eje1nplares coloniales, o de cómo se enseñó la intimidad Jaime Borja Gómez
Introducción La privatización de la experiencia cotidiana es uno de los rasgos más sobresalientes de las sociedades occidentales entre los siglos xv1 y xvm 1• Este fenómeno cultural coincide temporalmente con el proceso de formación de las colonias hispanoamericanas, de manera que estas no quedaron relegadas ante el avance de las nuevas formas, de sociabilidad que aparecían en el mundo occidental. Uno de los, aspectos que hizo posible la aparición de la intimidad en el sentido moderno fue el proceso de formación de la conciencia individual, sin la cual sería imposible pensar el progreso de la experiencia de lo privado. Mientras en Europa avanzaba la secularización, una condición fundamental para la institucionalización del individualismo y su privatización, en Hispanoamérica colonial el catolicismo se comportaba como un eje que regulaba todo tipo de relación social. Sin embargo, el catolicismo no fue un factor que detuviera el proceso de formación del individualismo. Al contrario, promovió y aportó elementos para que una de sus consecuencias, la noción de lo privado, tomara arraigo en estas sociedades coloniales. Resulta paradójico que, en medio del proceso de secularización del mundo moderno, el cristianismo hiciera aportes a la formación de la noción de privacidad, pero lo hizo efectivamente a partir de la llamada devatio moderna 2 católica. A consecuencia de los acontecimientos que generó la Reforma, el catolicismo no volvió a ser el mismo. Las prác- Presentación de la Virgen. Gregario Vásquez de Arce y Ceballos, siglo ticas que se desprendieron de las transformaciones que introdujo el XVII. Colección particular. [1]
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Concilio de Trento (1563) tendieron a consolidar una experiencia re. ligiosa más personal, más individual, donde la conciencia in~ividua¡ desempeñaba un papel muy importante. Prueba de ello es el1mpulso que recibieron prácticas, hasta entonces nunca vistas, que caracterj. zaban la devotio moderna, como la confesión individual, el examen de conciencia y la oración mental, lo que abría espacios personales de intimidad espiritual con amplias repercusiones en la creación social de la privacidad. Se trataba, en otras palabras, de 1~ crea~ión de un espacio nuevo donde era posible el encuentro co~s1go mismo, paso previo necesario para establecer, en el cuerpo socml, una cultura de lo privado. . En la primera mitad del siglo xv11, una vez asentad~ la sociedad colonial neogranadina tras el largo proceso de conqmsta material y espiritual que se había iniciado en el siglo anteri.or, comenzó la apropiación de este discurso. La manera como se divulgaron entre Jos habitantes del Reino de la Nueva Granada las nuevas tendencias que surgían de la devotio moderna estaba relacionada con una d~ las estrategias que reforzaron la Contrarreforma: la cultura de la 1ma. gen visual y narrada. La pintura y el género ~arrativo de las Vidas ejemplares se constituyeron en los referentes VIsuales y narrados con los cuales se pretendía enseñar las nuevas prácticas individuales, lo que implicaba un nuevo modelo de cuerpo y un orden social que, en buena medida, se fundamentaba en estos aspectos. Pero como suele suceder, las prácticas marchaban a un ritmo más lento que el que generaban los discursos. Sin embargo •. estos últimos tienen valor en la medida en que revelan los mecamsmos y las particularidades del proceso: nos acercan a la cuestión d.e cóm.o se construye el discurso de lo privado a partir de la conc1encmde SI. La pintura neogranadina, como imagen visual, estaba cons!Jtmda ensu mayor parte por temas religiosos, pero más allá de las representaC!O· nes de santos, de escenas de la Pasión o de advocaciones de la V1r· gen, contenía una serie de códigos que les enseñaban a los devotos nuevas formas de conducta y disposición del cuerpo. Para el efecto, la representación de santos que practicaban la soledad -aquellos asimilados a la confesión, a la oración mental- y, socmlmente, el profuso tema de la familia nuclear representada. en .la Sagrada F~· milia pretendían enseñar modelos de la nueva ciVIlidad, q.ue debm imitarse rectamente. No hay que olvidar que, para la espmtuahdad barroca, el cuerpo era un espacio teatral, tenía un aparato escénico y un Jugar de representación. Esta teatralidad se mantenía reservada, en buena medida, a los espacios de lo privado, de manera que el dis· curso establecía unos mecanismos mediante los cuales la expenen· cía devocional se podía trasladar a lo cotidiano para que transitara lentamente hacia lo público, hacia la construcción de sujetos dócileS
que formaran el cuerpo místico, el cuerpo social. Se trataba de la espiritualización del cuerpo individual. Algo similar ocurría con las Vidas ejemplares. Se trataba de biograflas de sujetos coloniales qu~ habían ~uerto con fama ~e santidad yaquienes, como tales, se constderaba heroes porque hab1an llegado a un grado de perfección que debía imitarse. Estos textos hablaban de la «actividad interior», de sus experiencias privadas, que, al ser escritas y publicadas, circulaban y se imponían como modelo público. De amplia circulación colonial, los hagiógrafos empleaban sus vidas para enseñarles a los lectores cómo efectuar la oración mental -un «invento» reciente-, el examen de conciencia y la confesión individual; es decir, comportamientos que buscaban incentivar la conciencia de sí y la intimidad espiritual, el primer paso para lograr una experiencia secular de lo privado. Estos aspectos se correspondían con la pintura, de manera que ambos discursos nos ponen en contacto no sólo con una espiritualidad sino también con una cultura que trataba de estimular la intimidad. De esta forma, el discurso se cifraba en la experiencia de lo espiritual moderno, de donde se desprendía el ideal de lo cotidiano, que, en el caso neogranadino, se identificaba con dos grandes temas que tenían importantes repercusiones en el cuerpo social: el ideal de la casa como espacio conventual y la modelación de la familia. A diferencia de lo que ocurría en el mundo medieval, la salvación era ahora un negocio individual.
La formación de lo privado y la conciencia de sí El Concilio de Trento fue enfático en afirmar que a las imágenes se les debía rendir «honor y veneración», para lo cual refutó cada uno de los puntos que habían utilizado los reformados para atacarlas. Insistió en que el culto se rendía a lo que ellas representaban, no a las imágenes en sí mismas, de lo que se podían derivar beneficios en las prácticas de piedad de los creyentes 3• Para evitar errores de culto, estableció una verdadera «política de la imagen» que cubría el control a su exhibición y su elaboración. Las imágenes tenían tres facultades: una didáctica, que enseñaba los comportamientos ideales; otra catequética, que educaba en las creencias de la Iglesia, y una exegética, que instruía acerca de los modelos que debían articular las relaciones sociales 4. En los reinos de ultramar se asimiló rápidamente esta política, tanto para prevenir la idolatría entre los «nuevos en la fe» como para enseñar a leer las imágenes, de manera que se convirtieran en instrumentos de divulgación de los huevos
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aspectos que hacían parte de la devotio moderna. La novedad barro. e~;¡contecer colonial, sino qu~ también evidencian la necesidad de ca se encontraba en los efectos que ocasionó en la espiritualidad: 1 iJJ4ividualiz_ar los compo~ta~I~ntos y en~eñar ciertas prácticas que aparición de una práctica espiritual interior que debía reflejarse ea sedebían eJecuta~ en la mt~m1dad. La pmtura neogranadina, mouna religiosidad exterior, a manera de una teatralización de los lllun~ ~' austera y sm pretensiOnes, se corresponde, en dimensiones dos interiores. Toda práctica de piedad debía ser visible, observable de intención, con los textos neogranadinos acerca de vidas ejemdesde el exterior, para asegurar su control efectivo. ·¡,res, los cuales se agrupan en tres momentos: vidas de obispos y Pero esta política no sólo afectó la manera como se empleaba la ~gelizadores desde 1620 hasta 166o, vidas de criollas laicas de la imagen visual. Uno de los elementos novedosos que incorporó la Con. segunda mitad del siglo xvn y vidas de monjas de la primera mitad trarreforma a la idea de la piedad fue un renovado impulso de la del siglo xvm9. Veamos cómo actuaban estos textos en la formación experiencia mística, cuya principal promotora fue la España del Si. de fa intimidad colonial. glo de Oro. La vida se debía construir a partir del deber de la santi. dad; por esta razón, se puso especial atención en los procesos para La intimidad cotidiana de las «hacer santos», pues estos representaban los avances del catolicismo sobre el protestantismo. En la América colonial, como fue el caso como modelo para formar de la Nueva Granada, se creía que Dios gratificaba los avances de sujetos la cristianización de estas tierras aportando santos. En este lugar se encuentra un problema interesante, porque la idea de santidad es una En una sociedad donde lo religioso llenaba todos los resquicios de lo cotidiano y donde no había una separación tan tajante entre lo representación del sujeto ideal para una sociedad. Los textos que sagrado y lo profano, las pinturas y las Vidas ejemplares ocupaban cuentan su vida, llamados Vidas ejemplares, están determinados por un espacio central en la vida de la gente. Si bien es cierto que estos una cultura que los propone como modelos de comportamiento, los géneros se venían empleando desde la Edad Media, la narración de cuales, a su vez, representan la jerarquía de los valores que esa so. fa vida ejemplar barroca se caracterizó por profundizar en los rasgos ciedad privilegia como base de sus relaciones individuales y socia· psicológicos del sujeto. Existía una especie de formato narrativo, un les. Las Vidas ejemplares se constituyen, entonces, en los artefactos molde que conservaba, por lo general, un mismo orden y donde se narrativos con los que se pretende modelar la subjetividad y también insertaba la vida del sujeto biografiado: las señales prenatales que representan las ideologías y los discursos acerca de cómo deben ser indicaban la elección de Dios; la catarsis penitencial, que se eviden- · y cómo se deben comportar los sujetos, en este caso coloniales5• En ciaba en los tormentos y mortificaciones; la relación con el demonio, este sentido, las narraciones ejemplares eran teatros donde se representaba la mística como concepto autónomo, visible, cercado y con· que simbolizaba la lucha para vencer el mal; las visiones, el punto central de la teatralidad hagiográfica; la muerte ejemplar, y, finaltrolado, donde se hacía pública la vida privada del sujeto virtuoso, La imitación de las vidas de los así como se hacían públicas sus manifestaciones espirituales 6. mente, las señales post mortem 10 • Estas características obedecían al santos se constituyó en una de las objetivo de la época: individualizar al sujeto y, por tanto, profundizar Las pinturas y los textos ejemplares fueron, de este modo, los motivaciones más importantes en el carácter íntimo de la práctica espiritual. espacios narrativos propicios para enseñar los nuevos hábitos de la del discurso visual colonial. De esta manera, se pretendía que los Los textos que se escribieron en la Nueva Granada acentuaban intimidad. A diferencia de lo que ocurrió en otros lugares de la Amé· devotos aprehendieran las virtudes rica hispánica, donde la pintura trataba de dejar constancia de la rea· este carácter en la medida en que ubicaban a los personajes en un esque coronaban a estos sujetos, lo lidad circundante 7, en el Nuevo Reino de Granada cerca del 94% de cenario «real» debidamente descrito, con lo que no sólo situaban las t¡ue a su vez se convertía en un ella contenía escenas religiosas, mientras que el 6% restante abarca· virtudes y los actos de los sujetos en un ambiente posible y cercano mecanismo para acercar lo sagrado a las personas. Las pinturas, como las ba temas seculares, siendo retratos su mayor parte 8. Sin embargo, en a los hombres y mujeres coloniales a los que pretendían llegar, sino Vidas ejemplares, enseñaban cuáles la pintura de temas religiosos se pueden hallar rastros significativos que también insuflaban un aire de verosimilitud a los actos narrados. eran las virtudes que se debían de la manera como se representaba el ideal de lo privado, porque se Preparado este espacio, era posible indicar las acciones y virtudes imitar, cómo era una visión, cómo se debían mortificar, etc. Visión de ambientaba en espacios y escenarios cotidianos contemporáneos a de los ejemplares, de tal manera que lo abstracto religioso, como las san Ignacio de Layo/a. Gregorio los obradores que ejecutaban la obra. En estas imágenes, como las virtudes, se articulara dentro de lo cotidiano. Estas vidas ejemplares Vásquez de Arce y Ceballos, siglo escenas de la Sagrada Familia, se plasmaron costumbres, objetos, les enseñaban a sus lectores el valor de la pobreza, la humildad y la XVII. Colección Museo Iglesia Santa oficios, protocolos y formas de vida que no sólo dejan vislumbrar obediencia, fundamentales para la construcción del sujeto paciente Clara, Bogotá. [2]
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y dócil sobre el cual se activaban el funcionamiento del Estado nial y el ordenamiento del ideal de una sociedad clericalizada. Para cumplir este objetivo de enseñar comportami~ntos idea)e~ el recurso narrativo fundamental eran los exempla, la Ilustración de una verdad, una virtud o un dogma con base en ejemplos. Infancia vida y muerte cargaban su propia escenografía teatral; cada épo~ comportaba un conjunto diferente de virtudes, y estas se convertían en los instrumentos precisos para enseñar la intimidad. El tratamien. to que recibía la infancia, por ejemplo, era particularmente impor. tante por el proceso de individualización que esta recibía en aquel momento en la cultura occidental, caracterizado por el nacimiento del sentimiento de infancia, la especial atención prestada al linaje y una nueva percepción del cuerpo del infante 11 • Estos temas, tratados en la vida de los ejemplares, pretendían atraer la atención sobre el niño como sujeto individual que recibía un llamado a la santidad, y sobre su cuerpo como un ente de espiritualización desde los prime. ros momentos de la vida 12 • Este tratamiento de la infancia adquiría más valor en una cultura como la colonial, donde «la mortalidad infantil, uno de los hechos más dramáticos de la Colonia, era el re. sultado de los insuficientes conocimientos médicos y de la falta de asepsia en los partos. El nacimiento era casi un triunfo de la vida, y era entendido como un regalo del Señon> 13 • Tocados individualmente por la gracia de Dios, los ejemplares trazaban un sendero que debía ser imitado por los demás. Las narraciones de la infancia estaban llenas de símbolos, ya que buscaban enseñarle al lector el método para pensar y buscar la propia predestinación a partir de los que rodeaban las historias personales: allí estaba en juego la formación de la conciencia individual 14 . La imagen de infancia que transmiten las Vidas ejemplares se cifra en una característica común: la niñez anciana. Se trata de un ideal de comportamiento: niños que no son niños, una niñez que establece inmediatamente un puente con el otro extremo de la vida -sinóni· mo de reposo y sabiduría-. Francisca de Zorrilla se porta como una anciana en la niñez, lo que va acompañado de generosidad y conocimiento; Antonia de Cabañas guarda la compostura de un adulto; en el caso de Juana de San Esteban, «ya en los once años de su edad pueril, se descubrían cien años de ancianidad» 15 • El ideal de infancia estaba relacionado con un sujeto que se comportaba como adulto, lo cual reflejaba el proceso de consolidación de la idea moderna de infancia, separada de la adultez y con rasgos propios. El niño ejemplar sabe discernir el pecado, pues la infancia es el momento cuando se establecen las relaciones del sujeto con Dios y el lugar donde aparece el pecado.
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El tema más representado de la pintura colonial neogranadina fue la Sagrada Familia, importante porque anunciaba el ascenso de la familia nuclear, compuesta por el padre, la madre y el hijo, que sustituía a la familia extendida. Pero también'es fundamental porque los obradores partían de los oficios y prácticas de esta sociedad. Imágenes como esta enseñaban el valor de la intimidad familiar. Sagrada Familia. Anónimo, siglo XVII. Colección Agustina, Bogotá. [3]
Algunas pinturas, como la de Antonia Pastrana, monja del convento de Santa Clara cuyo retrato fue pintado en la edad infantil, conservan estas características que comunican las Vidas ejemplares como ideal. El retrato de la niña Pastrana contiene una idealización de la infancia: hábito religioso dominico, compostura grave y un Niño Jesús cerca de las manos. A partir de esta conciencia se conformaba un método para alcanzar la santidad en la adultez, lo cual permitía organizar las prácticas que definirían el camino de la perfección, y todo comenzaba con el trabajo del cuerpo. Como conciencia de sí, la penitencia y la mortificación debían empezar desde la infancia: y~ a Jos cinco años, según el hagiógrafo, Antonia de Cabañas se mortificaba colocando garbanzos en sus zapatos; otro tanto hacía la moflia Francisca del Niño Jesús cuando infanta 16• La adquisición de virtudes desde la infancia posibilitaba que la persona obtuviera la suficiente fuerza espiritual para enfrentarse a la vida. La adultez se concebía en esos textos como el momento en que el sujeto tomaba decisiones y le proporcionaba un rumbo determinado a su vida. El principal problema al que se abocaba al tomar decisiones era la turbulencia interior que se encendía al preguntarse si estaba cumpliendo con su predestinación. Para el efecto, los autores empleaban narrativamente un «incidente» que mediatizaba la relación entre lo que se deseaba y lo que aparecía en el contexto: en el gran teatro de la vida, lo cotidiano era un continuo devenir de conflictos. Las descripciones y las imágenes de sufrimiento del virtuoso eran vívidas, pues pretendían generar complicidad en los lectores, y generalmente se relacionaban con el abandono de la familia o la
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muerte de alguien cercano. La muerte -considerada desengaño cualquiera de sus formas- corregía la forma de vida, acababa las vanidades y despertaba la espiritualidad. Se trataba de enseñar leer los símbolos cotidianos para crear una conciencia de la indi~ dualidad, un espacio donde la intimidad se estableciera como signo de lo extraordinario y lo maravilloso, inscrita en el ámbito de lo lllo. ral, funcionando como norma social, y cuya existencia revelara los valores predominantes de la época. La tribulación tenía un promotor principal: el demonio. En las prácticas de la piedad neogranadina, las imágenes y los significados del demonio eran múltiples porque estaba supeditado a las codifica. ciones del mestizaje cultural' 7• Este demonio, por supuesto, no era solamente una representación o una figura alegórica. Era real, tenb cuerpo y actuaba en la vida cotidiana. Los libros aportaban un modelo de comportamiento para combatirlo y también mostraban los posibles mecanismos para detectarlo. Era frecuente que apareciera en forma de negro o mulato, generalmente con una connotación se. xual-a la monja Gertrudis de Santa Inés, por ejemplo, «se le ponía delante en forma de fieros lebreles, despidiéndole venenosas saetas contra la castidad, y pureza. Otras veces en forma de un abominable agigantado mulato. haciéndole infernales visajes, y amenazándola con crueles tormentos» 18 - , lo que se soluciona con oración y mucha mortificación. Además del catálogo de temores sociales presentes en esta cita -la sexualidad, la feminidad y los negros-, se resaltaba una característica especial del demonio: su aparición a un individuo, y no a un grupo, como sucedía en los siglos anteriores. Los textos ejemplares adiestraban a los sujetos coloniales para que reconocieran al demonio inserto en la vida cotidiana; pero al mismo tiempo llamaban la atención acerca de la función de los santos en el cuerpo social. El demonio. según estos textos, buscaba la con· denación de los creyentes y el fracaso del cuerpo social en su conjun· to, en cuanto causaba la disociación de las relaciones sociales. Como referentes obligatorios de la sociedad, los santos o ejemplares tenían la misión de batallar por el bienestar espiritual de los miembros de ese cuerpo social 19 • No en vano habían alcanzado la perfección y, por medio de su constante lucha contra el demonio, demostraban que la salvación individual era posible cuando procuraban la de sus próji· mos. Esta es también la intención de la prolífica pintura de santos, en la cual el triunfo sobre la tribulación se representaba como la victoria sobre el demonio. Juan Nepomuceno, por ejemplo, representa la for· taleza al haber muerto sin revelar un secreto de confesión, relato que se inicia sobre el puente que se ve a su derecha. Sostener su lengua cortada en la mano izquierda simbolizaba el valor del silencio como actitud de intimidad, mientras que el demonio yace vencido a sus
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era la historia de los santos ejemplares que habían vivido Granada, como Pedro Claver, que luchó contra el demonio · ·. idolatría en negros y musulmanes, o el arzobispo Bernardino ~•ttllll'""~u, que enfrentó al demonio que se había apoderado del . . -111""""' de la Real Audiencia en Santa Fe; también es la historia ~~eGertrudis, la monja posesa cuya virtud yace precisamente en ha~soportado el martirio de «conviviD> 42 años con el demonio que se·babía metido dentro de ella. El demonio era no sólo la materiali~n de toda idea, actitud, comportamiento o grupo humano que a!llenazara o transgrediera la norma cultural sino también, ahora, una figura más funcional y relacionada con el sujeto individual y su cuerpo social, una figura que ponía en cuestión las acciones y buenas intenciones de las personas. Finalmente, estos textos nos remiten a la muerte individualizada. Núcleo de la experiencia cristiana y una de las obsesiones barrocas, al igual que la infancia, hacía tránsito de una experiencia eminentemente colectiva a una más individual. Esta situación refleja la tensión entre una sociedad que, al mismo tiempo que vivía un proceso de secularización y de creciente incredulidad, trataba de anclar su experiencia vital en la confianza en Dios y en la religión. A diferencia de la experiencia medieval, que aún veía la muerte como un feliz tránsito, la muerte barroca adquirió dramatismo y, por supuesto, teatralidad20 . Ahora era un acontecimiento con un mayor sentido social y una experiencia individual que actuaba como enclave de ruptura entre la vanidad y el desengaño 21 • Las Vidas ejemplares tomaron este aspecto como eje narrativo, pues la imagen de la muerte involucraba tanto lo individual y las actitudes de la persona como el impacto en el cuerpo social. En el entorno de la formación de la conciencia individual, no pretendían enseñar a morir sino a vivir para morir, porque no había más arte de morir que una vida meritoria, reglada con principios tenidos por valiosos. Los autores enseñan a sus lectores a desentrañar cómo habían vivido los ejemplares en la intimidad de sus conciencias y, de acuerdo con esta forma de vida, aobtener indicaciones que les depararan una buena muerte, porque vivir consistía en estar preparado para la muerte. La temática fue ampliamente tratada en la pintura, pues esta tenía un efecto en la meditación devocional sobre la muerte como desengaño de las vanidades (vanitas). Visualmente se orientó según dos perspectivas: alegorías sobre el cuerpo yacente y la actitud del buen cristiano frente a la muerte y, la más frecuente, representaciones de las muertes ejemplares de santos. La representación de la muerte de san José, Francisco Javier o Catalina de Siena revela la actitud tranquila Yreposada del cuerpo yacente, rodeado de los símbolos de su espiritualidad, pero también presenta la muerte pacífica e individual en
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Para la sociedad colonial, la infancia tenía un valor simbólico muy importante: era el momento en que Dios señalaba a sus elegidos. El nacimiento y la infancia de los sujetos ejemplares eran siempre excepcionales porque estaban tocados por la gracia de Dios; su importancia era trazar un sendero que debía ser imitado por los demás. La elección desde la infancia, como en el caso de esta monja Pastrana, pone de manifiesto un importante , debate barroco, la predestinación. Retrato de Doña Antonia de Pastrana. Anónimo, siglo XVII. Colección Museo Iglesia Santa Clara, Bogotá. [4]
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Además de lo que representa Juan Nepomuceno como santo de la intimidad del silencio, fue un santo importante, en dos sentidos: reafirmaba el sacramento de la penitencia tan fundamental para la Iglesia católica después de los ataques de los protestantes a la confesión. En segundo lugar, políticamente reafirmaba el carácter universal del catolicismo, pues para el siglo xvm, la región natal de este santo, Bohemia, se estaba volcando al protestantismo. San Juan Nepomuceno. Anónimo, siglo XVIII. Colección Banco de la República, Bogotá. [5]
la privacidad del hogar, aceptada en nombre de Dios. Una muerte de esta naturaleza era la recompensa de una vida atribulada. La lai Francisca de Zorrilla dejó este mundo, según su esposo, «dicie~ el credo, dio la última boqueada, sin parasismo 22 , ni mudanza algu. na, tanto que dudaron los que asistían si estaba muerta o dormida, Y para el desengaño, hubieron de ponerle un espejo, por si en el se reconocía aliento vital. [... ] Murió al fin doña Francisca Zorrilla: ~ muere quien así vive: quien había muerto al mundo antes de mon a la vida» 23 . La muerte de los ejemplares funcionaba como un cohe~ sionador social que representaba el sinsentido de las vanidades. El mensaje final era este: la muerte hace iguales a todos los hombres. Un claro ejercicio de desengaño. Para la cultura barroca, los sentidos engañaban y la única forma de procurar la salvación era desengañarse, mirar a través de las apa. riencias. Esto era lo que pretendían las Vidas ejemplares y la pintura: proponían modelos de individualidad e intimidad que ayudaran a su público a no dejarse engañar por los sentidos. Pero también existían otros mecanismos mediante los cuales se intentaba formar los sentidos: quizás el más importante fue la técnica de representación más usada en el Barroco y que tuvo un especial énfasis en la cultura neogranadina: la «composición de lugar». De origen ignaciano, en sus orígenes era un método de meditación que consistía en pensar una imagen pero (
Las prácticas de la vida interior Los relatos visuales y narrados no sólo presentaban un modelo de intimidad. de actividad individual, sino que también promovían tres aspectos sobre los cuales se articulaba la adquisición de una concien· cia de sí. donde actuaba el sentido de lo privado: la obligación de la confesión, el examen de conciencia y la oración mental. El primero de ellos resultó de una de las preocupaciones que surgieron después del Concilio de Trento: cómo promover la confesión y la comunión,
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cramentos que habían sido tan duramente atacados por la Reforma
sa testante. En respuesta, la Iglesia católica desató una fuerte cam~a para que se «popularizaran», especialmente porque el concilio bahía establecido unas normas que obligaban a los cristianos a acceder a estos sacramentos al menos una vez al año26 • La confesión dquirió relevancia cultural independientemente de su importancia :eológica, porque promovió la emergencia en la historia de la individualidad: la obligatoriedad de la confesión proveía la posibilidad de que la Iglesia, como conjunto, entrase en la intimidad de cada uno de sus miembros al menos una vez al año. La expresión barroca director de conciencia no podía ser más adecuada, pues involucraba una verdadera experiencia de control y vigilancia. Los objetivos de esta actividad ~oercitiva eran diversos: por un lado, evitar desviaciones de la ortodoxia o controlar la proliferación de herejías discretas como el quietismo y los alumbrados, y, por otro, vigilar comportamientos individuales que, por supuesto, incidían sobre el cuerpo social. Los exempla visuales y narrados destacaban la importancia de estos ·sacramentos: enseñaban cómo hacer una buena confesión, qué era una confesión guiada y para qué servía una confesión general. En conjunto, se trataba de mostrar la importancia de estos sacramentos, sus ventajas y la forma como consolidaban las virtudes en el ejercicio de la salvación individual y grupal. Los demonios mismos le decían a la mencionada Gertrudis: «Sin confesión no hay salvacióm>27 • Y esta es precisamente la materia de amplificación que pretende desarrollar el hagiógrafo para que quede grabada en la consideración de sus lectores. En esta misma perspectiva se hace evidente otro aspecto que enseñaban los virtuosos ejemplares: la importancia de tener un director de conciencia, lo que se convirtió en el siglo XVII en una obligación de cualquier cristiano. Independiente de la confesión obligatoria, el hecho de tener un director de conciencia, como práctica cultural, conformaba otro espacio, aún más directo, de control sobre la recta doctrina y el bue.n comportamiento social. Por su parte, el examen de conciencia, el paso previo para la confesión, fue altamente valorado por la cultura y la mística barrocas. Esta práctica, de origen romano, era un ejercicio en el cual el sujeto repasaba sus acciones del día, pero no con el objetivo de reflexionar sobre las finalidades de los actos o las intenciones y los efectos morales: era un acto mediante el cual se ejercitaba la búsqueda del autocontroF 8• Pero el cristianismo, al integrarlo a sus prácticas cotidianas, le dio un nuevo sentido, pues lo convirtió en la búsqueda de la verdad de sí mismo, en cuanto se debían repasar no sólo las acciones sino también los impulsos y pasiones, lo que suponía un proceso de objetivación del sí mismo. Esta perspectiva es más interesante en el contexto de la formación de la conciencia individual, donde hacer
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un examen de conciencia incidía en el lento proceso de la formación de la conciencia de sí del sujeto, no como colectividad sino colllo individualidad. Las narraciones de las Vidas ejemplares enseñaban cómo hacerlo. Por esta razón, entre finales del siglo xv1 y el siglo XVIII, la figu. ra del director espiritual o confesor individual tomó tanta relevanc~ dentro de la Iglesia y en la sociedad misma. Se trataba de un director de conciencia cuya función era colaborar con el sujeto en el cono. cimiento de sí. El director o confesor actuaba como árbitro entre la intimidad del sujeto, la experiencia del mundo exterior y la recta doctrina, de modo que no hubiese desviaciones. Esta era una obligación de cualquier cristiano, como nos lo hace saber el escritor santafereño Juan Bautista de Toro: «has de sujetarte a un director y padre espiritual, que te enseñe. te dirija, te advierta, te instruya, te aliente y encamine. Este examinará las causas de tus distracciones y te señalará el remedio contra ellas; este examinará el modo, con que en la oración procedieres [... ]. este te consolará y dará reglas¡¡29. La idea de un director era que toda persona pudiera vivir en stljeción y obediencia. Esto es precisamente lo que lo convierte en un acto claramente barroco, insertado en una sociedad coercitiva y vigilante para la cual el control de la conciencia se había vuelto un imperativo. Además. hay un elemento interesante: la fuerte imagen del «padre» espiritual, complemento del padre familiar. Se trata de darle cierta prestancia social al sacerdote al encumbrarlo como <
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de tos virtuosos o se volvía testigo narrativo de lo que leía, material e generalmente le servía para componer las Vidas ejemplares. La
qu ritura sirvió como mecanismo para controlar lo que pasaba por la e:ciencia de un sujeto y para establecer rígidamente una diferenc; ción entre la acción mística como acto de Dios y la ilusión democla . de1 pr~ceso .de perflecc1on .. niaca. El confesor actuaba c~mo testigo del sujeto, así como de su t~mnfo sobre sus tnbulac~o.nes, para lo al la escritura prestaba un importante apoyo y perm1t1a esclarecer e~ origen de la actividad mística. Escribir las propias experiencias :spirituales no sólo perm.itía ~1 ~o~tr?l sino que adem~s remití~ a la adquisición de la conc1enc1a mdlVldual, pue~ ~1 reg1st.ro escnto de la actividad personal generaba una nueva log1ca al disponer la experiencia como escritura. Si se tratara de hacer una clasificación, diríamos que había tres tipos de escritos espirituales: la autob.iografía, que enfatizaba los datos personales de la persona y su vida cotidiana; el diario espiritual, un registro escritura] ordenado de su vida interior32 , y las cartas, donde se resuelven aspectos espirituales inmediatos 33 • Los textos neogranadinos combinaban la intimidad, el · ¡. dato autobiográfico, la doctrina y e1gesto escntura Por su parte, la oración se convirtió en uno de los ejes que también afectaron los modelos de comportamiento y la relación con la conciencia individual. Desde la Edad Media, la oración era básicamente vocal y basada en la repetición de fórmulas, rezos y letanías. Hacia el siglo XVI se desarrolló la oración mental, de uso casi exclusivo de los místicos al comienzo. Este tipo de práctica despertaba sospechas, debido a que la tendencia era a convertir toda experiencia , . · que pud'1era ser contro1ado. Pmdosa en un acto extenor, .de manera . . Poco a poco fue cobrando vigencia y se fue expandiendo entre los fieles. Surgió entonces la necesidad de instruir a la gente en la manera de hacerla, para lo cual los directores, así como los hagiógrafos de . . . · b ,d · l las Vidas eJemplar;s Ylas m1sm~~ pmturas, se ocupa an e g~Iar a y enseñarle los metodos de oracwn mental: los autores ensenaban contando cómo lo hacían sus hagiografiados, mientras que la pintura de santos insistía en las posiciones corporales y en los gestos: de pie, arrodillado, postrado, con las manos en el pecho o extendidas, mirando hacia arriba o hacia abajo, etc. -una extensa codificación de acciones que implicaban una disposición y un mensaje-. Lo que se sentía en el alma se debía reflejar en el cuerpo y en sus gestos. Los hagiógrafos de las Vidas ejemplares también enseñaban cómo convertir las pinturas en objetos de meditación para hacer oración mental, pues la imagen no sólo servía para acercarse de manera sencilla a los contenidos de la fe. Para el efecto, los narradores detallaban cómo aquellas personas ejemplares meditaban a partir de imágenes pintadas, lo que implicaba gestos y un orden de oración
San José fue una figura olvidada durante casi toda la historia de la cristiandad. Su rescate iconográfico ydevocional se debe a santa Teresa de Jesús y a los jesuitas, quienes propiciaron su culto. Esto se correspondía con el momento en que ascendía la idea moderna de padre, razón por la cual se le comenzó a representar profusamente. En la Nueva Granada se convirtió en un tema. comente ~ especialmente . t en. e1s1g1o xvn, e me1uso ex1s en mas representaciones que el conocido tema de la Virgen con el Niño. San José con el Niño. Gaspa; de Figueroa, siglo xvn. Coleccwn Museo Iglesia Santa Clara, Bogotá. [?)
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menta~. Tam~ié~ ~aban
indicaciones sobre có.mo integrar la image¡¡ a la p1edad mdiVIdual, para lo cual propoman metodologías. Por ejemplo, según Calvo de la Riba, se debían seguir tres momentos· mirar la pintura y dolerse, pasar al original -es decir, a lo que re: presentaba- y responder con una acción o un sentimiento34 . De esta manera, la oración mental se convertía en un importante mecanismo de individualización de la conciencia, pues buscaba crear una actitud personal, principalmente desde la reflexión individual frente a las propias necesidades corporales y espirituales.
El modelo: cuerpos solitarios y mortificados Los factores que trataban de formar discursivamente una con. ciencia de sí no tenían sentido, a menos de que se albergaran dentro de un modelo de cuerpo. En consecuencia, se planteaba un ideal: el cuerpo aislado, aquel que se «privatiza», que se aísla de la comunidad para buscar la perfección, posible sólo en el retiro del mundo. El Barroco tomó el modelo de la corporalidad de Cristo: él se aleja, busca el aislamiento y el desierto frente o previamente a los acontecimientos centrales de su vida. El retiro es un modo de espiritualizar el cuerpo, se convierte en silencio dispuesto a la gracia y la voluntad. El aporte de estas Vidas ejemplares es el carácter penitencial de ese alejamiento, que sigue el modelo presentado por Cristo -metáfora del sujeto ejemplar-, y la tradición testamentaria que presenta al desierto como un espacio adonde el pueblo de Israel-metáfora del cuerpo social- se retira para hacer penitencia. Para entonces, avanzaba en Europa uno de los rasgos centrales de la «privatización» de la vida cotidiana: la experiencia de la soledad por placer, no por ascetismo. La actitud católica que instaba a la práctica del aislamiento proponía un camino que, una vez secularizado. favoreció la implementación de la intimidad moderna. La soledad ascética, desde el punto de vista de la enseñanza que buscaban transmitir las narraciones ejemplares, se traducía en un comportamiento paciente y corporalmente distante con respecto al prójimo. Existían distintas maneras de llevarla a cabo: en los extremos se hallaban las monjas y los laicos. Para las primeras, el espacio conventual se ofrecía como una alternativa de aislamiento desértico, pues la vida de clausura era, para su época, la mejor manera de expe· rimentar el eremitismo35 . Para los segundos, la gente del común, el cuerpo aislado se entendía, en términos coloniales, como modestia, como recto uso del cuerpo, como moderación de los movimientos y los gestos, con lo que la persona podía aislarse de su entorno. Esta
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~tud se asumí~ como ~na condición simbólica de las ventajas de la I)ÜSqueda del retiro, segun el modelo de los Padres del Desierto, para e\'itaf las distracciones, los peligros de lo cotidiano y el bullicio, lo que favorecía la concentración en la propia vida interior: así se elevaban el retiro del mundo y la emergencia de la soledad a un modelo de comportamiento. Este cuerpo «privatizado», aislado, fue otro de los grandes temas de la pintura colonial: desde san Jerónimo o María Magdalena, explícitamente vinculados al desierto, hasta Rosa de Lima o Francisco Javier, famosos por haber llevado vidas separadas del mundo. El caso de María Magdalena es interesante, pues el discurso barroco no acogió la imagen de la tentadora que ungió los pies de Cristo, sino la de la mujer arrepentida que popularizó Santiago de la Vorágine en La leyenda dorada 36 : la que vivió en una cueva para hacer penitencia ymortificar el cuerpo, lacerándose con cadenas al modo de disciplinas. Debido a la insistencia del Concilio de Trento en la importancia de la penitencia, esta santa se convirtió en modelo femenino, lo que valorizó la mortificación del cuerpo como medio de purificar el alma. Todas las mujeres virtuosas neogranadinas tenían que ver con este modelo. Por ejemplo, Antonia de Cabañas se retira a meditar invocando el ejemplo de María Magdalena; Francisca del Niño Jesús decide aborrecer el mundo y retirarse de él tras oír un sermón sobre esta mujer, y Gertrudis de Santa Inés la tiene presente cuando, muy niña, abandona la casa de sus padres para marchar definitivamente al convento -su retiro del mundo37__ Si aislamiento implicaba mortificación, María Magdalena no es un caso excepcional. El cuerpo aislado era la metáfora del cuerpo que se separaba del alma, separación que también ejemplificaba la mortificación que llevaban a cabo los padres del desierto en su lucha permanente contra los demonios de la tentación. El modelo, entonces, hacía alusión al «desierto espiritual», referido no tanto al alejamiento del mundo como al desierto interior, espacio de lucha contra las propias pasiones. Para ser posible, este modelo involucraba una experiencia ascética de extrema mortificación corporal: incomodidades al descansar, escasa comida, ayunos para aprender a resistir las tentaciones, soledad en medio de toda la gente ... El cuerpo era un campo de lucha, experimentado simbólicamente como el desierto de la propia intimidad38. ¿Cómo se preparaba el cuerpo para esta experiencia de lo íntimo Yqué lugar ocupaba la mortificación en este proceso? Quizá el efecto más importante de todo este conjunto de prácticas para lograr la intimización del sujeto haya sido la forma como se generó un discurso sobre la mortificación, mediante la cual el cuerpo se vuelve mediador entre sí mismo y el alma, entre lo material y lo espiritual. Esta
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La pintura, como las Vidas ejemplares, también enseñaba gestualidades. Las diversas posiciones del cuerpo con relación a lo sagrado eran una parte central de los complejos códigos de los usos del cuerpo en el Barroco. Las posiciones de las manos, la inclinación del rostro, los usos de la mirada, estaban incluidos en estas pinturas, cuyo objetivo era enseñar el sentido íntimo, muy novedoso para la época, de la oración. San Francisco de· Asís. Anónimo, siglo xvn. Colección Agustina, Bogotá. [8}
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tensión permite que se concrete una vieja aspiración del cristianismo primitivo: la espiritualización del cuerpo y la erotización del ahnal9 La mortificación tenía antecedentes en la experiencia medieval-tai era el caso de los flagelantes-, pero adquirió su mayor dramatisrno en aquel barroco que consideraba al cuerpo un espacio teatral: los virtuosos neogranadinos son conscientes de esta condición, se sien. ten atrapados dentro de un escenario, el lugar para ejercer la perfec. ción. La mortificación es ahora una práctica individual. Los castigos públicos del cuerpo, tan comunes en la cultura co. Jonia!, contrastan con la enseñanza del autocastigo individual. Tanto la justicia civil como la Inquisición castigaban y ejecutaban pública. mente a los reos. Este tipo de violencia tenía como fin la coerción: se sometía a vergüenza pública al reo para que los testigos aprendieran con el castigo ejemplar, un ritual catártico para limpiar los pecados de la colectividad40 . Pero estos escarmientos públicos tienen su contra. partida en el castigo que se le aplica en privado al cuerpo mediante la mortificación, definida originalmente en el siglo XVIII como «virtud que enseña a refrenar los apetitos y pasiones, por medio del castigo y la aspereza con que se trata el cuerpo exteriormente, o con que interiormente se reprime la voluntad» 41 • En sentido amplio. significaba, retomando las palabras de Claver, «no darse gusto en nada», principio también conocido en la cultura colonial como «el santo odio a sí mismo». Es decir. la mortificación era el acto privativo de ejercer represión sobre los sentidos, las pasiones y la voluntad. Aquí cobraba sentido la función de esta práctica para el cuerpo social: encarnar en el cuerpo, físicamente, el sufrimiento de la sociedad, autoinfligirse dolor para que los otros se salvaran. La presencia de la mortificación como práctica integrada a la cultura colonial pone en juego una paradoja: se entendía la mortificación como un ejercicio que pretendía ahondar en la pérdida de la voluntad, de la conciencia de sí, pero esto sucedía en un mundo por donde avanzaba el individualismo. Es como si estas prácticas fueran el eslabón que unía lo medieval con la modernidad, entendida como la expresión de la conciencia del cuerpo. La mortificación hacía precisamente eso: concientizar al sujeto de sus sentidos y de su cuerpo situado. Para el efecto, según las narraciones neogranadinas. había diferentes formas de realizar la mortificación: en primer lugar, el ejercicio de la disciplina como afectación física del cuerpo mediante el recurso a la autoviolencia de la flagelación. lo que implicaba la unión con Cristo 42 -mortificación que comprometía la adquisición de la conciencia sobre los usos de cada uno de los sentidos, porque estos eran los vehículos que transportaban el engaño del mundo-·, y, en segundo lugar, la enfermedad. que provenía de las hagiograflas medievales y adquirió rasgos particulares en el Barroco.
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El cuerpo era una condición transitoria; en la Colonia se le llaJIIaba el «familiar enemigo»43 • Esta conciencia general del cuerpo corno fuente de pecado permitía que la mortificación se considerase prácticamen-te una oblig~ción _de tod~s lo_s, cristianos, po~ lo cua~ su práctica tema una especie de JerarqmzaciOn que depend1a delmvel de «perfección» al que aspiraba cada uno. A quienes quisieran perfeccionarse en las virtudes se les sugerían mortificaciones extremas ......cilicios, disciplinas, ayunos, retiros y vigilias-; a los cristianos ((ordinarios», con virtudes ordinarias, se les recomendaban «obras penales», especialmente la mortificación de las pasiones -es decir, el control de los sentidos--; a los cristianos más débiles y jóvenes, aquienes «la edad no ha madurado las pasiones», se les recomendaban mortificaciones leves, por ejemplo, vestirse mal o con atuendos viles y pobres y despojarse de lo superfluo pero también de lo necesario -se enfatizaba especialmente la renuncia voluntaria a comer, beber, dormir y descansar-. No se trataba de un comportamiento recomendado exclusivamente a clérigos o religiosas: toda persona debía dedicar su atención a esta práctica, pues finalmente formaba parte de los ejercicios de control de la corporalidad, en función de autoconcientizar e individualizar el cuerpo. La recomendación de ejercer la penitencia corporal pretendía simplemente que el sujeto demostrara su renuncia al placer y la satisfacción propia. La violencia que ejercía el santo virtuoso sobre su propio cuerpo se transformaba en una prueba de su sacrificio por una comunidad, en vista de lo cual Dios le ofrecía una recompensa: el ingreso al mundo de los elegidos. Por ejemplo, Antonia de Cabañas' era laica, pero utilizaba los cilicios porque deseaba la perfección; al respecto, anota su hagiógrafo: «Sus disciplinas eran tan rigurosas que espantaban sus golpes; y aunque para hacerlas se retiraba en lo mas oculto de la casa y de la noche, le descubrían los rigurosos ecos que resultaban de los azotes. A una deuda suya ponía admiración que estando tan flaca tuviera fuerzas contra si, maltratándose con tan terribles golpes» 44 . Se eligen los lugares más ocultos, no hay testigos; pero la teatralidad salta de lo privado a lo público en su forma narrada. Los hagiógrafos, prolíficos en estas descripciones, insistían en la duración de las disciplinas y en su relación con las pasiones interiores; aquellas se ejecutaban en privado para mantener el sentido de la humildad, pero en los relatos siempre queda el rastro auditivo -se oyen los latigazos- o visual -se ven los rastros de sangre- que crea testigos tácitos. La mortificación del cuerpo del virtuoso se convertía en un modelo para cualquier persona. Los textos ejemplares neogranadinos vinculaban de esta manera al sujeto con el cuerpo social por medio
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Como san Juan Nepomuceno, María Magdalena es una de las santas con las que se trató de impulsar el sacramento de la penitencia. La idea era clara: la mujer pecadora por excelencia puede redimirse sólo bajo una vida penitente. En esta imagen, nótense las cadenas con las que lacera su cuerpo, acción acompañada de música celestial. Las pinturas eran también objetos auditivos. María Magdalena. Angelino Medoro, 1587. Colección Museo de Arte Colonial, Bogotá. [9]
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de un sacrificio personal que se volvía expiación del pecado social. Las narraciones visuales hacían lo mismo, como en la pintura de san Pedro Alcántara, que, lejos de ser una excepción, les comunicaba a los católicos la importancia de la mortificación corporal mediante la utilización de cilicios -los instrumentos de púas que ciñen brazos y vientre- y disciplinas -el látigo en su mano derecha-. Además, la imagen icónica se reforzaba al representar la vanitas como una calavera: la humildad consistía en reconocer lo pasajero de la vida, reflexionar sobre la muerte y mortificar el cuerpo para aspirar a la salvación. Como en esta pintura, María Magdalena, Francisco de Asís, Domingo de Guzmán, Francisco Javier y Rosa de Lima solían representarse evidenciando la mortificación, si bien otras veces el mensaje se transmitía mediante los atributos iconográficos. Apoyando este discurso visual, las Vidas ejemplares mostraban progresivamente los tipos de mortificación de acuerdo con las necesidades de perfección de la persona o también enseñaban en qué momento y cómo se debía llevar a cabo la mortificación. Las narraciones de las mortificaciones del cuerpo se montaban sobre una escenografía y contenían una experiencia teatral: eran puestas en escena que hacían un tipo de descripciones tan vívidas que incitaban retóricamente al pathos; es decir, hacían un llamado que conmovía los sentimientos del lector. Además, echaban mano de una de las técnicas de representación más utilizadas en el barroco, la ya mentada «composición de lugam 45 . Villamor relata una de las disciplinas de Francisca del Niño Jesús: Uno de estos días, rebosando en fervores, y creciendo en amor de la penitencia, virtud tan celebrada de los santos. y tan fructuosa como necesaria; o a lo que se pueda entender, movida de la imitación de el muy paciente Jesús. herido a los impulsos de la crueldad judaica, descargó sin tiento los golpes de la disciplina, sobre sumacerado cuerpo, ya acardenalándole, ya hiriéndole; y finalmente ensangrentándole con la sangre que corría de las partes heridas. Duró este cruento furor contra sí misma por término de cinco horas. en que contó su ardiente deseo de padecer cinco mil golpes que descargó sobre sí. Ya se puede considerar, cual quedaría quebrantada en cuanto al cuerpo, pero muy alentada en el espíritu 46 .
En esta típica descripción se pinta textualmente una imagen. La narración introduce una serie de elementos para proporcionarle verosimilitud, y las plausibles exageraciones, como los «cinco mil golpes», las «cinco horas» o los ríos de sangre, sólo pretendían tocar los sentimientos de los lectores, hacerlos participar en la escena, mvitarlos a la meditación. Además, el comentario es claro: se quebrantaba
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1cuerpo pero se beneficiaba el espíritu. Estas indicaciones tenían
~a clara función social: crear sujetos autocontrolados, lo que podía redundar en beneficio de la canalización de la violencia social.
La privatización de los espacios: la familia y el modelo de la casa-convento Pretender, al menos idealmente, formar este tipo de intimidad individual tuvo distintos impactos en el cuerpo social. De ellos quisiera destacar el discurso más prolífico, el que se tejió alrededor de la idealización de lo que se pretendía que fuese la célula básica del orden social: la familia. Por aquel entonces, estaba en pleno proceso de consolidación la familia nuclear, compuesta por padre, madre e hijos. No es gratuito que este fuera sin lugar a dudas el tema más representado en la pintura colonial, generalmente según el esquema triangular que evidenciaba que la familia debía ser un reflejo en la tierra de la Trinidad celeste. En consecuencia, se trató de sacralizar la familia individual moderna bajo el modelo de la Sagrada Familia de Nazaret, lo cual implicaba un ingrediente más: la construcción de la casa-monasterio ideal que la albergaría. El presupuesto era simple: la sociedad sería mejor si se «clerical izaba)) la unidad central de su funcionamiento. Se trataba de generar espacios de intimidad cotidiana desde los cuales se proporcionaran modelos ejemplares que representaran el ideal colonial. El siglo xvu es uno de los momentos importantes del proceso de formación de la familia moderna. En espacios urbanos como Bogotá, Tunja, Medellín, Cali y Cartagena, las familias tenían pocos hijos, muchas veces por el alto índice de mortandad infantil; dos terceras partes de la población tenían hijos legítimos; las madres solteras y viudas eran cerca de 40%, y los amancebamientos resultaban más frecuentes de lo que se piensa. En el Nuevo Reino de Granada, lo que entendemos por familia no se resolvía exclusivamente en la compuesta por padres e hijos -la familia nuclear-; aunque esta era mayoritaria, también había otras variadas formas de establecer comunidad familiar: familias-extendidas, polinucleares y de personas sin vínculos sanguíneos. Una casa podía albergar varias de estas familias 47• Estos rasgos eran más comunes en las familias mestizas, la base social de las ciudades al finalizar el siglo xvm. A pesar de los cambios introducidos por la aparición de nuevos grupos sociales en el siglo xvn, existían ciertas «reglaS)) sociales, como el orden de castas, que formaban parte de las estructuras de la mentalidad colonial. La familia era una realidad compleja sobre la cual reposaba el orden social.
En la cultura cristiana colonial, todo bautizado estaba obligado a la mortificación. Existían diferentes formas, de acuerdo con los grados de perfección a que aspirara el cristiano: se podía mortificar los sentidos, por ejemplo, olfateando olores desagradables o consumiendo comida desabrida, e incluso usando estos cilicios y disciplinas. San Pedro Alcántara. Anónimo, siglo xvn. Colección Iglesia de San Juan de Dios, Bogotá. [10]
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Sagrada Familia. Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos, siglo XVII. Colección particular. [IJ J
Los sujetos ejemplares neogranadinos procedían de familias criollas constituidas en centros urbanos, con características más bien similares, especialmente en lo que respecta a linaje, honor y limpieza de sangre. Aunque su relación con su familia era fundamental, lo que el narrador pretendía destacar era el carácter moral de la casa que habi. taban. La referencia no era a la casa física sino al espacio emocional y espiritual que correspondía a la idea de familia. Se trataba de de. mostrar la unidad familia-casa como un entorno fundamentalmente moral, base sobre la cual se debía construir el orden social, algo que confirmaban las narraciones visuales que mostraban a la Sagrada Familia en la intimidad del hogar: san José afuera, enfrascado en las labores de su oficio, y la Virgen adentro, ocupándose de la cocina mientras que los ángeles aportan el carácter espiritual. El modelo es' pues, la casa-convento. Se trataba de un intento de trasladar todas la; virtudes y expectativas del convento a la casa, y las de la comunidad religiosa a la familia. Si tomamos como punto de referencia la descripción de los valo. res que encarna el convento, según el escritor neogranadino Pedro Pablo de Villamor, comprendemos cuál era la urgencia de traslada: el espacio conventual de salvación a la casa: Una religión es puerto de santidad, seguridad de la pureza. En que, como enseña san Bernardo. vive el hombre con más puridad, cae raras veces en culpa, y caído con presteza se levanta. Anda con cautela, goza de rostros celestiales y consolaciones divinas. Pasa la vida con seguridad, muere con mayor confianza de su salud eterna, tiene menos que purgar en el purgatorio y consigue premio copioso de gloria 4R.
Este catálogo de «salvaciones» se trasladaba como ideal que de· bía regir la casa. Esta funcionaría como un pequeño convento. y b familia guardaría la conducta de una comunidad religiosa. Los ejemplos más acabados de este modelo los proporcionan las narraciones de las vidas de las laicas Francisca de Zorrilla y Antonia de Cabañas. De esta última afirma Solano que, durante sus primeros ai'ios, [n]o fatigaba mucho el cuidado a los padres de D. Antonia. para ponerla en estado: porque advirtiendo. que la inclinación no era a casarse: no corría prisa darle el estado de religiosa: pues solo fuera trasladarla de un monasterio disimulado; a otro público. Tal era d cuidado, de los Padres en la educación de D. Antonia y tal el afecto. de esta, a la virtud que eran dos alas, con que por tan delicioso Ciclo volaba 49
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El hogar debía entenderse idealmente como un «monasterio disimulado» que conservaba todas las características y virtudes propias del convento, al que, según los ideales de perfección cristiana, podía asemejarse en todo, incluso en los votos. Cuando Antonia decidió su vocación religiosa, «[d]eterminose hacer de su propia casa un religioso monasterio, viviendo con las obligaciones esenciales que constituyen religión en la perfecta guarda de los tres votos, de pobreza, castidad, y obediencia»50• No se trataba de una excepción, pues los tratados edificantes neogranadinos hacían la misma recomendación. Juan Bautista de Toro dedica algunos capítulos al tema de la familia en su libro El secular religioso, y uno de ellos lleva por título «Que el padre de familia no solamente puede ser secular muy religioso, mas debe ser fundador de religión en su casa, haciendo que sean seculares religiosos sus domésticos» 51 • La segunda parte del libro de Toro toma cada uno de los estados uoficios que componían la sociedad colonial santafereña. Cuando trata de los padres, hace una larga reflexión acerca de cómo la función del padre es hacer de su casa un pequeño monasterio donde él rige los destinos de manera similar a como lo hace un prior conventual. Además de llevar las riendas de la administración de la casa yel orden de la misma, sobre él recae el orden moral, pues Toro lo considera fundador de la «religióm>52 en su casa, y su obligación es mantenerla. Lo corroboran las Vidas ejemplares: el padre es el cora-
La representación del hogar de Nazaret establece una versión definida de la casa de familia: san José, afuera, en las labores de su oficio; la Virgen, adentro, ocupándose de la cocina, mientras que los ángeles aportan el carácter espiritual. El modelo es, pues, la casa-convento. Se trataba de un intento por trasladar todas las virtudes y expectativas del convento a la casa, y de la comunidad religiosa a la familia. Hogar de Nazareth. Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos, 1685. Colección Museo de Arte Colonial, Bogotá. [12]
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zón de la vida familiar. La obligatoriedad de llamarlo «padre» tenía, · nsejos se encuentra un aspecto muy propio de la mentalidad de la en esta perspectiva, un sentido conventual y religioso: «y cuando ~oca: la percepción del mundo como un espacio tenebroso, como con verdad, y con razón le llamaren religioso, dará todo el mundo :a amenaza continua que sólo podía detenerse mientras la persona a su casa el nombre de Convento. Padre de familia es aquel a cuyas huyera de los peligros y las tentaciones. La casa, lo íntimo, remitía a expensas pasan la vida los sujetos, que con el viven en su casa»53. El se mundo de salvación, imagen compartida con los monasterios. poder que ejercía el padre dentro de la casa-convento también esta. e El recogimiento no se quedaba sólo como un ideal plasmado en ba regulado idealmente en cuanto a relaciones de «familiaridad», la un texto edificante; se veía confrontado en las prácticas cotidianas cual, de manera muy medieval, se establecía en cinco modos: una de Jos sujetos eje,mplares. Una aplicación se encuentra en la semblanfamiliaridad potestativa, sobre los hijos; una dominativa, sobre es. za que Gabriel Alvarez de Velasco hace de su esposa Francisca. Al clavos; una directiva, entendida como «corrección de las cos ,nbres narrar la actitud de ella frente a los quehaceres domésticos, afirma: de su mujer»; la familiaridad con sirvientes libres, y, por último, la de «maestro en orden a sus discípulos». En las narraciones ejempla. Claro esta, pues que ocupándose en él, y por ellos tan gustosares se hacía notar esta potestad, la cual se extendía hasta cuando los mente no gustaría (como no gustaba) de otros divertimientos, ni padres elegían a los hombres con quienes se casarían sus hijas. De dentro ni fuera de su casa. Servíale de monasterio como dice San esta manera, como padres les competía la autoridad moral sobre su Jerónimo a Principia. Jamás salía de ella, sino era a alguna visita casa religiosa, no sólo en relación con la educación de sus hijos, sino precisa, en que sentía tan gran tormento como si lo fuera, y así lo también en cuanto a la dirección de su esposa y a la corrección de rehusaba cuanto podía [... ]. Nunca fue a fiesta, a sarao, ni a campo criados y esclavos. con sus compañeras ni amigas, aunque fuesen sus mercedes: ni a la Las razones por las cuales se argumentaba la necesidad de que Iglesia fue en concurso de la audiencia ni al estrado de las señoras la casa funcionara como un pequeño convento se basaban tanto en oidoras, escogiendo siempre que iba a ella, lugar particular y retilos principios de la modestia y la guarda de los sentidos como en la rado. No fue a acto público, sino una vez a santo Domingo, recién premisa del recogimiento, lo que a su vez proporcionaba una idea del casada. Nunca fue a ver toros, y una vez que fue, importunada de la discurso de la relación dentro-fuera en el Barroco; es decir, la visión , señora presidenta Doña Luisa de Guevara, no estuvo en el balcón, de la intimidad como salvación y de la exterioridad como pecado. En siendo asiento suyo, sino detrás de una celosía, con que obligó a su otro texto edificante, el prolífico escritor neogranadino Pedro Merseñoría a que hiciese lo mismo55 . cado afirmaba a este propósito: «Quien teme a los enemigos que hay afuera, se esconde dentro de la casa. Fuera hay el ver, el oír, el De la misma manera, no se asoma a las ventanas, guarda la mohablar, que suelen ser enemigos que hieren y a veces matan el alma, destia del ver y hace silencio, sólo habla lo necesario y cuando es y huye de ellos el que es recogido. Digo, que es el que no sale de lo preciso. La cotidianidad de la casa es reflejo de la cotidianidad del interior de su corazón, ni fuera de su casa, sino cuando hay bastante convento, un ideal sobre el cual se pretende construir sujetos pacientes causa»5 4• Y entre las razones para permanecer allí se encontraban como seculares religiosos. Esta condición de vida en Zorrilla o Cabano perder tiempo, mantenerse entretenido y dedicarse a las cosas ñas convierte la casa en el escenario preciso donde se desarrollan sus de Dios. El recogimiento dentro de la casa tenía prácticamente las santas vidas, mecanismo para convertirlas en sujetos de imitación. mismas funciones que el monástico. De cualquier manera, familia y convento eran las formas asociativas Mercado ofrece algunas indicaciones prácticas: permanecer en básicas de la vida de las mujeres barrocas y también los espacios de la intimidad de la casa es evitar distracciones inútiles, entre ellas el mediación entre ellas como individuos y el cuerpo social. contacto con gente que puede dar la oportunidad de pecado; también Finalmente, la casa-monasterio tiene una función con respecto al insiste en el aprovechamiento del tiempo, pues la ocupación conti· cuerpo social. Se comporta como una institución donde se ejercen nua es el mejor mecanismo para no poner la cabeza en malos pensa· los controles tanto coercitivos como educativos que permiten el recmientos. Así mismo, sólo se debía salir de casa en casos de extrema to funcionamiento de la sociedad. Es el espacio donde a los hijos se necesidad y regresar apenas se cumpliera la obligación. Un elemento les inculcan los valores morales y sociales, el lugar donde se ejerce más: santiguarse, encomendarse a la Virgen y rogar a Dios para ~ue la corrección de las actividades y del uso mismo del cuerpo, todo afuera no hubiese situación de pecado. Los consejos estaban dmg1· dentro de la dinámica propia de un convento. Toro aporta consejos dos explícitamente a las mujeres. En este conjunto de pareceres Y a los padres, entre los cuales está «imitar el cuidado y celo de los
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religiosos monásticos, visitando de cuando en cuando las camas de sus súbditos, así para registrar si les falta en ellas lo necesario Para su abrigo. como para examinar la loabilísima honestidad y modestia en el dormim 5r'. En la casa se regulan lo aceptable, lo virtuoso y la sexualidad. Pero la función social no se agotaba aquí, pues en el hogar colonial ---especialmente en el urbano- habitaban criados y esclavos, y sobre ellos también recaía el poder del padre como famj. liaridad. Los consejos son múltiples, tanto en relación con las virtudes como con los comportamientos, siendo estos últimos los más frecuentes: «Y para que en su casa, como en convento de religión, resplandezca la caridud, jamús permita que se le ponga a ningún criado nombres de improperio, ni sufra, que su mujer les diga palabras torpes aunque sea con pretexto de corregirlos>, 57 El valor de la casa como trasunto de un convento se entiende por el sentido místico que el Concilio de Trento le proporcionó, así como por la significación barroca que se le asignó de «puerto seguro» y salvaguarda frente a los peligros del mundo. Debía ser un espacio donde la privacidad garantizara la seguridad y la preservación de las buenas costumbres. Si los claustros funcionaron como paraísos terrenales anticipados que preservaban las flores de santidad como un edén, las casas de familia debían tener la misma funcionalidad, y era aquí donde se articulaban como espacios del cuerpo social. No sólo agrupaban a la familia, en cualquiera de sus tipologías, sino que también albergaban la educación y consolidaban los valores requeridos para hacer comunidad. La casa y el convento guardaban una misma disciplina y tenían un mismo significado dentro del tejido social.
Notas
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21 Roger Chartier. , en Historia de la rida primda, t. v: /)meno de cambio en la wciedad del siglo u 1 a fa sociedad del siglo \ r lit, Buenos Aire~. Taurm. llJ(Jl, p. IÓ).
La dc-!rorio 1110dema es el nombre que recibe la corriente espiritual que apareció a finales del siglo xr< y se popularizó en el siglo".' bajo los efectos de la Contrarrcf>. Crilicón. jj, 1992, p. 10: Jaime I3orja, «El cuerpo y la mística;>. en Las reprl:'selllatinnes del cuerpo barroco neogranudino en el siglo .U"f!, Bogotá, Museo de Arte Colonial, 2003, pp. 14-16. Acerca del valor narrativo de las hagiografías. véase Michel de Certeau, Lo cscrilllra de Lo hi.11orio, México. Universidad Iberoamericana, 1994, p. 260. Éste es el canícter de lo que Ccrtcau llama el ((Cristianismo estalladm>. que tu\'o amplias repercusiones en las transformaciones del pensamiento moderno (Laj(ihufa mística, siglas llll' u 11. México. Universidad Iberoamericana. 1993, Segunda parle).
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Gustavo Curiel y Antonio Rubial, <, en Pintura y vida colidiana en México: siglos xm y xx, México, Fomento Cultural Banamex, 2002, pp. 33-34. Jaime Borja, <>, en Adriana Maya y Diana Bonnett (comps.), Balance y desafíos de la historia de Colombia al inicio del siglo XXI, Bogotá, Universidad de los Andes, Ceso, 2003, pp. 176-180. Véase un análisis más detallado de estas etapas en Jaime Borja, <>, Revista Javeriana, 726, julio de 2006. José Luis Sánchez Lora, Mujeres, conventos y formas de la religiosidad barroca, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1988, pp. 407-453; Antonio Rubial García, La sanlidad controvertida. Hagiografía y conciencia criolla alrededor de los venerables no canonizados de Nueva España, México, Unam- Fondo de Cultura Económica, 1999, pp. 39-41. Jacques Gelis, <>, en Historia de la vida privada, t. v. op. cit., p. 310. El proceso de descubrimiento de la infancia, en los albores de la historia moderna, ha sido descrito en Philippe Ariés, El niño y la vida familiar en el Anliguo Régimen, Madrid, Tauros, 1987, pp. 57·77Esta versión de la infancia se puede observar en los textos ejemplares neogranadinos de Pedro Andrés Calvo de la Riba, Historia de la singular vida, y admirables virtudes de la venerable madre Sor Maria Gerlrudis Theresa de Santa Inés, Madrid, Phelipe Millán, 1752, pp. 9 y 122; Martín Palacios, Colección de la vida exemplar de la venerable madre Joanna María de San Estevan, manuscrito, Convento de Santa Clara, f. 4v, y Pedro Pablo de Villamor, Vida y virtudes de la venerable Madre Francisca María de el Niño Jesús, Madrid, Juan Martínez de Casas, 1723, p. 12. Pablo Rodríguez, Sentimiemos y vida familiar en el Nuevo Reino de Granada, Bogotá, Ariel, 1997, p. 98. Diego Solano, Vida lllustre en Esclarecidos Exemplos de Virtud de la Modeslisima v Penitente Virgen Doña Antonia de Cabmias, Biblioteca Nacional de Colombia, Sala de Raros y Curiosos, ms. 4, f. 6r; Calvo de la Riba, op. cit., p. 9. Palacios, op. cit., f. 12v; véase también Gabriel Álvarez de Velasco, De la exemplar vida y mverte dichosa de Doña Francisca Zorril/a, Alcalá, Colegio de Santo Tomás, 1661, p. ;; Solano, op. cit., f. 7r; Calvo de la Riba, op. cit., p. 338. Solano, op. cit., f. gv; Villamor, op. cit .. pp. 26-2]. Para el caso de la Nueva Granada. los mecanismos de formación de imágenes del demonio fueron diversos y dependieron de la época (Jaime Borja, Ras/ros y roslms del de~no nio en la Nueva Granada. Indios, negros. judíos, mujeres y otras lwestes de Satanás, Bogotá, Ariel, 1998, Primera parte). Calvo de la Riba, op. cit., p. 118. Rafael Sánchez-Concha Barrios, San/os y sanlidad en el Perú l'irreinal. Lima, Vida y Espiritualidad, 2003, p. 268. Sobre la muerte barroca, véase el clásico trabajo de Philippe Aries, El hombre anle la muerte, Madrid, Tauros, 1987, pp. 249-294. En la Nueva Granada, el tema de la muerte fue ampliamente tratado en casi todos los géneros discursivos. Entre los textos que tienen a la muerte como núcleo de su discurso véase, por ejemplo, El desierlo prodigioso o prodigio del desierlo de Pedro Solis de Valenzuela o la poesía de Hernando Domínguez Camargo. «Parasysmo: accidente peligroso, o quasi mortal, en que el paciente pierde el sentido y la acción por largo tiempO>> (Real Academia Española, Diccionario de autoridades, t. 111, Madrid, Gredos, t990, pp. 124. Álvarez de Velasco, op. cit., p. 8}. Jaime Borja, «Composición de lugar, pintura y vidas ejemplares: impacto de una tradición jesuita en el Reino de la Nueva Granada>>, en Verónica Salles-Reese, Repensando el pasado, recuperando el jilluro, Bogotá, Georgetown Universily -Instituto Pensar, 2005, pp. 379·383. Véanse los efectos, por ejemplo, en Jerónima Nava y Saavedra. (1669-1727): aulobiografia de una monja venerable, transcrita por Ángela Inés Robledo, Cali, Universidad del Valle, 1994, pp. 56-57El Concilio de Trento asumió una postura más radical con respecto a la confesión. El debate acerca del arrepentimiento y el perdón se prolongó mucho, especialmente en lo relacionado con la diferencia entre atrición y contrición (Jean Delumeau. La confesión y el perdón, Madrid, Alianza, 1992, pp. 45-62).
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27 Calvo de la Riba, op. cit., p. 282. 28 Norma Durán, «La función del cuerpo en la constitución de la subjetividad cristiana Historia y Grafia, 9, 1997, p. 39· », 29 Juan Bautista de Toro, El secular religioso, Madrid, Francisco del Hierro, 1722, pp. 96 30 Delumeau, op. cit., p. 12. · 31 Chartier, op. cit., p. 165. 32 Algunos ejemplos de este tipo de escritura en la Nueva Granada son los textos de Josefa del Castillo, Jerónima de Nava y Juana de Jesús. En cuanto a los diarios espirituales u ejemplo conocido son los Afectos espirituales de Josefa del Castillo. ' n 33 Asunción Lavrin y Rosalva Lorelo (eds.), La escriturafemenina en la espiritualidad ba. rroca novohispana. Siglos xvu y xvm, México, Universidad de las Americas- Archivo General de la Nación, 2002, p, 8; Mabel Moraña, Viaje al silencio. Exploraciones del discurso barroco, México, Unam, 1998, p. 69. 34 Calvo de la Riba, op. cit., p. 280; también, Vi llamor, op. cit., p. 246. 35 Calvo de la Riba, op. cit., p. 161, 107; Villamor, op. cit., p. 91; Solano, op. cit., ff. g7ry 161r. 36 Santiago de la Vorágine, La leyenda dorada, l. l, Madrid, Alianza. 1994, pp. 382-389. 37 Solano, op. cit., f. 26v; Villamor, op. cit., p. 43; Calvo de la Riba, op. cit., p. 14. 38 Rubial, op. cit., p. 98. 39 Ronaldo Vainfas, Casamento, amor e desejo no Ocidente cristao, Sao Paulo, Ática, 1986, pp. 49·58. 40 Franz Dieter Hensel. «Castigo y orden social en América Latina colonial. El Nuevo Reino de Granada>>, Historia Crítica, 24, 2002, pp. 144-146. 41 Real Academia Española, op. cit., t. 11, pp. 612. Una definición lomada de uno de los trn. lados de mística de mayor circulación es muy similar (Miguel Godínez, Practica de~ Theologia Mp·tica, Sevilla, Juan Bejarano, 1682, p. 26). 42 Sánchez Lora, op. cit., p. 259. 43 Calvo de la Riba, op. cit., p. 492. 44 Solano, op. cit.. ff. 96v- 97r. 45 Acerca de la composición de lugar y su impacto en el Nuevo Reino, véase Borja, «Composición de lugar. .. >>, op. cit., pp. 373-396. 46 Villamor, op. cit.. p. 46. 47 Rodríguez, op. cit., pp. 33-92; María Himelda Ramirez, Las mujeres v la sociedad co/0 • nial de Santafe de Bogotá 1750-1810, Bogotá, lcanh, 2000, pp. 55-66. 48 Villamor, op. cit., pp. 86-87. 49 Solano, op. cit., f. 15v. so lbíd., f. 41v: también, f. )Ir. 51 Toro. op. cit., p. 240 (Segunda parte. cap. 7). 52 Se define como <> !Real Academia Espat1ola, op. cit., t. 111, p. 559). 53 Toro, op. cit., p. 240. 54 Pedro Mercado. El cristiano l'irtuoso .. , Madrid, loseph Fernández de Buen Día, IÓ7J,p. 52. 55 Alvarez de Velasco, op. cit., p. 22. 56 Toro, op. cit., p. 245. 57 lbid., p. 252.
tii. Los precarios disciplinamientos
íos sentimientos coloniales:
~ntre
la norma y la desviación
Pablo Rodríguez Jiménez
En un ensayo memorable, Philippe Aries nos recordaba que uno de los hechos fundamentales de la historia de la sexualidad occiden~1 ha sido la persistencia del matrimonio monogámico, restringido. St' embargo, aunque fue fundado en el principio del amor entre un h mbre y una mujer, sólo hace poco este se convirtió en la forma de vivir los sentimientos y los disfrutes a plenitud. Durante muchos siglos, matrimonio católico significó contención, temperancia, poco amor1• La diversidad de prescripciones sobre la vida afectiva y sexual de las parejas terminó convirtiéndolas en un misterio para las indagaciones del historiador. Normalmente, la coherencia de las leyes y los códigos normativos hace pensar que ellos decidieron la vida de las personas, como ocurrió con los sentimientos conyugales. Efectivamente, la Iglesia limitó con precisas normas toda forma de amor en la unión matrimonial. El «buen amor», aquel que profesaba un hombre a una mujer, debía darse en los márgenes establecidos por el ideal sacramental. Tanto los teólogos mayores como las exhortaciones de los clérigos locales lo definían como «amor cristiano», «amor de caridad», «amor de voluntad>> o «amor de castidad». Este amor atenuaba el hecho de que los individuos se vieran obligados a ejercer la sexualidad para reproducir la especie. Todo amor que se diera al margen del matrimonio -sobre todo, el amor carnalse prohibió. Concebido como pecado, el amOr prematrimonial y el extramatrimonial fueron drásticamente sancionados por la Iglesia y castigados por la justicia civil. Sin embargo, el amor y los sentimientos son materia esquiva para un historiador, escapan a toda tentativa de contenerlos en férreas ca-
Desposorios de la Virgen y José. Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos, 1680. Colección particular. [1]
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Las relaciones sentimentales durante la Colonia se dieron bajo patrones culturales completamente distintos a los contemporáneos. El noviazgo tenía una serie de implicaciones de carácter moral, social y económico que, en cierta medida, estaban restringidas a las élites. Este tipo de relaciones implicaban asuntos tales como el honor, la honra y el cumplimiento de la palabra empeñada. Biombo de Domingo Caicedo (detalle), Joseph Medina, 1738. Colección particular. [2]
tegorías o precisas estadísticas. Además, tradicionalmente se les ha. bía excluido de la investigación histórica, arguyendo que no habían decidido los acontecimientos decisivos del pasado. No hace mucho avezados investigadores se decidieron a tratar sistemáticamente est~ oscuro horizonte de la existencia humana. Desde entonces, historia. dores de muchas latitudes no han cesado de discutir su contenido, su lenguaje multiforme y la manera como los han vivido los distintos sectores sociales2• Este ensayo tiene el propósito de explorar las vivencias afectivas de los hombres y mujeres de la época colonial, tanto dentro de sus matrimonios como fuera de ellos. Se detiene a considerar especialmente los siguientes interrogantes: ¿había entre los jóvenes una experiencia amatoria previa a su unión conyugal, y, de haberla, hasta qué punto era afectada por los intereses de los padres?, ¿constituía el matrimonio católico una reserva privada de los individuos?, ¿cuál era el contenido real del amor conyugal de la época?, ¿qué dinámica y expresiones poseían los amores ilícitos?
¿Existían los noviazgos? Los encuentros previos al matrimonio no estaban formalizados. De acuerdo con el ideal femenino de recogimiento, las hijas doncellas no debían tener trato ni comunicación con señores fuera de casa ni en lugares aislados. Las familias de la élite vigilaban sus movimientos y desde adolescentes les asignaban una chaperona, mestiza o mulata, que las seguía como su sombra. Estas medidas buscaban cerrar el paso a los pretendientes que tenían poca aceptación entre los padres y dejaban libre el camino para los reconocidos que en forma decidida les proponían un convenio matrimonial a los padres. Luego de discutir la conveniencia del matrimonio y el aporte en dote de la familia de la joven, ocurrían algunos encuentros entre los contrayentes, a partir de los cuales es difícil suponer que pudiera formarse en pocas semanas un afecto profundo. En no pocos casos, el pretendiente provenía de la propia familia. Aconsejado por algún pariente mayor u obedeciendo a su propia iniciativa, el interesado encontraba en el parentesco la libertad para entrar en la casa de su pretendida y cortejada. Salvo si había alguna objeción mayor, el matrimonio se celebraba, avalado por el beneplácito familiar que producía la pertenencia del novio a las mismas clase y raza. Sólo cuando había afincado sus expectativas en un pretendiente más pudiente o de mayor prestigio o comprometido previamente a su hija con algún vecino, o cuando observaba en su joven pariente algún defecto mo-
LOS SENTIMIENTOS COLONIALES: ENTRE LA NORMA Y LA DESVIACIÓN
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raJ-alcoholismo, pereza-, el padre se oponía a la solicitud. Los pretendientes ligados por algún parentesco hallaban en esta sociedad mayor permisividad para sus pláticas, juegos y coqueteos, en el curso de los cuales podía nacer el afecto mutuo. Las familias blancas mostraban especial interés en casar a sus hijas con peninsulares. No bien estos arribaban a la ciudad, eran abordados por padres o parientes de muchachas que estaban por «tomar estado». En ocasiones intercedían clérigos o miembros del Cabildo municipal interesados en que esos españoles arraigaran en el lugar y aportaran su sangre y sus apellidos. Hubo casos en que ciertos padres dieron poderes a amigos que viajaban a Cartagena de Indias para que concertaran en su nombre matrimonios para sus hijas con los españoles que arribaban en los galeones. En esos poderes señalaban la suma que estaban dispuestos a otorgar como dote. Quien aceptaba la propuesta lo hacía motivado por el capital que le ofrecían y por una vida que prometía ser cómoda. Poco reparaba en las bondades de la novia. En las semanas que precedían a las nupcias debía haber más teatro y cortesía que interés íntimo en conocer a la futura esposa. Ocasiones propicias para el galanteo y los coqueteos eran las numerosas festividades civiles y religiosas que sucedían en cada ciudad. En ellas, toda la población participaba, y en las casas había una disposición especial. Las familias principales las promovían con donativos y recepciones para las autoridades civiles y eclesiásticas. Las fiestas eran, efectivamente, la ocasión propicia para el galanteo formal, el piropo sagaz, el gesto insinuante y el mensaje clandestino. Las familias asistían en grupo, ocupaban en la misa la banca que les pertenecía, tomaban palco reservado en la fiesta de toros y caminaban en las procesiones junto a sus parientes y vecinos. Las normas establecían saludar al jefe de familia y ligeramente al resto del grupo. Sin embargo, eran estas las oportunidades en que la comunidad comentaba las novedades de las familias, los mozos reparaban en las muchachas que crecían y los más atrevidos les enviaban una de- Durante la Colonia, el matrimonio, claración amorosa con un amigo de la familia o con algún sirviente. más que un compromiso emocional, En los sectores sociales medios del campo y la ciudad, las fa- era claramente una alianza de milias de mestizos acomodados se esforzaban por mantener orden clase. El ritual en torno al cortejo y al compromiso tenía un fin Ycontrol entre los suyos. Preocupados por enlazar a sus hijas con eminentemente selectivo y su blancos que les elevaran el estatus, los más empecinados procura- objetivo a largo plazo era preservar ban encontrar un pretendiente de condición superior. No obstante, la el orden social establecido. Las mayoría concertaba nupcias con varones de su misma condición y lo- representaciones pictóricas pusieron un especial énfasis en calidad, cuidando -eso sí- de no mezclarse con mulatos o negros. dicha condición social. Ajuste de ~n estas familias, las relaciones de parentesco y de trabajo desempe- Casamiento de Yndios. Anónimo, naban un papel significativo en cuanto a los encuentros amorosos de siglo XVIII. Códex Trujillo de los jóvenes. Sobrinos y primos lejanos circulaban sin restricciones Martínez Compañón y Bujanda. Colección Biblioteca Nacional de por los espacios privados de la casa. En ocasiones, los tíos acogían España, Madrid. [3]
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en sus casas a sobrinos desfavorecidos y los empleaban en sus pro. piedades. En el campo, las viejas relaciones de intercambio de servi. cios permitían que los jóvenes pernoctaran en la casa del vecmo con ocasión de una fiesta, amenaza de lluvia o creciente de un río que impidiese regresar al hogar. En estas circunstancias se presentaban los primeros encuentros y muestras de simpatía entre los jóvenes, que en la mayoría de los casos contaban con la hcenc1a de los padres. Vedado y condenado a la clandestinidad quedaba el afecto de un peón por la hija de su patrón o de un propietario de la región. Así alegara pertenecer a la misma condición racial mestiza, su pobreza no lo dejaba recibir una aprobación social. Estos hechos daban lugar a numerosos raptos y disputas en torno al honor y a la libertad para concertar las uniones entre estos grupos de vecinos. Los sectores populares, conformados por familias de mestizos pobres, mulatos y negros, veían frustradas sus pretensiones de con. formar unidades domésticas legítimas y estables. Con frecuencia, los padres se veían obligados a ausentarse por largas temporadas de sus hogares para hallar el sustento en los reales de minas y las estancias. Otros simplemente se desentendían de sus obligaciones y aban. donaban a sus familias. Un grupo importante de estos encontraba pocos argumentos para convencer a su prole de la importancia de los valores raciales. Muchas veces les bastaba con que el pretendiente de sus hijas fuera honrado y trabajador. .. . La ausencia de una figura paterna debilitaba estas fatmhas y obligaba a la madre a empl;arse como doméstica, a trabajar como pul-
Una característica recurrente de la estructura familiar entre las clases populares era su inestabilidad y la constante presencia de mujeres solas. abandonadas y muchas veces abusadas. Los casos por asaltos sexuales son numerosos en los archivos criminales, aunque no se podría afirmar que fuese un caso exclusivo de las clases populares. Las denuncias por desfloraciones y «robos de la honra)) se daban también en las clases más acomodadas. Susana en el baño casta. Gregario Vásquez de Arce y Ceballos, siglo xv11. Colección Museo de Arte Colonial, Bogotá. [4]
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pera en el mercado o a vivir en la indigencia. Estos hechos afectaban la estructura y el orden de aquellas. Las muchachas permanecían solas en sus casas. Pero también cumplían oficios por fuera de ellas -lavar ropa en el río, cargar leña del monte o llevar alimento a los hombres que trabajaban en las rozas de maíz- que las exponían a encuentros azarosos. En ellos, es cierto, tenían los primeros tratos gratos con varones, pero también se daban las más violentas agresiones a su honor sexuaL Las hijas de mestizos y mulatos pobres asumían tempranamente actitudes desenvueltas. Asistían, con o sin compañía masculina, a las fiestas y fandangos locales. Bailaban hasta el amanecer y no desconocían el aguardiente de fabricación casera. La identidad del hombre con el que bailaban o su ligereza al sentarse en las piernas de un desconocido daba lugar a riñas sangrientas. Así mismo, su lenguaje, cargado de imágenes sexuales, producía el sonrojo de los vecinos. En las últimas dos décadas del siglo xvm, las autoridades mostraron especial preocupación por el desarreglo de las conductas y el aumento de la ilegitimidad. Los alguaciles espiaban con particular atención los caminos y los ríos donde se daban cita los amores clandestinos. En el perímetro urbano, los lotes baldíos y los sitios sin iluminación eran refugios para el amor o puntos estratégicos para la entrega de algún recado comprometedor. Estos sitios se consideraban de alta peligrosidad para las mujeres. No obstante, los archivos criminales locales muestran que jamás hubo una violación colectiva de una mujer. Las violaciones denunciadas fueron cometidas por individuos conocidos que pretendían a las mujeres de tiempo atrás y que sólo las, habían atacado después de tratar de seducirlas con promesas. • En la misma época se desarrollaron formas de diversión y sociabilidad que integraban al grupo familiar y se realizaban en su propio espacio. En las familias blancas principales, cierto toque de distinción ilustrado lo constituían las veladas de baile de minué y de canto de bolero, géneros recién llegados al virreinato. La vihuela, popularizada en América, animaba también las fiestas de mestizos y mulatos. Estas, que despectivamente eran conocidas como «fandangos», involucraban bailes prohibidos como el «salto de cabra» y el «pata-pata», que tenían un aire más informal y alburero. Es obvio que estas reuniones debían inducir a algunos jóvenes a un trato menos tímido con el género opuesto y ayudarles a definir sus gustos. Al respecto, es imposible precisar si existía un modelo de belleza femenino o masculino en la época. Respecto a las mujeres, es claro que la robustez y la fortaleza para el trabajo y para traer hijos al mundo eran definitivas. Pero también las nociones de calidad y estatus debían tener algún significado. Excepcionalmente, algunas mujeres dejaron saber su parecer, como la mestiza María Valeria Ortiz, quien
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De manera sorprendente, el género de las pinturas de castas nos introduce en el requiebre amoroso americano. De español y castiza, español (detalle). Francisco Clapera, siglo xvm. Colección Museo Nacional de Historia, México D. F. [5]
dijo de un mulato que se casaría con él «porque aunque era morenito era muy bonito»3. La documentación histórica nos informa de manera bastante frag. mentaría sobre las expresiones sensuales prematrimoniales Yextra. matrimoniales. El acto más conocido y que tenía más significado era el <~uego de manos». Tomarse las manos o ir de la mano, en público o en privado, era una revelación profunda de afecto. Peinar y despiojar eran actos íntimos que tenían gran significado ante la comunidad. De hecho, por ejemplo, el ecuatoriano Joaquín del Valle, que pretendía a la doncella antioqueña Josefa del Valle, manifestó sentirse totalmente confundido con la oposición de Antonio Abad del Valle, toda vez. decía, que se lo admitía en su casa y en distintas oportunidades le había hecho a Josefa los peinados de ~oda4 • El beso, ese goce sublime divulgado por la modernidad, parece no haber sido practicado públicamente por las parejas coloniales. Re. gistros de besos que atestiguaran un romance empezaron a hacerse frecuentes a mediados del siglo XIX. Recordemos que la moral religiosa condenaba con suma dureza estas expresiones de sensualidad. Alain Corbin ha recordado que en distintas regiones de Europa se castigaba con azotes. y aun con la horca, a quien besara en público a una mujer casada o viuda 5. En nuestra Colonia. las cosas no llegaron a tanto. pero es evidente que los besos estaban desterrados a los momentos más secretos. La insistencia de la Iglesia en que el acto amoroso era mecánico v debía estar orientado a la reproducción y no a la satisfacción llenÓ de pudor la vida de las parejas. El lenguaje clerical sobre la sexualidad era elusivo, negativo y despreciativo. Por ejemplo. en él siempre se nombra el órgano sexual femenino como «el vaso», una especie de recipiente para el líquido seminal masculina!'. Tal censura produjo una perpleja ignorancia. denunciada como torpeza por las esposas cuyos maridos desconocían dónde alojar su sexo. En esta materia, en nuestro país debió pasar siglo y medio para que los jóvenes descubrieran y construyeran un lenguaje de caricias y sensualidad. Un asunto importante relativo a la sexualidad de la época era la obsesión con la necesaria virginidad femenina para llegar al altar. Con mucha frecuencia se hablaba de esta. Pero ¿qué significaba verdaderamente'~ Era una virtud que, más que la virginidad física, representaba la honra femenina. Expresaba la buena imagen~ el respeto social. Resulta llamativo que en los archivos no existan mdi~IOS de maridos que devolvieran a sus esposas por carecer de. esta JO~a preciosa. Como tantos otros asuntos relativos a la sexualtdad. mas parece ser una invención que algo de lo que se tuviera un verdade;o conocimiento. Así, virginidadfemenina se refería a una condic!On abstracta: la honestidad, tal vez 7•
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Aunque volveremos sobre el asunto, conviene advertir desde ahora la vasta dimensión y el profundo significado de sentimientos como los celos. No es extraño que el cronista Juan Rodríguez Freile baya dedicado tantas páginas de su crónica El Carnero al temas. Con la misoginia propia de la época, Freile culpaba a las mujeres de esta enfermedad de los hombres. «La belleza femenina es la perdición de Jos hombres», decía, a la vez que afirmaba que, debido a su escasa razón, las mujeres debían tutelarse. La insistencia en la debilidad emocional de las mujeres justificaba todos los sistemas de control para poner a b~en recaudo su virginidad y doncellez. Pero también era esta paranOia lo que socavaba la maduración de las parejas y, en muchos casos, lo que dio los argumentos para culpar injustamente de traición a las muchachas.
¿Enlaces por amor o por interés? En la sociedad colonial, el estado matrimonial, más que un ideal, era una necesidad. Al menos, así se lo consideraba para las mujeres. Con el objeto de no dejar solteras a sus hijas, las familias prestaban atención a la calidad de sus posibles pretendientes y se esmeraban en proporcionarles una dote que las hiciera atractivas. Carecer de dote no constituía un impedimento para concertar una unión, pero sí era una desventaja.
El juego de las dotes La tradición castellana de dotar a las mujeres para el matrimonio se difundió por todos los sectores de la sociedad hispanoamericana. En cada región, las familias de la élite hacían donaciones y reservaban bienes del patrimonio común para el futuro matrimonio de las niñas. Cuando estas llegaban a la edad de contraer matrimonio, los padres manifestaban los bienes y capitales que por derecho de herencia les pertenecían. A ellos se sumaban las donaciones y los obsequios de parientes que completaban las dotes. Las familias de patrimonio modesto, e incluso algunas pobres, hacían esfuerzos sorprendentes para dotar a sus mujeres. Reunían pequeños aportes, sacrificaban los derechos hereditarios de los hijos varones y se desprendían de piezas importantes de su exiguo mobiliario. Por ejemplo, Francisco Guerra Peláez, minero venido a menos, confesó que a su hija Gertrudis no habría podido dotarla con quinientos pesos «sin perjuicio de los más nuestros hijos, pero fue consentimiento de todos por ver en estado a su hermana»9.
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Una dote óptima era la que comprendía distintos bienes. Dinero tierras, esclavos, ganado, residencia, ajuar y muebles constituían u~ patrimonio que permitía <
Aunque no pasaban a dominio de los maridos y ellos sólo podían administrarlas a conveniencia de sus esposas, las dotes eran todo un atractivo para los hombres. Era claro que los españoles que se radicaban en un lugar sólo contraían nupcias con jóvenes a las que sus familias proveyeran de una jugosa dote. Igual ocurría con los criollos que se dedicaban al comercio. Un vecino de Medellín afirmaba en 1781: «a este lugar son pocos o raros los forasteros que vienen, y de est?s lo q~e se, casan ~iempre buscan mujeres que tengan conveniencl3». El mteres mamfiesto de los forasteros puede percibirse también en la desigualdad de los aportes al matrimonio. La mayoría declaraban no poseer más que su ropa en el momento de concertar el matrimonio. Un caso, llamativo por cierto, es el de Lorenzo Benítez Colmener~, quien recibió de los padres de su esposa, María del Carmen Madnd, la fabulosa dote de dos mil pesos de oro de veinte quilates. más o~ros bie?es. Él, por su parte, detalló sin sonrojo en documento oficial los bienes de su patrimonio: «un juego de hebillas de zapatos, ch~rreteras, corbatín, silla de montar chapeada de plata, espuelas y pretil de plata, caballo, tres vestidos a lo militar una chaqueta de terciopelo carmesí, cinto y espada de plata» !O. Est~ inventario de vap?rosas ~rendas de charrería delata a un hombre que, yendo de paso, la fehz oportunidad de establecerse beneficiosamente y no a algmen que respetara el significado del sacramento. Cuando la unión concertada era de personas oriundas del mismo lugar, había mayor equidad en los aportes al matrimonio. Entonces las reglas de la endogamia operaban a favor de la conservación de cierta estratificación social. Los criterios de calidad y etnia deter- , minaban estas decisiones. Estas razones condujeron al cierre sobre s~ mismos d~ s~gmentos sociales que poseían los mismos rasgos raCiales, e~onom1cos y de estatus. La relativa igualdad de los capitales mtroducidos en el matrimonio por maridos y esposas de la élite y los sectores medios revela que las nupcias constituían un medio de consolidación y estabilización de las fortunas, en lugar de territorios donde operara a sus anchas el oportunismo de los hombres. ~ste sistema llegó a ser tan funcional que comprendía algunas desigualdades. A.los españ?les se les aceptaba la pobreza sólo porque apor~a~an un valioso «capital simbólico»: origen, apellido y sangre h1spamcos ..Igualmente, ciertas diferencias de edad podían compensarse. Por eJemplo, Margarita Tabares, esposa del capitán Roque de la Tor.re Velazco, reconoció en su testamento haberle donado volun~anamente quinientos pesos «por la desigualdad en la edad que temamos». Las segundas y terceras nupcias, frecuentes entre las mu¡eres se~ún lo ~uestran sus testamentos a lo largo del siglo xvm, ntroducian matices de concertación que muchas veces se prefirió reservarll.
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Un caso particular lo constituyeron los matrimonios entre españoles y mujeres indias. Estos casos se dieron especialmente en los inicios de la Conquista y en lugares donde se preservaron ciertos niveles de las élites indígenas. El caso del Perú fue significativo en este punto. Allí, las princesas incas fueron casadas con españoles con el fin de legitimar poderes políticos. En la Nueva Granada se dieron casos similares; sin embargo, no existen representaciones pictóricas de este hecho. En el siglo XIX esto seguía siendo una práctica cultural. Yapanga y mestizo del Cauca. Manuel María Paz, 1853- Comisión Corográfica. Colección Biblioteca Nacional de Colombia, Bogotá. [6]
Los vínculos entre parientes Muchos matrimonios dispares en cuanto al patrimonio de los contrayentes eran en ocasiones una forma, incluso inconsciente, de socorrer a las ramas empobrecidas de una misma familia. Las uniones entre parientes aumentaron en las postrimerías de la época colonial y llegaron a constituir uno de los rasgos distintivos con los que aún hoy se reconocen ciertas regiones. Alegando distintas razones, muchas familias acudían a los obispados en busca de dispensas. Solamente en los archivos eclesiásticos de Medellín encontré 410 dispensas solicitadas por 820 vecinos ligados en distinto grado de parentesco. Uno de los argumentos frecuentes de los solicitantes era la escasez de hombres de calidad con los cuales casar a sus hijas. Este hecho, sumado a la poca presencia de peninsulares en esa provincia, los obligaba a buscar pretendientes entre sus propios parientes. Aun así, no eran pocos los vecinos que mostraban dudas sobre la calidad de los forasteros que llegaban e insistían en que no era factible casar a sus hijas con quien no fuera de su condición. El presbítero Ignacio Gutiérrez, que en 1786 buscaba casar a su sobrina Rosalía. señalaba: «aunque vienen algunos europeos, no se sabe de algunos si su cali· dad corresponde con la que se aprecia en las principales familias Y por tanto se hace preciso echar mano de los parientes». Este prejuicio hacia los forasteros obligaba a todo recién llegado a presentar docu· mentos que certificaran su calidad y su soltería. . Las solicitudes de dispensa buscaban permitir distintas modah· dades de unión entre parientes. Una, bastante frecuente, era el ma·
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trimonio de dos hermanos con dos hermanas o de un hermano y una berntana con una hermana y su hermano, respectivamente. Estas ceremonias se realizaban el mismo día y a la misma hora y reforzaban Jos linajes. En ocasiones se alegaba que la población femenina superaba a la de Jos varones y que, si no se permitía la unión entre familiares, sobrevendría la ruina. Otros advertían, con bastante certeza, que la estrechez de la región obligaba a que toda unión incluyera parientes. Así Jo revelaba en forma dramática un vecino: «la familia Velásquez es muy extensa y dilatada y por esto se halla enlazada con las más principales, y siendo la pretendiente [su hija] descendiente de la línea de Velásquez sería difícil encontrar matrimonio a igualdad con sujeto que no fuese su pariente>F No obstante, para otros, la causa principal de no encontrar pretendientes para sus hijas por fuera qel marco de la parentela era la pobreza. Según decían, era cierto que llegaban pocos hombres de calidad, pero los más afectados por este hecho eran los pobres. Para estos, la situación se hacía exasperante. ABárbara de Flores, que quería casar a su hija con un sobrino, le negaron la dispensa porque el novio tenía catorce años y le recomendaron que buscara otro pretendiente. Años después, en I780, la señora elevaba nueva solicitud, doliéndose de no haber hallado otro joven y de que, entre tanto, su hija «ha marchitado sus primeros verdores y lustre a que es anexa la juventud, adoleciendo de enfermedades y hallarse con casi la edad de treinta años». A esa edad, se quejaba al obispo, «Son muy raras las que encuentran COn quien ponerse en estado de santo matrimonio, mayormente si son pobres»I3_ ' Las dispensas eclesiásticas vinieron a reforzar las endogamias de clase, raza y localidad. Probablemente, la gente exploraba la posibilidad de contraer nupcias fuera de los grados de parentesco prohibido y, al no ver segura esa opción, prefería refugiarse en su grupo consanguíneo, con el que de antiguo compartía la historia familiar; es decir, los mismos intereses económicos, costumbres y prejuicios. Además, esta endogamia no era exclusiva de los grupos privilegiados. En ocasiones, parecía abarcar una localidad, como en el caso de Buga. No sabemos cuándo hizo fama su carácter de sociedad cerrada Yendogámica. Con versos e imágenes satíricas se insistía en que los bugueños padecían una tara producida por su propensión a casarse entre parientes. Pero para concluir debemos recordar que las dispensas tenían un costo, establecido en las penitencias. En ocasiones era pecuniario, en limosnas para los pobres. Pero también se pagaba ~n rezos del santo rosario en pareja, de rodillas, durante un determina~o número de años. Limpiar el pecado del incesto, del amor entre pnmos, suponía aceptar la culpa y el sacrificio. e
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Por lo general, la decisión de escoger consorte no era algo que quedaba al libre albedrío de las parejas. Era una decisión impuesta y determinada por la conveniencia familiar y, particularmente, por el padre de familia. Al involucrar la hacienda familiar, era un tema que debía ser tratado cuidadosamente. Incluso, el compromiso matrimonial debía ser registrado bajo un contrato. Otoño. Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos, 1675. Colección Museo de Arte Colonial, Bogotá. [7]
El parecer de los padres En la Colonia, la tradición establecía que los padres decidieran las elecciones conyugales. 1ncluso los parientes. como tíos y hermanos, creían tener derecho a formular opiniones a favor o en contra de la inclinación de un enamorado de la familia. Esta autoridad de los padres para decidir las alianzas familiares se acentuó con la promulgación de la Pragmática Real de 1776. De acuerdo con esta legislación, debían condenarse severamente los matrimonios clandestinos, los padres poseían poder de veto sobre toda unión racialmente desigual que pretendieran sus hijos y era obligatorio para todos los hijos menores de veinticinco años obtener la licencia de sus padres, so pena de ser desheredados. A esta conclusión llegó la Corona luego de considerar que, de continuar el curso creciente de uniones desiguales que se estaba dando, se seguirían «gravísimos daños y ofensas a Dios, resultando la turbación del buen orden del Estado y continuadas discordias y perjuicios de las familias» 14 • La pragmática observaba que el crecimiento del mestizaje, su influencia en las sociedades locales y la pérdida de autoridad de los padres para controlar a sus hijos requerían unas barreras que frenaran su ascenso. Por ello, la Corona adelantó, entre otras, esta campaña destinada a proteger la homogeneidad racial y cultural de los blancos peninsulares y criollos. El efecto de estas medidas fue paradójico en el virreinato de la Nueva Granada. Si entre la élite de familias blancas robustecieron
et8entimiento de grupo y la autoridad patriarcal, entre los sectores Jil'Pulares atizaron e,! ~onflicto ~acial. ~os mestizos, especialmente, ¡¡¡~pptaron la Pragmatlca para diferenciarse de los mulatos. Asimis010, Jos mul~tos, en sus diversos grados, la invocaban para reclamar preeminencia frente a los negros. Uno de los hechos llamativos de las oposiciones matrimoniales que pueden verificarse en nuestros archivos es que la autoridad de los padres de las familias blancas no sufrió variaciones. Este hecho lo revelan no sólo el escaso número de «disensos» que se dieron en este sector social, sino también el tono de la argumentación de los padres yla actitud de la justicia. Dos casos, de décadas distantes, nos permiten ver con algún detalle estos aspectos. En 1729, en la Villa de La Candelaria de Medellín, tras pensarlo largo tiempo, Isabel Piedrahíta decidió fugarse de su casa para intentar que la justicia le permitiera unirse al mulato Lorenzo Lezcano. La noche del r8 de mayo, juntó su ropa y la envolvió en una sábana, apresuró a la negra Josefa, que ya hablaba castellano y le era fiel, y ambas salieron sigilosamente de la casa al encuentro de Miguel Lezcano, que las esperaba junto a un camino. De Hatoviejo, su lugar de residencia, se dirigieron a la villa. Isabel montó un caballo y la negra Josefa y Miguel marcharon a pie. Al llegar a la plaza se les unió Lorenzo, quien condujo a Isabel a casa de un presbítero. Allí pernoctaron y a la mañana siguiente Isabel fue depositada ante el alcalde mayor Meza Villavicencio. Isabel, hija de blancos preeminentes, y Lorenzo, hijo de mulatos pobres, sabían que su diferencia racial significaba una distancia insalvable. Por eso consideraron que sólo un acto radical como la fuga podía inclinar la balanza a su favor. El padre de Isabel, Joseph Piedrahíta, protestó indignado por el rapto de su hija y el vilipendio de su honor. El propio alcalde mayor, acompañado del alcalde menor, de Jos alcaldes de la Santa Hermandad y «de otros hombres de confianza», emprendió la persecución de los hermanos Lezcano en las veredas de la jurisdicción. La desazón de la búsqueda y la ofuscación de las familias blancas animaron al alcalde a tomar la agresiva medida de confiscar los escasos bienes del padre de los hermanos Lezcano. La idea de ver a su anciano padre reducido a prisión y de que se perdieran las sementeras obligó a los Lezcano a entregarse a la justicia. Durante un año estuvieron en prisión y, pese a que Isabel insistió en que había huido por su propia convicción y sin inducción de Lorenzo, la sentencia fue ejemplar. Lorenzo fue desterrado de la villa y multado con doscientos pesos por «pretender casarse con mujer blanca, reputada por tal y recogida en casa de sus padres» 15 • La desigualdad racial constituía un callejón sin salida para los enamorados de la época colonial. Para los jueces, su pretensión era una afrenta contra la sociedad misma, más que contra sus padres en
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particular, principalmente cuando se trataba de uniones de blanca con mestizos o mulatos. Normalmente, estas relaciones tenían de~ sus inicios un sino trágico y triste. Sin embargo, en otros casos, las objeciones de los padres revelaban distintos prejuicios sociales. En la ciudad de Santafé de Antioquia, en 1798, el madrileño An. tonio Abad del Valle se opuso, de manera iracunda, a la unión qUe pretendían su hija Josefa y el guayaquileño Joaquín Vallejo. Aunque este sólo llevaba año y medio avecindado en el lugar, ya había reci. bido la aceptación del estrecho círculo de beneméritos. Tanto, que ya formaba parte de la Tercera Orden del Seráfico Señor San Francisco cofradía reservada a personas blancas y pudientes. La misma famjj¡~ Abad del Valle le abrió sus puertas, gozando de sus habilidade~ para el canto, el baile del minué y el peinado de damas «al bolero». Para Antonio Abad constituía un ultraje que un empleado de la aduana pretendiera igualársele solicitándole la mano de su hija. Hacía ironía del salario que este devengaba y de la calidad de los criollos del país del que procedía. Por el contrario, para la comunida~ Vallejo poseía todas las cualidades para tratar las nupcias. Las Hermanas Carmelitas intervinieron en su favor. El propio gobernador de la provincia aprovechó una reunión para intentar disuadir al padre. La justicia misma declaró nulo el disenso entablado y consideró que no había méritos para impedir la unión. Sin embargo. Abad jamás aceptó el fallo y protestó que todo era una patraiia. Por su parte, María Josefa, temerosa de la cólera de su padre, terminó retractándose de su decisión y de sus intenciones matrimoniales'~>. Pero era la desigualdad étnica y racial el principal motivo de las oposiciones. Y ello ocurría especialmente en los sectores populares, para los cuales escalar en la estructura social suponía blanquearse. La gravedad del lenguaje que se utilizaba, lo puntilloso de !as acusaciones que se esgrimían y la disposición para actuar ante la justicia señalan la intensidad con que se vivía el honor. Corrientemente consideramos que valores como el honor, el color o el estatus eran preocupaciones exclusivas de las élites; pero los expedientes de los archivos revelan una realidad totalmente distinta. Era en los sectores populares donde las decisiones matrimoniales resultaban más conflictivas. Sólo en el siglo XIX aceptarían los padres la decisión de sus hijos varones, y eso con una condición: que antes de casarse obtuvieran un título de estudios.
Las promesas incumplidas Los abandonos de los compromisos matrimoniales contraídos mediante el empeño de la palabra constituyen un campo rico en in· formación sobre la cultura y el complejo de fuerzas que intervenian
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las relaciones de los jóvenes. Una tradición que parecía abarcar
~istiílras culturas enseñaba que las promesas verbales de matrimonio tenían caráct~r obligatorio, y la justicia o la comunidad se encargaban de sanciOnarlas. Se buscaba defender el sentido ritual de todo pacto oral, fun~amental en sociedades campesinas analfabetas. En ellas, el incumplimiento de una promesa matrimonial devaluaba sensiblemente el honor Yla imagen de quien quedaba plantado. Además, en muchos casos, amparados en las promesas que hacían, los hombres vencían la resistencia de sus enamoradas y les arrebataban la virginidad. Las demandas por cumplimiento de la palabra matrimonial se entablaban contra varones que la negaban o se retractaban. No nos consta que hombre alguno reclamara el cumplimiento de su palabra a una mujer, hecho que no debe interpretarse como muestra de que una falta así nunca haya ocurrido sino como prueba del enorme temor de los hombres a ser blanco del escarnio público. Los hombres no negaban haber hecho promesa de contraer matrimonio ni haberse relacionado e intimado con las mujeres que los denunciaban. Luego de tratamientos afectuosos, que en ocasiones duraban años, parecía existir un punto impreciso en el cual estos hombres mostraban dudas einiciaban estrategias de retirada. Esto ocurría, por ejemplo, cuando se enteraban de que la mujer que frecuentaban se hallaba embarazada. Desde luego, cuando notaban el comportamiento remiso del pretendiente y advertían que, después de años de espera, este intentaba casarse con una mujer de mejor calidad o se disponía a marcharse y deja"as abandonadas, las mujeres lo presionaban a efectuar las nup- , cias para limpiar su honor. Los alegatos de los acusados de incumplir una promesa matrimonial se ocupaban principalmente de demeritar a la mujer que los demandaba. Las tachaban de deshonestas, faltas de recogimiento y transgresoras del comportamiento que toda mujer de hogar debía mostrar. Afirmaban que eran públicos su desenvoltura y su trato con distintos hombres, antes y después de su amistad. Algunos tenían incluso el cinismo de pedir a los jueces que las recluyeran en un lugar donde aprendieran a comportarse. Otros argüían motivos más sutiles para su retractación. Alegaban no poder cumplir su promesa por carecer de la aprobación paterna, no haber alcanzado la edad necesaria -veinticinco años- para efectuar las nupcias en forma independiente, tener un impedimento de parentesco o haber sido mal informados sobre la calidad de la mujer a la ~ue habían cortejado. También hubo quienes negaron haber querido tncumplir su promesa y atribuyeron a su extrema pobreza, que les !~pedía pagar los estipendios eclesiásticos, el aplazamiento indefimdo de las nupcias.
Biombo con la escena de un sarao en la casa de campo de San Agustín de las Cuevas (detalle). Anónimo, segunda mitad del siglo xvm. Colección Museo Nacional de Historia, México o. F. (8]
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Las decisiones de los jueces al respecto eran coherentes con los valores sociales imperantes. En las demandas en que observaban di. ferencia notable de raza o de condición social, los jueces no encon. traban méritos para obligar a los varones a cumplir sus promesas. Preferían conservar el statu quo, así las razones imploradas por las mujeres fueran verdaderas. Sólo intervenían cuando se trataba de miembros de la misma comunidad y calidad, auxiliándose de perso.. nas allegadas a las familias para dar la impresión de que pronuncia. ban una sentencia razonada. Las respuestas cínicas de los seductores en el curso de los proce. sos les producían desconsuelo e indignación a las mujeres. Algunas, observando el giro inesperado del comportamiento de quien las había enamorado, preferían renunciar a su solicitud de matrimonio. Se da. ban cuenta de que, si las rechazaban en tal forma, nada ,feliz podían esperar de esa unión. Cándida Arias, despreciada por Angel Vélez, terminó renunciando a su demanda tras semanas de trámites procesales. En una carta al alcalde mayor expresaba «que Vélez se mantiene tenaz en no cumplir la palabra de casamiento sin embargo de haberla confesado como hombre infiel y que no sabe la fidelidad que obliga a los hombres su palabra[ ... ] y lo que es más temiendo el que casándome llevo arriesgada mi vida a perpetuos disgustos y pesadumbres o a perderla luego a mano de sus despechos por lo cual me aparto y desisto de mi pedimento». Y en un giro de excepcional ironía concluía: «devuelvo al dicho Ángel la palabra que me dio, teniendo por mejor irme sola a pasar la vida que no a casarme con el que habiéndome faltado una vez como lo ha hecho lo hará siempre» 17 • Estas expresiones nos conducen a pensar que, al menos para ciertas mujeres y en ciertas circunstancias, los sentimientos y los afectos eran elementos decisivos para la realización del matrimonio. Por eso los reclamaban, y cuando advertían que no existían, se apartaban. Ello es prueba indiscutible de la existencia de un sentimiento individual, de una autoestima. Ana Maria Betancur renunció al proceso adelantado contra Antonio Vásquez con las siguientes consideraciones: [H]asta lo presente he sufrido grandes desprecios y sonrojos, Y si me caso con este hombre espero mayores de los que hasta aquí he sufrido, pues me hallo tan apartada de esto que de permitir V. M. el que no cumpla la palabra ni que la dote; y adjunto dirijo unas prendecillas que me tenia dadas por no querer ni memoria de quien con tanta ligereza me desprecia [... ] suplico a V. M. determine lo que halle por conveniente pues por mi parte sólo digo que es muy siniestro mi pensamiento y con hombres que no saben cumplir lo que 18 dicen no tengo cuando conseguir el estado del santo matrimonio
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Las dolidas respuestas de estas mujeres eran gestos de amor propio. Al des~recia~ al seductor, se reconciliaban·en parte con sus fa111ilias y cons1go m1smas. La fuerza de la agresión masculina quedaba mermada. No obstante, algunos individuos, presionados por los jueces y los parientes comprometidos, trataban de rehabilitar su imagen. Efectuaban una nueva promesa, esta vez escrita, con la que buscaban demostrar su verdadera intención. Una decía: «Yo José Rodríguez Angulo con licencia y expreso consentimiento de Tomás Rodríguez mi padre, digo que de mi libre y espontánea voluntad me quiero casar con Isabel Galván Pérez en cumplimiento de la fe y palabra que le tengo dada en que intervino el consentimiento voluntario de ambas partes» 19• Para fines del siglo xvm, las demandas de cumplimiento de promesa matrimonial se habían multiplicado en todas las provincias americanas. El Consejo de Indias, alarmado, procedió a expedir una significativa orden mediante la que prohibía aceptar, en todo tribunal «eclesiástico ni secular», demandas que· no fueran acompañadas de promesas hechas por escrito. Pedía, además, «que los padres cuiden a sus hijas y que estas no se dejen engañar con palabras de casamiento»20. Desde entonces, las promesas íntimas de los enamorados, llenas de gestos y ritos, quedaron enmarcadas en el ámbito de la escritura. Probablemente, las mujeres y los padres tomaron mayores precauciones, lo cual no impidió que estos pleitos siguieran ocurriendo, sólo que ahora los jueces prestaban oídos sordos a sus quejas si no portaban la promesa escrita en sus manos. De esta manera, la palabra ·. femenina fue devaluada y quedó sin fuerza para reclamar la reparación de su honor.
Los sentimientos conyugales Los sentimientos experimentados por los esposos durant~ la época colonial constituyen un misterio. Los documentos que los nombran son escasos y casi siempre se refieren a conflictos o disputas; nunca a sus éxitos o a sus satisfacciones. Probablemente se aplicaba el proverbio de que «la felicidad no se pregona» o el de que «nadie va al notario a registrar su felicidad». Sin embargo, esta, limitación se debe, en parte, a la ausencia de una tradición epistolar y de reflexión en diarios íntimos y al analfabetismo generalizado. ,Como consecuencia, el historiador corre el riesgo de no ver más alla del aspecto patológico de las uniones legítimas. Pero una serie de fragmentos documentales permiten abordar dichos sentimientos.
El discurso imperante sobre el matrimonio enfatizaba en su perpetuidad. La unión ideal no finalizaba con la muerte, sino que, tras esta, esperaba a la pareja una vida eterna del uno junto al otro. El modelo fundacional era el del matrimonio de José con María. Desposorios de José y la Virgen.
Vargas de Figueroa, siglo XVII. Colección Museo Iglesia Santa Clara, Bogotá. [9]
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Entreveradas con las distintas fórmulas jurídicas que contienen los testamentos de hombres y mujeres de la época se vislumbran expre. siones de sentimiento, afecto, cariño o amor. Al final de sus días oen la víspera de un viaje riesgoso, hombres y mujeres dejaban constan. cia de su gratitud por los afectos y favores recibidos. Estos registros no son suficientes para afirmar la coexistencia de amor y matrimonio. Simplemente abren una ventana a su estudio María Rojo Santillana confesaba, al final de su testamento, «habe; experimentado de mi marido muchos años, voluntad y continua. dos buenos servicios». Doña lgnacia y su marido Clemente Molina debieron ser muy religiosos; ella lo nombró único heredero de sus bienes «para que con la bendición de Dios y la mía los goce», rec0• mendación con la que en cierto modo le pedía ser como hasta en. tonces había sido: virtuoso. El capitán Roque González de Fresneda dejó a su esposa Alfonsa de Arnedo dos mil pesos de oro en gratitud por «su virginidad, y buen proceder virtuoso y amante que conmigo ha tenido». ¿Se refería acaso a que, además de buena voluntad, le mostraba cariño? En otro testamento se reconoce un afecto común: Alonso Vivancos nombró heredera a su mujer Ana de Zafra Castrillón en «remuneración del amor y voluntad que me tiene y yo le tengo». Estos testimonios indican que el amor y el afecto no estaban ausentes de las relaciones conyugales coloniales. Pero no nos equivoquemos: el amor aludido correspondía a un sentimiento espiritual, antes que romántico o pasional. Este amor se forjaba con los años y seguramente estaba próximo a nuestros conceptos de compañerismo y solidaridad. Un hecho que incidía en la vida de pareja era la diferencia de edad entre muchos esposos. Con frecuencia, el marido le llevaba diez, quince, veinte o más años a su esposa, lo cual, como sabemos, a veces en corto tiempo, las convertía en viudas. Pero en la vida cotidiana tal diferencia de edad debía afirmar el rol tutelar de los maridos y, probablemente, aumentar el carácter distante y reservado de muchas uniones. Un campo que nos es más desconocido es el de la sexualidad conyugal. Como se ha señalado, la Iglesia aceptaba la sexualidad sólo con fines reproductivos. Un muy detallado catálogo de reglas normaba la materia. Por ejemplo, se consideraba que la posición del misionero era la más natural y acorde con la posición dominante del marido. Pecado gravísimo era que la mujer montara sobre el varón, pues invertía todas las razones y los valores. Las caricias, la masturbación mutua, el coito interrumpido y el sexo oral y anal se calificaban de pecados graves. Aun así, el influyente teólogo jesuita Tomás Sánchez (ISSO-I6IO) llegó a considerarlos sólo «graves pecados veniales>> si eran preparatorios para el coito reproductivo entre los esposos. Tam·
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J¡jén se prohibía la actividad sexual en la Cuaresma y la Pascua, así corno durante el embarazo, la lactancia y la menstruación21. Pero el principio_ ~~sico de la sexualidad era el débito conyugal; es decir, la dispos1c1on del uno para con el otro. Y era esto lo que, en la vida cotidiana, daba lugar a conflictos entre las parejas. De hecho, la Iglesia condenaba la lascivia y la lujuria, comportamientos que distintas esposas denunciaban ante sus confesores. Su negativa a acceder a los requerimientos de su marido era la manifestación de su insatisfacción conyugal, pero también una delación de la torpeza y la sevicia con que muchos esposos actuaban 22. Por otro lado, es inocultable que la vida matrimonial colonial registraba altos niveles de tensión y violencia. Los reclamos de las mujeres a su marido sobre sus obligaciones económicas o sobre sus infidelidades desencadenaban fácilmente la ira de este, que la emprendía contra su pareja. La tercera parte de las víctimas de los procesos judiciales del siglo xvm fueron esposas golpeadas o asesinadas. Aquella era una cultura en la que de alguna manera se aducía ia autoridad del marido para justificar incluso el uxoricidio; pues, como dijo un hombre acusado de herir a su mujer con un machete, «el marido [puede] castigar a su esposa porque está dispuesto en las sagradas letras y cánones que dan esta mayoría y dominio a los maridos con potestad de castigarla cuando la necesidad lo exigiere». En cambio, no existe en castellano un término para designar el asesinato del marido por su esposa. Esto era impensable bajo el paradigma cultural y social colonial. No obstante ocurría, y en ocasiones de manera notable. En el Archivo General de la Nación he inventariado veintitrés expedientes de uxoricidio y dieciséis de parricidios cometidos por esposas entre 1770-1805 en la región central del país. En la sola Antioquia hubo, en el siglo xvm, 43 homicidios, y en veintidós casos las mujeres fueron las agresoras. De estas, diez asesinaron a su marido. En su defensa argumentaron que lo habían hecho en defensa de su vida, puesta en peligro por las constantes golpizas que recibían de su esposo 23 • Si nos es difícil advertir la existencia de los celos entre los novios, en las parejas casadas, por el contrario, estos constituían uno de los sentimientos más arraigados. En la Colonia existía una especie de miedo crónico masculino a los «cuernos», a la infidelidad de las esposas. El temor hacía que los maridos vivieran en una permanente aprensión y una constante vigilancia de sus esposas. Además, la so~iedad participaba en la incubación de este miedo, produciendo ch1smes y rumores que les llegaban de uno u otro modo a los maridos. Bien fuera a través de comentarios en la taberna de libelos anónimos, de versos injuriosos recitados en cualquier fi;sta o de un par de cuernos colgados en la puerta de su casa, a los maridos se les
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Las relaciones ilícitas eran toleradas mientras guardaran los límites de lo privado. Cuando estas relaciones se hacían públicas, todo el peso de la ley caía sobre los desafortunados amantes. La recolección del maná (detalle). Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos, siglo xv11. Colección Capilla del Sagrario, Bogotá. [10]
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enteraba de infidelidades reales o supuestas de sus esposas. Cuando un marido salía de la ciudad por motivos de trabajo, pedía a sus pa. rientes y amigos que cuidaran a su mujer. Los celos y el temor a ¡08 cuernos fueron rasgos centrales de la cultura barroca hispanoameri. cana. Su resultado era una angustia cotidiana que muchas veces ter. minaba en tragedia. Uno de los casos más sorprendentes de toda la época colonial fue el homicidio cometido en Tocaima por Juan Gar. cía de Vargas contra su esposa y su suegra. Enterada la esposa de que su marido regresaba luego de varias semanas de ausencia, decidió organizarle un festejo para el que sacrificó un novillo. Cuando atra. vesaba la plaza del pueblo, don Juan se encontró con un sordomudo conocido de todos que sabía de la festividad. Al preguntarle por su mujer. el sordomudo le respondió llevándose las manos a la cabeza a manera de cuernos. García arribó a la casa fuera de sí, tocó la puerta y, cuando su joven esposa abrió, le propinó varias puñaladas, al igual que a su suegra, que intentó socorrer a su hija herida. Las autoridades investigaron pero jamás encontraron otra explicación de este horrendo homicidio que los celos y las señas del mudo. García enloqueció y murió años después sin entender lo que había sucedidol4 Llama la atención que la violencia conyugal ocurriera casi siempre en el propio espacio doméstico. Se trataba de agresiones espontáneas. pocas veces premeditadas. La mejor prueba de ello es que los instrumentos utilizados eran los cuchillos y las piedras de moler de las cocinas. Es cierto que muchas veces las esposas aprovechaban \a indefensión de sus maridos vencidos por el sueño que les producía el alcohol. En estos casos, los homicidios ocurrían los días festivos o de mercado. Finalmente, las denuncias sobre lo que las esposas llamaban la «mala vida>> que les daban sus maridos eran bastante frecuentes. Comúnmente se trataba de maltrato o de incumplimiento de obligaciones. Según las demandantes, los maridos vivían de mal humor y las vejaban constantemente por culpa de los amores que mantenían con alguna otra mujer. Atormentadas, sufrían crisis paranoicas en \as 25 que aseguraban que \as querían asesinar mediante algún maleficio • Otras explicaban la «mala vida)) por la beodez y las malas amistades de su marido. No obstante, para algunas mujeres, el motivo de sus desgracias conyugales eran la intrusión y la influencia de sus suegras sobre sus esposos. Parece que muchos hombres insistían en vivir con su madre después del matrimonio, a pesar de haberse comprometido a separarse de ellas al contraer nupcias. Los primeros meses de vida común, que no conocían día sin disputa, concluían en una demanda ante el alcalde.
Los amores ilícitos: roás que carne, sentimientos Existe cierto consenso sobre el elevado número de uniones ile~timas en las villas y ci~d~des coloniales. Cerca de la cuarta parte
de Jos hogares eran admm1strados por una madre soltera. Más que trazar un cuadro general del fenómeno de la ilegitimidad, queremos analizar el contenido afectivo de estas uniones. Dadas la censura y la persecución del adulterio, del concubinato y del amancebamiento, la información ofrecida por los procesos judiciales nos permite conocer algunos de sus rasgos más notables. Las relaciones ilícitas eran condenadas por la Iglesia como actos de lujuria. Movidas por la pasión ciega de la carne, alejadas del sacramento matrimonial y violándolo, en ellas -se decía- no había espiritualidad posible. Pero las circunstancias coloniales de vida conducían a que individuos que buscaban simplemente expresar su amor terminaran envueltos en la ilegitimidad. Efectivamente, muchas de las relaciones ilícitas nacían de los impedimentos sociales mismos que encontraban para darse de forma legal. Por un lado, las diferencias raciales constituían un callejón sin salida para los enamorados. Reprobado por la moral cristiana y espiado por las familias y la justicia, el amancebamiento buscaba la supervivencia en la clandestinidad. En un caso de estos, ocurrido en la ciudad de Santafé de Antioquia, el blanco Alejandro González y la mulata Felipa Bohórquez fueron enjuiciados en 1784 por amanee~ bamiento. Los alcaldes y el padre de González fueron enfáticos en' rechazar la unión que los jóvenes pretendían. Alejandro, en un acto temerario, decidido a mantener su unión, llegó a declarar en pleno interrogatorio que se acogía a la Pragmática Real y que renunciaba a su apellido y a su herencia. Con todo, Felipa fue desterrada río Cauca arriba y Alejandro fue enviado por su padre al valle de Urrao. Un año después, volvieron a encontrarse. Según manifestó Felipa, Alejandro le escribió una carta que no pudo responder por su «ignorancia». Interesada en terminar su «mala amistad», se le acercó un do~ingo en la plaza para comunicarle su decisión, pero «empezamos Juntos a llorar y volvimos a nuestra antiguas andanzas». De esta unión quedaron una niña y una sentencia brutal contra la mulata Felipa: fue desterrada a la reciente colonización del Quindío26. En un caso similar, pero ocurrido en las goteras de Medellín Ramón Lotero, blanco de 23 años, jornalero en las estancias, fu~ p:ocesado por amancebamiento con la mestiza María Peláez, de 17 anos, costurera. Como resultado, Ramón fue condenado a tres años de destierro en la población de Santa Isabel, y María fue confiada,
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bajo «concierto», a una familia de autoridad. En 1796, al término de la sentencia, volvieron a reunirse. Los vecinos que declararon afir. maban haberlos visto en los fandangos y caminando despreocupados por los arrabales «a la vista de todos», y se sospechaba que María es. taba embarazada. Algunos observaron que, en el patio, María peina. ba a Ramón, y Ramón le sacaba los piojos a María. Años después, en 1799, cuando ya Ramón tenía 29 años, regresó a la villa. Acusado de frecuentar a María, de llevarle alimentos y de andar con una niña de la mano, confesó que, después de su destierro, «como siempre le ha tirado su corazón a ponerse en estado con ella, por eso la ha vuelto a buscar y a reincidir en ella, ciego de la amistad». Impotentes ante la estricta legislación, Ramón y María fueron condenados a un destino fatal: aquel fue enviado a Cartagena de Indias a servir en «las obras del rey», y ella, a una casa de recogimiento en Santa Fe de Bogotá17_ La duración de estas relaciones y la persistencia de los amantes en continuarlas indican que se trataba de algo más que un mero capricho o de un arrebato pasional pasajero. Eran auténticas historias de unión consensual. Cuando eran requeridas por la justicia, llevaban entre dos y ocho años. Efectivamente, la lista de gastos que Gregorio Baena presentó para inhibirse de pagar los gastos de manutención de su hijo concebido con Ramona Mazo nos informa abundantemente sobre el tenor de estas relaciones. Ramona le reclamaba doscientos pesos, pero Baena insistía en que, en sus dos años de convivencia con ella, había gastado mucho más. En dicha lista, que presentó a los jueces. anotó sin pudor los artículos que le había regalado a su
Más allá de las apariencias, las relaciones matrimoniales se encontraban plagadas de crisis y contradicciones. Los hijos naturales constituían un caso común. Son demasiado numerosos los casos de niños abandonados en las puertas de las iglesias como para pensar que obedeciesen a comportamientos extraordinarios. Para enfrentar esta situación, incluso, la Iglesia fundó las llamadas casas de niños expósitos. Virgen de la Piedad con donantes (detalle). Baltasar de Figueroa, siglo XVII. Colección Museo Iglesia Santa Clara, Bogotá. [11}
a111ante, con sus respectivos valores -en general eran sombreros, telas, gargantillas, sortijas, etc.-, y también los gastos de las fiestaS que al parecer gustaba de dar, en las que sacrificaba gallinas y ofrecía bebidas. También confesó haberle dado catorce castellanos semanales a Ramona para el sostenimiento de la casa. Y aun recordó J¡aber gastado. un peso en una ocasión en que esta cayó enferma. En fin, Baena queiía demostrar que se había comportado casi como un ' . 28 . esposo 1eg1t1mo Todo parece indicar que la justicia sólo actuaba en los casos que se consideraban «escandalosos» o cuando algún conflicto en el vecindario los delataba. Al respecto, Germán Colmenares comenta: «El escándalo poseía la virtualidad de convertir en hechos sociales conductas privadas, aun las más íntimas. En ello confluían motivos ideológicos de la Iglesia con valores sociales que el Estado había buscado preservan> 29• Aun así, la mayoría de los amancebamientos y concubinatos prefiguraban unidades familiares, con uno o varios hijos, y, en su fragilidad, desarrollaban estrategias y conductas similares a las de las uniones legítimas. En el Nuevo Reino de Granada, como en muchas otras provincias de Hispanoamérica, las autoridades exhortaban con frecuencia a los forasteros casados que no estuvieran acompañados de sus esposas a que regresaran con ellas. Estos llamados eran perentorios y amenazaban con que, de no hacerlo, «se pasará al arresto de sus personas y asu costa serán transportados a sus lugares de domicilio». Regiones de «tierra abierta» como eran las nuestras, donde las actividades principales eran la minería y el comercio, atraían a hombres de negocios. yaventureros. Asimismo, muchos vecinos dejaban sus casas durante largas temporadas para ocuparse de sus minas o de sus haciendas. Estas separaciones de los cónyuges daban lugar a concubinatos y adulterios, fugaces o duraderos, situaciones que un magnánimo gobernador resumía así: «lo retirado en que viven estas gentes, en donde la simpatía atrae por sí sola añadiendo nuevos estímulos, que apoca batería se rinde lo deleznable de nuestro humano sen>30. Efectivamente, la querida, mestiza o mulata, normalmente era una mujer de minas o estancias, lugares donde la justicia no hacía presencia. Y cuando la esposa u otra persona delataba la relación ilícita, los inculpados la encubrían como relación de servidumbre. Los adulterios escandalizaban como una violación del sacramento matrimonial, pero tal vez más porque con frecuencia ocurrían entre desiguales étnicos. Por ejemplo, lo que para el gobernador de Antioquia resultaba más ofensivo del adulterio de Valentino de Areiza era que lo hubiera perpetrado con una esclava. Con ella convivió muchos años y procreó tres hijos. Por eso, a pesar de su alta calidad, lo condenó a pagar cien pesos y los costos del proceso 31.
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Los juicios por adulterio femenino -es decir, el cometido con un hombre soltero o casado por una mujer casada- indican que, en ausencia de los maridos, las esposas eran sometidas a un morboso espionaje. Los alcaldes vivían ávidos de quejas de infidelidad para penetrar en forma violenta en los hogares. Casi nunca encontraban pruebas irrefutables de est0s amores. Cuando las hallaban, se trata. ba de mujeres abandonadas por sus maridos a las que se les exigía vivir en castidad. Pero también hubo mujeres cuyo adulterio fue tan público que parecía, más que un reto a sus maridos. una afrenta al orden social. Es el caso de José María Posada, un joven labrador de Medellín, incapaz de contener los amores de su esposa Juana Gómez con otro hombre casado, José María Malina. En distintas ocasiones lo enfrentó en el camino al río, donde aquellos se daban cita, pero lo vencían con sus burlas. Luego de días de entregarse a la bebida, intentó suicidarse ahorcándose en un árbol. Por suerte, el auxilio del alcalde de la Santa Hermandad, que andaba de ronda, lo salvó de esta fatalidad. Aunque las autoridades tomaron con seriedad el caso, Juana Gómez, a pesar de que José María Malina fue desterrado, nunca mostró interés en volver con su desengañado esposo 32
Parejas imposibles Sentimientos y afectos más oscuros eran los que surgían entre personas del mismo sexo. Llamados <
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sus inclinaciones sexuales o sustraerse a las sospechas acerca de ellas, muchos y muchas contraían matrimonios que luego abandonaban. Otro aspecto interesante es que con frecuencia las relaciones hOmosexuales se basaban en la dominación de clase o de raza. De amos con esclavos o capataces o de matronas con sirvientas, parecerían reforzar un patrón de dominación colonial. Pero tomemos el asunto con cautela; en muchos casos, los esclavos, los mulatos, los indígenas y los sirvientes, aunque inferiores étnicos y menores en edad, eran activos en el plano sexual, mientras que los amos, patrones y señoras podían desempeñar un papel pasivo34. Un caso afamado ocurrió en Puente Real, donde, en 18oo, el alcalde local Alejo Franqui fue acusado por su propia esposa, Juana María Pinzón, del grave cargo de sodomía. Las afirmaciones de la señora Pinzón, confirmadas por las de distintos vecinos, denunciaban la larga relación que su marido mantenía en su propia casa con el mulato Miguel Vargas, quien tal vez hacía trece años trabajaba para él. Tres años atrás, Franqui había insistido en que su ayudante durmiera en la alcoba marital. Confundida cuando empezó a tener sos¡)echas, la mujer decidió irse a dormir a otra habitación. Los indicios eran muchos: especialmente, las preferencias, en todo sentido, de~ su marido c~n el mulato -las mejores comidas y todos los halagos eran ~ar~ Mtguel- y, finalmente, la constatación matutina de que dormmn JUntos. Pero lo que condujo a la señora Pinzón a realizar la denuncia fueron el carácter violento de su esposo y su exigencia de que ella se entregara a Miguel. Extraña petición, sólo comprensible como uno más de los excesivos halagos que Franqui le hacía a su amante. El proceso fue rápido. Ser un caso tan publicitado en elluga; condujo a una sentencia rápida: Franqui fue ridiculizado haciéndolo pasear en forma invertida sobre un burro por la plaza principal del pueblo. Por supuesto, el matrimonio fue anulado. En otro caso, ocurrido en Popayán, dos mujeres vivieron un intens~ y azaroso romance. Margarita Valenzuela y Gregoria Franco, mesttzas las dos, se conocieron cuando la primera salió del convento de las ~ermanas Descalzas. Durante los meses en que convivieron, Marganta le enseñó a Gregaria el oficio de costurera. Pronto fueron descubiertas, y a Margarita la desterraron a Cali. No obstante, semanas desp~és, Gregaria la alcanzó, y es de esa época de la que se cono.cen mas detalles. Recorrieron distintos pueblos, entre ellos Guambta, donde en unas festividades se les vio «bailar juntas, tomadas de la mano, como hombre y mujer». Pero fueron los celos los que delataron y condujeron a la justicia a las dos mujeres. Parece que Margarita había tenido siete años atrás un romance con un hombre llamado Javier Núñez. Y fue una visita de este a la casa donde residían lo que, la noche del 14 de agosto de 1745, provocó el mayor
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Pinturas sobre los besos apasionados de dos varones eran imposibles en el contexto colonial hispanoamericano, pero tenían pleno reconocimiento en el Renacimiento italiano. Dos muchachos besándose (detalle). Bartolomeo Cesi, siglo xv1. Galería Uffici, Florencia. [12]
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de los escándalos. Gregaria, llevada por los celos, rompió ventanas gritó obscenidades e hirió a Margarita con un cuchillo en dos dedo; de la mano izquierda. Cuando Núñez le preguntó: «¿Qué te pasa? ¿Se te metió un demonio?», ella respondió: «No sólo uno, sino miles y la razón la sabe Margarita». El afecto entre las dos mujeres quedÓ lesionado, y una sentencia de los jueces que desterraba a Gregariaparece haber terminado para siempre su relación. En una sociedad en la que la sexualidad no constituía un nicho de privacidad de las personas, los y las homosexuales tenían pocas posibilidades de desarrollar sus afectos. Acechados, persr· :uidos, delatados y condenados, sufrieron el destierro, los azotes, y hasta la hoguera. Pero como hemos visto, algunos conocieron momentos de alegría, echados a perder después por la prepotencia y los celos, respuestas neuróticas a las condiciones en que debían vivir.
sustituían al amor. El amor, la pasión -recalcaban los clérigos-, destruía la vida conyugal. Sin embargo, aunque debimos precisar el significado de ciertas palabras de afecto, encontramos que, desde el inicio de su relación hasta la cercanía de la muerte, las mujeres y los hombres se las decían mutuamente. También, unos y otras se dolían de la ausencia de su pareja. Sobre lo demás, es decir, la intimidad, casi siempre se guardaba silencio. Si la suerte no premiaba al hogar, había que echar mano de la resignación. Pero el despotismo y la violencia de los maridos tenían un límite, y muchas esposas, especialmente las antioqueñas, reaccionaron en su contra. El homicidio entre los esposos de la época colonial sorprende por su frecuencia, como si hubiera hecho parte del modelo conyugal vigente. Hoy en día sigue siendo una costumbre que los colombianos, afanosamente, buscamos terminar.
Conclusión
Notas
Amar y contraer nupcias eran aspiraciones corrientes en nuestra época colonial y concluían en una ceremonia y dejaban constancia en un acta parroquial. Pero como hemos visto, no se trataba de un hecho privado, íntimo. Para llegar a esto era preciso acertar en la combinación de expectativas y oportunidades en juego, muchas veces decididas por la voluntad de otros. Una mirada dirigida a la urdimbre de intereses y prejuicios que se desencadenaban al concertar cada matrimonio descubre un mundo tremendamente incierto para las parejas. Encontrar el cónyuge ideal, que reuniera determinados requisitos raciales y de posición social y económica, no era tarea fácil; en su búsqueda se frustraron muchas parejas, algunas después de exponerse a la sanción pública. Las historias relatadas muestran la plasticidad de la vida cotidiana de las parejas que pretendían establecer una unión legítima. Con la anuencia de sus padres o sin ella, el cortejo de los jóvenes daba pie a una mínima confianza afectiva sobre la cual podía constituirse una unión duradera. Entre las familias privilegiadas, el control, que se decía protección, buscaba esa duración y esa estabilidad. En los sectores populares los encuentros amorosos eran mucho más azarosos. Por eso, en ellos las demandas de reparación por la pérdida de la virginidad y de la honra femenina fueron más frecuentes. Con todo, el amor y el matrimonio no corrían paralelos. Las normas de comportamiento aceptadas y asimiladas por hombres y mujeres los sometían a un legado de formalismos convencionales. El respeto, la deferencia y la buena voluntad, de contenido cristiano,
1 Philippe Aries, «El amor en el matrimonim», en Ph. Aries, A. Béjin, M. Foucault y otros, Sexualidades occidentales, Barcelona, Paidós, 1987, pp. 177-188. 2 Véanse, entre otros, Jean-Louis Flandrin, La moral sexual en Occidente, Barcelona, Granica, 1984; Jacques Solé, El amor en Occidente durante la Edad Moderna, Barcelona, Argos, 1977; Agustín Redondo (coord.), Amours légitimes el amours il/égitimes en Espagne (xVIe-XVI/e siecles}, París, Publications de La Sorbonne, 1985; Patricia Seed, Amar. honrar y obedecer en el México colonial, México, Alianza, 1991; Ronaldo Vainfas, Cmamento, amor e desejo no Oc idente cristdo, Siio Paulo, Ática, 1986; Asunción Lavrín (coord.), Sexualidad y matrimonio en la América hispánica, siglos xvi-XVlil, México, Grijalbo, 1991, y Amor y desamor: vivencias de parejas en la sociedad novohispana, México, lnah, 1992; Bernard Lavallé, Amor y opresión en los Andes coloniales, Lima, Instituto; de Estudios Peruanos e Instituto Francés de Estudios Andinos, 1999; Elías Pino (coord.), Quimeras de amor, honor y pecado en el siglo XVII/ venezolano, Caracas, Planeta, 1994; Pablo Rodríguez, Seducción, amancebamiento y abandono en la Colonia, Bogotá, Fundación Simón y Lola Guberek, 1991; Hermes Tovar, La batalla de los sentidos: infidelidad, adulterio y concubinato a fines de la Colonia, Bogotá, Fondo Cultural Cafetero, 2004. Archivo Histórico de Antioquia, Matrimonios, t. 68, d. 1820, 1796. Ibíd., d. 1832, 1798. Dominique Simonnet, La más bella historia del amor (entrevistas con varios historiadores), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2004, p. 73. Importantes comentarios al respecto en Jaime Borja, «Sexualidad y cultura femenina en la Colonia>>, en Las mujeres en la historia de Colombia, t. 3, Bogotá, Norma, 1995. Sobre el tema sólo conozco un caso dudoso ocurrido en Tunja (Archivo Histórico de Boyacá, Tunja, leg. 195, fol. 255r), historia que ya comenté en mi libro Sentimientos y vida familiar en el Nuevo Reino de Granada, Bogotá, Ariel, 1996, p. 167. Pero la novela Crónica de una muerte anunciada (Bogotá, Oveja Negra, 1981) de Gabriel García Márquez posee todas las claves dramáticas sobre la pérdida de la virginidad. Recordemos que Angela Vicario, angustiada por la proximidad del matrimonio, acude al consejo de dos amigas, quienes la tranquilízaron diciéndole que > (p. 53). Juan Rodríguez Freile, El Carnero, Madrid, Crónicas de América 18, 1986. Archivo Histórico de Antioquia, Escribanos, 1717, fol. 12.
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HISTORIA DE LA VIDA PRIVADA EN COLOMBIA 10 lbíd., 1769, fol. 12v. II Para más información, véase Pablo Rodríguez, «La dote en Medellín, 1675-1780>>, So. ciologio, to, 1987, pp. 53-70; Jorge Gamboa, El precio de un murido: el significado de la dote matrimonial en el Nuevo Reino de Granada. Pamplona 1t570-165o), Bogotá, Icanh 200J ' 12 Archivo Eclesiástico de Medellín, Dispensas, 1793!3 lbíd., 1780. !4 Richard Konetzke (ed.), Colección de documentos para la historia social de Hispanoamérica, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas. 1962, 3. pp. 406-4 1]. 15 Archivo Histórico de Medellín, Criminal, B-91, leg. 170ü-1740, d. 11, 1729. Distintos casos de disensos matrimoniales ocurridos en Santa Fe fueron tratados por Guiomar Due. ñas en Los hijos del pecado, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 1997. r6 Archivo del Cabildo de Medellín, t. 66, d. 12, 1799. 17 Archivo Histórico de Antioquia. Matrimonios, t. 67. d. 17R2, 1755. r8 lbíd .. Criminal, B-53, leg. 179!>-18oo. d. 7, 1790. !9 lbíd., 8-62, leg. 1690-J70ü, d. 10, 1694. 20 lbíd, Matrimonios, t. 68, d. 1831, 1804. 21 El estudio más completo obre el tema es el de James Brundage. La In. el sexo v/asociedad cristiana en la Europa medieval, México, Fondo de Cultura Económica, 2000. 22 Distintas referencias pueden verse en mi libro Sentimientos y rida .fámi/iar en el Nue\'() Reino de Granado, op. cit., pp. 225-159. . 23 Dos estudios notables sobre el tema son Beatriz Patiño. Criminalidad, ler penalr c1tr 11c. tura social eo la Provincia de Aotioquia. 1750-t/!20, Medellin, Idea. 1994. y Catalina Vi llegas del Castillo. Del hogar a losju:gados: reclamos familiares en lo.1ju:gadoJ su. perfores en el tnínsilo de la Colonia a la Re¡nihiica, Bouot
30 Archivo llistórico de Antioquía. Criminal, B-2X. kg. 176l1-177o. d. 1 1. 176X. 31 Caso comentado por Patricia l.ondni1o. \(t a Yida di7-.142. 32 Archivo General de la :-\acion. Crim1na!.t. 132. li.1ls. )IO-)h2. 1Xoy Otro caSll 1gualmente auda7 de adulterio. el de \1aría Antc,nia Sim.:hC7. con :--u cuii~lí.kl l'vlclchor (iucna (!\.ie· dellin. JXoR). lo he comcntndo en .).eutimienro., ... op. cit., pp. 2)0-2)2. \'éas.: tamb!~n Tc11ar. op. cit.. pp. _15-_16. 33 Los estudio:-- mús riguwsos sobre d pecado ncfandl1 SL' hanliL'\ado a C gorras da !nc¡wü~·(/o. S:lo Paulo. Papirus. H)~6 34 En nuestr0 país, el primer estudio riburoso snbre el lema rclatínl a la éplll'a colonial es el de Carolina Gíraldo Botero. ((De:--t'O y rcprcsion: homocroticidad en la Nueva Grana· da (l))t)-1811 )>>. monografía de grt~do. ('arrcra de llistoria. Un1rcr~idad de lm \ndes, 2()\l].
La diversión y la privacidad de los esclavos neogranadinos Rafael Antonio Díaz Díaz
Nos reunimos en los montes, en lugar que señalaban los tambores. El secreto es un río crecido que inundaba los oídos más sordos. Lo cuentan las mujeres que vendían los dulces de sus amas por las calles y en el muelle [de Cartagena]; las chalupas que atracaban repletas de carbón se van cargadas de noticias: la noche, el lugar, la hora. La traba mayor está en encontrar casa donde prepa- , rar el guarapo, esconder los tambores y que nuestras mujeres puedan entrar y salir sin ser vistas de sus señoras[... ] El negrero escuchó con atención y aun le ofrece tragos de vino de su garrafa para que soltara lo que se traía en el propósito: cuántos somos, de que nación, quién el principal, los que se encargarían del toque, el número de mujeres dispuestas para el hunde, sus edades, si estaban casadas o solteras, si son de condición libre o esclavas, concubinas de algún amo ... Por lo general las danzas de los
Manuel Zapata Olivella1 esclavos eran bailes rituales. Muchas veces fueron incomprendidos y juzgados apenas por sus formas exteriores, especialmente por su sensualidad. Baile de negritos. Anónimo, siglo xvm. Códex Trujillo de Martínez Compañón y Bujanda. Colección Biblioteca Nacional de España, Madrid. [1]
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La esclavitud neogranadina: alcances, dimensiones y ambivalencias Azotes, danzas, latigazos, gritos, tambores, cárceles, cantos, cas. tigos, huidas, bailes, persecuciones, trucos, robos, controles, amores, prohibiciones, toques de tambor, seducciones, esclavitud y libertad: todos estos términos, y muchos otros, combinados de alguna mane. ra, bien podrían servirnos para pintar de forma abigarrada las mút. tiples, densas, ambivalentes y polisémicas facetas de la esclavitud como institución, como fenómeno y como cotidianidad. Evasión y confrontación pueden haber configurado, de modo intermitente, espacios públicos y privados en los que se desarrolló la cotidianidad de las relaciones esclavistas. Ya fuera en una procesión de Corpus Christi, en el patio de una casa, en una calle mal iluminada, en el patio central de una hacienda, en alguna ciénaga, en el altar de la más conspicua catedral o monte adentro, los esclavizados pudieron crear, mostrar, desarrollar y ejecutar sus danzas, cantos, tamboreras, juegos e instrumentos musicales, en una red que involucraba desde los espacios públicos hasta la soledad cómplice de la noche. Las sociedades esclavistas evidencian, en consecuencia, múltiples relaciones y tensiones que las alejan de cualquier encuadramiento absoluto de tipo formalista y aun legalista; por supuesto, al afirmarlo no se pretende ocultar ni negar todo el daño que la esclavitud infligió a la condición y a la dignidad de los esclavizados. Vista de una calle de Nóvita. Manuel María Paz, 1853- Comisión Corográfica. Colección Biblioteca Nacional de Colombia, Bogotá. [2]
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Nada más absurdo, en principio, que suponerles un margen de rivacidad a seres humanos que habían sido reducidos a la .escl~vi ~d. El sujeto esclavizado dependía jurídicamente de su propietano o amo y, sujeto a una valoración mercantil, tenía un pr~ci? en el mercado esclavista. Se puede suponer, entonces, un sometimiento personal bsoluto y cotidiano del esclavizado a su amo, quien tenía todas las arerrogativas y los derechos para controlar y disponer a su antojo de ~u día a día. No obstante, desde.las époc~s más re.motas de la. historia de la esclavitud, el esclavo ha sido un sujeto ambiguo y ambivalente, anclado en su doble condición de mercancía y de ser humano 2• Por esto, la esclavitud se proyectaba, en los espacios coloniales, en escenarios donde se desplegaban discursos y negociaciones de todo tipo entre amos, esclavizados, «libres», élites «regionales» y poderes coloniales, que conllevaban arreglos simétricos y asimétricos de circularidad, expresión y movilidad en el espectro de realidades locales específicas y de las más diversas manifestaciones y arreglos ~ultu rales de la sociedad colonial. De tal suerte que para abordar ciertas expresiones lúdicas y algunas manifestaciones cotidianas, tanto privadas como públicas, de los esclavizados en la Nueva Granada se hace preciso señalar que los ámbitos de la esclavitud y la libertad se hallan inscritos en procesos de interdependencia e interrelación, haciéndose evidente que los esclavos podían negociar y aspirar a la libertad en cuanto que los amos y la sociedad esclavista, en su conjunto, exhibían una notoria dependencia de sus esclavos 3. Si se piensa que la esclavitud configuraba, en esencia, un mundo de múltiples confrontaciones, amenazas, controles y castigos, es válido suponer que las relaciones y las disputas se dirimían mediante actitudes y estrategias por parte de los esclavos, que iban desde el enfrentamiento público hasta las más sutiles, soterradas y evasivas prácticas de alejamiento o extrañamiento. El choque con la sociedad colonial provocó un tránsito de lo público a lo privado, como lo muestra Carl Langebaek al analizar los procesos de resistencia y de acomodación de los muiscas al sistema colonial: «las prácticas religiosas muiscas pasaron rápidamente de lo público a lo privado», pues el tipo de acción de los chuques (sacerdotes) «implicaba que su actividad se escondiera de la vigilancia española» 4. De tal manera que para los esclavizados, la puesta en marcha de las más diversas prácticas de privacidad u ocultamiento no sólo se tornó en la opción que daba cauce a su enfrentamiento con la sociedad esclavista, sino que también constituyó virtualmente la única posibilidad de crear, individual ocolectivamente, dinámicas culturales, políticas y sociales propias. Si bien el esclavizado estaba sometido tanto al poder y a la ley como a las prerrogativas y los excesos de su propietario, la institución de la esclavitud fue desarrollando y evidenciando históricamen-
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tJáftÍn Lienhard afirma que, con distintos ritmos cotidianos y con di\'ersas regularidades, la vida social negra «se desarrolla fuera del control de-h)s sectores blancos, esclavistas y patriarcales. Nocturna y vagamente inquietante desde la perspectiva de los blancos, esta vida oculta se relaciona con el espacio que la circunda»5• Así, pues, los esclavizados echaron mano de un conjunto de prácticas y de estrategias que les permitieron no sólo adaptarse a las duras condiciones de vida planteadas por los esclavistas y la sociedad dominante sino, particularmente, generar posibilidades de escabullirse, con diversos desplazamientos y duraciones, hacia espacios y territorios adonde no podían llegar ni hacer presencia la ley, el poder -civil o eclesiástico- y el amo. La búsqueda de estos espacios paralelos estuvo fuertemente vinculada a la constitución en boca de los esclavos de los llamados «discursos ocultos», a través de los cuales renegaban, vociferaban, gritaban, se secreteaban y acordaban planes de fuga con distintos motivos 6. Otra cruda expresión de las ambivalencias de la sociedad esclavista neogranadina fue el desarrollo temprano de una «economía propia» por parte de los esclavos, que obedeció a pactos establecidos entre estos y sus amos y que, si bien podía beneficiar a ambas partes,
Apesar del evidente sometimiento, el ocultamiento de las prácticas culturales se constituy.ó en una estrategia de reststencta entre los esclavos. Chocó: vista del río San Juan. Manuel María Paz, I85J. Comisión Corográfica. Colección Biblioteca Nacional de Colombia, Bogotá. [3]
te fisuras y desarreglos que no permiten, en ningún caso, visualizar las sociedades esclavistas como totalidades integradas, cohesionadas y armónicas. Un primer indicador de tal ambivalencia probablemente sea el marcado temor que la sociedad esclavista desarrolló frente a una creciente población esclava que, por su número y por sus actitudes, desafiaba la quietud del día a día de sus habitantes, como producto, jUstamente, de ese tránsito de lo público a lo privado que terminó por depositar en manos de los esclavizados dinámicas de libertad que la sociedad colonial hegemónica no estaba dispuesta a aceptar, pues desafiaban su institucionalidad. Claro: el esclavizado también le temía a una sociedad permanentemente dispuesta a controlarlo, judicializarlo y castigarlo. En medio de este temor recíproco, no obstante, se pudo expresar una serie de dinámicas lúdicas y festivas, tanto en el ámbito público -por ejemplo, en las procesiones religiosas- como en el terreno de lo privado y lo secreto o subrepticio. En este escenario se comprende el enorme cúmulo de disposiciones y ordenanzas que buscaban mantener bajo control a una población esclavizada que siempre estaba presta a evadirse o a poner ~en práctica manifestaciones lúdicas no legitimadas por la sociedad dominante. La evasión, de todas formas, hay que entenderla siempre como efímera, circular y fluctuante por anudar distintos tiempos, espacrns y personas, de tal manera que se expresaba como una abierta o velada confrontación con la sociedad esclavista o como una abierta o velada aceptación de dicha sociedad. En vista de este panorama,
Aspecto exterior de las casas de Nóvita. Manuel María Paz, 1853. Comisión Corográfica. Colección Biblioteca Nacional de Colombia, Bogotá. [4]
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de todas maneras es un buen indicador de las oportunidades con que contaban los esclavos para materializar nichos reales de libertad en la esclavitud. En efecto, la Real Cédula de 1574 reconocía, tratando de argumentar y justificar la imposición de tributos a los llamados «libres», que «[m]uchos esclavos y esclavas, negros y negras, mula. tos y mulatas, que han pasado a las Indias, y otros, que han nacido y habitan en ellas, han adquirido libertad, y tienen granjerías y ha. cienda>l Están aquí recogidas dos realidades que siempre acompañaron la esclavitud en la Nueva Granada: la economía propia y la libertad en la esclavitud. Años atrás, en 1542, otra Real Cédula había delatado el temor de las autoridades al libre movimiento de negros y esclavizados en los espacios nocturnos de las ciudades, villas y otros lugares, no sólo porque anduvieran «fuera de las casas de sus amos)) sino además «por los grandes daños e inconvenientes experimentados»8. Este tipo de controles, que manifestaban profundas reservas, incluso de carácter moral, frente al accionar de los esclavizados, se siguió dando a lo largo del período colonial y se proyectó hasta entrado el siglo XIX en varias ciudades9.
«Monte adentro»: territorio y territorialidad entre los esclavizados El clásico y reconocido estribillo de la salsa afrocaribeña sirve para introducir los teatros donde se escenificó lo más variopinto de las audacias y estratagemas de los esclavizados en procura de momentos de esparcimiento mediante la evasión y la fuga, cuando organizaban «monte adentro» -esto es, en sitios recónditos-- sus reuniones o <~untas» para cantar y bailar, con una cierta predominancia de la noche como cómplice perfecta de la alegría y el desenfreno. Como lo sostiene Edgardo Pérez Morales, «en el mundo hispanoamericano las selvas y montes podían llegar a ser el espacio de esperanza al que solían marcharse los indígenas, huyendo de la masacre, la esclavización y la enfermedad, y en el que los esclavos asentaban sus centros de refugio y resistencia» 10 • Este proceso hizo visible un conjunto de dinámicas de apropiación social, política y cultural del territorio por parte de amplios sectores subordinados de la sociedad colonial, mediante las cuales los entornos espaciales fueron puestos al servicio de prácticas de reacción, resistencia, acomodación y autonomía. Como se señaló en el apartado anterior, la cotidianidad de las poblaciones esclavas oscilaba entre lo público y lo secreto, elusivo Y privado, al ritmo temporal y espacial que imponía la confrontación con la sociedad colonial hegemónica y esclavista. De suerte que las
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cambiantes e interactuantes fronteras entre lo público y lo privado bien pudieron estar marcadas por actitudes individuales y colectivas de fuga hacia espacios sociales furtivos. Cabe recordar acá que, para M:íchel Foúcault, «las relaciones de poder» no serían dables sin la anifestación de actos de insubordinación «que, por definición, son 01 01edios de escape»''· Y es que sería iluso pensar que el poder y sus diversos agentes tenían el control absoluto del territorio colonial y sus habitantes, así como de nichos reservados o privados como las pulperías, las chicherías o el patio trasero de alguna casa dedicada a ofrecer espacio para los más diversos juegos de azar y donde se daban cita esclavos, «libres» y españoles de los más diversos pelambres. En otra perspectiva, el escenario colonial de la Nueva Granada evidenció, en cuanto a la constitución de jurisdicciones político-administrativas, un conjunto de discordancias «entre la territorialidad instaurada por la ley y la que se maneja en términos de las prácticas sociales» 12 que permiten hablar de «territorialidades difusas», donde se reflejaba la constitución de bordes sociales entre los espacios públicos dominados por los agentes coloniales y los espacios privados copados por amplias masas de la población colonial subordinada. La evangelización se podría contar entre los ámbitos más afectados por el difuso control político, administrativo y religioso de las autoridades sobre los espacios coloniales. En un memorial, por ejemplo, los mineros y dueños de minas de la gobernación de Popayán se-
Una de las formas de resistencia persistente por parte de los esclavos fue la creación de espacios sociales que evadían y burlaban la autoridad de los amos. A pesar de la intensa evangelización, los esclavos persistieron en sus tradiciones religiosas. Los jesuitas se destacaron por su labor de cristianización; entre ellos sobresalió Pedro Claver. Grabado de Pedro Claver. Joseph Fernández, Apostólica y Penitente vida de el v.p. Pedro Claver de la compañía de Jesús. Editorial Diego Dormer, 1666, Zaragoza. [5]
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ñalaban, en 1778, omisión y descuido en las labores misionales de los sacerdotes, siendo estas un factor de lo «más recomendable>>, PUes era evidente «la ignorancia en que se hallan los negros» en materia de conocimiento de la religión cristiana; incluso, había pasado lllás de un año sin que un cura visitara la parroquia correspondiente. Indi. caban, a manera de ilustración, que en aquellos parajes el catecismo se enseñaba «por nuestros mineffi$», tales como administradores y capataces 13 • Por ese mismo año, unos autos oficiales expedidos en relación con la situación de la evangelización en varios ríos del Pacífico confirman e ilustran, según la perspectiva oficial y eclesiástica, el caótico estado de la propagación y la enseñanza de la religión católica, expresión de un precario control territorial; allí se afirma que los esclavos y demás personas de aquellos reales de minas morían como «gentiles sin sacramento, sin oír misa, ni la palabra divina, lo que trae la indubitable consecuencia de la relajación y estrago de [las] costumbres» 14 • Una de las consecuencias de tal situación, según el fraile franciscano Antonio Gutiérrez, consistía en que las fiestas de las cuadrillas «se reducen por lo común a bailar [y] beben>. En fin, la religión que esclavos y libres adquirían bajo esta desatención institucional consistía en «una mal rezada doctrina y peor entendida>>". La consideración de que, «por lo común», las fiestas se dedicaban ai baile y a la bebida denota una inquietante autonomía de los afrodescendientes en el manejo de sus pautas cotidianas y una notoria libre disposición del territorio; específicamente, una particular apropiación, de cuño popular, de los ritos y dogmas de la religión oficial. Pero ¿cuál puede ser la razón de la relación entre un pésimo adoctrinamiento y las diversiones de los mineros, la mayoría de ellos esclavos'? Parece sencilla: sin mayor control ni observación estricta alguna de la normatividad laica y religiosa, las cuadrillas de esclavos mineros tenían una mayor oportunidad de establecer o restablecer su autonomía para generar su propia religiosidad y estructurar prácticas culturales menos sujetas a la imposición y al control, situadas por fuera del orden establecido 16 • Ello nos lleva a considerar el hecho de que, bajo estas condiciones, en distintas regiones de la Nueva Granada se dieron procesos y dinámicas que permiten hablar de culturas populares y de religiosidades populares que finalmente pudieron haberse colocado al margen del orden y las normas coloniales. Dados estos importantes chances históricos, sociales y culturales, amén de otros factores raciales y étnicos, el poder y las élites coloniales fueron construyendo discursos y representaciones prejuiciosas, sesgadas y calumniosas de la mayoría ele la población coloniaL culpable, según ese discurso, de la «relajación y estrago de (las] costumbres», lo cual hace evidente que el poder «hegemónico» se mostraba amenazado y cuestionado. Como en efecto lo denunciaba
1fraile franciscano, en muchas zonas, las fiestas, sobre todo las re:giosas, se reducían a «bailar y beben>, sin mayor respeto o consideración por la fe y las «buenas costumbres», involucrando, en algunos asos, sólo a los esclavizados pero, quizás la mayoría de las veces, a ~clavos, negros y mulatos libres, españoles, indios y mestizos. En el siglo xvm, en el Caribe colombiano, plagado entonces de «rochelas», Jos arrochelados -entre ellos, esclavos, libres e indígenas- y otros grupos poblacionales practicaban los más diversos juegos, bailes y cantos, con ingestión de bebidas embriagantes artesanales y toque de diversos instrumentos musicales, acciones que demuestran, según Marta Herrera, «el desarrollo de actividades de socialización que no eran del todo acordes con los parámetros que el Estado colonial y, en particular, la Iglesia, buscaba inculcar entre la población. Los espacios para-su realización, por ejemplo, no se circunscribían a un entorno controlado, sino que tenían lugar en muchos casos en campos y despoblados» 17• Como estos «desenfrenos» ocurrían en los lugares más apartados, por supuesto, de la vista oficial, los funcionarios y los clérigos calificaban esas manifestaciones de pecaminosas y licenciosas. Tales percepciones se corresponden con el hecho de que, según Pérez Morales, ~ los hombres de tradición hispánica, usualmente blancos y mestizos vinculados radicalmente con un régimen de vida material en el que los espacios urbanos eran fundamentales, condenaban a los
Los espacios lúdicos fueron conquistas que resultaron de la resistencia de los esclavos. Los patios traseros de las casas fueron los espacios «luiberados)) por los esclavos para sus bailes y celebraciones. Allí se reunían para celebrar sus hundes y fandangos. Orillas del Magdalena. El baile del angelito. Fran9ois Désiré Roulin, ca. 1823. Colección Banco de la República, Bogotá. [6]
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habitantes permanentes de espacios selváticos como bárbaros, incivilizados, forajidos y malignos [... ] en la imaginación europea los espacios boscosos no eran únicamente habitáculos de maldad, paganismo e incivilidad, sino que constituían también regiones particulares de refugio para forajidos, criminales y políticos 18 . Estos escenarios de diversión y de «desenfreno», estigmatizados por discursos que los criminalizaban, se desarrollan y manifiestan en espacios privados, dado que sólo en ellos la población colonial podía crear cotidianamente una cultura de clara raigambre popular, en aceptación fingida u oposición disimulada a los cánones sociales y culturales impuestos por una cultura oficial letrada y católica. Eran maneras culturales y prácticas sociales que les proporcionaron a los esclavizados una forma de «habitan> el territorio circundante mediante la cual pudieron apropiarse del espacio. Estas apropiaciones cotidianas y lúdicas de carácter subterráneo, que le daban sentido a la cultura popular esclava, no sólo marcaron una «privatización progresiva de lo público», sino que también se erigieron en una «bisagra a través de la cual se desarrolla la dialéctica cotidiana y existencial entre el adentro y el afuera» 19 Era un ritmo de vida colectivo que, sin la posibilidad de hacerse y manifestarse en espacios cerrados ni, menos, públicos, no habría tenido oportunidad de darles un sentido de existencia a amplios sectores sociales agobiados y enfrentados a la institucionalidad colonial y esclavista.
Palenques, cabildos, juntas y fiestas La historia hasta ahora contada de la gesta cimarrona neogranadina y de los esfuerzos de los esclavizados por constituirse en sujetos y comunidades políticas poco o nada ha referido cuán importantes fueron las expresiones dancísticas y. en general, lúdicas que tenían como telón de fondo, a veces, espacios abiertos y, a veces, espacios vedados y cerrados. Las fiestas coloniales eran aprovechadas en determinados lugares por los cimarrones para captar seguidores de su causa o para hacerse por la fuerza a pertrechos y armas. A este respecto es capital referir que, en medio de las duras condiciones planteadas a los esclavizados por la sociedad esclavista de la Nueva Granada. estos efectuaron varios intentos de constituir comunidades políticas o de construir importantes espacios colectivos como las juntas y los cabildos, donde estructuraban jerarquías, autoridades, reglas y normas, símbolos de poder y ritos. En la zona de las minas de Yurumanguí, gobernación de Popayán, se desarrolló en 1761, con la idea de formar palenque, una su-
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blevación de negros y mulatos esclavos. Uno de los que participaron en la fuga fue un tamborero de nombre Joseph. Para tomar la deciión de huir, los fugitivos «tuvieron dos juntas» y trataron sobre el :anodo de hacer las casas y nombramiento de cabos[ ... ] de capitán [...] capitan~s y el modo co~o se ha~ía de hacerel.~ue~e». Dur~nte tales discusiOnes y preparativos consideraron tambien como, ya mstaiados en la montaña, podían «convocar a los negros de las minas de yUfll1llanguí y demás de la costa y recoger todas las armas de dichas minas». Es relevante observar que esta insubordinación política y su ejecución tenían una relación directa con las dinámicas festivas de tos esclavos, pues los implicados se percataron de que, con el áni1110 de apropiarse de las armas de sus amos, bien podían aprovechar «
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Las márgenes del Magdalena fueron refugio permanente de esclavos fugados yde renegados, que busc~drodn evaE~ir e.l control de las auton a es. ,ecttvamente, estos lugares nunca pudieron ser , incorporados dentro de la política colonial. Los descendientes de estos fugados se convirtieron en ?ogas que transportaban mercancms ypasajeros a lo largo del río; además, incorporaron elementos culturales de los indios. Tipo negro del Magdalena. Edward Walhouse Mark, 1845. Colección Banco de la República, Bogotá. [7]
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turar, a lo largo de unos veinte años, un mundo subterráneo26 y ralelo al del orden colonial establecido. Cabe, entonces, imagina~a que la constitución por los esclavizados de tales comunidades po~~ t1cas alternas a las dominantes supuso un mayor esfuerzo creativ colectivo para generar y resguardar sitios aislados o secretos do:/ poder llevar a cabo las dinámicas propias de la ritualidad políticae mseparable, como hemos visto, de manifestaciones lúdicas. ' La experiencia de los cimarrones de Cartago, al igual, posible. mente, que la de la mayoría de esclavos que alguna vez, en la historia de la Nueva Granada, intentaron -con éxitos y fracasos- formar palenques de negros reflejaba la notoria intención de edificar unaco. munidad o sociedad que pudiera equilibrar y «sanar» las agresione de los esclavistas. Era su propósito restaurar la dignidad perdida s · aliviar el sentimiento de fracaso lejos de la mirada reductora, escr:. !adora, i~quisidora y punitiva de la sociedad esclavista -que, por eJemplo, Impedía la formalización de las relaciones de pareja entre esclavos de distintos amos-. Por ello, se puede sostener que uno de los propósitos de los cimarrones de Cartago consistió justamente en la formación de una «sociedad de familias» 27 en espacios privados de resistencia, dado que ello no era posible, a juzgar por las confe. siones de los cimarrones, en la cotidianidad pública y abierta de las relaciones esclavistas. La actuación de los cimarrones desde su fuga hasta el establecimiento provisional o definitivo de un palenque permite visualizar al igual que con los cabildos de negros, procesos de apropiación es~a cial y dinámicas sociales autónomas y de fuerte confrontación política. Como sostiene Lienhard, siendo los apalencados «[ n]ómadas al margen de la ley, los cimarrones se movían con gran libertad a través del espacio geográfico y social, relacionándose con las personas más diversas y provocando desórdenes diversos» 28 . Cualquier intento de fuga, fuera exitoso o no, suponía la estructuración privada de un plan premeditado e igualmente la existencia, en algún nivel, de un escenario de tipo comunitario o asociativo que bien podía ten· sionarse entre lo público y lo privado. Lienhard también se refiere a la existencia de un «cimarronaje intermitente» que, como tal, no significaba una amenaza real al sistema de plantaciones. «Percepti· ble tan sólo desde una perspectiva microhistórica, la práctica de ese "cimarronaje intermitente" demuestra que Jos esclavos, en medio de su cautiverio. no dejaban de crearse espacios alternativos y momentos de vida alternativa» 29 .
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Fuga, huida, fueros y desafueros Las fue~tes jurídicas, la correspondencia oficial y las normatividades regiOnales neogranadinas nos demuestran fehacientemente que los esclavizados tendieron a evadirse desde recién llegados a la Nueva Gra?ada. Para Cartagena y sus alrededores, el rey expidió una Real Cedula en 1540, apenas siete años después de la fundación hispánica del puerto, donde manifestaba: «nos somos informados que en esa provincia andan muchos negros huidos e alzados por los montes hac1end~ muchos daños». Al parecer, la situación era crítica, ya que la R~edula ordenaba, como medio de remediar la situación de fuga, perdonar de «cualquier culpa»30 a los esclavos fugitivos. Desde :ntonces, ~as ?oblaciones esclavizadas, igual que las libres, tendnan el. terntono como su aliado para acceder a márgenes impor~antes d~ libertad ~ ~ut?nomía, donde la circularidad fuga-retomo 1mpondna una colidmmdad que se balanceaba entre lo privado recóndito _Y lo público direc~amente normado por el orden y el control.coloma~e.s. No obstante, mcluso en los espacios de mayor control socml y pohlico, como lo eran las ciudades, la presencia de los esclavizados generaba por sí sola una suerte de temor y recelo frente a sus posibilidades de movilidad espacial y de entablar relaciones sociales de ~odo tipo c~n el más amplio abanico de personas y gentes de la sociedad col~mal. En este escenario de temeridad, el toque de queda ~ue anunciaba la llegada de la noche- constituía para los esclavizados la frontera entre lo privado y lo público, pues la oscuridad era el manto perfecto para la consecución de una autonomía rumiada ' diaria _Y coti.dian~mente, ~orlo que se convertía en el espacio social de res~stencm m~s socorndo para la puesta en escena de las juntas, los bmles y los ntos mortuorios. En este sentido, el Cabildo de Cartagena dispuso en 1552 que «por cuanto en esta ciudad había muchos negros, los cuales andaban de noche, después de tañida la queda y a horas no Iícit~s, y hacen muchos hurtos y robos [... ] para ello es j~sto poner rem.edw; por tanto se mandó que ningún negro pueda andar por esta cmdad, después de tañida la campana de la queda»JI. Sin temor a exagerar, puede afirmarse que este tipo de disposiciones se reprodujeron, en el mismo tono, a lo largo y ancho del Nuevo Reino de Granada durante la dominación hispánica.
Fiestas de esclavos El carácter festivo de los esclavos, que se manifestaba plenamente en danzas, cantos y música de tambores, marimbas y maracas,
Negros tocando marimba y bailando. Anónimo, siglo xvm. Códex Trujillo de Martínez Compañón y Bujanda. Colección Biblioteca Nacional de España, Madrid. [8]
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El baile se constituyó no sólo en una expresión festiva del carácter de los esclavos. Fue también un acto de resistencia a las imposiciones coloniales y un abierto desafío a la normatividad social. Una de las labores tradicionales de los esclavos desde la Colonia, y que aún se evidenciaba en el siglo XIX, fue la extracción de oro. El hecho de vivir en apartadas regiones favoreció que en muchas ocasiones pudiesen conservar sus tradiciones lúdicas. Modo de lavar el oro en Barbacoas. Manuel María Paz, 1853- Comisión Corográfica. Colección Biblioteca Nacional de Colombia, Bogotá. [9]
aunados a una impactante expresividad corporal y a una vivaz 1 cuacidad de voces, gritos, palmas y lamentos, ingresó a 1~ Nue o. Granada a través de dos vías: directamente desde la misma Áfri:a donde el baile, la ~úsica y el canto formaban parte vita.l e íntimad:l ser colectivo e Individual mismo, y desde las provincias ibéricas v Portugal, donde antes de la llegada del primer esclavizado africano' tierras neogranadinas ya había población africana. La sociedad ibe~ rica experimentó una interesante presencia de la cultura negra, gra. cías a un rico proceso de inserción social. En efecto, según Fernando Ortiz, en la España de los siglos xv1 y XVII, los negros y mulatos nu. trieron una rica y variada actividad cultural. reflejada en las novelas y el teatro, como bailarines y ejecutantes de los más diversos tipos de tambor, en la percusión que acompañaba los estribillos, los bailes escénicos. las comedias y la ejecución de música negra. Claro: todas estas expresiones fueron objeto de fuertes rechazos e impugnacio. nes sociales32 . Si bien. entonces. la vía africana se da por sentada en nuestro medio, no ocurre lo mismo con la ibérica, cuya existencia, de paso, nos permite proponer la idea de que en la Nueva Granada desde comienzos de la Colonia. los espai'íoles y sus descendiente; tenían nociones y experiencias previas acerca de las manifestaciones lúdicas de los esclavizados en su patria.
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Los bailes y tambores de los negros, amén de su color, quizás ex¡¡quen por qu~ en la soc~edad esclavista se fue generando, desde el ~bode los pnmeros afncanos a Cartagena y a otros sitios -lícitos eilícitos- de acceso a la Nueva Granada, un profundo miedo a los esclavizados. En efecto, su fuerte y radical expresividad corporal y 1impacto sonoro de sus tambores condujeron a su rápida asociación eon e1 demonio. Los momentos cruciales de la vida de san Pedro Cla~t relatados por el ejército de testigos que declararon en su proceso de beatificación, muestran el celo del jesuita y de los cartageneros en reprimir el libre albedrío de los negros en cuanto a su movilidad, el desarrollo de sus bailes y otras características. El padre Nicolás González,coadjutor de la Compañía de Jesús, relató que «[c]uando en las plazas y calles encontraba [el padre Claver] algún baile de los negros y negras, si llegaba de improviso sin que lo vieran los que bailaban, sacaba su disciplina [... ]y el crucifijo de bronce( ... ] y los dispersaba; y los negros huían como si hubiera entrado en el baile un toro muy furioso, dejando los tambores y otros instrumentos de sus bailes»33 • Para entonces, finales del siglo XVI y comienzos del xvn, ya se celebraban en Cartagena carnavales de Cuaresma -permitidos porindulgencias de la Iglesia-, donde los bailes y los tambores de los negros protagonizaban el regocijo. Andrés Sacabuche, negro de nación angola, refiere que en «tiempo de carnaval [... ] estaban los negros bailando en las plazas o calles con los tambores que ellos tocan de ordinario». En carnaval, el padre Claver encontraba el momento más propicio para perseguir a los esclavizados, sus bailes y sus tambores; estos últimos terminaban confiscados y se depositaban . en las tiendas para ser recobrados allí, previo pago de una limosna con ' destino al hospital de San Lázaro34 • Hacia el sur de la gobernación de Cartagena -más exactamente, en Mompox, área con importante presencia de esclavos- se consolidaron carnavales previos a la Semana Santa35 • Con el correr del tiempo, estos carnavales se fueron haciendo ricos en matices, y no es difícil imaginar, entonces, a esclavos y libres elaborando disfraces y máscaras en sus sitios de residencia, e incluso a las autoridades aprovisionando de aquellos a los ejecutantes y participantes en el carnavaP6. . Por lo menos en teoría, los esclavos no debían trabajar los dommgos, m en Semana Santa ni en algunos días especiales de fiestas o ceremonias religiosas. Estas disposiciones, que chocaban con las prerrogativas de los amos, establecieron una relación definitiva entre la esclavitud y las ceremonias religiosas. En 1751, un decreto del arzobisp? de Popayán estableció «que se guarden las fiestas y q~e se perm1ta a los esclavos participar y que no se trabaje»J7. De la misma manera, tanto las disposiciones oficiales como las eclesiásticas -discursos representativos de la administración colonial- se
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esforzaron, con éxitos y fracasos, porque las fiestas religiosas estu, vieran exentas de cualquier actividad o manifestación que profanara el sentido sacro de las mismas. Así lo expresaba dicho decreto ecle. siástico: «deben dedicarse a Dios los días de fiesta, abandonando principalmente en ellas las borracheras, bailes y diversiones ilícitas que las profanan» 38 . Esta práctica se volvió inveterada y representó la posibilidad de que los esclavos se encargaran tradicionalmente de la organización de los espacios festivos, algo que, no obstante, generó litigios, conflictos y enfrentamientos, particularmente cuando alguien trataba de deseo. nocer esa tradición o de impedir su libre desarrollo. Ignacio de los Ríos, Francisco de los Ríos y Baltasar de Loyola, esclavos de la hacienda «Villavieja» -en Aipe, Provincia de Neiva-, de propiedad de la Compañía de Jesús, manifestaron en 1773 «que es inveterada costumbre no solamente en esta hacienda citada sino en todas las demás de este reino, el que hayan de gozar los esclavos el descanso de días de fiesta, como también el que cada uno tenga su conuco -parcela- para sembrar lo que pueden en los tales días de fiesta para ayuda de su manutención» 39 . Sobre esta hacienda y la Provincia de Neiva, fray Joseph Franco informaba que los esclavos estaban «viviendo sin libertad». Decía que algunos esclavos pidieron licencia [... ] para irse a fiestas al Caguán y se les negó, luego vino la Remigia pidiéndole licencia [al administrador de la hacienda de Villavieja] para hacer un fandango, se la dio, al mismo tiempo que le había de dar dos frascos de aguardiente para dicho fandango lo que no le ofreció. lo que si les daría un trago a cada uno como se ha acostumbrado. a lo que [Remigia] respondió que no era suficiente y que si se los daba que lo mandaría compra140 .
El fandango fue ganando la reputación de ser quizás el baile más popular en la sociedad neogranadina e involucraba por igual a los es· clavos, a las «castas» y a los españoles. No obstante, tampoco escapó a las consideraciones oficiales y religiosas de ser un baile «inhonesto». Es preciso subrayar que a los bailes. los cantos y las demás expresiones lúdicas de los esclavizados neogranadinos se les sometió a un proceso de «criminalización». A propósito de la hacienda «Villavieja», fray Joseph Franco hacía notar, con notoria exageración, que, en tiempos de los jesuitas, los esclavos «iban a fiestas, se emborrachaban, jugaban y mataban y cortaban brazos y se salían con cuanto querían y nadie les decía nada» 41 • Al parecer, el fandango es el origen de otro tipo de bailes, como el bambuco. Por su parte, los «saraos» eran un tipo de música domés· tica urbana, expresada en bailes tanto de negros como de .md"JOS42 ,
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además, se desenvolvía en espacios privados -salas y patios-
ke~sidencias de españoles: Sobre el ~ambuc~ habría qu~ indicar e ya había hecho presencia en Bogota a comienzos del siglo XIX.
~~s orígenes y desarroll,os posteriores han enfrasc~do a los especia-
r tas en encendidas polemicas. Para Egberto Bermudez, el bambuco
~que sería elevado a «baile nacional»- es claramente de origen fro y procede de los fandangos que ejecutaban desde los tiempos aoloniales los negros y mulatos payaneses43 • En el Pacífico y en el ~le del Patía, bailes como el bambuco -con todas sus posibles variantes- y el currulao se originaron y desarrollaron sobre el telón de fondo de los espacios de los esclavizados, representados por los reales de minas y por los cañaduzales, donde los esclavos se daban mañas lie cantar, bailar y ejecutar instrumentos musicales al compás del trabajo rutinario 44 • Ya se ha anotado una relación particular de las expresiones dancísticas de los esclavizados negros y mulatos con las fiestas católicas. En este sentido, la fiesta del Corpus Christi podría considerarse aquella donde se ha podido documentar una mayor presencia de bailes de negros. El alcalde ordinario de Pacho -población no muy lejana de Santa Fe de Bogotá- anotaba en 1703 la obligación que tenía la hacienda del capitán Dionisio Joseph de Caicedo «de hacer un altar en este pueblo, y traer las insignias de todos los santos y una danza de los esclavos», particularmente en los días de la fiesta del Corpus Christi, práctica u obligación que se tenía por costumbre45. De esta manera, se puede vislumbrar una sugerente relación lúdica entre los espacios cerrados donde los esclavos practicaban de , manera cotidiana sus bailes y los espacios ceremoniosos públicos, administrados por los agentes de la Iglesia, donde podían participar con sus danzas. Con seguridad, los bailes coloniales, junto a otras manifestaciones culturales particulares y visibles de los esclavizados, forman parte de los orígenes históricos de los carnavales en Colombia, como ya lo habíamos insinuado a propósito de los primeros carnavales de Cartagena. Pero las manifestaciones carnavalescas van más allá de una relación estrecha con el calendario festivo católico, ubicándose en otros escenarios y en otros tiempos, como nos lo demuestra el tipo de carnaval o precarnaval que solía realizarse en la ciudad colonial del Socorro. El prefecto de los capuchinos del Socorro informa que, en 1791, las gentes, libres y esclavos, emprendieron un juego a manera de los «tangos» o cabildos de negros de La Habana, Cartagena y Panamá. Dichos tangos se reconocen desde la Colonia, en varios lugares de América, como un tipo de fiesta y baile que ejecutaban personas de origen africano. El prefecto describía ese juego -a nuestro juicio, de tipo precarnavalesco- de la siguiente manera:
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Ahora[ ... ] domingo por la tarde en vista de este convento, parte expuesta e inmediata al lugar, se juntaron como unos 80 hombres o mas, esclavos de los mas visibles de aquí, libres, algunos hijos de ellos y también algunos muchachos de los mayores de la escuela llevaban tamborcito, algunos sables de madera. banderas de pañue: los y de papel, se formaron en columnas; eligieron gobernadores alcaldes, administradores y también eligieron a un esclavo por re; quien iba decentemente vestido y aún con su quitasol. Habiendo llegado éste al campo se enviaron recíprocamente sus embajadas, alegando el que hacía de rey a los otros que no podían pelear por que no tenían rey y respondieron ellos que esto no obstante podían y luego lo tendrían. A cuyo tiempo llegó el maestro de escuela en solicitud de sus discípulos y habiéndolos hecho retirar reprendió acremente a los demás46
Esta típica emulación carnavalesca y ritual de una guerra tiene como c:ntro de a~t?ridad, en uno de los bandos, a un esclavo-rey que gobierna provJsJOnalmente un teatro donde se escenifica una batalla con los componentes simbólicos y de autoridad propios de una comunidad política. Pero hubo un momento a partir del cual, decididamente, los espacios lúdicos y festivos donde lo más variopinto de los sectores coloniales ejecutaba diversos tipos de bailes cayeron en desgracia por doquier a la luz de los discursos generados y de las normas expedidas por las élites y las autoridades coloniales. Su desgracia tiene un nombre: bailes «deshonestos». La dimensión de tal manifestación y sus rasgos más prominentes quedaron condensados en el edicto del obispo de Popayán, Jerónimo Antonio de Obregón y Mena, fechado en 1768: Que en consideración a que por repetidos mandatos se ha prohibido enteramente el uso, canto y tañido de cualesquiera bailes mal sonantes e inhonestos y que sin embargo de las conminaciones con que se ha apercibido a toda clase de gentes, se representa y con pluralidad se informa que con la mutación de nombres u otro accidental movimiento se persevera en la misma intolerable diversión, con no pocos desórdenes, abusos y tropelías, así en las personas blancas [... ]y de los negros, zambos y mulatos que con mayor desenfreno son inclinados a estas celebridades y torpes entretenimientos, sin nota, corrección, ni escándalo de sus dueños 47 .
En el mismo sentido, el Cabildo de Mariquita ordenó, en 1755, que ninguna persona «pueda andar por las calles, ni en músicas deshonestas, ni fandangos, en sus casas» sin licencia para ello 48 . En las postrimerías del siglo XVIII, en diversas provincias de la Nueva Gra-
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nada se ejecutaban bailes populares como hundes y fandangos en circunstancias preferentemente, aunque no exclusivamente, nocturnas, con la más abigarrada concurrencia de todos los espectros sociales y raciales. Así lo expresaba y denunciaba en 1781 el obispo de Cartagena, Joseph Díaz de la Madrid, quien le solicitaba al rey que, en vísperas de las ceremonias religiosas, se prohibiesen «los bailes, que vulgarmente llaman hundes», a los que concurrían «indios, mestizos, mulatos, negros y zambos, y otras gentes de la inferior clase», reunidos «de montón, sin orden, ni separación de sexos». Añadía que tales bailes se prolongaban hasta el amanecer, dejando traslucir los efectos socialmente nocivos de los espacios nocturnos como ámbitos soterrados de tales manifestaciones lúdicas: «Ya se dejan considerar las proporciones que traen para el pecado la oscuridad de la noche, la continuación de las bebidas, lo licencioso del paraje, la mixtura de los sexos y la agitación de los cuerpos» 49 • De tal suerte que la noche se constituyó en el espacio preferido por esclavos y libres para consumar a su amparo las más diversas expresiones festivas. Los calificativos deshonesto y pecaminoso, aplicados por los discursos institucionales coloniales a los lugares apartados, a los escenarios nocturnos, a la plasticidad de los cuerpos y a los bailes, revelan los límites entre lo legal y lo ilegal, así como la línea de confrontación entre el control oficial en lo público y las argucias populares en sus concurrencias soterradas. Desde luego, se escenificó un vaivén provocación-retirada entre actos legales asociados al poder y acciones ilegales adscritas a la vivencia de lo popular y a sus tácticas de reacción o resistencia. La calificación de «ilegítimo» endilgada a lo popular por las autoridades coloniales adquiere, por lo mismo,' un tinte de legitimidad dentro de las comunidades subordinadasso. Podemos pensar, en este sentido, que los espacios privados de los esclavizados encontraban sus fronteras en la ambivalencia legítimo-ilegítimo originada en su confrontación con el poder colonial establecido y con la sociedad esclavista; pero también, que dichos territorios alternos, paralelos o subterráneos donde desarroiiaban prácticas de distintas índoles adquirían cierta legitimidad social, política y culturaL Los espacios privados e incluso públicos de la lúdica de los esclavos y de otros segmentos de la población colonial sometida no eran otra cosa que resultado del despliegue de una infinidad de tácticas y astucias de la gente «anónima» que «transita» por un territorio que no considera propio, por lo cual, justamente, la constitución de esos espacios alternos de cotidianidad significa una forma de resistir y de «rechazar el orden impuestm>51. El anonimato cotidiano y popular de esta «mayoría silenciosa» 52 es lo que le imprime su seiio a la privacidad de la gente «del común» en confrontación con la sociedad dominante.
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Esclavos músicos No sólo por sus capacidades vocales sino también por sus ha. bilidades y competencias en la ejecución de diversos instrumentos musicales, la población neogranadina pudo y supo apreciar, en el recogimiento de las iglesias o en las calles de las ciudades colonia. les -entre otras teselas de un mosaico de lugares públicos y prj. vados-, a esclavos músicos y cantores. Cabe recordar aquí que la sociedad ibérica ya había presenciado, en los siglos XVI y XVII, dichas habilidades de negros y mulatos en la cultura popular, donde, como músicos y a través de la oralidad teatralizada de sus voces, formaron parte integral de la cultura rural y urbana. Para el siglo XVII era evidente que algunos negros y mulatos de Santa Fe, tanto esclavos como libres, poseían y, por lo tanto, ejecutaAlgunos esclavos alcanzaron cierta 53 reputación como excelentes músicos. ban instrumentos musicales . En su análisis histórico de la música en Bogotá, Bermúdez ha señalado que desde comienzos de la époMuchos de ellos fueron cantores de los coros de las iglesias, a la vez que ca colonial hay indicios de cantores e instrumentalistas indígenas animaban las fiestas y fandangos. y negros que alternaban la música con sus oficios y sus actividades Esclavos músicos. Anónimo, siglo laborales. Sus presentaciones tenían lugar en la catedral, en los conXVIII. Códex Trujillo de Martínez Compañón y Bujanda. Colección ventos, colegios y cofradías, y en las fiestas públicas, religiosas o Biblioteca Nacional de España, no 54 • Así, encontramos en 1651 a Juan Berna!, esclavo de la ComMadrid. [10] pañía de Jesús, quien, además de ser carpintero, tenía tal reputación de músico que su designación era de <
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·nistriles eran exactamente grupos de músicos, conocidos también nllr el nombre de «chirimías», con flautas, sacabuches y bajones. Espos ministriles de esclavos tocaron en la solemne inauguración de la ~niversidad Santo Tomás, en 163957. El «churrimpample» era una nada popular que hacia 1805 se le escuchaba a una mulata que 1 ~rvía en uno de los colegios santafereños58• s Francisco Segura era un mulato esclavo, sastre de oficio pero demás muy dado a la música, que vivía en Cartagena por el año de ~6JO. Este mulato era «muy alegre y regocijado, y músico» y estaba habituado a «tañer y cantan> con su guitarra en constantes veladas callejeras. Era corriente verlo. «sentarse en un banco de un car:etero y allí dar música». El ambiente d.e Cartagena en aquellos ~nme ros años del siglo xv11 era muy festivo por los constantes bailes de los negros, tanto diurnos como nocturnos 59, lo que, como vimos, le dio sentido a la misión espiritual del padre Claver al enfrentarse, mediante la persecución, a las expresiones lúdicas de los esclavos que habitaban la ciudad y recorrían sus plazas, calles y extramuros. Como ya lo hemos ilustrado, la persecución de todo tipo y a toda hora de las manifestaciones lúdicas de los esclavos en los espacios públicos y privados constituyó una disposición permanente de los agentes coloniales civiles y religiosos. No obstante, ese permanente e incisivo acecho logró precisamente que, como reacción, los esclavos se escabulleran mediante múltiples tácticas para dar rienda suelta a su espíritu, particularmente en lo atinente a sus deseos de divertirse mediante el canto, las exclamaciones alegres y la danza.
Brujas, brujos, arcabucos, fiestas y juntas Las esclavas negras y mulatas, reputadas de brujas por el discurso colonial, desarrollaron múltiples estrategias de vida que literalmente situaron la cotidianidad esclava en la esfera de lo secreto, lo íntimo, lo privado. La expresión «se fueron volando» alude inequívocamente a prácticas y rituales consuetudinarios de los esclavos para evadir los controles de amos y autoridades. Sus reuniones -mixtas, pues algunos hombres practicaban también la brujería- se realizaban en los arcabucos -«en la periferia del territorio del amo» 60 , lejos de las ciudades, de las haciendas y de las minas-, lugares apartados de difícil acceso o poco conocidos, y de noche. Los arcabucos eran !os sitios ideales para llevar a cabo dichos conciliábulos, porque, entre otras cosas, sus condiciones geográficas los hacían prácticamente inaccesibles. En 1726, el Diccionario de autoridades definía un arca-
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Fray Pedro Claver ha sido oficialmente representado como «el esclavo de los esclavos». Sin embargo, fue intolerante con las prácticas culturales de los esclavos, a quienes, por ejemplo, azotaba cuando los encontraba en bailes y juntas. Claramente, Claver no abogaba por la eliminación de la esclavitud sino por el ejercicio evangelizador entre los esclavos. , Pedro Claver. Anónimo, siglo XVIII. Colección Iglesia de San Ignacio, Bogotá. [u)
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buco como «un lugar y sitio fragoso, barrancoso, y lleno de maleza y broza» 61 , características que hacen pensar en un sitio poco o nada habitado. Leonor Zape, negra juzgada en r6r8 como bruja, procedente de las minas de Zaragoza -área minera del nordeste antioqueño~ relataba que brujas y brujos se juntaban en el «arcabuco como a u~ cuarto de legua de las minas y estaba mucha gente de negros y ne. gras brujos y con ellos el demonio en figura de negro, en cueros solamente un calambe [taparrabo] con que tapaba [las] vergüenzas; en la cabeza un paño que cubría los cuernos» 62 . Tales citas colectivas y secretas se denominaban <~untas», palabra que, al parecer, terminó designando todo tipo de reunión privada o pública tanto de los es. clavos como de sus descendientes libres -y que da pie a imaginar el proceso de configuración de las comunidades políticas y sociales de los esclavizados-. En la oscuridad de tales juntas salía a la luz un buen repertorio de acciones lúdicas, corporales, rituales, festivas y sexuales. La misma Leonor Zape describe una junta donde se evidencian estos criterios festivos: «vio que todos los brujos y brujas bailaron dando palmadas y con cascabeles en las piernas y el demonio entre ellos haciendo lo mismo y duraría el baile hasta medianoche[ ... ] y acabado el baile, el demonio, en figura de cabrón, conoció carnalmente por detrás a esta rea [Leonor] y a todos los demás brujos hombres y mujeres». Tales «ayuntamientos» se organizaban con generoso aprovisionamiento de viandas y bebidas: botijas de vino, bollos, cuzcuz -comida de origen árabe-, plátanos y «todo lo que comen los negros y allí comían y bebíané3. El centro de gravitación de la magia y la brujería practicadas por estas negras y negros era el demonio, figura que bien podría representar la cabeza de la comunidad política africana perdida o alguna divinidad africana reinstaurada por los sacerdotes o sacerdotisas africanos llegados como esclavos a la Nueva Granada. Casi invariablemente, ese demonio no sólo les prometía en las juntas a sus seguidores «muchos bienes y libertad», sino que también les ordenaba hacer todo el daño posible «a los cristianos y [que] matasen criaturas>/'4.
Juegos, trucos, billares y toros Junto a los bailes de todo tipo y a las juntas, los sitios destinados a los juegos, boliches y trucos pueden considerarse los más atractivos para todo tipo de habitantes de ciudades y pueblos, esclavos, «libreS)) y españoles, pues gozaban de «mucho concurso de pueblo>>,. como lo expresaba el alcalde de Cartagena en r8o8 65 Ubicados generalmente
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en áreas de poca o ninguna visibilidad pública, en la trastienda de las pulperías o en el patio de alguna casa, los sitios de juego o de trucos se convirtieron en lugares muy perseguidos por las autoridades, entre otras causas porque alteraban la observancia de las «fiestas de guardan>, lo que producía el temor y el celo oficiales de que la gente no cumpliera las normas, tornándose en una amenaza al poder y al orden establecido por la inobediencia, «lo que es muy de temer en los concursos del populacho»66. Las normas de gobierno dirigidas a los alcaldes ordinarios de la ciudad de Cartago disponían en 1773 que no se permitiera el juego de trucos a los «hijos de familia de esclavos», vagabundos y cargueros67. Usualmente, las personas de los más diversos matices sociorraciales que, por distintas causas, dispusieran de cierta movilidad y libertad de movimiento eran objeto de degradación por parte de los discursos coloniales hegemónicos mediante apelativos como vagamundo, ocioso, sin oficio, libertino, «sin pulicia»,fugitivo y, en fin, libre. En efecto, la categoría de libre se tornó en el referente ilustrativo que mejor denotaba el desprecio de las élites coloniales laicas y religiosas respecto de la praxis cotidiana y privada de las poblaciones subordinadas, estuvieran estas compuestas de esclavizados o de gentes «libres de todos los colores». Venta de aguardiente en el pueblo de Lloró. Manuel María Paz, I85J Comisión Corográfica. Colección Biblioteca Nacional de Colombia, Bogotá. [12]
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Como sitios de diversión y de juego, los trucos cabalgaban entre la legalidad y la ilegalidad, entre el reconocimiento oficial y el fun. cionamiento sin autorización y, en consecuencia, entre lo visible y lo oculto. Usualmente estaban atestados de gente tanto en días de trabajo como de fiesta, siendo los esclavos, de una u otra manera -pública o subrepticia-, asiduos asistentes. En muchos lugares de la Nueva Granada -como Zaragoza, gobernación de Antioquia, en 1787- se denunciaba que a estos sitios de «perdición» concurrían «negros, zambos y esclavos»68 . Como era de esperarse, estos lugares de juego terminaban casi siempre disputándoles la preeminencia a los espacios, ceremonias y ritos propios de la Iglesia, como la misa mayor los domingos o, en general, las celebraciones religiosas pro. minentes. Pero quizás lo más recurrente respecto de la represión 0 permisividad en cuanto a estos juegos eran las disputas de competencias y términos entre los funcionarios civiles y eclesiásticos o de unos u otros entre sí.
El «teatro colonial»: huida y enfrentamiento. A manera de cierre En el escenario del «teatro colonial», los esclavizados experimentaron y vivieron un ambiente de confrontación, en general, con la sociedad dominante y, en particular, con sus amos, quienes, directamente o a través de agentes, ejercían control, abuso y castigo. Como su cotidianidad se escenificaba en una permanente tensión, los esclavos asumieron «la huida y el enfrentamiento»69 como tácticas que les posibilitaban ser alguien u ocupar algún lugar en ese mundo plagado, para ellos, de rechazo. Forzados a desempeñar su labor, oficio y trabajo diario en escenarios públicos y vigilados, no podían quedarse mirando el suelo mientras sus aspiraciones, deseos, creatividad y potencial infinito se elevaban más allá -muy lejos-de lo que la sociedad dominante quería de ellos. De esta manera, asistimos a la conformación de cotidianidades paralelas y subterráneas que evidenciaron diversos ritmos o escalas en el tiempo, en el espacio y en el diario discurrir de ese «teatro colonial». Como hemos intentado ilustrarlo, estos procesos de alejamiento no fueron del todo exclusivos de la población esclava; en ellos hubo también un activo involucramiento del más amplio abanico de sectores subordinados -y aun de la élite-, siendo quizás los bailes populares y los trucos sus más ilustrativas experiencias. La huida y el enfrentamiento, que le daban sentido y vitalidad, pero también ambigüedad, a la constitución de los espacios privados
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de esa «mayoría marginal y silenciosa», representaban una amenaza nnanente para el orden establecido, el cual reaccionó construyen: discursos que «criminalizaban» las prácticas lúdicas y populares. por ello, particularmente para los esclavos, la evasión cotidiana y circular hacia espacios lejanos, externos y extraños al orden colonial significó la válvula de escape para echar a andar prácticas lúdicas -cantos, danzas, etc.- y asociaciones -juntas y cabildos- que les permitiesen sentirse creadores y partícipes de una comunidad que se negaba a devolverles la dignidad y el sentido vital perdidos.
Notas 1 Manuel Zapata Olivella, Changó, el gran putas, Bogotá, Rei Andes, 1992, pp. 231-232. Paul Veyne, «El imperio romanO>>, en Philippe Aries y Georges Duby (eds.), Historia de la vida privada, Madrid, Taurus, 1987, t. 1, pp. 61-62. Al respecto, véase mi artículo «¿Es posible la libertad en la esclavitud? A propósito de la tensión entre la libertad y la esclavitud en la Nueva Granada>>, Historia Crítica, Bogotá, Universidad de los Andes, Departamento de Historia, 24, jul.-dic. 2002, pp. 67-77Carl Henrik Langebaek, <>, en Ana María Gómez Londoño (ed. acad.), Muiscas. Representaciones, cartografias y etnopo/íticas de la memoria, Bogotá, Pontificia Universidad Javeriana, 2005, p. 43Martín Lienhard, <>, en Verónica Salles-Reese (ed. acad.), Repensando el pasado, recuperando el futuro. Nuevos aportes interdisciplinarios para el estudio de la América colonial, Bogotá, Pontificia Universidad Javeriana, 2005, p. 245. Scott plantea que <>. Véase James C. Scott, <>, Fractal, México, r6, ene.-mar. 2000, pp. 69-92 (consultado en el rr de octubre de 2007). Recopilación de leyes de los reinos de las Indias, Madrid, lvlian de Paredes, 1681, lib. VIl, tít. v, ley ra. Cursivas nuestras. lbíd., ley 13. Para el caso de Cartagena es notorio que este tipo de temores y restricciones estuvieran aún vigentes en la década de los años cuarenta del siglo XIX. En efecto, en r842, el jefe político del Cantón de Cartagena ordenaba el desarrollo de rondas nocturnas para impedir que <>. Meses más tarde, en marzo de r843, el mismo funcionario promulgaba la prohibición de que los esclavizados y los <> anduvieran juntos en los sitios de diversión de Cartagena (Semanario de la Provincia de Cartagena, ll de septiembre de r842 y 26 de marzo de 1843, cit. en Javier Ortiz Cassiani, Negros y mulatos en Cartagena: reconocimiento. memoria y olvido, 18391875, tesis de Maestría en Historia, Bogotá, Universidad de los Andes, 2007, pp. !09-rro). ro Edgardo Pérez Morales, <>, Fronteras de la Historia, rr, 2006, p. 64. ll Michel Foucault, El sujeto y el poder, Bogotá, Carpe Diem, 199!, p. ror. !2 Marta Herrera, <>, Historia Crítica, 32,jul.-dic. de 2006, p. 145. IJ Archivo Arzobispal de Popayán, leg. 5!4, N'. 7 (sin foliar). !4 lbíd., leg. 3, N'. r, f. r. Estos autos se referían a los ríos Jolí, Chuarí, Micai, Saija, Timbiquí, Guapi, Napanchí y Napí. 15 lbíd., ff. 6v-8v. 16 Michel de Certeau llama la atención sobre el hecho de que la creatividad de la <> prolifera cuando desaparece el poder establecido (<
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lo cotidianO>>, en Francisco A. Ortega [ed. acad.], La irrupción de lo impensado. Cáted de Estudios Culturales Michel de Certeau, Bogotá, Pontificia Universidad Javeriana ¡ ra titulo Pensar, 2004, p. 248 ). ' ns. Marta Herrera, Ordenar para controlar. Ordenamiento espacial y control político en las llanuras del Caribe y en los Andes centrales neogranadinos, siglo XVIII, Bogotá, IcanhAcademia Colombiana de Historia, 2002, p. 228. Pérez Morales, op. cit., loe. cit. Acá, básicamente, seguimos y adaptamos el análisis que de las tesis de Michel de Certe a propósito de las teorías sobre la vida cotidiana y la cultura popular elabora el equi;u de investigadores argentinos liderado por Zubieta. Véase Ana María Zubieta, Cuitur: popularv cultura de masas, Buenos Aires, Paidós, 2000, pp. 83-95 (especialmente, pp. 94·95). Archivo General de la Nación (AGN), Colonia, Negros y Esclavos del Cauca, t. 2, ff. 49g1• 499r. lbid .. f. 507!. lbid., f. 214!. 1bid .,f. 206r. lbid., ff. 212!·213!. lbíd, ff. 217V·218r. El concepto es sugerido por Pablo Rodríguez en su análisis del palenque de Cartago, «La efímera utopía de los esclavos de Nueva Granada. El caso del palenque de Cartago;1, en Pilar Gonzalbo Aizpuru y Mí lada Bazant (coords.), Tradiciones\' conflictos. Historia.¡ de la vida cotidiana en México e Hispanoamérica. México, El Colegio de México_ El Colegio Mexiquense, 2007, p. 86. lbíd .. p. 8}. Lienhard, op. cit., p. 242. lbíd., p. 246. Cit. en Roberto Arrázola, Palenque. Primer pueblo libre de América, Cartagena, Casa Editorial, 2003, p. 11. Cit. en ibíd .. p. 19. Fernando Ortiz. /.os negros curros. La Habana. Editorial de Ciencias Sociales, 1986, pp. 153·184. Anna María Splendiani y Tulio Aristizábal. Pmceso de heati(icacióo v crllwni:ación de san Pedro Claver, Bogotá, Centro Editorial Javeriano (Ceja). 2002. p.. 1911. lbíd., p. 193"'''·Colonia, Milicias y Marina, t. 127, ff. 886vr-891v. lbíd, t. _18. ff 629r-6_10V. Archivo Arzobispal de Popayán, leg. 8. f. 7r. Veinte años después se emitió una Real Ccdula que disponía que se auxiliara al obispo de Popayán a fin de que los negros no trabajaran en días festiH>s (·""·Archivo Anexo, Reales Cédulas y Órdenes. t. 19. f. 58r). Archivo Arzobispal de Popayán, leg. 8. f 7r. ve;,, Colonia, Negros y Esclavos del Tolima, t. J. f. 998r. Jbíd .. f. I.(Hl9L lbíd .. f !.OlOr. Egberto Bermúdez. Hi,'loria de la música en Santa/e r Bogot<Í. 153X-ty3R. Bogotá. Fun· dación de Música, zooo, p. 48. lbíd .. p.61. Véase Paloma Muüoz. «El bambuco patiano: evidencia de lo negro en el bambuco>), en Axel Alejandro Rojas Martínez (comp.), Estudios afi·ocolomhianos. Aportes para un es· todo del orle. Popayán, Universidad del Cauca, 2004, pp. JlÓ·.J31. '""·Colonia. Criminales. t. 210. ff. 275V-27Rv. !bid., Miscelánea, t. 143. ff 67or-v. Cursivas nuestras. Archivo Arzobispal de Popayán.leg. 375. N". .JO (sin foliar). Cursivas nuestras. .\
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Certeau, op. cit., p. 249. Bermúdez, op. cit., p. 50. Jbíd., p. 167. AGN, Colonia, Negros y Esclavos de Cundinamarca, t. u, ff. 719r-727r. Jbíd., t. vi, ff. l.OJOH.033r. Bermúdez, op. cit., p. 42. En 1646 fue ahorcado un «negro chirimía>> en la plaza de Santa Fe (AGN, Colonia, Negros y Esclavos de Cundinamarca, t. IX, ff. 581r-582v). Bermúdez, op. cit., p. 61. AGN, Colonia, Negros y Esclavos de Bolívar, t. 10, f. 1.025v. Adriana Maya, «Las brujas de Zaragoza: resistencia y cimarronaje en las minas de Antioquia, Colombia. 16!9·1622>>, América Negra, 4, dic. de 1992, p. 93Diccionario de autoridades (consultado el30 de julio de 2007). En esta definición se utiliza un ejemplo del jesuita Joseph de Acosta, quien sentencia en una de sus historias que un área o lugar está poco habitado «por que de suyo cría grandes y espesos arcabucos>>. Cit. en Ana María Splendianni, Enrique Sánchez y María Emma Luque (eds.), Cincuenta años de Inquisición en el Tribunal de Cartagena de Indias, t6IO·I66o, vol. 2, Bogotá, Ceja -Instituto de Cultura Hispánica, pp. 213-214. Jbíd., pp. 214·215. Jbíd. AGN, Colonia, Policía, leg. 4, f. 2Ir. Jbíd., f. 21V. Jbíd., leg. 2, f. 8o6v. lbíd., leg. 3, f. 892v·893r. Germán Carrera Damas, «Huida y enfrentamiento», en Manuel Moreno Fraginals (rel.), AJrica en América Latina, México, Unesco- Siglo XXI, 1977. pp. 36-37, 40·41 y 50.
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«Cuerpos bárbaros» y vida urbana en el Nuevo Reino de Granada (si~lo JC'IIII)
Adriana María Alzate Echeverri A finales del siglo xvm se puede detectar en varias ciudades del Nuevo Reino de Granada una tendencia sutil a la privatización de algunos gestos, actos y comportamientos que hasta entonces habían tenido como escenario el mundo de lo público. Esta nueva y aún borrosa propensión aparece con más frecuencia en el discurso de las autoridades metropolitanas y es relevada por los funcionarios locales yla élite ilustrada neogranadina durante este período 1• La llegada de los Borbones al trono español a principios del xvm, , como se sabe, dio origen a un intento de modernizar a España y su imperio colonial. El intento borbónico, como los de la mayoría de los absolutismos tardíos, procuraba impulsar diversas reformas que, entre otras cosas, aseguraran la formación de individuos obedientes, saludables y productivos. El despliegue de las políticas borbónicas, en gran parte ligadas con los ideales ilustrados, tuvo significativos efectos transformadores en una sociedad tan llena de complejidades como la del Nuevo Reino de Granada. En cierta manera, estas reformas constituyeron un proyecto de civilización de los vasallos. En este marco, la noción de civilización fue empleada por los funcionarios y dirigentes metropolitanos y por la élite ilustrada neogranadina para criticar las diversas costumbres de la sociedad colonial y para promover y justificar su mutación. En nombre de la civilización se pretendía cambiar o privatizar La calle Real, a la altura de algunos usos y maneras que atentaban contra el orden, las buenas la iglesia la Veracruz y San costumbres, la productividad y la salud pública. Hubo toda una retó- Francisco. Pablo Emilio Achury, siglo XIX. Colección Museo de la rica de la civilización, esgrimida sin cesar como argumento por las Independencia- Casa del Florero, élites ilustradas neogranadinas para intentar controlar y disciplinar Bogotá. [1]
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HISTORIA DE LA VIDA PRIVADA EN COLOMBIA
al «pueblo», lo que, en ocasiones, tuvo como consecuencia la Pro. puesta de desplazar varias conductas a un espacio restringido, ínti. mo, doméstico, privado. Se sabe que, de alguna manera, el proceso de civilización es, en parte, un proceso de privatización del compor. tamiento. Tal privatización está relacionada con la convivencia de los hombres, con la sensibilidad, y también con el sentido del tacto y el pudor'. En el programa reformador borbón. la nueva concepción, ilustra. da, de la ciudad desempeñaba un papel especial. Se aspiraba a que el espacio urbano, a menudo vinculado con la presencia de la civi. lización. fuera también un instrumento civilizador. En la ciudad se pretendía disciplinar a la sociedad, modificar las acciones cotidianas de la población mediante la inducción en ciertas reglas y modelos de comportamiento específicos y diferentes 1. Es claro aquí no sólo que la ciudad es una de las metáforas más importantes del cuerpo, sino también que las instituciones y las condiciones de la vida urbana debían modelar y componer el cuerpo de sus habitantes 4 • La élite neogranadina se dio a la tarea de realizar todo un inventario de instancias civilizadoras y una lista de objetos candidatos ala civilización y a la privatización que estaban vinculados con el cuerpo de los \asallos. Así. entre otras cosas, se buscó normar el uso de las calles. Entre otras disposiciones emitidas, aquí se hará especia! énfasis en la restricción de los límites de la desnudez y en el intento de domesticar la satisfacción de las necesidades 11siológicas a la vista de todos. En cuanto a las viviendas. se pretendió crear espacios reservados para un solo tipo de función y se escuchó una progresiva condena al hecho de habitar en lugares reducidos que llevaban a la promiscuidad. También se seiialaron las dimensiones tn las cuales las autoridades tenían derecho a intervenir: en «los escándalos públi· cos>>, no en los privados. domésticos o familiares. Se aspiraba así a re11nar. separar. transformar los espacios y los cuerpos salvajes. bárbaros y groseros gracias a un proceso de ordenación y de educación, Es posible ver en esta élite ilustrada una escala ascendente de indig· nación contra ciertas conductas, juzgadas como bárbaras, «desordenadasn e inmorales. Era una suerte de angustia traducida cualitativamente en la vehemencia de los diversos textos donde se hacía alusión a estos comportamientos. y cuantitativamente, en la reiteración obsesiva de unos mismos argumentos para justificar las medidas de orden, se· paración, distancia y moralización en nombre del progreso y de la civilización. Las disposiciones que pretendían instaurar ese orden se multiplicaron durante esta época. pero ante su ineficacia debieron reiterarse cotidianamente. lo que testimonia, entre otras cosas, su falta total o parcial de efectividad.
«CUERPOS BÁRBAROS» Y VIDA URBANA EN EL NUEVO REINO DE GRANADA (SIGLO XV!ll)
.. Antes de adentrarse en la exploración de algunas facetas de esta problemática, es necesario considerar que las nociones de público y privado existen desde la Antigüedad y que ellas han cambiado con el correr del tiempo. A lo que se asistía en esa época era a una antesala, aun momento determinado de la construcción de unas concepciones que prefiguraban su significado moderno. En el siglo xvm, el término privado tenía fundamentalmente dos acepciones. La primera estaba relacionada con «lo que se ejecuta familiar y domésticamente, a los ojos de pocas personas y sin formalidad ni ceremonia alguna» o «lo particular y personal de cada uno»; la segunda era más o menos sinónima de valido, «sujeto que tiene el favor, la familiaridad o cierta protección de un príncipe o un superior»5• La expresión vida privada aludía a «lo que se pasa con quietud y sosiego, cuidando sólo de su familia e intereses domésticos, sin entremeterse en negocios ni pendencias públicas» 6. Como ya se dijo, uno de los sinónimos antiguos de privado era particular, opuesto a público en el sentido de función o autoridad pública7• Este último término era más apropiado para nombrar los intereses o cuestiones propias de cada uno y ajenas a los demás. Por su etimología, particular sugiere la pertenencia de esas cuestiones a la comunidad, mientras que privado supone su sustracción a la república 8.
Ciudad y policía ilustrada Durante el siglo xvm nace en Europa una novedosa reflexión sobre la ciudad, que se alimenta de diversas corrientes de pensamiento, como el poblacionismo, el mercantilismo y la fisiocracia. Hasta entonces, las representaciones dominantes de la ciudad ubicaban su realidad en el ámbito de lo estático, de lo inmutable; pero a partir de ese momento, ella entra en el universo de lo variable, de lo cambiante. En Europa, particularmente, la concepción de la ciudad como marco de celebraciones y conmemoraciones comenzó a ceder paso a otra según la cual la ciudad era objeto de proyectos. No se está ya ante la ciudad como prolongación del pasado sino ante una ciudad comprometida con el porvenir.9 El nuevo discurso sobre la ciudad la mostraría como el motor que, por su dinamismo, hacía crecer y prosperar los países y los imperios 10 . Uno de los aspectos importantes de esta nueva concepción es el empleo cada vez más frecuente de la palabra función para estudiar y tratar los problemas urbanos. Este término se utilizó inicialmente en el campo económico y conquistó luego las ciencias médicas y bioló-
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En las ciudades del Virreinato, la llegada de la Ilustración se tradujo en una serie de disposiciones administrativas que revirtieron en la organización de la ciudad y en el establecimiento de las primeras políticas públicas. Los virreyes ilustrados tuvieron un papel central en estas disposiciones. Retrato del virrey Manuel de Guirior. Joaquín Gutiérrez, siglo XVIII. Colección Museo de Arte Colonial, Bogotá. [2]
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gicas 11 • Se inscribe en una representación que piensa la ciudad como un organismo vivo: «su corazón y sus arterias palpitan», sus venas se obstruyen con la circulación de los hombres, coches y animales que transitan por doquier; la ciudad es un «vientre que asimila los alimentos y excreta basura» 12 • La palabra función se aplicará así a la fisiología adecuada del mercado urbano o al tráfico y circulación de personas, animales y mercancías 13 • La ciudad se vuelve también un centro regulador donde todo con. verge; ella desempeña, para el tejido social, el papel de «la cabeza en el cuerpo humano». Por una parte, concentra, difunde y distribu. ye, y por otra, dirige y ordena 14 • Se le concibe cada vez más como una empresa creciente desde el punto de vista económico, político y cultural. Esta modificación de la forma de pensar la ciudad favorece evoluciones internas en diversos ámbitos: los vínculos sociales, el ordenamiento del espacio y las funciones culturales 15 • Lo que se produce en el siglo XVIII es el ascenso de la actividad económica como «matriz de una nueva urbanidad». Allí puede ubicarse la génesis de la «ciudad moderna». La ciudad ideal de la Ilustración exigía una adecuación entre los diferentes aspectos urbanos y sus funciones: militar, comercial, política, residencial. Ella debía estar reglamentada y ser armoniosa ~cada sujeto, como las diferentes partes del cuerpo humano, debía ser útil al todo~, bella, sana y tranquila; es decir, debía obedecer a la razón 16 • En este contexto, la idea de policía se vuelve fundamental 17 . La mayoría de los autores subrayan el carácter borroso de la palabra policía. cuya etimología es similar a la de política, rastreables ambas hasta po/itia. «reglamento. gobierno y buen orden de una ciudad». En principio, es posible constatar una simbiosis de sentido entre política y policía, pero con el transcurrir del tiempo se forman dos vías: la política se vuelve una disciplina «sabia», objeto de aprendizaje y de transmisión, mientras que la policía se orienta hacia una suerte de racionalidad pragmática con una vocación instrumental, práctica. Hay dos dimensiones vinculadas con la génesis de la noción de policía: una trata de las actividades materiales, y otra, de las garantías ofrecidas a la seguridad de los habitantes 1s. En español, el término policía tenía tres acepciones en el siglo xv111: en primer lugar, hacía alusión al «buen orden que se observa y se guarda en las ciudades y repúblicas, obedeciendo las leyes y decretos establecidos para su mejor gobierno»; en segundo lugar, se refería a «la cortesía Y urbanidad en el tratamiento y en las costumbres», y en tercer lugar, designaba «el cuidado y limpieza de los espacios y los objetos» 19• Vista como la capacidad de establecer los objetivos y los medios del gobierno político, puede pensarse que la policía está en el origen de la civilización de un pueblo. La génesis de esta institución se
encuentra en la ciudad, pues fue ahí donde se formaron las técnicas gracias_ a las cuales ~as autoridades. públicas bu~caron controlar un territono y a sus habitantes y orgamzar las relaciOnes entre elloszo. Entre los siglos XVI y xvm se consolida la noción de policía. En el XVIII, las disposiciones de policía adoptaron un sentido más global: debían gobernar a los sujetos en todos los aspectos de su vida, debían conducir al orden en la calle y reglamentar la conducta de la gente en el aspecto material, y debían, además, procurar la calidad moral de los individuos; en suma, tales medidas buscaban conducir a la civilización2I. La policía tenía la tarea de reforzar el control sobre la gente; su objetivo era la vigilancia de la coexistencia de los habitantes ~es pecialmente, de su modo de vida- en un territorio determinado y garantizar que la población continuara viva, activa y productiva 22 • La policía, en cuanto brazo ejecutivo de la potencia soberana, regía la conducta «individual» y contribuía a forjar el estatuto de «sujeto sujetado», destinatario de la voluntad normativa23 . Durante el siglo xvm, los antiguos reglamentos de policía se reiteraron, sobre todo en Jo relativo a los temas de la disciplina de los cuerpos en la ciudad24• En España, las nuevas ideas en materia de población, orden y economía sirvieron de inspiración a varias reformas que la Corona intentó llevar a cabo tanto en la Metrópoli como en sus territorios de Indias. Desde su llegada al trono español, Carlos III adoptó y reactualizó múltiples medidas conducentes a garantizar el orden y la moral públicos y a organizar el espacio urbano 25 • En la América hispánica, la reflexión sobre la policía de las ciu-, dades coloniales conoció también un nuevo interés. En el siglo xvm, el centro urbano americano buscó renovarse a causa de las urgencias políticas y socioeconómicas. En su intento de programar la ocupación de los espacios deshabitados que podrían ser fácilmente utilizados por otra potencia, y también con el objetivo de desarrollar económicamente algunas regiones, la Corona española emprendió en todos los territorios americanos una vasta política de urbanización, esencialmente a partir de mediados del siglo 26 . El embellecimiento yla organización de la ciudad colonial tuvieron como blanco en ese entonces, esencialmente, las capitales, donde se abrieron paseos, se iluminaron, limpiaron y empedraron calles, se canalizaron las aguas yse buscó, asimismo, disciplinar las conductas urbanas. La ciudad se convertía así en un bastión donde se pretendía reforzar la autoridad del gobierno ~para lo que aquí interesa, sobre las costumbres de los habitantes-, con lo que se buscaba poner fin auna manera de concebir y de vivir el mundo urbano que, juzgaban las autoridades, había estado regida por bárbaras y antiguas costumbres y por usos «primitivos»27.
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Desde la Conquista, una de las principales preocupaciones de los españoles fu~ agrupar~ l.as poblaciones mdigenas. «VIvir en policía)) 0 «a son de campana)) tenían significados particulares: se trataba de una definición jurídica y moral a la vez. En las pinturas, y particularme~te en los ?J~pas coloniales, la vida en pohcia era representada por medio de la iglesia y por las casas que habí~ en torno a ella. Los espacios vacms eran considerados no civilizados. Detalle del Mapa del Cantón del Cocuy, entre el río Chicamocha y la mrra Nevada, siglo xvm. Mapote?a, Archivo General de la Nacmn, Bogotá. [3]
¿Qué se entendía por ciudad en la América de esa época? En las normas que calificaban las aglomeraciones humanas pueden identificarse diversas denominaciones, jurídicas o demográficas, que definían la frontera entre la categoría de lo urbano y los otros conglomerados. En la América española, las ciudades y los pueblos eran dos variantes de las «comunidades de habitantes organizados en repúblicas, según las normas de la policía cristiana» 28 , que tenían en común la característica de pertenecer a la categoría de los agrupamientos sedentarios reconocidos por la monarquía española. Esta característica correspondía a una concepción teológico-jurídica según la cual el hombre es un animal político que posee la inclinación natural de vivir con su prójimo, con su semejante. Tal vida comunitaria era necesaria para fines espirituales: el hombre debía ser bien gobernado para superar su tendencia al mal, al pecado. Las repúblicas de españoles -ciudades- y las repúblicas de indios -pueblos- eran reconocidas por las autoridades y dotadas de derechos; pero la ciudad gozaba de gracias reales que le otorgaban estatutos y privilegios, como el de poseer un cabildo29 • La palabra ciudad tiene entonces aquí un estatus jurídico, no demográfico, pero este criterio cambiará con el tiempo. Las reformas ambicionaban una ciudad -y, específicamente, una calle- nueva, distinta. Se buscaba desplazar de las calles a quienes no las utilizaran para la única tarea que les estaba destinada: la cir· culación. Pretendían desalojar a quienes las ocupaban o hacían uso de ellas. Paulatinamente, la calle se volvió el escenario del conflicto
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surgido al pasar de ser un espacio tradicionalmente ocupado y definido por las costumbres de la sociedad, a otro que el gobierno había decidido, una vez más, someter a sus reglamentaciones. También se volvió el teatro de una disputa para determinar una nueva frontera, un límite entre lo privado y lo público. No es que la calle hubiera sido hasta entonces una zona privada; pero, al pretender diferenciar los espacios, el siglo XVIII mostró que las calles coloniales habían estado penetradas por lo privado. Al parecer, las calles tuvieron un origen público y poco a poco fueron abandonadas al mundo de lo privado. La autoridad de los propietarios de las casas, por ejemplo, había decidido hasta entonces casi todas sus características: si debían estar o no empedradas, hasta dónde, de qué manera, si tenían ono que reservarse a usos dispuestos por cada uno, etcétera30 • Sin embargo, las modificaciones urbanas anheladas no eran nuevas; empedrar, limpiar los desechos, desplazar a ciertos grupos o condenar algunos comportamientos como la desnudez pública habían sido recomendaciones constantes de las autoridades. La diferencia está en que algunas de esas medidas eran adoptadas por el gobierno urbano sólo durante episodios muy específicos, y en esta época comenzaron a adquirir un carácter ordinario, cotidiano. Las disposiciones de esta naturaleza, que a veces habían sido necesarias frente a ciertos acontecimientos, tendrían en adelante un carácter habitual, corriente.
¿Exhibir el cuerpo y sus funciones? La ciudad colonial era un escenario donde todas las categorías étnicas, sociales y físicas se mezclaban; un lugar de mestizaje que servía de marco a diversas prácticas y donde con el correr del tiempo se había ido construyendo una vida cotidiana, rutinaria, tradicional, de múltiples rituales. Muchos de los comportamientos de sus habitantes que habían venido tejiéndose y consolidándose se habían convertido en un modo de vida, y algunos aspectos de esa particular manera de ser empezarían a ser condenados progresivamente, cada vez con más fuerza, por las autoridades y por la élite ilustrada durante la época que estudiamos. Una de las más importantes transformaciones pretendidas fue la de limpiar las calles, lo que se justificaba, a los ojos de las autoridades, por motivos de salubridad, comodidad, orden y adorno. Sin embargo, algunas de las disposiciones de policía dictadas en este sentido quebrantarían la antigua familiaridad de los habitantes neogranadinos con cierto tipo de sustancias u objetos que las autori-
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dades veían como basura o desechos, promoviendo así una nueva relación con ellos, marcada por la separación y el distanciamiento. Se observó específicamente una dimensión de esta exigencia de eliminar la basura y la inmundicia: la relacionada con la realización de las necesidades orgánicas en lugares públicos, a la vista de todos. Se percibe una voluntad de apartar, de alejar, de circunscribir tanto el acto como el producto de la defecación al espacio privado, fuera de la vista de los demás -la privatización del excremento-. La evacuación pública del vientre se volvió objeto de una más intensa y frecuente reprobación. Durante ese período, la gente hacía sus necesidades fisiológicas en perforaciones circulares practicadas en la tierra, asegurando así que una parte de su contenido fuera absorbido por el suelo, y la otra, canalizada hacia una especie de letrina31 . Pero frecuentemente no se poseía tal perforación, así que las necesidades se hacían al aire libre o en bacinillas cuyo contenido era arrojado en las acequias que corrían por las calles de las ciudades y en los riachuelos que las proveían de agua, con lo cual muchas veces esta llegaba ya contaminada a las casas32 . En 1789, el Cabildo de Santa Fe exigía a las autoridades encargadas de la policía de la ciudad una severa vigilancia en este sentido: Se hará velar por medio de los ministros a diferentes horas del día y de la noche a las muchas personas de la plebe que con inclusión de muchas mujeres, y sin rubor alguno. acostumbran hacer las necesidades comunes en/as mismas calles. por cuya razón no puede lograrse el aseo de ellas. tan importante aun para la salud. haciendo que las personas que fueren aprehendidas sean conducidas sobre el mismo hecho a la vergüenza pública en las rejas de esta real cárcel de corte por el espacio de dos horas 33 .
El Papel Periódico de la Ciudad de Santa(é de Bogotá condenó asimismo a toda la «gentualla» que tenía la calle como «recipiente para sus necesidades orgánicas» y que acudía allí en cualquier momento del día, «levantándose de ellas del mismo modo que los brutos, sin asear los conductos ordinarios»3.¡. El deseo de excluir la realización de las necesidades fisiológicas de la esfera pública fue un tema recurrente en varias ciudades del virreinato, v no data de estos tiempos, pero corresponde al deseo borbónico de-civilización, orden, progreso y salubridad. El fenómeno de la domesticación de las deyecciones humanas -vinculado de manera inexorable con el crecimiento de la población urbana- constituye un capítulo esen· cial del largo proceso de la civilización. En el marco del proceso general conducente a controlar cada vez más la satisfacción de las necesidades naturales en sociedad hubo un paso importante, produ·
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cido en el inicio de las sociedades urbanas: el hecho de esconder de ¡3 vista, como se dijo, el acto y el producto de la defecación3s. En la prohibición de realizar las necesidades orgánicas a la vista de todos se encuentra una de las variadas esferas que participan en la lenta construcción de lo privado36 • Por otro lado, no puede dejar de percibiese en las distintas disposiciones sobre policía, una notoria aversión a la desnudez pública. Es necesario considerar que la desnudez va más allá de la simple realidad del cuerpo despojado de vestido; ella está relacionada con la percepción social y ligada al problema de cómo debe presentarse el cuerpo para ser aceptado. Si bien la desnudez indígena fue uno de los temas de condena predilectos de conquistadores, evangelizadores y, en general, españoles que llegaron al Nuevo Mundo, más de tres siglos después, con la experiencia colonial ya asentada, aún se expresaban fuertes censuras en este ámbito, y no sólo contra los indígenas. Sin embargo, en ese momento, la reprobación de la desnudez vinculaba aspectos relacionados no solamente con la idolatría -por vergüenza, castidad, pudor, o por la flaqueza espiritual que tal actitud revelaba- o con los objetivos de la evangelización -la pretensión moralizante se mantenía- sino también con la disciplina, el orden y la utilidad. Esto permite ver que el cuerpo es uno de los ejes del encuentro entre los pueblos no occidentales y los europeos, para quienes la desnudez significaba ausencia de civilización. El problema de la desnudez está relacionado con la carga simbólica que las sociedades atribuyen al cuerpo o a ciertas partes de él, y los conflictos que ella desata «encarnan» debates latentes sobre el salvajismo y lá humanidad -Horno sylvestris- o sobre la naturaleza y la cultura. En esa época empezaron a emerger la concepción occidental de individuo y la reorganización de los espacios interiores, que van constituyéndose en lugares privados; así, las habitaciones devienen, poco apoco, en los sitios privilegiados para estar desnudo. En la Provincia de Antioquia, el oidor visitador Juan Antonio Mon yVelarde dictó, para la ciudad de Antioquia y para algunas otras poblaciones, diferentes medidas 37 en las que prohibía con severidad la desnudez de algunas mujeres que andaban así por la calle, sin anotar nada sobre el hecho de que también hubiese hombres que vagaban desnudos por los mismos parajes -se sabe que en esta sociedad patriarcal, y particularmente estamental, hay un énfasis especial en normar la apariencia y el comportamiento femeninos, en contraste con el control, más laxo, más relajado, sobre los masculinos-, pues <
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Existían disposiciones eclesiásticas y civiles en cuanto a la pintura del cuerpo desnudo. Si bien en la Nueva Granada no se dieron imágenes mitológicas, tan afines al desnudo este sí aparece en la representació~ de algunos santos y en escenas bíblicas como esta. Sin embargo, se eshpulaba que no se debía mostrar tan evidentemente el cuerpo desnudo, y, de hecho, en el siglo xvm se repintaron muchas escenas. La creación de Eva. Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos, siglo XVII. Colección particular. [4]
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Siguiendo una lógica que denominaba «de erradicación de la barbarie y la insalubridad», y con el fin de hacer «más urbana» la vida 39 de Jos antioqueños -como lo expresa en una de sus cartas - , Mon y Velarde dictó disposiciones morali~antes (1787): condenó,. en~re otras cosas, el establecimiento de habitaciOnes en paraJeS sohtanos y «sospechosos» y prohibió la «desnudez púb~ica»: ~s~as Ymuchas otras acciones han hecho aparecer tal personaJe, a JUICIO de algunos historiadores, como un «apóstol de la civilización» en la provincia, como quien regeneró la Provincia de Antioquia e intentó redimir a 40 sus habitantes de la miseria económica y mora1 · A pesar de lo rurales que puedan parecerle al observador de hoy las ciudades de una pequeña provincia colonial, lo que resulta interesante es que la expresión de Mon hacer «más urbana» la vida revela uno de los aspectos importantes del discurso ilustrado: la percepción de la ciudad -lo urbano- como lugar de :ivil,ización. En este sentido, volver más urbano es facthtar, hacer mas como~o, dtsciplinar, embellecer, dar nombre a los elemen.tos de un ~spacto para distinguirlo cada vez más de las etapas prevtas -perctbtdas como inferiores 41 - . En dicho documento salta a la vista la manera como tal funcionario compartía y comunicaba la noción de pueblo quepre?ominó durante la tlustración. Tal concepción afirmaba la convtccton de la inferioridad popular: el pueblo era identificado con un~ suerte de bestialidad primordial, de vulgaridad, pues se libraba factlmente a los instintos y se entregaba a las pasiones más ba¡as. En tgual sentido, el pueblo se concebía como un infante. pues presentaba todas las
Champan Sur la Magdalena. Fran9ois Désiré Roulin, s. f. Colección Banco de la República, Bogotá. [5]
características de un menor de edád: debilidad, ignorancia, credulidad, poco entendimiento, y, por ello, debía ser conducido por el buen camino y educado, pues su falta de juicio le impedía ver con claridad incluso las acciones que lo beneficiaban42 • Es evidente aquí que esas «políticas de policía» promovían esta visión del pueblo. Debe recordarse que, durante la época colonial, el vocablo pueblo tenía dos acepciones: una topográfica, que incluía también a sus habitantes -los indios, por ejemplo, pertenecían al pueblo tal-, y otra, más restrictiva, que designaba a las «gentes comunes y ordinarias de las villas, que se distinguen de los nobles»43 • En la Provincia de Cartagena, por su parte, se oía la reprobación de Antonio de la Torre y Miranda de esta indecencia corporaL En varios de sus escritos, él muestra bien el abismo que hay entre la multiplicidad de normas que las autoridades borbónicas dictaron para reglamentar este aspecto y la «efectividad real» que tenían, pues hubo siempre mucha resistencia. Esta evidencia que ese tipo de reglamentaciones perturbaba ciertos «equilibrios locales». En este sentido, dos universos se enfrentaban sin cpmprenderse: por un lado, ciertos integrantes de la élite cultural neogranadina y, por el otro, el resto de la población, el «vulgo», reducido, en la perspectiva ilustrada, a la dimensión de la suciedad, de la negligencia y del error; el vulgo, que no poseía las «luces» sino la fuerza de la costumbre y repetía cada día los gestos que, desde siempre, le habían permitido vivir, comprender y explicar el mundo. De la Torre anotaba entonces en este sentido: «son muchas las dificultades y embarazos que se presentan para hacer desistir de sus' inveteradas costumbres a que se familiarizaron estas gentes [... ] es necesario proporcionarles las comodidades que sean posibles, seduciéndolos a la vida civil»44 . En otro aparte de sus escritos vincula, de nuevo, la desnudez con la economía -la utilidad- y con la «civilización>>: «procuré que en las nuevas colonias se instruyeran las mujeres en trabajar las manufacturas de varias producciones y, en particular las de algodón [... ] con lo que no solo han desterrado la ociosidad y la desnudez sino que procuran aumentar los medios de adquirir más sobresalientes atavíos»45 • La desnudez también se consideraba una consecuencia de la ociosidad, madre de otros vicios como la pereza, la afición desmedida por la chicha o la entrega frenética al juego, la cual llevaba a veces a las personas a perder hasta la ropa, que daban o empeñaban para poder pagar sus deudas46 . Durante la misma época, sulfurado por la desnudez de los indios noama, el obispo de Popayán ordenó que las indias estuvieran cubiertas «para que cesasen los motivos de estímulos de la carne y tuviesen
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Pero no sólo la desnudez total pública era condenada. A mediados del siglo xvm también se escuchaba con fuerza el clamor de que se ocultaran a la vista de los demás ciertas partes del cuerpo y no se usaran vestidos que dejaran ver algunas zonas corporales. Esto fue especialmente importante en relación con el uso de la ruana. Esta prenda popular sólo ~e difundió extensamente como vestido principal de los sector~s baJos de Santa Fe durante el mencionado siglo. Lo anterior se perc1be en uno de los reglamentos establecidos para los gremios de la ciudad, dictado durante el gobierno del virrey Guirior 50 (r777) ; este criticaba la apariencia de los artesanos de la capital, quienes estaban en «tan pobre estado en sus atavíos, ociosidad y vida licenciosa» que poco se diferenciaban de los mendigos y vagabundos. En un esfuerzo de moralización, el funcionario estableció medidas de aseo y decoro para estas personas, que no observaban, ni en sus actitudes ni en su vestido, las maneras «civilizadas»:
El uso de la ruana fue constantemente atacado. El virrey Guirior señalaba en ,777 que «el uso de ruanas en estos reinos es una causa principal del desaseo: ella cubre la parte superior del cuerpo y nada le importa al que se tapa ir aseado o sucio en el interior: descalzos de pie y pierna se miran todas las gentes, y solo con la cubierta de la ruana, que aunque en efecto es mueble muy a propósito para cuando se camina a caballo debería extinguirse para todos l~s demás usos». Tren de viaje de un cura en tierras altas. Costumbres neogranadinas. Ramón Torres Méndez, 1853- Colección Banco de la República, Bogotá. [6]
menos ocasión de ofender a la divina ley con sus liviandades y obscenidades»47. Pedro Fermín de Vargas, en uno de sus más importantes escritos -Pensamientos políticos (1789)-, donde explora la relación entre el medio geográfico y el carácter de los pobladores, pone de manifiesto consideraciones relativas a la manera de ser de las personas de la costa -sobre las cuales, dicho sea de paso, se ha construido su estereotipo-, donde la desnudez ocupa un lugar importante yse agrega a otros extravíos como la indolencia, la negligencia, la ociosidad y la inmoralidad: La facilidad con que se mantienen las gentes de las tierras cálidas del Virreinato las hace del todo indolentes y perezosas. El maíz, el plátano, la carne o el pescado lo encuentran alrededor de sus habitaciones sin trabajo alguno. Tampoco tienen que buscar vestuario porque de ordinario hombresv mujeres l'il"r:n desnudos sin rubor. Así se entregan a una ociosidad sin límites. Este espectáculo es más común en todas las regiones que baña el río Magdalena y las costas del mar. Entre estas gentes no hay pues, principio alguno moral ni físico, que les haga impresión sobre el miserable estado en que viven 4'-
La desnudez pública era asimismo un signo de animalidad, pues el vestido es uno de los atributos esenciales del hombre. En Santa Fe también se observaron a menudo críticas de las autoridades hacia los mendigos por sus harapos y porque andaban «casi desnudos» por las calles 40 .
[E]I uso de ruanas en estos reinos es una causa principal del desaseo: ella cubre la parte superior del cuerpo y nada le importa al que se tapa ir aseado o sucio en el interior: descalzos de pie y pierna se miran todas las gentes, y solo con la cubierta de la ruana, que aunque en efecto es mueble muy a propósito para cuando se camina a caballo, debería extinguirse para todos los demás usos5I.
El virrey llegó incluso a prohibir el uso de esta prenda y ordenó alos maestros y padres de familia que «procuraran quitarla enteramente a sus discípulos y hijos, haciéndolos calzar y vestir de ropas , cortas como sayos, anguarinas o casacas». Hoy se sabe que su apariencia difícilmente podía ser distinta si se tiene en cuenta la pobreza del sector artesanal, en el cual aun los más prósperos disfrutaban de muy modestos atributos de vida materialsz. Se encontraba en formación, entonces, una esfera privada relacionada con la prohibición de la desnudez pública, el rechazo al «espectáculo» del cuerpo sin ropa y la costumbre de llevar vestidos que dejaran al descubierto algunas partes del cuerpo. Pero a pesar de las normas de policía que la prohibían, del discurso de las élites que la reprobaban, de la prédica de la Iglesia que la censuraba, la desnudez, parcial o total del cuerpo, siguió siendo durante mucho tiempo un problema para las autoridades urbanas del virreinato.
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¡¡¡sTORIA DE LA VIDA PRIVADA EN COLOMBIA
La vivienda: . , promiscuidad y separac1on La crítica de ciertas autoridades y de la élite ilustrada local no fue menos drástica en relación con la vivienda de algunos sectores de la población. Sus consideraciones al respecto no son sólo una muestra de la forma como los ilustrados juzgaron con severidad la manera de habitar del pueblo sino también signo claro de un proceso que pretendía privatizar ciertos espacios y comportamientos. En la sociedad colonial, las divisiones raciales establecidas por la Corona se veían complementadas y reforzadas con normas relativas T davía en el siglo XIX se al ordenamiento espacial de la población, a las cuales iba apareja0 . , taba en la ciudad el orden manlles do un tipo de organización administrativa. Esto seguía una línea de 1 . olonial: en torno a la paza socia1e bicaban las élites políticas continuidad con el proyecto español desde el siglo xv1: crear dos remayor se u 'ml·cas· hacia las afueras, públicas o dos ciudades, una de indios y otra de españoles, lo que, se ' Yecono .b descendiendo en la esca1a sabe, quedó plasmado sólo como ideal, pues la realidad fue siempre sela ., tema , otro tipO . 1 Esto tamb1en soc1a · · d d muy distinta. En general, la parte central de la ciudad era ocupada . licaciones. La cm a era un de ¡mp regulado y administrado por los españoles blancos, mientras que en la periferia, en los llamaespaciO ayor distancia . del centro, dos «arrabales», se asentaban las castas que prestaban sus servicios m pero, a acidad de contro1 Cap a los españoles53. En la parte central de Santa Fe, por ejemplo. se menor . d , las autondades. P1aza e teman , . 8 encontraba la plaza, y en ella había un núcleo de casas altas -de dos ... torino. Anommo, I 40. ~ll J ~.. n Banco de la Repu'bl"1ca, pisos-54 y de mejor categoría que las demás. Tanto la calidad de ia ColecciO Bogotá. [71
onstrUcción como la densidad poblacional descendían al alejarse de
fa plaza Mayor. Existía un límite donde se acababa la ciudad y empe55
zaba el arrabal, caracterizado por la presencia de bohíos • En las ciudades de la Nueva Granada existió una especie de jerarquización social en relación con el tipo y la ubicación de la vivienda. En la parte superior de esta clasificación estaban quienes habitaban en casas, seguidos de quienes vivían en tiendas y, por último, de quienes se alojaban en bohíos. Aunque se haya conocido generalmente como casa casi todo espacio de habitación permanente, había algunas categorizaciones que restringían su significación. Así, en el siglo xvm, la casa era «la construcción hecha para habitar en ella y para estar defendido de las intemperies, que está compuesta de paredes y techos, y que tiene divisiones, salón y apartamentos para el confort de quienes allí viven» 56. En la categoría siguiente se encon57 traba la tienda, «casa, puesto o lugar donde se vende alguna cosa» , y que constituía también un lugar de habitación, y en la última, el 58 bohío, que· era una «choza», o también una «casa humilde» • Vivir en una casa era signo de estatus económico; las tiendas eran viviendas más populares, localizadas en las partes bajas de las casas y ocupadas generalmente por inquilinos. En general, en la Nueva Granada, las casas eran de un piso. Las de dos pisos fueron escasas en Santa Fe. Algunos barrios de Cartagena consistían en conjuntos de viviendas de dos o tres niveles 59• Unas pocas casas estaban ocupadas por artesanos. La descripción de una de ellas situada en Las Nieves, un barrio pobre de Santa Fe, es la siguiente: Una casita pequeña, a extramuros o en apartada calle y en ella una salita que servía de salón de recibo, de comedor, de oratorio, adornada la testera por crucifijo de cobre, una virgen de Chiquinquirá, los gloriosos patriarcas y otros personajes de la corte celestial distribuidos en lo demás de ella. Una mesa habilitada para altar, para comer y aplanchar la ropa y pesadas sillas hacia los lados: y enseguida la alcoba donde de noche se reunía toda la familia, los amos en la ancha cama, cubierta del pabellón socorrano circundada del labrado rodapié; los chiquillos y los criados y el perro y los gatos aquí y allí en sabrosa confusión60 . Por su parte, las tiendas eran espacios reducidos, tenían poca iluminación, poca ventilación y piso de tierra y constaban generalmente de una sola habitación61 , condiciones que las convertían en lugares «malsanos e indecentes», objeto de condena sistemática. Un cronista de la época colonial (1810) relata la atmósfera de la tienda de un pobre jornalero y comenta su «ambiente nocivo», lo que convertía a este tipo de habitación en un vestíbulo del hospital:
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El espacio doméstico entre los grupos sociales variaba radicalmente. Mientras que entre las él ites y clases acomodadas la posibilidad de separación de espacios implicaba la diferenciación de comportamientos de los individuos, entre las clases populares lo doméstico tenía otro tipo de acepciones, y lo privado prácticamente no existía. No había una división de los espacios, e ideas como la intimidad y la privacidad no formaban parte de su cotidianidad. El rancho de San Miguel. Anónimo, S. f [8]
No descendamos más y quédese a un lado la tienda que le sirve como antesala para pasar al hospital y de allí a la fosa[ ... ] la pluma se detiene al delinear este cuadro[... ] en una extensión de seis pies cuadrados estaba encerrada la familia del jornalero, compuesta de la esposa, cinco hijos (tres hembras y dos varones), aquellas creciendo en cuerpo y en gracia para pasto de lobos, y aquellos para el oficio, para ganar el jornal. Allí anida también otro matrimonio sin hijos y hay un perro que aúlla y un gato 62 . En los bohíos habitaba la gente sin recursos. La construcción de estos era más frágil que la de los otros dos tipos de vivienda, pues se componían de paredes de bahareque y techo de pqja y contaban con una sola pieza, que servía de dormitorio y de sala; en la parte posterior se encontraba generalmente «una hornaza bajo una enramada de techo pajizo sin paredes que servía de cocina)). El piso era de tierra pisada, y quienes habitaban allí se aprovisionaban de agua en las pilas cercanas o en las acequias compartidas que eran elevadas con
conducciones de agua bastante burdas o labradas en la tierra6J. Allí vivían indígenas, mulatos y negros. La estrechez de estos bohíos se denunciaba por su insalubridad, su hacinamiento y su inmoralidad. Al respecto, se conoce la crítica del capuchino Joaquín de Finestrad, quien en el Vasallo instruido se lamentaba de la promiscuidad en la que vivían allí las gentes, «en unas pobres chozas, y viéndose por esta razón precisados a dormir en cama franca o común a todos, hermanas con hermanos, padres con hijas» 64• Era frecuente en ese entonces que en una sola cama durmieran, vivieran e incluso comieran todos los miembros de la familia. El aspecto rústico de estas viviendas fue característico de algunos barnos «populares)) como los de Las Nieves y Santa Bárbara, en Santa Fe; los de Santo Toribio y Getsemaní, en Cartagena, y los de Guanteros, San Benito y Quebrada Arriba y partidos como el de San 65 Cristóbal, en Medellín . En este último lugar, el alcalde describía así este tipo de casas durante un proceso judicial por vagancia que se llevaba contra dos personas de ahí (I8oz): [H]abiendo pasado con testigos a la vivienda [de uno de los sindicados] hallé que su casilla se reduce a un rancho casi demolido, y tan pequeño que un hombre de regular altura no cabe en él parado [... ] y por lo que hace a la vivienda [del otro sindicado] se reduce a otro rancho, o casimba de seis varas con puerta de cuero, situado en cosa de 1.1na pucha de tierra en la que aún cuando la tuviera cultivada de comestibles, no puede con su producto ser posible mantenerse con su mujer y sus dos hijos que tiené6. Este proceso es particularmente significativo porque está relacionado con una petición del Procurador General de la Villa de Medellín relativa al problema de la vivienda de los pobres. El funcionario solicitó que se aplicaran las disposiciones prescritas por el oidor Mon YVelarde sobre el particular. Según la ordenanza de Mon referida se debían erradicar esas pequeñísimas viviendas que no tenían di~ visiones interiores y que eran compartidas por dos o tres familias situació~ que llevaba a que sus residentes estuvieran siempre «todo~ confundidos y desnudos, lo que es causa de la mayor disolución y torpeza». Como remedio a este problema se les debía obligar a «vivir ~atadamente», cada uno en su casa; o, si era imposible, si estaban JU~t~s:, la casa debía poseer las piezas necesarias para que con la «diVISion de sexos, edades y estados, vivieran todos como corresponde»67. . Salvo las grandes casas coloniales, generalmente las viviendas de la época tenían pocas alcobas. La mayoría de las casas tenía una o dos, donde se comía, se dormía ... ; en fin, se vivía. Las viviendas de
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El control sobre el cuerpo y su desnudez fue una de las disposiciones fundamentales. El control de las necesidades fisiológicas fue entendido como parte esencial del proceso de ilustración y de civilización. El aseo del cuerpo empezó a tener una significación ideológica. La peste. Anónimo, siglo XVII. Colección Agustina, Bogotá. [9]
•
los pobres, mestizos, mulatos e indígenas constaban casi sólo de una pieza, en la que había un camastro y pocos muebles 68 . Pedro Fermín de Vargas fue también un censor de las vivien. das populares neogranadinas porque propiciaban la promiscuidad la acumulación impúdica de los cuerpos, y generaban emanacione; que producían enfermedades. En I789 se dirigió al virrey Ezpeleta con el fin de buscar la manera de mejorar el estado de la parroquia de Zipaquirá y de ofrecerle todas las condiciones imprescindibles para su progreso. Queriendo diferenciarse de los conquistadores, anotó que estos no habían puesto «la menor atención en la forma y cons. trucción [de las poblaciones] para la comodidad de sus habitantes¡¡ y sus viviendas eran «faltas, la mayor parte, de elegancia y comodi: dad» 69 • Al mismo tiempo, Vargas explicó esta situación argumentando que los españoles habían adoptado la «bárbara» forma de construir propia de los indios, quienes confeccionaban habitaciones semejan. tes, debido a su «natural indolencia o por las pocas ideas morales que tenían en su gentilidad». Según él, las construcciones de Zipaquirá, «si pueden merecer tal nombre unas chozas mal fabricadas», eran generalmente de paja, escuetas, muy bajas y no tenían habitaciones separadas para dormitorios de amos y domésticos, de manera que hombres y mujeres vivían y dormían juntos entre la humedad y la suciedad. Integrando una reflexión impregnada de valores cristianos, explica que todo ello producía escándalos morales y «pecados» contra la salud pública, pues muchas pestes se habían originado por el descuido en estos aspectos. Con su petición al virrey, Vargas no sólo denunciaba este tipo de promiscuidad morbífica, inmoral y salvaje sino que también aspiraba a mejorarla para «enlazar muy bien !a decencia, la comodidad y elegancia de los edificios» 70 . Su valoración de la precariedad de los edificios de tal población mezcla -como sucede a menudo en este tipo de problemáticasargumentos morales, estéticos y sanitarios y una visión negativa de los usos y costumbres populares. Pero esta crítica al hacinamiento que se presentaba en las viviendas populares y el afán de separar los cuerpos para confinarlos en zonas donde pudieran sustraerse a la mirada y al contacto de los otros no tenían que ver únicamente con el revoltijo indecente de los cuerpos humanos, sino también con la mezcolanza de hombres y animales. En este período era normal convivir con los animales; en las casas, los animales de corral y engorde, los perros, los caballos, los cerdos y los burros se encontraban por todas partes. En la sociedad neogranadina, estos animales formaban parte de la fauna urbana Y doméstica 71 .
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En la sociedad colonial era común que las personas compartieran
su vivienda con los animales. Allí, los excrementos de los habitantes, las basuras y los desechos domésticos se mezclaban con el estiércol. purante esta época, la borrosa diferenciación entre el espacio público y el privado y la aún nebulosa definición de las modernas nociones de intimidad e higiene alimentaban la convicción según la cual la convivencia de los animales y sus excrementos con los humanos y los suyos era natural'2• Es necesario destacar que la concepción moderna de intimidad, tan relacionada con lo «privado», es diferente ala que imperaba en aquellos tiempos, cuando la palabra intimidad era más o menos sinónima de estimación: era la «confianza amistosa 0 amistad estrecha de corazón». Sólo a partir del siglo xx, el término se entiende como una «parte personalísima comúnmente reservada de los asuntos, designios o afecciones de un sujeto o de una familia))7J. Por otro lado, es interesante constatar que el problema de los animales en las casas -y en las calles- ponía en evidencia creencias populares tan arraigadas que era casi imposible extirparlas. Una de ellas, la concerniente a los beneficios de la respiración animal, está claramente expresada en un escrito del médico gaditano José Celestino Mutis; allí explica que la constante presencia animal en casas y calles se fundamentaba en el hecho de que el «vulgo» pensaba que el aliento de los animales purificaba el aire corrompido, por lo cual se justificaba su compañía hasta en las habitaciones de los enfermos yse alegaba que las manadas que rondaban por la ciudad mejoraban el aire 74 .
El escándalo y la conducta casera de los vecinos Las ciudades del virreinato de la Nueva Granada se dividieron en barrios y cuarteles, como se había hecho antes en Madrid75 y como se estaba haciendo también en otras ciudades de la América española por la misma época. A partir de mediados del siglo xvm, el barrio, en España y sus colonias, buscó constituirse en un nuevo espacio administrativo, en un tipo de estructura destinada a favorecer las acciones del gobierno en la vida urbana. Se pretendía así instalar una división distinta a la parroquial, que regía desde 1598, y con ello comenzó a considerarse, aún en forma embrionaria, un cuerpo reglamentario que aspiraba a normalizar el crecimiento de la ciudad. Con la «Instrucción para el gobierno de los alcaldes de barrio de esta ciudad de Santa Fe de Bogotá» del I de noviembre de 1774, el
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Juan Bautista degollado (detalle). Anónimo, siglo XYIII. Colección Museo de A;te Colonial, Bogotá. (10]
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virrey Guirior -quien gobernó entre 1773 y 1776- había dividido Santa Fe en cuatro cuarteles y ocho barrios, cumpliendo así con la Real Cédula de Carlos III promulgada el 12 de febrero de 177476 . Los cuatro cuarteles estarían bajo la vigilancia de «cuatro seño. res oidores corno Alcaldes de Corte y a quien acudirán los de barrios en cuanto merezcan esta recordacióm> 77• Los ocho barrios serían su. pervisados por ocho alcaldes, quienes, en lo posible, debían vivir en el barrio que les fuera encargado; ellos debían velar por la «pú. blica tranquilidad y buen orden de los habitantes, para que florezca la quietud y buen gobierno de esta república» y para que las demás ciudades pudieran tornar ejemplo de la capital. Los barrios eran Las Nieves Oriental, Las Nieves Occidental, El Príncipe, La Catedral, El Palacio, San Jorge, Santa Bárbara y San Victorinon. Se trataba, con esta reglamentación, de ordenar el espacio urbano y conocer bien la población eventualmente pe.ligrosa para vigilarla mejor, controlarla y dominarla, con el fin de evitar comporta1mentos reprobables, punibles o inmorales 79 • Así, el barrio era, más que un espacio geográfico, un medio que reaccionaba según sus reglas y sus leyes, un lugar donde cada uno vivía observando y stendo obs~rv~do por los demás. Algunas autoridades, como los. alcaldes y comtsanos de barrio, el cura y sus acólitos o diáconos, v1gtlaban a los vecmos. Estas personalidades morales de gran importancia debían ser garantes del orden y la moralidad. Las principales funciones de los alcaldes eran ponerles nombres a las calles y numerar las casas de su barrio, «matricular» a todos los vecinos que allí habitaran, registrando su nombre, estado, oficiO, número de hijos y sirvientes, y prevenir a todos los habitantes, «y con especialidad a los que acostumbran dar posada a forastero~, y aun a las tenderas y chicheras>>, para que, cuando llegara o partiera
un huésped, lo informaran inmediatamente al alcalde de su respectivo barrio y manifestaran nombre, oficio y clase de este 80 ; recorrer frecuente y personalmente el barrio para informar sobre los desórdenes, riñas y «escándalos» que se presentaran y evitarlos si fuera posible, sobre todo en las chicherías; enviar a prisión a los delincuentes que hallaran en flagrancia, «poniéndose fe por el escribano de barrio 0 por su representante más inmediato» 81 ; velar por la limpieza y el buen empedrado de las calles; vigilar el buen estado de las calles y las fuentes y el cumplimiento de los bandos de policía, así como exigir las multas impuestas a quienes no los observaran; identificar a los vagos, «mal entretenidos», pobres, mendigos, huérfanos y abandonados y trasladarlos al hospicio o a la casa de recogidas, según el caso, con una boleta circunstanciada82 , y reducir a la cárcel a los indios que encontraren sin destino ni permiso de sus superiores, fugitivos de sus pueblos, e informar inmediatamente al fiscal protector de indios sobre la situación para que dispusiera su remisión a su pueblo 83 • Como puede verse, los alcaldes eran «los ojos y las orejas» del barrio; debían estar en todas partes y saberlo todo, desplazarse ante cada incidente, averiguar sobre los rumores que circulaban en las calles, plazas, fuentes, etc. En este turbulento contexto, la vida pública y la vida privada se confundían, se vivía tanto afuera como adentro, y la mirada de los demás imponía sus reglas. En dichas instrucciones, el virrey dejaba en claro que había una dimensión donde los alcaldes de barrio no podían intervenir: «La conducta privada y casera de los vecinos, cuando estos no dieren ejemplo exterior escandaloso, ni ruido visible a la vecindad, absteniéndose siempre de tomar conocimiento de oficio sobre discusiones domésticas interiores de padres e hijos, o amos y criados cuando no haya queja o grave escándalo por no perturbar el interior de las casas yfamilias» 84 . ¿Se expresa aquí una prohibición relativa a la intervención de la autoridad en lo que se conoce hoy como la «vida privada» de la gente? En alguna forma, sí; pero es necesario volver a señalar que lo conocido hoy como privado no era lo mismo que se entendía por tal en aquel tiempo. En este caso de los alcaldes a los que no se les permitía intervenir en la «conducta casera» de los vecinos, podría decirse que había una suerte de respeto por la dimensión doméstica, por la casa, por la vida conyugal; en fin, por lo que hoy se llama «vida privada». La casa era, desde este punto de vista, un lugar vedado para las autoridades, siempre y cuando lo que allí sucedía no perturbara la paz pública de la vecindad. Esta disposición permite pensar que lo que pasaba dentro de la casa se beneficiaba de cierto distanciamiento. Se concebía el ámbito doméstico como un «espacio», en estricto senti-
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do, caracterizado por una organización diferente. En el siglo xvm, el término doméstico «vale por todo lo que pertenece o es propio de la casa. Vale también por lo que se cría en la casa, que con el trato de la gente se hace manso y apacible» 85 . Las formas que toma la organización familiar suponen una noción determinada de las fronteras entre ¡0 público y lo privado. Paulatinamente, la casa se fue cerrando y sus fronteras con la calle y los espacios públicos se fueron definiendo de otra manera. En su interior se creaban vínculos más estrechos, y, al privatizarse, se convirtió en un espacio propicio para la intimidad86. Esta perspectiva conduce a elaborar una interpretación dinámica de la oposición público-privado, según la cual la constitución de ¡0 privado se llevó a cabo gracias a una serie paulatina de sustracciones graduales o simultáneas. Una de ellas, la que puede apreciarse aquí, opone el espacio doméstico a las obligaciones de la sociedad colectiva. En esta etapa de «construcción>> de lo privado, el ámbito familiar se considera propio o exclusivo de la vida personal, sustraíUno de los grandes cambios do a las censuras e imposiciones de la comunidad y del gobiernos?. al finalizar el siglo xvm fue el de la concepción respecto a Pero cuando la familia estaba amenazada por la coacción de los usos la calle. Esta se constituyó en colectivos o por la conducta de algunos de sus miembros, sólo la un espacio público, donde los autoridad pública podía suprimir el peligroso desorden y preservar comportamientos del individuo empezaron a ser regulados no sólo el secreto que la honra familiar demandaba. Por consiguiente, en administrativamente sino también este caso, el Gobierno no sólo delimitó un territorio para lo privado, de manera ideológica. La separación sino que a menudo también procuró garantizar y salvaguardar este de estos comportamientos condujo paulatinamente a una interiorización espacio. En ese equilibrio endeble en que se vivía bajo la mirada de de regulaciones y normativas donde los demás, la palabra se volvía poderosa; calumnias, chismes, hablalo privado quedó reducido al espacio durías, podían abrir heridas y desencadenar conflictos graves. Por doméstico cotidiano. Palacio ello, mantener el honor era capital, indispensable. arzobispal. Dibujo de Urdaneta, grabado de Greñas, 1878. Papel En este sentido, la apelación recurrente al término escándalo para Periódico Ilustrado, Bogotá. [11] reprobar comportamientos tildados de inmorales, como la ebriedad, la promiscuidad, las injurias, la desnudez y la satisfacción de las necesidades orgánicas a la vista de todos, entre otros, es interesante. En el lenguaje de la época, el escándalo «activo» era la palabra o el acto que ocasionaba daño y «ruina espiritual» al prójimo; el escándalo «pasivo» era el pecado o la ruina en que caía el prójimo como consecuencia de la palabra o del acto de otro 88 . Podría concebirse el escándalo como un fenómeno a veces banal, pero «normal», de la vida social, que incita a algunos a atribuirle una función de control social, de jerarquización, de regeneración del grupo. El escándalo es un revelador, casi en el sentido fotográfico de la palabra, de las estructuras y las normas que le preexisten. También debe reconocérsele la capacidad de hacer manifiestas, de manera muy visible para el observador, las relaciones de dominación que atraviesan en forma ordinaria una sociedad o algunos subgrupos de ella. El temor al es·
«CUERPOS BÁRBAROS» Y VIDA URBANA EN EL NUEVO REINO DE GRANADA (SIGLO XVIII)
cándalo opera como una instancia importante del mantenimiento de los valores de grupo 89• Textos legales antiguos como las Siete Partidas (1343) exponían el repertorio de las conductas escandalosas que debían denunciarse ycastigarse: relaciones carnales ilícitas, injurias, lujuria y violencias que provocaban el deshonor de las personas, blasfemias, etc. Había en esa época dos factores que agravaban esas malas acciones, a los ojos tanto de la teología como del derecho: que fueran públicas y que le hicieran daño al prójimo, dándole mal ejemplo90 • En estos textos se encuentra una acepción política del escándalo que señala el lazo existente entre la desobediencia, cualquier perturbación de la paz pública y las blasfemias o imprecaciones. Los textos reales antiguos, que serían reemplazados por las normas de los siglos XVI y XVII, atribuyen la responsabilidad del escándalo a los «patricios» -hombres «principales» de la ciudad-, y nunca al pueblo: es el pueblo el «escandalizado» por la conducta de las gentes principales. Por el contrario, durante el último tercio del siglo xv111 se observa que la responsabilidad del escándalo se desplaza, y dicha denominación se extiende a todas las conductas que antes pasaban desapercibidas o se toleraban o consentían, y comienza a aludir al pueblo, revelando la desconfianza hacia éste. Así se oficializan la sospecha permanente y la «inclemencia hacia el público» bajo una acepción de lo popular nutrida de las ideas ilustradas 91 • En el siglo XVIII, con el escándalo, se convierten en hechos sociales las conductas que hoy se llamarían privadas. En el escándalo confluyen también las razones ideológicas de la Iglesia con los valores, sociales que las autoridades buscaban conservar y promover92 . El escándalo obedecía a la noción de que la sociedad reposaba en un frágil equilibrio donde dominaban las apariencias. La estabilidad social y política exigía aceptar que ningún acto podía violar las obligaciones morales impuestas por un orden jerárquico. Esta categoría ayudaría también a comprender las consecuencias derivadas de las normas que pretendían regir una sociedad cerrada sobre sí misma, en la cual el control de la conducta individual se ejercía como una tarea colectiva, y el chisme y la comidilla aparecían no sólo como correctivos sociales sino a veces también como auxiliares de la justicia93 .
*** Las disposiciones de policía que se han mencionado son sólo eso: normas, medidas, que muestran, desde luego, ciertas preocupaciones d~l Gobierno o de las autoridades; pero su existencia dice poco sobre sll efectividad. Como se ha dicho, fueron prescripciones que debían reiterarse sin cesar. La repetición permanente de las disposiciones
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relativas al desplazamiento de ciertos gestos y comportamientos pú. blicos a la esfera privada señala la resistencia que la mayor parte de la población mostraba ante este tipo de transformaciones. Quizá podría pensarse esta resistencia como resultado de la persistencia de costumbres muy antiguas; es posible que donde la élite ilustrada veía conductas impúdicas, indecencia y falta de decoro, otros sectores de la sociedad no vieran nada malo y permanecieran indiferentes. En relación con este problema, debe considerarse que la repetición de la ley es síntoma de su ineficacia, y ello quizá sea el testimonio de una mentalidad. En general, los habitantes estaban más cercanos a las culturas tradicionales que a las ideas «modernas»; incluso, algunos funcionarios del Nuevo Reino de Granada viven en un mundo social e intelectual diferente al que pretenden instaurar, y quizás las acciones que debían inculcarles a los pobladores tampoco formaban parte de su universo referencial. En esta etapa, la concepción de «lo privado» era aún difusa, frágil, imprecisa y, como se dijo, más asimilable a la idea de «lo doméstico». Se sabe que cada comunidad les impone a sus miembros ciertos códigos corporales que, con el tiempo, se transforman en automatismos; tanto, que parecen «naturales>> para quien los pone en práctica, y su existencia sólo se percibe rara vez, cuando se oponen a actitudes diferentes. El orden de los cuerpos se construye lenta, difícil e incompletamente y reposa sobre la repetición incesante de un mensaje. El afán de cambiar una variada (in)disciplina de conductas urbanas reveló una dinámica de descalificación de un orden antiguo del mundo, juzgado bárbaro y desordenado, y la emergencia de valores nuevos que pasaban por el control y el orden de los cuerpos, los espacios y los espíritus. Como se ha dicho, la ciudad fue el lugar de impulsión de las nuevas -a veces, no tanto- normas que pretendieron establecer nuevas fronteras entre lo público y lo privado. Ella se convirtió en terreno y blanco privilegiado de la acción transformadora y en so· porte de las representaciones del orden social al cual aspiraban las autoridades coloniales y los medios ilustrados. Salta a la vista, sobre todo, el hecho de que este sistema de normas, que buscaba impo· nerse desde arriba, entró en contradicción con un «sistema de civi· lización» que tenía su propia racionalidad, su propia dinámica, su propia lógica y sus propias justificaciones. En este sentido, el discur· so de las reformas marcaba límites, excluía, separaba y discriminaba comportamientos vigentes durante mucho tiempo en esa sociedad, los cuales serían, en este período, descalificados y vistos como un impedimento para conformar una ciudad ideal, en marcha hacia la «civilizaciórm.
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Notas Este texto constituye una versión del capítulo 2 de Saleté et ordre. Réformes sanitaires el société en Nouvelle-Grenade, I760·I8IO, 2 vols., tesis de Doctorado en Historia, Universidad de París 1, Panthéon-Sorbonne, 2004. Realicé varios cambios en la estructura y el contenido y profundicé en ciertos temas que antes sólo había considerado someramente. 2 «El espacio privado no es algo inmutable sino el resultado de una privatización, en realidad de un proceso de civilización». La creciente privatización de muchas actividades humanas que resultan trasladadas tras las bambalinas de aquel ámbito de la vida que, úni· camente ahora y, de hecho, sólo en relación con esta diferenciación, se separa como esfera pública de la privada. En otras palabras, la dicotomía de la convivencia -a la cual uno se refiere cuando opone el «lugar privado» y, seguidamente, la vida privada a otra cosa que probablemente se llamaría el «espacio público» o la «vida pública»- no se entiende mientras no se le considere algo que se ha venido formando y que continúa en gestación; es decir, un aspecto de un proceso de civilización más amplio. Si esto ocurre, el cambio del comportamiento y de la sensibilidad humanos, con su respectiva modificación de las instituciones, se abre más a una explicación (Norbert Elias, El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas, México, Fondo de Cultura Económica, 1979). 3. Margarita Garrido, «La vida cotidiana y pública en las ciudades coloniales», en Beatriz Castro Carvajal (dir.), Historia de la vida cotidiana en Colombia, Bogotá, Grupo Edito· rial Norma, 1996. Sobre la estrecha relación ciudad-cuerpo, véase Richard Sennett, Carne y piedra. El cuerpo y la ciudad en la civilización occidental, Madrid, Alianza, 1994, pp. 17-18. Real Academia Española (RAE), Diccionario de autoridades, 1737, p. 386; Yves Castan, Fran~ois Lebrun y Roger Chartier, «Figures de la modernité», en Philippe Aries y Geor· ges Duby (dirs.), Histoire de la vie privée, vol. 3: De la Renaissance aux Lumieres, París, Points-Histoire- Seuil, 1999, p. 27. RAE, op. cit., p. 386. Philippe Aries, «Pour une histoire de la vie privée>>, en Aries y Duby. op. cit.; Castan, Lebrun y Chartier, op. cit., loe. cit. Particular, en su acepción en 1737: <> (RAE, op. cit., p. 139). Bernard Lepetit, «Ciudad>>, en Vincenzo Ferrone y Daniel Roche (eds.), Diccionario histórico de la Ilustración, Madrid, Alianza, 1998, p. 294. , 10 Roger Chartier y Hugues Neveux, «Les discours sur la ville>>, en Roger Chartier, G.' Chaussinand-Nogaret, H. Neveux y E. Le Roy Ladurie, La Vil/e des temps modernes. De la Renaissance aux Révolutions, París, Seuil, 1998, p. 15. 11 Lepetit, op. cit., p. 296. 12 La visión orgánica es la figura privilegiada de lo vivo: una unidad compleja y en movimiento. A fines del siglo xvm y principios del x1x, la metáfora del organismo se generaliza y se vuelve el modelo y arquetipo por excelencia de la racionalidad (Judith E. Schlanger, Les Métaphores de /'organisme, París, Vrin, 1971, p. 34). 13 Emmanuel Le Roy Ladurie (con la colaboración de Bernard Quilliet), «Baroque el Lumieres>>, en Chartier, Chaussinand-Nogaret, Neveux y Le Roy Ladurie, op. cit., p. 287; Sennett, op. cit., p. 275. 14 Chartier y Neveux, op. cit., p. 17. 15 Daniel Roche, La France des Lumieres, París, Fayard, 1993, p. 169. 16 lbíd, op. cit., p. 168. En el siglo XVIII, la ciudad también muestra una patología; padece plagas sociales que, aunque se remontan a tiempo atrás, están cada vez más presentes. Estos problemas parecen revelarse bruscamente: pobreza, enfermedad, suciedad, aire infestado, mendicidad. La amplitud de estos males es creciente, sobre todo en la conciencia de las autoridades; en cuanto a estos aspectos, el umbral de lo tolerable empieza a descender (Le Roy Ladurie, op. cit., pp. 288-290). l7 George Rosen, De la policía médica a la medicina social, Madrid, Alianza, 1985, pp. 139-141. 18 Paolo Napoli, La «po/ice!) en France a1íige Moderne (xvme-XJxe siec/es). Histoire d 'un mode de normativité, tesis de Doctorado en Derecho, París, EHESS, 2000, pp. 16-17. 19 RAE, op. cit., p. 311. 1
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HISTORIA DE LA VIDA PRIVADA EN COLOMBIA 20 Nicolas Delamare, Traité de po/ice, citen Napoli, op. cit, pp. 19-22 y 25. 21 En Francia, la referencia obligada para el estudio de la policía es el Traité de po/ice del magistrado y jurisconsulto francés Ni colas Delamare (1639-1723). 22 Michel Foucault, «La Politique de la santé au xv111e siecle>>, en Michel Foucault. Ditset écrits. t954-t988, t 2, París, Gallimard, 2001, p. 17. 23 Napoli, op. cit, p. 44· Véase, asimismo, Foucault, op. cit, loe. cit 24 Napoli, op. cit, pp. 342-344. 25 Pedro Fraile, La otra ciudad del Rey. Ciencia de policía y organización urbana en Espa. ña, Madrid, Celeste, 1997. 26 Francisco de Solano, <>, en L'Amérique espagnole á f'époque des Lumieres, París, c'"s, 1987, p. 29. 27 Esteban Sánchez de Tagle. Los dueños de la calle. Una historia de la vía pública en la época colonial, México, Instituto Nacional de Antropología- Departamento del Distrito Federal, 1997. pp. 26-35. 28 Annick Lempériere, <>, en Acles du colloque «Les mots de la ville>> (Paris, 4-6 décembre 1997), París Unesco- Most, 1998 (disponible en ). ' 29 lbíd. 30 Sánchez de Tagle, op. cit, p. 43. 31 Según la acepción que figura en el Diccionario de autoridades, la letrina era un lugar de las casas que tenía comunicación subterránea y donde se echaban las inmundicias y los excrementos (RAE, op. cit, p. 389). 32 Catalina Reyes y Lina Marcela González, <>, en Castro, op. cit .. p. 236. 33 Archivo General de la Nación (AGN), Colonia, Policía, leg. 3, ff. 541r-v. Cursivas nuestras. 34 Papel Periódico de la Ciudad de Santa(é de Bogotá (edición facsimilar). 22 de abril de 1791, Bogotá, Banco de la República. 1978. 35 Sobre este tema en Europa. véase Pe ter Reinhart Gleichmann. <>, Urhi, abr. de 1982. pp. 88-100. 36 Cfr. Aries, op. cit.. p. 20. 37 Mon y Velarde (1785-1788) fue comisionado por la Corona para fortalecer y ejecutar las actividades generadoras de recursos para las arcas reales, ordenar el sistema de recaudo y propiciar la observancia de las normas de policía en la ProYincia de Antioquia (Emilio Robledo, <>, en Bosquejo bíogr4/ico del seiior oidor Juan Antonio Mon y Ve/arde, rísitador de Antioquia 1785-1788. t. 1, Bogotá. Banco de la República, 1954. pp. 50 ss.l. Sobre la tarea «civilizadora>> de Mon. véase también Juan Carlos Jurado Jurado, lagos. pobres y mendigos. Contribución a la historia social colombiana. 1750-t85o, Medellin, La Carreta. 2004. 38 Robledo, op. cit., p. 55. Cursivas nuestras. 39 La que dirigió en 1787 a Pedro Rodríguez de Zea, padre de Francisco Antonio Zea, Teniente de Gobernador y Administrador de Real Hacienda de Jos Valles de los Osos. 40 !bid. 41 En sus escritos, Mon dibuja su Yisión del estado en que había encontrado los pueblos de esta provincia: estaban <> y permitió y fomentó sólo aquellos <> (ibíd.). 42 Roche, op. cit .. p. 292. 43 Carmen Bernand, <>. Nuevo Mundo Mundos Nuevos, Paris. Cerma. 6, 2006 (disponible en ). 44 Antonio de la Torre y Miranda. <>, en José P. de Urueta (ed.), Documentos para la historia de Cartagena, Cartagena, Tip. Araújo, 1890. Cursivas nuestras.
«CUERPOS.BÁRBAROS» Y VIDA URBANA EN EL NUEVO REINO DE GRANADA (SIGLO XVIII) 45 Ibíd. 6 Cfr. M. Lucena Giralda, <>, Scripta Nova. Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales, x, 218, ago. 2006 (disponible en ). 7 Hermes Tovar Pinzón, La batalla de los sentidos. Infidelidad, adulterio y concubinato a 4 fines de la Colonia, Bogotá, Fondo Cultural Cafetero, 2004, p. 126. s Pedro Fermín de Vargas, Pensamientos políticos, siglos xm-xvm Bogotá, Procultura, 4 1986, p. 25. Cursivas nuestras. 49 Véase Revista del Archivo Nacional, 15-18, mar.-jun. de 1937, pp. 38-39 y 59so Se trata de las «Reglas generales para el mejor método de los gremios que deben observarse por los padres tutores, maestros o encargados de la juventud, gobernantes, corregidores, sus tenientes y demás justicias y Ayuntamientos>> (abril de 1777). 51 Anthony McFarlane, Colombia antes fe la Independencia. Economía, sociedad y política bajo el dominio Barbón, Bogotá, El Ancora- Banco de la República, 1997, p. 96. Cursivas nuestras. 52 AGN, Colonia, ~iscelánea, t. 3, fol. 50; McFarlane, op. cit., p. 96. 53 Marta Herrera Angel, Ordenar para controlar. Ordenamiento espacial y control político en las llanuras del Caribe y en los Andes centrales neogranadinos, siglo xvm, Bogotá, lcanh, 2002, p. 82. 54 McFarlane, op. cit., pp. 106-107; Germán Colmenares, Historia económica y social de Colombia, t. 2, Bogotá, La Carreta, 1979, pp. 237 y 269. 55 Julián Vargas Lesmes, <>, en La sociedad de Santa Fe colonial, Bogotá, Cinep, 1990, pp. 39-40. 56 RAE, op. cit., p. 205. 57 lbíd., p. 879· sB lbíd., p. 136. 59 Pablo Rodríguez, <>, en Historia de la vida cotidiana en Colombia, Bogotá, Norma, 1996, p. 104. 6o Rafael Eliseo Santander et al., Cuadros de costumbres, Bogotá, Ministerio de Educación Nacional, 1936, pp. 74·75- Cursivas nuestras. 61 Ana Luz Rodríguez, Cofradías, capellanías, epidemias y funerales, Bogotá, Banco de la República, 1999, p. 53; P. Rodríguez, op. cit., p. 106. 62 Santander et al., op. cit., pp. 75-76. 63 Jurado, op. cit., p. 65. 64 Santander, op. cit., pp. 75-76. 65 P. Rodríguez, op. cit., p. 105. 66 Archivo del Concejo de Medellín, t. 68, 1803, doc. 8, f. 5- Cit. en Jurado, op. cit., p. 65. 67 lbíd. 68 P. Rodríguez, op. cit., p. 106. 69 Pedro Fermín de Vargas, <> [1789], en Roberto María Tisnés, Capítulos de historia zipaquireña, t. 1, Bogotá, SPI, 1956, p. 19970 !bid. 71 A finales del siglo xv111, las razones que las élites urbanas comenzaron a aducir para sacar a los animales de las calles de las ciudades principales eran diversas: principalmente, los daños que producían en las casas, las cañerías, los cementerios, los empedrados, las acequias, los cultivos y las sementeras. Además, su estiércol, mezclado con las basuras que invadían las ciudades, generaba una atmósfera mórbida. En lo que concierne a los perros, existía una razón adicional: la rabia que podían transmitirles a los habitantes (Juan Carlos Jurado, <>, Boletín Cultural y Bibliográfico, XXXIV, 46, 1997, p. 18. 72 lbíd. 73 Hoy en día se define como la <> (1992). 74 José Celestino Mutis, <>, en Guillermo Hernández de Alba (ed.), Escritos científicos de don José Celestino Mutis, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura Hispánica, 1983, p. 255.
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HISTORIA DE LA VIDA PRIVADA EN COLOMBIA 75 Francisco Marín Perellón, <>, en Carlos lll. Madrid la Ilustración, Madrid, Siglo XXI, 1988, p. 144. y 76 En esta época se conoció como cuartel <> (RAe, op. cit., p. 258) Moisés de la Rosa, Calles de Santa Fe de Bogotá, edición facsimilar, Bogotá, Academi. de Historia de Bogotá, 1988, p. 119 (Biblioteca Nacional de Colombia [BNc], Sala de Libroa raros y Curiosos, ms. 318, pieza 9, fol. 201r). s 77 lbíd. 78 Para identificar los límites de cada barrio, véase ibíd., pp. 33, 67, 117, 137, 163, 211, 2 y 45 285. 79 lbíd., fol. 201r. So lbíd., fol. 201v. 81 A cada uno de los barrios creados se destinaba un escribano real, quien debía acudir siempre al llamado del alcalde de barrio para dar fe o para ejecutar lo que fuere necesario (ibíd., fol. 202r). 82 Era una <> (RAE, op. cit., p. 540 ). 83 De la Rosa, op. cit., fol. 202r. 84 lbíd., fol. 203v. 85 RAE, op. cit., p. 95. Véase también Nicole Castan, <, en Aries y Duby, op. cit.. pp. 403-439. 86 Cfr. Maria Emma Mannarelli, <>, en Pablo Rodríguez (dir.), La familia en lheroamérica. 1550-1980, Bogotá. Universidad Externado de Colombia- Convenio Andrés Bello. 2004, p. 328. 87 Roger Chartier. <>, Interpretaciones. Revista de Historiograjia Argentina, 1, segundo semestre 2006. p. 3 (disponible en ). 88 RAE, op. cit., p. 425. 89 Damien de Blicet y Cyril Lemieux. <>. PoliTix. Rel'l!e des Sciences Sociales du Po/itique, 18. 71. 2005. p. lo. 90 Annick Lempériére. La Tres nohle. Tres lora/e. eT imperiale ciTé de Mexico. La république urbaine et son gouremement SOI/S t:4ncien Régime. habilitation adiriger des recherche~, vol. 1, París. Universidad de Paris 1. Panthéon-Sorbonne- UFR d'Histoire, 1999, p. 104. 91 !bid .. pp. 102·10). 92 Germán Colmenares. <>. Boletin Cultural y Bibliográfico. xw11, 22, 1990. 93 lbid.
IV. Intimidades en una sociedad pública
La deconstrucción del héroe: tres etapas de la vida de Antonio Nariño Aída Martínez Carreño t
Héroes o villanos, esclavos o monarcas, todos tenemos una vida privada, una historia propia. Remover el pedestal de mármol que la memoria erige a sus héroes y heroínas, rasguñar el bronce lustroso, escarbar tras las placas conmemorativas, romper los cristales de las vitrinas donde se depositaron sus recuerdos para que resurjan con nueva capacidad evocadora, es tarea dispendiosa y no exenta de peligros. Una vez que se reconoce a los «inmortales», se les despoja de. su privacidad. Curiosamente, mientras se documentan con minucio-' sidad sus efemérides, se permite que su identidad se esfume; desaparecen, como por arte de magia, la constancia de sus dudas, la evidencia de sus errores, las pruebas de su debilidad o confusión. No quedan las fatigas de sus rutinas ni el rumor de las alegrías ocasionales. Las palabras de la cotidianidad se reemplazan por proclamas y discursos; se olvidan los gestos obscenos que algún día les arrancaron una carcajada. ¡Dificil es sonreír cuando se tiene la cara fundida en bronce! Los archivos se expurgan, los documentos comprometedores van al fuego, la correspondencia que alguien -bibliotecólogo, hijo o lector amistoso- considera intrascendente se mutila para apenas conservar la firma. Dice la tradición que del copioso archivo del general Santander, doña Sixta Pontón, su mujer, hizo desaparecer toda referencia a otros amores, y se añade que un notable historiador expurgó los archivos nacionales para borrar la silueta de Nicolasa lbáñez, con quien el general mantuvo apasionado romance 1• Como en el taller del taxidermista, la piel del héroe se desinfecta y se alisa para que el mito no muestre fisuras ni arrugas.
Antonio Nariño. José María Espinosa, 1825. Colección Museo de la Independencia- Casa del Florero, Bogotá. [1}
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Para llegar un poco más allá es preciso taparse los oídos, por. que las sirenas de los biógrafos, tan cargadas de adjetivos, aturden· como un cazador de aves, hay que acercarse silenciosamente paran~ espantar los indicios, casi siempre leves. Siguiendo pistas escasas y apenas dibujadas, aproximándose como a traición, por donde menos se espera es posible aprehender al hombre o a la mujer en el claroscuro de su intimidad. Antonio Nariño es el primer héroe de nuestra Independencia. Él inaugura los encarcelamientos y las persecuciones que habrán de padecer millares de neogranadinos antes de conseguir la libertad. Su vida se ha narrado repetidas veces, como se han examinado los archivos nacionales y españoles en busca de toda la documentación referente. Guillermo Hernández de Alba acopió y publicó importantes volúmenes de información original, y sobre su trabajo se han elaborado otros, algunos muy prolijos. Existen más de cinco biografías y en centenares de artículos se analizan aspectos y etapas de esa vida novelesca, todos tras el héroe. Intentaremos ahora atrapar al hombre en las redes de su vida privada, buscando en los mismos documentos, muchas veces leídos, algo más y esperando que ese algo insospechado nos ofrezca explicaciones o nos plantee otras dudas. Nos aproximaremos a tres etapas de su vida en la cuales disfrutó de libertad: su primera juventud, hasta la impresión de Los derechos del hombre; su residencia en la hacienda «La Milagrosa», al comenzar el siglo XIX y hasta r809, cuando fue deportado a Cartagena y encarcelado sin ninguna acusación concreta -únicamente por los temores que atenazaban al virrey-, y cuando retornó definitivamente al país en r821. Irrelevante resultaría para conocer su privacidad estudiar el tiempo que permaneció en Santa Fe, Cartagena, La Habana o Cádiz cumpliendo rutinas carcelarias, el período de su desempeño como presidente y dictador de Cundinamarca -sujeto a los compromisos del cargo-, su corto lapso como militar o los intervalos de su destierro, cuando fue bastante llevado y traído por el azar. La vida de Nariño, aun cuando breve en comparación con la longevidad contemporánea, cubre una etapa importantísima que conecta el vértice de la Colonia con el comienzo de la República. Figura ampliamente reconocida, él enlaza el período de los precursores de la Independencia con el de los libertadores y fundadores de la nación. Ninguno de los otros, ni siquiera Bolívar, tuvo tan larga vigencia, ni vio tanto.
LA DECONSTRUCCIÓN DEL HÉROE: TRES ETAPAS DE LA VIDA DE ANTONIO NARIÑO
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Antes de la impresión de Los derechos del hombre (1765-1794) Desde su nacimiento, y aun antes, todo en su vida había sido «políticamente correcto». La calidad de su familia y sus ancestros, de cercano origen español; la posición y el desempeño de su padre al servicio del gobierno virreina! y hasta el color blanco de su piel y el rubio claro de su cabello predisponían a su favor. Eran pocos quienes, en esa sociedad empeñada en resaltar privilegios, disponían de tantos ases. Nacido en 1765, fueron sus padres Vicente Nariño Vásquez, español de Galicia, oficial de cuentas y más tarde contador mayor del virreinato de la Nueva Granada, y Catalina Álvarez del Casal, hija del español Manuel Bernardo Álvarez, fiscal de la Real Audiencia de Santa Fe. Casados en 1758, don Vicente recibió una dote de 6-353 pesos y 7 reales y Y2, integrada por tres mil patacones en doblones de oro, joyas y ricos vestidos, y él, a su vez, entregó a la novia 1.200 pesos de arras, por la «virtud, virginidad, limpieza, nobleza y demás circunstancias que concurrían en ella». La carta de dote de doña Catalina, un documento público que permite conocer aspectos de la vida privada, menciona algunos objetos inusuales pero indicativos de aficiones particulares y del alto nivel de su educación: un órgano valorado en 250 pesos, un arpa, un violín y un fino bargueño enchapado en carey, con cerradura y adornos de concha de nácar, asas y cantonera de plata. El matrimonio que tan bien se iniciaba, situado dentro la órbita del gobierno virreina!, emparentado; con las familias de mayor calidad y nobleza, presente en todas las ceremonias religiosas y funciones importantes del Gobierno, duró veinte años, durante los cuales se procrearon catorce hijos. El caso de la familia Álvarez del Casal es particularmente interesante como ejemplo de los nexos que por parentesco se conformaban entre los funcionarios reales y que entorpecían muchas decisiones de gobierno: los funcionarios Vicente Nariño, José López Duro, Manuel Revilla, el oidor Benito Casals, Francisco Robledo, asesor del Virrey, y Manuel García Olano, administrador de las rentas de tabaco del Socorro, estaban casados con las hermanas Álvarez. La herencia que Vicente Nariño, funcionario sin tacha, dejó a su viuda y a los ocho huérfanos sobrevivientes, José, Juan, Antonio, Joaquín, Cayetano, Manuel y María Dolores -gemelos- y Benita correspondió a su pulcro desempeño burocrático: una buena vivienda y cuentas de sueldos atrasados por varios años. La detallada descripción de su casa 2 ilustra los espacios de la vida privada de la familia de Antoiiito, por entonces de trece años; se trataba de una construcción amplia, ubicada en la parroquia de la Catedral sobre la
La historia patria se ha fundamentado en las acciones y voluntades de una serie de individuos heroicos, cuyo papel fundacional ha sido configurado desde la escritura. Esto ha requerido una serie de estrategias discursivas y narrativas en donde los héroes comparten valores y virtudes particulares: hombres blancos, nobles de nacimiento (o en su ausencia, pobreza virtuosa), ilustrados y cultos. Nacidos en medio de la riqueza, si bien la desdeñan, mueren sacrificados y mártires o pasan sus días apacibles en un retiro productivo. Antonio Nariño. José María Espinosa, 1856. Colección Museo de la Independencia - Casa del Florero, Bogotá. [2]
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Calle de la Carrera -en el predio que hoy ocupa la casa de los pre. sidentes-, a la cual daban prestancia las vidrieras de las ventanas un lujo poco común. Los espacios interiores se distribuían en cin: co salas principales dotadas de arañas de cristal y cornucopias para distribuir la luz; dos de ellas, con buenas camas y ricas colgaduras se destinaban a dormir; otro cuarto grande era el dormitorio de lo~ seis hermanos varones; había un cuarto de costura, varias piezas de distintos tamaños y un estudio. Este espacio, exclusivo del dueño de la casa -y que apareció inicialmente en los palacios del Renacimiento3-, era el refugio perfecto para la intimidad y la soledad, donde los asuntos de familia y los papeles de importancia política o de negocios podían resguardarse de cualquier intromisión. Amoblado con una cama, estantes para los libros, baúles grandes para los papeles y una mesita de trabajo, el estudio de don Vicente estaba adecuado para un lector con intereses diversos, como lo demuestra el inventario de sus libros: obras místicas, vidas de santos, tratados de derecho, fi. losofía, gramática e historia, biografías, algo de poesía, algunos textos en francés y otros en alemán. Podríamos suponer -no sería extravagante- que en las noches, contando con una buena provisión de velas para los candelabros, el padre leyera en voz alta, para instruir a los hijos, tal vez la Historia de España, de la cual tenía dieciséis tomos, o la Vida de Felipe !1, recogida en tres; pero también podría entretener a toda la familia, incluidas las dos esclavas del servicio doméstico, con las Aventuras de don Quijote de la Mancha o los Viajes del mundo. Posiblemente doña Catalina, si no había abandonado su gusto por la música, rememoraría. en alguna fecha especial, piezas del repertorio de su juventud. Todo esto terminó con la muerte del padre, y la señora Álvarez del CasaL angustiada pero amparada en la preeminencia de su familia y en los servicios prestados por su marido. se dirigió al monarca a través del virrey Flórez, quien remitió la carta en la que se ponía a sus «reales piés» para recordarle los esfuerzos realizados por el contador oficial real y su empeño como director de las fábricas de pólvora y salitre sin gratificación alguna. Le pedía. para su hijo mayor, la primera plaza de contador ordenador que quedara vacante. pues con los quinientos pesos anuales que le correspondían como viuda no podría sostener a su familia 4 . Era «público y notorio» -y, aunque no lo dijera, en ello se amparaba para dirigirse a la real persona- que ninguno de la familia se había casado con gente de mala nota -negros o indios- ni con plebeyos ni pecheros. ni había desempeñado oficios por los que se perdiera el privilegio de nobleza ni. mucho menos, había sido castigado o penitenciado por el Santo Tribunal de la Inquisición. Es decir: nada de su vida privada empaiiaba la calidad de los servicios prestados al Estado; por el contrario. una sucesión de
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matrimonios afortunados y elecciones acertadas acrecentaban su prestigio, como también acrecentaban el orgullo y la seguridad de esa red de criollos ubicados muy cerca del poder local, que, a través de una larga sucesión de escalones jerárquicos, podían llegar hasta el Rey. La familia Álvarez del Casa!S presenta un ejemplo perfecto de la oligarquía local y de la red de influencias tejida entre burócratas españoles y familias criollas, que, además de impenetrable, resultaba casi difícil de gobernar. El joven Antonio no tuvo la experiencia de una educación formal, como sí la tuvieron José y Juan Nepomuceno, sus dos hermanos mayores, admitidos en 1770 en el Real Colegio Mayor y Seminario de San Bartolomé. Bien fuera por el deterioro de la economía familiar o por cierta debilidad de su salud, especialmente del pecho, no ingresó al internado y apenas tomó algunos cursos de matemáticas y gramática en el claustro jesuítico; sin método ni profesor, apoyado en su inteligencia, hizo su aprendizaje en la casa con la biblioteca familiar como coto de cacería, tomando aquí lo que le interesaba y dejando allá lo que le aburría; compartía con sus compañeros de generación la devoción por las ciencias naturales, pero nunca las estudió sistemáticamente; le fascinaban los fenómenos de la física, sobre todo la electricidad. Como su temperamento no lo inclinaba hacia la disciplina militar, en marzo de 1782, cuando tenía 16 años, su madre lo excusó de prestar el servicio de abanderado en el Batallón de Milicias Urbanas de Santa Fe, organizado después de la revolución comunera de 1781, en el cual habría podido iniciar una
Cada rasgo del héroe es exaltado y sopesado a través de una mirada ética. El héroe se sobrepone a un sinfín de contrariedades; sin embargo, en cada una de sus acciones se avizora su destino como algo ineludible. Detalle de una carta de Nariño, sin datos. [3]
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promisoria carrera militar". Cuando apenas sobrepasaba los 17 años, necesitando recursos propios -que son el fundamento de la vida privada-, se decidió por la carrera del comercio; para aprender los secretos del oficio y conectarse por lo alto viajó a Cartagena, donde estaban instalados los mayoristas españoles que abastecían a todo el Nuevo Reino y aun a Quito. Buenos resultados debió obtener en sus inicios comerciales, porque en 1785, cuando apenas alcanzaba los 20 años, pidió en matrimonio a María Magdalena Ortega Mesa, una de las hijas de José Ignacio Ortega, administrador de las Rentas de Aguardiente. Los trámites obligados por Cédula Real para los matrimonios de blancos exigían la autorización de los padres, quienes la otorgaron en marzo de ese año. No fue muy rica la dote de la novia: alcanzó 2.1 13 pesos y en ella, a excepción de un aderezo de diamantes avaluado en 380 pesos y unas piezas de plata labrada tasadas en 480, apenas se destacan un traje de terciopelo, camisas, enaguas, pañuelos y pañolones de uso corriente, ropa de cama y tres cuadros de santos; los 587 pesos que ante escribano le entregó su suegro tres años después correspondían a un ofrecimiento dotal que se postergó involuntariamente. Estos indicios y la juventud de la pareja -él tenía 20, y ella, 22- nos permiten creer en un matrimonio por amor, cuando lo más frecuente era que las bodas se arreglaran por cálculo o conveniencia, y ver en esa temprana unión la satisfacción de unanhelo vehemente. Quizá corresponda a ese período de enamoramiento profundo cuando se intercambian pequeños objetos significativos el Óleo en miniatura con el retrato de Nariño joven que guarda el Museo Nacional y que debió tener correspondencia en otra miniatura con el retrato de Magdalena, lamentablemente desaparecida. El arte del retrato en miniatura, pintado con acuarela sobre pequeñas láminas de marfil, propio para la evocación y el recuerdo amoroso, había alcanzado su mayor esplendor en Europa durante el siglo xvm y sería característico del siglo XIX en la Nueva Granada. Atento a las novedades, refinado, Nariño se hizo pintar y, antes de que el género fuera popular, ya tenía miniaturas de los miembros de la familia, como puede deducirse de un renglón del inventario de su casa: «Diez laminitas ovaladas de retratos con marcos de palo dorado» 7• Con alicientes en su matrimonio y en su futura paternidad, el esposo, quien ya había demostrado y confirmaría en el curso de su vida un temperamento apasionado y entusiasta, unido a un carácter obstinado y tenaz, se dedicó con ahínco a las actividades comerciales, para las cuales obtuvo el apoyo de su madre, quien le adelantó algunas sumas sobre su herencia, como consta en el testamento firmado en 1788 8. Además de la muerte de la madre, ese fue un año de acontecimientos notables en la vida de Nariño: desde el 1 de enero, el Cabildo de Santa Fe lo eligió alcalde de segundo voto 9; poco des-
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La vida privada del héroe es pública en cuanto se constituye en un escenario de disputa entre sus defensores y sus detractores. En los últimos años, uno de los debates que ha ocupado a los biógrafos de Nariño ha sido en torno a la posible infidelidad de su esposa. Todo se centra en el hecho de que, al parecer, quien aparece en el medallón que ella luce no es Nariño. Retrato de una dama santafereña (Magdalena Ortega de Nariño). Joaquín Gutiérrez, !801. Colección Museo de la Independencia- Casa del Florero, Bogotá. [4]
pués fue nombrado, transitoriamente, tesorero de diezmos y en diciembre adquirió en 7.500 pesos una casa baja de teja en la plazuela de San Francisco 10 . Tenía apenas 23 años. Como la herencia materna era exigua, surge la pregunta: ¿dónde obtuvo los recursos para tal compra? Según lo explica Margarita Garrido, la posición de «diezmero» era muy apetecida, puesto que «las redes oficiales creadas para el cobro de los diezmos podían ser utilizadas para comerciar di- , versos productos y el cobro daba acceso al manejo temporal de buenas sumas de dinero» 11 • El Tesorero de Diezmos debía constituir una fianza muy alta, pero podía utilizar lo recaudado en negocios propios hasta el momento en que se cortaban cuentas y se entregaba el total al Cabildo Eclesiástico. Es de presumir que, simultáneamente con el ejercicio de esos dos visibles y honrosos cargos, y quizás por el poder que dimanaba de ellos, a partir de entonces crecieran sus empresas comerciales, porque nadie podía hacer fortuna con un sueldo gubernamental. En la política local existían tensiones entre los miembros de la Real Audiencia, casi todos españoles, y los criollos integrantes del Cabildo; por una cuestión de puro protocolo y por cierta altanería propia de la juventud, Nariño tuvo por entonces un altercado con Joaquín Mosquera y Figueroa, fiscal de la Audiencia, quien con el tiempo se lo cobraría a muy alto precio. Su desempeño como alcalde le dio a Nariño la ocasión de ejercitarse como político y la posibilidad de conseguir el nombramiento definitivo en la Tesorería General de Diezmos de Santa Fe, que le confirió en 1789 el virrey Gil y Lemus, decisión que motivó el rechazo y la protesta de los
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canónigos por no haber sido consultados previamente, no obstante Jo cual fue confirmado por el siguiente virrey, José de Ezpeleta. En su carrera ascendente, Nariño no parecía preocuparse por los anta. gonismos que podía suscitar y, junto a las nuevas responsabilidades que fijaban su acción al terreno de lo público, continuaron creciendo sus actividades y negocios privados. Exportaba quinas, té y cacao a mercaderes de La Habana, México y Veracruz; mantenía activo comercio de ropa, azúcar y tabaco; se interesaba en la compraventa de libros, muebles y objetos de lujo; además, manejaba una hacienda en Sopó, que había comprado en sociedad con su hermano Juan, y en 1791 compró una hacienda en Fucha, que le costó 11.200 pesos. Como si fuera poco, atraído por las nuevas modalidades de asociación masculina en clubes, academias, círculos o sociedades científicas organizadas por un reglamento que surgieron en el siglo xvm, planeaba organizar en su casa <
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Cabe ahora recordar el enorme significado que tenía la amistad entre las personas de la misma condición. Bien se tratara de antiguos compañeros de estudio o parientes cercanos o marido y mujer, al decirse amigos reconocían una carga afectiva que solían expresar vehementemente: «mi amantísimo Vargas» le decía Nariño en carta a su amigo Pedro Fermín de Vargas, mientras que, en agosto de 1794, Francisco Antonio Zea le escribía a Nariño: «Jamás he sentido tanta terneza al escribirte, no sé qué expresiones te haga, porque la grandeza y fuerza de mi amor sofoca todas mis ideas». Dentro de ese contenido casi pasional que podía adornar la amistad era natural -Y así Jo plantea Orest Ranum- llamar «amiga» a la esposa «porque sería casi una afrenta no darle esa categoría>> 14 • El círculo de las amistades selectas de Nariño lo integraban personas bien informadas que compartían su interés por el conocimiento útil propuesto por la Ilustración, y se agitaban con la inquietud política generada por dos sucesos recientes: la Independencia de los Estados Unidos y la Revolución Francesa. Pedro Fermín de Vargas, tres años mayor que Nariño, parece haber tenido fuerte influencia sobre este; por su reconocida capacidad intelectual, su educación en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario y su temprana vinculación a la Expedición Botánica, era bien conocido en la capital; desempeñó algunos cargos administrativos y fue autor de varios ensayos sobre temas económicos. una materia de cuyo estudio fue pionero. A este pensador criollo le compró Nariño un buen número de libros. justamente los más comprometedores de su biblioteca. antes de que se marchara del país en. diciembre de 1791 para no regresar. Dejó Vargas a su esposa y a dos hijos, algo inusual, pero Jo verdaderamente escandaloso fue haberse marchado con Bárbara Forero, una mujer casada que lo acompañó durante varios años de peregrinación por las Antillas. Esta pareja de conspiradores estuvo en relación con Francisco Miranda v con otros revolucionarios. y Vargas llegó a pedir a William Pitt, pri~1er ministro británico, su ayuda para la Independencia. Tras varios años, la mujer regresó, y ha quedado constancia de que su antiguo amante se preocupó por enviarle algún dinero desde el exterior. Ella persistió en la ideología revolucionaria y, como tal. salió el 20 de julio de 1810 a arengar a las mujeres en la plaza de Santa Fe; se sabe que tenía una casita en Zipaquirá, que Pablo Morillo la desterró por peligrosa Y-algo bien curioso- que se sostenía como maestra. Bien común era entonces, por ausencia de un sistema educativo que favoreciera a toda la población, o que atendiera al sexo femenino, que cualquier persona con algunos conocimientos recibiera a párvulos en su casa para impartirles las primeras letras; era una solución para Jos padres Yun modus vivendi para el maestro. No obstante, por tratarse de una
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La biografía del héroe fue fundamental en la configuración -del proyecto Estado-Nación. A través de ella se construyen rasgos que pretenden determinar la configuración de la colectividad. La visibilidad de lo privado y de las acciones individuales se constituye en modelos ejemplarizantes, pero también moralizantes. Antonio Narilio. Luis García Hevia, ca. 1840. Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá. [5}
mujer que había escandalizado a su entorno en una sociedad que no guardaba secretos y se solazaba en el cuchicheo y el rumor, el ofi. cío de Bárbara resultaba incongruente con su historia. ¿Eran en esa época menos rígidos los controles sociales? ¿Se llegaban a pasar por alto situaciones de ese tipo? ¿Dónde estaban las mujeres voluntaria y gratuitamente encargadas de la vigilancia y el control, aquellas que «ejercen su prerrogativa de guardianas del hogar y de la mora) familian>? 15 • Por sus cargos, por su actividad comercial, por su familia promi. nente, Nariño era persona bien conocida: según Zea, los cosecheros de quinas de Fusagasugá lo consideraban un «verdadero amigo» y quienes iban a la capital quedaban tan complacidos de conocerlo «como los que vienen de Roma contándonos que vieron al Papa y la iglesia de San Pedro» 16 • A esa celebridad contribuían su figura atrae. tiva y el vestuario siempre al día, obtenido mediante sus conexiones con el comercio cartagenero 17 : había desdeñado oportunamente los viejos peluquines, espadines y lechuguillas para ataviarse con casaca, chupa y calzón de tonos claros con adornos bordados en oro 0 plata; o, como era la moda, usaba calzones y casaca de terciopelo negro18. Su misma popularidad le granjeaba enemigos, a los que aludía en carta de enero de 1794: «[ ... ]ciertos hipócritas que me aborrecen de balde, y que bajo la capa de celo y de virtud despedazan a cuantos cogen por delante» 19 . La carrera del hombre público estaba cimentada y seguía su curso. Pero ¿cómo se cumplía su vida privada? Difícil será atravesar los gruesos muros de tapia pisada que resguardan los espacios de la intimidad en esa época febril: apenas entrevemos una familia que creció velozmente con la llegada de cuatro varones, Gregario, Francisco, Antonio y Vicente, y a una esposa cumplidora de sus obligaciones domésticas como la Iglesia y la sociedad lo exigían. Para ayudar a Magdalena, desde cuando nacieron los niños menores se vino a vivir con ellos Inés Ortega Mesa, una hermana soltera que, como era frecuente, asumió con sus sobrinos los compromisos maternales que ella misma no había adquirido. En las familias extensas, las tías tenían un papel importante, y, en este caso, los cuñados aprendieron a padecer resignadamente sus agresiones verbales y sus gritos a cambio de los servicios que prestaba20• A la casa de la familia Nariño Ortega, inicialmente de un piso, se le había añadido una segunda planta y se había dotado con buenos muebles que reflejaban las modas y usos más recientes, como se establece al comparar el inventario de la casa de Vicente Nariño con el de la de su hijo, de quince años más tarde: las paredes de la nueva casa estaban cubiertas con papeles pintados, el mobiliario, antes integrado por tarimas, sillas, cojines y taburetes, se complementa· ba ahora con canapés de nogal de diferentes dimensiones, unos fo-
rrados en damasco, otros en filipichín; se había impuesto un cuarto destinado únicamente para comer, perfectamente dotado de sillas, mesa, vajilla de porcelana y servicio de platería, que no existía en las casas de la generación anterior, en las cuales, cuando no se comía en la cocina, se tendía una mesa en cualquiera de las salas, o cada cual tomaba sus alimentos en un lugar diferente. La figura paterna presidiendo la mesa fue una imagen de los nuevos tiempos, cuando la familia comenzó a tener protagonismo en la sociedad. También fue nueva la tendencia a responsabilizar a la madre de familia de la calidad y )a satisfacción que proporcionaran los alimentos a quienes dependían de sus cuidados. En la «Introducción» de un cuaderno manuscrito titulado Arte cocina, fechado en 1799 y tal vez proveniente de Popayán, se afirmaba que «el arte de la cocina es quasi el ramo principal de la vida, y que pertenece a la buena educación de las señoritas y sus domésticos». Con la disposición de un lugar dentro de la casa y de una utilería de platos y cubiertos para cada individuo, comer se convertía en un arte que requería elegancia, educación y delicadeza; lejos quedaban los toscos modales medievales, cuando todos llevaban la mano al plato común, sorbían de la misma taza y bebían del mismo jarro. Uno de los efectos del afrancesamiento de las costumbres de la corte española y, por consiguiente, de las de los súbditos americanos debió ser la nueva preocupación por el comportamiento en la mesa y el cambio de los gustos alimentarios. Por ejemplo, el exceso de especias, tan valoradas hasta el siglo XVI, pasó de moda y se prefería condimentar con hierbas y bulbos: hierbabuena, apio, perejil, cebolla, orégano, poleo; también se encuentran, alternando con productos , nativos como arracachas o papas criollas, recetas muy españolas con muchas carnes y tocinos, «empanadas francesas» y hasta una fórmula de huevos ingleses, que podría considerarse desleal a los intereses de la monarquía. Una receta tomada del manual citado permite extender un hilo continuo entre la comida «criolla» del siglo xvnr y algunos platos que actualmente consideramos típicos o nacionales:
Modo de poner el Pucbero 21 Se hechará carne de rez o baca fresca, si es boda los haras grandes, cordero, un pedazo de cecina, lengua salada, jamon un pedazo, tozino, capon o gallina, garbanzos: después de hervida la carne y bien despumada la olla, le hecharas la gallina y salchichón, con jamón: luego le hecharas yerba-buena, apio, perejil, mostaza de cada cosa un cogollito; una cebolla con lo verde, lo sazonarás después con cominos, unos granos de pimienta de jamaica enteros; le hecharas un repollo entero partido por la mitad, y un poquillo de arroz.
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La servirás del modo que sigue: pondrás la carne, cordero y cecina en un platón y si la gente fuese mucha la dividirás en dos, y en otra la verdura con el chorizo, jamon, lengua y gallina; le pondrás a la carne unos garbanzos con platano arton. Aparte tendrás cocido el recado siguiente: turmas de año o criollas, arracachas, batatas coloradas, yucas, manzana o durazno y lo pondrás aparte en un platón. Otro cambio correspondiente al final del siglo XVIII y relacionado con la búsqueda de comodidad se aprecia en la casa de los Nariño Ortega con la aparición de la cómoda y el armario o guardarropa, muebles que relegaron a los cuartos traseros los arcones y baúles medievales. El lugar más notable dentro de la edificación era el estudio ya descrito, en el que había una cantidad importante de libros, parte de los cuales eran las existencias del negocio de compraventa con el cual don Antonio había pretendido, como los Torres en Popayán, unir sus intereses intelectuales a una actividad rentable 22 • Refrendan su interés por las ciencias naturales los diversos títulos sobre medicina, química, física y botánica existentes en su biblioteca, junto con aparatos de medición: varios relojes, un termómetro, un barómetro y una «máquina eléctrica», con su mesita y sus aditamentos, cuya utilidad no está definida. En 1793, las finanzas de Nariño parecían embrolladas: cinco de sus fiadores en la Tesorería de Diezmos le pidieron relevarlos del compromiso, y él, según sus propias anotaciones, se había propuesto «ir ingresando el dinero que se halla regado» por todos los medios posibles; pensaba desprenderse de algunos muebles innecesarios y hacer diligencias activas para vender a precios moderados los libros que no eran de su uso «recogiendo todos los que estén regados y recuperando algunos útiles de los vendidos y que no se han pagado» 23 • Tenía deudas y cuentas por cobrar que seguramente podían cruzarse a satisfacción, pero existía cierta premura de dinero, lo cual permite suponer que corrían algunos comentarios sobre la estabilidad .d~ sus finanzas, algo peligroso para quien operaba con base en el credito y la confianza. No obstante que ese malestar estaba activo dentro de los círculos más allegados al Virrey, él continuaba persuadido de su buena estrella, confiado en su propio valer. Fue a comienzos de ese año cuando concretó otra iniciativa notable: montar una imprenta, algo de lo cual se carecía en la capital por haberse deteriorado la vieja prensa incautada a los jesuitas. Con el nombre de «Imprenta Patriótica)) la instaló en la plazuela de San Carlos y puso al frente de ella al joven impresor Diego Espinosa de los Monteros; muy pronto les llovieron trabajos y contratos, entre los cuales fue importan!~ la impresión semanal del Papel Periódico de la Ciudad de San~afe de Bogotá, auspiciado por el Gobierno, que circulaba todos los vternes.
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por la calidad del propietario, merecedor de toda confianza, se eximió a su imprenta de la autorización previa que requerían todos los impresos. Algún día de 1793 llegaron a sus manos los tres tomos de la Historia de la Revolución de 1789 y del establecimiento de una Constitución francesa, porque Cayetano Ramírez de Arellano, sobrino del virrey Ezpeleta, se los prestó; allí encontró la «Declaración de los derechos del hombre», un texto de admirables claridad y lucidez que le produjo inmenso entusiasmo: allí estaba resumida la filosofía de autores que conocía y admiraba; en esas cláusulas se concretaban muchas de sus inquietudes, y algunas ideas que le habían parecido vagas y quiméricas quedaban recogidas en fórmulas y líneas precisas. Con el entusiasmo que sabía poner en todas sus tareas, dedicó varias noches a la traducción del texto y luego, orgulloso del resultado, tuvo la idea de imprimirlo. Lo hizo un domingo de diciembre en el local de la Imprenta Patriótica, con las puertas cerradas al público y ayudado por Espinosa, a quien le exigió reserva. En su defensa diría que había calculado el beneficio económico que podía derivar de la venta de esa novedosa cartilla y que esos textos ya figuraban en libros españoles y que no les había puesto pie de imprenta para que, creyéndolos provenientes de España, los pagaran mejor. No era ingenuo, tenía mucho que perder y estaba corriendo un riesgo, pero creyó que podría manejarlo; unos pocos ejemplares alcanzaron a circular cuando Ignacio Tejada lo alertó sobre las consecuencias de tal impreso, de modo que decidió quemar en la huerta de su casa los que estaban en su poder y recoger los pocos que hubieran circulado., Después de hacerlo, respiró tranquilo: desaparecido el cuerpo del delito, habría superado el peligro. Un frío debió recorrer su espina dorsal cuando, luego de recapacitar, comprendió que se había arriesgado temerariamente. ¿Era posible que no hubiera quedado ninguna prueba? Ciertamente, jamás se encontró la prueba material-o sea, el papel impreso-, pero las hablillas y los chismes, los rumores y runrunes que corrieron por el poblado de veinte mil habitantes que era la capital, donde muy poco podría ocultarse, y la declaración de un soldado que dijo haber visto el papel se constituyeron en las pruebas con base en las cuales su viejo adversario Joaquín Mosquera yFigueroa lo acusó de sedición. El 29 de agosto de 1794. Nariño fue conducido hasta el Cuartel de Caballería: ese fue el primer día de los quince años en que, con algunos intervalos, permanecería privado de la libertad, ese bien supremo consagrado en la Declaración universal de los derechos del hombre y sobre el cual se ha construido en todas las civilizaciones el concepto de vida privada.
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Los ratos de Fucha (I802-I8og) El regreso de Antonio Nariño a la Nueva Granada, de donde había salido prisionero en 1795 y volvía prófugo en 1797, no Podía pasar inadvertido. Informado, el Virrey dirigió un oficio en el que ofrecía recompensa por su captura y daba sus señas: «buen cuerpo, blanco, algunas pecas en la cara, ojo cuencudo o saltado, pelo rubio claro, boca pequeña, labios gruesos y belfo, habla suave, tono b~o y algo balbuciente». Con ellas tenemos una mejor descripción física que con algunos de sus retratos, a excepción de la miniatura juvenil y del óleo de José María Espinosa. Quedó otra vez prisionero en el Cuartel de Caballería de Santa Fe, esta vez por seis años, durante los cuales él y su esposa apelaron continuamente ante distintas instancias, incluidos Carlos IV, su esposa María Luisa y Manuel Godoy, «Príncipe de la Paz», pidiendo la finalización del juicio, asunto que interesaba muy poco a la Corte, ocupada en la guerra con Inglaterra. No es imposible que, pasado algún tiempo sin respuesta a estas demandas y reclamos, las autoridades locales, agobiadas por presiones familiares y sociales, hayan disminuido el rigor de la prisión, permitiéndole en fechas especiales, además de visitas, algunas salidas de la cárcel. Lo primero se deduce porque en ese tiempo su esposa concibió dos hijas: Mercedes, nacida en 1798, e Isabel, en 1801; y lo segundo lo prueban las cartas dirigidas al sacerdote Francisco Mesa, tío de doña Magdalena, en septiembre 16 de 1802 24 y abril 14 de 1803 2s. referidas a pequeños negocios y noticias, y de las cuales se desprende claramente que antes del 26 del abril de ese año, cuando el virrey Mendinueta autorizó oficialmente su excarcelación, Nariño ya residía con su esposa y sus hijos. Los facultativos que lo examinaron y por cuyo dictamen de enfermedad pulmonar avanzada pudo salir de prisión le recetaron aire puro. cabalgatas y leche de burra, pero ni para eso alcanzaban los recursos de esa familia despojada de todos sus bienes, rematados para cubrir las deudas y satisfacer a los fiadores. En una de las citadas cartas al padre Mesa. refiriéndose a un negocio de costales que adelantan entre ambos, Narii1o le escribe: «Siete millones de gracias porque contribuye con los costales a que una u otra noche se coma pollito en lugar de ajiacm>, frase que permite introducir una aclaración de orden gastronómico: el ajiaco con pollo, considerado el plato típico de la sabana de Bogotá, surgió a finales del siglo XIX y se ~o pularizó en el xx. Para el período colonial, un «ajiaco» era cualqmer sopa espesa con legumbres picadas. En ese período de necesidad extrema nos encontramos con el valor y el peso de las familias Nariño y Ortega, gravemente afectadas poF
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las acciones de Antonio, h~sta el punto de qu~ José Antonio Ricau~ t esposo de Dolores Nanño y defensor destgnado por las auton-
;~des, fue desterrado de Santa Fe y murió en Cartagena, alejado de los suyos por la vehemencia de los términos de su alegato. Como lo afirma Michelle Perrot26, la unidad de la familia la mantienen la sangre, el dinero, los sentimientos, los secretos y la memoria; y por uno por varios o por todos esos factores, los Nariño Álvarez y los Ort~ga Mesa continuaban vinculados. Sostén de la memoria es la correspondencia, y en ese período las cartas al padre Francisco Mesa, cura de Turmequé, demuestran que este se había convertido en el protector de la familia. Tam~ién quedan ce.rtificados p~r esa correspondencia los p~queños envtos de co~esttbles, bocadtllo~, .quesos, bizcochos y galhnas, frecuentes exprestones de afecto famthar; breves noticias de enfermedades -«una fluxión en la cara, dolor de cabeza»-, y, por supuesto, los pesares por la ausencia temporal de los hijos, que iniciaban estudios en los colegios de Santa Fe. En 1804, el padre Mesa le compró a Bernardo Ramón Calvo~ casado con otr~ de las Ortega, una hacienda de setenta fanegadas, llamada «La Mtlagrosa» y ubicada en Fucha, con el único p.ropósito d~.entreg~rla a su sobrina Magdalena para que ella, su mando y los hiJOS tuvteran un Jugar de habitación y recursos para trabajar; fue allí donde Nariño, alejado de la vida política y de la sociedad capitalina, probó suerte en las labores campesinas, mejoró los pastos, crió ovejas, sembró, cosechó y molió trigo, y aun las señoras de la casa adelantaron pequeños negocios domésticos de panadería. Todos se declaraban «alegres y contentos, dueños de Fucha y del Refugio». Sus placeres campestres t concluyeron abruptamente en noviembre de 1809, cuando don Antonio, citado a una falsa entrevista con el virrey Amar, salió hacia Santa Fe. El levantamiento de Quito y otras ráfagas revolucionarias habían atemorizado a las autoridades, que, esa misma noche y sin fórmula de juicio, lo remitieron preso a Cartagena, viaje en que contó, aun contra su voluntad, con la asistencia y compañía de su hijo Antonio Nariño Ortega. La familia, que tenía la esperanza de hacerse a unos reales muy necesarios mediante la venta de un lote de botas inglesas, muy estimadas en el mercado local, tuvo que rematarlas a cuatro, cuando pensaban venderlas a diez, para darle al desterrado algo con que mantenerse. Enrique de Samoyar, residente en Cartagena, se encargó de su manutención, por pura solidaridad, espíritu caritativo o conmiseración del cuadro que ofrecía la indigencia del padre y el hijo. La hacienda «La Milagrosa» constituyó el verdadero hogar de esta familia y a ella retornó el padre dos años después, cumplidos ya los hechos del 20 de Julio. La esposa estaba enferma de gravedad, y don Antonio, que lo atribuyó al sinnúmero de penalidades que habían
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El pintor José María Espinosa participó en las guerras de la independencia como abanderado de Antonio Nariño en la Campaña del Sur, en 1814. Casi 40 años después de los acontecimientos, pintó una serie de batallas en las que representa las acciones bélicas. En esta batalla de Tacines, Nariño aparece en segundo plano arengando a sus tropas. Batalla de Tacines. José María Espinosa, ca. 1850. Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá. [6]
pasado por culpa de sus perseguidores, pidió insistentemente que de los fondos del virrey Amar -que lo había aprisionado injustamen. te- se le restituyera algo. El 16 de junio de 1811 ella murió y la sepultaron en la iglesia de La Candelaria. Luego se supo que, por no haber hecho oportunamente las escrituras, la hacienda y la casa, toda la propiedad, se habían perdido. Prueba del afecto que le tuvieron a ese lugar es que en 1823, cuatro meses antes de su muerte, Nariño tuvo la satisfacción de volver a comprarla para legada a sus herederos. Un mes después de la muerte de doña Magdalena apareció el primer número de La Bagatela, el periódico en que, esgrimiendo la burla y el sarcasmo que le eran propios como orador y escritor, Nariño alertaría a sus conciudadanos sobre su débil situación y los riesgos de la reconquista: «Y nosotros ¿como estamos? Dios lo sabe, cacareando y alborotando al mundo con un solo huevo que hemos puesto». Todos quedaron aterrados. Cuando La Bagatela le abrió los ojos al pueblo, los habitantes de Santa Fe salieron a la plaza para pedir la renuncia de Jorge Tadeo Lozano, presidente de Cundinamarca, y entregarle el poder a Nariño, que en un solo día alcanzaba la cúspide del poder. El periódico, que no alcanzó a circular ni siquiera un año, fue la tribuna desde la cual el director, ya presidente de Cundina-
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marca, expresó su rechazo al sistema federalista y entabló encendidas polémicas con otros medios. Muchos han interpretado la sección titulada «Carta del filósofo sensible a una Dama, su amiga», en la cual hacía confidencias de distinto género a una corresponsal femenina, como una manera de rendir culto a la memoria de la esposa muerta, y la frase inicial-«Tú eres un tesoro escondido, mi querida amiga, tú que si hubieras nacido en Athenas hubieras frecuentado, como Aspasia y Lais la escuela de Sócrates, vives ignorada entre nosotros»-, como el reconocimiento de sus calidades intelectuales. Tratándose de una ficción literaria, todo puede ser, o no serlo; pero ¡0 que indudablemente queda planteado es el interés del autor en la posición femenina dentro del debate político y su crítica risueña a ciertas actitudes propias del sexo: «¿Ignoras acaso lo que somos las mujeres unas para con otras? ¿se te ha olvidado lo que padecieron Jos griegos y Jos troyanos, no tanto por el robo de Elena, cuanto por Jos zelos de Juno y de Venus?». Un artículo publicado en el número 3del periódico y titulado «Sueño» es el único claramente dedicado al recuerdo de la esposa, con frases líricas, románticas y sentimentales: «¿Quién de nosotros no miraría la existencia como un presente funesto, si la mano de una compañera no nos ayudase a soportar la carga? ¿Qué precio tendrían para el hombre la gloria, los honores las riquezas si estuviera solo sobre la tierra? Tú habitas ya en un eterno silencio, y tu alma, aquella bella alma que partía mis penas y mi placer, voló al seno de su criador». Con esta excepción, el periódico de don Antonio fue netamente político, y en su corta vida le prestó grandes servicios a su fundador; sus adversarios impresos, como El , Montalbán, El Carraco y La Contrabagatela, ayudaron a definir e! partido antinariñista y el de sus leales o paleadores. Así lo cuenta Orlando Díaz Díaz: Nariño era el principal adversario del federalismo y, por tanto, era mal mirado por quienes seguían tal sistema; además, Cundinamarca aceptó algunas adhesiones de esas ciudades que buscaban separarse de sus capitales provinciales. Fue un momento embrollado y dificil de nuestra historia que condujo a una lucha política en periódicos, en discursos y, más tarde, por la fuerza de las armas. Uno de esos periódicos que hacían oposición a Nariño, a Cundinamarca y a La Bagatela, se llamaba El Carraco y de ahí tomó sobrenombre el partido federalista. Un entusiasta de Nariño pateó en una esquina uno de los ejemplares de El Carraco y asi quedaron bautizados con el apodo de «paleadores» los centralistas. «Carracos» y «Pateadores» se hostilizaron, se odiaron y se combatieron con la misma ceguedad y la misma obstinación que lo hemos hecho siempre los colombianos por cuestiones simplemente políticas.
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El Congreso Constituyente de la Gran Colombia (r82r-r823) En el recinto donde sesiona el Congreso Constituyente de la Gran Colombia el aire se siente pesado sin que logre disiparlo el viento que a veces irrumpe con fuerza por las ventanas abiertas. Sin embargo Antonio Nariño y Álvarez, recién llegado de un largo viaje que ¡~ trae desde las prisiones de Cádiz, tiembla; de vez en cuando lo estremece un escalofrío. Los asistentes han comentado en voz baja sobre su feo aspecto, la flacura de su cuerpo, el mal color de su piel, sus accesos de tos ... La casaca de paño negro le queda grande, flojos los cuellos de las camisas, sueltos los pantalones ... Los más combativos -digamos, los abogados Vicente Azuero y Diego Fernando Gómez- no descansan, poco duermen. Al terminar las sesiones. van de grupo en grupo, conversan y saludan argumentan, discuten, sueltan comentarios mordaces, replican co~ agudeza, redactan proposiciones, solicitan firmas. Por el contrario, don Antonio abandona el recinto del brazo de algunos amigos. Muchos jóvenes lo admiran y no lo desamparan. Aun no llega a los sesenta años -tiene exactamente 56-, pero, aunque agotado, no se ve vencido. Evade los grupos que se forman al final. elude cualquier otro compromiso, se hace acompañar hasta las habitaciones que ocupa en la casa que le fue designada, en donde, para colmo de sus males y ante la escasez de albergues, ha tenido que autorizar la permanencia de otras personas, como la viuda de English, un oficial desertor de los ejércitos patriotas, y el coronel inglés que la acompaña. La mujer lo importuna continuamente pidiéndole los sueldos atrasados de su marido, cuando él necesita concentrarse en un proyecto de constitución con el cual intentará concertar los ánimos y aplacar las tendencias encontradas. Desdeñada, la mujer terminará ahondando la división existente con sus acusaciones de «acoso» por parte del Vicepresidente. Ni eso faltó en los inicios del Congreso Constituyente que fundaría la República, tan colmados de tropiezos, donde lo público y lo privado se mezclaban hasta no poderse distinguir: mientras Bolívar hacía preparativos para continuar las hostilidades contra los españoles, desde febrero de 1821 los diputados iniciaron su traslado hacia la Villa del Rosario de Cúcuta, donde se verificaría la reunión; allí se enfermó y murió el vicepresidente Juan Germán Roscio, quien en representación del Ejecutivo instalaría el Congreso, y un mes después -rara coincidencia- murió su sucesor, Luis Eduardo Azuola. Cuando, des-pués de larga prisión en Europa, agotado pero ilusionado, regresaba a Bogotá por la vía de Angostura, el general Nariño
llegó a Achaguas para saludar al Libertador; este conjuró la crisis designando al célebre luchador como vicepresidente interino y comisionándolo para instalar el Congreso. A fines de abril se presentó Nariño en la Villa del Rosario, donde la situación era crítica: sin lugares suficientes para alojarse, los diputados se habían esparcido por las poblaciones vecinas; sin acopio de provisiones suficientes para alimentar a un centenar de personas, las urgencias de la comida desplazaban los intereses patrióticos; varios diputados proponían el traslado a otro lugar, pero este desplazamiento era imposible por el invierno y la inexistencia de recursos. El Vicepresidente, sin dinero para calmar a quienes exigían el pago de sus dietas, sin poder mantener un caballo para su uso ni contar con un ordenanza que le distribuyera la correspondencia, le describió a Bolívar el 30 de abril, con su acostumbrada agudeza, sus dificultades: «¿Qué puedo yo hacer con un centenar de Diputados hambrientos unos, enfermos otros, rabiando todos y yo sin un real, sin recursos para acallarlos?))27• Como era propio de él, venciendo todas las dificultades, consiguió con antiguos amigos
La idea de que la independencia fue conseguida y otorgada por el acto valeroso de unos pocos individuos sigue primando en nuestros dias. La representación del pueblo, como un mero espectador, tal y como aparece en este cuadro, ha sido la interpretación histórica que ha terminado por imponerse. Juramento de Antonio Narilio en la iglesia de San Agustín (detalle). Francisco Antonio Cano, 1926. Colección Museo Nacional de Colombia. Bogotá. [7]
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dinero prestado hasta cuando llegó una remesa de Cundinamarca bajo gran tensión, visto que el número de los delegados dismin~t diariamente, decidió instalar la corporación sin completarse el quó~ rum requerido de las dos terceras partes de los designados. El 6 de mayo de r82r, en la amplia sacristía de la iglesia de la villa, Nariño instaló el primer Congreso Constituyente de la Gran Colombia con la mayor dignidad posible. Rodeado de acechanzas y conflictos, con fiebres intermitentes, pocas semanas después, <>, les advertía 28 . En sus aspiraciones a la vicepresidencia constitucional, después de ocho votaciones, fue derrotado por el general Francisco de Pauta Santander. En compensación, recibió un altísimo número de votos como senador por Cundinamarca, honor que unos pocos pretendieron objetar desenterrando las viejas historias del tiempo de la Tesorería de Diezmos, de su derrota frente a los ejércitos españoles en 1814 y, absurdamente, de su ausencia del país mientras estaba encarcelado en España. Agresivo, indignado y hasta insultante, el 14 de mayo de 1823 presentó su defensa ante el Senado, que lo absolvió aclamándolo. Pocos días después fue voluntaria y espontáneamente a las casas de sus acusadores, Azuero y Gómez, «a solicitar una reconciliación»2Y. A la hora de su muerte, el 13 de diciembre de ese año, había logrado saldar todas sus deudas con el pasado, y aunque, con una decisión que amargó a su familia, el vicepresidente Santander le negó el decreto de honores, en realidad. ya no los necesitaba. En su último retrato, obra del pintor José María Espinosa, un reloj que lleva en la mano derecha señala la hora de su muerte. las cinco de la tarde. Ese retrato recuerda su fascinación por las máquinas de medir el tiempo y recuerda también que, como pocos, Antonio Narii'\o vivió en su momento y en su hora.
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Notas Alfonso López Michelsen, <>, en Jaime ;l Duarte French, Las Ibáñez, Bogotá, Fondo Cultural Cafetero, 1981. Guillermo Hernández de Alba (comp.), Archivo Nariño, 1727-1795, Bogotá, Fundación Francisco de Paula Santander, 1990, pp. 43-50: «Testamento de Vicente Nariño)). Orest Ranum, «Los refugios de la intimidad)), en Philippe Aries y Georges Duby (dirs.), Historia de la vida privada, t. 3, Madrid, Tauros, 2001, pp. 220-221. Hernández de Alba, op. cit., pp. 39-42: «Memorial de Catalina Álvarez del Casal al 4 rey)). Véase Anthony McFarlane, Colombia antes de la Independencia. Economía sociedad y política bajo el dominio borbón, Bogotá, Banco de la República- El Áncora, 1997. Hernández de Alba, op. cit., pp. 51·5l !bíd., doc. 53, p. 258: «Confiscación y embargo de bienes de Nariñm>. Ibíd., pp. 79-83: «Testamento de Catalina Álvarez del Casal)). !bíd., p. 77' «Carta de Antonio Nariño a José Celestino Mutis)). 10 lbíd., p. 91: «Certificación de propiedad de una casa de Antonio Nariño)). 11 Margarita Garrido, Antonio Nariño, Bogotá, Panamericana, 1999. 12 Hernández de Alba, op. cit., p. 77' «Carta a José Celestino Mutis)). 13 Ibíd., doc. 21, p. 230. 14 Ranum, op. cit., p. 248. 15 Nicole Castan, «Lo público y lo particular)), en Aries y Duby, op. cit., p. 399. ¡6 Hernández de Alba, op. cit., docs. 30 y J. 17 Guillermo Hernández de Alba, Cartas íntimas del general Nariño, 1788-1823, Bogotá, Sol y Luna, 1966, doc. 3: Carta a don JosefValdés, octubre 9/92: [Remítame en la primera ocasión] «una buena chupa bordada, para mi uso)). 18 Hernández de Alba, Archivo ... , op. cit., doc. 53: Confiscación y embargo de bienes de Nariño. 19 Íd., Cartas ... , doc. 4, enero 9/94. 2o lbíd., doc. 16, noviembre 4/05: Carta al padre Francisco Mesa: «doña Inés como vuestra merced sabe, ha aumentado la molestia con sus gritOS)). 21 Se conserva la ortografía original. 22 Renán Silva, Los ilustrados de la Nueva Granada. 1760-1808, Medellín, Banco de la República- Universidad Eafit, 2002, p. 266. 23 Hernández de Alba, Archivo ... , op. cit., t. i, pp. 217-218: «Carta de Nariño a sus fiadores>>.
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Íd., Cartas ... , op. cit., docs. 9 y 10. lbíd., doc. 10. Michelle Perro!, «La vida de familia)), en Aries y Duby, op. cit., t. 7. Hernández de Alba, Cartas ... , op. cit., doc. 62, abril30i2I: Carta reservada de Nariño al Libertador. 28 lbíd., doc. 68: Carta a su hija Mercedes Nariño de lbáñez. 29 Josefa Acevedo de Gómez, Biografía del doctor Diego Fernando Gómez, Bogotá, Imprenta de F. Torres Amaya, 1854.
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vida privada de algunos hombres s de Colombia: de los es de la República a 188o
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· Reconstruir la historia de la vida privada o doméstica de «hompúblicos» de la Colombia republicana del siglo XIX -hasta más r88o- es difícil, pues los documentos típicos revelan mumás acerca de su vida pública, o sea de su participación en la - ...nrror,· la política, las ceremonias religiosas, los debates inteleco científicos del momento, o de sus actividades profesionales .económicas. Sólo fragmentariamente se refieren en detalle a cosas su vida íntima; entre ellas, sus rutinas y hábitos diarios -aseo alimentación, pasatiempos-, su vestido, su estética y ammaterial, sus sentimientos familiares, románticos o de otro las amistades que cultivaban y su sexualidad. Las fuentes do-~me:ntales tampoco abundan en detalles acerca de los intercambios privados o anónimos de dichos personajes. De cualquier foruna vez que defina lo que se entenderá por hombre público, este se esforzará por presentar, si no un cuadro comprensivo, por menos un mosaico de varios de estos fragmentos de vida íntima · como ejemplos a distintos hombres públicos -Simón SoFrancisco de Paula Santander, Tomás Cipriano de Mosquera, Alcántara Herrán, Rafael Núñez, Manuel José Mosquera y Azuero- en varios momentos de la historia del siglo XIX. Los que en aquel entonces podrían considerarse hombres públicos mayormente aquellos de quienes, por su dedicación a la política, guerra, la religión, los negocios o la ciencia, hablaban las gentes los periódicos del momento. A ellos no era raro verlos en las plazas centrales, en la catedral o iglesia principal, en el teatro, en las aceras de las ciudades económica y políticamente dominantes o en
La muerte del general Santander. Luis García Hevia, 1841. Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá. [1)
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las calles mismas y los caminos públicos, por donde circulaban e carruajes o a caballo. Se trata, especialmente, de gobernantes y poi~ ticos, el alto clero, militares, intelectuales o científicos y comercian. tes, mineros o grandes propietarios. A diferencia de hoy, los medio de comunicación de la época -prensa, avisos, pasquines, panftetoss rumores- no convertían aún en suficientemente «públicos>> a 1~ gran mayoría de artistas, deportistas y atletas o, incluso, a los criminales de distinto género -bandoleros, magnicidas, homicidas 0 violadores-. La sociedad actual trata a todos estos prácticamente como verdaderos hombres públicos y tiene la posibilidad de conocer en detalle sus vidas y actividades por vía de imágenes y crónica1 no sólo escritas sino también habladas y visuales. En la época de nuestro interés, las cosas eran diferentes. También lo eran en lo que respecta a las mujeres y su participación en actividades burocráticas políticas, religiosas, intelectuales, profesionales o económicas. Era~ pocas las mujeres visibilizadas por la prensa y las gentes de la época, y las consideradas activas en la aún incipiente «esfera pública de la sociedad civil» o en las esferas directivas de la economía, para no hablar de las profesiones, la alta burocracia estatal y clerical, la milicia y la política republicana, actividades públicas de las cuales estaban excluidas de plano'. Cuando unas pocas notables emergían a la vida pública y eran objeto de comentario colectivo, ello no siempre se debía a buenas razones. Después de todo, mujer pública sonaba impúdico.
Familia, sentimientos, amistad y sexualidad La vida familiar, los afectos por amigos y parientes y la sexualidad han formado una parte importante de la vida íntima y «privada>> de todas las personas en los distintos momentos de la historia. Los hombres públicos no son la excepción. En el caso de Colombia -o Nueva Granada o Confederación Granadina, como también se llamó en el siglo XIX-, hay indicios representativos, aunque no homogeneos, que indican que varios de ellos fueron afectuosos, generosos y leales, románticos, apasionados e, incluso, desenfrenados en sus amores y su sexualidad. Esto último salta a la vista especialmente en forma de abundantes relaciones extramatrimoniales o adulterinas y de hijos concebidos por fuera del matrimonio. Uno de los personajes públicos cuya vida íntima más ha llamado la atención es el Libertador, general Simón Bolívar (1783-I8JO), venezolano de nacimiento pero íntimamente ligado a la vida pública
··LA VIDA PRIVADA DE ALGUNOS HOMBRES PÚBLICOS DE COLOMBIA: DE LOS ORÍGENES DE LA REPÚBLICA A 1880
de la Nueva Granada en las décadas de 1810 y 1820. Un historiador que resumió algunos aspectos de la intimidad de Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios da cuenta, entre otras cosas, de sus sentimientos. Documenta su profunda gratitud y afecto por una amiga de su madre que, ante la incapacidad física de esta, lo a~~~arnantó recién nacido. Igual sucedía respecto a su nodriza y esclava Hipólita, a quien en cartas familiares llamaba «mi madre» y para quien fijó una pensión mensual en r823 y, en años posteriores, solicitó apoyo económico y pagos especiales por parte de familia y amigos. Los sentimientos de Bolívar también afloraban en cartas a sus parientes y allegados. Por ejemplo, a su amigo Manuel de Matos le enviaba «expresiones» de cariño y decía que lo «estimaba», y a un coronel le declaraba sentirse su «mejor amigo». A Pedro Palacios, uno de sus tíos, le escribía que era su más «afecto sobrinO>> y que lo «ama[ba] de corazón». En materia de romance, Bolívar era más afectuoso aún. Las cartas a su enamorada y futura esposa María Teresa Rodríguez del Toro las encabezaba llamándola «amable hechizo del alma mía». Le declaraba también su impaciencia por lograr la dicha de casarse pronto con ella, que era lo que «con mayor ansia deseo, y cuya pérdida me sería más costosa que la muerte misma>>. En señal de tan profundo amor, le obsequiaría un anillo de oro, que hoy reposa en .el Museo Nacional de Colombia, con dos diamantes grandes en forma de corazón, rodeados de dieciocho diamantes más pequeños y coronados por cinco chispas más de diamantes. María Teresa murió menos de un año después de casarse con Bolívar. Este declararía en carta a un . general amigo: «quise mucho a mi mujer, y su muerte me hizo jurar no volver a casarme>>2• A Bolívar no le faltaron, sin embargo, otros amores. Uno fue el que le inspiró la reputadamente bella Bernardina Ibáñez, a quien, en encendido estilo romántico, le escribía en r82o: «no pienso mas que en ti y cuanto tiene relación con tus atractivos[ ... ] tú eres sola en el mundo para mí. Tú, ángel celeste, sola animas mis sentimientos y deseos más vivos. Por ti espero tener aún dicha y placer, porque en ti está lo que yo anhelo» 3• El más conocido, no obstante, es el amor que sintió por la quiteña Manuela Sáenz, casada con un hombre que la doblaba en edad, el adinerado médico inglés James Thorne. Bolívar la conoció en 1822 y desde entonces hasta poco antes de morir sostuvo con ella un romance apasionado. Parte de esa pasión ocasionó altercados físicos entre ambos, incluido un incidente en el que ella, sabiéndose traicionada al encontrar un zarcillo de otra mujer en la cama que habitualmente compartía con Bolívar, le arañó y le mordió el rostro, el pecho y las orejas, dejándole incluso una cicatriz en la izquierda4• A ella, su «adorada y consentida Manuelita», en tono tan
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«Mi amor: Estoy muy triste, a pesar de hallarme entre lo que más me gusta: entre los soldados y la guerra, porque solo tu memoria ocupa mi alma, pues solo tú eres digna de ocupar mi atención particular. Me dices que no te gustan mis cartas porque te escribo con unas letras tan grandototas; ahora verás qué chiquitico te escribo. No ves cuantas locuras me haces hacem. Fragmento de carta de Bolívar a Manuelita, copiada por José María Espinosa, s. f. Archivo General de la Nación, Bogotá. [2]
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exaltado como el que antes había usado con Bernardina, le decía. en 1828: «Gracias doy a la Providencia por tenerte a ti, compañera fiel [... ] tuyos son todos mis afectos [...] Espero seguir recibiendo tus consideraciones, como el amante ansioso de tu presencia». Firma. ba al final: «te ama». En otras cartas firmaba también: «tuyo del alma» 5• Claro que no mucho después, en septiembre de 1828, apenas tres días antes de que ella ayudara a salvar su vida durante un aten. tado, le escribió a su amigo el general José María Córdova que había procurado separarse de Manuela, a quien llamaba «la amable loca>> pero que ella se resistía. Le aseguraba también que pronto haría «el más determinado esfuerzo por hacerla marchar a su país o donde quiera» 6. Esto simplemente revela que los sentimientos y el carácter de un hombre público eran, como los de todos los mortales, variables. En efecto, a fines de 1830, pocos meses antes de morir, nueva. mente estaba lejos de querer separarse de ella. Todo lo contrario; por entonces, le escribió: «En mí sólo hay los despojos de un hombre que sólo se reanimará si tú vienes. Ven para estar juntos. Ven te ruegm>J. En torno a la personalidad y los sentimientos de Bolívar, otra cosa digna de mención tiene que ver con su generosidad. Se trata. ba de un hombre en extremo pródigo, particularmente con sus parientes, sirvientes e incluso amigos y conocidos, a quienes ayudaba materialmente sin miramientos. Además de múltiples cartas y notas suyas que ordenaban el pago de rentas, pensiones y donaciones a varios de sus sirvientes y parientes, se sabe que hizo importantes donaciones a amigos; por ejemplo, la de una casa de más de seis mil pesos para proteger a la esposa de Miguel Ibáñez, ex oficial real involucrado en la causa patriota y sentenciado a muerte por ello. Don Miguel era padre de las célebres hermanas Nicolasa y Bernardina Ibáñez, esta última ya mencionada por haber sido cortejada por Bolívar. (Valga agregar, eso sí, que un regalo parecido recibió Nicolasa Ibáñez de Caro, ya casada y madre de tres hijos, del general Francisco de Paula Santander, su amante. En la década de 1820 el general le donó a su «idolatrada Nica», «Nicolasita» o «Piconcita» la quinta de Santa Catalina, situada a orillas del río Fucha, propiedad de valor superior a los siete mil pesos de entonces )B. Contemporáneo de Bolívar, el general Francisco de Paula Santander (1792-1840) fue otro connotado hombre público de la primera mitad del siglo xrx. En contraste con Bolívar, ha sido descrito como La vida privada de los hombres persona «fría y seca de sentimientos, incapaz de la conmoción inte· públicos desapareció de la historia oficial. Sus grandes hazañas y rior de ternura» 9• Aunque tuvo amigos como los comerciantes Franactividades políticas ocuparon las cisco Montoya y Juan Manuel Arrubla, los abogados Ezequiel Rojas, páginas de la historia. Francisco Vicente Azuero, Francisco Soto y Florentino González, el poeta Luis de Paula Santander. Pedro José Figueroa, ca. I82I. Colección Museo Vargas Tejada y los generales José Hilario López y José María Oban· Nacional de Colombia, Bogotá. [3] do, sus cartas a ellos eran cordiales mas no efusivas, y el énfasis era
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Jllayormente político. Sus afectos se volcaron, más bien, sobre su única hermana, a quien sí le escribía cartas cariñosas, encabezadas «mi pensada y querida Josefina» y concluidas «tu hermano que te ama». Además de su romance adulterino con Nicolasa Ibáñez, en 1833, el general Santander, aún soltero, tuvo, con la también soltera Paz pjedrahíta Sanz, un niño, Francisco de Paula Jesús Bartolomé, conocido en la familia como Pachito, a quien reconoció como hijo natural ydejó herencia. Sin embargo, no contrajo matrimonio con ella -con lo que habría legitimado al hijo-, por cuanto, según declaró en su testamento, cuando él y ella tuvieron relaciones, la mujer no era virgen sino que «ya había sido conocida por otros» 10 • Antes de contraer matrimonio, cuando ya frisaba los 44 años, Santander les regaló a su adorada hermana Josefa y a sus siete sobrinas una casa nueva, con dos tiendas accesorias, ubicada en la plazuela de San Francisco, para que «siempre tengas tú y ellas donde vivir yque estemos todos juntos» 11 • Dando bruscamente fin a su relación amorosa con Nicolasa Ibáñez, y movido más por consideraciones pragmáticas que por amor apasionado, Santander contrajo matrimonio en Soacha, a comienzos de 1836, con la joven antioqueña Sixta Pontón Piedrahíta, de tan sólo 21 años. Dado que ya no estaba para «buscar bellezas», el propósito de su matrimonio, confesado en carta dirigida a su hermana, era principalmente aprovechar que Sixta pertenecía a una familia honrada, tenía buenos modales y sabía manejar una casa, siendo también capaz de cuidarlo en sus males. No sólo sucedió esto sino que también, en el corto tiempo que duró el matrimonio, juntos procrearon tres hijos, aunque el primogénito, Juan, para «gran pesar» del general, murió a los pocos minutos de nacido, en diciembre de 1836. Con su inhumación se inauguró el Cementerio Central de Bogotá, construido bajo el segundo gobierno de Santander, con lo que el general contribuyó a popularizar el enterramiento de cadáveres no en los templos o conventos sino en cementerios especialmente construidos y designados para tal propósito 12 • Otro general, Tomás Cipriano de Mosquera (1798-r878), presidente y político, personaje público como el que más, fue al parecer precoz en sexualidad y amores. Ya en 1818, a la edad de tan sólo 19 años, había engendrado al menos dos hijos naturales, varón y mujer, respectivamente, con dos esclavas negras propiedad de su rica familia. Posteriormente, ese mismo año, durante una breve estadía en Cartagena, engendró otro hijo natural, llamado Tomás María, con María Candelaria Cervantes, una costurera. Por esos mismos tiempos, sostuvo un romance con una prima de modesta condición, Catalina Quijano. Luego de romper con la indignada Catalina, quien le pidió devolverle un pequeño retrato suyo y lo increpó por hacer
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La idea de establecer a las élites como modelo de la sociedad chocó constantemente con las actitudes y hechos propios de vidas mucho menos morales y éticas de sus individuos. Debido a ello, la agitada vida de los hombres públicos fue deliberadamente ocultada. Nótese la diferencia de este retrato de Santander, ejecutado en la década de 1830, con el anterior, pintado en 182 l. Para entonces, ya se · había ejecutado una iconografía oficial del héroe que exaltaba sus valores patrios. Francisco de Paula Santander. Luis García Hevia, ca. 1840. Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá. [4]
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caso a la «fea mancha de la pobreza», inició un romance con otra prima hermana, esta sí bastante acomodada, Mariana Arboleda y Arroyo. A pesar de la moderada oposición de sus hermanos, que lo consideraban demasiado joven para casarse -y a su novia, de !6 años, también-, se unió a esta en matrimonio a comienzos de 1820 a poco más de un año de haber empezado la relación. Tenía apena~ 21 años de edad 13 . Durante por lo menos los tres primeros años de su matrimo. nio, Mosquera se vio aquejado por graves problemas de salud que se complicaron luego, debido a una grave herida de arma de fuego. Sólo cuatro años después de su matrimonio, a mediados de 1824, pudo tener su primer hijo, Aníbal José María Aurelio Mosquera y Arboleda. En el momento en que se enteró del nacimiento del niño se encontraba lejos y convaleciente de una herida de bala en el rostro: A finales del año siguiente nació su hija Amalia de la Concepción Gertrudis Eugenia Mosquera y Arboleda. El matrimonio MosqueraArboleda, sin embargo, no evolucionó bien. Ya a finales de la década de 1820, la pareja se había distanciado física y emocionalmente e intercambiaba cartas frías y recriminatorias 14 . Entre 1826 y 1833 permanecieron alejados, debido a ocupaciones burocráticas de Masquera en Ecuador y Perú y a un prolongado viaje suyo a Europa. Por esos años, Mosquera tuvo otra hija natural, María, de cuya madre poco se sabe. Otras dos hijas naturales, Clelia y Teodulia, de una misma madre, Paula Luque, aparecen mencionadas en distintos documentos históricos. Paula Luque, quien vivía en Popayán, parece haber sido amante de Mosquera por largos años, al menos hasta la década de 1860. Se carteaba secretamente con él, le daba noticias de sus hijas y lamentaba no poder verlo mucho. A las tres hijas que acabamos de mencionar las reconoció Mosquera en su testamento de 1878 15 Ninguna de sus varias amantes, empero, parece haber sido tan especial para Mosquera como una mulata antioqueña a quien conoció en Cartagena hacia 1840 o 1841. Se trataba de Susana Llamas, de quien se dice incluso que lo acompañó en Bogotá por la época en que fue presidente por primera vez (1845-1849). No obstante que en 1847 su antiguo asistente Juan Francisco Córdoba le informó por carta que Susana era conocida en Medellín como persona de «conducta arrastrada, prostituida, berrionda» y que no había habido «negro artesano, ni comerciante» ni soldado ni oficial del Batallón N°. 2 que no hubiera conseguido sus favores, Mosquera confesaba en carta a un amigo que ella «ha sido y es la única pasión que he tenido en mi vida» y que jamás había amado así a una mujer. Al partir para Estados Unidos, en 1849, la dejó instalada y le puso un almacén en la capital. Pero menos de dos años después, no resistiendo su ausencia,
LA VIDA PRIVADA DE ALGUNOS HOMBRES PÚBLICOS DE COLOMBIA: DE LOS ORÍGENES DE LA REPÚBLICA A 1880 la hizo viajar a Nueva York y le puso en Brooklyn una tienda similar a la que había tenido en Bogotá. Sólo parece haberse desprendido de ella en 1857, año en el cual la mujer se hallaba en Barranquilla, «desterrada, errante y sola>> 16 • Durante aquella época, Mosquera se vio agobiado por diversos problemas que sobrellevaban sus dos hijos legítimos. En primer lugar, el fracaso de su hijo Aníbal en los negocios y la vida matrimonial, que ocasionó su dependencia económica de su padre, reforzó en este una actitud de impaciencia y recriminación hacia aquel. En segundo lugar, lo agobiaron los múltiples problemas matrimoniales de su hija. Amalia Mosquera se había casado a la edad de 16 años con un amigo de Mosquera, el general Pedro Alcántara Herrán, veinticinco años mayor que ella. Mosquera y Herrán eran buenos amigos y cruzaban cartas afectuosas. El primero llamaba al segundo «mi amadísimo Perucho» y le decía que lo «pensaba a cada instante». El segundo consideraba al primero su «más fiel hermano y primer amigo» 17• El mismo año de su matrimonio con la hija de Mosquera, Herrán alcanzó la presidencia de la República y nombró a Mosquera ministro colombiano en Washington. Terminada su presidencia, a fines de 1844, Herrán y su esposa se establecieron en Nueva York, donde aquel se dedicó a una empresa comercial en asocio con su suegro y amigo. Una década más tarde, ya con numerosos hijos a bordo -llegaron a tener seis en total-, la pareja experimentó conflictos matrimoniales de los que se hacía partícipe a Mosquera mediante cartas repetidas. Muchos de los problemas eran económicos y se derivaban de la quiebra de la empresa Mosquera y Cía., asediada por acreedores y cuyas deudas rozaban el cuarto de millón de dólares. En cartas a su padre, Amalia Mosquera acusaba a Herrán de vanidoso, orgulloso y envidioso de la posición social del general Mosquera. Le comentaba que interceptaba y abría su correspondencia. Le decía también que, por no recibir de su marido los recursos que necesitaba, debía cuatro meses de sueldo a sus criadas. Tenía igualmente deudas con el panadero, el lechero y la empresa de gas. Temía que, para pagar deudas, Herrán vendiera la casa de Nueva York, donde ella y varios de sus hijos vivían a finales de la década de 1850 18 . Habiendo enviudado en 1869 de su primera esposa, con quien, a pesar de la malquerencia, duró casado casi cincuenta años, el ya septuagenario Mosquera cortejó a su sobrina María Ignacia Arboleda, a quien le llevaba casi medio siglo en edad. Luego de sortear varias dificultades -entre ellas, las explicaciones de que su parentesco no constituía impedimento y la petición de perdones a la Iglesia por las ofensas que le había causado a la religión-, logró casarse con ella en 1872, poco antes de cumplir 75 años. ¡Ella tenía sólo 31! Seis años después, apenas cuatro meses antes de la muerte de Mosquera,
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La idea de hacer pública la vid~dde · · d.tvt·duos se ma nifesto te ctertos m formas variadas. Este es un retra 0 de Manuel Rodríguez Torices, prócer cartagenero. Al fondo¡ se. encuentran escritas su gen ea hogtab sus proezas y virtudes como om re y ciudadano. Manuel Ro~rígu;z Torices. Luis García Hevta, 1 37-. Pinacoteca del Colegio del Rosano, Bogotá. [5]
que estaba por cuiJlplir 8o años, tuvieron un hijo, José Bolívar CarIo Dorico Mosquera y Arboleda. Así coronaba el general una vida apasionada y dedicada sin pausa a la milicia, la política, el romance y el sexo. Hijo de un coronel ya maduro y una de sus jóvenes primas, el futuro presidente de la República Rafael Wenceslao Núñez Moledo (1825-1894) tuvo una niñez enfermiza que, sumada a las prolongadas ausencias del padre, generó en su madre una actitud en extremo protectora hacia éL A su vez, el niño desarrolló gran dependencia de su progenitora. De estatura media, delgado y nervioso, desde temprana edad Núñez exhibió una personalidad solitaria y al parecer melancólica y se refugió en la poesía y el estudio. Tuvo un primer amor de juventud que concluyó amargamente cuando, enterado del embarazo de su enamorada, su padre lo forzó a ·alejarse de Cartagena. De carácter fuerte y poco afectuoso, el padre -de quien, según su propia versión, no recordaba haber recibido jamás siquiera un beso- lo obligó a cortar bruscamente su relación y a acompañarlo a Tumaco. Núñez confesaba haberse vuelto allí, como producto de tres meses de desesperación y soledad, profundamente escéptico. Al mismo tiempo, adoptó una actitud rebelde, ambiciosa y decidida a vencer a toda costa a sus adversarios. Tal vez por ello, recién terminado su bachillerato y apenas comenzando sus estudios de derecho, sin cumplir aún 18 años, se unió a las fuerzas rebeldes de la guerra civil de Los Supremos (1839-1842). Durante esta, terminó militando en el bando contrario al de su padre. Concluida la contienda, reinició sus estudios de leyes. Ya para entonces su primer amor, cuyo «manchado)) honor era de tal forma reparado al menos en parte, se había casado
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con el mejor amigo de Núñez, cosa que al parecer lo atormentó para siempre 19• Siendo juez en Panamá en la década de 1850, cortejó a una bella mujer de la que, inexplicablemente, terminó alejándose para, más bien, establecer una relación de conveniencia con Dolores Gallego, cuñada del influyente gobernador de la provincia, José de Obaldía. Con ella se casó, pero la frialdad, el pesimismo y la epilepsia de ella dieron pronto al traste con la relación. Aun en medio de sus desavenencias, tuvieron un hijo que, debido a su contextura enfermiza, pronto fue motivo de enormes preocupaciones para sus padres. El niño murió al poco tiempo. Un segundo hijo, Rafael, renovó las esperanzas de la pareja. Pero estas fueron pasajeras, y la brecha entre los esposos siguió ahondándose. Su mujer sufría frecuentes ataques de epilepsia, las riñas entre ellos se volvieron frecuentes, y muy pronto Núñez, hastiado de vivir a su lado, decidió viajar de vuelta a su ciudad natal, Cartagena. Allí, mientras ocupaba un cargo público que le encomendó su cercano amigo y protector, el general Juan José Nieto, estuvo cerca de reanudar clandestinamente su relación romántica con su primer gran amor. La prudencia mutua parece haberlo evitado, y pronto Núñez retornó a Panamá para entrar en competencia por una curul en el Congreso, que obtuvo con el apoyo de su concuñado, el influyente señor Obaldía. Llegado a la capital por primera vez en 1853, no sólo se dedicó a la política activa sino que también se unió a las tertulias, recepciones y fiestas que tenían lugar en casa de la adinerada y célebre Gregaria de Haro, casada en segundas nupcias con un comerciante inglés, lo que no impidió , que Núñez y ella entablaran una intensa relación amorosa que duró hasta 1857, cuando, derrotado su grupo político, el Liberal, Núñez resolvió volver a Panamá. Menos de dos años después, su matrimonio, ya maltrecho por las profundas diferencias de antaño y por una aventura de su mujer, se fue completamente a pique. En 1859, Núñez abandonó para siempre a su primera esposa, a quien al parecer no vio nunca más durante el resto de su vida. Esta pidió muy pronto la disolución civil del matrimonio, luego de la cual lo único común que les quedó fue Rafael, su hijo, «corto de mente, medio degenerado, y que más tarde, para vergüenza de su padre, el gran enemigo de la usura, se convertiría en un usurero»20 . En Bogotá, a comienzos de la década de 1860, nuevamente activo en el Congreso, parece que Núñez reanudó sus amores con Gregaria de Haro. Al aceptar aquel un cargo consular en Francia, esta, a riesgo de su reputación y a pesar del gran escándalo que ello causó, decidió acompañarlo. Duraron juntos dos años, pero se separaron cuando Núñez aceptó una nueva posición en Inglaterra. Sin embargo, se carteaban frecuontemente y on oc>S;ones se reun;eron. Su
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romance duró, en total, doce años. Al terminar, a mediados de la década de I 870, ella quedó amargada y rencorosa y llegó incluso a decir que Núñez era un «farsante capaz de todas las vilezas»2I. De vuelta en Bogotá, Núñez comenzó a frecuentar la casa de una bella viuda, Nicolasa Herrera, gran amor de su juventud. En medio de agrias contiendas políticas, viendo en ella un oasis de paz, le propuso matrimonio civil. Ella, temerosa del escándalo de una unión no religiosa en una sociedad bastante tradicionalista, declinó la propuesta 22 . De seguro decepcionado, tanto por el fracaso amoroso como por sus derrotas políticas, Núñez volvió a Cartagena en 1876. Allí emprendió un romance con Soledad Román, el último y el gran amor de su vida. Era una mujer independiente que desde joven había manejado su propia tienda de comercio en Cartagena, y a quien Núñez había conocido más de veinticinco años atrás por intermedio del general Nieto. Núñez y Soledad Román acordaron casarse, pero sólo podían celebrar una ceremonia civil, debido a que Dolores Gallego, su primera esposa, aún vivía, y el matrimonio religioso con ella era indisoluble. Para minimizar el escándalo de un matrimonio civil, la novia vi~ó a París con la excusa de que requería un tratamiento médico. Allí, a mediados de 1877, contrajo matrimonio con Núñez mediante apoderado. Regresó pronto de Europa, y el nuevo matrimonio estableció su residencia en «El Cabrero», cómoda casa de madera situada a las afueras de Cartagena, en un antiguo barrio de pescadores. Cuando fue elegido presidente por primera vez, en 1879, a Núñez le fue imposible llevar a su mujer a la capital, pues hacerlo habría exacerbado el escándalo que sus rivales políticos ya venían haciendo por su matrimonio civil. Estuvo separado de ella por más de dos años. Al ser elegido de nuevo en 1883, contrariando a muchos de sus amigos políticos, resolvió llevar a su mujer. de la que vivía orgulloso, al palacio presidencial. En muchos círculos sociales de Bogotá, esto se consideraba escandaloso, pues su esposa sacramental aún vivía y a la civil se la juzgaba pecaminosa y partícipe de una relación ilícita. Enfrentado Núñez a una guerra civil durante su gobierno, y postrado en la cama con una grave disentería, su mujer tomó informalmente las riendas del Gobierno, asesorada por algunos ministros. Ganada la guerra por las fuerzas del Gobierno, emitida una constitución conservadora y confesional, y listo él para suscribir un generoso concordato entre la Iglesia y el Gobierno, Núñez tuvo la dicha, durante una velada en Palacio. de ver a su mujer «ilegítima» conducida a la mesa por el mismísimo arzobispo de Bogotá, monseñor José Telésforo Paú!, quien permaneció a su lado a lo largo de la cena 23 .
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La estética, el vestido yel ambiente material Los contextos en que se desenvolvían los hombres públicos variaban, y su vestido lo hacía en consecuencia. Los clérigos, los militares ylos civiles vestían de manera diferente. Por ejemplo, el clero secular vestía sotanas negras, capas amplias negras y grandes sombreros «de teja». El clero regular llevaba, en cambio, los hábitos de su respectiva orden. Por ejemplo, el hábito de los dominicos estaba compuesto de una amplia túnica ceñida por una correa de la que pendía un rosario, un escapulario -collar de tela que cubría pecho y espalda- y una esclavina -capa pequeña que caía a la altura de los hombros-, con amplio capillo o capucha, todo esto blanco, y para salir, una amplia capa con esclavina negra. El color blanco simbolizaba la castidad de los frailes, y el negro, su vida de penitencia. Tenían además calva la coronilla -lo que se denominaba «tonsura»-. Los franciscanos, en cambio, usaban hábito café con cinturón de cuerda. Jesuitas, benedictinos y agustinos llevaban hábito negro. En cuanto a los militares republicanos, en 1810, el uniforme del El vestido se constituía en un Batallón de Infantería de Guardias Nacionales de la capital, en don- elemento claro de diferenciación de se alistaron jóvenes revolucionarios como el subteniente Francis- social dentro del Ejército mismo. co de Paula Santander, consistía en «casaca azul corta, forro, solapa Allí, los soldados rasos eran simples campesinos que llevaban una que vuelta y cuello carmesí con guarnición de galón éste, y las armas otra divisa. El uniforme estaba de la ciudad en él y la solapa ojalada; la vuelta igualmente guarne- relegado a los generales y los altos cida; chupa y pantalón blanco, botín negro, gorra negra, cubierta , mandos. ~/ase de dibujo en San · 1de oso y adornada con cordon ' y borlas de color de · Bartolome. DtbUJO de Urdaneta 1a copa con p1e · 'd'1co 11ustrad,o 1884 . pape ¡peno las vueltas; un escudo de plata con el nombre del batallón y pluma Bogotá. [6] ' encarnada» 24 . En 1822, los oficiales de infantería seguían usando casacas o chaquetas de paño azul con botones amarillos, pantalones de paño azul con franja encarnada o celeste, camisas de lienzo, botines de paño negro con botones negros, gorras y corbatines. En los de caballería, variaban ligeramente los colores. Sin embargo, tal vez desgastados por una década entera de guerras y por el carácter masivo de los reclutamientos, los soldados rasos podían, para escándalo de los visitantes ingleses, encontrarse descalzos o con alpargatas. Los oficiales, definitivamente, contrastaban. Uno de ellos, el coronel afrovenezolano Leonardo Infante, se paseaba por San Victorino en 1823 vistiendo casaca militar, charreteras y botones de plata, banda con la bandera nacional amarrada a la cintura, bicornio con plumas tricolores y adornos de plata, y guantes blancos; en la mano izquierda portaba un sable, y en la derecha, un bastón de guayacán2s. En lo que respecta a los civiles, se sabe que la élite consumía, en general, «grandes cantidades de tafetanes, telas de.algodón, lino, za-
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raza, damasco, seda, terciopelo, pañuelos y medias»26 • En la década del veinte, siguiendo estilos europeos, los hombres públicos de buen nivel social empezaron a usar corbatas de seda negra o estampadas sostenidas por un alfiler. Vestían calzones de paño, chalecos, cami: sas de lienzo y capas. Otros -en particular, ciertos polémicos perio. distas- llevaban casacas negras. Para asistir a la iglesia se impuso entre muchos el traje negro. También adoptaron el frac como vestido de etiqueta27• Esto corresponde a descripciones del Libertador, entre otros. El entonces coronel Luis Perú de Lacroix, quien lo acompa. ñó como miembro de su Estado Mayor hacia 1828, indicó que el general prefería el traje de civil al uniforme militar. Narró que, por ejemplo, estando en Bucaramanga por ese entonces, Bolívar vestía botas altas, corbata siempre negra, chaleco blanco de corte militar calzones blancos y levita o casaca azul. También usaba, en contraste: sombreros de paja 28 . Otras fuentes describen a su contemporáneo el Santander en traje de civil. Antonio general Santander luciendo un «gran sobretodo de paño verde boteSalas Pérez, ca. 1829. Colección lla, forrado en piel; pantalón de grana con galones de oro fino; botas Museo Nacional de Colombia, Bogotá. [7] con espolines de oro; sombrero militar con plumaje blanco y bastón de carey con puño de oro y esmeraldas»29. Hay historiadores que, por el contrario, lo describen más tarde como «un poco desaliñado en el traje; llevaba casi siempre las telas ordinarias y baratas fabricadas en el país con el objeto de animar la industria». Durante sus últimos días vestía un «levitón de paño color tabaco, abotonado hasta el cuello», y se le notaba un poco obeso30 . Al morir poseía un más bien modesto inventario de prendas: cinco pares de botas usadas, un sombrero de plumas, una casaca con sus charreteras, un pantalón de grana bordado, un sombrero de paja de Girón, un par de calzones de paño negro, una casaca de paño negro, una levita morada, una capa de paño azul, cinco chalecos de seda, un corbatín azul, nueve camisas blancas de lino y un par de guantes 31 • El menaje de la casa de algunos hombres públicos denota no sólo la estética que los rodeaba sino también los relativos niveles de confort a que tenían acceso. Era frecuente encontrar, en las residencias de los más notables, alfombras, cuadros al óleo, vajillas de porcelana o plata, cubiertos de oro o plata, candeleros de plata, porcelanas de decoración, cristalería, adornos, telas y encajes, especialmente traídos de Inglaterra, Francia o Estados Unidos y adquiridos en tiendas de Santafé de Bogotá o encargados directamente a conocidos que viajaban a dichos países. En 1835, por ejemplo, en vísperas de casarse, el general Santander comisionó a un amigo para que trajera de Nueva York cuatro docenas de sillas, varias de ellas -las de salade color aceituna con cojín o de caoba con asiento de «crin»; otras, amarillas jaspeadas o negras, para la antesala y comedor, tenían asiento de paja. También encargó tres alfombras hechas en Bruselas,
una verde con flores y ramos para la sala, otra zapote con cuadrados y ramilletes de flores para el estudio y una más, blanca con ramos rojos, para su habitación. Para su futura y joven esposa Sixta Pontón encargó traer varios anillos 32 . Al morir, además de las prendas de uso personal ya descritas, el general tenía en su cuarto una alfombra, cortinas de clavos romanos, un canapé, un escritorio, un reloj, dos candeleros, un marco con el retrato del señor Joaquín Mosquera, una silla de montar con freno y aperos, una gualdrapa bordada en oro y una poltrona. Tenía en otros cuartos de su casa un estante de ropa, otros tres canapés -uno de ellos forrado en zaraza-, un aguamanil, unas pistolas, una lámpara de bronce y una mesita de pino. En Ja sala principal había doce sillas de caoba, dos canapés forrados en damasco, una alfombra, un piano con su asiento, cuatro mesitas, dos espejos, cuatro candeleros, tres cortinas de damasco, el reloj de música, otro reloj pequeño, dos marcos con vidrieras, una araña, un bastón con puño de cara de perro, un fuete con puño de marfil, un paragüero y un pupitre. En la antesala y en diversas piezas había tres espadas, un sable, varios taburetes, dieciocho platos y dieciséis vasos de cristal, diecinueve copas para champaña, veintitrés copitas para vino, dos tazas de cristal, once platicas de madera, dos soperas de loza, una cafetera, cuarenta botellas ordinarias, dos baúles, un biombo, una tina, una mesa para planchar, un retrato del padre Margallo, un lienzo de la batalla de Ayacucho, diecinueve cuchillos con cabo de hueso, un retrato de Napoleón Bonaparte, una cajita de juego de dominó, una pipa de cristal de roca, un retrato de la reina Victoria, un anteojo de teatro, conchitas de nácar para jugar, el busto de George, Washington, una cadena de reloj, un retrato de Gregario XVI y un anteojo de larga vista 33 • Por su parte, Vicente Azuero (1787-1844), abogado, congresista y candidato a la Presidencia, hombre público como ninguno de su época, declaró en su testamento poseer una hacienda de trapiche y caña con todos sus implementos, diez esclavos, seis libertos, nueve bueyes, cinco vacas, un piano, dos sofás color caoba, un escaparate de caoba, una mesa de comedor, un canapé, una poltrona, dos espejos redondos, un reloj de sobremesa, tres arañas de cristal de sobremesa, un muñeco de loza, dos roperos, una cajita de costura, una alfombra, tres estantes de poner libros, una biblioteca de varias docenas de volúmenes, un lavatorio, un pupitre, una escopeta, una guitarra y algunas joyas34 . La casa de «El Cabrero», donde Rafael Núñez pasó con su esposa Soledad Román, Doña Sola, los últimos años de su vida, desde aproximadamente 1877 hasta 1894, había sido construida por el padre de Soledad, Manuel Román y Picón, y esta la heredó de él. Estaba sobriamente amoblada. Las sillas del comedor eran de madera
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y tenían asiento y respaldo de paja. El salón poseía sillones y mecedoras de «bejuco» o vienesas. Había un reloj de pared a la derecha de la puerta de entrada. En seguida, estaba el cuarto de estudio de Núñez, con su escritorio personal. Allí había colgado un gran retrato del político liberal inglés William Gladstone. En el pequeño cuarto que seguía al salón, Núñez guardaba las golosinas a las que fue tan aficionado en los últimos años de su vida: galletas inglesas, pasas, frutas, conservas de toda clase. A la izquierda del salón se encontraba su alcoba, donde estaba su cama de hierro con toldos y un bastidor de lienzo. Había allí un armario de madera fina y un oratorio. En la habitación de doña Sola se encontraban una silla, un reclinatorio y un armario. Había también una cama. Todo era sencillo y, a la vez, elegante.
Así luce actualmente la estatua de Rafael Núñez en el Museo Nacional. Durante los hechos del Bogotazo, fue decapitada por la ira popular. Sin duda, otra perspectiva de los hombres públicos. Estatua de Rafael Núñez, Anónimo, ca. 1885. Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá. [8]
Rutinas, hábitos diarios y salud Sabemos relativamente poco de las ocupaciones cotidianas, distintas a la política, de los hombres públicos de quienes venimos tratando. Algunos eran en extremo aseados, frugales en sus hábitos alimenticios y aficionados al baile, el teatro o los caballos. Los aqu~ jaban diversas enfermedades, incluidas las sexuales y algunas más derivadas de la edad o ligadas a las circunstancias de su muerte, que, por ser materia de interés público, fueron objeto de descripciones detalladas resultantes de autopsias y conceptos médicos. Personas cercanas a Bolívar, tales como los generales Daniel Florencio O'Leary y José Antonio Páez, escribían que, además de ser pulcro en el vestir, se bañaba diariamente e incluso, en tierras calientes, lo hacía dos o tres veces al día. Se afeitaba por lo menos cada dos días. Cuidaba con esmero sus dientes y su crespo cabello. Curiosamente, era ambidextro. no sólo para afeitarse sino incluso para la esgrima y el billar, y también para trinchar la comida, actividades todas que algunos de quienes lo conocieron declaraban que cumplía perfectamente con la mano izquierda o la derecha. Gozaba de excelente apetito y comía bastante tanto al almuerzo como a la comida, haciendo uso de mucho ají o pimienta. Le gustaban muchísimo más las arepas de maíz que el pan, y las verduras más que la carne. Le complacía preparar él mismo la ensalada al estilo que había aprendido en Francia y se enorgullecía de ella. No le apetecían los dulces pero sí las frutas. Bebía tan sólo dos o tres copas de vino Y una o dos copas de champaña a la comida, pero evitaba licores fuertes como el aguardiente. Le disgustaban los borrachos. los jugadores y los fumadores. Además de que no permitía que se fumara en su
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presencia, tampoco inhalaba rapé; esto es, polvo de tabaco perfumado. En varias de estas cosas se parecía a su contemporáneo el general José María Melo, enemigo del tabaco, Jos juegos y los licores, extremad¡¡mente cuidadoso de su aseo personal y aficionado a Jos buenos caballos, que montaba a la perfección35 • Bolívar era apasionado por el baile, actividad a la que, en una carta alusiva a la buena educación que debía darse a Fernando, su sobrino favorito, consideraba «poesía del movimiento[ ... ] que da la gracia y la soltura a la persona, a la vez que es un ejercicio higiénico en climas templados». Podía bailar con gran entusiasmo durante varias horas, incluso después de duros días de trabajo fisico y agotadoras jornadas a caballo, animal del que gustaba mucho. Inspeccionaba personalmente el cuido de sus caballos, y para ello visitaba varias veces al día Jos establos o caballerizas. Otra parte de su tiempo la empleaba hablando animadamente, pues era excelente conversador; caminando a un ritmo acelerado con que dejaba rezagados a sus acompañantes, paseando a trancos por Jos corredores de la casa o meciéndose vigorosamente en la hamaca. Parecía incapaz de permanecer quieto un minuto, y, en el proceso de ocuparse, dañaba las cortinas de la casa, las pastas de Jos libros, la chimenea y todo lo que su hiperactiva personalidad encontraba a su paso. Dormía pocas horas, no más de cinco o seis, y Jo hacía igualmente en hamaca, en catre, sobre un cuero o envuelto en su capa, en el suelo36 . Decíamos que la personalidad, el carácter y los sentimientos de un hombre público como Bolívar podían cambiar en respuesta a las contingencias y los vaivenes de la política u otras actividades públi-, cas, de las dolencias y del paso de los años. Por eso, al final de sus días, al políticamente derrotado Libertador se le ha descrito como bastante irascible, a veces deprimido, y en otros momentos, eufórico, optimista y con delirios de grandeza. Era inestable, por Jo visto. También parece haber echado encima de su figura delgada, sin musculatura pero ágil y físicamente diestra, una apariencia envejecida y debilitada por una amibiasis severa. Su debilitada constitución fue minada además por problemas digestivos que le causaban un hipo casi continuo y, peor aún, por un «catarro pulmonar» que degeneró en «tisis tuberculosa)), causa aparente de su muerte37• Una de sus biógrafas describe al general Santander como asiduo concurrente al teatro y los festejos populares. Era un virtuoso bailarín, rasgaba la guitarra y cantaba «galeroneS)) en compañía de amigos. Con igual soltura se movía en Jos altos círculos sociales que en los medios populares. Fraternizaba y se mezclaba con el pueblo raso y era popular entre este 38 . Era también incansable trabajador. De hecho, en 1838 se quejaba de tener su salud deteriorada y sólo poder «leer y escribir de las seis de la mañana a las dos de la tarde)) 39 .
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El Libertador Bolívar. José María Espinosa, ca. 1840. Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá. [9]
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Por varios años vivió aquejado de cálculos hepáticos. En cartas a sus amigos se lamentaba, por lo menos desde 1825, de los frecuentes cólicos que sufría y que atribuía a su «vida sedentaria y los papeles». En los días que precedieron a su muerte, sus cólicos se volvieron más severos y se reporta que vomitaba un «líquido negruzco», posiblemente sangre resultante de una úlcera hepática agudizada por el estrés derivado, entre otras cosas, de violentos ataques de sus ene. migas en la Cámara de Representantes. Después de 34 días de grave enfermedad, murió en medio de grandes dolores. Tenía tan sólo 48 años y se encontraba en su casa de la actual esquina de la Carrera Séptima con calle 16, frente a la iglesia de la Veracruz, acompañado de varios amigos y asistido por el arzobispo José Manuel Mosquera. Tomás Cipriano de Mosquera, por su parte, era aficionado a la cacería y tenía una jauría que utilizaba cuando salía a cazar venados. Desde muy temprano, y antes de vincularse en forma más intensa a la milicia y la política, mostró interés por los negocios, que practicó ávidamente en compañía de parientes y amigos. Al viajar a la costa Caribe en 1817 llevó consigo una carga de cascarilla de quina que su padre le había pedido vender para financiar su viaje. Estando allí, y luego en Jamaica, invirtió en ropas, tijeras. cortaplumas, agua de Colonia de diferentes fragancias, hierro. porcelanas y artículos de mercería para enviar a Popayán. Invirtió también en libros europeos y vino de Burdeos. Entre 1821 y 1825 se dedicó principalmente a la minería explotando minas o lavaderos de propiedad de su familia y amigos. También se ocupó en la agricultura y la ganadería cuando su padre le encargó administrar una de sus varias propiedades, la hacienda «Coconuco», de 18.ooo hectáreas, donde había 33 esclavos, doscientas vacas. 775 ovejas y carneros, 64 cabras, dieciséis bueyes. veintiocho novillos. cuatro llamas, cuatro caballos y más de cincuenta yeguas. mulas y muletos. Allí cultivaba frutales, papa, cebolla, maíz, alcachofas. trigo, lino y cebada, entre otras cosas 40 . Pero, aparte de comerciar. explotar minas y ser agricultor. Mosquera dedicaba buen tiempo al sexo, no siempre exento de problemas. El joven y sexual mente muy activo Tomás Cipriano de Mosquera padecía, al parecer, en el momento mismo de casarse, una avanzada gonorrea. producto de su desenfrenada sexualidad. Pronto contagiaría a su esposa y tendría que acudir a remedios como «mercurio, zarza, goma arábica con sal prunela, trementina de Venencia. sal de Saturno mezclada con ruibarbo y agua de malvas con linaza», recomendados por su padre y su cufíado José Rafael, hermano de su esposa Mariana 41 • Pocos años después, en 1824, empezó a padecer dolencias en la boca. resultantes de una grave herida de bala que había recibido de uno de los hombres del guerrillero realista pastuso Agustín Agualongo durante un ataque al pueblo minero de Barba-
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coas. La bala le rompió varios dientes, le quebró la quijada, le penetró la lengua y le salió por la mejilla izquierda. Cuando se recuperaba lentamente, recayó por afeitarse. La mandíbula fracturada le fue operada en 1826 en Panamá por un médico que le unió las dos partes con un alambre de plata. De cualquier manera, la apariencia con que quedó le ganó de por vida el sobrenombre de Mascachochas4 2• Hombre público del siglo XIX colombiano fue también el arzobispo Manuel José Mosquera (18oo-1853), hermano del general. Sobre su rutina diaria se conocen interesantes detalles que contrastan bastante con la vida turbulenta de su hermano. Se levantaba a las cinco de la mañana e inmediatamente se dirigía al oratorio, donde permanecía en oración hasta las seis. A esa hora celebraba misa con la asistencia de otros sacerdotes, luego de lo cual pasaba a su oficina a leer y estudiar hasta las ocho. Entonces tomaba un desayuno ligero. Despachaba asuntos eclesiásticos en la secretaría hasta las once. Volvía a su oficina hasta el mediodía y entonces salía a hacer un poco de ejercicio. A las dos de la tarde comía en comunidad. Reposaba un rato y a las tres volvía a trabajar, bien fuera en su estudio o recibiendo a personas en audiencia hasta las cinco. A esa hora salía a dar un paseo a pie por la ciudad, pues nunca tuvo coche ni montaba habitualmente a caballo. A las seis entraba al oratorio y rezaba el rosario en compañía de otros sacerdotes. A las siete y media entraba de nuevo en su estudio y leía hasta las nueve de la noche. Para concluir el día volvía al oratorio y se acostaba poco tiempo después, sin pasar jamás de las diez y media de la noche en ir a la cama. No disponía de mucho dinero y lo que requería lo pedía a su mayordomo, quien adminisr traba sus escasos recursos, parte de los cuales destinaba a limosnas. Salvo por sus vestiduras episcopales, su anillo arzobispal -al que daba vueltas sin parar mientras conversaba-, su mitra blanca con decoraciones de oro y su báculo de plata, no poseía mayor vestuario, ni siquiera gran cantidad de ropa interior13 . Presidente de Colombia en dos ocasiones durante la década de 188o, a Rafael Núñez se le describe como apasionado de la música. La obertura de Semíramis, ópera de Gioacchino Rossini, era su pieza favorita. Le encantaba también la música de órgano. Las canciones de una artista local cartagenera, Conchita Micolao, le agradaban sobremanera, al igual que la música coral. Era en exceso frugal en sus hábitos alimenticios. Los pocos alimentos que consumía no le gustaba tomarlos en la mesa del comedor, sino que se colocaban en una mesa pequeña cerca de su escritorio, servidos por Rosaura, una criada oriunda de Anapoima, o por Manuela Hurtado, fid empleada que en sus últimos años dormía al pie de la cama matrimonial. Su desayuno incluía chocolate, que batía la criada a las cuatro de la mañana. El almuerzo, que en alguna época de su vida tomaba donde
En contraste con la vida de su hermano, la del arzobispo Manuel se caracterizó por la rígida disciplina y los hábitos rutinarios que se impuso. Retrato del arzobispo Manuel José Mosquera y Arboleda. José Miguel Figueroa, 1842. Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá. [10]
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El heroísmo significa la encarnación de una serie de valores que la ociedad considera naturales s los hombres públicos. Sin :~bargo, detrás de esta fachada se esconden hombres comunes Y corrientes. Famosas son las cartas de arrepentimiento de Caldas ante el coronel Riego para que no fuera fusilado. Caldas marcha al suplicio. Alberto Urdaneta, ca. 1880. Colección ~useo Nacwnal de Colombia, Bogota. [Il]
su madre y que consumía a las diez y media de la mañana, consistía en sopa de fideos o de otro tipo y dos platos más, generalmente algo de pescado, papas sancochadas y frutas o un poco de dulce. Tomaba con él un vaso de vino de Burdeos, mezclado con bastante agua. Su comida era simplemente un plato de sopa y una taza de té con galletas de dulce. Durante el día comía bastantes bombones. También era aficionado a los dulces en almíbar y le gustaban los bocadillos de Vélez, las almendras y las uvas moscatel. Fumaba ocasionalmente calillas; esto es, cigarros puros, largos y delgados. Se acostaba a leer la prensa extranjera en una chaise longue y luego de un rato de lectura dormía la siesta. Se retiraba a su dormitorio a las nueve de la noche. Era un entusiasta de los estudios de medicina y, además de recibir revistas especializadas en la materia, poseía un escaparate provisto, al parecer, de drogas y medicamentos variados. Sin embargo, no le gustaban los medicamentos tradicionales sino la homeopatía. Dos veces al día tomaba, por ejemplo, agua de azúcar mezclada con esencia de azahar. Dato curioso: se dice que fue quien trajo a Colombia la cocaína, usada entonces como anestésico 44 .
Conclusiones La intimidad de los hombres públicos que, siquiera fragmentariamente, hemos reseñado indica que, por ejemplo, el ejercicio del poder político podría verse como una especie de velo tras el cual transcurrían vidas surcadas, unas veces, de tristeza, angustia y desconsuelo; otras, de pasión y romances clandestinos, y, en ocasiones, también de resignada, conveniente y desapasionada rutina familiar. Por otro lado, las comodidades materiales de que estos poderosos hombres públicos disfrutaban o sus lujos estéticos, independientemente de que fueran excéntricos o elitistas -lo que no siempre parece haber sido el caso-, no aliviaban el vacío que en ocasiones resultaba de sus fracasos o pérdidas amorosos o de las dificultades y ausencias de seres queridos y parientes cercanos. Los hombres públicos, aunque a veces sublimes, suficientes y de seguro envidiados, llevaban, al mismo tiempo, vidas domésticas no raramente simples y austeras, frágiles y por momentos incluso angustiosas. Eran, después de todo, seres humanos dominados por la ambición, la arrogancia o el sentido de autoridad, pero no exentos de temores y limitaciones. Aunque no les faltaron numerosos romances e intensas pasiones, la soledad y el desamor tampoco les fueron ajenos. Pero de muchas de estas cosas empezamos los historiadores a ocuparnos sólo recientemente, y lo que por ahora sabemos es bastante poco.
LA VIDA PRIVADA DE ALGUNOS HOMBRES PÚBLICOS DE COLOMBIA: DE LOS ORÍGENES DE LA REPÚBLICA A
Notas I
Véase al respecto Silvia M. Arrom, The Women of Mexico City, 1790-1857, Stanford, Stanford University Press, I985, pp. 58 y 172. 2 Antonio Cacua Prada, Los hijos secretos de Bolívar, sa. ed., Bogotá, Plaza y Janés, 2000, PP· n 29, 30, 36, 47. 65, 70, 73-74, I4I, 184,230 y 247. Piedad ~oreno de Angel, Santander, Bogotá, Planeta, 1989, p. 212. Carlos Alvarez Saá, Los diarios perdidos de Manuela Sáenz y otros papeles, Bogotá, Fica, 2005, p. 104. lbíd., p. I60. Moreno de Ángel, op. cit., p. 435. Álvarez Saá, op. cit., p. 171. Moreno de Ángel, op. cit., pp. 2I8, 223 y 227. Laureano García Ortiz, La frialdad de Santander, Medellín, Alcaldía de Medellín, Secretaría de Cul~ura Ciudadana de Medellín, 2003, p. 3· IO Moreno de Angel, op. cit., p. 6n !l Ibíd .. p. 696. 12 Ibíd., pp. 692 y 70}. 13 William Lofstrom, La vida í~tima de Tomás Cipriano de Mosquero (1798-18JO}, Bogotá, Banco de la República- El Ancora, 1996. pp. 78, 99 y 107. 14 Ibíd., pp. 172-187. 15 Ibíd., pp. 195-204. 16 Ibíd., pp. 194-209. 17 J. León Helguera y Robert H. Davies, Archivo de Mosquero y P. A. Herrán, Bogotá, Kelly, 1978, pp. !57 y '77· r8 Lofstrom, op. cit., p. 215. !9 Indalecio Liévano Aguirre, Rafael Nú1lez. Bogotá, Intermedio, 2002, pp. 26-38. 20 Ibíd .. p. 84. 21 Ibíd .. p. IJ4. 22 Ibíd., p. 133. 23 !bid., pp. rs8-r6r, 208-2!0, l~l-244 y 30724 Diario Político, 6 de noviembre de I8ro. 25 Moreno de Ángel, op. cit., p. 336. 26 Lofstrom, op. cit., p. 121. 27 Aída Martínez de Carreño, La prisión del vestido, Bogotá, Ariel, 1995, pp. 52, 54 y 131-, 132; <. pp. 22-2728 Luis Perú de Lacroix, Diario de Bucaramanga, Cali. Comité Ejecutivo del Bicentenario, 1982, pp. 122-IJ3. 29 Luis Augusto Cuervo, «La juventud de Santander>>, en Horacio Rodríguez Plata y Juan Camilo Rodríguez (comps. ), Escritos sobre Santander, Bogotá, Biblioteca de la Presidencia de la República, 1988. pp. 301-317 (esp. p. 305). 30 Manuel Uribe Áng7l, <>, en Rodríguez Plata y Rodríguez, op. cit., pp. 55-58; Moreno de Angel, op. cit., pp. 705 y 735. JI Biblioteca Luis Ángel Arango, <>, pp. 22-27. 35 Juan Pablo Llinás, José Hilario López, Bogotá, Intermedio, 2007, pp. 181-182. 36 Daniel Florencio O'Leary, Memorias del general O'Leary, vol. 29, Caracas, Ministerio de la Defensa, 1981, p. 287. 37 «Autopsia del cadáver del excelentísimo señor Libertador general Simón Bolívar>>, en A. P. Reverend, La última enfermedad, los últimos momentos y los fimera/es del Libertador, por su médico de cabecera, París, Imprenta Hispano-Americana de Cosson y Comp., 1866, pp. 22-28. 38 Moreno de Ángel, op. cit., pp. 258, 358-359 y 696. 39 Ibíd., p. 724. 40 Lofstrom, op. cit., pp. 1r6-17o. 41 Ibíd., p. 107.
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42 Ibíd., p. 115. 43 José María Arboleda Llorente, Vida delll/mo. Manuel José Mosquera, Bogotá, ABe, 1956, PP·74·7744 Julio H. Palacio, Núñez, recuerdos y memorias, 1893-1894, Biblioteca Luis Ángel Aran. go, N'. top. 923.186 N85p., pp. 1-28; Enrique Revollo del Castillo, Rafael Núñez. Rasgos de su vida- Su muerte relatada por doña Soledad Román v. de Núñez, Bogotá, Minerva 1927. pp. 11-13; Liévano Aguirre, op. cit., pp. 332-333'
El catolicismo confrontado: las sociabilidades masonas, protestantes y espiritistas en la segunda mitad del siglo XIX Gilberto Loaiza Cano
Introducción Las prácticas asociativas del siglo XIX fueron dispositivos culturales y políticos que influyeron de diversos modos en la esfera pública. Como elementos de difusión de ideologías y como escuelas de formación de opinión, su incidencia pública tenía que ser notoria. No hay que perder de vista que, por lo general, cada asociación estuvo precedida o acompañada de un periódico que funcionaba como su órgano oficial. Además, muchos de los fundadores de clubes, logias y asociaciones de caridad o de artesanos ocupaban puestos públicos por designación o por representación, al mismo tiempo que eran miembros del club político, del taller masónico, del círculo mutualista o de la asociación de caridad. De modo que no es fácil detectar lo privado de estas prácticas asociativas; admitamos, sin embargo, que muchas de estas asociaciones tenían un carácter privado en la medida en que no pertenecían al Estado sino a la órbita de la libre voluntad de los particulares que se asociaban. La vida de muchas de esas asociaciones transcurrió en la casa de algunos «vecinos»; los clubes políticos liberales de mitad de siglo, conocidos genéricamente como «sociedades democráticas», nacieron y sesionaron frecuentemente en la casa de algún notable; luego buscaron espacios públicos y disputaron con sus rivales, los «conserveros», el uso de plazas, parques y recintos, lugares donde tuvieron que intervenir autoridades -muAlegoría de la Nación (detalle). S. chas veces de manera infructuosa y arbitraria- para garantizar el A. Cuéllar, 1938. Colección Museo orden y evitar enfrentamientos callejeros. Nacional de Colombia, Bogotá. [1]
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La Sociedad Democrática, fundada por el artesano Ambrosio López, fue una de las primeras asociaciones de carácter popular instituidas bajo la República. Años después, publicaría un texto llamado El desengaño, donde renegaría de su clase y de las aspiraciones políticas del artesanado. Ambrosio López, «Mulero». José María Espinosa, ca. 1850. Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá. [2}
Pero admitamos que esas prácticas asociativas tuvieron una fa. ceta oculta, menos visible; es decir, privada. De hecho, lo que de ellas sabemos hasta ahora de manera más inmediata tiene que ver con su repercusión pública, pero poco nos hemos detenido a examinar lo que sucedía dentro de ellas cada vez que sesionaban. Esa intimidad o, más bien, cotidianidad de los clubes liberales y de las asociaciones católicas puede informarnos acerca de la imposición de un simbolismo que servía para acentuar fidelidades e identidades. Parece que las sesiones de los clubes liberales propagaron una simbología igualitaria y republicana; los retratos del general Francisco de Paula Santander, de George Washington y Benjamín Franklin se volvieron parte patrimonial de la génesis de la identidad partidista liberal. Las sesiones de las asociaciones católicas se ornaban con una parafernalia que claramente ponía de manifiesto su ideal de una república confesional; por ejemplo, las sesiones de la Juventud Católica, fundada en Bogotá en 1871, solían estar acompañadas de «un retrato de Su Santidad y la bandera pontificia de un lado, y del otro las armas de Colombia y el pendón de la República, no peleadas, no en pugna, no en guerra, sino hermanadas con respeto, como están los sentimientos de que son emblemas en el corazón de los católicos»1. Hubo otras diferencias tajantes entre las formas de sociabilidad que funcionaron en torno a los liberales de la época y las que se erigieron subordinadas a la Iglesia católica. Mientras que las primeras se organizaban primordialmente alrededor de un calendario republicano, las otras solicitaban su permiso de funcionamiento ante los obispos y se regían por el calendario de festividades religiosas; también les exigían a sus miembros, como requisito de afiliación, el cumplimiento riguroso de los sacramentos. Los consejos directivos de las conferencias de San Vicente de Paú! sesionaban regularmente en los templos católicos o en las casas curales; las sesiones debían realizarse el primer domingo de cada mes, luego de asistir a la misa y de practicar la confesión y la comunión. Las reuniones comenzaban y terminaban con una oración, y para las deliberaciones se impuso la regla de que cada afiliado interviniera una sola vez en cada tema del orden del día 2• En contraste, en los clubes políticos liberales el uso de la palabra se practicó con mayor libertad, algo que perturbó y alarmó al mismo notablato liberal. En todo caso, esta distinción nos permite comprender que la laicidad, el grado de sustracción a la influencia de la Iglesia católica, fue un elemento que permitió diferenciar las prácticas asociativas modernas de las tradicionales. Pero hay otro elemento digno de tenerse en cuenta en la acep· ción de lo privado que procuramos escudriñar: la influencia de estas prácticas asociativas en la vida privada de sus miembros y en la de los grupos sociales que quisieron controlar. En efecto, algunas aso-
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ciaciones, especialmente las católicas, se distinguieron por querer ejercer control social e interferir en las vidas privadas de la gente en nombre de la difusión de los dogmas del cristianismo. La Iglesia católica y sus aliados orgánicos, los dirigentes conservadores, utilizaron las prácticas asociativas como un instrumento de control social, como una herramienta de vigilancia de las costumbres y de proselitismo religioso. Gracias a las «sociedades católicas», sobre todo en Antioquia y en el entonces vasto estado del Cauca, a la feligresía se la reunía periódicamente en grandes ceremonias de consolidación de la popularidad de la fe católica que hacían parte del exhibicionismo propio del catolicismo intransigente; las procesiones y las peregrinaciones ponían a prueba la capacidad administrativa y política del clero y dellaicado conservador para reunir y dirigir multitudes que ostentaban su fervor cristiano y desafiaban los proyectos laicizantes del régimen liberal radical, sobre todo durante los decenios de 1860 y 1870. Pero las prácticas asociativas católicas también incidieron en las vidas privadas de sus miembros, sobre todo cuando la expansión de la sociabilidad caritativa se basó en la presencia determinante del personal femenino. Una mutación se hizo evidente a medida que se imponían, durante el siglo XIX, lo que Fran9ois-Xavier Guerra y otros autores afines denominan «sociabilidades modernas»; es decir, formas de libre asociación de los individuos. Las asociaciones que permitían el contacto, así fuera muy circunstancial, de individuos de distintos orígenes sociales y étnicos -especialmente, los clubes políticos cuyo nombre genérico era sociedades democráticas y que también se conocieron, en Colombia como «sociedades radicales eleccionarias», «escuelas republicanas», «sociedades de salud pública», etcétera- terminaron siendo el escenario de aproximación de grupos sociorraciales que
La segunda mitad del siglo XIX presenció la organización de asociaciones de carácter interclasista que muchas veces fueron sancionadas y criticadas por los estamentos más conservadores de la sociedad. El azote de Bogotá. Dibujo de Urdaneta, grabado de Rodríguez, 1878. Papel Periódico Ilustrado, Bogotá. [3}
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Escena jocosa. Vagamunderias bogotanas. José María Espinosa, ca. 1875. Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá. [4]
en el viejo régimen colonial habían estado drásticamente separados. Esa mutación la percibió, con evidente disgusto, el historiador procatólico José Manuel Groot; según él, dichas prácticas asociativas habían introducido unas costumbres igualitarias que contrastaban con «la atmósfera aristocrática» que todavía se respiraba a comienzos del siglo XIX. Aunque Groot estaba concentrado en develar las perversiones igualitarias del mundo de las logias, nos parece que el fenómeno era más evidente en el caso de los clubes políticos liberales donde los individuos, a pesar de sus diversos orígenes sociales y s~ variadas posiciones en la vida pública, podían tratarse, en las reuniones, «sin distinción alguna», «familiarmente»3. En efecto, las sesiones de un club político eran siempre momentos propicios a la igualación, al contacto interclasista, así este estuviese teñido de animadversión, prejuicios y miedo. El pobre aliado del rico, el mestizo aliado del blanco, el plebeyo al lado del patricio. Eran contactos que, fundados en efímeras alianzas de conveniencia -sobre todo, en períodos electorales-, tarde o temprano desembocaban en rupturas, la más traumática y decisiva de las cuales fue la de mediados de siglo, que se materializó en el golpe artesano-militar de 1854. Pero en esas asociaciones se forjaban también relaciones más o menos perdurables entre la dirigencia artesanal y los miembros de la élite política. Esas relaciones fueron intensas y sirvieron al interés mutuo de los políhcos y algunos artesanos, sobre todo, entre estos, los propietarios de los talleres de impresión, quienes, además, fueron los únicos integrantes del mundo artesanal que tuvieron el privilegio de ser aceptados en las logias. El impresor era un artesano ilustrado que servía de intermediario entre los subordinados que trabajaban en su taller y el dirigente político que solicitaba los servicios de impresión; también era el encargado de sostener una red de producción y distribución de impresos que abarcaba a empleados del correo, encuadernadores, tipógrafos, litógrafos, dibujantes y libreros. En este punto se impone una aclaración: en Colombia, como en muchos países hispanoamericanos, con la obvia excepción de Cuba, no puede hablarse de la existencia de sociedades secretas. Las logias, por ejemplo, no pueden equipararse a sociedades secretas, puesto que no reunían a individuos excluidos del ámbito político ni estaban constituidas por sectores sociales que buscaran subvertir el orden político; así que nunca necesitaron mantener en secreto sus actividades -salvo lo que hacía parte de la parafernalia simbólica del funcionamiento interno de los talleres masónicos-. Los masones no buscaban en las logias una igualdad social negada por el Estado; al contrario, la organización misma del Estado republicano le había otorgado un lugar prominente a esta élite, y las logias servían más bien de vehículo para acentuar su «distinción>>, su «buen gusto», su
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exclusividad. La logia era el ámbito privado de disfrute de una exclusividad social y política; por eso, muy cerca del mundo de las logias estuvieron las asociaciones de teatro y las filarmónicas, dos prácticas artísticas que servían para refrendar el «refinamiento», la «civilización» del notablato conservador y liberal. Sólo en realidades políticas tan opresivas como la de Cuba, todavía colonia española, tenía sentido la existencia de una militancia masónica compuesta de criollos ilustrados que intentaban conspirar contra el perpetuado régimen monárquico. Además, hay que tener en cuenta que durante buena parte del siglo XIX -más exactamente, en su segunda mitad y hasta la Constitución de 1886- predominó la libertad de asociación; de modo que las prácticas asociativas secretas sólo cobraron sentido luego del embate confesional de la Regeneración, cuando se impuso una sociabilidad católica y se persiguieron y suprimieron las asociaciones de inspiración liberal radical.
La sociabilidad católica: el triunfo de la caridad sobre la filantropía En Colombia, como en el resto de Hispanoamérica -y como sucedió también en Europa-, la Iglesia católica supo adaptarse a los dilemas que le planteó en el siglo XIX la modernidad liberal. Ella se preparó para el desafio de conquistar cotidianamente la opinión pública. Pero la dirigencia católica de Colombia se distinguió de otras . en Hispanoamérica por la rapidez y la decisión con que pasó de una actitud defensiva, de simple rechazo a su enemigo liberal, a lo que los historiadores y sociólogos de las religiones llaman un <(catolicismo de movimiento». Sin abandonar su esencia intransigente, el catolicismo colombiano se adaptó a las exigencias de una esfera pública que relativizaba su tradicional papel tutelar en la organización de la sociedad; la Iglesia católica terminó por modernizarse a pesar de sí misma y recurrió a los mismos dispositivos culturales del mundo moderno: la prensa, la asociación, la escuela. Organizó una red de agentes que le garantizó la puesta en marcha de un activismo social concentrado en el frente de la caridad. Entre miembros del clero y ellaicado conservador, y muchas veces con el liderazgo de este, se constituyó una sistemática actividad asociativa cuyas expresiones más tímidas fueron las «sociedades de instrucción populam de 1849, unos simples clubes constituidos a imitación de los clubes liberales que se habían multiplicado en aquella época por buena parte del país. Apartir de 1857, con la fundación de la Conferencia de San Vicente de Paú!, en Bogotá, comenzó el florecimiento de una persistente ac-
La caridad fue un tema recurrente en las representaciones gráficas. Con ella, se buscaba generar conmiseración por los marginados y mover a la acción social por medio de la entrega de limosnas. Esto se convirtió en un acto social público: las casas prestantes destinaban días específicos a la semana para la entrega de limosnas. La cantidad de pobres aglutinados a la entrada de la casa era una señal de prestigio. La caridad. Dibujo de Urdaneta, grabado de Rodríguez, 1878. Papel Periódico Ilustrado, Bogotá. [5]
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tividad concentrada en el frente caritativo. Esta expansión asociativa contó con el compromiso de hombres y mujeres del notablato que supieron combinar la acción social con el proselitismo religioso. Uno de los factores del éxito de la sociabilidad caritativa fue, sin duda, la presencia comprometida de la mujer de la élite, que salió de su casa o del tradicional salón de tertulias a visitar cotidianamente los barrios de los pobres, a repartir limosnas, a visitar cárceles y a administrar hospitales. En la segunda mitad del siglo XIX -más precisamente, luego de la pausa obligada de 1854-, la Iglesia católica y sus aliados naturales, los dirigentes laicos del conservatismo, organizaron un ciclo ascendente de sociabilidad en el frente de la caridad. Durante ese ciclo, a las mujeres de la élite dotadas de fortuna y que hubieran recibido alguna iniciación en las letras o en las bellas artes se les confirió un lugar importante en la estructura asociativa de las actividades de caridad. Hablando precisamente de este período, puede hablarse de la formación de los cuadros laicos permanentes de difusión de la fe católica y de lo que algunos autores han llamado la «feminización del catolicismo»4. Esa feminización se concretó en las actividades públicas que comenzó a desempeñar la mujer cada vez más sistemáticamente en nombre de la Iglesia católica y sus prácticas caritativas; también se plasmó en la insistente divulgación de una iconografía en que se mostraba una personificación femenina de la caridad, la cual era, por ejemplo,
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en su seno; mientras que un niño y otro, y otros niños se asen de sus vestidos y se amparan bajo su manto» 5• En otra imagen, la caridad cristiana era «una virgen con los ojos vendados y la mano abierta»6. En aquella época se le confirió a la caridad un aura femenina porque, según afirmaba el escritor católico Charles Sainte-Fox, la «mujer ha sido dotada por Dios para las actividades de la caridad>l Se creía, en consecuencia, que la mujer podía ejercer la caridad por un don natural; luego se le impuso esta como un deber y, gracias a la moral religiosa, se reivindicó para ella ese don o destreza para ejercer sistemáticamente dicha virtud teologal 8. La importancia que le otorgó la Iglesia católica al personal femenino, sobre todo en la segunda mitad del siglo xrx, se explica por la renovación del culto al Sagrado Corazón de Jesús y la devoción a la Virgen María, que, por extensión, se expresó en lo que algunos autores califican de «verdadera sacralización de la mujen> 9• Esa sacralización se tradujo en el lugar preponderante que se le concedió en el conjunto de actividades públicas de la Iglesia católica. A propó- La justificación para que una sito de eso, la prensa católica colombiana saludaba así la importancia mujer se dedicara a las actividades de las mujeres en las sociedades caritativas: «Bendita sea mil veces intelectuales estuvo dada por su relación con los valores católicos. la religión santa que ha enseñado a las mujeres, antes hijas de Eva la El lema dice: «Para penetrar en el culpable y ahora hijas y hermanas de María, a emplear en bien de los fondo de la historia de la humanidad desgraciados hasta los atractivos de la belleza» 10• En consecuencia, no basta estudiarla con ánimo sereno y espíritu de equidad, sino la mujer, antes condenada por la doctrina católica, aparecía ahora que debemos hacerlo con caridad exaltada y disponible para el proselitismo religioso. Por último, las cristiana». Soledad .4co.¡fa de mujeres emparentadas con dirigentes políticos se habían acostum- Samper. Anónimo, 1910. Galería brado a fomentar tertulias en sus casas que, en el caso de los diri- . de notabilidades colombianas. Colección Banco de la República, gentes conservadores, sirvieron de punto de partida de las primeras Bogotá. [7] tentativas de una sociabilidad católica femenina, como sucedió en la coyuntura de mitad del siglo, ante la arremetida de las reformas anticlericales del régimen liberal. Quizás llame la atención que la mujer se haya consolidado como un agente activo de la vida pública gracias a las puertas que le abrió la Iglesia católica y a pesar del pensamiento liberal de la época. Para ser precisos, habría que decir que en Colombia los ideólogos liberales fueron los principales opositores de la figuración política de la mujer y que fue a su pesar como esta ocupó algún lugar preeminente en los asuntos públicos. «Entre una mujer beata y una mujer politicastra, venga el diablo y escoja» 11 , decía, por ejemplo, en r855, Emiro Kastos, seudónimo de Juan de Dios Restrepo, un liberal radical convencido de que la mujer debía quedarse recluida definitivamente en la casa. Este escritor conocía la «perversa» influencia de las obras de Henri de Saint-Simon y Eugene Sue, que invitaban a la «emancipación de la mujen> 12 ; para Restrepo, lo mejor era que la mujer «aceptara de lleno sus graves y austeros deberes de esposa y madre»,
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y le recomendaba a esta «ejercer la caridad y la beneficencia». Debe. mos reconocerle a este liberal haber acertado al asignarles a las mu. jeres la dedicación a Jos asuntos de la caridad y de la beneficencia· pero el liberalismo colombiano del siglo XIX no previó que esos se~ rían los principales frentes de acción pública de la Iglesia católica y de sus agentes laicos. Esa actitud liberal-es bueno advertirlo- no fue aislada, pues hizo parte de las prevenciones generales del pensamiento liberal del siglo XIX. Si nos basamos en el examen del retardo con que se instauró el sufragio femenino en Francia, por ejemplo, es muy probable que haya persistido, entre liberales y socialistas el temor a la extensión de un «individualismo radical» y a «consi~ derar a la mujer como un individuo» 13 . Los liberales franceses, y también los colombianos, rechazaron el mensaje sansimoniano que había reivindicado, desde la primera mitad del siglo XIX, el derecho al sufragio femenino. Una de las explicaciones de esa conducta tiene que ver con la preocupación electoral; para Jos liberales, la extensión del sufragio universal implicaba, en Colombia, el otorgamiento del derecho al voto a partes de la sociedad ancladas en un orden tradicional. Las mujeres y los artesanos hacían parte de esas fuerzas arcaicas que, con su acceso al voto, podían refrendar políticamente la antigua influencia de la Iglesia católica. Según una «escritora» anónima del influyente periódico radical Diario de Cundinamarca, las mujeres
La ilustración de las clases populares se entendió como un proceso que debía ser ejercido por las mujeres de la élite. La dedicación de su tiempo libre se orientó entonces a la formación moral de las mujeres más pobres por medio de los llamados ejercicios espirituales. En las zonas rurales, la realidad era otra: la mujer continuaba atada a los oficios tradicionales a mediados del siglo XIX. Lavadoras de oro. Río Guadalupe. Manuel María Paz, 1853- Comisión Corográfica. Colección Biblioteca Nacional de Colombia, Bogotá. (8]
colombianas no podían aceptar la propuesta de «convertimos en ciudadanas, legisladoras y hasta en funcionarias públicas, a riesgo de que, mientras estemos sufragando (o más bien naufragando) en las urnas, los chicos se arañen en la casa unos a otros, las criadas incendien la cocina, la despensa caiga en pleno comunismo y el bello sexo se vuelva feo en las luchas y disgustos de la plaza pública» 14• En definitiva, los liberales prefirieron hacer la apología de la familia, del hogar, del matrimonio. En ese sentido, parecían tan atrasados y patriarcales como los conservadores y los católicos, o quizá más. Estos, interesados en las ventajas del sufragio universal, fueron más «proclives» a permitir la presencia femenina en la escena pública. Ese temor a la fuerza electoral y a la vez tradicional de la mujer se prolongó en nuestro país hasta el siglo xx entre destacados ideólogos del· liberalismo radical, del socialismo e incluso del comunismo leninista. Las hijas y esposas de los intelectuales y políticos y de los hombres que habían participado en las batallas de la Independencia fueron reclutadas sistemáticamente por las formas de sociabilidad en que se practicaban las maneras galantes y las bellas artes. Los pocos colegios privados femeninos que funcionaban en Bogotá eran el resultado de la dedicación de algunas matronas notables que defendían, a pesar de los antecedentes liberales de sus maridos, una educación confesional femenina; quizá el caso más destacado haya sido el de la viuda del general Santander, fundadora del colegio del Sagrado Corazón en Bogotá. En Pasto, la familia Zarama fue la encargada de aportar el personal masculino y femenino que dirigió varias formas asociativas del notablato católico local. En Medellín, las beatas y matronas de las familias más ricas e influyentes de la ciudad -Vásquez, Villa, Ospina y Barrientos, entre otras 15- estuvieron fervorosamente comprometidas en la expansión de las obras piadosas. Las actividades de caridad fueron convirtiéndose en parte de una lógica de lucro que incidió en la economía doméstica de las familias pudientes. En uno de sus agudos relatos de costumbres, José María Vergara y Vergara cuenta que entre la gente rica de Bogotá se vivió «la moda de recoger la ropa vieja en la casa y llevarla a la Sociedad de San Vicente», lo que implicaba el ahorro de un cuarto de la casa, «y el arrendamiento del aposento que queda libre se destina también a los pobres» 16 • También se volvió costumbre entre las familias ricas la adopción de una niña huérfana que, inicialmente atendida por la Sociedad de San Vicente de Paú!, terminaba convertida en una nueva sirvienta, previo examen de su «moralidad». A eso lo llamaban los activistas católicos «buscarle trabajo a los pobres». Hubo además la intención de construir una «épica» del personal que dedicaba su vida a la atención de la pobreza; por ejemplo, en Bogotá, Leoncia Ardila ingresó a los I7 años a la comunidad de las Hermanas de la
La mendicidad no fue entendida como un problema social por los sectores más conservadores. Se vio más bien como la oportunidad de ejercer las virtudes católicas, y una forma de hacer visibles y evidentes las diferencias sociales entre las élites y las clases más pobres. Mendigos. Gabriel Carvajal, 1944. Colección Biblioteca Pública Piloto de Medellín, Archivo Fotográfico, Medellín. [9]
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Caridad; comenzó trabajando en el hospital de San Juan de Dios, dos años después fue nombrada directora del hospital de San Vicente ya los 28 murió a causa de la combinación de varias enfermedades que había adquirido en el contacto con los pacientes 17 . En Antioquia, el fervor implacable del notablato conservador en la divulgación de la fe católica tuvo, en ocasiones, derivaciones profanas. Compuestas por avezados hombres de negocios, algunas campañas que exaltaban la filiación católica también fueron, para aquel, oportunidades de lucro. El proyecto de construcción de la catedral de Medellín, presentado hacia agosto de 1874 y considerado uno de los grandes proyectos urbanos de la época, no sólo implicó debates públicos sobre las características arquitectónicas y sobre el valor simbólico del nuevo templo, sino que además sirvió para que algunos dirigentes de la Sociedad Católica de Medellín especularan con la venta de los terrenos donde se construiría la catedral. Algo semejante sucedía con la promoción constante de mobiliario importado para el adorno de las iglesias y vendido en las tiendas de estos comerciantes. Su periódico oficial, La Sociedad, servía en estos casos de divulgador de las convicciones ideológicas de esta élite regional del catolicismo intransigente y, a la vez, de anunciador de sus particulares intereses económicos 18 • Hubo un factor que hizo más eficaz la práctica de la caridad católica y que, además, encarnó la principal diferencia con la filantropía liberal. Mientras que la élite del liberalismo se inclinó por una solución institucional del problema social de la pobreza, mediante entidades de beneficencia o escuelas-talleres artesanales -sistema que, dicho sea de paso, nunca funcionó, por razones presupuestales y por las dificultades del notablato liberal para establecer relaciones orgánicas con el artesanado-, del lado católico se instauró, como centro de la práctica de caridad, el contacto directo con los pobres, instituido por los fundadores de la Sociedad de San Vicente de Paú!, en París, y erigido en modelo del control del catolicismo sobre las vidas privadas de las familias. No era solamente un gesto paternal que evidenciaba la superioridad de los ricos sobre los pobres sino, sobre todo, un mecanismo de control y proselitismo religioso que lograba resultados palpables en el momento de hacer los balances de gestión. Las mujeres de la élite, principalmente, fueron las encargadas de esta tarea, aunque poco se sabe acerca de si una mujer «de buen tono)) entraba sola a una casa de los arrabales o si lo hacía acompañada de su marido o del cura. Según sardónicos testimonios de los artesa· nos de Medellín, las mujeres del notablato local atravesaban solas la ciudad en diferentes direcciones, camándula en mano, buscando los barrios de los pobres, los mendigos y los borrachos para hablarles de un porvenir dichoso ubicado en el más allá. Esas visitas, en todo
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caso, eran una forma de censo religioso, pues en ellas se establecía cuántas parejas vivían en unión libre, cuántos niños estaban en edad de bautismo o de primera comunión, etcétera. A fin de año, la culminación exitosa de las tareas de la asociación vicentina o de las congregaciones del Sagrado Corazón de Jesús se plasmaba en un acto colectivo de matrimonios, bautismos y primeras comuniones. Estas solemnidades multitudinarias encajaban muy bien en la tendencia demostrativa del catolicismo ultramontano de la época, obsesionado por exhibir el triunfo de la fe cristiana sobre las «perversiones» del mundo moderno.
El universo masónico Durante el siglo XIX, el universo de la masonería en Colombia fue bastante limitado; entre 1833 y 1886 no se puede hablar de la existencia de más de una treintena de logias, a veces reunidas alrededor de un Gran Oriente, mientras que en otros países hispanoamericanos la implantación de logias fue más intensa. Así, en Brasil, durante la década de 1870, uno de los tres Grandes Orientes llegó a reunir 56 logias. En México, hacia el fin del decenio de 188o, se podía contar más de un centenar. En cuanto a Cuba, entre 1878 y 1881 existieron unos 71 talleres masónicos. En el Río de la Plata, en el decenio de 186o, podía haber más de cincuenta logias 19• Ahora bien: la militancia masónica colombiana se distinguió por su poco arraigo, pues la afiliación efímera y de conveniencia superó ampliamente al reducido grupo de masones que se afiliaban por convicción y que se mantenían más de veinte años en la masonería. Sólo la masonería que reunía al personal radical y anticlerical -principalmente, en las logias Estrella del Saravita (del Socorro, estado de Santander) y Estrella del Tequendama (de Bogotá)- tuvo un grupo bien diferenciado, pero minoritario -compuesto por alrededor de veinticinco individuos-, que le atribuyó al fenómeno masónico una misión laicizante y que desafió el tradicional poder cultural y político de la Iglesia católica. Aun así, muy pocos de ellos transfirieron a su vida privada el desafío a la tradición católica. Muy pocos pusieron en práctica el matrimonio civil o escogieron un ceremonial laico para sus funerales. En fin, ni siquiera los masones que expresaban su afiliación al liberalismo radical y anticlerical pudieron sacudirse de encima la matriz cultural del catolicismo. El universo de las masonerías colombianas -es más exacto hablar en plural- reunió las facciones liberales de la época y también a miembros del notablato conservador, sobre todo en la red de logias adeptas al general Tomás Cipriano de Mosquera y en las que estaban
Tomás Cipriano de Mosquera. Anónimo, 1910. Galería de notabilidades colombianas. Colección Banco de la República, Bogotá. [10]
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Escudo del Supremo Consejo Neogranadino del grado 33, para la República de la Nueva Granada, con sede en Cartagena, fundado el 19 de junio de 1833, Bogotá. [II]
sometidas al Supremo Consejo de Cartagena. La filiación masónica fue, más que todo, un asunto de distinción de una élite de la cultura y de la fortuna que encontraba en las logias un centro de propagación y difusión de sus ideales de civilización y buenas maneras. En lo diferentes talleres militaron, principalmente, miembros de familia: distinguidas, funcionarios públicos locales, comerciantes, abogados médicos y militares; de manera minoritaria se les permitió el ac: ceso, sobre todo en las logias anticlericales del Socorro y Bogotá a algunos impresores, fotógrafos y ebanistas. En la costa Atlántic~ -principalmente, en Cartagena-, los masones pactaron una alianza orgánica con la Iglesia católica para ejercer el control social, pero luego sufrieron los ataques del catolicismo ultramontano, acentuados por la publicación, en 1864, del Syllabus, en el que se hacía una condena explícita de la sociabilidad masónica 20 • Ante las condenas proferidas por el papa Pío IX y las querellas cada vez más frecuentes con el obispo de la ciudad, los dirigentes masones de Cartagena decidieron adelantar una ofensiva diplomática con el fin de demostrar su apego irrestricto a la Iglesia católica. En una de sus tenidas prepararon una reunión secreta entre el inspector de la orden, Juan Manuel Grau, y el intransigente obispo. En esa entrevista, Grau debía subrayar que «todos los masones aceptan la autoridad del obispo ylo proclaman como su legítimo Pastor»c 1• Poco antes de esta reunión el Supremo Consejo de Cartagena había declarado públicamente qu~ «nosotros profesamos la fe de Cristo. tal como ella es enseñada por la Iglesia, regida por el Soberano Pontífice cuya autoridad reconocemos y aceptamos» 22 . Con el afán de ser aceptados por la Iglesia católica, los masones de Cartagena enviaron un delegado a Roma para obtener una entrevista con el Papa. La justificación principal de esta tentativa era que «la mayoría de los masones de los Estados Unidos de Colombia que están sometidos a nuestra Obediencia practican la religión católica, apostólica y romana» 23 . Antes de este episodio, las relaciones armoniosas entre el clero y la masonería de Cartagena se habían expresado con elocuencia en la preparación de las visitas pastorales. En abril de 1847, por ejemplo, el masón Antonio González Carazo informó a su logia, Unión Fraternal, que debía ausentarse de las tenidas para acompañar, en calidad de secretario, al obispo de Santa Marta, Luis José Serrano, durante su visita a los distritos de Bolívar. Este tipo de colaboración parece muy frecuente y puede indicarnos al menos dos cosas: primero, que el clero de esta región constituía un personal poco numeroso e ideológicamente poco confiable; segundo, que había una afinidad incuestionable entre masones y autoridades eclesiásticas para poner en marcha este mecanismo de vigilancia sobre la población y el clero raso. La visita pastoral implicaba un examen de las condiciones de
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Jos templos católicos, de los objetos sagrados y de los cementerios; comprendía también el escrutinio de la conducta de los curas, de su eficacia pública y de sus relaciones éon los fieles, y el censo de los matrimonios católicos, de los niños bautizados y de los individuos que pudieran estar al margen de las reglas de vida católica. En definitiva, los masones de la costa Atlántica, sobre todo los de Cartagena, contribuyeron decisivamente en la definición del tipo de Iglesia católica que debía existir en esa región. Es probable que esta armonía entre masonería e Iglesia católica correspondiera más bien a una especie de subordinación de esta al poder económico y político de los dirigentes civiles reunidos en las logias. Hasta fines de la década de 1860, los informes del Supremo Consejo de Cartagena muestran las huellas del frecuente apoyo económico de aquellos a las actividades de la Iglesia católica; por ejemplo, los desplazamientos a Bogotá del obispo de Cartagena, Bernardino Medina, eran costeados por la masonería del puerto 24 • Por otra parte, en Santa Marta, los masones tenían la costumbre de organizar una fiesta en homenaje a san Juan Bautista con una misa en el templo católico25 • También hay que destacar que algunos curas que militaban en las logias de la costa Atlántica alcanzaron grados elevados en la jerarquía masónica. La masonería católica de la costa Atlántica fue un apoyo asociativo al ascenso del proyecto político de la Regeneración, personificado en la figura de Rafael Núñez; luego de su triunfo, la Constitución . ' de r886 . . y 1eyes postenores . .recompensaron ese apoyo; por eso no se prohibieron las log1as reumdas alrededor del Supremo Consejo de . Cartagena, mientras que las logias anticlericales del centro y oriente ' del país fueron desmanteladas y sus miembros perseguidos . do de· defim-. . emb' argo, el lugar prrv1 '.. 1egm , fue, sm La masonena ción de las tendencias liberales; ante la ausencia de un Partido Liberal moderno, las tenidas de las logias, sobre todo las extraordinarias llevadas a cabo en Bogotá, sirvieron para evitar disensiones en el seno del liberalismo, apaciguar la animosidad electoral y apelar al corazón del «buen hermano masÓ@ en tiempos de guerras civiles. Durante el régimen provisional de José María Melo, en r854, la logia Estrella del Tequendama, a la que pertenecía el general, le dirigió una carta en que pedía un trato indulgente para los hermanos que habían sido sus enemigos en la contienda bélica, para lo cual invocaba «la mano protectora de la masonería» 26 . En la guerra civil de 186o, una de las logias fundadas por el caudillo Mosquera, Filantropía Bogotana, le solicitaba a toda la militancia masónica del país «el respeto a la vida del masón vencido, sea cual fuere la bandera política que defienda»27. La masonería medió entre los intereses privados y los del Estado. En la correspondencia del general Mosquera con al-
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Su pertenencia a la masonería no fue obstáculo para que un frente político y militar conformado por conservadores y liberales, muchos de ellos compañeros de logia se . para derrocar a 1ose, M, ana, umera Melo en 1854. José María Me/o. John Armstrong Bennet, ca. 185o. Colección Museo Nacional de Colombia Bogotá. [12]
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Muchos de los que fueron masones lo hicieron a pesar de sus dudas 'frente a los fundamentos, las ceremonias y los ritos de iniciación de la logia, Tal fue el caso de Medardo Rivas, quien inicialmente fue expulsado; sin embargo, poco tiempo después presentó de nuevo su candidatura y fue aceptado, Medardo Rivas, Anónimo, 1910. Galería de notabilidades colombianas. Colección BanC\l de la RepúbliC'ot. Bogotá. [13]
gunos de su~ «hermanos)) de Bogotá aparecen con cierta frecuencia r~c?mendacwnes para que algunos de sus amigos o protegidos que viaJaban desde el estado del Cauca, donde él era amo y señor, obtuvieran algún empleo público en la capital del país. El caudillo mismo tuvo que pedir alguna vez la intercesión de sus hermanos del Gran Oriente del Centro para que el Senado le garantizara la restitución de su pensión vitalicia 28 . La relación entre puestos públicos y militancia en la masonería radical fue evidente durante el predominio del proyecto educativo radical, a fines del decenio de r86o y durante parte del siguiente. Los masones de Santander, especialmente los hermanos Dámaso y Felipe Zapata, obtuvieron jugosos beneficios de los remates de antiguos bienes eclesiásticos. La división que se estableció en r864 entre el Gran Oriente de Cartagena y el Gran Oriente del Centro, establecido en Bogotá, determinó unas jurisdicciones que parecían basarse en intereses comerciales regionales; es muy diciente que la provincia de Ocaña, tradicionalmente disputada por los estados de Bolívar y Santander, se haya adoptado como punto limítrofe para separar las dos potestades que dominaron el pequeño mundo masónico colombiano del resto del siglo x¡x29. Pero, en definitiva, el predominio de una militancia fugaz que visitaba las logias más por conveniencia que por convicción hizo de la masonería colombiana del siglo XIX una práctica asociativa de poco rigor simbólico. Por ejemplo, el general Mosquera, luego de la guerra civil de r86o, y más claramente después de la Convención de Rionegro, decidió rodearse de una red de logias ordenadas según una estructura simbólica completamente anómala: se le ocurrió inventarse el grado 34, inexistente en el antiguo rito escocés. Parece que el único fin de esto era autoconferirse la supremacía como máximo protector de la masonería y evitar cualquier competencia del personai civil liberal que había adquirido el grado 33 y que también ostentaba la condición de Gran Maestro. Por supuesto, las logias mosqueristas, que contaron con la participación de notables conservadores, nunca fueron reconocidas por Jos Grandes Orientes de Francia ni de Suiza, a los que debían estar naturalmente subordinadas estas estructuras. Cualquier decisión sobre la recepción de nuevos miembros, el ascenso de un militante o la expulsión de otro tenía que consultarse con el general, entonces presidente de la República. Además, afiliarse a la masonería no parece haber tenido un significado simbólico suficientemente trascendental. Muchos visitaban las logias por curiosidad; otros las veían como prácticas exóticas. Hay que tener en cuenta que la masonería radical que se estableció en Bogotá en 1851 con la fundación de la logia Estrella del Tequendama fue obra de un grupo de artistas españoles y artesanos recién llegados de Venezuela, comandados por el dirigente liberal Manuel
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Ancízar; es decir, la élite liberal bogotana no estaba interesada en darle nacimiento a este tipo de asociación. Manuel Murillo Toro, quizá el más conspicuo dirigente de la facción radical del liberalismo, fue un militante poco asiduo y poco convencido, al punto de que alguna vez le preguntó a su amigo Ancízar: «¿Cuándo dejarán Ustedes esas boberías?)). Otro dirigente radical, Medardo Rivas, fue expulsado del rito de iniciación porque no pudo contener las carcajadas ante algo que le parecía ridículo. El conservador José María Cordovez Moure, cuyo interés en la militancia masónica dependía · del aura protectora de Mosquera y de la ilusión de obtener un puesto público, relata la iniciación del general Daniel Aldana en la logia Filantropía Bogotana como un acto escabroso e inquietante que le hizo dudar de la virilidad de los oficiantes. Muy pocos -insistamos- pusieron en práctica una moral independiente y la llevaron hasta las últimas consecuencias; es decir, hasta el momento de su ceremonia fúnebre. En algunos casos, la escogencia de un ceremonial laico era el resultado de las condenas de Manuel Ancízar. Anónimo, la Iglesia católica, no dispuesta a admitir en sus templos a quien hu- 1910. Galería de notabilidades biera sido dirigente masón. Quienes tuvieron en vida comportamien- colombianas. Colección Banco de la to o evidente filiación protestante escogían más fácilmente el camino República, Bogotá. [14] de una ceremonia laica, muy parecida a la que en la segunda mitad del siglo XIX se había adoptado en el mundo de los librepensadores. La ceremonia fúnebre del médico Juan de Dios Riomalo tuvo Jugar en los salones de la Universidad Nacional en 1876. Manuel Ancízar, principal autoridad de la masonería del centro del país -como que ostentó, al lado del general Mosquera, el título de Serenísimo Gran Maestro-, solicitó para su muerte una ceremonia estrictamente lai-' ca y austera porque consideraba que no debía darle a nadie explicaciones sobre «mis creencias religiosas)); por eso pidió la ausencia de pompas o de ceremonias en templo alguno, de anuncios en las caiJes y de invitaciones mediante esquelas. Simplemente quiso «que mi cuerpo sea trasladado en derechura del lugar en que haya faiJecido al en que haya de ser enterrado))30 • Pero hay que insistir en que estos casos fueron excepcionales; la regla fue que insignes masones terminaran aceptando la visita postrera y triunfal del cura y el ceremonial en templo católico, como sucedió con uno de los fundadores de la logia Estrella del Tequendama, el artista Francisco Villalba, cuyo funeral tuvo lugar en una iglesia de Bogotá en 1869. La superficialidad de la adhesión masónica se plasmó en la trayectoria de conversión o de retorno a la fe católica de insignes masones. Algunos pasaron con sorprendente rapidez de la militancia en la masonería radical de Bogotá a la dirección de formas de sociabilidad católica; por ejemplo, el abogado caucano Juan Nepomuceno Núñez Conto y el escritor José Caicedo Rojas hicieron parte de la primera
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generación de fundadores de clubes políticos liberales y de la logia Estrella del Tequendama entre 1849 y 1851; para 1857, ambos ya hacían parte de la dirección de la Conferencia de San Vicente de Paú! de Bogotá; es más: a Caicedo Rojas se le atribuye la idea de organizar el bazar de los pobres, una actividad que se volvió cotidiana en la agenda de esa asociación. Sin embargo, las conversiones religiosas y las retractaciones públicas de destacados militantes de la masonería radical fueron la prueba más contundente del triunfo y la influencia de la Iglesia católica sobre las vidas privadas. Una conversión religiosa o una retractación puede considerarse un acto individual yprivado, pero una sumatoria de conversiones o retractaciones termina por demostrar el triunfo político de un ideal religioso. Sobre todo en el decenio de 1870, la prensa católica se dedicó a publicitar el retorno a la fe cristiana de antiguos militantes de la masonería. Su regreso al credo en que habían nacido era motivado, principalmente, por su madre, su esposa o sus hijas. En todo caso, la brecha entre una carrera pública de masón y una vida privada anclada en el predominio de una familia católica fue la motivación más directa de su arrepenJosé María Samper representa, junto timiento. Esas retractaciones fueron, por demás, el preámbulo de la a Rafael Núñez, el más evidente cambio de orientación política bajo derrota del liberalismo radical y del ascenso del proyecto político y la presión del establecimiento. cultural de la Regeneración. José María Sarnper. Anónimo, Las retractaciones de los otrora radicales y anticlericales José 1910. Galería de notabilidades colombianas. Colección Banco de la María Samper y Camilo Echeverri fueron. quizá. las más llamativas y las más comentadas por la prensa de la época. En ambos casos, el República, Bogotá. [15] influjo del hogar cristiano del que provenían parece haber sido decisivo. José María Samper inició sus acercamientos a un liberalismo católico hacia 1863; por influencia de su segunda esposa. la escritora Soledad Acosta, decidió retornar a las prácticas religiosas católicas, porque consideraba que su vida pública debía afirmarse en la armonía de su hogar, en el que su esposa y sus hijas eran devotas activistas de la caridad cristiana. En el análisis de su propia conversión, el antiguo anticlerical dijo: «yo sentía que todo el edificio levantado en el fondo de mi alma por la filosofía de los enciclopedistas prime· ro, y después por la de los positivistas, aún más radical y desolado· ra, comenzaba a flaquear, cual si le faltasen puntos de apoyo muy necesarios para su equilibrio y consistencim>11 . Uno de esos puntos de apoyo era su familia católica. Mientras tanto. Camilo Echeverri, fundador, a mitad del siglo, de clubes políticos liberales y militante de la logia anticlerical de Bogotá, no aparecía en los listados de las logias que se instalaron luego de 1858, y en 1876 oficializó ante un 32 cura de Medellín su «feliz regreso al seno de la verdad religiosa» • Una prolongada enfermedad y su estadía en un hospital le hicieron adelantar el balance de su vida y pensar en su familia, sobre todo en su madre. porque, decía Echeverri, «hace mucho tiempo que yo no
cumplo con un acto de piedad [... ] Yo he estado alejado de Dios y ahora me parece necesario que retorne a Él» 33 . Es posible que estos antiguos anticlericales presagiasen la derrota del proyecto laicizante del liberalismo radical o que estuviesen auténticamente convencidos de la necesidad de «una renovación del alma>)34, como lo expresó Echeverri. En todo caso, el retorno al catolicismo pareció ser un paso obligatorio para lograr la admisión oficial en los circuitos ideológicos y políticos del conservatismo. Las retractaciones demuestran el peso agobiante de las admoniciones clericales sobre las vidas de quienes osaron desafiar temporalmente la tutela moral y social de la Iglesia católica. En el estado de Santander, la región del país donde hubo quizás una mayor propensión a las prácticas religiosas y asociativas anticatólicas en el siglo XIX, la Iglesia también fue juez de las vidas privadas de antiguos masones, protestantes y espiritistas. La lectura de libros prohibidos y [a antigua militancia «en la secta masónica» eran impedimentos para casarse y, peor aún, causa de excomunión. En Santander, muchos individuos despreciaron los sermones y las condenas eclesiásticas y se decidieron por el matrimonio civil, que, en r866 y r867, pudo llegar a un promedio de diez contrayentes por mes35 ; pero otros sucumbieron a la inminencia de la muerte o al peso de los compromisos sociales. El camino de la absolución partía de un evento relativamente privado: la confesión solitaria ante el cura del distrito o la retractación en trance de agonía. Pero desde el momento de la confesión, el cura párroco se convertía en intermediario entre el arrepentido y el obispo, único autorizado para otorgar la absolución. En la siguiente_ carta, el cura de Piedecuesta, uno de los distritos santandereanos' considerados fortines del liberalismo radical, informaba al obispo de Pamplona de la confesión del señor Cándido Parra, antiguo miembro de la logia Estrella del Saravita, a quien parecían urgirle la absolución y la autorización para su próximo matrimonio, y de la de una mujer que había reincidido en la lectura de literatura prohibida por la Iglesia católica: Ilustrísimo Obispo. El señor Candido Parra, natural de Aratoca, habiendo vivido algún tiempo en el Socorro, y que hace más de tres años reside en esta parroquia, quiere contraer matrimonio. Mas como dicho señor ha pertenecido como tres años a la secta masónica, no es posible que pueda casarse sin ser absuelto: además, ha leído El judío errante y otros libros prohibidos. Una señora de este mismo pueblo, fue absuelta de la excomunión en que incurrió por haber leído también libros prohibidos, y
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pasados algunos meses tuvo la desgracia de incurrir de nuevo y de esto tuve noticia intra confetionem 36 . En otro testimonio, «un vecino de Cúcuta», también en el estado de Santander, reclamaba, a punto de morir, «los santos sacramentos con que la Iglesia nuestra madre consuela a sus hijos en tan terribles momentos». Pero el inconveniente era que también había sido miembro de la masonería; ante la gravedad de la enfermedad, apeló a sus parientes para que tomasen nota de las palabras con que declaraba su renuncia a la logia Estrella del Saravita y su adhesión «en todo a la Iglesia católica»37• Para que la absolución alcanzara su plenitud y para que el arrepentimiento del individuo tuviese un efecto social y político, el obispo exigía, además, que el antiguo masón quemara en público sus insignias y diplomas y que entregara sus libros a la Iglesia, que se encargaría de quemarlos en otra ceremonia a la que dotaría de especial trascendencia.
Los protestantes y los espiritistas desafían el monopolio religioso de la Iglesia católica
El obispo Manuel José Mosquera encabezó la cruzada en contra de la libertad de cultos y de la llegada de ideas extranjeras a la Nueva Granada. Manuel José Mosquera. José María Espinosa, 1854. Colección Arquidiócesis de Bogotá, Bogotá. 116]
La Iglesia católica colombiana estuvo atenta a las novedades en cuanto a las prácticas religiosas que pudieran poner en entredicho su preeminencia cultural y social. Aunque la legislación liberal de la segunda mitad del siglo XIX promovió las libertades de imprenta y de asociación, la Iglesia se atribuyó una férrea misión de censura y la ejerció a posteriori; es decir, examinó y lanzó veredictos sobre todo lo que se publicaba. Con frecuencia les advertía a los feligreses de los riesgos que corrían si se daban a determinadas lecturas; también publicaba farragosos listados de libros prohibidos y sugería qué debía leerse en la casa, ojalá bajo la estricta vigilancia paterna. La que entre r848 y r886 ejerció la Iglesia católica, institución que sentía relativizada su antigua preponderancia cultural, fue una arbitraria censura de carácter privado. No hay que olvidar que en ese período las constituciones políticas liberales habían instaurado las libertades de imprenta, de opinión y de asociación. Aun así, la censura eclesiástica penetró en el ámbito del hogar. Según la prensa católica, uno de cuyos adalides era el periódico La Caridad, se precisaba privilegiar la lectura en familia, siempre bajo la vigilancia paterna 38 • El arzobispo Mosquera advertía que «el espíritu de incredulidad» podía camuflarse en un libro científico, un poema, una pieza de teatro o
una novela 39• A su vez, el obispo Rafael Celedón proponía en Santa Marta que los padres «tirasen al fuego las serpientes más peligrosas»40. La Iglesia intentó, vanamente, evitar que las mujeres y los artesanos se contagiaran de la moderna peste de la lectura, pero luego, menos a la defensiva, emprendió la difusión de una exitosa literatura ultramontana -los «libros buenos»- y se cuidó de dejar a un lado algunos géneros especialmente peligrosos, como el teatro y la novela. Aun así, la novela fue un género que penetró en los ambientes de la educación doméstica y llegó a manos del personal femenino, como lo demuestran los libros de la muy católica escritora Soledad Acosta de Samper. La introducción de una cultura política radical en el ámbito local sólo contaba con los esfuerzos aislados y excepcionales de algunas familias de notables liberales que tenían que enfrentarse a la tenaz oposición del clero. En Piedecuesta, el general Victoriano de Diego Paredes, un masón que había contribuido a la difusión del protestantismo, instaló en su distrito un colegio tildado de «luterano» por el obispo del distrito vecino de Pamplona. Además del colegio, inaugurado hacia r855, el general Paredes había fundado un club liberal, denominado Sociedad Moralizadora, con los propósitos de «inculcar el espíritu público [... ] formar un buen cabildo, obtener un alcalde de su confianza y fundar un cementerio para todos»41 • La influencia de Paredes se extendió a Bucaramanga, otro distrito santandereano, donde fundó en 1859 otro club radical, denominado La Civilización. En Piedecuesta, la familia del general redactaba un periódico que distribuía gratuitamente, El Liberal de Santander, y contaba con un~ imprenta dotada de instrumentos de litografía, algo excepcional incluso en las imprentas más sofisticadas de Bogotá42 . Sin embargo, la Sociedad Moralizadora desapareció, el colegio fue cerrado y hasta la familia Paredes tuvo que abandonar repentinamente Piedecuesta porque, hacia r86o, el obispo Luis Niño, de Pamplona, organizó, con un grupo de artesanos, una asonada y su colegio fue incendiado. Para el obispo Niño, el ataque contra el colegio de los Paredes en Piedecuesta estaba justificado porque [e]sta[mos] convencidos por hechos notorios, informes fidedignos y observaciones propias que en los colegios pertenecientes a nuestra diócesis, y regentados por el señor Victoriano de Diego Paredes y su esposa, se da a los jóvenes una educación religiosa que no es conforme con los dogmas y preceptos de nuestra Santa Iglesia romana, y que todos los superiores son protestantes o por lo menos de muy dudosa catolicidad43 .
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La preocupación por lo que debía o no debía leer cualquier individuo se aplicó tenazmente contra la difusión de biblias protestantes o biblias no autorizadas por la jerarquía eclesiástica. A la Iglesia católica poco le importaba que algunos impresores y libreros tuviesen el derecho de imprimir y hacer circular cualquier tipo de impreso. El primer peligro de difusión de literatura anticatólica lo encontró el arzobispado de Bogotá en el establecimiento de Jules Simonnot, un librero francés que tuvo el singular mérito de haber sido el primero en Hispanoamérica en traducir y distribuir, en lengua castellana, un 44 compendio de las obras de los principales utopistas europeos . En las décadas de r8so y r86o, la circulación de biblias y la llegada de pastores presbiterianos causó crispación entre el clero católico. Los curas exhibieron sus dotes de organizadores de turbas, las cuales se amotinaban enfrente de talleres de imprenta, de colegios o, simplemente, de casas donde operaban o vivían los «herejes». El 7 de diciembre de 1859 hubo, frente a la Arquidiócesis de Bogotá, un episodio cumbre de las jornadas de persecución a la distribución de versiones «demasiado libres» de la Biblia por parte de las sociedades bíblicas instaladas en Bogotá y Cartagena. El arzobispo Herrán habló de la existencia de biblias «corrompidas y cismáticas» y dio rienda suelta a la inquietud que le ocasionaba su puesta en circulación gratuita por el taller de los impresores Echeverría, en el caso bogotano45. Según el edicto del arzobispo, sus fieles debían consagrarse a confiscar todos los ejemplares en circulación y reunirlos en la oficina del episcopado. En consecuencia, todos los «libros prohibidos» decomisados se quemaron públicamente46 . Leer sin consultar al cura o al jefe del hogar era ya un síntoma de perversión y alertaba el espíritu de vigilancia. Por eso, ante los anuncios, cada vez más numerosos, de cursos gratuitos de lectura que ofrecían algunos artesanos letrados a sus compañeros y ante el aumento de prácticas asociativas que dedicaban parte del sábado o del domingo -en horarios que reñían con la habitual asistencia a misa- a la autoinstrucción, la Iglesia recurrió a lanzar pastorales y anatemas y, más drástica aún, a invadir los ámbitos privados en que se desarrollaban esas prácticas asociativas; dicho de otro modo, la sala o el taller de tal o cual vecino no estaba exento de ser objeto de una asonada porque lo que allí se decía o se hacía no tenía la aprobación de la Iglesia católica y ponía en duda el predominio de sus dogmas. Una práctica asociativa que se separaba tajantemente de los circuitos de la ortodoxia católica fue perseguida especialmente: el espiritismo. No sabemos con exactitud cómo ni cuándo comenzó su implantación en Colombia; lo cierto es que hacia la década de r86o ya se insinuaba una estructura nacional que reunía a sus practicantes
y existían unas cuantas publicaciones periódicas que daban muestras de la lucidez intelectual del grupo dirigente, en que se destacaba el impresor José Benito Gaitán, principal impresor de la prensa liberal radical, en compañía de los hermanos Echeverría, otros tipógrafos que nunca ocultaron su filiación protestante y masónica. El espiritismo fue una fecunda y curiosa cristalización del pensamiento positivista del siglo xix; la conexión entre ambos, precisamente, está por indagarse. Poseía, además, la mezcla de halo místico yexaltación científica que distinguió a los exponentes de esa tendencia filosófica en aquellos tiempos; se presentaba como prueba de los avances de la ciencia y también parecía ser resultado directo de las incertidumbres que constituían la crisis religiosa provocada, justamente, por los adelantos científicos. El espiritismo marchaba, según sus heraldos, al ritmo del progreso científico y era uno de sus frutos más preciados. Esto, para sus promotores, lo dotaba de seriedad, mientras que sus detractores lo señalaban como un asunto de charlatanes. El espiritismo se apoyaba, por un lado, en las virtudes civilizadoras de la ciencia y, por otro, en la democratización del hecho religioso; los espiritistas -o espiritualistas, según otro término que se utilizó en la época- «no estaban dotados de cualidades superiores a las de los demás». Eso significaba que la práctica del espiritismo estaba abierta a cualquier individuo; nadie, en principio, estaba por fuera del círculo del contacto con los espíritus, y eso ya era una afirmación peligrosa a los ojos de la Iglesia católica, apostólica y romana. Para ella, el contacto con los espíritus, cuya existencia su doctrina no negaba, estaba estrictamente restringido a los ministros del culto, al cura -y no a cualquier cura-; entre tanto, Jos espiritistas ofrecían · la encantadora ilusión de poner a cualquier individuo en contacto con lo espiritual y lo sagrado. Aunque admitían una gradación en el mundo de los espíritus, reconocían finalmente que «hay espíritus en todos los órdenes», lo que hacía más accesible ese mundo. Lo divino, en resumen, podía estar cerca de cualquier persona. La Iglesia católica fijó doctrina sobre el terna en 1872, en los números 371 a 379 de la revista, fundada en Roma por el jesuitismo, Civilta Cattolica, cuyos artículos se reunieron en un libro titulado en su versión castellana, El espiritismo en el mundo moderno. Segú~ esta doctrina, incólume todavía en las primeras décadas del siglo xx, el espiritismo era uno de los hijos del protestantismo, una prolongación del libre examen y del libre albedrío que se había fomentado desde la Reforma y, además, una especie de invasión de lo que hasta entonces había sido dominio exclusivo de la Iglesia católica: la experimentación de acontecimientos sobrenaturales. La semejanza entre espiritismo y catolicismo era inquietante porque confundía al creyente incauto: uno y otro aceptaban la existencia de hechos soe
Las representaciones del mundo sobrenatural tuvieron un interesante auge al finalizar el siglo x1x y a comienzos del xx. Sincumplió lugar a un dudas, el espiritismo importante papel en la elaboración de estas representaciones. El ángel de la esperanza. Melitón Rodríguez, I909. Colección Biblioteca Piloto de Medellín, ArchivoPública Fotográfico, Medellín. [17]
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brenaturales, de experiencias que escapaban a la lógica racional; uno y otro creían en la existencia de espíritus que se manifestaban en diversas formas. La diferencia, según la revista, residía en la autenticidad o en la tergiversación de los atributos requeridos para comunicarse con esos espíritus. Por supuesto, la Iglesia católica reclamaba para sí la exclusividad de la preparación de los individuos -muy escogidos- que podían tener tan extraordinario contacto. Mientras tanto, el espiritismo había permitido que hombres, y luego mujeres, sin ninguna iniciación teológica y sin mayores distinciones en el mundo social adquirieran la excepcional facultad de comunicarse con los espíritus. En definitiva, el contacto con seres que ya habían muerto era potestad exclusiva de la Iglesia católica; sólo ella podía administrar la esencia de la «revelación», que era, además, un designio divino. El espiritismo era, por tanto, una práctica que usurpaba tareas «excelsas» sólo atribuibles a la Iglesia católica. Ante la propagación de esas prácticas, la Iglesia recurrió a una vigilancia policiva y atacó sin tregua a las personas que oficiaban como espiritistas. El espiritismo se presentaba, por tanto, como una práctica democratizadora del hecho religioso. Mientras que un católico era un «ser pasivo» que cumplía con unos sacramentos y se sometía a la autoridad eclesiástica, el espiritista ofrecía una filosofía que podía estudiarse y practicarse en grupo. También era una práctica liberadora porque desterraba la idea negativa de la muerte -«la muerte no pone a todo término>>- y otorgaba la esperanza de la reencarnación y de la comunicación con un vaporoso «más allá» que parecía estar más acá. El autor preferido para criticar la idea del «castigo eterno» y proclamar que la muerte «es la más grande de las libertades» era Félicité de Lamennais, el escritor católico más popular entre los artesanos de la segunda mitad del siglo xix47. A esto se agregaba la fe en el progreso, ya que, gracias «al comercio intelectual entre el hombre y los espíritus adelantados», habría «más ciencia y luz» 48 . Por eso, para los núcleos espiritistas, las obras básicas de sus reflexiones provenían, principalmente, de los autores que habían examinado en el siglo XIX la relación entre religión y política y también de los que habían situado el espiritismo en el orden de las prácticas religiosas liberadoras que se imponían sobre la «creencia pasiva» que distinguía al fiel católico49 . De todos modos, los adeptos al espiritismo se formaron en ambientes refinados, de gente vinculada al mundo letrado y con alguna trayectoria en la medicina. Hacia la década de r86o, los iniciados en esta disidencia religiosa eran principalmente impresores, abogados y médicos. Hubo, por ejemplo, una conexión entre los practicantes de la homeopatía, quienes se vincularon episódicamente a los estudios sobre la elefantiasis -un tipo de deformación física que preocupaba
obsesivamente a los cuasicientíficos de la época-, y los «conferencistas», que reunían a los aficionados para dictarles lecciones de espiritismo. La participación de la mujer en el espiritismo pareció ser tardía, o al menos así lo registran las discusiones entre la jerarquía eclesiástica y las mediums denunciadas en los boletines oficiales del catolicismo en la década de 1890. En cualquier caso, la Iglesia católica actuó con beligerancia para desterrar las prácticas espiritistas, fueran tímidas e incipientes, como sucedió en Sogamoso, un distrito al norte de Bogotá, hacia I86g; a comienzos de ese año se había radicado allí Joaquín Calvo, a quien la gente había comenzado a llamar «el espiritista» y que, en efecto, se había dedicado a establecer una «escuela de espiritismo» en la casa de una familia que tenía el inmediato antecedente de haber vivido en Francia, de donde había traído, según la denuncia del cura párroco, una buena cantidad de literatura anticatólica. Luego de un sermón dominical del cura Juan N. Rueda, Calvo comenzó a ser hostigado en el propio salón que le habían facilitado en una casa para impartir sus lecciones; al sentirse intimidado, quiso conciliar con el cura y le solicitó una audiencia privada, pero este se negó a recibirlo porque, según él, «la comunicación civil con los herejes (el señor Calvo es hereje) le está prohibida a los católicos, y con más razón a los sacerdotes». Finalmente, el doctor Calvo tuvo que aceptar un debate público con el cura ante más de cien personas. Parece que este debate se convirtió velozmente en una condena pública de las actividades del supuesto espiritista, que no tuvo otra salida que presentar después, por escrito, una profesión de fe católica y abandonar el distrito casi inmediatamente. Los «discípulos» del «espiritista» dieron testimonio de los asaltos a la casa donde este se hospedaba y de las amenazas de muerte que precipitaron su salida del distrito 5°.
Epílogo: la Regeneración o el ideal de una república católica Las prácticas asociativas del siglo XIX, con la eclosión de formas modernas de sociabilidad, relativizaron el influjo tradicional de la Iglesia católica; pero ella supo adaptarse a las hostilidades del nuevo espacio público y no abandonó jamás su decisión de incidir en las vidas privadas de sus feligreses y de quienes se opusieran transitoria o permanentemente a su código moral. En la segunda mitad del siglo, cuando intentó concretarse el ideal liberal de una Iglesia libre y un Estado libre, aquella institución ejerció de forma privada la vigilancia, la censura y la condena de los comportamientos que,
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fundados en una moral independiente o universal, habían sido estimulados tímida o decididamente por el universo masónico o por la militancia en clubes políticos. En 1886, con el ascenso del proyecto político y cultural de la Regeneración, la religión católica fue elevada a la condición de doctrina oficial del Estado, y cualquier oposición 0 resistencia surgida en e1 mundo de la opinión pública o de las prácticas asociativas tuvo un carácter, si no clandestino o herético, por lo menos disidente. A partir de 1886, por tanto, ser espiritista o masón o protestante o librepensador fue aún más osado y subversivo que antes, porque significaba desafiar el orden intolerante impuesto por una república católica. Notas
4 5 6
9 10 11
«Discurso de Miguel A. Caro», La Caridad, 7, 6 de julio de 1871, pp. 98-100. <>, en Consejo de Bogotá, Correspondances el statistiques, París, Consejo General, 1869-1920, p. 8. José Manuel Groot, Historia eclesiástica y civil de Nueva Granada [1869], t. 3, Caracas, Cooperativa de Artes Gráficas, 1941, p. 105. Claude Langlois, «Le catholicisme au féminin revisité>>, en Alain Corbin y Jacqueline Lalouette (dirs.), Femmes dans la cité, 1815-1871, París, Créaphis, 1996, p. 146. «La caridad>>, La Caridad, 2, 30 de septiembre de 1864, p. 19. «Filosofía religiosa. De la caridad y de la filantropía>>, El Catolicismo, 58, 1 de agosto de 1852, p. 498-499«La misión de caridad de la mujer>>, La Caridad, 22, 17 de febrero de 1865, p. 367. Sylvie Fayet-Scribe, Associations féminines et catholicisme, x1xe et xxe siecle, París, Les Editions Ouvrieres, 1990, p. 47Por ejemplo, Gérard Cholvy e Yves-Marie Hillaire, Histoire religieuse de la France contempomine (18oo-188o), Toulouse, Priva!, 1985, pp. 171-176. Anales de la Sociedad de San Vicente de Paú/, 15, 20 de marzo de 1870, p. 252. Emiro Kastos, Artículos escogidos [1859], Bogotá, Biblioteca Banco Popular, 1972, p.
17412 lbíd. 13 Pierre Rosanvallon, Le Sacre du citoyen (Histoire du sujfrage universel en France), París, Gallimard, 1992, p. 396. 14 «Misión de la mujer», Diario de Cundinamarca, 57, 18 de diciembre de 1869, p. 22715 Patricia Londoño, Religion, Culture and Society in Colombia (Medellin and Antioquia, 1850-1930), Nueva York, Oxford University Press, 2002, pp. 142-143. 16 José M. Vergara, «Revista de la moda>>, La Caridad, 48, 25 de agosto de 1865, pp. 760761. 17 Véase una semblanza de esta religiosa en La Caridad, 26,31 de diciembre de 1868, p. 34518 El editor de La Sociedad, Alejandro Botero Uribe, ofrecía en el periódico la venta de un solar de su propiedad para construir la catedral (u8, 20 de septiembre de 1874, p. 184). 19 Véase David Gueiros Vieira, <>, en Jean-Pierre Bastian, Protestantes, liberales y francmasones (sociedades de ideas y modernidad en América latina, siglo XIX), México, Fondo de Cultura Económica- Cehila, 1990, p. 58; Jean-Pierre Bastian, Los disidentes: sociedades protestantes y revoluciones en México, 1872-19I1, México, Fondo de Cultura Económica- El Colegio de México, 1989, p. 87; Eduardo Torres Cuevas, «Los cuerpos masónicos cubanos durante el siglo XIX>>, en José A. Ferrer Benimeli (coord.), La masonería española entre Europa y América, Zaragoza, Centro de Estudios Históricos de la Masonería Española, 1993, p. 251; Pilar González Berna Ido, Civilité et politique aux origines de la nation argentine, les sociabilités aBuenos Aires, 1829-1862, París, Publications de la Sorbonne, 1999, pp. 222-229. 20 El Syllabus era un catálogo que condenaba «80 errores de nuestro tiempm> y que acompañó la promulgación de la encíclica Quanta cura, en 1864.
21 «>, en Libro de actas del Gran Consejo Administrativo, Cartagena, 186o-1874, BLAA, ms. 791, p. 34; véase también Américo Carnicelli, Historia de la masonería colombiana, 1833-1940. Bogotá, Artes Gráficas, 1975, t. 1, p. 470. 22 Los masones de Cartagena frente a los hombres sensatos, Cartagena, Imprenta de Ruiz e Hijos, 1869, p. 923 lbíd., p. 1524 En 1868, el Gran Tesorero, José Ángel Gómez, proponía <> («>, en Libro de Actas del Gran Consejo Administrativo, Cartagena, 18601874, op. cit., p. 51. 25 Para la masonería del siglo XIX, sustentada en un origen cristiano, san Juan Bautista representaba la iniciación y la purificación. Pero lo que podría considerarse atípico en la masonería afiliada al Supremo Consejo de Cartagena era celebrar la fiesta de san Juan Bautista el 24 de junio en un templo católico y con el apoyo de los miembros del clero. 26 «Carta de la logia Estrella del Tequendama, dirigida al hermano José María Melo>> (Bo· gotá, 16 de junio de 1854), en Biblioteca Nacional de Colombia (BNC), Fondo Pineda (FP), 824, pieza 18. 27 «Carta de Luis García Evia, Venerable Maestro de la logia Filantropía Bogotana, dirigida a los hermanos de las logias del país>> (Bogotá, 1 de mayo de 186o), en ibíd., 824. 28 «Plancha del Serenísimo Gran Maestro Ad vitam>>, Boletín Masónico, 13, jun. 1875, p. 98. 29 Esta división dio origen a un litigio de jurisdicciones entre los dos Grandes Orientes, que se resolvió, luego de mutuas condenaciones y reproches, con un convenio firmado el 21 de enero de 1871. 30 Manuel Ancízar, «Codicilo>> (Bogotá, agosto de 188o), en Archivo Ancízar. 31 José María Samper, Historia de un alma, Bogotá, 1881, p. 329. 32 La Sociedad, 202, 27 de mayo de 1876. 33 Camilo Echeverri, «Noches en el hospital>>, La Caridad, 32, 22 de junio de 1876, p. 505. 34 «Felicitación a Camilo Echeverri>>, El Tradicionista, 4 de julio 1876, p. 1.452. 35 Según revisión de la Gaceta de Santander, Socorro, enero de 1866 a diciembre de 1867. 36 Ar~hivo de la Diócesis de Pamplona, Censuras y retractaciones, t. 1, fol. 39. junio 28 y ¡uho 10 de 1873. Las cursivas son del original. 37 lbíd., t. 11, fol. 49, probablemente de 1882. 38 Ibíd. 39 La Caridad, 43, 21 de julio de 1865, p. 709. 40 «Los malos libros>>, La Caridad, 10, 6 de agosto de 1874, p. 148. 41 «Carta de Victoriano de Diego Paredes a los antiguos miembros de la Sociedad Moraliza-dora>>, El Liberal de Santander, 1, 13 de septiembre de 1862, p. 442 El Liberal de Santander, 2, 27 de septiembre de 1862, p. 2. 43 Gustavo Arboleda, Historia contemporánea de Colombia, t. x, Bogotá, Librería Colombiana, 1919, p. 744 El libro, que reunía extractos del pensamiento de Pierre Leroux, Joseph Proudhon y Louis Blanc, entre otros, se titulaba Análisis del socialismo y exposición clara, metódica e imparcial de los principales socialistas antiguos y modernos, Bogotá, Librairie Simonnot, 1852. 45 El Catolicismo, 304, 9 de febrero de 1858, p. 41. 46 Ibíd., 242, 2 de diciembre de 1856, p.27. Sobre los libros condenados al fuego véase El Catolicismo, 402, 20 de diciembre de 1859, p. 410. 47 Parte moral del Evangelio (explicado por los espíritus perfectos), Bogotá, Imprenta de José Benito Gaitán, en BNC, sala 2, núm. 8398, pp. 38-39. 48 La Nueva idea, 3, 1 de octubre de 1873, p. 3449 Aparte del famoso folleto de Allan Kardec, los dirigentes espiritistas difundieron el libro de Federico Herrenschneider, La religión y la política en la sociedad moderna (1867). 50 Para los detalles de este episodio pueden verse Joaquín Lozano y Lisandro Valderrama, «Una explicación al públicO>> (Sogamoso, abril 19 de 1869), en BNC, FP, 851, pieza 213, y Juan N. Rueda, «Conferencia sobre el espiritismO>> (Bogotá, Imprenta de Ortiz Malo, 1869), en BNC, Fondo Cuervo, núm. 5644.
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El poder, el oro y lo cotidiano en las sociedades indígenas: el caso muisca
r. Llegando por primera vez Colón a las Indias, es recibido por sus habitantes y agasajado con grandes regalos. Grabado de Teodo·ro de Bry, Americae, 1590, s. l. 2. Figura votiva antropomorfa. Altiplano cundiboyacense. Muisca, 6oo d. C.-1600. Colección Museo del Oro, Banco de la República, Bogotá. Fotografía de Rudolf S. 3- Teogonía de los dioses chibchas (detalle). Luis Alberto Acuña, óleo sobre madera, 1935, Bogotá. 4· Figura votiva. Altiplano cundiboyacense. Muisca, 6oo d. C.1600. Colección Museo del Oro, Banco de la República, Bogotá. Fotografía de Clark M. Rodríguez. 5· Entierro de un jefe indígena. Grabado de Teodoro de Bry, Americae, 1590, s. l. 6. Cacica. Anónimo, pintura mural, s. f. Iglesia de Sutatausa, Cundinamarca, Colombia. Foto de Óscar Guarín. 7· Proceso por idolatría al cacique de Lenguazaque Pedro Guyamuche, por tener adoratorio y figuras de oro. Anónimo, 1595. Fondo Caciques e Indios. L. 16, f. 564r. Archivo General de la Nación, Bogotá. 8. Batalla de Chocontá (detalle frontispicio). Lucas Fernández de Piedrahíta, grabado. Historia general de las conquistas del Nuevo Reyno de Granada. Juan Baptista Verdussen, 1688, Amberes. 9. Pectoral. Altiplano cundiboyacense. Muisca, 6oo d. C.-1600. Colección Museo del Oro, Banco de la República, Bogotá. Fotografía de Rudolf S. 10. Figura votiva. Altiplano cundiboyacense. Muisca, 6oo d. C.16oo. Colección Museo del Oro, Banco de la República, Bogotá. Fotografía de Clark M. Rodríguez.
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HISTORIA DE LA VIDA PRIVADA EN COLOMBIA ÍNDICE GENERAL DE IMÁGENES
India chibcha. Dibujo de Urdaneta, grabado de Rodríguez, 188 . 3 Papel Periódico Ilustrado, Bogotá. 12. Cacique Guatavita. Lucas Fernández de Piedrahíta. Historia general de las conquistas del Nuevo Reyno de Granada. Juan Baptista Verdussen, 1688, Amberes. II.
14.
Cómo agasaja el emperador de Guyana a sus nobles cuando los tiene de invitados. Grabado de Teodoro De Bry. Americae, 1590, s.I. 15. Virgen del Rosario con el Niño, santa Bárbara y san Isidro. Vargas de Figueroa (atrib.), óleo sobre tela, siglo XVII. Colección Museo Iglesia Santa Clara, Bogotá.
La elusiva privacidad del siglo XVI Vasco Núñez de Balboa descubriendo el Mar del Sur, conducido por el cacique Panca. Dibujo de Urdaneta, grabado de Rodríguez, 1878. Papel Periódico Ilustrado, Bogotá. 2. Vierten los indios oro fundido en boca de los españoles para saciar su codicia. Grabado de Teodoro De Bry. Americae, 1590, s.I. J Mestiza y zamba. Anónimo, dibujo en tinta y acuarela sobre papel , siglo XVIII. Códex Trujillo de Martínez Compañón y Bujanda, Tomo n. Colección Biblioteca Nacional de España, Madrid. 4. Encomendero Francisco Beltrán Caicedo. Anónimo, óleo sobre tela, siglo XVIII. Colección Museo de Arte Colonial, Bogotá. 5· La fantasía del padre de doctrina: ser señor absoluto. Guamán Poma de Ayala, dibujo sobre papel, Nueva Crónica y Buen Gobierno, 1615, Lima. 6. Fundación de Bogotá. Pedro Alcántara Quijano, óleo sobre tela, 1938. Colección Academia Colombiana de Historia, Bogotá. 7. Cholos en Huairona rezando Doctrina Cristiana. Anónimo, dibujo en tinta y acuarela sobre papel, siglo xvm. Códex Trujillo de Martínez Compañón y Bujanda. Colección Biblioteca Nacional de España, Madrid. 8. Gonzalo Jiménez de Quesada. Anónimo, óleo sobre tela, ca. 1540, número de registro: 557. Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá. 9. San Nicolás de Tolentino. Anónimo, óleo sobre tela, 1656. Colección Agustinos, Cómbita. IO. De cómo cazan los indios. Grabado de Teodoro De Bry. Americae, 1590, s. l. II. El bautizo de Aquimín Zaque. Luis Alberto Acuña, óleo sobre tela, 1950. Colección particular. 12. Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá. Anónimo, óleo sobre tela, siglo XVIII. Colección Museo de Arte Colonial, Bogotá. IJ El campamento de los madianitas (detalle). Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos, óleo sobre tela, ca. noo, número de registro: 3620. Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá. Fotografía de Juan Camílo Segura. I.
La vida en casa en Santa Fe en los siglos xvu y xvm Casa que habitó el barón Humboldt. Dibujo de Urdaneta, grabado de Franco, 1878. Papel Periódico Ilustrado, Bogotá. 2. Perspectiva de la fachada del Cabildo de Antioquia. Anónimo, dibujo sobre papel, 1797. Archivo General de la Nación, Bogotá. 3- Escuela de Bellas Artes. Ricardo Moros Urbina, óleo sobre tela, 1899. Colección Banco de la República, Bogotá. 4. Calle de San Miguel, hoy calle 11. Dibujo de Urdaneta, grabado de Barreto, 1878. Papel Periódico Ilustrado, Bogotá. 5· Nacimiento de la Virgen. Vargas de Figueroa (atrib.), óleo sobre tela, siglo XVII. Colección particular. Tomado de Fernando Restrepo, Los Figueroa: aproximación a su época y a su pintura. Villegas Editores, 1986, Bogotá. 6. Marquesa de san Jorge. Joaquín Gutiérrez, óleo sobre tela, 1775. Colección Museo de Arte Colonial, Bogotá. 7· Biombo de Fernando Caicedo (detalle). Joseph Medina, óleo sobre madera, siglo xvm. Colección particular. Fotografía de Ri-; cardo Rivadeneira. 8. Nacimiento de santo Domingo. Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos, óleo sobre tela, siglo XVII. Colección Museo de Arte Colonial, Bogotá. 9. Devota camino a casa (detalle). James Brown Pinx, acuarela y tinta sobre papel a partir de original de José Manuel Groot, 1842/47. Colección Royal Geographical Society, Londres. IO. Familia de los condes Peñasco ante la Virgen de Guadalupe (detalle). Anónimo, óleo sobre tela, siglo XVIII. Colección particular. 11. Retrato de la familia Fagoaga (detalle). Anónimo, óleo sobre tela, siglo XVIII. Colección particular. 12. Casa de Antonio Nariño, Villa de Leyva. A. Pérez Vargas, óleo sobre tela, s. f. Colección particular. Fotografia de Ricardo Rivadeneira. IJ Martirio de santa Úrsula (detalle). Gaspar de Figueroa, óleo sobre tela, siglo XVII. Colección Museo de Arte Colonial, Bogotá. 14. Casa llamada de los virreyes. Esquina de las Nieves. Dibujo de Urdaneta, 1884. Papel Periódico Ilustrado, Bogotá. 1.
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Ante las llamas de la Inquisición Palacio de la Inquisición. Cartagena, siglo XVIII. Archivo fotográfico Santillana, Bogotá. 2. Escudo de la Inquisición. Grabado de Historia Inquisitionis de ph. Limborch, 1692, Ámsterdam. 3· Dama con esclava. Manuel María Paz, acuarela, 1853- Comisión Corográfica. Colección Biblioteca Nacional de Colombia, Bogotá. 4· La audiencia. Genaro del Valle, grabado. Anales de la Inquisición, 1868, Madrid. 5. Un auto de fe en el pueblo de San Bartolomé Otzolotepec (detalle). Anónimo, óleo sobre tela, I7I6. Colección Museo Nacional de Arte, México D. F. 6. Fragmento de un proceso contra Juan López da Silva, de origen portugués, quien había pasado cerca de cinco años en la cárcel, antes de serie aceptada su defensa. Siglo XVII, Fondo Inquisición Cartagena, Relaciones de causas. Legajo 4816. Archivo General de Indias, Sevilla. 7· Tormento de rueda. Nuño Gonzálvez, litografía. Genaro del Valle, Anales de la Inquisición, 1868, Madrid. 8. Teodoro de Bry, Americae, 1590, s. l. 9· San Agustín aplastando la herejía. Anónimo, óleo sobre tela, siglo xv11. Colección Museo de Arte Colonial, Bogotá. I.
La práctica de la interioridad en los espacios conventuales neogranadinos I.
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Madre María de Santa Teresa. Anónimo, óleo sobre tela, siglo xvm. Colección Convento de Santa Inés, Bogotá. Sor Josefa del Castillo. Anónimo, óleo sobre tela, siglo XIX. Colección Banco de la República, Bogotá. Santa Clara de Asís. Anónimo, óleo sobre tela, siglo XVII. Colección Museo Iglesia Santa Clara, Bogotá. Santo Tomás de Villanueva. Anónimo, óleo sobre tela, siglo xvn. Colección Museo Iglesia Santa Clara, Bogotá. Catalina Ricci en éxtasis. Anónimo, óleo sobre madera, q85. Colección Banco de la República, Bogotá. Nazarenas de san Agustín. Gregario Vásquez de Arce y Ceballos, óleo sobre tela, siglo XVII. Colección particular. Tomado de Roberto Pizano, Gregario Vásquez. Villegas Editores, 1985, Bogotá. Josepha del Espíritu Santo. Anónimo, óleo sobre tela, 18q. Colección Convento de Santa Inés, Bogotá.
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8. Luisa Manuela del Sacramento. Victoriano García Romero (atrib.), óleo sobre tela, ca. 1809. Colección Banco de la República, Bogotá. 9· Retrato Juan de Herrera. Anónimo, óleo sobre tela, siglo xvm. Colección Banco de la República, Bogotá. ro. Juicio Final. Gregario Vásquez de Arce y Ceballos, óleo sobre tela, siglo xvn. Colección Iglesia San Francisco, Bogotá.
De la pintura y las Vidas ejemplares coloniales, o de cómo se enseñó la intimidad 1.
Presentación de la Virgen. Gregario Vásquez de Arce y Ceballos, óleo sobre tela, siglo xvn. Colección particular. Tomado de Roberto Pizano, Gregario Vásquez. Villegas Editores, 1985, Bo-
gotá. Visión de san Ignacio de Loyola. Gregario Vásquez de Arce y Ceballos, óleo sobre tela, siglo xvn. Colección Museo Iglesia Santa Clara, Bogotá. 3- Sagrada Familia. Anónimo, óleo sobre tela, siglo xvn. Colección Agustina, Bogotá. 4· Retrato de Doña Antonia de Pastrana. Anónimo, óleo sobre tela, siglo XVII. Colección Museo Iglesia Santa Clara, Bogotá. 5· San Juan Nepomuceno. Anónimo, óleo sobre tela, siglo xvm. Colección Banco de la República, Bogotá. 6. La muerte de san José. Gregario Vásquez de Arce y Ceballos; óleo sobre tela, siglo XVII. Colección particular. Tomado de Roberto Pizano, Gregario Vásquez. Villegas Editores, 1985, Bogotá. 7· San José con el Niño. Gaspar de Figueroa, óleo sobre tela, siglo XVII. Colección Museo Iglesia Santa Clara, Bogotá. 8. San Francisco de Asís. Anónimo, óleo sobre tela, siglo XVII. Colección Agustina, Bogotá. 9· María Magdalena. Angelino Medoro, óleo sobre tela, 1587- Colección Museo de Arte Colonial, Bogotá. ro. San Pedro Alcántara. Anónimo, óleo sobre tela, siglo xvn. Colección Iglesia de San Juan de Dios, Bogotá. 11. Sagrada Familia. Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos, óleo sobre tela, siglo XVII. Colección particular. Tomado de Roberto Pizano, Gregario Vásquez. Villegas Editores, 1985, Bogotá. 12. Hogar de Nazareth. Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos, óleo sobre tela, 1685. Colección Museo de Arte Colonial, Bogotá.
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Los sentimientos coloniales: entre la norma y la desviación
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La diversión y la privacidad de los esclavos neogranadinos
r. Desposorios de la Virgen y José. Gregario Vásquez de Arce y Ce-
ballos, óleo sobre tela, 1680. Colección particular. Tomado de Roberto Pizano, Gregario Vásquez. Villegas Editores, 1985, Bogotá. 2. Biombo de Domingo Caicedo (detalle), Joseph Medina, óleo sobre madera, 1738. Colección particular. Fotografía de Ricardo Rivadeneira. 3. Ajuste de Casamiento de Yndios. Anónimo, dibujo en tinta y acuarela sobre papel, siglo XVIII. Códex Trujillo de Martínez Compañón y Bujanda. Colección Biblioteca Nacional de España, Madrid. 4. Susana en el baño casta. Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos, óleo sobre tela, siglo XVII. Colección Museo de Arte Colonial, Bogotá. 5. De español y castiza, español (detalle). Francisco Clapera, óleo sobre tela, siglo XVIII. Colección Museo Nacional de Historia, México D. F. 6. Yapanga y mestizo del Cauca. Manuel María Paz, ilustraciones de la Comisión Corográfica, 1853. Colección Biblioteca Nacional de Colombia, Bogotá. 7. Otoño. Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos, óleo sobre tela, 1675. Colección Museo de Arte Colonial, Bogotá. 8. Biombo con la escena de un sarao en la casa de campo de San Agustín de las Cuevas (detalle). Anónimo, óleo sobre tela, segunda mitad del siglo XVIII. Colección Museo Nacional de Historia, México D. F. 9. Desposorios de José y la Virgen. Vargas de Figueroa, óleo sobre tela, siglo XVII. Colección Museo Iglesia Santa Clara, Bogotá. JO. La recolección del maná (detalle). Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos, óleo sobre tela, siglo XVII. Colección Capilla del Sagrario, Bogotá. Tomado de Roberto Pizano, Gregario Vásquez. Villegas Editores, 19l!5, Bogotá. · u. Virgen de la Piedad con donantes (detalle). Baltasar de Figueroa, óleo sobre tela, siglo XVII. Colección Museo Iglesia Santa Clara, Bogotá. 12. Dos muchachos besándose (detalle). Bartolomeo Cesi, grabado sobre papel, siglo XVI. Galería Uffici, Florencia.
Baile de negritos. Anónimo, dibujo en tinta y acuarela sobre papel, siglo XVIII. Códex Trujillo de Martínez Compañón y Bujanda. Colección Biblioteca Nacional de España, Madrid. 2. Vista de una calle de Nóvita. Manuel María Paz, acuarela, 1853. Comisión Corográfica. Colección Biblioteca Nacional de Colombia, Bogotá. 3- Chocó: vista del río San Juan. Manuel María Paz, acuarela sobre papel, 1853- Comisión Corográfica. Colección Biblioteca Nacional de Colombia, Bogotá. 4. Aspecto exterior de las casas de Nóvita. Manuel María Paz, acuarela sobre papel, 1853- Comisión Corográfica. Colección Biblioteca Nacional de Colombia, Bogotá. 5· Grabado de Pedro Claver. Joseph Fernández. Tomado de Apostólica y Penitente vida de el v.p. Pedro Claver de la compañía de Jesús. Editorial Diego Dormer, 1666, Zaragoza. 6. Orillas del Magdalena. El baile del angelito. Fran¡;ois Désiré Roulin, acuarela sobre papel, ca. 1823- Colección Banco de la República, Bogotá. 7· Tipo negro del Magdalena. Edward Walhouse Mark, acuarela sobre papel, 1845. Colección Banco de la República, Bogotá. 8. Negros tocando marimba y bailando. Anónimo, dibujo en tinta y acuarela sobre papel, siglo XVIII. Códex Trujillo de Martínez Compañón y Bujanda. Colección Biblioteca Nacional de España, Madrid. 9· Modo de lavar el oro en Barbacoas. Manuel María Paz, acuarela sobre papel, 1853. Comisión Corográfica. Colección Biblioteca Nacional de Colombia, Bogotá. JO. Esclavos músicos. Anónimo, dibujo en tinta y acuarela sobre papel, siglo XVIII. Códex Trujillo de Martínez Compañón y Bujanda. Colección Biblioteca Nacional de España, Madrid. 11. Pedro Claver. Anónimo, óleo sobre tela, siglo XVIII. Colección Iglesia de San Ignacio, Bogotá. 12. Venta de aguardiente en el pueblo de Lloró. Manuel María Paz, acuarela sobre papel, 1853- Comisión Corográfica. Colección Biblioteca Nacional de Colombia, Bogotá. 1.
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4· Retrato de una dama santafereña (Magdalena Ortega de Nariño). Joaquín Gutiérrez, óleo sobre tela, 1801, número de registro: 4122. Colección Museo de la Independencia- Casa del Florero, Bogotá. 5· Antonio Nariño. Luis García Hevia, óleo sobre tela, ca. 1840, número de registro: 1804. Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá. 6. Batalla de Tacines. José María Espinosa, óleo sobre tela, ca. 1850, número de registro: 2513- Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá. 7· Juramento de Antonio Nariño en la iglesia de San Agustín (detalle). Francisco Antonio Cano, óleo sobre tela, 1926, número de registro: 2128. Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá.
«Cuerpos bárbaros» y vida urbana en el Nuevo Reino de Granada (siglo xvm) 1. La calle Real, a la altura de la iglesia la Veracruz y San Francisco. Pablo Emilio Achury, acuarela sobre papel, siglo XIX, número de registro: oo8o. Colección Museo de la Independencia- Casa del Florero, Bogotá. 2. Retrato del virrey Manuel de Guirior. Joaquín Gutiérrez, óleo sobre tela, siglo xvm. Colección Museo de Arte Colonial, Bogotá. 3· Detalle del Mapa del Cantón del Cocuy, entre el río Chicamocha y la sierra Nevada, siglo xvm. Mapoteca, Archivo General de la Nación, Bogotá. 4. La creación de Eva. Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos, óleo sobre tela, siglo xv11. Colección particular. Tomado de Roberto Pizano, Gregario Vásquez. Villegas Editores, 1985, Bogotá. 5. Champan Sur la Magdalena. Fran¡¡:ois Désiré Roulin, grabado iluminado sobre papel, s. f. Colección Banco de la República, Bogotá. 6. Tren de viaje de un cura en tierras altas. Costumbres neogranadinas. Ramón Torres Méndez, dibujo sobre papel, 1853. Colección Banco de la República, Bogotá. 7· Plaza de San Victorino. Anónimo, acuarela sobre papel, 1840. Colección Banco de la República, Bogotá. 8. El rancho de San Miguel. Anónimo, s. f. Tomado de América Pintoresca, descripción de viajes al nuevo continente por los más modernos exploradores. Carlos Wiener, Doctor D. Charnay Crevaux et al., Montaner y Simón Editores, 1884, Barcelona. 9· La peste. Anónimo, óleo sobre tela, siglo XVII. Colección Agustina, Bogotá. 10. Juan Bautista degollado (detalle). Anónimo, óleo sobre tela, siglo XVIII. Colección Museo de Arte Colonial, Bogotá. 11. Palacio Arzobispal. Dibujo de Urdaneta, grabado de Greñas, 1878. Papel Periódico Ilustrado, Bogotá.
La vida privada de algunos hombres públicos de Colombia: de los orígenes de la República a 1880
La deconstrucción del héroe: tres etapas de la vida de Antonio Nariño
Antonio Nariño. José María Espinosa, carboncillo y lápiz sobre papel, 1825, número de registro: 4386. Colección Museo de la Independencia - Casa del Florero, Bogotá. 2. Antonio Nariño. José María Espinosa, óleo sobre tela, 1856, número de registro: 4. Colección Museo de la IndependenciaCasa del Florero, Bogotá. 3- Detalle de una carta de Nariño, sin datos.
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1. La muerte del general Santander. Luis García Hevia, óleo sobre tela, 1841, número de registro: 553- Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá. Fotografía de Juan Camilo Segura. 2. Fragmento de carta de Bolívar a Manuelita, copiada por José María Espinosa, s. f. Archivo General de la Nación. Sección Colecciones Enrique Ortega. Series Generales y Civiles. Caja 79, carpeta 286, doc. N". 76, Bogotá. 3- Francisco de Paula Santander. Pedro José Figueroa, óleo sobre tela, ca. 1821, número de registro: 5262. Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá. 4. Francisco de Paula Santander. Luis García Hevia, óleo sobre tela, ca. 1840, número de registro: 461. Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá. 5. Manuel Rodríguez Torices. Luis García Hevia, óleo sobre tela, 1837. Pinacoteca del Colegio del Rosario, Bogotá. 6. Clase de dibujo en San Bartolomé. Dibujo de Urdaneta, r884. Papel Periódico Ilustrado, Bogotá. 7· Santander en traje de civil. Antonio Salas Pérez, óleo sobre tela, ca. 1829, número de registro: 3677- Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá. 8. Estatua de Rafael Núñez. Anónimo, fundición en bronce, ca. 1885, número de registro: 2530. Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá. Fotografía de Juan Camilo Segura. 9. El Libertador Bolívar. José María Espinosa 1Joseph Lemercier, litografía, ca. 1840, número de registro: 1813- Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá.
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Retrato del arzobispo Manuel José Mosquera y Arboleda. José Miguel Figueroa, óleo sobre tela, 1842, número de registro: 544. Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá. Fotografia de Juan Camilo Segura. n. Caldas marcha al suplicio. Alberto Urdaneta, óleo sobre tela, ca. 188o, número de registro: 556. Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá. Fotografía de Juan Camilo Segura. 10.
El catolicismo confrontado: las sociabilidades masonas, protestantes y espiritistas en la segunda mitad del siglo XIX Alegoría de la Nación (detalle). S. A. Cuéllar, óleo sobre tela, 1938, número de registro: 3596. Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá. 2. Ambrosio López, «Mutero». José María Espinosa, acuarela sobre papel, ca. 1850, número de registro: 846. Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá. 3- El azote de Bogotá. Dibujo de Urdaneta, grabado de Rodríguez, 1878. Papel Periódico Ilustrado, Bogotá. 4. Escena jocosa. Vagamunderías bogotanas. José María Espinosa, acuarela y tinta china sobre papel, ca. 1875, número de registro: 841. Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá. 5· La caridad. Dibujo de Urdaneta, grabado de Rodríguez, 1878. Papel Periódico Ilustrado, Bogotá. 6. Juramento de Antonio Nariño en la iglesia de San Agustín (detalle). Francisco Antonio Cano, óleo sobre tela, 1926, número de registro: 2128. Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá. 7. Soledad Acosta de Samper. Anónimo, grabado, 1910. Galería de notabilidades colombianas. Colección Banco de la República, Bogotá. 8. Lavadoras de oro. Río Guadalupe. Manuel María Paz, acuarela sobre papel, 1853- Comisión Corográfica. Colección Biblioteca Nacional de Colombia, Bogotá. 9. Mendigos. Gabriel Carvajal, fotografía, 1944. Colección Biblioteca Pública Piloto de Medellín, Archivo Fotográfico, Medellín. 10. Tomás Cipriano de Mosquera. Anónimo, fotografía, 1910. Galería de notabilidades colombianas. Colección Banco de la República, Bogotá. 11. Escudo del Supremo Consejo Neogranadino del grado 33, para la República de la Nueva Granada, con sede en Cartagena,fundado el 19 de junio de 1833, Bogotá. I.
12. José María Me/o. John Armstrong Bennet, daguerrotipo, ca. 1850, número de registro: 2856. Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá. IJ Medardo Rivas. Anónimo, fotografía, 19IO. Galería de notabilidades colombianas. Colección Banco de la República, Bogotá. 14. Manuel Ancízar. Anónimo, fotografía, 19IO. Galería de notabilidades colombianas. Colección Banco de la República, Bogotá. 15. José María Samper. Anónimo, fotografía, 1910. Galería de notabilidades colombianas. Colección Banco de la República, Bogotá. 16. Manuel José Mosquera. José María Espinosa, óleo sobre tela, 1854. Colección Arquidiócesis de Bogotá, Bogotá. J7. El ángel de la esperanza. Melitón Rodríguez, fotografía, 1909. Colección Biblioteca Pública Piloto de Medellín, Archivo Fotográfico, Medellín.
Sobre los autores
ADRIANA MARíA ALzArE EcHEVERRI. Historiadora de la Universidad de Antioquia. DEA en Historia y Civilizaciones de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (EHESS), París. Doctora en Historia de la Universidad de París 1 (Panthéon-Sorbonne). Docente e investigadora de la Universidad del Rosario, donde es en la actualidad directora del Programa de Historia. Se ha desempeñado como investigadora en el Centro Coordinador de la Investigación de la Federación Internacional de Universidades Católicas (París) y en el Departamento de Historia de la Universidad de Antioquia. Es autora de Los oficios médicos del sabio. Contribución al estudio del pensamiento higienista de José Celestino Mutis (1999) y Suciedad y orden. Reformas sanitarias borbónicas en la Nueva Granada, I760-I8IO (2007) y de diversos artículos sobre historia colonial neogranadina. ([email protected])
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JAIME HuMBERTO BoRJA GóMEZ. Doctor en Historia de la Universidad Iberoamericana (México D. F.). Profesor Asociado del Departamento de Historia de la Universidad de los Andes de Bogotá. Entre sus últimos libros se encuentran Rostros y rastros del demonio en el Nuevo Reino de GraiUlda. Indios, negros, judíos, mujeres y otras huestes de Satanás (1998) e Indios medievales. Construcción del idólatra y escritura de la historia en una crónica del siglo XVI (2002) (mención de honor, premio Alejandro Ángel Escobar, 2001). Autor de artículos especializados para revistas y libros colectivos de historia colonial. En la actualidad investiga acerca de representaciones en la pintura colonial neogranadina, como resultado de lo cual hay varios artículos, entre los que se destacan «Cuerpos barrocos y vidas ejemplares: la teatralidad de la autobiografía» y «El discurso visual del cuerpo neogranadino». Próximamente publicará los libros Pintura y cultura barroca en la Nueva Granada. Los discursos del cuerpo y Vidas ejemplares y construcción del sujeto colonial. ([email protected])
HISTORIA DE LA VIDA PRIVADA EN COLOMBIA SOBRE LOS AUTORES
DIANA Luz CEBALLOs GóMEZ. Doctora en Estudios de la Cultura de la Universidad de Tubinga, Alemania. Profesora Asociada de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín. Historiadora de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín. Premio Nacional de Cultura -Historia- 2000. Ha publicado Hechicería, brujería e Inquisición en el Nuevo Reino de Granada. Un duelo de imaginarios (r996), Hexerei und Zauberei im Konigreich Granada. Eine Untersuchung magischer Praxen y «Quien tal haze que tal pague>>. Sociedad y prácticas mágicas en el Nuevo Reino de Granada (2001), así como capítulos de obras colectivas y artículos en revistas nacionales e internacionales. ([email protected])
sido el surgimiento de cacicazgos en el norte de Colombia, el contexto social y político de la metalurgia muisca y el intercambio prehispánico. Entre sus publicaciones se encuentran Mercados, poblamiento e integración étnica entre los muiscas, siglo XVI (Bogotá, Banco de la República), Noticias de caciques muy mayores (Universidad de Antioquia), Arqueología regional en el territorio muisca (Universidad de Pittsburgh) y Poblamiento prehispánico de las bahías de Santa Marta (Universidad de Pittsburgh). Actualmente trabaja en el tema del desarrollo de las ideas sobre el pasado indígena en Colombia y Venezuela. ([email protected]) GILBERTO LoAIZA CANo. Doctor en Sociología de la Universidad París III - Iheal y magíster en Historia de la Universidad Nacional de Colombia. Profesor asociado del Departamento de Historia de la Universidad del Valle y miembro del grupo de investigación Nación, Cultura y Memoria. Ha publicado dos biografías: Luis Tejada y la lucha por una nueva cultura (r995) y Manuel Ancízar y su época: biografia de un político hispanoamericano del siglo XIX (2003). [email protected])
LUis MIGUEL CóRDOBA ÜCHOA. Profesor Asociado de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín. Entre sus publicaciones se encuentran «Los mil forajidos de Antioquia y los mohanes de EbéjicO» (Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura), De la quietud a la felicidad. La villa de Medellín y los procuradores del cabildo entre r675 y I785 (Instituto Colombiano de Cultura Hispánica) y «Visiones imperiales desde la cárcel de Cartagena. El conocimiento geográfico y las redes del comercio ilícito» (XIII Congreso Colombiano de Historia, 2006). ([email protected])
MARÍA DEL PILAR LóPEZ PÉREZ. Arquitecta de la Universidad Nacional de Colombia. Directora del Instituto de Investigaciones Estéticas de la Facultad de Artes de la Universidad Nacional de Colombia. Forma parte de la coordinación de la Maestría en Conservación del Patrimonio Cultural Inmueble. Ha publica-, do En torno al estrado (r996), El oratorio: espacio doméstico en la casa urbana en Santa Fe, siglos XVI y xvm (2003) y El escritorio de El Bestiario (2003). ([email protected])
RAFAEL ANTONIO DíAz DíAz. Doctor en Historia por El Colegio de México y magíster en Estudios de África Subsahariana. Profesor Titular del Departamento de Historia, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad Javeriana. Especialista en la historia de África, las diásporas africanas y los procesos de formación de las culturas afrocoloniales. Entre sus publicaciones más relevantes se cuentan Esclavitud, región y ciudad. El sistema esclavista urbano y urbano-regional en Santafé de Bogotá, I700-I750 (zoor) y «Matrices coloniales y diásporas africanas: hacia una investigación de las culturas negra y mulata en la Nueva Granada» (2003), «Entre demonios africanizados, cabildos y estéticas corpóreas: aproximaciones a las culturas negra y mulata en el Nuevo Reino de Granada» (2005) y «Las culturas negras en Colombia» (2007). (rdiaz@ javeriana.edu.co) CARL HENRIK LANGEBAEK. Doctor en Antropología de la Universidad de Pittsburgh. Trabaja en la Universidad de los Andes en Bogotá. Ha sido becario Dumbarton Oaks de la Universidad Harvard (en Washington D. C). Sus principales intereses han
AíDA MARTÍNEZ CARREÑo 1. Fue miembro de la Academia Colombiana de Historia y fundadora del Museo del Siglo XIX, del Fondo Cultural Cafetero, en Bogotá. Autora, entre otros libros, de La prisión del vestido (1995), Extravíos: el mundo de los criollos ilustrados (Premio Colcultura 1995) y La guerra de los Mil Días: testimonios de sus protagonistas. Coeditó junto a Pablo Rodríguez el libro Placer, dinero y pecado: historia de la prostitución en Colombia (2000).
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MARiA PIEDAD QuEVEDO ALVARADO. Magistra en Historia de la Universidad Javeriana y profesional en Estudios Literarios de la misma universidad. Profesora del Departamento de Literatura de la Universidad Javeriana. Sus intereses investigativos se centran en las literaturas coloniales, la hagiografía, la historia
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HISTORIA DE LA VIDA PRIVADA EN COLOMBIA de la mística y de la santidad en América, la relación entre escritura y prácticas sociales, el barroco indiano y los debates en torno a los vínculos teóricos y críticos entre historia y literatura. Es autora de Un cuerpo para el espíritu. Mística en la Nueva Granada: el cuerpo, el gusto y el asco. 1680-1750 (2007). ([email protected]) PABLO RoDRÍGUEZ JIMÉNEZ. Historiador de la Universidad del Valle y doctor en Historia por la Unam. Profesor de la Universidad Nacional de Colombia y catedrático de la Universidad Externado de Colombia. Algunos de sus libros son Seducción, amancebamiento y abandono, Sentimientos y vida familiar en el Nuevo Reino de Granada, En busca de lo cotidiano: honor, sexo, fiesta y sociedad y Testamentos indígenas de Santafé de Bogotá. Ha coordinado los libros La familia en lberoamérica, 1550-1980 e Historia de la infancia en América Latina. ([email protected]) VícTOR M. URIBE URÁN. Doctor en Historia, magíster en Ciencias Políticas y especialista en Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Pittsburgh. Abogado de la Universidad Externado de Colombia. Ha sido director del Departamento de Historia y es actualmente profesor asociado del mismo y de la Facultad de Derecho de la Universidad Internacional de Florida (Miami). Ha escrito varios trabajos sobre aspectos sociales y políticos del momento revolucionario en Hispanoamérica, en particular sobre Colombia. Una de sus obras más conocidas es «Honorable Lives»: Lawyers, Family, Society and Politics in Colombia, 1780-1850 (Pittsburgh, 2000). Sus dos más recientes artículos sobre temas de historia legal aparecieron en el Journal of Latin American Studies y en la revista Compara ti ve Studies in Society and History. Actualmente es director del Programa de Reforma y Modernización de la Justicia que la Universidad Internacional de Florida adelanta en Colombia entre 2006 y 20II bajo contrato con la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid). ([email protected])
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