UN CANTO NUEVO PARA EL SEÑOR
VERDAD E IMAGEN 145 Colección dirigida por Ángel Cordovilla Pérez
Ex Bibliotheca Lordavas Obras de Joseph Ratzinger publicadas por Ediciones Sígueme:
- Introducción al cristianismo (Vel 16) - Un canto nuevo para el Señor (Vel 145) - Fe, verdad y tolerancia (Vel 163) - La fraternidad de los cristianos (Velm 18)
JOSEPH RATZINGER
UN CANTO NUEVO PARA EL SENOR La fe en Jesucristo y la liturgia hoy
SEGUNDA EDICIÓN
EDICIONES SÍGUEME SALAMANCA 2005
Ex Bibliotheca Lordavas
Cubierta diseñada por Christian Hugo Martín Tradujo Manuel Olasagasti Gaztelumendi del original alemán Ein neues Liedfor den Herrn © Verlag Herder, Freiburg im Breisgau 1995 © Ediciones Sígueme S.A.U., 1999 C/ García Tejado, 23-27 - E-37007 Salamanca 1 España Tlf: (34) 923 218 203 - Fax: (34) 923 270 563 e.mail:
[email protected] www.sigueme.es ISBN : 84-301-1329-0 Depósito legal: S. 596-2005 Impreso en España 1 Unión Europea Imprime: Gráficas Varona S.A. Polígono El Montalvo, Salamanca 2005
PROLOGO
En los años del movimiento litúrgico, y también en los inicios de la reforma litúrgica conciliar, muchos creyeron que el tema de un modelo litúrgico adecuado era un asunto puramente pragmático, una búsqueda de la forma de celebración más accesible al hombre de nuestro tiempo. Hoy está claro que en la liturgia se ventilan cuestiones tan importantes como nuestra comprensión de Dios y del mundo, nuestra relación con Cristo, con la Iglesia y con nosotros mismos: en el campo de la liturgia nos jugamos el destino de la fe y de la Iglesia. La cuestión litúrgica ha cobrado hoy una relevancia que antes no podíamos prever. En el decenio anterior fui invitado repetidas veces a dar conferencias sobre liturgia y música eclesial. Yo no podía pronunciarme, evidentemente, sobre esta problemática desde la perspectiva de la ciencia musical, para lo que carecía de competencia; sólo podía iluminar los aspectos teológicos. Aun así, el tema parece muy alejado del núcleo de nuestros problemas teológicos y litúrgicos, un tema más bien marginal. Pero a medida que ahondaba en la cuestión me fui convenciendo de que en ella se debatía la esencia de la liturgia. De este modo mis tanteos sobre liturgia y música eclesial se convirtieron por lógica natural en estudios sobre la esencia de la liturgia cristiana. Tales estudios, junto con un trabajo sobre el domingo cristiano y una conferencia sobre el significado de la casa de Dios para la liturgia de los cristianos, constituyen la parte principal de este libro, que desde diversos enfoques permite contemplar, según espero, los elementos esenciales de una teología del culto divino. A esta parte, que es la segunda en el libro, he antepuesto tres estudios sobre la fe en Cristo y la esperanza de los cristianos fundada en ella. La relectura de los textos desde la distancia de
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Prólogo
muchos años me ha persuadido de que la búsqueda de criterios para la renovación litúrgica se reduce en el fondo a la pregunta: «¿Quién creéis que es el Hijo del hombre?» (cf. Mt 16, 14s). Por eso, esta primera parte me parece imprescindible para situar las cuestiones litúrgicas en la perspectiva justa. Sólo una estrecha unión con la cristología puede posibilitar el desarrollo fecundo de una teología y una praxis de la liturgia. En la última sección he añadido un diálogo sobre la penitencia cristiana y una conferencia sobre el camino para el servicio sacerdotal. Una liturgia bien entendida va siempre más allá del recinto eclesial, hasta alcanzar la vida activa. Esto aparece con especial claridad en la penitencia. Esta no se puede «celebrar» sin más; hay que vivirla y padecerla; pero necesita un punto de apoyo litúrgico que la oriente y eleve del terreno estéril de lo meramente moral hasta el espacio de la gracia y del sacramento. Ningún otro sacramento ha sufrido en los últimos decenios una crisis tan grave como la penitencia. Pero la liturgia es una unidad resultante de todos los sacramentos, y si una parte esencial de esa unidad enferma o entra en agonía, el riesgo afecta a toda la liturgia y a todos los sacramentos. Por eso me parece imprescindible, en el contexto del tema litúrgico, hacer una reflexión sobre la penitencia como unidad de sacramento y vida. Sé muy bien que mi exposición sobre la materia es muy insuficiente; pero he creído necesario incluirla en este libro, al menos para impulsar otras reflexiones y estudios. Por último, entiendo que el tema de la adecuada preparación para el sacerdocio viene a refejar, una vez más y de modo elocuente, la cuestión general de nuestra preparación integral para el culto divino; por eso he considerado pertinente colocar una meditación sobre esta materia al final del libro. He reelaborado todos los trabajos antes de incluirlos en la presente obra para darles una unidad, dentro de lo posible. No he logrado evitar del todo las repeticiones ni superar el carácter fragmentario de las distintas secciones. Al final sólo me cabe esperar que estos ensayos, con todas sus insuficiencias, puedan ofrecer una ayuda a la fe y servir para su realización en la liturgia y en la vida. Joseph Ratzinger, cardenal
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Jesucristo, centro de nuestra fe y fundamento de nuestra esperanza
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l. Indicaciones sobre el origen y finalidad del presente estudio
Redacté este trabajo el año 1989 como lección final de un curso de verano en la Universidad Complutense de El Escorial, Madrid. Representantes de las distintas disciplinas teológicas que llegaron de diversos países y confesiones habían expuesto a los oyentes, durante una semana, todo el espectro del debate teológico actual en torno a la figura de Cristo. Al final me tocó ofrecer algo así como una síntesis de la cristología para hoy 1• Sabía que una hora sólo daba para sugerir las líneas maestras y apuntar algunas orientaciones. Pero ¿con qué criterios debía hacer la selección? Como la palabra «hoy» figuraba en el título, me pareció obligado no tomar este hoy en sentido demasiado estricto. Cristo es una figura histórica; en este sentido posee un «ayer» que no podemos soslayar: hay que destacar el sentido permanente de la dimensión histórica, que fue abordada ampliamente en las conferencias. Pero Cristo resucitó, y por eso no queda circunscrito al ayer: nos encontramos con él hoy. El increyente tampoco puede negar que Cristo es un hecho actual; no preguntaríamos por su pasado si no existiera este «hoy». Es más, todo el mensaje de Jesús va dirigido a atraer a los hombres al «reino de Dios» y, por tanto, a sobrepasar el marco del tiempo. Creí que debía abordar en una parte introductoria estas dimensiones de la fe en Cristo y exponer las imágenes principales que se han ido formando sobre él en el curso de la historia. l. Las conferencias están impresas en el volumen Universidad Complutense de Madrid, Jesucristo hoy, Cursos de verano, El Escorial 1989.
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Pero ¿qué rasgos de la imagen de Cristo había que destacar? La palabra «hoy» ofrecía de nuevo la clave metodológica. Cuando redactaba el texto, la teología de la liberación había perdido algo de actualidad; pero al desinflarse la actualidad externa aparecieron las imágenes e ideas que perduraban más allá de su coyuntura política. Eran (y siguen siendo), primero, la idea de Cristo libertador, el guía en el nuevo éxodo desde la servidumbre a la libertad. Es, segundo, la «opción por los pobres»: el Cristo pobre es la opción de Dios en persona. Y es, finalmente, en un mundo de violencia, sufrimiento y muerte, el clamor por la vida ... a aquel que puede dar vida «en plenitud». Entendí que estos tres enfoques estrechamente relacionados expresaban lo esencial de la nueva experiencia de Cristo en nuestro hoy y que, por tanto, una conferencia actual sobre el tema de Cristo debía asumir tres imágenes de esperanza y redención a modo de tres títulos modernos de Cristo. Pero si la imagen de Cristo ha de orientarse hoy en el Jesús real de la historia, es obligado indagar la relación que guardan esas tres imágenes con la figura bíblica de Jesús. No podía emprender largos y doctos análisis, sino alcanzar una perspectiva que permitiera detectar sin rodeos la confluencia del ayer y el hoy e indicara, en su caso, los retoques que el testimonio de la Biblia impone a nuestra visión actual. En busca de esta perspectiva reparé en una trilogía de títulos que presenta el evangelio de Juan y que coincide en parte, sorprendentemente, con la tríada moderna, aunque sin posibilidad de una equivalencia total. Jesús se define en Juan como camino, verdad y vida (14, 6). La relación más fácil de establecer era la de «vida». Basta preguntar cómo se relaciona nuestra demanda moderna de vida con la idea de vida que Jesús anuncia. ¿Qué vida promete? ¿cómo responde a nuestras preguntas? ¿cómo puede llegar esa vida a nosotros? Tampoco era demasiado difícil encontrar una segunda conexión: el camino y el éxodo tienen algo en común; el éxodo es el camino desde la cautividad a la libertad; así lo indican los cinco libros de Moisés; así lo medita todo el antiguo testamento. El concepto joánico de camino se refiere a temas que no son el del éxodo, pero incluye sin duda este idea bíblica central. Cuan-
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·vo Jcsus se presema como camino, sus palabras contienen una •teología de la liberación», y él se considera el verdadero Moi1~11. superior al Moisés del antiguo testamento: no sólo es guía de un camino mostrado por Dios, sino que él es este camino. Así, la profundización en la idea de camino debe llevar al núcleo neotestamentario de una teología de la liberación, ayudar a aeparar la esencia y la adherencia en esta teología y contestar de eNe modo una pregunta básica de nuestro tiempo (y de todos los seres humanos). La conferencia, obviamente. sólo me permitió sugerirlo. Era importante, y sigue siéndolo para mí, lo siguiente: La cuestión de Cristo, el libertador, es un tema típico de nuestro tiempo. Relaciona la figura histórica de Jesús con el presente; incluye una relación entre la experiencia actual del ser humano y la doctrina bíblica. Pero la Biblia misma está marcada, precisamente en este tema, por la relación entre el antiguo y el nuevo testamento y, por tanto, entre dos planos de una historia de la libertad divino-humana. El error fundamental en los intentos más conocidos de una teología de la liberación fue el haber leído esa historia retrospectivamente. Es decir: en lugar de avanzar, dentro de la historia de la liberación que describe la Biblia, en su propia dirección, hacia adelante, desde Moisés a Cristo y con Cristo al reino de Dios, han caminado en la dirección contraria. No han contemplado a Moisés en dirección a Cristo, sino invertido el movimiento histórico, sometiendo a Cristo a los criterios políticos. De este modo la teología de la liberación ha malentendido también a Moisés, al eliminar la dinámica que lo define y lo impulsa hacia adelante. En la cuestión del éxodo es posible equivocarse olvidando el antiguo testamento; pero también es posible equivocarse deformando la novedad del nuevo testamento. Traté de presentar en toda su relevancia la significación del antiguo testamento, pero concibiéndolo como un camino hacia el nuevo y mostrando la dimensión de los conceptos de éxodo, libertad y liberación manifestada al mundo por medio de Cristo. No era difícil descubrir una relación interna entre los temas de camino y liberación; también el tema de la vida ocupa el centro de nuestro interés actual; pero resultaba poco menos que imposible establecer un nexo plausible entre los temas de la
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verdad y la pobreza. La correspondencia entre la trilogía camino-verdad-vida y la trilogía libertad-pobreza-vida parecía imposible en el punto central; pero a medida que profundicé en la cuestión, fui descubriendo justamente aquí un fuerte nexo y la posibilidad de acceder al tema de la verdad partiendo del tema de la pobreza. Porque el tema de la verdad quedó desacreditado en la historia por la alianza con el poder. Cristo rehabilitó la verdad para los hombres implantándola en el mundo al margen de todo poder, en la pobreza de la predicación. En la tercera sección de la conferencia traté de aclarar esta correspondencia, insospechada para mí en un principio y luego tan significativa. Permítame el lector señalar dos ideas concretas de la conferencia que me afectan especialmente. Primero, el seguimiento de Cristo como traducción de la temática del éxodo a la praxis de la vida real y como éxodo posible y necesario para todos. La cuestión del seguimiento está expuesta a un error cristológico y antropológico cada vez más extendido: se ha generalizado la opinión de que sólo podemos seguir a Jesús hombre, no al Hijo de Dios. Esta dicotomía de Cristo en un modelo humano y un Hijo de Dios que no nos afecta existencialmente ha contraído y devaluado la idea de seguimiento de tal modo que resulta inevitable el regreso a la dimensión del antiguo testamento, que cobra así mayor entidad. A partir de aquí se puede entender muy bien la resistencia de la teología de la liberación a la idea cristiana tradicional de «camino». No, el éxodo cristiano incluye obviamente el seguimiento del Cristo integral e indiviso y, por tanto, también el seguimiento en la vertiente divina. El tema de la liberación mantiene de este modo su verdadera amplitud; todo lo demás sería obtuso y mezquino. Pero ¿cómo es posible seguir al «Hijo» y recorrer el camino que lleva a «la derecha del Padre»? Con esta pregunta hemos alcanzado la altura de la temática cristiana de la liberación, a la que traté de dar una breve respuesta que requiere obviamente un complemento antropológico y teológico. Esto va asociado a la segunda idea, y yo pido una especial atención al lector para aclararla. Se trata de una pregunta formulada al final de la tercera sección: la pregunta de si hay en el
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cristianismo actual (el occidental, sobre todo) una tentación particular de monofisismo. Se entiende por tal un angostamiento de la imagen de Cristo que encontró su forma teórica en Egipto durante el siglo V, pero que ha amenazado siempre a la conciencia cristiana al margen de esa teoría: consiste en negarle al Redentor una naturaleza humana propia. La naturaleza humana queda fundida en la divina hasta formar una sola unidad con ella. Reducir lo humano de Cristo y ver en él únicamente lo divino, es un peligro que puede acechar especialmente a la persona religiosa. La eclosión religiosa que se produjo en el período entre las dos guerras mundiales llegó asociada a una nueva sensibilidad para el hombre Jesús; algunos teólogos denunciaron lo mucho que se había difuminado la imagen de su humanidad, frente a la viveza y proximidad con que ésta aparece en los evangelios cuando los leemos con atención. Karl Adam, profesor de dogmática en Tubinga, supo hablar con entusiasmo a los contemporáneos sobre el hombre Jesús que había encontrado en la Biblia. Por los mismos años J. A. Jungmann, al investigar la historia de la liturgia, concluyó que la superación del arrianismo -una corriente teológica que había negado la divinidad de Cristo- supuso una acentuación unilateral de la divinidad de Jesús y favoreció una especie de brote monofisita en la oración cristiana. Jungmann intentó poner al descubierto las huellas de aquel brote monofisita analizando la religiosidad popular de su tiempo. Hay que distinguir dos puntos en esta cuestión. La religiosidad popular de los años veinte, combatida por la crítica de Adam y de Jungmann, no existe ya ... por desgracia. De ahí que no se puedan trasferir sin más las advertencias de Adam y Jungmann al presente, aparte de que tales advertencias tampoco estaban entonces totalmente exentas de unilateralidad. El otro punto es el grado de acierto que puede haber en los análisis históricos que hacen los dos autores sobre el paso desde el nuevo testamento a la Iglesia antigua, y desde ésta a la Iglesia de su tiempo. Estos grandes teólogos contrajeron dos méritos que me parecen indiscutibles en relación con nuestro tema: primero, la nueva visión de la figura bíblica de Jesús y su humanidad viva a través de los tiempos; segundo, su referencia insistente a la
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síntesis cristo lógica del concilio de Calcedonia (451 ), que con la fórmula de las dos naturalezas en Cristo, unidas «sin separación ni fusión» por la única persona del Logos, expresó para siempre el criterio válido para un lenguaje correcto sobre Jesucristo. Pero, sentadas estas premisas, hay que decir que la investigación posterior ha traído nuevos datos que obligan a revisar algunos juicios o, al menos, a matizarlos. No voy a entrar aquí en la disputa, cada vez más confusa, en torno al Jesús «histórico», donde se va evidenciando que la reconstrucción de un Jesús puro hombre, despojado del misterio de su misión divina, conduce al vacío y se anula a sí misma. Exegetas relevantes como K. Berger y R. Pesch nos muestran que sólo la integridad bíblica da sentido a la figura de Jesús, y que el dislate cada vez más patente de los intentos de retrotraerlo a supuestos parámetros humanos de su tiempo obliga a volver a la figura indivisible del Jesús de los evangelios. En lo que respecta a la historia de la oración litúrgica, la investigación reciente demuestra que el foso antiarriano no es tan hondo como había creído Jungmann. Su tesis fue que la liturgia no había orado hasta el siglo IV a Jesucristo, sino al Padre. Este juicio no se puede mantener ya. La invocación de Jesucristo forma parte de la liturgia desde el principio, al margen de la oración privada de los cristianos 2. Pero es importante, sobre todo, señalar que la investigación reciente no ha restado al concilio de Calcedonia nada de su grandeza y normatividad, pero ha dejado en claro que la fór2. Cf. por ejemplo B. B. Macomber, The Ancient Form of the Anaphora of the Apostles, en N. Garsolan y otros, East of Byzantium, Washington 1982, 73-83, donde se demuestra que la invocación a Cristo en la anáfora apostólica de Addai y Mari, es original y no un añadido posterior. Cf. también A. Gerhards, ?riere adressée a Dieu ou au Christ?, en Bibliotheca Eph. Lit., Subsidia, Roma 1983, 1O1-114, que hace referencia a otras anáforas anteriores al siglo IV dirigidas a Cristo: <
> (p. 113). El himno querubínico de la liturgia bizantina se dirige a Cristo como oferente del sacrificio. Estas enmiendas concretas no dañan la categoría de la obra maestra de Jungmann. Publicada el año 1925 en Münster i.W.. fue reeditada en 1962 con anexos del autor.
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mula de Calcedonia brotó, más que nada, de una especie de intuición cuyo significado concreto se aclaró en los concilios siguientes, sobre todo en el constantinopolitano III (680-681) y el niceno II (787). Los esquemas cristológicos de la primera mitad de nuestro siglo se detuvieron casi siempre en Calcedonia; pero sólo es posihle entender correctamente Calcedonia conjugándolo con los concilios posteriores. La teología de Máximo el Confesor (ca. 580-662), cuya obra fue reintroducida en el debate teológico, sobre todo por Hans Urs von Balthasar3 , resulta ya imprescindible para entender correctamente la cristología de los grandes concilios; más tarde, los trabajos de M. J. Le Guillou, Chr. Schonborn y otros nos han facilitado la comprensión de ese gran testigo de la era patrística tardía4 . En el período de la unilateral atención a la humanidad de Jesús, algunos teólogos fueron tan lejos que atribuyeron dos yoes diversos a Cristo, uno humano y otro divino 5 . Leyendo a Máximo el Confesor y los concilios cristológicos posteriores, obtenemos otra conclusión: Máximo nos previene expresamente contra una idea naturalista de la unidad, como si el ser divino y el ser humano se fundieran en Cristo para formar un ser mixto. El ser humano y el ser divino son dos realidades distintas que conservan sus peculiaridades en el Dios-hombre. Pero Máximo previene igualmente contra una concepción dualista, una especie de esquizofrenia donde dos personas funcionan yuxtapuestas. De hecho se ha llegado a desviar el concepto calcedonense de persona hacia lo puramente metafísico, y a negar así la unidad de la persona en la vida concreta. Máximo nos enseña que no hay una fusión na3. H. U. v. Balthasar, Kosmische Liturgie. Das Weltbild Maximus' des Bekenners, Freiburg 1941; 2.• ed. totalmente revisada, Einsiedeln 1961. Cf. W. Li:iser, /m Geiste des Origenes. H. U. von Balthasar als lnterpret der Theologie der Kirchenviiter, Frankfurt 1976, 181-212. 4. Chr. Schi:inborn, Die Christus-lkone. Eine theologische Hinführung, Schaffhausen 1984 (original francés, Fribourg 1976, 2 1978), 107-138; J. M. Lethel, Théologie de l'Agonie du Christ. (Préface de M. J. Le Guillou), París 1979. 5. Cf. J. Ternus, Das Seelen- und Bewusstseinsleben Jesu. Problemgeschichtlich-systematische Untersuchung, en A. Grillmeier-H. Bacht (eds.), Das Kon-:.il von Kalchedon. Geschichte und Gegenwart, Würzburg 1954, 81237, espec. 136-142.
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turalista de las naturalezas en Cristo, pero tampoco hay en él una esquizofrenia, sino la unión perfecta en el plano personal, la síntesis de libertades que da lugar a una unidad no natural, sino personal. El Catecismo de la Iglesia católica cita a este propósito el siguiente texto de Máximo: «La naturaleza humana del Hijo, no por ella misma sino por su unión con el Verbo, conocía y manifestaba todo lo que corresponde a Dios» 6 . ¿Por qué digo todo esto? Porque creo que luchamos contra molinos de viento si seguimos hoy combatiendo un supuesto peligro monofisita. Por mi propia experiencia puedo asegurar que ya en los años treinta ese peligro era mucho menor de lo que imaginaron los grandes teólogos inmersos en su nuevo descubrimiento7. Es una cuestión discutible, en todo caso. Lo que sí es cierto es que hoy no existe ese peligro en forma de gran corriente dentro del cristianismo. Nuestro peligro es exactamente 6. Catecismo de la Iglesia católica, 473. 7. Valdría la pena volver a analizar hoy las cuestiones, de palpitante actualidad en su tiempo, que planteó J. A. Jungmann en Die Frohbotschaft und unsere Glaubensverkündigung, Regensburg 1936, y encontrarnos así con nuevas posiciones unilaterales. Habría que repensar en concreto su crítica de la espiritualidad trinitaria en p. 70ss, a la que él contrapone una posición estrictamente cristocéntrica, al igual que su crítica a una devoción a Cristo de sabor «monofisita>>. Me limito a señalar un pasaje de esta crítica: en p. 77 señala el cariz ambiguo del canto sacramental: <>. El tratamiento de <> dado al Señor presente en la eucaristía no deja de ser problemático; pero el título de Padre aplicado a Cristo viene del período anterior a la controversia arriana; cf. R. Cantalamessa, 11 Cristo-Padre negli scritti dell/-lll secolo: RSLR 3 (1967) 1-27; V. Grossi, ll tito/o cristologico «Padre>> nell' antichitií cristiana: Augustinianum 16 (1976) 237 -269; B. Studer, Gott und unsere ErlOsung im Glauben der Alten Kirche, Düsseldorf 1985, 116. H. U. von Balthasar ha expuesto con profundidad el sentido espiritual y la base teológica de ese tratamiento en Du hast Worte ewigen Lebens, Einsiedeln-Trier 1989, 59s. La inversión de los peligros desde que se produjo la crítica de Jungmann resulta evidente en el error de traducción al final del <>, donde se ha falseado el <> (<>) con un <>, de sabor subordinacionista. Si se quiere justificar el cambio con el texto de Flp 2, 11 (aunque, por toda su estructura, nada tiene que ver con este pasaje), habrá que recordar que, en la koiné griega, en y eis eran intercambiables, y que la Vetus Latina, lo mismo que Jerónimo, tradujo con buen criterio <>.
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el inverso: el de una cristología unilateral de la separación (nestorianismo), donde la atención centrada en la humanidad de Cristo va haciendo desaparecer su divinidad, la unidad de la persona se disgrega y dominan las reconstrucciones de Jesús como puro hombre, que reflejan más las ideas de nuestro tiempo que la verdadera figura de nuestro Señor. El propósito capital del presente texto fue y es el de reclamar el necesario cambio de tendencia en nuestras posiciones teológicas. 2. Reflexión preliminar: El hoy, el ayer y lo eterno
«Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre» (Heb 13, 8). Tal fue la confesión de aquellos que conocieron al Jesús terreno y vieron al Resucitado. Esto significa que sólo podemos conocer hoy a Jesucristo si lo concebimos en unidad con el Cristo de «ayer», y a través del Cristo de ayer y hoy vemos al Cristo eterno. El encuentro con Cristo incluye siempre las tres dimensiones del tiempo, y el traspaso del tiempo hacia lo que es a la vez su origen y su futuro. Si emprendemos la búsqueda del verdadero Jesús, hemos de estar dispuestos a abarcar este amplio horizonte. Generalmente lo encontramos primero en el hoy: cómo se muestra, cómo lo ven y entienden los humanos, cómo vive la gente por él o contra él, cómo influye su palabra y su obra hoy. Pero si no queremos que todo eso sea un saber de segunda mano, sino que se convierta en conocimiento real, debemos retroceder y preguntar de dónde viene. ¿Quién fue realmente Jesús cuando vivía como hombre entre los hombres? Tendremos que escuchar a las fuentes que atestiguan el origen y corregir así nuestro hoy, que bascula hacia sus imágenes preferidas. Este humilde sometimiento a la palabra de las fuentes, esta disposición a abandonar nuestros sueños y obedecer a la realidad, es una condición básica del verdadero encuentro. El encuentro requiere la ascesis de la verdad, la humildad del oír y el ver que conduce a la verdadera percepción. Pero hay también aquí un peligro que alcanzó tintes dramáticos en la teología moderna. Esta comienza en la Ilustración con el acercamiento al Cristo de ayer. Ya Lutero había afirma-
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do que la Iglesia sometió la Escritura a su dominio y, en consecuencia, la Iglesia ya no pertenecía al ayer, a lo irrepetible del «antaño» histórico, sino que refejaba su propio hoy y había perdido al verdadero Cristo, anunciaba a un Cristo de hoy sin su ayer esencial y fundamental; incluso había suplantado a Cristo. La Ilustración utilizó esta idea en una línea sistemática y radical: sólo el Cristo de ayer, el histórico, es el Cristo real; todo lo demás es fantasía posterior. Cristo es sólo lo que fueS. La búsqueda del Jesús histórico encierra a Cristo en el ayer; le niega el hoy y la eternidad. No necesito describir aquí cómo la pregunta por el Cristo real fue relegando al Cristo paulino y joánico y tuvo que cuestionar finalmente al Cristo de los sinópticos, para diseñar al fondo, cada vez más al fondo, al Jesús real, el que fue, pero que resultó tanto más ficticio cuanto más auténtico se pretendió que fuera fijándolo estrictamente en el pasado. El que sólo quiere ver a Cristo en el ayer, no lo encuentra, y el que sólo quiere tenerlo hoy, tampoco lo encuentra. El es desde el principio el que fue, es y vendrá. Es siempre, como viviente, el que viene. El mensaje de su llegada y permanencia es parte esencial de su imagen; pero este acopio de todas las dimensiones del tiempo obedece a la conciencia que Jesús tenía de su vida terrena como un salir del Padre permaneciendo en él, de combinar en sí el tiempo y la eternidad. Si rehusamos participar en una existencia que se dilata en esas dimensiones, no podemos comprender a Jesús. El que sólo concibe el tiempo como un momento que desaparece sin remedio y lo vive así, se aleja radicalmente de lo que constituye la figura de Jesús y de lo que quiere expresar. El conocimiento es siempre un camino. El que niega la posibilidad de una existencia dilatada en todas sus dimensiones, rehúsa acceder a las fuentes que nos invitan a este viaje del ser que se convierte en viaje del conocer. Agustín formuló este pensamiento en forma incomparablemente bella: «Llégate tú también a Cristo ... No pienses en largas caminatas ... A él, el omnipresente, se accede por vía de amor, no por vía ma8. Cf. el análisis certero de la cuestión en H. Schlier, Wer ist Jesus ?. en Id., Der Geist und die Kirche. Exegetische Aufsiitze und Vortriige (ed. por V. Kubina-K. Lehmann), Freiburg 1980, 20-32.
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rítima. Pero dado que en este viaje son frecuentes las olas y tormentas de múltiples tentaciones, cree en el Crucificado para que tu fe pueda subir al madero. Entonces no te hundirás ... »9 . Resumamos las consideraciones anteriores. El primer encuentro con Jesucristo se produce en el hoy; cabe incluso afirmar que sólo podemos encontrarnos con él porque es un hoy para muchas personas, y por eso tiene realmente un hoy. Mas para acercarme al Cristo integral y no a un fragmento percibido al azar, debo escuchar al Cristo de ayer tal y como se muestra en las fuentes, especialmente en las sagradas Escrituras. Si le escucho en su totalidad, sin recortar partes esenciales de su figura en aras de una imagen del mundo convertido en dogma, lo veo abierto al futuro y lo veo venir desde la eternidad, que abarca pasado, presente y futuro. Precisamente cuando se ha buscado y vivido esta comprensión integral, Cristo ha sido siempre un «hoy» pleno, ya que sólo impera sobre el hoy y en el hoy aquello que tiene raíces en el ayer y capacidad de crecimiento para el mañana, y está en contacto con lo eterno más allá del tiempo. Las grandes épocas de la historia de la fe han forjado siempre su propia imagen de Cristo, desde su hoy han podido verlo en forma nueva y justamente así han conocido a «Cristo ayer, hoy y siempre». En la primera época, el «Cristo hoy» fue representado sobre todo en la imagen del pastor que lleva a hombros la oveja descarriada, la humanidad 10 . El que contemplaba esta imagen se decía: Yo soy esa oveja; intenté enriquecer mi vida, corrí tras esta y aquella promesa, hasta que fui atrapado en la espesura y no supe cómo salir de ella. Pero él me tomó en hombros y, al portarme, se convirtió en camino. En el período siguiente apareció la imagen del Pantocrátor, que pronto cedió al intento de representar al «Jesús histórico» tal como fue realmente en la tierra, pero siempre en la creencia de que el hombre Jesús re9. Sermo 131. 2 PL 38, 730; en alemán H. U. von Balthasar, Augustinus. Das Antlitz der Kirche, Einsiedeln-Koln 1942, 26ls. 10. Cf. F. van der Meer, Christus. Der Menschensohn in der abendliindischen Plastik, Freiburg 1980, 21; Id., Die Ursprünge christlicher Kunst, Freiburg 1982, 88; 152ss; instructivo también F. Gerke, Christus in der spiitantiken Plastik, Mainz 3 1948.
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velaba a Dios mismo, de que él era el icono de Dios y en lo visible nos hacía ver lo invisible; la mirada a la imagen se convertía en camino donde el hombre traspasaba la frontera que para él sería infranqueable sin Cristo. El medievo latino representó a Cristo, en el período románico, triunfando en la cruz; ésta era su trono: como el icono de la Iglesia oriental intenta mostrar lo invisible en lo visible, la imagen románica de la cruz quiere evocar la resurrección en el Crucificado y hacernos así transparente nuestra propia cruz con la promesa que se oculta en ella. El arte gótico destaca al máximo el lado humano de Jesucristo: tiende a representar la cruz en su espanto puro e implacable; pero el Dios que padece así anónimo, que sufre como nosotros y más que nosotros, sin la luz del triunfo próximo, se convierte en el gran consolador y en certeza de nuestra redención. Finalmente, Cristo aparece en la imagen de la pieta muerto en el regazo de su madre, a la que no queda otra cosa que el dolor: Dios parece haber muerto, muerto en este mundo; sólo de lejos consuela la sentencia «al atardecer, tristeza; por la mañana, alegría» (Sal 30, 6): la certeza de que hay una pascua. La enseñanza de estas imágenes de un «Cristo hoy» sigue vigente, porque todas se nutren de una visión que conoce también a Cristo ayer, mañana y siempre 11 • Me he detenido en estas consideraciones porque ofrecen la metodología para el tema. La teología actual, partiendo de las experiencias y males de nuestro tiempo, nos ha presentado unas imágenes fascinantes de Cristo hoy: Cristo el libertador, el nuevo Moisés en el nuevo éxodo; Cristo, el pobre entre los pobres, el de las bienaventuranzas; Cristo, el amante total cuyo ser consiste en «existir-para» otros («proexistencia» ), que expresa su ser más íntimo en la preposición «para». Cada una de estas imágenes manifiesta algo esencial de la figura de Jesús; cada una nos formula preguntas básicas: ¿Qué es la libertad y dónde se encuentra el camino que lleva, no a cualquier sitio sino a la libertad real, a la verdadera «tierra prometida» del ser humano? ¿qué es la bienaventuranza de la pobreza y qué hemos de hacer 11. Para el conjunto del proceso histórico, cf. la obra de van de Meer mencionada en nota 10.
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para que los otros y nosotros mismos alcancemos esta dicha? ¿cómo nos llega este «ser para» de Cristo, y a dónde nos lleva? Sobre todas estas preguntas hay actualmente un fuerte debate que resulta fecundo siempre que no se quiera resolver exclusivamente desde el hoy, sino mirando a la vez al Cristo de ayer y de siempre. No es posible, en los límites de una conferencia, entrar en este debate que indica, en el fondo, las perspectivas que nos pueden orientar. Partiendo del método ya expuesto, voy a elegir otro camino: el de colocar nuestras preguntas e ideas en un esquema bíblico, para introducirlas desde ahí en la tensión del ayer, hoy y siempre. Reitero la sentencia fundamental del Cristo joánico: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6). No hay que olvidar que la idea de camino guarda relación con el tema del éxodo. La vida se ha convertido en una palabra clave de nuestro tiempo frente a las amenazas de una «civilización» de la muerte; el tema de la «pro-existencia» se impone aquí por su propio peso. La verdad, en cambio, no forma parte de las ideas preferidas de esta época; se suele asociar con la intolerancia, y es considerada más como amenaza que como promesa. Pero justamente por eso es importante que preguntemos por ella y nos dejemos interrogar por ella a la luz de Cristo. 3. Cristo, el camino. Exodo y liberación
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Jesucristo, hoy: la primera imagen donde podemos verlo en este tiempo nuestro es la imagen del camino que la historia de Israel nos permite llamar éxodo: camino de libertad, de apertura. En él se expresa nuestra conciencia de no vivir en libertad, de no estar en nuestro elemento. La teología del éxodo se desarrolló al principio en conexión con situaciones de opresión política y económica. No contemplaba tanto las formas de gobierno de estos o aquellos estados como la figura básica de nuestro mundo actual, que no se apoya en la solidaridad recíproca sino en un sistema de beneficios y de poder, que produce dependencia y la necesita. Lo extraño es que los ciudadanos de los pueblos dominantes no se muestran contentos en modo alguno con
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su estilo de libertad y de poder: también ellos se sienten dependientes de estructuras anónimas que no les dejan respirar, y esto en países donde la forma de gobierno garantiza las mayores cotas de libertad. Paradójicamente, los que disponen de bienes y posibilidades de progreso que antes eran inimaginables, claman con especial fuerza por la liberación. por un nuevo éxodo al país de la verdadera libertad. No estamos en el lugar donde debemos estar, y no vivimos al modo que nos gustaría. ¿Dónde está el camino? ¿cómo se puede recorrer? Nos encontramos exactamente en la situación de los discípulos a los que dice Jesús: «Ya sabéis el camino para ir adonde yo voy», a lo que Tomás responde: «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?» (Jn 14, 5). Sólo hay un pasaje en los evangelios donde figura la palabra «éxodo»; se encuentra en el relato lucano de la transfiguración de Jesús. Mientras Jesús oraba en el monte, su rostro cambió y sus vestidos refulgían de blancos. Dos hombres, Moisés y Elías, aparecieron en estado glorioso y hablaron con él del «éxodo» que debía realizar en Jerusalén. La palabra «éxodo» significa aquí simplemente salida, la salida de la muerte. Moisés y Elías, los dos grandes sufridores por la causa de Dios, hablan de la pascua de Jesús, del éxodo de su cruz. Son los dos testigos privilegiados, porque precedieron a Jesús en el camino de la pasión. Ambos son los intérpretes válidos del éxodo: Moisés, el guía de la salida de Egipto; Elías, testigo de un período de la historia de Israel en el que su pueblo, geográficamente dentro de la tierra de promisión, en su conducta regresó a Egipto, porque vivía olvidado de Dios y bajo un rey opresor que recordaba la situación anterior al éxodo. El pueblo rechazó la palabra del Sinaí, el régimen de alianza, que era el verdadero objetivo del éxodo, como si fuera una esclavitud, para buscar una libertad propia que resultó ser la más profunda tiranía. Elías tiene que volver simbólicamente al Sinaí, desandar el camino de Israel para devolverle desde el monte de Dios el fruto del éxodo. Elías revela así la verdadera esencia de la historia del éxodo: éste no es un camino meramente geográfico ni meramente político. No es posible fijar este camino en el mapa geográfico ni en el mapa político. El éxodo que no lleva a la alianza y no en-
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cuentra su «tierra» allí, en la vida de alianza, no es un verdadero éxodo 12 . Conviene hacer dos observaciones importantes sobre el texto bíblico. Lucas introduce su relato con una indicación imprecisa de la fecha: «Sucedió que unos ocho días después de estas palabras ... ». Mateo y Marcos precisan más la fecha de la transfiguración: seis días después de la confesión de Pedro y de la promesa subsiguiente del primado. H. Gese ha expuesto el trasfondo veterotestamentario de esta concreción: «La nube cubrió el monte Sinaí; al cabo de seis días, Moisés subió al monte y entró en la luz divina» 13 . Si Moisés estuvo acompañado en su vida por el sumo sacerdote Aarón y por Nadab y Abihú como sacerdotes principales (Ex 24, 1), Jesús es acompañado ahora por Pedro, Juan y Santiago. Y así como a Moisés le brillaba el rostro por el encuentro, «Jesús se trasforma en luz supraterrena». En el antiguo suceso del Sinaí, Dios se manifestó con la fórmula de autopresentación, «yo soy Yahvé», previa al decálogo. Aquí se oye la voz: «Este es mi Hijo, a quien yo quiero, escuchadlo». Jesús es la torá viviente, la alianza en persona, donde la Ley se convierte en dádiva. Pero la cronología de Mateo encierra aún otro estrato. J. M. van Cangh y M. van Esbroeck han mostrado cómo, con esta datación, los dos acontecimientos -la confesión de Pedro con la promesa del primado y la transfiguración- se insertan en el calendario judío, y esto permite comprender mejor su significado. La confesión de Pedro, según esa cronología, se produce en el Yom Kippur, la fiesta de la Reconciliación; siguen cinco días de ayuno que enlazan con la fiesta de los Chozas; de esta fiesta hay un eco en la propuesta de las tres tiendas durante la transfiguración14. No necesitamos entrar aquí en la serie de considera12. Más ampliamente J. Ratzinger, Kirche, Okumene und Politik, Einsiedeln 1987, 235-240. 13. H. Gese, Zur biblischen Theologie. Alttestamentliche Vortriige, München 1977, 81. 14. J.-M. Cangh-M. van Esbroeck, La primauté de Pierre (Mt 16, 16-19 et son contexte judaique: Rev. théol. de Louvain 11 (180) 3 10-324; espec. 3 !Os. Valiosas indicaciones sobre la exégesis de la perícopa de la transfiguración se encuentran también en P. H. Kolvenbach, Die osterliche Weg. Exerzi-
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ciones que cabe hacer sobre los dos acontecimientos y su relación interna. Retengamos sólo lo esencial para nosotros: está, por una parte, el misterio de la Reconciliación y, por otra, la fiesta de las Chozas, cuyo contenido es la acción de gracias por la tierra y el recuerdo de la vida inhóspita de los emigrantes. El éxodo de Israel y el éxodo de Jesús coinciden: todas las fiestas y todos los caminos de Israel desembocan en la pascua de Jesucristo. Podemos decir, por tanto, que la «salida» de Jesús en Jerusalén es el éxodo más auténtico y definitivo en el que Cristo recorre el camino de la libertad, y es también el camino de la libertad para la humanidad. Si añadimos que en Lucas toda la vida pública de Jesús se presenta como una subida a Jerusalén, toda la existencia de Jesús aparece como un éxodo donde él es Moisés e Israel al mismo tiempo. Mas, para abarcar todas las dimensiones de este camino, debemos contemplar también la resurrección, desde la cual la Carta a los hebreos definió el éxodo de Jesús, cuyo camino no acaba en Jerusalén: «Tenemos un acceso nuevo y viviente que él nos ha abierto a través de la cortina, que es su carne» (Heb 10, 20). Su éxodo conduce más allá de lo creado, a «una tienda mayor y más perfecta, no fabricada por mano de hombre», al contacto con el Dios vivo (9, 11 ). La tierra prometida donde él llega y a la que conduce es la sesión «a la derecha de Dios» (cf. Me 12, 36; Hech 2, 33; Rom 8, 34 etc.). En cada ser humano late el ansia de libertad y de liberación; pero a cada etapa que alcanza en este camino se percata de que era sólo una etapa y que nada de lo alcanzado responde a sus exigencias. El ansia de libertad es la voz de la imagen y semejanza de Dios en nosotros; es el anhelo de «sentarse a la derecha de Dios», de ser «como Dios». Un libertador que merezca este nombre debe abrir la puerta en esta dirección, y todas las formas empíricas de libertad deben medirse por ella. Pero ¿cómo ocurre esto? ¿qué significa realmente el éxodo? El hombre y la humanidad han tenido y tienen siempre dos caminos: Está la voz de la serpiente que dice: «líbrate de tu detien zur Lebenserneuerung, Freiburg 1988, 220-227 (trad. cast.: Caminando hacia la pascua, Bilbao 1990).
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pendencia voluntaria, conviértete en Dios y rechaza al que sólo puede ser para ti un límite». No es extraño que una parte de los que oyeron hablar del mensaje de Cristo identificaran a éste con la serpiente y quisieran verlo como libertador frente al antiguo Dios 15 . Pero el camino de Jesús no es ése. ¿Cuál es? Hay dos dichos donde Jesús hace referencia al privilegio de sentarse a su derecha. En la parábola del juicio final habla de las ovejas que el rey -el Hijo del hombre- coloca a la derecha y a las que entrega el Reino. Son aquellos que le dieron de comer cuando tuvo hambre, le dieron de beber cuando tuvo sed, lo acogieron cuando estaba desvalido y lo visitaron cuando estuvo enfermo y en prisión. Todo esto se lo hicieron a él al hacerlo a «los más pequeños» (Mt 25, 31-40). En el segundo texto, los hijos del Zebedeo piden sentarse a la derecha y a la izquierda de Jesús en su gloria; Jesús les advierte que eso depende de la voluntad del Padre, y exige como condición participar del cáliz que él bebe y del bautismo con el que será bautizado (Me 10, 35-40). Conviene retener estas dos indicaciones para volver sobre el entramado textual de la confesión de Pedro y la transfiguración. Los dos sucesos están ligados por la predicción de la muerte y resurrección y, en consecuencia, por la referencia de Jesús a su éxodo, un éxodo que Pedro rechaza porque se hace de él una idea muy distinta. Jesús le replica con dureza: «¡Quítate de mi vista, Satanás!» (Mt 16, 23). Pedro ejerce el papel del tentador cuando propugna un éxodo sin cruz, un éxodo que no conduce a la resurrección sino a la utopía terrena. «¡Quítate de mi vista»!: a este intento de limitar el éxodo a un objetivo empírico opone Jesús el imperativo del seguimiento. La correspondencia existencial de la idea del camino liberador es un seguimiento como vía hacia la libertad, hacia la liberación. 15. Con gran penetración ha intentado J. Magné exponer y actualizar nuevamente esta interpretación <> de Jesús en sus dos obras Logique des dogmes y Logique des sacrements (ambas en la editora del autor, Paris 1989). En la misma línea está la interpretación que hace Bloch del cristianismo; cf. espec. Atheismus im Christentum, Suhrkamp 1968, por ejemplo 116ss (trad. cast.: Ateísmo en el cristianismo, Madrid 1983). Cf. L. Weimer, Das Verstiindnis von Religion und Offenbarung bei Bloch (disertación académica), München 1971.
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No debemos concebir en sentido demasiado angosto la idea de seguimiento, pieza medular de la teología del éxodo neotestamentario. La recta comprensión del seguimiento va asociada a la recta comprensión de la figura de Jesucristo. El seguimiento no puede reducirse a lo puramente moral. Es una categoría cristológica y sólo desde la cristología pasa a ser un imperativo moral. Por eso, el seguimiento dice demasiado poco si nuestro pensamiento sobre Jesús es demasiado mezquino. El que considera a Jesús como un luchador en pro de una religiosidad más libre, de una moral más amplia o de unas mejores estructuras políticas, tiene que reducir el seguimiento a la aceptación de determinadas ideas programáticas. El seguimiento consiste entonces en desarrollar las líneas maestras de un programa atribuido a Jesús y cuya aplicación puede interpretarse como una adhesión a él. Tal seguimiento mediante la comunidad de programa es tan arbitrario como pobre, ya que las circunstancias empíricas de entonces y las de hoy difieren demasiado; los elementos que supuestamente se toman de Jesús no van más allá de unas intenciones muy generales. El recurso a tales rebajas de la idea de seguimiento y del mensaje del éxodo deriva a menudo de una lógica que parece brillante a primera vista: Jesús era Dios y hombre, pero nosotros somos hombres, nosotros no podemos seguirle en su condición divina sino como seres humanos. Con tal exégesis empequeñecemos al hombre, menguamos nuestra libertad y nos salimos totalmente de la lógica del nuevo testamento, donde figura la atrevida frase «sed imitadores de Dios» (Ef 5, 1). No, la llamada al seguimiento no se refiere a un programa o a las virtudes humanas de Jesús, sino a su camino integral «a través de la cortina» (Heb 1O, 20). Lo esencial y lo nuevo en el camino de Jesucristo consiste precisamente en que él nos abre este camino, ya que sólo así alcanzamos la libertad. La dimensión del seguimiento significa acceder a la comunión con Dios, y por eso va ligada al misterio pascual 16 . De ahí el dicho deJe16. Esta exégesis obvia para los padres de la Iglesia se encuentra brevemente resumida en la frase insuperable de Agustín: <
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sús después de la confesión de Pedro: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Me 8, 34). No es un moralismo de vía estrecha que ve la vida primariamente desde el lado negativo, ni un masoquismo para aquellos que no se aman a sí mismos. Tampoco alcanzamos el sentido real del dicho si lo entendemos, a la inversa, como un moralismo rígido para almas heroicas que optan por el martirio. La llamada de Jesús sólo puede comprenderse desde la gran idea pospascual del éxodo pleno que «atraviesa la cortina». Desde esta meta cobra sentido la sabiduría ancestral según la cual sólo se encuentra a sí mismo el que se pierde, sólo recibe la vida el que la entrega (Me 8, 35). Por eso, el seguimiento aparece definido correctamente en los elementos que encontramos formulados en dos sentencias de Jesús: el bautismo, el cáliz y el amor. Esta idea integral de seguimiento está muy presente en la óptica de los padres de la Iglesia. En lugar de acumular textos, cito una frase de san Basilio: «El plan de Dios y de nuestro Redentor en favor de los humanos consiste en rescatarnos del destierro y hacernos regresar desde la alienación surgida a causa de la desobediencia ... El seguimiento de Cristo es necesario para la consumación de la vida, seguimiento no sólo en la mansedumbre, la humildad y la indulgencia de su vida, sino también de su muerte ... ¿Como llegamos a asemejarnos a él en la muerte? ... ¿Qué ganamos con esta imitación? Primero es necesario anular la forma de vida anterior. Pero esto es imposible si no renacemos, según el dicho del Señor (cf. Jn 3, 3). Porque el nuevo nacimiento es ... el principio de una segunda vida. Mas para iniciar la segunda, hay que acabar con la primera. Porque si aquellos que dan la vuelta en la doble pista del estadio necesitan detenerse y parar un instante entre dos sentidos opuestos, también en la vuelta de la vida hay necesariamente una muerte que pone fin a la vida anterior y da comienzo a la siguiente» 17 . materia el trabajo de R. Petersons Zeuge der Wahrheit, en Id., Theologische Traktate, Münchcn 1951, 165-224. 17. Sobre el Espíritu santo XV 35, en Sources chrétiennes n.o 17 bis (ed. B. Pruche o. p., París 1968), 364ss (= PG 32, 128C-D-129 A-B); en alemán Ba-
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Digámoslo en lenguaje práctico: el éxodo cristiano incluye la conversión; en ella, el creyente asume la promesa de Cristo con todas sus consecuencias y está dispuesto a entregarse a sí mismo y su vida entera. La conversión implica, pues, ir más allá del propio saber y confiarse al misterio, al sacramento en la comunidad de la Iglesia, donde Dios entra como agente en mi viJa y la libra Jel aislamiento. La conversión incluye, con la fe, la autopérdida del amor, que es resurrección porque es un morir. La conversión es una cruz injertada en pascua, no menos dolorosa por eso. Agustín lo expresó en su estilo inimitable a propósito del versículo «con los clavos de tu temor taladra mi carne» (Sal 119, 120): «Los clavos son los preceptos de justicia. El temor de Dios fija los clavos con estos preceptos y nos crucifica como víctima agradable para él» 18 • Así, la vida eterna se realiza constantemente en medio de esta vida, y el éxodo ilumina un mundo que en sí es algo muy diferente de una «tierra prometida». Cristo se convierte en camino; él mismo, no sólo sus palabras. Y se convierte también, realmente, en el «hoy».
4. Cristo, la verdad. Verdad, libertad y pobreza Analicemos ahora, siquiera brevemente, las otras dos ideas que confluyen con el «camino»: la verdad y la vida. Nuestra época acoge la confesión de Cristo «yo soy la verdad» con un escepticismo similar al de Pilato, con la misma pregunta orgullosa y resignada al mismo tiempo: ¿qué es la verdad? El hombre de hoy se reconoce, más que en la sentencia de Cristo, en el quinto tropo de Diógenes Laercio: «No existe la verdad. Pues una misma cosa le parece justa a uno e injusta a otro, buena a uno y mala a otro. Nuestro lema sea por tanto la reserva del juicio sobre la verdad» 19. El escepticismo nos parece un imperatisilius, Über den Heiligen Geist (traducción e introducción de M. Blum), Freiburg 1967, 58s. 18. Sermo 205, 1 PL 38, 1039; en alemán H. U. von Balthasar, Augustinus. Das Antlitz der Kirche, 259. 19. IX 83 y 84, cit. según R.-P. Martin. Pontius Pilatus. R6mer. Ritter, Richter, München-Zürich 1989, 96.
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vo de tolerancia y, en este sentido, la verdadera sabiduría. Pero no debemos olvidar que la verdad y la libertad son inseparables: «Ya no os llamo más siervos -dice el Señor-, porque un siervo no está al corriente de lo que hace su amo; os llamo amigos porque os he comunicado todo lo que le he oído a mi Padre» (Jn 15, 15). La ignorancia es dependencia, es esclavitud: el que no sabe, es esclavo. Sólo cuando hay comprensión, cuando empezamos a entender lo esencial, empezamos a ser libres. Una libertad a la que se ha extirpado la verdad, es mentira. CristoVerdad significa Dios que de esclavos ignorantes nos convierte en amigos al hacernos participar en su saber. La imagen del amigo Cristo nos resulta entrañable especialmente hoy; pero su amistad consiste en que él nos da confianza, y el ámbito de la confianza es la verdad. Cuando hablamos hoy del saber como liberación de la esclavitud que es la ignorancia, no solemos pensar en Dios, sino en el «saber dominar», en el arte de manejar las cosas y tratar a los seres humanos. Dios queda fuera de juego; parece irrelevante en el tema de aprender a vivir. Primero hay que saber afirmarse a sí mismo; una vez asegurado esto, podemos dar margen a la especulación. En este recorte del conocimiento estriba no sólo el problema de nuestra idea moderna de la verdad y la libertad, sino el problema de nuestro tiempo en general. Porque se da por supuesto que para orientar las cosas humanas y configurar nuestra vida es indiferente que exista o no exista Dios. Dios parece estar fuera de los contextos funcionales de nuestra vida y nuestra sociedad; es el célebre «deus otiosus» de la historia de las religiones 20 . Pero un Dios que sea irrelevante para la existencia humana no es Dios, puesto que es impotente e irreal. Si el mundo no viene de un Dios ni es regido por él hasta lo mínimo, significa que no viene de la libertad y que, por eso, la libertad tampoco es una posibilidad en él; el mundo es entonces una serie de mecanismos ciegos, y toda libertad en él es apariencia. En este sentido nos encontramos de nuevo con 20. Instructivo a este respecto A. Brunner, Die Religion, Freiburg 1956, 67-80; cf. también E. Dammann. Die Religionen Afrikas, Stuttgart 1963, 33; G. van der Leeuw, Phiinomenologie der Religion, Tübingen 2 1956, 180ss.
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que la libertad y la verdad son inseparables. Si nada podemos saber de Dios ni Dios quiere saber nada de nosotros, no somos libres en una creación abierta a la libertad, sino elementos de un sistema de fatalidades donde, incomprensiblemente, el ansia de libertad no quiere extinguirse. La cuestión de Dios es a la vez y solidariamente la cuestión de la verdad y la libertad. En el fondo hemos arribado de nuevo al punto donde un día se bifurcaron los caminos entre Arrío y la gran Iglesia; se trata de la pregunta por la diferencia cristiana y, a la vez, la pregunta por la capacidad del hombre para alcanzar la verdad. El verdadero núcleo de la herejía de Arrío consiste en la continuidad de esa idea de trascendencia absoluta de Dios que él tomó de la filosofía antigua tardía. Este Dios no se puede comunicar; es demasiado grande y el hombre demasiado pequeño; no hay un contacto entre ambos. «El Dios de Arrio queda encerrado en su soledad impenetrable; es incapaz de comunicar plenamente su propia vida al Hijo. Preocupado con la trascendencia divina, Arrío hace del Dios único y supremo un prisionero de su propia grandeza» 21 . Así, el mundo tampoco es creación de Dios; este Dios no puede obrar hacia fuera, está recluido en sí, como también el mundo, consecuentemente, es un mundo cerrado. El mundo no permite conocer a un creador y Dios tampoco puede darse a conocer. El hombre no se convierte en el «amigo», no hay ningún puente para la confianza. En un mundo ajeno a Dios estamos privados de la verdad y somos, por tanto, esclavos. Aquí es de extrema importancia, de nuevo, un dicho del Cristo joánico: «El que me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14, 9). Chr. Schonborn ha señalado cómo la disputa en torno a Cristo, el icono de Dios, refleja la profunda búsqueda de la capacidad divina del hombre y, en consecuencia, de sus posibilidades sobre la verdad y sobre su vocación de libertad. ¿Qué ve aquel que ve a Jesús hombre? ¿qué puede mostrar el icono que representa a este hombre, Jesús? Según unos, vemos a un simple hombre y nada más, porque Dios no puede ser captado en imágenes. El ser divino está en la «persona» que, como tal, no puede ser «circunscrita» y reducida a imagen. La visión exactamente opuesta 21. Chr. Schi:inbom, Die Christus-Ikone, Schaffuausen 1984. 20.
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es la que se impuso en la Iglesia como interpretación ortodoxa, es decir, correcta de la sagrada Escritura: el que ve a Cristo, ve realmente al Padre. En lo visible se manifiesta lo invisible, el Invisible. La figura visible de Cristo no debe entenderse en sentido estático y unidimensional, según el mundo de los sentidos, porque ya éstos son un movimiento y una apertura más allá de sí mismos. El que contempla la tigura de Cristo, queda implicado en su éxodo, que los padres glosan en conexión con el suceso del Tabor; es conducido al camino pascual de la trascendencia y aprende a ver en lo visible algo más que lo visible 22 . La obra de Cirilo de Alejandría alcanzó una primera cumbre de conocimiento después de los grandes ensayos de Atanasio y Gregario de Nisa. Cirilo no niega que la encarnación sea de inmediato un ocultamiento, un encubrimiento de la gloria del Verbo. «La belleza incomparable de la divinidad puede hacer que la humanidad de Cristo parezca 'fealdad extrema'; pero este rebajamiento extremo manifiesta la grandeza del amor, que es su origen. La entrega a la desnudez de la muerte hace visible el amor del Padre ... El Crucificado es 'la imagen del Dios invisible' (Col 1, 15)» 23. El ser humano de Cristo aparece así como «la figura visualizada del amor del Padre, la versión humana de la filiación eterna» 24 . Máximo el Confesor llevó esta línea teológica a su cenit al esbozar una cristología que viene a ser una gran exégesis del dicho «el que me ve a mí, ve al Padre». En el éxodo del amor de Cristo, es decir, en el tránsito desde la enemistad a la comunión a través de la cruz de la obediencia, se produjo realmente una redención, una liberación. Este éxodo lleva desde la esclavitud de la philautia, la autodecadencia y la autorreclusión, al amor de Dios: «La naturaleza humana se capacitó en Cristo para ser semejante al amor de Dios ... El amor es el icono de Dios» 25 . Por eso, el que ve a Cristo, el Crucificado, ve al Padre ... y todo el misterio trinitario. Pues hay que añadir esto: Si en Cristo vemos al Padre, significa que en él se 22. 23. 24. 25.
/bid., /bid., /bid., /bid.,
espec. 30-54. 96. 97. 134.
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rasga el velo del templo y queda patente el interior de Dios. Porque entonces Dios, el uno y único, no se hace visible como mónada sino como trinidad. Entonces el hombre llega a ser realmente amigo, iniciado en el misterio íntimo de Dios. Ya no es esclavo en un mundo oscuro; conoce el corazón de la verdad. Pero esta verdad es camino, es la aventura mortal del amor que, perdiéndose, da vida y es la única libertad. Entre las dos guerras mundiales y en el decenio anterior al concilio, algunos grandes teólogos como J. A. Jungmann, Karl Adam, Karl Rahner y F. X. Arnold hablaron de un monofisismo fáctico de los fieles, del monofisismo como peligro en la Iglesia de su tiempo 26. Podemos dejar aquí de lado hasta qué punto juzgaron acertadamente la situación de la época. Es evidente que hoy el peligro es de naturaleza exactamente inversa: no es el monofisismo lo que amenaza a la cristiandad, sino un nuevo arrianismo o, dicho más cautamente, al menos un nuevo nestorianismo muy marcado, que lleva emparejada con lógica interna una nueva iconoclastia. Ahora bien, Máximo el Confesor no tiene nada de monofisita; a él se debe fundamentalmente la superación de la última variante del monofisismo: el monotelismo. Para Máximo es esencial que veamos realmente en el hombre Jesús al Padre; de otro modo toda su teología del monte de los Olivos y de la cruz, del éxodo de la humanidad con el nuevo Moisés, pierde sentido. Pero Máximo es también, con esto, la superación decisiva del nestorianismo, que nos aleja del mis26. J. A. Jungmann, Die Frohbotschaft und unsere Glaubensverkündigung, Regensburg 1936, 76s, 100, n. 2. Lo que Jungmann formula aquí en el plano dogmático y pastoral para el presente lo fundamentó en su obra histórica pionera Die Stellung Christi im liturgischen Gebet, Münster 1925 (reimpr. 1962), espec. 5ls y 200ss. Ambos libros marcaron a toda una generación de estudiosos y pastores de almas. Cf. la conocida aportación de K. Rahner, Chalkedon. Ende oder Anfang?, en A. Grillmeier-H. Bacht, Das Konzil von Chalkedon III, Würzburg 1954, 9ss. Ejercieron también una gran influencia en este campo las publicaciones de F. X. Amold, como su trabajo del citado volumen sobre Calcedonia, Das gott-menschliche Prinzip der Seelsorge und die Geschichte der christlichen Frommigkeit, 287-340; Amold remite aquí especialmente a K. Adam, Cristo, nuestro hermano, Barcelona 7 1978, donde el gran dogmático de Tubinga criticó la religiosidad popular en términos similares a las que encontramos en Jungmann (en Arnold, espec. p. 300s).
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terio de la trinidad y hace de nuevo prácticamente impenetrable el muro de la trascendencia. Si nos quedamos a este lado del muro, somos esclavos y no amigos 27 . Añadiré una segunda observación. Cuando Cristo declara ser el «camino», el pensamiento se desliza espontáneamente hacia la libertad y la liberación. Ahora queda patente que también la verdad está ligada inseparablemente a la libertad. Parece, en cambio, muy forzado, si no absurdo, asociar al tema de la verdad la idea de Cristo pobre. Y sin embargo, se da aquí un nexo muy profundo. La verdad perdió crédito en la historia por haberse presentado en forma de dominio, y se ha convertido en pretexto para la violencia y la opresión. Ya Platón advirtió el peligro que acecha cuando el hombre considera la verdad como una posesión y, por ende, como un poder para dominar. Por miedo a la grandeza de la verdad, Platón conjugó su reconocimiento con la autoironía, considerándolo un brote «de su propia inmoderación, que no genera escepticismo sino la máxima confianza»28. Así resumió R. Guardini, octogenario, la idea de verdad en Platón, y describió a la vez su propio camino, que se caracteriza también por el apasionado reconocimiento de la verdad y el repliegue del propio yo. Yo veo la paradoja de Platón entre la ironía y la verdad como una aproximación a la paradoja de la verdad divina, que brilla como pobreza extrema e impotencia precisamente en el Crucificado: él es el icono de Dios porque es la aparición del amor, y por eso la cruz es su «glorificación». Guillermo de St. Thierry expresó dramáticamente, en su tratado sobre el amor, esta paradoja divina de que la verdad del Dios trino, la gloria suprema, aparezca en la pobreza extrema del Crucificado. «Cuando la imagen divina, Dios Hijo, vio cómo el ángel y el hombre, que fueron creados conforme a él, es decir, 27. Cf. el riguroso análisis de los rasgos fundamentales de la cristología de Máximo el Confesor en Chr. Schonborn, Die Christus-/kone, 107-138; F. Heinzer, Gottes Sohn als Mensch. Die Struktur des Menschseins Christi bei Maximus Confessor, Freiburg (Suiza) 1980; F. Heinder-Chr. Schonborn (eds.), Maximus Confessor. Actes du Symposium sur Maxime le Confesseur, Fribourg 1982. 28. R. Guardini, Stationen und Rückblicke, Würzburg 1965, 50 (en el discurso de agradecimiento <
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a imagen de Dios (sin ser la imagen de Dios) se perdían por una apropiación indebida de la imagen, dijo: ¡Ay! Sólo la miseria no despierta envidia ... Quiero ofrecerme a los humanos como el hombre despreciado y el último de todos ... para que ellos, por celos, ardan en deseos de imitar en mí la humildad; mediante ella alcanzarán la gloria ... » 29 . La verdad misma, la verdad real, se hizo soportable al hombre, se hizo camino presentándose en la pobreza del impotente. No el rico epulón sino el despreciado Lázaro que yace en el portal representa el misterio de Dios, del Hijo 30 . La pobreza pasó a ser en Cristo el verdadero distintivo, el «poden> interno de la verdad. Lo que le abrió el camino a los corazones de los humanos no fue sino su ser verdadero en la pobreza. Es definitivo lo que dice Pablo al final de la Carta a los gálatas después de todo su alegato: el último argumento no son las palabras sino los estigmas de Jesús que él lleva en su cuerpo31. En la disputa sobre el verdadero cristianismo, sobre la fe ortodoxa y el camino recto, la comunidad de participación en la cruz es el último y decisivo criterio. :
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5. Cristo, la vida. La «proexistencia» y el amor
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Nuestra última reflexión se centrará, siquiera brevemente, en la tercera palabra de la autoproclamación de Jesús: él es la vida. El ansia fanática de vivir que encontramos hoy en todos los continentes ha originado una anticultura de la muerte que se va convirtiendo en la fisonomía de nuestro tiempo: el desenfreno sexual, la droga y el tráfico de armas se han convertido en una trinidad profana cuya red mortal se extiende por los continentes. El aborto, el suicidio y la violencia colectiva son las maneras concretas en que opera el sindicato de la muerte. Al mis29. Guillermo de St. Thierry, De natura et dignitate amoris, 40, citado según trad. alemana de H. U. v. Balthasar, Der Spiegel des Glaubens, Einsiedeln 1981, 170. 30. P. H. Kolvenbach, Die osterliche Weg. Exerzitien zur Lebenserneuerung, 136, expone con agudeza el sentido cristológico de la parábola sobre Lázaro. 31. H. Schlier, La carta a los gálatas, Salamanca 1975, 325-333.
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mo tiempo, el sida ha pasado a ser el retrato de la enfermedad íntima de nuestra cultura. Ya no hay factores de inmunidad psíquica. La inteligencia positivista no ofrece al aparato mental fuerzas de inmunidad ética; esa inteligencia viene a ser la disgregación del sistema psíquico inmune y, en consecuencia, el abandono sin resistencia a las promesas falaces de la muerte que se presentan con la máscara de más vida. La investigación médica busca, movilizando todas sus posibilidades, las sustancias inyectables contra la disolución de las fuerzas de inmunización corporal, y es su deber; a pesar de ello, sólo desplazará el campo de las destrucciones, sin detener la campaña triunfal de la anticultura de la muerte, si no reconocemos que la debilidad inmunológica del cuerpo es un grito del ser humano maltratado, una imagen que expresa la verdadera enfermedad: la indefensión de las almas en una cultura que declara nulos los verdaderos valores: Dios y el alma. Si los cristianos no actuamos en esta situación y nos limitamos a pronunciar palabras tranquilizadoras, estamos de más. Para satisfacer las exigencias de la modernidad o la posmodernidad, no basta someterse a sus modelos y demostrar que es posible convivir con ellos. Esta forma equivocada de cristianismo progresista sería ridícula si no fuera tan triste y tan peligrosa. Acelera la espiral de la muerte en lugar de oponerle el poder terapéutico de la vida. El análisis marxista que algunos aplican aún para salir de las contradicciones de nuestro tiempo, es un anacronismo absurdo frente al dominio del dinero y de Cupido, que representa el lazo de unión en la trinidad diabólica de sexo, droga y violencia colectiva. Si no se produce una curación de las almas desde la raíz, esos análisis estructurales no pasan de ser pura superstición que neutraliza las fuerzas inmunes internas, porque trata de sustituir el ethos por la técnica y la mecánica, es decir, por estructuras. En este punto es preciso descubrir de nuevo el realismo del ideal cristiano, encontrar a Jesucristo hoy, comprender a una luz nueva el significado del dicho «yo soy el camino, la verdad y la vida». Para ello sería necesario antes un análisis riguroso de la enfermedad que no es posible intentar aquí. Nos limitamos a preguntar simplemente por qué el ser humano se refugia en la
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droga. En términos muy generales podemos contestar: lo hace porque la vida que le ofrecen es demasiado insustancial, demasiado mezquina, demasiado vacía. Después de todos los placeres, liberaciones y esperanzas que esa vida pueda proporcionar, queda la tremenda insuficiencia. Afrontar la vida como esfuerzo y aceptarla así, resulta insoportable. Tendría que ser un placer inagotable y sin límites. Operan aquí dos factores: primero, el afán de plenitud, de infinitud, que contrasta con las limitaciones de nuestra vida; y segundo, la voluntad de tener todo eso sin dolor y sin esfuerzo: la vida debe darse al hombre sin que éste se dé. Cabe afirmar también que lo evidente en todo el proceso es la negación del amor, que lleva a la huida en la mentira. Pero detrás hay una falsa imagen de Dios: la negación de Dios y la adoración de un ídolo. Porque Dios es entendido al modo del rico que no podía dar nada a Lázaro porque quería ser Dios y, para ello, aun lo mucho que poseía era siempre demasiado poco. Se concibe a Dios al estilo de Arrio, para quien Dios no puede relacionarse con el exterior porque es él mismo y nada más. El hombre quiere ser un Dios de este género, alguien que lo acapara todo y no da nada; por eso, el Dios real es para él el auténtico enemigo, el rival del hombre atacado de ceguera interna. Tal es el verdadero núcleo de su enfermedad, porque el hombre se instala en la mentira y se aleja del amor, que también en la trinidad es una autodonación incondicional sin límites. Por eso, el Cristo crucificado -Lázaro- es la verdadera imagen del Dios trinitario. En él se hace visible esta esencia trinitaria: el amor total y la entrega total 32. Ahora podemos quizá empezar a entender lo que significa una sentencia decisiva de Jesús en la oración sacerdotal que puede parecernos al pronto la expresión totalmente irreal de un mundo religioso extraño: «Esta es la vida eterna, reconocerte a ti como único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo» (Jn 17, 3). Hoy no podemos concebir ya que el tema de Dios sea algo real en grado sumo, la verdadera clave de nuestros males más profundos. Pero esto indica la gravedad de la enfermedad de 32. Cf. Kolvenbach, Die üsterliche Weg. Exerzitien zur Lebenserneuerung, 133-142.
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nuestra civilización. En realidad no habrá curación si Dios no vuelve a ser reconocido como el eje de toda nuestra existencia. Sólo unida a Dios, la vida humana se hace verdadera vida; sin él, queda debajo de su propio umbral y se destruye a sí misma. Pero la unión salvadora con Dios sólo es posible por medio de Aquel a quien él envió y mediante el cual él mismo es un Dioscon-nosotros. No podemos «fabricar» esta unión. Cristo es la vida porque nos lleva a la unión con Dios. Sólo a partir de ahí nos llega la fuente de agua viva. «Quien tenga sed, venga a mí y beba», dice Cristo el último día, el más solemne de la fiesta de las Chozas (Jn 7, 38). La fiesta recuerda la sed que padeció Israel en el desierto ardiente y sin agua, que aparece como un reino de la muerte sin salida posible. Pero Cristo se anuncia como roca de la que mana la fuente inagotable de agua fresca: en la muerte, llega a ser fuente de vida 33 . El que tenga sed, venga. ¿No se nos ha convertido el mundo, con todo su saber y poder, en un desierto donde no podemos encontrar ya la fuente viva? El que tenga sed, venga: Jesús sigue siendo hoy la fuente inagotable de agua viva. Nos basta llegar y beber para que la frase siguiente valga también para nosotros: «Si alguien cree en mí, de su entraña manarán ríos de agua viva» (7, 38). La vida, la verdadera, no se puede simplemente «tomar», simplemente recibir. Nos introduce en su dinámica del dar: en la dinámica de Cristo, que es la vida. Beber del agua viva de la roca significa aceptar el misterio salvador del agua y la sangre. Es la antítesis radical a esa ansia que empuja hacia la droga. Es aceptar el amor, y es acceder a la verdad. Y eso es precisamente la vida.
33. Cf. la bella exégesis de este texto en Kolvenbach. Die osterliche Weg, 176ss; también importantes consideraciones sobre el concepto de <>. Acerca del trasfondo histórico del texto y la exégesis patrística cf. R. Schnackenburg, El evangelio según san Juan II, Barcelona 1980, 212-219.
Cristo y la Iglesia Problemas actuales de la teología Consecuencias para la catequesis
La situación de la fe y de la teología en Europa se caracteriza hoy, sobre todo, por una desmoralización eclesial. La antítesis «Jesús sí, Iglesia no» parece típica del pensamiento de una generación. No sirve de mucho el intento de destacar los aspectos positivos de la Iglesia y su condición inseparable de Jesús. Para entender la precariedad real de la fe en nuestro tiempo hay que ahondar más. Porque detrás de esa difundida contraposición entre Jesús y la Iglesia late un problema cristológico. La verdadera antítesis que hemos de afrontar no se expresa con la fórmula «Jesús sí, Iglesia no»; habría que decir «Jesús sí, Cristo no», o «Jesús sí, Hijo de Dios no». Asistimos a una verdadera ola de adhesión a Jesús en las más diversas tonalidades: Jesús en el cine, Jesús en la ópera rack, Jesús como bandera de opciones políticas ... Todos estos fenómenos expresan formas de entusiasmo o de pasión religiosa que se reclaman de la figura misteriosa de Jesús y de su fuerza interna, pero desentendiéndose de lo que la fe de la Iglesia y la fe de los evangelistas -que fundamenta la primera- dicen sobre Jesús. Este aparece como uno de los «hombres decisivos» que existieron en la humanidad, en expresión de Karl Jaspers. Lo que atrae de él es lo humano; el reconocerlo como Hijo unigénito de Dios parece alejarlo de nosotros, arrebatarlo hacia lo inaccesible e irreal y someterlo a la administración del poder eclesiástico. La separación entre Jesús y Cristo es, a la vez, separación entre Jesús e Iglesia: se deja a Cristo a cargo de la Iglesia; parece ser obra suya. Al relegarlo, se espera rescatar a Jesús y, con él, una nueva forma de libertad, de «redención».
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Si la verdadera crisis está en la cristología y no en la eclesiología, hay que preguntar por qué ocurre esto. ¿Cuáles son las raíces de esta separación entre Jesús y Cristo, tema ya abordado abiertamente en la primera Carta de Juan, que denuncia a los que dicen que Jesús no es el Cristo (2, 22; 4, 3), equiparando los títulos de «Cristo» e «Hijo de Dios» (2, 22.23; 4, 15; 5, 1)? Juan tacha de anticristos a los que niegan que Jesús es el Cristo; quizá sea este el origen y sentido del nombre «Anticristo»: estar contra Jesús, el Cristo; negarle el predicado de Cristo. Indaguemos las causas de esta actitud hoy. Son numerosas, obviamente. La primera, poco aparente pero eficaz en extremo, reside en la construcción de un «Jesús histórico» detrás del Jesús de los evangelios, un Jesús decantado de las fuentes y contra las fuentes, con arreglo a los criterios de la imagen moderna del mundo y de la forma de historiografía inspirada en la Ilustración. Está, además, el postulado de que en la historia sólo puede ocurrir lo que siempre es posible, el postulado de que el engranaje causal nunca se interrumpe y lo que choca contra estas leyes conocidas es ahistórico. Así, el Jesús de los evangelios no puede ser el Jesús real; es preciso encontrar otro y excluir de él todo lo que sólo es inteligible desde Dios. El principio constructivo sobre el que emerge este Jesús excluye por tanto lo divino de él, siguiendo el espíritu de la Ilustración: este Jesús histórico no puede ser Cristo ni Hijo. Al hombre de hoy que en su lectura de la Biblia se guía por este tipo de exégesis, no le dice nada el Jesús de los evangelios, sino el de la Ilustración, un Jesús «ilustrado». La Iglesia queda así descartada; sólo puede ser una organización humana que intenta utilizar con más o menos habilidad la filantropía de este Jesús. Desaparecen también los sacramentos: ¿cómo puede haber una presencia real de este «Jesús histórico» en la eucaristía? Lo que resta son signos de la comunidad, rituales que la conjuntan y estimulan para la acción en el mundo. Ha quedado claro que detrás de este despojo de Jesús que es el «Jesús histórico» hay una opción ideológica que se puede resumir en la expresión «imagen moderna del mundo». Tendremos que volver sobre este punto; pero debemos considerar ahora una segunda raíz de la separación entre Jesús y Cristo. Si hemos hablado de una determinada visión del mundo, tenemos
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que abordar ahora una forma de experiencia existencial o, quizá más correctamente, de déficit en esa experiencia. Digámoslo sencillamente: el hombre de hoy no entiende ya la doctrina cristiana de la redención. No encuentra nada parecido en su propia experiencia vital. No puede imaginar nada detrás de términos como expiación. representación y satisfacción. Lo designado con la palabra Cristo (mesías), no aparece en su vida y resulta una fórmula vacía. La confesión de Jesús como Cristo cae por tierra. A partir de ahí se explica también el enorme éxito de las interpretaciones psicológicas del evangelio, que ahora pasa a ser el anticipo simbólico de la curación psíquica. El amplio consenso que encontró la explicación política del cristianismo, que recoge la teología de la liberación -hoy fracasada prácticamente- descansa en las mismas razones. La redención es sustituida por la liberación en el sentido moderno de la palabra, que se puede entender con acento en la vertiente psicológico-individual o político-colectiva, y tiende a combinarse con el mito del progreso. Este Jesús no nos ha redimido, pero puede servir de símbolo que guíe nuestra redención o liberación. Si no hay ya un don de redención que dispensar o administrar, la Iglesia en el sentido tradicional es una quimera, incluso un escándalo; no es sujeto de ninguna potestad; su pretendida potestad es, en este supuesto, mera presunción. Tendría que convertirse en un espacio de «libertad>> en sentido psicológico y político. Tendría que ser el ámbito de nuestros sueños de vida liberada; no puede remitir a nada ultramundano, sino que ha de acreditarse siempre en una experiencia propia como instancia redentora dentro de este mundo. Todo lo irredento de mi propia existencia, todo el descontento conmigo mismo y con los demás, recae sobre ella. Todo esto -la reducción del mundo a lo empíricamente demostrable y la reducción de nuestra existencia a lo vivenciable- descansa en un tercer hecho decisivo: la pérdida de la imagen de Dios, que desde la época de la Ilustración avanza sin cesar. El deísmo se ha impuesto prácticamente en la conciencia general. No es posible ya concebir a un Dios que se preocupa de los individuos y actúa en el mundo. Dios pudo haber originado el estallido inicial del universo, si es que lo hubo, pero no le queda nada más que hacer en un mundo ilustrado. Parece ca-
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si ridículo imaginar que nuestras acciones buenas o malas le interesen; tan pequeños somos ante la grandeza del universo. Parece mitológico atribuirle unas acciones en el mundo. Puede haber fenómenos sin aclarar, pero se buscan otras causas. La superstición parece más fundamentada que la fe; los dioses -es decir, los poderes inexplicados en el curso de nuestra vida. y con los que hay que acabar- son más creíbles que Dios. Pero si Dios nada tiene que ver con nosotros, prescribe también la idea de pecado. Que un acto humano pueda ofender a Dios es ya para muchos una idea inimaginable. No queda margen para la redención en el sentido clásico de la fe cristiana, porque apenas se le ocurre a nadie buscar la causa de los males del mundo y de la propia existencia en el pecado. Por eso tampoco puede haber un Hijo de Dios que venga al mundo a redimirnos del pecado y que muera en la cruz por esta causa. Así se explica el cambio radical producido en la idea de culto y de liturgia, y que tras larga gestación se está imponiendo: su primer sujeto no es Dios ni Cristo, sino el «nosotros» de los celebrantes. Y tampoco puede tener como sentido primario la adoración, para la que no hay razón alguna en un esquema deísta. Ni cabe pensar en la expiación, en el sacrificio, en el perdón de los pecados. Lo que importa es que los celebrantes de la comunidad se corroboren entre sí y salgan del aislamiento en que sume al individuo la existencia moderna. Se trata de expresar las vivencias de la liberación, la alegría, la reconciliación, denunciar lo negativo y animar a la acción. Por eso, la comunidad tiene que hacer su propia liturgia y no recibirla de tradiciones ininteligibles; ella se representa y se celebra a sí misma. Pero no hay que olvidar un movimiento inverso que se va perfilando en la generación joven. La banalidad y el racionalismo pueril de una liturgia autofabricada con su teatralidad artificial van siendo desenmascarados en su inopia; su vaciedad es evidente. El poder del misterio ha desaparecido, y las formas de acreditación con las que se quiere compensar esta pérdida no pueden satisfacer a la larga ni siquiera a los funcionarios, cuánto menos a los que han de sentirse interpelados por tales acciones. Aumenta así la búsqueda de una verdadera redención en el presente. Esa búsqueda lleva a direcciones opuestas. Los grandes festivales de rack son des-
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ahogos de la existencia, antiliturgias salvajes donde la persona sale fuera de sí y puede olvidar la opacidad y rutina de lo cotidiano. La droga se sitúa también en esta dirección. Por otra parte, lo mágico y lo esotérico atraen cada vez más como lugar donde el misterio embarga al ser humano. Cabe afirmar que allí donde la liturgia es iluminada por el misterio, vuelven a nacer nuevos lugares de fe. Antes de pasar a las conclusiones de cara a la catequesis conviene meditar otra consecuencia importante de la imagen deísta del mundo que hoy se está difundiendo entre los cristianos de modo más o menos consciente. Esa idea de Dios y de la relación del hombre con él influye especialmente en la teología moral. Esta ya no puede ser una verdadera teología, sino que se convertirá en ética, porque Dios no interviene en el mundo ni en el camino del hombre. Lo que la fe llama preceptos divinos, aparece como un código cultural de comportamientos históricos del hombre. Cabe señalar dependencias, nexos con otras culturas, desarrollos y contradicciones. Todo esto parece mostrar suficientemente que se trata de meras reglas de juego de la existencia que fueron formuladas en las distintas sociedades. Esas reglas dependen de la valoración que se haga de la conducta humana y de los fines de una cultura; cuanto mejor logren estructurar una sociedad, asegurar su supervivencia y garantizar su altura cultural, la valoración será más positiva. Si nos abandonamos a tales ideas y consideramos al ser humano como el único sujeto que actúa en la sociedad, otras carencias de la imagen moderna del mundo influirán también más o menos profundamente. A la luz de la fe en la creación, el mundo aparecía como plasmación del pensamiento de Dios. Lleva un mensaje divino en sí y encierra unas normas válidas para nuestra conducta. Pero si Dios se limita a dar el impulso inicial y luego se repliega, las cosas no son ya expresión del pensamiento y el querer divinos, sino meros productos de la evolución, regidos por las leyes de la supervivencia y de la lucha por la propia conservación. La evolución puede enseñarnos unas reglas de juego para la autoafirmación de una especie; pero esto es algo muy diferente de la norma moral en la línea de la antigua noción de «ley moral natural». La evolución, el nuevo de-
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miurgo, no conoce la categoría de lo moral. Es evidente que tales ideas no son compartidas por la teología, pero tampoco ésta reflexiona suficientemente en el alcance de las mismas. En especial, ha quedado como secuela de todo esto una inseguridad sobre la acción de Dios en la historia y sobre la relación entre Dios y el mundo que ha de repercutir por fuerza negativamente en la teología moral. El esquema de un Dios que se retira de su mundo queda patente, por ejemplo, cuando se intenta limitar a Dios al llamado plano trascendental y se afirma que él no da normas «Categoriales». Dios se convierte así en un marco orientativo general sin contenidos; el sentido de la moralidad hay que determinarlo entonces a un nivel intramundano. Al desvanecerse la idea de creación, apenas cabe pensar en unas esencias permanentes dentro del universo; la naturaleza, por una parte, se limita a lo puramente empírico y, por otra, se resuelve en historia, y la historia no permite las formas permanentes en el reino moral. Esto pone de manifiesto un profundo dualismo entre naturaleza e historia, entre naturaleza y existencia humana, que sólo cabe superar con una renovación de la fe en la creación. No nos confundamos: el que considera la creación, a la luz de la fe, como un pensamiento de Dios que toma forma y por eso encuentra en la «naturaleza» una norma ética, no puede negar en modo alguno la importancia de la historicidad del ser humano. Hay que reconocer también que se abusó de la «ley moral natural», la cual no es accesible simplemente en unas normas detalladas. Tampoco se reconoció siempre lo bastante que la esencia del hombre va unida a la historicidad y aparece siempre en unas estructuras históricas. En este sentido es necesario un diálogo serio con los nuevos conocimientos; hay que repensar la compaginación de la «esencia» (naturaleza) con la historicidad. El enorme caudal de conocimientos empíricos que hemos adquirido mediante las ciencias naturales y las ciencias humanas son de gran import
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aparece lo típicamente humano, lo verdaderamente ético. La teología moral afronta así grandes tareas que sólo puede llevar a cabo adecuadamente si sigue siendo teología, es decir, si Dios, el Dios trino revelado en Cristo, es su fundamento y su centro. ¿Qué se sigue de todo esto para la catequesis? Aclaro de entrada que sólo puedo hablar de contenidos, no de métodos, para los que no soy competente. Pero quizá sea útil señalar la primacía del contenido sobre el método, primacía que en los últimos decenios se ha perdido un tanto de vista: el contenido determina el método, y no a la inversa. De lo expuesto hasta ahora se sigue también que no es correcto presuponer el consenso acerca de Jesucristo, como si hubiera unanimidad al respecto y quedara por lograr únicamente que también la Iglesia «caiga simpática». Tampoco procede pasar de largo ante las grandes preguntas de la fe, dada la sordera de muchas personas de hoy para las cosas divinas, y refugiarse en la antropología, o querer justificar la existencia de la Iglesia por su utilidad social; por importante que sea la obra social, ésta se extingue si desaparece el núcleo de la Iglesia, que es el misterio. De estas consideraciones se desprenden dos puntos básicos en la catequesis de hoy: l. Todo depende, al final, de la cuestión de Dios. La fe es fe en Dios, o no es tal fe. Esa fe se puede reducir en definitiva a la simple confesión de Dios, el Dios vivo, origen de todo. Por eso, la cuestión de Dios debe ser central en catequesis. El misterio de Dios, creador y redentor, debe aparecer en toda su grandeza. Esto obliga a reducir el mito de la idea moderna del mundo a sus verdaderos límites. Nada que sea ciencia rigurosa contradice a la fe, pero sí muchas cosas que pretenden pasar por ciencia. La fe en la creación sigue siendo hoy, precisamente hoy, racional; ha de ser la ventana abierta a la grandeza de Dios. Esta creación no está tan determinada que sólo cuente en ella lo mecánico, sin dejar margen al poder del amor. Porque existe realmente el amor y porque es un poder, Dios tiene poder en el mundo. O más bien a la inversa: porque Dios es el todopoderoso, el amor es poder: el poder por el que apostamos. 2. La figura de Cristo debe presentarse en toda su altura y , profundidad. No podemos conformarnos con un Jesús a lamo-
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da; por Jesucristo conocemos a Dios y por Dios conocemos a Cristo, y sólo así nos conocemos a nosotros mismos y encontramos respuesta a la pregunta por el sentido del ser humano y por la clave para la felicidad definitiva y permanente. Agustín no dudó en desarrollar toda la cuestión del cristianismo a partir de la sed de felicidad. Si perseguimos esta sed hasta el fondo, sin detenernos en la satisfacción superficial, llegamos a Dios, a Cristo. Si en la cuestión de Dios no hay que temer la confrontación con los mitos modernos, para conocer a Cristo también hay que desenmascarar muchos mitos seudoexegéticos y reconocer de nuevo al Cristo de los evangelios, al Cristo de los testigos, como el verdadero Jesús, que es realmente histórico frente a la figura artificial que nos ofrecen a menudo bajo la etiqueta del Jesús histórico. Tampoco necesitamos aquí negar nada que sea verdadera ciencia; al contrario, la exégesis moderna nos ofrece un tesoro de nuevos conocimientos siempre que sea exégesis y no ideología encubierta. Sólo en el contexto de la fe en Dios, el Dios trino, Padre, Hijo y Espíritu santo, sólo en el contexto de la fe en el Hijo humanado, encuentran su lugar justo las grandes preguntas morales de nuestro tiempo, que apremian precisamente a los jóvenes. En este contexto queda patente que la redención es más que la lucha por las utopías políticas y más que la simple psicoterapia. Porque la responsabilidad que los desafíos éticos de nuestra vida nos imponen no podemos soportarla si no es sostenida por el amor misericordioso de Dios que nos sale al encuentro en la cruz. 3. Para que tales principios resulten comprensibles y no suenen a frases extrañas llegadas de un mundo desconocido, es imprescindible un ámbito de experiencia de la fe al estilo del antiguo catecumenado cristiano. La familia y la comunidad parroquial preparaban antes este ámbito de experiencias. La familia apenas realiza ya este servicio, y las comunidades parroquiales tampoco suelen estar suficientemente preparadas para la nueva tarea resultante del frecuente fallo de la familia como soporte de la tradición creyente. La eficacia de la nueva evangelización depende de que se logre crear comunidades donde viva la fe, y su palabra pueda ser palabra de vida.
El poder de Dios, esperanza nuestra*
l. Fundamentación a) Consideraciones previas sobre la esencia del poder ·',
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La palabra «poder» tiene algo de fascinante para nosotros, los humanos, y también algo de amenazante. El deseo de poder, de disponer de las cosas a voluntad y vivir libres y sin temor en el mundo, late en todo ser humano. Mas para la mayor parte de las personas se queda en mera fantasía. Encontramos el poder en manos de otros o, peor aún, él nos sale al paso como poder anónimo cuyos verdaderos titulares son inaprensibles. Este poder no se presenta como esperanza sino como vértigo y amenaza. Reina en nuestro tiempo, bajo múltiples formas, el temor al anonimato del poder, que comporta la imposibilidad de controlarlo: Reina el temor a la amenaza ecológica contra las raíces de la vida por la propia dinámica incesante de la técnica; el hombre creó la técnica para dominar la naturaleza, y ahora la técnica puede convertirse en poder contra él mismo, un poder que se le escapa de las manos, que lo domina más que de lo que le permite dominar. Reina el temor a la amenaza de los arsenales ar-
* Este trabajo reproduce básicamente una conferencia para sacerdotes y colaboradores (y colaboradoras) que pronuncié, con motivo del encuentro de católicos en Dresde (perteneciente a la antigua República Democrática Alemana) el 1O de julio de 1987, en la Iglesia imperial de la ciudad. Se enmarca en esa búsqueda de una cristología soteriológica que persiguen los dos textos anteriores: la cuestión de cómo la fe en Cristo se hace redención y salvación dentro de nuestra propia vida.
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mamentísticos, que fueron creados como poder de un Estado contra los otros, pero que parecen evolucionar con una dinámica propia, y hoy se plantea con urgencia la posibilidad de controlarlos por los gobiernos; las nuevas esperanzas de desarme tampoco han disipado el miedo al automatismo de los artefactos y el peligro de su disparo automático. Reina, por último, el temor al poder del aparato industrial y económico que amenaza convertir al individuo en mero engranaje de una función. ¿Dónde queda, ante estas formas de poder que nos agobian, el poder de Dios? ¿puede Dios algo en el mundo, en este mundo concreto? ¿podemos creer en un poder divino que sea esperanza frente a todos los poderes terribles, o Dios se ha convertido en la pura impotencia? Quizá sea útil recordar aquí que hubo un tiempo en que el poder de Dios infundía a los humanos un temor semejante al que sienten hoy ante los poderes creados por el hombre y convertidos en anónimos. Ante la imprevisibilidad de la naturaleza y del destino, los humanos se veían expuestos a un poder incomprensible, enigmático y aparentemente caprichoso. Había que invocar este poder mediante prácticas de culto o protegerse de él. La magia es un intento de controlar las fuerzas desconocidas, de penetrar en su secreto para no enfrentarnos a ellas totalmente inermes. Se ha dicho que la técnica tradujo este conato al plano racional explorando la trama funcional de la naturaleza para poder disponer de ella. Este proceso estuvo precedido de la desmitización cristiana del mundo, que libró al hombre de la idea de unas fuerzas divinas misteriosas y le enseñó que vivimos en un mundo creado por Dios con arreglo a unas pautas racionales; él nos confió ese mundo para que conozcamos con nuestro entendimiento los pensamientos del suyo y aprendamos a administrar, ordenar y configurar su creación a partir de ellos. Pero de este modo se ha ido imponiendo la idea de que Dios es superfluo, y al final ha resultado ser un estorbo. Para Dios quedó sólo la subjetividad, ya que lo objetivo lo hemos conocido sin él. Pero en esta esfera de la subjetividad que le resta, Dios se convierte en mero sentimiento, que significa poco, o aparece como el espía que escucha a la puerta de mi existencia privada y me impide la libertad. Aun siendo tan poca cosa, es el último peligro que me impide el libre
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desarrollo. Así comienza de nuevo, de un modo más sutil, lo que antaño había intentado la magia de la naturaleza: hay que protegerse de Dios, debe desaparecer, hay que desenmascararlo para poder combatirlo. El psicoanálisis y la psicoterapia son esta magia del mundo interior donde el hombre se hace con el poder sobre el alma para librarse de la amenaza que representa Dios. Pero el alma escrutable no es ya libre, y el poder adquirido contra Dios se convierte en poder del hombre contra sí mismo. ¿El poder de Dios es amenaza o esperanza? Pocos siguen viendo en él una amenaza; Dios se ha ido demasiado lejos, y otras amenazas se han hecho demasiado concretas. El reverso de este proceso es que aun a los creyentes les resulta cada vez más difícil ver a Dios como esperanza de su vida y de esta historia nuestra, y ganar firmeza aferrándose a tal esperanza. Por eso debemos formular ahora muy concretamente la pregunta de si Dios tiene poder en el mundo y, de tenerlo, qué clase de poder; dónde y cuándo se muestra; cómo es accesible; qué significa para nuestra vida; qué significa en concreto para el sacerdote y sus colaboradores hoy. b) Dos textos bíblicos sobre la cuestión del poder: el monte de
las tentaciones y el monte de la misión ~.1~'
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Para contestar esta pregunta tomaré pie de dos textos bíblicos que expresan de modo antitético lo que no es y lo que es el poder de Dios. De ellos se desprenderá la verdadera esencia del poder y la verdadera esencia de la esperanza. El primer texto es el relato de la tercera tentación de Jesús (Mt 4, 8-1 0). Satanás lo conduce a un monte muy elevado y le muestra los reinos de la tierra con todo su esplendor; se presenta como el verdadero soberano del mundo que tiene poder y lo reparte. Ofrece a Jesús el poder y «sus pompas» -una expresión que reaparecerá en la fórmula del bautismo, donde no sólo hay que renunciar al diablo sino, concretamente, a sus pompas para poder ser cristiano-. Las pompas del poder significan la capacidad de hacer lo que se quiere, gozar de lo que se quiere, disponer de todo, ocupar siempre los primeros puestos. Ningún goce te es negado,
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cualquier aventura te es posible, todos se arrodillan ante ti. Te está permitido hacer lo que quieras, y tienes la posibilidad de hacerlo. De ese engañoso «ser como Dios», de esa caricatura de la imagen y semejanza de Dios se vale el diablo para enloquecer al hombre y parodiar la libertad de Dios. Satanás ofrece poder, naturalmente, pagando un precio: un poder que se apoya en el terror, el miedo, la codicia, la violencia contra el otro y el endiosamiento del yo. Pero -parece decir Satanás- esto es precisamente el poder. De otro modo no se puede tener. El que quiere dominar necesita oprimir, necesita la amenaza de la violencia y ha de ejercerla. ¿Y cómo va a ser redimido el mundo si el Redentor no tiene poder? Está claro, por tanto, que el Salvador, si quiere hacer algo, ha de asumir la oferta de poder y plegarse a las reglas de juego. Esta tentación ha perdurado a través de toda la historia. Los poderosos del mundo han ofrecido siempre poder a la Iglesia, y con el poder han intentado imponer las reglas de juego de su poder. Pero la vocación de la Iglesia no es levantar un reino mesiánico donde luego se rinda culto al poder humano, haciéndolo pasar como poder de Dios. El poder del dominio político o del imperio técnico no debe ni puede ser la forma de poder de la Iglesia. Con esto no se condena el poder estatal ni la espada que está bajo la norma de la justicia, como indica Rom 13, 1-7, pero sí la identificación del poder eclesial con el poder estatal, del poder de Dios con el poder del Estado, y la absolutización consiguiente del poder humano, como si esta clase de poder pudiera traer la redención. Lo reprobable es una determinada idea de redención, una falsa imagen del hombre y de Dios que convierte a Dios en caricatura al tiempo que reduce al hombre a pompa de poder y, por tanto, a mera apariencia. Interrumpamos nuestras reflexiones en este punto para volver al segundo texto del evangelio de Mateo, donde Jesús está de nuevo sobre una alta montaña y reaparece el tema del poder. Es la escena final del evangelio. El Resucitado llevó a los once a la montaña para confiarles su misión y hacerles la promesa para la historia futura. Está de nuevo en el monte, mas no por arte de magia satánica sino por el poder de Dios. Está de nuevo en el monte, y no sólo ve los reinos de este mundo con todas sus pompas, sino que ahora puede decir: «Me ha sido dado todo po-
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der en el cielo y en la tierra». Este poder abarca la tierra y el cielo, por eso es «todo poder». Lo que Jesús había rehusado tomar del diablo, lo posee ahora de otro modo totalmente distinto, por ser de otra fuente. Ha llegado a ser el Señor del cielo y de la tierra que ahora envía a los discípulos como mensajeros y sujetos de su poder. Pero ¡,de dónde le viene este poder? ¿.y cuál es su naturaleza? No olvidemos que quien así habla es el Resucitado. Esto significa que ha pasado por la muerte y sólo así, a través de la muerte, desde la otra ladera y para ella ostenta poder, que precisamente por eso abarca la totalidad y no sólo lo visible: el cielo y la tierra, el tiempo y más allá de sus fronteras. Dicho de otro modo, a esta última aparición «en el monte» precede otra experiencia que se interpone entre los dos grandes episodios ocurridos en un monte, los distingue y los enlaza. Jesús subió al monte de la crucifixión como un día Isaac subió al Moria. El diablo lo había llevado antes al pináculo del templo y a la cima de un monte; ahora está realmente en todo lo «alto», «elevado», y esta «altura» es lo contrario de las alturas de Satanás. Las alturas de éste son alturas de poder egoísta, de mando arbitrario del que todo lo posee y todo le está permitido, pero que se convierte en contrasentido y mentira vital, porque el «todo» del tener y del gozar es siempre un algo insignificante, una nada más que un algo, y el hombre creado realmente para el todo conoce muy bien la nadería de este «todo». La altura del monte de la crucifixión consiste en que Jesús renunció a toda posesión y permisión para quedarse con la pura nada de la desnudez total que no tiene siquiera un lugar en el suelo. Renunció en el «hágase tu voluntad» dirigido al Padre. Renunció en la plena unidad volitiva con el Padre. Ahí alcanzó el verdadero «todo», en la cima suprema del ser: en la unidad con el Dios real, que no es déspota ni vividor, sino verdad eterna y amor eterno. Esto viene a restablecer la verdadera imagen de Dios y del hombre frente a la caricatura de Dios y del hombre. Jesús perseveró en la nada frente a lo terrenal, unido a la voluntad de Dios contra el poder de la violencia y su capacidad de destrucción total. Es uno con Dios y uno con el poder real que abarca el cielo y la tierra, el tiempo y la eternidad. Es uno con Dios, de forma que el poder de Dios pasa a
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ser su poder. El poder que ahora proclama desde el monte de la ascensión es un poder que viene de las fuentes de la cruz y es, por tanto, la antítesis radical del poder arbitrario de la posesión total, la permisión total y la posibilidad total.
e) La esencia del poder de Jesús: poder en la obediencia, po-
der responsable Debemos preguntar ahora con más precisión cuál es realmente la esencia de este poder, hasta qué punto es poder y qué podemos esperar de él. Como todo esto se aleja mucho de nuestras experiencias de vida moderna, debemos acercamos gradualmente a la realidad de este poder y a su comprensión. Como primer paso me parece útil una observación lingüística. Para designar este poder de Jesús, el nuevo testamento no emplea una palabra que exprese la capacidad interna de una persona, una cualidad objetiva presente en ella, sino el término exousía, que en griego designa el derecho a hacer algo, derecho anclado en la estructura jurídica de un Estado. El término designa, así, la posibilidad operativa que posee una persona en virtud de la estructura jurídica, y esa posibilidad se traduce en potestad, derecho, licencia o libertad 1• Se trata de un poder dado que viene de un todo jurídico, de una figura de la justicia. Es, en consecuencia, potestad que emana de un poder subyacente y por eso puede decidir. Es poder que viene de una obediencia, un poder responsable y anclado en un orden intrínseco. Así, la palabra elegida por la Biblia para expresar el poder de Jesús ofrece ya una interpretación profunda de la esencia de este poder: es un poder que no es precisamente el de un Goliat antiguo o moderno, sino un poder que nace de la obediencia y, por tanto, de una relación que es responsabilidad, respuesta al ser, respuesta a la verdad y al bien. Es un poder humilde, como lo describe el himno a Cristo de la Carta a los filipenses (2, 5-11 ). Cristo no retiene para sí la igualdad divina al modo del ladrón que guarda su botín, como un poder conquistado que se puede l. Cf. W. Foerster, ejsygia, en ThWNT 11, 559-571, espec. 559s y 563.
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disfrutar. La actitud del ladrón, acorde con la idea corriente de poder, es en realidad señal de impotencia: lo robado no le pertenece propiamente, y por eso lo usa y defiende con codicia. Romano Guardini expresó muy bellamente el contenido positivo del gesto de Jesús descrito en el himno de la Carta a los filipenses, himno de la crucifixión y la consiguiente exaltación: «Toda la existencia de Jesús es una trasposición del poder a la humildad ... a la obediencia a la voluntad del Padre. Para Jesús la obediencia no es un factor secundario, añadido, sino que forma el núcleo de su esencia» 2. Su poder no tiene «ningún límite desde fuera, sino un límite que llega desde dentro ... : la voluntad del Padre libremente asumida. Es un poder que se controla tan perfectamente que es capaz de renunciarse a sí mismo» 3 . Hemos dicho que el poder de Jesús es algo que el término griego deja claro: un poder que nace de la obediencia. Esto significa, además, que es un poder que puede dictar sentencia en un todo estructurado jurídicamente y que, como tal, es «el» poder. Pero este todo estructurado jurídicamente que está detrás del poder y del que éste emana, no es una suma de principios, sino la voluntad de Dios, que es el orden del bien y de la verdad misma, el amor en persona. Así, el poder de Jesús es un poder basado en el amor, es la potencialidad del amor. Es un poder que nos remite desde lo palpable y visible a lo invisible y verdaderamente real, que es el amor poderoso de Dios. Es un poder que es camino, que tiene como objetivo encaminar al hombre hacia la trascendencia del amor. Podemos anticipar ya aquí, alusivamente, un tercer aspecto que se sigue de lo anterior: Jesús dio la exousía a su Iglesia. Ella participa en la potestad de Jesús, y todos sus poderes son participación en esa potestad, que es su medida y esencia. d) Dos modos de poder: poder dominador y poder obediencia!
Podemos afirmar, resumiendo lo anterior, que el poder de Dios se muestra concretamente en el poder de Jesucristo, que emana de la unión de voluntades entre Jesús y el Padre y por eso 2. R. Guardini, El poder, Madrid 2 1977, 40. 3. !bid., 41.
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tiene su anclaje supremo en el amor. Este poder de Jesús creó un lugar concreto en el mundo mediante la potestad otorgada a la Iglesia. Antes de pasar al lado práctico de nuestra vida, el de la Iglesia y el sacerdote hoy, introduciré otro pasaje bíblico que expresa el falso poder y aclara, como contraprueba, lo que es y lo que no es el poder de Dios en el mundo y en favor del hombre. Me refiero al relato de la caída (Gén 3). Adán come del fruto que le permitirá conocer el bien y el mal. El punto capital es que no se trata de verdadero conocimiento, de conocimiento como percepción de la realidad para ajustarse a ella y vivir en correspondencia con ella. La voluntad que emerge en el diálogo con la serpiente va exactamente en dirección opuesta: Adán busca el conocimiento como un poder. No lo busca para entender mejor el lenguaje del ser, para oír mejor o escuchar más sinceramente, sino porque sospecha del poder de Dios y quiere oponerse a él con su propio poder. Busca el conocimiento porque cree que el hombre sólo es libre en la rebeldía. Quiere ser Dios, y entiende por tal no tener que escuchar, sino ejercer el poder. El conocimiento sirve para enseñorearse de algo, para dominar. Es funcional, encaminado al uso y a la dominación. El poder carece así de responsabilidad, es mero saber hacer y disponer. Su esencia parece consistir en no tener a nadie sobre sí, referirlo todo a sí y al propio uso para mayor «gloria del poder>>. Queda así patente la estrecha relación que guarda esta escena bíblica con los tres textos referidos: con el monte de la promesa de Satanás, con el monte del Crucificado resucitado y, finalmente, con la referencia de la Carta a los filipenses a Adán como antítesis de Jesucristo. El relato de la caída pone de manifiesto el resultado que da la aceptación de la oferta de poder que hace Satanás: el poder es lo opuesto a la obediencia; y la libertad, lo contrario de la responsabilidad. El conocimiento se rige por el criterio del poder alcanzado y se desliga de su componente ético. Sin demonizar la ciencia natural ni la técnica, hay que decir que algo de esta actitud se ha filtrado en la forma moderna de apoderamiento de la naturaleza4 . Es muy significa4. Cf. importantes reflexiones sobre el tema en C. S. Lewis, Die Abschaffung des Menschen, Einsiedeln 1979, espec. 72ss.
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ti va a este respecto una frase de Thomas Hobbes: «Conocer una cosa significa saber lo que cabe hacer con ella si se la posee» 5 . Tendría que estar claro que esto no equivale al «dominio» sobre la creación, tarea que Dios confió al hombre (Gén l, 28-30). Lo que significa este dominio justo lo formuló con gran precisión Romano Guardini mucho antes de las disputas ecológicas: el hombre «es señor por gracia y debe ejercer su dominio con responsabilidad hacia aquel que es señor por esencia ... Dominio no significa, pues, que el hombre imponga su voluntad a lo dado en la naturaleza, sino que su poseer, configurar y crear nazca del conocimiento; pero este conocimiento acepta lo que es el ente en sí. .. » 6 . Tratemos de hilvanar el conjunto de lo considerado hasta ahora y preguntemos de nuevo: ¿Tiene Dios poder en el mundo y es este poder una esperanza para nosotros? Debemos señalar primero que hay un tipo de poder, el más conocido para nosotros, que se enfrenta a Dios, intenta pasar de él e incluso excluirlo. La esencia de este poder consiste en convertir lo otro y al otro en simple objeto, en mera función, y tomarlo al servicio de la propia voluntad. No considera lo otro y al otro como realidades vivas con sus propios derechos, cuyo ser yo no puedo atropellar; los trata como función, como piezas de la máquina, como algo muerto. Tal poder es, en definitiva, poder de muerte y somete también inexorablemente al que lo utiliza a las leyes de la muerte y lo muerto; la ley que impone a otros pasa a ser ley propia. Se cumple así la palabra de Dios a Adán: «Si comes de este fruto, morirás» (Gén 2, 17). No puede ser de otro modo cuando se entiende el poder como lo contrario de la obediencia, ya que el hombre no es dueño del ser, aunque a nivel macroscópico pueda descomponerlo como una máquina y montarlo de nuevo. El ser humano no puede vivir contra el ser, y cuando lo intenta, cae bajo el poder de la mentira, del no-ser, de la apariencia de ser y, en consecuencia, bajo el poder de la muerte. 5. Citado según R. Spaemann. Die Unantastharkeit des menschlichen Lehens. Kommentar zur lnstruktion der Kongregation für die Glaubenslehre über ethische Fragen der Biomedizin, Freiburg 1987, 71. 6. /bid., 26s.
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Este poder puede ser muy tentador y actuar de forma impresionante. Sus éxitos son temporales, pero esta temporalidad puede durar mucho y deslumbrar a la persona que vive al día. Este poder no es el auténtico ni real. El poder que reside en el ser es más fuerte; el que opta por él, tiene más posibilidades. Pero el poder del ser no es un poder propio; es el poder del Creador. Y del Creador sabemos por la fe que no sólo es la verdad sino también el amor, y que ambas cosas no pueden separarse. El poder que Dios tiene en el mundo es el mismo que tienen la verdad y el amor. Esto podría sonar a frase melancólica si sólo conociéramos del mundo lo que podemos divisar en el ámbito de nuestra vida y de nuestras experiencias; pero desde la nueva experiencia que Dios nos brindó en Jesucristo -experiencia consigo mismo y con el mundo- es una frase llena de esperanza. Porque ahora podemos también invertir la frase: la verdad y el amor se identifican con el poder de Dios, porque él, además de poseer verdad y amor, es ambas cosas. Verdad y amor son el verdadero y definitivo poder en el mundo. Aquí estriba la esperanza de la Iglesia y aquí descansa la esperanza de los cristianos. O digamos más exactamente que, por eso, la existencia cristiana es esperanza. A la Iglesia se la puede despojar en este mundo; puede sufrir grandes y dolorosos fracasos. Hay siempre en ella muchas cosas que la alejan de lo que ella es auténticamente. De esto auténtico la despojan constantemente; pero ella no se hunde, al contrario, así aparece lo propio en forma nueva y cobra una fuerza renovada. La nave de la Iglesia es la nave de la esperanza. Podemos embarcar en ella confiados. El dueño del mundo la pilota y protege. 2. Aplicaciones
En la primera sección de este trabajo hemos intentado comprender lo que es el poder de Dios y cómo este poder no significa para nosotros amenaza, sino esperanza. Ahora debemos aplicar esto, en una segunda ronda de consideraciones, a la vida de la Iglesia en general y del sacerdote y sus colaboradores en particular. Hay que preguntar cómo puede este poder entrar
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en nuestra vida, cómo puede concretamente hacerse esperanza para nosotros y para los seres humanos en este momento de la historia, cuáles son las condiciones de vida para que esta esperanza llegue a nosotros y sea esperanza nuestra. Hemos analizado las preguntas básicas de la primera parte sobre la esencia del poder con ejemplos y sugerencias más que de modo sistemático; tampoco procede aquí, y menos que antes, desarrollar una doctrina general de la vida cristiana y sacerdotal en relación con el tema «el poder de Dios, nuestra esperanza». Intentaré dilucidar sin sistematismos algunos corolarios que se desprenden de lo meditado hasta ahora. a) La fe, puerta de acceso al poder de Dios
La idea básica que descubríamos en la primera sección se puede resumir en este enunciado: el poder entendido en la línea de la potestad de Jesucristo nace de una relación, se trasmite a través de la obediencia y se resuelve en responsabilidad. Sentado esto, el sacerdote -y de modo análogo el cristiano en general- ha de ser una persona que viva esencialmente desde una relación y en una relación: la relación con Dios. El sacerdote debe ser un creyente que está en diálogo con Dios. Si no es esto, toda su actividad es vacua. Lo supremo y más importante que puede hacer un sacerdote en favor del ser humano es ser lo que es: un creyente. Por la fe hace que Dios, el Otro, acceda al mundo. Y si el Otro no actúa, nuestra acción es siempre deficitaria. Pero si las personas sienten hallarse ante alguien que cree, que vive con Dios y desde Dios, nace también en ellas la esperanza. Por la fe del sacerdote se abre de par en par una puerta a los hombres: ¡conque también hoy se puede creer realmente, también hoy! La fe humana es siempre un creer compartido, y por eso es tan importante el pre-creyente, el que precede en la fe. El está más expuesto que los otros, porque la fe de éstos depende de la suya y en determinados momentos él ha de llevar el peso de creer por ellos. Por eso, las crisis de la Iglesia y de la fe suelen ser más agudas en sacerdotes y religiosos, y se advierten antes que en el pueblo eclesial. Existe también el riesgo
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de que el sacerdote tome la fe como una rutina, la cuestione y se canse de ella, como le ocurre al hermano menor y, después, al hermano mayor de la parábola. Entonces los otros creyentes, en especial los que volvieron a la fe por la experiencia de su propio vacío, pueden prestarle el servicio que el retorno del hermano menor ofrece al mayor. Ellos han vivido los desiertos del mundo y han descubierto de nuevo la belleza de la casa que al morador habitual le pesa como una carga. De este modo hay en la fe un dar y tomar recíprocos, donde sacerdotes y laicos son dispensadores de la cercanía de Dios. El sacerdote debe tener la humildad necesaria para esta recepción, sin ceder a ese orgullo que muestra el hermano mayor: este zángano que disfruta ahora de la acogida, ignora lo que es la carga de la fidelidad. Tal orgullo aflora a menudo en nosotros como una especie de desdén del especialista: ¡qué saben esos fieles de a pie sobre crítica de la Biblia y demás críticas, qué saben del abuso de poder en la Iglesia y de todas las vilezas de su historia! La arrogancia del especialista en materia de fe es un género de ceguera muy resistente, producto del que sabe las cosas a medias. La fe que en el desierto de un mundo sin Dios, junto a la bazofia de unas actitudes frívolas ya gastadas, vuelve a descubrir el agua fresca de la palabra de Dios, aunque no esté a la altura del especialista en crítica textual, es muchas veces infinitamente superior a él en lucidez para las verdades que cabe extraer de esta fuente. La fatiga del hermano mayor existirá siempre, pero no debería degenerar en una obstinación que incapacita para percibir la admirable respuesta del padre: todo lo mío es tuyo. El sacerdote debe ir por delante en la fe, pero debe ser también lo bastante humilde para ir detrás y acompañar. El confirma a los otros en la fe, pero se nutre también constantemente de la fe de los otros. Por eso no es ninguna obviedad afirmar que, creyendo en Dios, damos entrada a la dinámica de Dios en el mundo. El primer «trabajo» que ha de realizar un sacerdote es el de ser un creyente, y serlo cada vez más. La fe nunca cae de su peso, debe ser vivida. Nos lleva al diálogo con Dios, un diálogo que incluye en igual medida el hablar y el escuchar. El tiempo que un sacerdote dedica a la oración y a la escucha de la Escritura no es pastoralmente tiempo perdido o tiempo descontado a los tie-
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les. Las personas advierten si la acción y la palabra de su párroco brotan de la oración o son mero producto del escritorio. Más allá de la acción, el sacerdote debe sostener a su comunidad orando, iniciarla en la oración e incorporarla así al poder de Dios. También aquí rige el dar y el tomar recíprocos: orar es orar con toda la Iglesia, y la verdadera escucha de la Escritura sólo puede hacerse escuchando con ella. Antes de profundizar en esta idea, voy a tocar otro aspecto del tema de la fe que nos sale al paso desde el núcleo de las reflexiones de la primera sección: la fe es obediencia. Es la unidad de nuestro querer con el querer de Dios, y justamente así es seguimiento de Cristo, ya que lo esencial en el camino de Cristo es avanzar hacia la fusión de su voluntad con la voluntad de Dios. La redención del mundo descansa en la oración del monte de los Olivos: «no se haga mi voluntad, sino la tuya», oración que el Señor nos enseñó en el padrenuestro como centro de la fe vivida. Pero aquí hemos arribado también a la dimensión mariana de la fe y de la existencia cristiana. «Dichosa tú que has creído», saluda Isabel a María. El acto de fe por el que María fue para Dios la puerta de acceso al mundo y abrió así el ámbito de la esperanza, del «dichosa tú», es fundamentalmente un acto de obediencia: «Hágase en mí según tu palabra»; yo estoy enteramente en una relación servicial contigo. Creer significa en ella ponerse a disposición, decir sí. En el acto de fe ofrece a Dios su propia existencia como campo de acción. La fe no es una actitud más; es disponer del propio ser de cara a la voluntad de Dios y, consecuentemente, a la voluntad de la Verdad y del Amor. El papa ha glosado con admirable profundidad, en su encíclica mariana, esta fe de María; lo que dice en ella debería movernos a aprender de nuevo, de María y con ella, la fe como obediencia de toda nuestra vida7. Destacaré sólo dos elementos de la encíclica que pueden ayudar a comprender más hondamente la fe de María, la fe como obediencia. Encontramos en la 7. Expongo algunas ideas que desarrollé más ampliamente en mi introducción a la encíclica publicada por Herder: Maria - Gottes la zum Menschen. Papst Johannes Paul 11. Enzyklica «Mutter des Erlosers», Freiburg 1987. ll6ss.
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encíclica la referencia al texto de Sal 40, 6-8, que la Carta a los hebreos (1 O, 5-7) considera un acto de obediencia de Jesús al Padre, acto que se consuma en la encarnación y en la cruz: «Sacrificios y ofrendas no los quisiste; en vez de eso me has dado un cuerpo ... Aquí vengo ... a hacer tu voluntad, Dios mío». Dando el «SÍ» al nacimiento del Hijo de Dios en su seno por obra del Espíritu santo, María pone a disposición su cuerpo, wda su persona como lugar para la acción de Dios. En estas palabras, la voluntad de María coincide con la voluntad del Hijo. La sintonía de este «SÍ» con las palabras «me has preparado un cuerpo» posibilita la encarnación, el nacimiento de Dios. Para que la entrada de Dios en este mundo sea un nacimiento de Dios, debe haber siempre este «SÍ» mariano, esta coincidencia de nuestra voluntad con la voluntad divina. Esta situación se repite en la cruz de modo nuevo y definitivo. Nada queda de la gloria de David anunciada por los profetas. La fe ha de atenerse a la situación de Abrahán, a la extrema oscuridad. «Me has preparado un cuerpo; aquí vengo». Hay una plena aceptación de estas palabras, y la oscuridad en que está María indica la plena identificación de su voluntad con la voluntad de Dios. La fe es unión en la cruz, y sólo en la cruz alcanza su plenitud: el lugar de la postración extrema es el verdadero inicio de la redención. Creo que debemos aprender de nuevo y en forma nueva esta espiritualidad de la cruz. Nos parecía demasiado pasiva, demasiado pesimista, demasiado sentimental; pero si no ejercitamos la cruz, ¿cómo vamos a resistir cuando nos cuelguen de ella? Un amigo mío que estuvo durante años sometido a la diálisis renal y tuvo que sentir cómo la vida se le escapaba paso a paso de las manos, me contó una vez que de niño le gustaba especialmente el via crucis y más tarde lo practicó asiduamente. Cuando se enteró del terrible diagnóstico de su enfermedad, quedó como aturdido, pero de pronto le vino al pensamiento: ahora se cumple de verdad lo que siempre pedías, ahora puedes realmente caminar con él y acompañarlo en el via crucis. Así recuperó la alegría que luego fue irradiando hasta el final, y se dejó guiar por la luz de la fe. Para expresarlo con Guardini, hay que descubrir de nuevo «la fuerza liberadora que hay en la superación de uno mismo; cómo el sufri-
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miento aceptado íntimamente trasforma al ser humano; y cómo el crecimiento esencial depende, no sólo del trabajo, sino también del sacrificio libremente ofrecido» 8. b) La Biblia, lugar del poder esperanzador de Dios
La fe es obediencia; nos recuerda la nota esencial de nuestro ser: la condición creatural, y rescata así nuestra realidad auténtica. Nos hace conocer la responsabilidad como forma básica de nuestra vida; de ese modo el poder, de amenaza y peligro que era, pasa a ser esperanza. Esta obediencia define nuestra relación con Dios; presupone una relación con Dios lúcida y viva, y la hace posible al mismo tiempo, ya que a Dios sólo lo percibe el obediente. Para que nuestra obediencia sea concreta y no confundamos a Dios con las proyecciones de nuestros propios deseos, él mismo se manifestó concretamente por diferentes caminos. Primero, en su palabra. La obediencia a Dios es una relación obediencia! con su palabra. Debemos acercarnos de nuevo a la Biblia en una actitud de reverencia y obediencia que hoy tiende a desaparecer. La crítica de las fuentes y de la tradición ha servido para que cada individuo o cada grupo vaya creando su propia Biblia, opuesta al conjunto de la Escritura y a la Iglesia; eso no es ya obediencia a la palabra de Dios, sino apoteosis de la propia posición con el recurso de un montaje textual cuyas selecciones y omisiones dependen de las propias preferencias. La exégesis histórico-crítica puede ser un medio valioso para la comprensión más profunda de la Biblia si utiliza los instrumentos con ese amor reverente que quiere conocer el don de Dios tan exacta y cuidadosamente como sea posible. Pero falta a su deber esa exégesis que no ayuda a una atenta escucha, sino que somete el texto a tortura, por decirlo así, para arrancarle las respuestas que él nos niega. Gregario de Nisa, en su debate con el teólogo racionalista Eunomio, abordó ya estas 8. /bid., 99. T. Goritschewa expone en forma impresionante el nexo entre sufrimiento y gracia, entre sufrimiento y redención en su libro Die Kraft der Ohnmiichtigen. Weisheit aus dem Leiden, Wuppertal 1987, espec. 21-25.
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cuestiones en el siglo IV de modo definitivo. Eunomio había afirmado la posibilidad de formar un concepto de Dios que expresara y describiera perfectamente su esencia. Gregorio repuso que Eunomio intentaba «encerrar en la palma de la mano de un niño la naturaleza inabarcable de Dios». Añade que el pensamiento científico parte de esta clase de conceptos para poder manipular las cosas: «Trasforma el misterio en un ·objeto" manejable. Es lo que Gregorio llama physiologein, 'tratar el misterio al modo de las ciencias naturales'. Pero una cosa es el misterio de la teología y otra la ciencia de las naturalezas» 9 . ¿No hay un excesivo physiologein en nuestra exégesis, en nuestro manejo moderno de la Biblia? ¿no la tratamos en realidad como se trata la materia en el laboratorio? ¿no la convertimos en algo muerto que montamos y desmontamos a voluntad? ¿y dónde está la autenticidad de la interpretación que no considera sólo la palabra como conjunto inerte de textos, sino que percibe en ella al Hablante vivo? Si ya la palabra humana, cuanto más grande es, más se trasciende a sí misma y remite por encima del material verbal a lo inexpresado e inagotable, ¿cuanto más ocurrirá esto con la palabra cuyo último y verdadero sujeto creemos por la fe que es Dios mismo? ¿no debemos desarrollar unos métodos que respeten la autotrascendencia interna de las palabras hacia la Palabra? ¿unos métodos capaces de asumir las experiencias que esta Palabra provocó en los santos, en aquellas personas que no se limitaron a leer la Palabra sino que la vivieron hasta el fondo? Vuelvo a Gregorio de Nisa; él nos ofrece un paradigma del trato adecuado con la Biblia, que al pronto quizá nos haga sonreír con su visión alegórica, pero que luego, considerado en su verdadera profundidad, tiene mucho que decirnos. Ese paradigma se encuentra en la exposición que hace Gregorio de las normas de la cena pascual judía. Gregorio parte de la consideración de la palabra de Dios como manjar, y se permite trasferir las normas de la cena pascual al trato con la Biblia. Hay dos disposiciones que le parecen especialmente significativas: el cor9. H. U. von Balthasar en su introducción a Gregor von Nyssa. Der versiegelte Quell. Auslegung des Hohen Liedes, Einsiedeln 3 1984, 17.
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dero debe comerse recién sacado del fuego; y no hay que romperle los huesos. El fuego es imagen del Espíritu santo: ¿no significa esta norma que no debemos alejar el manjar divino de la esfera del fuego vivo, que no debemos dejarlo enfriar? ¿no significa que la lectura de la Biblia debe hacerse junto al fuego, es decir, en comunión con el Espíritu santo, en la fe viva que nos remite al origen del manjar? Y a la inversa: hay unos huesos que no podemos triturar: las grandes cuestiones que se nos plantean y que somos incapaces de resolver: «¿Cuál es la esencia de Dios? ¿qué había antes de la creación? ¿qué hay fuera del mundo visible? ¿qué necesidad preside todo el acontecer?». Hoy añadiríamos otras preguntas que nos apremian aún más. «No rompas los huesos» significa: «saber todo eso es sólo competencia del Espíritu santo ... ». «No rompas los huesos»: Gregario interpreta este versículo con una sentencia del Eclesiástico: «No te preocupes por lo que te excede» (Eclo 3, 23) 10 . Pudo remitir también a Pablo: «No penséis demasiado alto, sino pensad sobriamente conforme a la medida de la fe que Dios otorgó a cada uno» (Rom 12, 3: hyperphronein - phronein sophronein) 11 • ¿No tendemos hoy a romperle los huesos a la Biblia tratando de escrutarla más allá de nuestra capacidad? ¿y no hemos recibido a menudo su palabra muy lejos del fuego del Espíritu santo, de la fe viva, como manjar ya frío e indigesto? Si nos detenemos un poco en la frase paulina de la Carta a los romanos, vemos otro aspecto del problema. La moderación en el propio modo de confesar los misterios divinos es para el Apóstol una consecuencia de nuestra inserción en el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia 12 . Hoy se utiliza la Biblia, también entre los católicos, como arma contra la Iglesia. Es cierto que, como palabra de Dios, está por encima de la Iglesia, que ha de regirse y purificarse siempre por ella; pero la Biblia no está fue10. Gregario de Nisa, De vita Moysis, PG 44, 357 B-0; en castellano Vida de Moisés, trad. e introd. de T. H. Martín, Salamanca 1993, 89-90. 11. Cf. H. Schlier, Der Romerbrief, Freiburg 1977,363-369. 12. /bid., 368: <>.
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ra del cuerpo de Cristo; una lectura privatizada nunca puede penetrar en su verdadero núcleo. La recta lectura de la Escritura presupone leerla allí donde hizo y hace historia, donde es, no mero testimonio del pasado, sino fuerza viva del present~: en la Iglesia del Señor y con sus ojos, los ojos de la fe. La obediencia a la Escritura es siempre, en este sentido, obediencia a la Iglesia; esa obediencia se vuelve abstracta si mtentamos separar la Iglesia de la Biblia o utilizar ésta contra ella. La Escritura viva en la Iglesia viva es, también hoy, un poder de Dios que está presente en el mundo, un poder que es fuente inagotable de esperanza a través de todas las generaciones.
e) La potestad de la Iglesia y el poder de Dios
Hemos tocado así otro aspecto de la temática de la obediencia: la obediencia a la Iglesia. Hoy nos resulta especialmente difícil asumirla. Hemos señalado al principio que lo incómodo en los soportes actuales del poder -las grandes instituciones estatales y económicas- es su anonimato y su figura inaprensible. Nos atemorizan los grandes cuerpos del Estado, de la economía y de los partidos, que están a nuestro alrededor como pulpos gigantescos para atrapar indefectiblemente al individuo. Para la conciencia actual, las grandes Iglesias aparecen también como esos aparatos de poder anónimo; no como esperanza, sino como peligro. La conciencia colectiva ve en ellas una parte del mundo organizado; las Iglesias colaboran en la conjura del poder. Frente a este anonimato y uniformidad progresiva del mundo se busca refugio en el pequeño grupo, llámese «comunidad de base», «Iglesia desde abajo», etc. En él se vive el lado humano; no imperan leyes, sino la armonía de la participación. El pequeño oasis de humanidad parece surgir del espíritu de Jesús, pero choca siempre con las exigencias y declaraciones inadmisibles de la gran Iglesia, que usa su poder e interviene implacablemente con sus viejas ideas en el bello mundo del grupo. Este grupo está así contra la Iglesia, la comunidad contra la institución. Si la comunidad es lugar de esperanza, la institución expresa la amenaza de los poderosos. Hay en esta postura dos elementos válidos:
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La Iglesia necesita de la cohesión vital en lo pequeño, donde la fe se concreta y pasa a ser el oasis de lo humano. Las formas cambian: la edad media conoció las hermandades y las órdenes terceras; el barroco hizo revivir ambas; y hoy aparecen otros nombres y otras formas que sustituyen a los anteriores. Esa estructura comunitaria puede ser conflictiva en algunos casos, pero en conjunto ha sido siempre acogida por la Iglesia y es impulsada decididamente por el nuevo derecho canónico. También es verdad que los dos últimos decenios generaron un exceso de institucionalización en la Iglesia, lo cual es preocupante. El deseo de participación, en sí justificado, ha hecho proliferar nuevos cuerpos organizativos, y el que intenta vivir simplemente como cristiano en su Iglesia y sólo busca en ella la comunión de la palabra y del sacramento, se siente descalificado. La Iglesia de la diáspora es probablemente más afortunada en este aspecto, porque no se le ofrecen tantas posibilidades de inflación como en la parte occidental. Hay en la zona occidental una maraña de competencias que produce casi necesariamente la impresión de opacidad y de impotencia personal, y hasta puede impedir la visión de lo esencial. Las próximas reformas deberán evitar la tendencia a la constante creación de nuevas instituciones, y favorecer su reducción. Pero, dicho esto, debo señalar también las desviaciones que encuentro no pocas veces en la actitud de buenos y celosos sacerdotes que dicen: «SÍ, la juventud aceptaría el cristianismo que presentamos nosotros; pero la impresión de la Iglesia oficial lo echa todo a perder». No voy a detenerme en el contrasentido de la expresión «Iglesia oficial»; el contrasentido más peligroso está en declaraciones de ese tipo. Es muy normal que un grupo juvenil simpatice mejor con el consiliario que con el obispo; lo que no es normal es que ello origine el antagonismo de dos conceptos de Iglesia. Porque si la adhesión al cristianismo no abarca el conjunto de la Iglesia entera, sino que termina en la simpatía del sacerdote o de los dirigentes laicos que la representan, tal adhesión se edifica sobre arena, sobre alguien que habla en nombre propio. Entonces cuenta más la capacidad del animador que la potestad que le fue dada, y aunque al pronto no se tenga conciencia de ello, la potestad queda suplantada por el
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poder, un poder basado en el propio carisma. La exousía de la que hablábamos en la primera sección se pierde, y así desaparece lo esencial. Lo auténtico en la Iglesia no es que haya en ella personas simpáticas, cosa deseable y que sin duda se dará siempre; lo auténtico es su exousía: ella recibió un poder, una potestad para decir y hacer palabras y obras de salvación que el ser humano necesita y que nunca puede obtener de sí mismo. Nadie puede apropiarse el yo de Cristo o el yo de Dios; y con este yo habla el sacerdote cuando dice «esto es mi cuerpo» y «yo te perdono los pecados». No los perdona el sacerdote; esto significaría poco; los perdona Dios, y esto lo cambia todo. ¡Qué hecho estremecedor es que un ser humano pueda tomar el yo de Dios en los labios! Sólo puede hacerlo en virtud de esta potestad que le dio el Señor de su Iglesia. Sin esta potestad, él es un asistente social, nada más. Es honroso, pero en la Iglesia buscamos una esperanza superior que viene de un poder más alto. Si no se pronuncian estas palabras de potestad y no queda trasparente su fundamento, el calor humano del pequeño grupo ayuda poco. Lo esencial se ha perdido, y el grupo lo advertirá muy pronto. No puede dispensarse del dolor de la conversión, esa conversión que nos otorga lo que no podemos tener por nuestra cuenta, y que nos introduce en la esfera del poder de Dios que es nuestra verdadera esperanza. La potestad de la Iglesia es la trasparencia del poder de Dios, y por eso es nuestra esperanza. De ahí que la vinculación interna a la potestad de la Iglesia en un acto de profunda obediencia sea la opción fundamental del sacerdote. Una comunidad que no se quiere a sí misma, no puede subsistir. Y un ministro que se vuelve contra la raíz misma de su ministerio no puede ni servir a los otros ni llenar la propia vida. El hecho de que la realidad de la Iglesia, que en los años veinte parecía despertar tan prometedora en las almas, hoy aparezca como una gran institución alienante, tiene varias causas, como ya he sugerido. Una de ellas, decisiva, es que el ministro que ha de personalizar la institución y actualizarla se convierte en muro en lugar de ventana, se enfrenta a ella en lugar de dejar que sea, con sufrimiento y lucha, el apoyo fiable de su propia fe. Este caso extremo de enfrentamiento no es demasiado frecuente,
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gracias a Dios, en su forma explícita. La Iglesia está viva, entre otras razones, porque hay también, precisamente hoy, tantos buenos sacerdotes que la encarnan como lugar de esperanza. Pero se dan los ataques a la Iglesia, y cada uno de nosotros debe luchar siempre con vigilancia y disposición interior para no dejarse llevar en la dirección equivocada. El tema de la obediencia me ha llevado más lejos de lo que yo hubiera deseado al principio. Quería en realidad glosar una serie de actitudes en las que se actualiza el poder de Dios como esperanza en la Iglesia: la ascesis, la humildad, la penitencia, las virtudes naturales y sobrenaturales; además, los grandes servicios básicos de la martyría, la diakonía y la liturgía. Y, sobre todo, el amor y sus figuras concretas en la vida comunitaria. Ya no es posible abordar todo esto; espero que haya quedado implícito de algún modo en lo que he expuesto. Se trataría siempre, en definitiva, de interpretar lo que es el amor. Porque lo esencial del poder de Dios es amor: y por eso, este poder es siempre la esperanza de todos nosotros. Puede ocurrir que el sacerdote y la propia Iglesia interfieran la aparición de este poder y esta esperanza. Es la culpa que confesamos, y debemos pedir al Señor fuerzas para superarla. Pero Dios es el más fuerte. El no le retira la potestad a la Iglesia. Y esta potestad que llega a nosotros en la palabra y el sacramento es también hoy luz que nos ilumina, esperanza que da vida y futuro.
1 La resurrección, fundamento de la liturgia cristiana El significado del domingo para la oración y la vida del cristiano
«Vivimos guardando el día del Señor, en el que resucitó también nuestra vida» (Ignacio de Antioquía)
l. ¿De qué se trata?
Era el año 304, durante la persecución de Diocleciano, cuando funcionarios romanos sorprendieron a unos cincuenta cristianos celebrando la eucaristía dominical en el norte de Africa, y los arrestaron. Se ha conservado el protocolo del proceso. El procónsul dijo al presbítero Saturnino: «Has actuado contra la orden de los emperadores y césares al congregar aquí a toda esta gente». El redactor cristiano añade que la respuesta del presbítero vino de la inspiración del Espíritu santo. Fue ésta: «Hemos celebrado con toda seguridad (securi) lo que es del Señor». «Lo que es del Señor»: así he vertido la palabra latina «dominicus». Apenas es traducible en su polivalencia. Porque designa el día del Señor, pero remite luego a su contenido, al sacramento del Señor, a su resurrección y su presencia en la eucaristía. Volvamos al protocolo: el procónsul insiste en pedir explicaciones; sigue la respuesta serena y magnífica del sacerdote: «Lo hemos hecho porque no podemos omitir lo que es del Señor>>. Aquí se expresa inequívocamente la conciencia de que el Señor está por encima del señor. Tal conciencia dio a este sacerdote la «seguridad» (como dice él mismo), cuando era evidente la total inseguridad y desamparo exterior de la pequeña comunidad cristiana.
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Casi más impresionantes aún son las respuestas que dio el dueño de la casa, Emérito, en cuyas dependencias tuvo lugar la celebración dominical de la eucaristía. A la pregunta de por qué permitió la reunión prohibida en su casa, contestó que los reunidos eran hermanos a los que no podía cerrar la puerta. El procónsul insiste de nuevo. Y entonces queda claro. en la segunda respuesta, el verdadero sujeto y motor. «Debías haberles negado la entrada», había dicho el procónsul. «No podía hacerlo» -contesta Emérito- «quoniam sine dominico non possumus»: porque no podemos estar sin el día del Señor, sin el misterio del Señor. A la voluntad de los césares se contrapone el claro y decidido «no podemos» de la conciencia cristiana 1• Enlaza con el «no podemos callar», con el deber del anuncio cristiano que habían alegado Pedro y Juan para incumplir la orden de silencio impuesta por el sanedrín (Hech 4, 20). «No podemos estar sin el día del Señor». No es una obediencia penosa a una orden externa de la Iglesia; es expresión de un deber y querer íntimo. Es un indicador de lo que se ha convertido en centro de la propia existencia, del ser entero. Indica algo tan importante que era preciso realizar aun con riesgo de la vida, desde una gran seguridad y libertad interior. A los que así hablaban les parecería absurdo comprar la supervivencia y la paz externa con la renuncia a este fundamento vital. Ellos no pensaron en una casuística que, ponderando la opción entre el deber dominical y el deber ciudadano, entre el precepto de la Iglesia y la amenaza de condena a muerte, pudiera dispensar del culto como urgencia menor. No se trataba de elegir entre un precepto y otro, sino entre el sentido de la vida y una vida sin sentido. A esta luz resulta comprensible la frase de san Ignacio de Antioquía que figura como lema de estas reflexiones: «Vivimos guardando el día del Señor, en el que resucitó también nuestra vida. ¿Cómo podríamos vivir sin él?» 2. l. Los textos patrísticos sobre la cuestión del sábado y el domingo aparecen recopilados en W. Rordorf. Sabbat und Sonntag in der Alten Kirche, Zürich 1972 (Traditio christiana Il). El texto citado de Acta ss Saturnini et aliorum ... , ibid n. 0 109. p. 176. 2. Magn 9, 1.2; en Rordorf n. 0 78, p. 134.
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Tales testimonios de primera hora en la historia de la Iglesia pueden dar lugar a consideraciones nostálgicas si los comparamos con el hastío dominical de los cristianos centroeuropeos de hoy. Pero la crisis del domingo no comienza en nuestros días. Asoma desde el momento en que no se vive el deber interno del domingo -«no podemos estar sin el domingo»- y el deber dominical aparece como precepto eclesiástico impuesto, como una necesidad externa que se va estrechando cada vez más, como todas las obligaciones que vienen de fuera, hasta que sólo queda la carga de tener que asistir media hora a un ritual extraño. Indagar cuándo y por qué se puede dispensar de él resulta, con el tiempo, más importante que indagar por qué es preciso asistir normalmente, y al final no queda otra salida que alejarse sin dispensa. El significado del domingo se ha degradado tanto en lo positivista y exterior, que nosotros mismos nos preguntamos si el día del Señor es realmente hoy un tema importante, si en nuestro mundo desgarrado por el peligro de guerras y los problemas sociales no hay para los cristianos, sobre todo para ellos, temas mucho más importantes. A veces nos preguntamos nosotros mismos, en la intimidad, si no buscamos simplemente con el precepto dominical la supervivencia de nuestra «asociación», el pretexto para nuestra profesión. Detrás está la pregunta, más profunda, de si la Iglesia es <
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cus»: la necesidad de encontrarnos con lo que anima nuestras vidas, la búsqueda de lo que los cristianos recibieron y reciben el domingo. Nuestra pregunta es cómo podemos mostrarlo a las personas que lo buscan y cómo podemos reencontrarlo nosotros mismos. Antes de ir a las recetas y aplicaciones, que sin duda son también muy necesarias. estimo conveniente lograr una comprensión interna de lo que es el día del Señor.
2. La teología del día del Señor Comencemos por lo más sencillo. El domingo es un día determinado de la semana; según el cómputo judío asumido por los cristianos, el primer día. Topamos de entrada con algo que parece positivista y exterior, y preguntamos por su razón de ser: ¿por qué no ha de celebrarse el día del Señor el viernes en los paises islámicos, el sábado entre los judíos o en cualquier otro día según los lugares? ¿por qué no puede sustraer cada cual un día al ritmo de su trabajo y de su estilo de vida? ¿cómo se llegó a la fijación de este día? ¿es una mera reglamentación para poder festejarlo en común? ¿o se trata de algo más? .,'; •:on El domingo, primer día de la semana, se apoya de inmediato en otra fórmula cronológica del nuevo testamento que fue acogida en el credo de la Iglesia: «Resucitó al tercer día según las Escrituras» (l Cor 15, 4). La tradición primitiva tomó nota del tercer día y guardó así la memoria del sepulcro vacío y de las primeras apariciones del Resucitado3. Recuerda al mismo 3. Cf. J. Blank, Paulus und Jesus, München 1968, 154ss. Blank compendia en p. 156 el resultado de sus rigurosos análisis: <
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tiempo -y por eso añade «según las Escrituras»- que el tercer día era el día anunciado por las Escrituras, es decir, por el antiguo testamento, para este suceso básico de la historia universal o, más exactamente, no de la historia universal sino de la salida de ella, salida de la historia de muerte y de lo mortal, y comienzo y nacimiento de una vida nueva. La expresión «tercer día» viene a interpretar, además, el recuerdo concreto de la fecha. En los relatos sobre la alianza del Sinaí, el tercer día es siempre el día de la teofanía, día en el que Dios se manifiesta4 . La expresión temporal «al tercer día» señala así la resurrección de Jesús como la alianza definitiva, como la entrada real y definitiva de Dios en la historia, un Dios que se deja tocar en medio de nuestro mundo, que llega a ser «Dios tangible». Resurrección significa que Dios ha mantenido el poder en la historia, que no lo ha delegado en las leyes natuzón en R. Lehmann, Auferweckt am dritten Tag nach der Schr(fi, Freiburg 2 1969. Lehmann intentó aclarar el contenido teológico de la fecha «tercer día>> desde las fuentes, como sugiere Pablo cuando dice que esa fecha fue, <>, el momento de la resurrección, y afirma así expresamente dos extremos: la fecha real y el contenido teológico de esa fecha. La conjunción de facticidad y sentido sólo es contradictoria para aquel que no puede ver en el hecho un sentido y en el sentido lo realizado fácticamente, y considera por tanto la historia como pura realidad empírica, ajena a las intervenciones de Dios. Por lo demás, la fecha del tercer día como momento del descubrimiento del sepulcro vacío y de las primeras apariciones del Resucitado, la ofrecen unánimemente los relatos de los cuatro evangelios, a pesar de la diversidad en las formas lingüísticas y en las perspectivas. Porque todos presentan como día de la muerte de Jesús el viernes, víspera del gran sábado; todos hacen referencia al deseando sabático (algo obvio en el ámbito judío): todos sitúan en el primer día de la semana la visita al sepulcro, el descubrimiento del sepulcro vacío y los primeros encuentros con Cristo, el Resucitado. Mientras las profecías de Jes¡.ís sobre la pasión (cf. Me 8, 31; 9, 31; 1O, 34; Le 8, 23; 24, 7) y 1 Cor 15, 4 emplean la fórmula del tercer día, estos relatos hablan de primer día de la semana. Esta indicación cronológica indujo en la era apostólica a hacer de la asamblea dominical la cena del Señor. El que cancela la fecha en este punto y se evade a lo puramente «teológico>>, no sólo deja sin base al domingo cristiano sino que inmaterializa la resurrección y destruye así el fundamento de la fe cristiana. 4. Cf. especialmente Ex 19, 11.16. He intentado exponer más ampliamente las conexiones en mi escrito Der Gott Jesu Christi. München 1976, 7684; cf. también J. Ratzinger, Suchen, was droben ist, Freiburg 1985, 40ss.
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rales. Significa que no se ha vuelto impotente en el mundo de la materia y de la vida regida por ella. Significa que la ley de leyes, la ley universal de la muerte, no es el poder definitivo del mundo ni su última palabra. El último poder no es ni será diferente del primero. Hay una teofanía real en el mundo. Lo dice esta fórmula del «tercer día». Y se produjo de forma que Dios mismo restableció la justicia dañada y creó el derecho, no sólo para los vivientes o para una generación futura todavía incierta, sino más allá de la muerte, derecho para el muerto y los muertos, para todos. La teofanía aconteció en alguien que fue rescatado de la muerte o, más exactamente, franqueó la muerte. Aconteció cuando el cuerpo fue asumido en la eternidad, cuando también él se mostró capacitado para la eternidad y para Dios. Jesús no murió en Dios, como se matiza hoy a veces con presunta actitud edificante, que oculta la falta de fe en el poder real de Dios y en la resurrección efectiva de Jesús. Porque detrás de esa fórmula está el miedo a invadir el terreno de las ciencias naturales si incluimos el cuerpo real de Jesús en la operación de Dios, si consideramos que el tiempo real queda afectado por el poder de Dios. De seguir esa interpretación, negaríamos capacidad de redención a la materia. Y entonces se la negamos también al ser humano, que es siempre la unión de espíritu y materia. Me parece que las teorías que subrayan con aparente nobleza la integralidad del ser humano y hablan en consecuencia de muerte total y de vida corporal absolutamente nueva, son en realidad dualismos apenas velados que inventan una materia desconocida para erradicar la realidad misma del ámbito de la teología, es decir, del ámbito de la palabra y la acción de Dios. Pero la resurrección signitica que Dios pronuncia su «SÍ» a la totalidad, y que puede hacerlo. En la resurrección, Dios lleva el visto bueno del séptimo día hasta el final. El pecado del hombre intentó poner a Dios en evidencia, como mentiroso; dejó constancia de que su creación no era buena, de que sólo servía para morir. Resurrección significa que Dios, a través de los estragos del pecado y más poderoso que él, dice definitivamente: «esto es bueno». Dios pronuncia su «bueno» definitivo a la creación, asumiéndola y trasformándola en lo permanente más allá de toda caducidad.
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En este punto se abre la conexión entre domingo y eucaristía. A la luz de lo expuesto, la resurrección no es un suceso en la trama de los otros sucesos, después del cual vuelve lo otro, hasta desaparecer poco a poco en el pasado. La resurrección es el comienzo de un presente que no termina ya. Vivimos a menudo muy alejados de este presente. Nos alejamos de él a medida que vivimos distantes de lo que se manifestó en la cruz y en la resurrección como auténtico presente en medio de lo pasajero: el amor que, perdiéndose, se encuentra a sí mismo. Ese amor está presente. La eucaristía es el presente del Resucitado que sigue dándose en los signos de la entrega, y es así nuestra vida. Por eso, la eucaristía misma y como tal es el día del Señor: «dominicus», como dijeron los mártires del norte de Africa con un solo vocablo. Aparece aquí, además, la conexión entre el domingo cristiano y la fe en la creación. El tercer día después de la muerte de Jesús es el primer día de la semana, el día de la creación, cuando Dios dijo: hágase la luz. Si la fe en la resurrección mantiene su integralidad y concreción neotestamentaria, el domingo y el sentido dominical no pueden encerrarse en lo meramente histórico, en la historia de la comunidad cristiana y de su pascua. Está en juego la materia, está en juego la creación, el «primer día», que los cristianos llaman después «Octavo»: la restauración de la totalidad. No es posible separar el antiguo y el nuevo testamento, concretamente en la interpretación del domingo. La creación y la fe no pueden disociarse, y tanto menos en el núcleo de la confesión cristiana5 . Por diversas razones hay a veces en teología una especie de miedo a tratar el tema de la creación. Pero este miedo induce un 5. Sobre el simbolismo patrístico del primero, tercero, séptimo y octavo día, cf. J. Daniélou, Liturgie und Bibel, München 1963, 225-305; K. H. Schwarte, Die Vorgeschichte der augustinischen Weltalterlehre, Bonn 1966 (muy instructivo para la visión patrística del nexo entre creación e historia de la salvación); breve información también en H. Auf der Maur, Feiern im Rhythmus der Zeit (Gottesdienst der Kirche. Handbuch der Liturgiewissenschaft, Teil 5), Regensburg 1983, 26-49; referencias interesantes también en W. Rordorf, Le dimanche - source et plénitude du temps liturgique chrétien: Cristianesimo nella storia 5 (1984) 1-9.
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encogimiento de la fe, una especie de ideología comunitaria, un acosmismo de la fe y una pérdida de Dios para el mundo que es mortal para ambos. Cuando la creación se contrae en puro entorno, el hombre y el mundo no están ya en su sitio. Pero ellamento que deja escapar, cada vez más perceptible, la creación degradada en puro entorno debería recordarnos que el mundo aspira a la manifestación de los hijos de Dios.
3. Sábado y domingo a) El problema
En este punto surge la pregunta por la relación entre el sábado y el domingo. No encuentra una respuesta homogénea en el nuevo testamento. Sólo durante el siglo IV y principios del V fue cristalizando una solución que luego fue aceptada generalmente, pero que hoy vuelve a ser muy discutida. Jesús mismo entró en conflicto con la observancia judía del sábado, según testimonio unánime de la tradición sinóptica. El la combatió como una mala interpretación de los preceptos divinos. Pablo siguió esta línea; su lucha por la libertad frente a la ley judía fue también una lucha contra las trabas del calendario judío, incluidas las obligaciones sabáticas. Un eco de esta lucha encontramos en el texto de Ignacio de Antioquía que nos guía en el presente trabajo, cuando dice: «El que ha pasado desde la vida basada en los antiguos preceptos a lo nuevo, a la esperanza, ya no es un sabatiano, sino que vive de acuerdo con el día del Señor». El ritmo sabático y la «Vida de acuerdo con el día del Señor» contrastan aquí como dos estilos antitéticos, como contrastan la vida encarrilada en un determinado orden y la vida desde el futuro, desde la esperanza. ¿Cómo se produjo en concreto el tránsito desde la observancia del sábado a la celebración del domingo? Parece constatado que ya en la era apostólica se impuso lógicamente el día de la resurrección como día de la asamblea cristiana: ése era el «día del Señor» (Ap 1, 1O) en que él apareció entre los suyos y los suyos se encontraron con él. La reunión en torno al Resucitado
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significó que él partía de nuevo el pan a los suyos (cf. Le 24, 30.35). Fue un encuentro con el Cristo presente, acercamiento a su retorno y, a la vez, presencia de la cruz como su verdadera exaltación, como acontecimiento de su amor irradiante. El nuevo testamento y los escritos más antiguos del siglo n lo confirman con toda claridad: el domingo es el día de culto de los cristianos6. Asimiló el significado cultual del sábado y designa a la vez la trasformación del antiguo culto en el nuevo, trasformación que acontece mediante la cruz y la resurrección. El nexo con la temática de la creación, que es esencial para el sábado, se dio también en forma nueva con la fecha del primer día de la semana, inicio de la creación. La resurrección engarza el principio y el fin, la creación y la restauración. El grandioso himno de la Carta a los colosenses llama a Cristo primicia de la creación (1, 15) y primogénito de los muertos (1, 18), por medio del cual Dios quiso reconciliarlo todo consigo. Encontramos aquí exactamente la síntesis que yacía oculta en la fecha del primer día y que iba a marcar en el futuro la teología del domingo cristiano. En este sentido, todo el contenido teológico del sábado pudo trasferirse en forma nueva a la celebración del domingo cristiano, y el tránsito del sábado al domingo refleja exacta y simultáneamente la continuidad y la novedad de lo cristiano. El principal distintivo práctico del sábado, que era su función social como día de descanso y de liberación del trabajo externo, no pasó de momento al domingo. El cristianismo fue considerado en los tres primeros siglos, dentro del derecho estatal, como una religión no legalizada; por eso no fue posible esa celebración externa del domingo. El entorno judeocristiano conservó esta función del sábado, y siguió observando el descanso sabático. No sabemos en concreto cómo fue la evolución en el mundo pagano. Sorprende encontrar en diversas fuentes, después del giro constantiniano en el siglo IV, la celebración de los dos días. Señalo como ejemplo dos textos de las Constituciones apostólicas. Uno de ellos dice: «Pasad el sábado y el día del Señor en alegría festiva, porque el uno conmemora la creación y 6. Cf. los documentos en W. Rordorf, Sabbat und Sonntag in der Airen Kirche, 27-87.
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el otro la resurrección» 7 . Un texto posterior dice: «Yo Pablo y yo Pedro disponemos que los esclavos trabajen cinco días, y el sábado y el día del Señor tengan tiempo para la instrucción en la Iglesia. Porque el sábado tiene su fundamento en la creación, y el día del Señor en la resurrección» S. Quizá el mismo autor que hahla aquí hajo el seudónimo «yo, Pedro» y «yo, Pahlo», se amparó también en el nombre de Ignacio de Antioquía y publicó una edición ampliada de la Carta a los magnesios, a la que pertenece el lema que preside el presente trabajo. Trata de suavizar el cambio radical frente a los «sabatianos». Escribe bajo el nombre del gran obispo de Antioquía: «No observemos ya el sábado al estilo judío ni disfrutemos de la inacción, pues 'el que no trabaja, que no coma' (2 Tes 3, 10) ... Cada uno de vosotros ha de guardar el sábado de un modo espiritual. Debe disfrutar del estudio de la ley y no del reposo del cuerpo. Debe admirar la creación de Dios y no comer lo rancio, beber lo tibio, andar por camino apartado o deleitarse con el baile y el barullo» 9 . Al margen de que tales textos sean o no representativos de la situación en la cristiandad de la época, lo cierto es que después de las primeras luchas por la diferencia cristiana, por su novedad y grandeza, se advierte un empeño en destacar lo específico de los dos días, sábado y domingo, pero también por compatibilizar ambas tradiciones y darles espacio en la vida del cristiano. La misma orientación básica encontramos en Gregario de Nisa cuando dice que los dos días «se han hermanado» 10 • Gregorio extrae de la afinidad semántica de ambos otras conclusiones que las Constituciones apostólicas: ya no hay razón alguna de peso para distribuir el contenido fraternal en dos días; puede tener cabida en un solo día, y entonces el día de Jesu7. Constituciones apostólicas VII, 23, 3; Rordorf n. 58, p. 100. Las Constituciones apostólicas son una recopilación que data del siglo IV; cf. H. Rahner, LThK I (2." ed.) 759. 8. /bid. VIII, 33, 1; Rordorf, ibid. 9. Seudo Ignacio, Ad Magnesios, 9; Rordorf n. 59, p. 102. 1O. Gregorio de Nisa, Adv. eos qui castigationes aegre ferunt, PG 46, 309 B-C; Rordorf n. 52, p. 92-93: <<¿Con qué ojos contemplas el día del Señor si no observaste el sábado? ¿o no sabes que estos días son hermanos (adel0
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cristo, que es a la vez el tercero, el primero y el octavo, expresión de la novedad cristiana y de la síntesis cristiana de todas las realidades, debe ostentar necesariamente la primacía 11 . Otro elemento decisivo para la elaboración de esta síntesis es el hecho de que el sábado sea parte integrante del decálogo. También Pablo, a pesar de su polémica contra la ley judía, mantuvo siempre que el decálogo como expresión del doble precepto del amor seguía vigente, y que a través de él mantenían los cristianos la ley y los profetas en su verdadera profundidad12. Estaba claro, por otra parte, que los cristianos debían leer también el decálogo en forma nueva y comprenderlo a la luz del Espíritu santo. Esto pudo permitir la desaparición del sábado como día de celebración, para insertarlo en el día del Señor. Había que tener la libertad de entender su sentido y su figura más profundamente de lo que había hecho la casuística combatida por Jesús y por Pablo. Pero era necesario mantener ·" ;;¡ . • . ,. y cumplir su contenido real. ,. •! .•f'.
b) La teología del sábado
Esto viene a plantearnos, con algún apremio, la pregunta por el contenido verdadero y válido del sábado. Para contestar adecuadamente habría que analizar con rigor los textos fundamentales del antiguo testamento sobre el sábado; no sólo el relato de la creación (Gén 2, lss), sino también los textos legales del Exodo (20, 8-11; 31, 12-17) y del Deuteronomio (5, 15; 12, 9), así como la tradición profética (Ez 20, 12, por ejemplo). No puedo intentarlo aquí, y me limitaré a exponer brevemente tres elementos principales. 11. Cf. la bella fórmula con que una homilía anónima escrita a finales del siglo IV (y que fue atribuida a Atanasio) resume el fruto de la lucha patrística en torno a la relación entre sábado y domingo, haciendo constar expresamente: << ••• el Señor trasfirió el sábado a su día>>. Este texto puede encontrarse en Rordorf n.o 64, p. 110-11 l. 12. Cf. H. Gese, Zur Biblischen Theologie, München 1977, 54-84; aquí, importantes consideraciones sobre el significado veterotestamentario genuino del sábado y sobre su recepción por Jesús; cf. también Rordorf, p. XIII.
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l. Es fundamental la inclusión del sábado en el relato de la creación. Cabe afirmar que la imagen de la semana de siete días fue elegida para el relato de la creación por causa del sábado. Cuando este relato desemboca en el signo aliancista del sábado, da a entender que la creación y la alianza se corresponden esencialmente, que el creador y el redentor son un único Dios. El relato muestra que el mundo no es un espacio neutral donde entran por azar los seres humanos, sino que la creación aconteció para dar lugar a la alianza, y la alianza sólo puede subsistir si está hecha a la medida de la creación. Una mera religión histórica, una mera historia de la salvación sin metafísica, es desde esta perspectiva tan impensable como una espiritualidad acósmica que se conforma con la felicidad privada, la salvación del alma o el amparo en una comunidad placenteramente activa. El sábado postula así, sobre todo, respeto y gratitud hacia el creador y su creación. Si el relato de la creación viene a fundamentar de algún modo el culto, ello significa que el culto está referido necesariamente, en su forma y en su contenido, a la creación. Significa que Dios dispone de las cosas creadas, y que nosotros podemos y debemos pedírselas. Significa también, a la inversa, que nuestro uso de las cosas del mundo no debe olvidar este derecho de propiedad de Dios. Y significa que las cosas nos están confiadas, no para ejercer sobre ellas un dominio arbitrario sino el dominio necesario para servir al verdadero soberano y propietario. Cuando se observa el sábado o el domingo, la creación queda dignificada. 2. A esto se une un segundo elemento. El sábado es el día de la libertad de Dios y el día de la participación del hombre en esa libertad !3. La idea de liberación de Israel está en el núcleo del tema sabático, pero es mucho más que una idea. El sábado no es mero recuerdo de un pasado, sino un ejercicio activo de 13. Cf. Th. Maertens, Heidnisch-jüdische Wurzeln christlicher Feste, Mainz 1965, 114-147, 150-159. Maertens destaca en todo caso unilateralmente el aspecto de «espiritualización>> en el tránsito del antiguo al nuevo testamento y olvida que la «espiritualización>> cristiana es encarnación, concentración cristológica.
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la libertad. De este contenido básico nace en cierto modo la necesidad del reposo laboral para el hombre y el animal, para amos y esclavos. La legislación del año jubilar indica que esta institución no persigue la simple regulación del ocio. En el año jubilar, todas las relaciones de propiedad vuelven a su origen, todas las formas de subordinación que el tiempo ha desarrollado tocan a su fin. El gran sábado del año festivo muestra cuál es la finalidad sabática: anticipar la sociedad sin dominio, la ciudad futura. En sábado no hay amos y esclavos, sino la libertad de todos los hijos de Dios y el respiro de toda la creación. Lo que para el teórico social es la utopía de un mundo irrealizable, es una exigencia concreta en sábado: la libertad e igualdad fraternales de todas las criaturas. El sábado es así la pieza básica de una legislación social. Si el primer día o el último cesan todas las subordinaciones sociales, si al ritmo de los «siete veces siete» años se revisan todas los escalas sociales, será siempre con miras a la libertad común y a la propiedad común. El libro de las Crónicas nos enseña que el destierro de Israel se produjo por no haber respetado el orden jubilar y el gran precepto sabático, la ley fundamental de la creación y del creador. Todos los otros pecados resultan secundarios en esta visión retrospectiva frente a la infidelidad básica, frente al encierro en el propio mundo laboral, que niega la soberanía de Dios 14 . 3. Aparece aquí el tercer elemento de la teología del sábado: su dimensión escatológica. El sábado es un anticipo de la era mesiánica. No lo es sólo como idea y deseo, lo es en el acto concreto. Viviendo en la forma de la era mesiánica, se abren las puertas del mundo para la hora del mesías. Nos ejercitamos en el modo de vida del mundo futuro. lreneo diría que nos amoldamos al modo de vida de Dios, como él se amoldó a nosotros en su vida humana. La dimensión cultual, social y escatológica aparecen así compenetradas. El culto enraizado en la fe bíblica no es una imitación a escala reducida del curso del universo, como lo son 14. 2 Crón 36, 21.
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básicamente todos los cultos de la naturaleza; es imitación de Dios mismo y, en consecuencia, un preludio del mundo futuro. Sólo así se entiende correctamente la peculiaridad del relato bíblico de la creación. Los relatos paganos, que inspiran parcialmente el texto bíblico, están encaminados a fundamentar el culto. pero lo inscriben dentro del círculo «do ut des». Los dioses crean a los humanos para ser alimentados por ellos, y los humanos necesitan de los dioses para que mantengan el mundo en orden. También el relato bíblico de la creación debe entenderse, en cierto sentido, corno una fundamentación del culto; pero el culto significa aquí liberación del hombre mediante la participación en la libertad de Dios y, en consecuencia, liberación de la creación misma hacia la libertad de los hijos de Dios.
e) La síntesis cristiana
Si leernos a la luz de estos datos la disputa de Jesús o la polémica de Pablo, quedará claro que no impugnan este contenido auténtico del sábado. Defienden el sentido esencial del sábado corno fiesta de la libertad contra una práctica que lo convierte en día de esclavitud. Pero si Jesús no abolió el sábado en su contenido auténtico sino que quiso salvarlo, entonces una teología cristiana que pretenda excluirlo del domingo no está en el camino recto. W. Rordorf sostiene en sus investigaciones fundamentales sobre el sábado y el domingo la idea de que el nexo de ambos es obra del giro constantiniano, con lo cual pronuncia ya el juicio sobre esta síntesis. Estima que las Iglesias cristianas, con algunas excepciones, quedaron prisioneras de la síntesis poscontantiniana, y añade: «Hay que preguntar si hoy, cuando han de abandonar, para bien o para mal, las viejas tradiciones de la era constantiniana, tendrán el valor de romper las cadenas de la síntesis sábado-domingo ... » 15 . Más radicales aún suenan algunas posiciones católicas recientes. Afirma, por ejemplo, L. Brandolini que el domingo se fundó en estricta contraposición al sábado judío, pero que desde el siglo IV comen15. Sabbat und Sonntag, p. XX
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zó un movimiento inverso que llevó a la sabatización del domingo y, con ella, a una concepción naturalista, legalista e individualista del culto 16 . Añade que, por eso, la reforma es hoy difícil, y más cuando la Iglesia ha quedado estancada en el medievo y, a pesar de los esfuerzos de renovación del concilio Vaticano IL muestra poca capacidad de cambio 17 . En tales consideraciones hay algo de cierto: el domingo cristiano no está ligado al decreto por el que el Estado dispensó del trabajo profesional en este día. El domingo cristiano no equivale en modo alguno a un fenómeno sociopolítico que sólo puede darse en unas condiciones muy determinadas de la sociedad. En este sentido está justificado buscar ese núcleo más profundo que es independiente del cambio de situaciones externas. Pero si inferimos de ello un antagonismo total entre el contenido espiritual del sábado y el del domingo, incurrimos en un grave malentendido del antiguo y del nuevo testamento. La espiritualización del antiguo testamento, que es una nota esencial del nuevo, es a la vez una encarnación permanente. No es un alejamiento de la sociedad ni de la creación, sino una nueva manera, más profunda, de implicación en ellas. El tema de la justa relación entre el antiguo y el nuevo testamento resulta aquí fundamental, como en todas las grandes cuestiones de la teología. La teología actual oscila a veces entre un marcionismo que pretende tirar por la borda el lastre del antiguo testamento, para replegarse en lo propiamente cristiano, y la regresión, detrás del giro neotestamentario, hacia una interpretación meramente política y social de la herencia bíblica 18 . La síntesis de los testamentos que fue elaborada en la Iglesia antigua responde a la línea básica del esquema neotestamentario, y sólo ella puede dar al cristianismo su fuerza histórica. Si repudiamos el antiguo testamento, en este caso el sábado, el aspecto creador y el ingrediente social, el cristianismo se convierte en un juego aso16. L. Brandolini, Domingo, en D. Sartore-A. M. Triacca (eds.), Nuevo diccionario de liturgia, Madrid 3 1997, 594-613, cita 602. 17. /bid., 379; cf. 386. 18. Cf. Jo que dice sobre la inversión de los símbolos la instrucción de la Congregación para la doctrina de la fe Algunos aspectos de la «teología de la liberación», del6 de agosto de 1984 (Madrid 1984), X, 14-16.
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ciativo y la liturgia en un entretenimiento anacrónico, aunque se ofrezca con toda la parafernalia progresista. Esa deshumanización hace perder el punto de partida de la doctrina sobre la libertad cristiana y falsifica la idea cristiana de culto; la auténtica idea cristiana ve en la estructura hebdomadaria del relato de la creación su paradigma esencial, que cobró el contenido dramático con la pascua de Cristo. Pero esta pascua no elimina la perspectiva del relato de la creación, sino que le da su concreción. El culto cristiano es un anticipo de la libertad comunitaria, en la que el ser humano imita a Dios, se hace «imagen de Dios». Pero tal anticipo de la libertad se da porque la creación apunta a ella desde el principio.
4. Aplicaciones Al final, las cuestiones prácticas piden de nuevo la palabra con gran urgencia. Pero nunca deberíamos perder de vista que la propia reflexión sobre la verdad teológica es ya algo absolutamente práctico. Romano Guardini expuso de modo impresionante, en los apuntes autobiográficos publicados hace algunos años, que el alumbramiento de la verdad le parecía en definitiva la tarea más concreta y también la más urgente de su tiempo19. Con esta actitud entró en conflicto, durante sus años de Berlín, con significados interlocutores de la época: el presidente de la asociación de académicos, doctor Münch, y el capellán de estudiantes de Berlín, doctor Sonnenschein. Hay que decir, en mirada retrospectiva, que cada una de estas tres personas 19. R. Guardini, Berichte über mein Leben. Autobiographische Aufzeichnungen, Düsseldorf 1984, 109-113. Cf. especialmente p. 109: <>. Algo parecido en p. 1 JO.
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cumplió con una tarea necesaria y atendió una parcela necesaria de pastoral. Pero si a la distancia de medio siglo podemos conciliar lo que entonces era conflictivo, hemos de reconocer sin exclusivismos que el esfuerzo apasionado y sincero de Guardini por hacer hablar a la verdad en medio del reino de la mentira tuvo una gran influencia y ha demostrado su enorme practicidad incluso en las decisiones del concilio Vaticano ll. Nuestra influencia será más duradera si no nos apoyamos primordialmente en nuestra propia labor sino en la fuerza interna de la verdad, que debemos aprender a ver para luego cederle la palabra. Como conclusión de estas reflexiones voy a abordar brevemente dos de los temas prácticos más apremiantes, partiendo de las ideas teológicas que acabo de exponer.
a) Celebraciones dominicales sin sacerdote f
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Dos principios deben guiar nuestra acción, según se desprende de las consideraciones anteriores. l. Se impone la primacía del sacramento sobre la psicología. Se impone la primacía de la Iglesia sobre el grupo. 2. Con la premisa de esta escala jerárquica, las Iglesias locales deben buscar la respuesta adecuada a cada circunstancia sabiendo que la salvación del ser humano (la «salus animamm») es su verdadera misión. Este enfoque general define su vinculación y su libertad al mismo tiempo. Consideremos más de cerca los dos principios. En países de misión, en la diáspora, en situaciones de persecución, no es nada nuevo que la celebración de la eucaristía en domingo sea imposible y haya que sumarse al domingo de la Iglesia en la medida de lo posible. Entre nosotros, la escasez de vocaciones sacerdotales da lugar a unas situaciones que no eran habituales hasta ahora. Lamentablemente, la búsqueda de la respuesta adecuada ha quedado muchas veces bloqueada por unas ideologías de lo comunitario que dificultan la verdadera solución en lugar de favorecerla. Se ha dicho, por ejemplo, que toda Iglesia que antes contaba con un sacerdote o, al menos, con una celebra-
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ción dominical, debe seguir siendo el lugar de la asamblea dominical de aquella comunidad, y que sólo así la Iglesia es el punto central de la aldea, sólo así la comunidad es una comunidad viva. Por eso -añaden- es más importante que la comunidad se reúna allí, y escuche y celebre la palabra de Dios, que aprovechar la posibilidad de participar en la eucaristía en una Iglesia próxima. Esta solución es muy sintomática y, sin duda, bien intencionada; pero olvida las valoraciones fundamentales de la fe. Es una postura que valora más la experiencia de estar juntos, el fomento de la unión en la aldea, que el don del sacramento. La vivencia de la comunidad es sin duda más accesible y más fácil de explicar que el sacramento. Es natural entonces desviarse de lo objetivo de la eucaristía a lo subjetivo de la experiencia, de lo teológico a lo sociológico y lo psicológico. Pero las consecuencias de esa prevalencia de la comunidad sobre la realidad sacramental son graves: la comunidad se celebra ahora a sí misma. La Iglesia deviene vehículo de la finalidad social; sirve para un romanticismo que es casi anacrónico en nuestra sociedad móvil. Al principio las personas, satisfechas, se sienten confirmadas viendo que ahora celebran ellas en su Iglesia, que pueden «hacerlo por sí mismas». Pero pronto advierten que ahora sólo existe algo que es hechura propia, que no reciben nada, que se limitan a expresarse. Y entonces sobra el culto, ya que la celebración dominical no trasciende radicalmente la realidad cotidiana, lo que se hace siempre y en todas partes. El culto notoca ya ninguna otra esfera superior; es sólo la propia realidad. Así es imposible que el culto entrañe ese «deber» incondicional que la Iglesia había invocado siempre. Pero esta valoración se extiende luego, por lógica interna, a la celebración real de la eucaristía. Porque si la Iglesia misma parece afirmar que la asamblea es más importante que la eucaristía, ésta será una simple «asamblea»; de lo contrario no sería posible tal valoración. La Iglesia entera se diluye entonces en lo que es hechura propia, y esto justifica la triste visión de Durkheim: la religión y el culto son meras formas de estabilización social mediante la autorrepresentación de la sociedad. Pero a partir de esta premisa no puede funcionar ya esa estabilización, que sólo se produce ba-
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jo el supuesto de que hay en ella algo más en juego. El que convierte la comunidad en fin directo, socava sus fundamentos. Lo que al principio parece tan inocente y diáfano, es en realidad una inversión radical de los principios que al cabo de algún tiempo acarrea lo contrario de lo deseado. Sólo si el sacramento mantiene su incondicionalidad y su primacía absoluta sobre todos los fines comunitarios y sobre todas las intenciones de edificación psicológica, construye también la comunidad y «edifica» al hombre. Un culto sacramental psicológicamente menos pleno, subjetivamente deslucido y soporífero (si cabe hablar así) es, a la larga, «Socialmente» más eficaz que una autoedificación de la comunidad psicológica y sociológicamente eficaz. Porque se trata de la pregunta básica de si acontece aquí algo que no viene de nosotros mismos, o si somos nosotros los que planeamos y formamos la comunidad. Si no hay una «necesidad» superior del sacramento, la libertad que uno se toma ahora resulta irrelevante porque está vacía de contenido. La situación cambia cuando se trata de un caso extremo. Entonces la celebración sin sacerdote no degenera en algo meramente propio, sino que es el gesto común con el que los fieles se adhieren al «dominicus», al domingo de la Iglesia. Con este gesto compartimos el deber y querer de la Iglesia, y nos unimos así al Señor mismo. La pregunta decisiva es dónde está la frontera entre la arbitrariedad y la necesidad real. Este límite no hay que trazarlo de forma rígida y abstracta, y debe ser fluido en lo concreto. Es preciso buscarlo en las distintas situaciones partiendo del bien pastoral de los afectados, en armonía con el obispo. Hay reglas que pueden ser útiles. La norma de que un sacerdote no pueda presidir en domingo más de tres celebraciones no es una prescripción positiva del derecho canónico, sino que responde al límite de lo realmente factible. Esto, por parte del celebrante; por parte de los fieles hay que considerar la accesibilidad viaria y las horas adecuadas para las celebraciones. No conviene hacer excesiva casuística prefabricada, sino dejar margen a la opción en vista de las necesidades. Es fundamental que se distribuyan los papeles correctamente y que el objeto de la celebración no sea la Iglesia misma sino el Señor, al que ella
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recibe en la eucaristía y le sale al encuentro cuando la comunidad sin sacerdote busca el don divino.
b) Cultura de fin de semana y domingo cristiano
Mucho más realista es, a mi juicio, en nuestras latitudes la pregunta inversa: ¿qué hacemos si nuestras comunidades abandonan en masa sus lugares de residencia en víspera de fiesta o el sábado, y regresan después de haber concluido la última celebración? ¿cómo podemos compaginar la cultura de fin de semana y el domingo, cómo relacionar de nuevo el ocio con la libertad superior en la que el día del Señor quiere ejercitarnos? Creo que debemos ser en esta materia más imaginativos que hasta ahora; primero, en movilidad pastoral y apertura recíproca de las comunidades entre sí; segundo, en la manera de lograr que la comunidad parroquial sea, en torno al culto, un hogar interior que ataje la evasión de la sociedad industrial y le proponga otra meta. Todas esas huidas, cuyos testigos somos, buscan sin duda el cambio, el descanso, el encuentro y la liberación de la servidumbre de lo cotidiano; pero creo que detrás de tales deseos, plenamente justificados, hay una demanda más profunda: la nostalgia de un verdadero hogar en una comunión fraterna, la nostalgia del contraste real, de lo «totalmente otro» frente a tanta saturación de lo fabricado por el hombre. A eso tendría que responder la liturgia dominical. Calculará mal si quiere competir con el negocio del espectáculo. Un cura no es un showmaster, ni la liturgia es una variété. También quedará mal si pretende ser una especie de tertulia amena. Podrá haber quizá todo esto a raíz de la liturgia dominical y desde unos encuentros que tienen su origen en ella20 . Ella misma debe ser más. Debe dejar claro que se abre aquí una dimensión de 20. Por eso es también falsa la teoría, difundida en diferentes versiones, según la cual el culto divino sólo puede celebrarse con un sacerdote al que conocemos y en una comunidad que se conoce a sí misma. De este modo la liturgia degenera claramente en rito social. Lo grande de lo católico es que ningún fiel es extraño al otro, y que allí donde hay fe, el creyente se siente como en casa.
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la existencia que todos buscamos secretamente: la presencia de lo que no se puede fabricar, la teofanía, el misterio y, dentro de él, el visto bueno de Dios que impera sobre el ser y es capaz de hacerlo bueno, de forma que podamos aceptarlo en medio de las tensiones y sufrimientos. Debemos encontrar el justo medio entre un ritualismo donde el sacerdote realiza la acción litúrgica de modo ininteligible y aislado, y un afán de comprensibilidad que al final lo disuelve todo en obra humana y escamotea la dimensión católica y la objetividad del misterio. La liturgia, a través de la comunidad de los que creen y, creyendo, entienden, posee su propia trasparencia que se convierte luego, aun para los que no creen y, por eso, no entienden, en llamada y esperanza. Debe ser, como «Opus dei », el lugar donde desembocan y se subliman todas las «Opera hominum», y donde aflora así una nueva libertad que en vano buscamos en las liberaciones de la industria recreativa. De este modo la liturgia, de acuerdo con el sentido esencial del domingo, podría volver a ser el lugar de la libertad, que es algo más que ocio y permisividad. Esta libertad auténtica es lo que todos anhelamos.
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Gloria y glorificación «Templo construido con piedras vivas» La casa de Dios y el culto cristiano
l. El mensaje bíblico sobre el templo construido con piedras vivas
La frase sobre las piedras vivas está tomada de la primera Carta de Pedro; pero su contenido anima todo el nuevo testamento, y expresa cómo la esperanza del antiguo testamento se trasforma y profundiza en la figura de Jesucristo crucificado y resucitado. Los versículos de la carta de Pedro que hablan de construcción espiritual y de piedras vivas pertenecen a una unidad textual que puede considerarse como catequesis bautismal primitiva, como una instrucción sobre la fe cristiana que explica lo que le acontece al hombre en el bautismo 1. El contenido básico de este acontecimiento es que los bautizados se integran en una construcción progresiva cuyo fundamento es Cristo. Hay aquí muchos temas implicados. El texto toma pie de Sal 118 ( 117), 22 sobre la piedra que desechan los constructores. En la oración de Israel, este versículo había servido de consuelo y es1. Para la exégesis. cf. K. H. Schelkle. Die Petrusbriefe. Der Judasbrief, Freiburg 1961, 57-63; de la abundante bibliografía señalemos además J. Coppens, Le sacerdoce royal desfidides: un commentaire de 1 Pe tri ll, 4- JO. en A u service de la paro/e de Dieu. Mélanges offerts a Mgr. A. M. Charue, Gembloux 1969, 61-75; J. H. Elliott, The Elect and the Holy. An Exegetical Examination of 1 Petr 2, 4- JO, Leiden 1966. Sobre el texto paralelo Ef 2, 19-22, cf. J. Gnilka, Der Epheserbrief. Freiburg 1971, 152-160; sobre el tema de la piedra en el NT, J. Betz, Christus-Petra-Petrus, en J. Betz-H. Fries, Kirche und Überlieferung, Freiburg 1960, 1-21.
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peranza frente a los reveses de su historia. La piedra desechada que pasó a ser piedra angular era el propio Israel, el pueblo que no contaba en el juego de las potencias forjadoras de la historia, el pueblo siempre acorralado y que parecía pertenecer a los escombros de la historia universal. Ante su Dios sabía que el misterio de la elección actuaba sobre él, que era en realidad piedra angular; pero esta sentencia se ha cumplido ahora, de un modo inesperado, en el destino de Jesucristo. Resulta bastante curioso saber que el Salmo 118 ( 117), del que está tomada la sentencia, era interpretado también por el judaísmo primitivo en línea mesiánica; pero nadie había llegado a inferir de él la pasión del mesías. La llegada del mesías significaba, según esa interpretación, la consagración del aspecto triunfal que hay en el versículo: por medio del mesías iba a convertirse finalmente Israel, de piedra desechada que era, en piedra angular. Pero ahora, en una nueva lectura de la Biblia en diálogo con el Resucitado, la sentencia sobre la piedra desechada parece una profecía de la pasión, un vaticinio del Cristo crucificado que desde la cruz pasó a ser la piedra angular e hizo así piedra angular a Israel. Dos textos de Isaías (28, 16; 8, 14) que entraron en la catequesis del cristianismo primitivo vienen a profundizar esta visión. Pero todas estas sentencias dicen en el fondo lo mismo: hacerse cristiano significa integrarse en el edificio que se levanta sobre la piedra desechada. Hablan de la pasión y la gloria de la Iglesia, regida siempre por la ley de la piedra desechada y que justamente así cumple los sueños de esperanza que alimentan toda construcción humana. Porque la construcción humana persigue la perpetuidad, apunta a la seguridad, al hogar patrio, a la libertad. Es un anuncio de lucha contra la muerte, contra la intemperie, contra el miedo, contra la soledad. Por eso, la voluntad constructora del ser humano culmina en el templo, en ese edificio al que Dios nos invita. El templo es expresión del deseo humano de tener a Dios como cohabitante, de poder habitar junto a Dios y alcanzar así el modo perfecto de habitar, la comunión perfecta que destierra la soledad y el miedo definitivamente. La idea del templo es el tema que aglutina las diversas sentencias sobre la piedra que aparecen en la primera Carta de Pedro y en los textos afines del nuevo testamento: tras la terri-
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ble destrucción de Jerusalén donde los rebeldes, en un fatal malentendido de la promesa, hicieron del templo el lugar de una lucha feroz hasta el «sancta sanctorum», creyendo que Dios defendería finalmente su morada, tras esta catástrofe, la cristiandad sabe aún mejor lo que sabía ya desde la cruz y la resurrección: que el verdadero templo de Dios se construye con piedras vivas. Sabe que el templo real de Dios stgue indemne y es indestructible. Sabe que Dios mismo lo edifica y que aquellos que confían en la piedra desechada ven cumplido el sueño primigenio de la inhabitación de Dios: ellos mismos son el templo. a) La raíz en el antiguo testamento
Las pocas frases que la primera Carta de Pedro dedica a las piedras vivas encierran una historia que viene de lejos y expresan el nuevo giro que la fe cristiana dio a esta historia. Para dejar en claro la idea de la presencia de Dios en el mundo, de su estancia entre los humanos e, implícitamente, la idea de la Iglesia y del ser cristiano, glosaré al menos dos etapas del camino que aquí se abre. Conviene recordar primero el comienzo de la construcción del templo en Israel. David, victorioso en numerosas batallas, pudo al fin asegurar el reino. No es objeto de ataques, y reside en un palacio construido con madera de cedro. Israel ha superado la época de inestabilidad, de peregrinación, de desarraigo, y se encuentra sólidamente asentado en la tierra de promisión. Pero su Dios sigue cobijado en una tienda, igual que durante la época de nomadismo en el desierto; sigue siendo un Dios caminante y sin arraigo, por decirlo así. David advierte la contradicción, el anacronismo que representa la yuxtaposición de dos etapas culturales: Dios quedó en la etapa de la vida nómada y es preciso agregarlo a la nueva conquista. David quiere construirle una casa digna, y el profeta Natán le anima a ello. Pero después llega la palabra de Dios a Natán con una nueva orden: «¿Eres tú quien me va a construir una casa para que yo habite en ella? ... El Señor te comunica que él te construirá una casa» (2 Sam 7, 5.11). Estos versículos anuncian un inicio y un vuelco en la historia religiosa de la humanidad cuyas pro-
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porciones se manifestarán siglos después. En el fondo se ha producido ya aquí el giro cuyo precio será la pasión de Jesús, el Hijo. No es el hombre el que construye una casa a Dios, sino que Dios construye una casa al hombre. Dios mismo levanta el edificio de Dios. Los siguientes versículos de la profecía de Natán indican de qué consta y en qué consiste esta casa construida por Dios: consta de seres humanos y consiste en el reinado perpetuo de la dinastía de David. Consiste en que el favor de Dios será más fuerte que todos los pecados de esta dinastía. Quizá sea castigada por sus pecados, pero no será destruida: perdura a través de todas las ruinas; Dios la construye. Se predice aquí la perennidad de la realeza de David y la perpetuidad de su casa, que será el propio edificio de Dios. Se perfilan aquí los rasgos de ese hijo de David que expiará todo el pecado del mundo y será la presencia viva del poder superior de la gracia. No será David el que construya, sino Dios. Más allá de todos los estragos de la culpa y en virtud de una gracia indestructible, construirá una realeza mediante la cual reinará él mismo, habitará él mismo entre los hombres. El Dios sin techo que no cabe en ninguna mansión de piedra encuentra espacio en el hombre, precisamente en él. Habita a través de la gracia constructiva. Rara vez se puede observar la unidad interna de los dos testamentos con tanta claridad como en este cuadro audaz de la profecía de Natán. Frente a esta perspectiva central, el templo salomónico y lo que edifican sus sucesores son algo provisional, por emplear una expresión de san Pablo. Es cierto que un versículo de la profecía de Natán hace referencia al templo salomónico; podemos dejar aquí de lado la cuestión de si este versículo procede de una redacción teológica posterior, como presumen exegetas relevantes del antiguo testamento, o si es original 2. Lo cierto es que el versículo es secundario dentro de las palabras proféticas; remite a una solución de compromiso que era inevitable, pero debe quedar como provisional, y no puede convertirse en objetivo de la promesa. En una nueva etapa cultural, 2. Para las cuestiones exegéticas del fragmento 2 Sam 7, 1-29 cf. H. W. Hertzberg, Die Samuelbücher. Gottingen 3 1965. 231-236. Sobre la teología del templo, Y. Congar, Le mystere du temple, Paris 1957.
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a Dios no se le puede alojar al estilo humano, como si tuviera que recorrer los pasos del hombre en su desarrollo. La intemperie de los años nómadas manifestó la realidad de Dios más exactamente que su alojamiento en la alta cultura, que intentó amoldarlo a la medida del hombre. b) Cumplimiento en el nuevo testamento
Sólo desde este trasfondo cabe entender correctamente la escena neotestamentaria de la expulsión de los mercaderes del templo; como indican las referencias de los evangelistas, esta escena fue el punto de partida definitivo de la pasión de Jesús, pero ayudó a la vez decisivamente a iluminar la verdadera profundidad de su misión. Sin este episodio no habrían surgido las diversas sentencias sobre la construcción y las piedras vivas 3 . El relato de la expulsión de los mercaderes y cambistas del recinto sagrado suele entenderse en sentido demasiado trivial. Tenemos la impresión de que Jesús, encendido en santa ira, actuó como alguien que arremete contra los mercaderes de lo sagrado y su concierto abusivo de fe y negocio. Pero la cosa no es tan simple. En el recinto del templo no se podía utilizar la moneda romana, que exhibía imágenes de divinidades paganas o de emperadores deificados; eran necesarias las oficinas para cambiar la moneda occidental por la del templo. Este cambio era una operación legal, lo mismo que la preparación de los animales necesarios para el culto del templo, que eran sacrificados allí. Lo que Jesús hizo fue algo de carácter muy radical. Está en la línea de la gran sentencia que escuchó la samaritana: los verdaderos adoradores adorarán en espíritu y en verdad (Jn 4, 23), no 3. Sobre el tema Jesús y el templo, cf. Y. Congar, Le mystere du temple, 133-180, y el abundante material de R. Bultmann, Das Evangelium des Johannes, Gottingen 1957, 85-91, y R. Schnackenburg, El evangelio según san Juan 1, Barcelona 1980, 396-408. El lector advertirá fáclmente que no intento, en lo que sigue, intervenir en la disputa sobre los <> de Jesús, sino presentar simplemente al Jesús de los evangelios. una tarea, por cierto, bastante desatendida y que vale la pena después de tantas exposiciones sobre el «Jesús histórico».
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en el Garizim ni en el monte Sión. La acción de Jesús es un ataque a la institución del templo, una acción profética que anticipa en el símbolo su futura ruina. Del mesías se esperaba una reforma del culto (cf. Mal 3, 1-5: 1, 11); la expulsión de los mercaderes es su realización profético-simbólica. Pero ¿adónde apunta esta realización? ¿qué carácter tienen el nuevo culto y el nuevo templo que el gesto protético de Jesús quiere instaurar? Según los evangelios sinópticos, Jesús interpretó su significado con una sentencia que combina Isaías 56, 7 con Jeremías 7, 11. Isaías 56, 7 dice: «Mi casa es casa de oración para todos los pueblos». La expulsión de los mercaderes se produjo en el hierón, en el atrio de los paganos. Dentro del santuario o naós sólo podían participar en el culto sacrificial de Israel los miembros del pueblo elegido; pero el amplio atrio circundante acogía a gentes de cualquier nación para orar con Israel al Dios del mundo entero. Este espacio de los pueblos se había convertido con el tiempo en mercado ganadero y en banco para el cambio de moneda; el culto legal había sofocado el alcance de la sentencia que convoca a todos los humanos. Con el falso positivismo de la obediencia a la ley se había quitado a los pueblos el espacio de oración abierto para ellos. La expulsión de los mercaderes constituye un gesto de apertura del templo a los pueblos, es anticipación profética de la prometida peregrinación de los pueblos hacia el Dios de Israel. Pero la exégesis con la que Jesús explica su acción evoca también la sentencia de Dios en Jer 7, 11: «¿Creéis que es una cueva de bandidos este templo que lleva mi nombre? Bien visto lo tengo, oráculo de Yahvé». La sentencia fustiga esa política obcecada que, sobrevalorando las propias fuerzas, no tiene en cuenta el sometimiento a Babilonia y se arriesga a la guerra por creer que el Dios del cielo y de la tierra defenderá siempre su templo y no podrá renunciar nunca a su morada en el mundo y a su culto. Dios pasa a ser el factor de un cálculo político necio, y el templo, la «cueva de bandidos» donde los hombres se sienten terrenalmente seguros. Esto dio como resultado la primera destrucción del templo y la primera dispersión de Israel. Jesús repite la advertencia de Jeremías cuando se observan ya claramente unas aventuras políticas parecidas, y la defensa de la ver-
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dadera morada de Dios frente a su versión terrena le cuesta el martirio, como a Jeremías. A partir de aquí resulta comprensible la frase enigmática con la que Jesús contesta, según Juan, la pregunta de los judíos por la señal que lo autoriza para la reforma del culto: «Destruid (lysate) este templo y en tres días lo levantaré» (2, 18). Jesús profetiza en forma velada el final del templo y, con él, el final de la ley, el final de la forma anterior de alianza. Pero involucra en la profecía, de un modo no menos enigmático, su propio destino. La expulsión de los mercaderes viene a ser vaticinio de su muerte y promesa de su resurrección. Esta sentencia, al margen de su literalidad exacta, era tan atrevida y tan inaudita que los tres primeros evangelistas no se atrevieron a referirla directamente; la consignan por vía indirecta, poniéndola en boca del falso testigo durante el proceso de Jesús y en boca de los que hacen mofa de él bajo la cruz (Me 14, 58 y Mt 26, 61; Me 15, 29 y Mt 27, 40). Así sabemos que la blasfemia contra el culto, el ataque al templo como centro de la religión, del culto a Dios, fue un factor decisivo en el martirio de Jesús. Se advierte lo sensible de este punto en el hecho de que el primer mártir en la historia de la Iglesia, Esteban, fue ajusticiado asimismo por su ataque al templo. Pero a partir de ahí se entiende también por qué los sinópticos se resisten a poner en boca de Jesús ese dicho: habría echado por tierra el intento largamente continuado de uniticar a todo Israel en torno a la fe en Jesús. Atenúan la violencia del dicho en aras de la paz. Sólo Juan, que ve la escisión como un hecho irremediable, lo destaca sin reparo con la dureza original. Pero ¿qué dice realmente? Jesús profetiza que el puesto del templo de piedra lo ocupará un cuerpo vivo que ha pasado por la muerte. Predice que la hora de los sacrificios legales toca a su fin y aparece en su lugar aquel que a través de la muerte despertó a nueva vida. Predice que él, la piedra desechada, se convertirá en piedra angular de la nueva casa de Dios. El cuerpo crucificado de Jesucristo, que extiende las manos al mundo entero (cf. Jn 12, 32), es el lugar donde se encuentran Dios y el hombre. El Resucitado es la morada permanente del hombre en Dios y de Dios en el hombre; él es la verdad que releva las imágenes; es la fuente del espíritu mediante el cual es
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posible la adoración en espíritu y en verdad. Mediante él construye Dios su casa. Si miramos desde aquí el punto de partida de la profecía de Natán, podemos observar que Jesús no rompe la antigua alianza, sino que relega lo provisional y libera el núcleo: cumple la sustancia de la promesa. Y queda claro algo más: la integración como piedra viva en la nueva casa pasa por el destino de la pasión. El destino de la piedra angular da a conocer el plano de construcción del conjunto. La salida de la estrechez del positivismo legal y de su particularismo nacional exigía la pasión y muerte. La nueva dimensión no se alcanza sin la pasión trasformadora. La predicación cristiana primitiva llamó a la comunidad, a la Iglesia, nuevo templo, construcción de Dios, casa de Dios y cuerpo de Cristo; pero cabe recordar la previa labor conceptual llevada a cabo, por ejemplo, en Qumrán, que aplicó también a la comunidad el nombre de «templo>>4. Lo importante es que sólo a través de la muerte de Jesucristo alcanzó esta idea su verdadera relevancia. De un lenguaje espiritualista se pasa ahora a la realidad más palpable. El templo espiritual no es ya una metáfora, sino una realidad costeada con el cuerpo y la sangre cuya fuerza vital ha podido atravesar los siglos. . , ,, ., ... , .;.;•¡:
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2. ¿Cómo se llega al templo cristiano?
Ahora es el momento de preguntar: ¿Viene todo esto a contradecir flagrantemente lo que estamos haciendo? ¿no estamos festejando el edificio pétreo, donde intentamos alojar a Dios al estilo antiguo? 5 ¿no hemos recaído desde Constantino en lo provisional, que Cristo había superado con su pasión y su resurrección? ¿no se ha desviado la Iglesia de la simplicidad de 4. R. Schnackenburg, El evangelio según san Juan J, 402. En mi conferencia sobre Israel, la Iglesia y el mundo, pronunciada el año 1994 en Jerusalén y publicada en mi escrito Evangelium, Katechese und Katechismus, München 1995, 63-83, he intentado profundizar y aclarar más la idea de unidad de los testamentos y de «necesidad>> de la pasión que aquí he sugerido. 5. El trabajo fue redactado en forma de conferencia sobre la celebración del milenario de la catedral de Maguncia.
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Jesús con el esplendor de su catedral y ha retrocedido en el camino abierto por él? ¿no hacemos pasar por cristiano lo que en realidad es señal de su pérdida? ¿no debemos, en lugar de celebrar una construcción de piedra, tener la audacia y la decisión de superar el pasado inerte y construir una nueva comunidad que honre a Dios preocupándose radicalmente del hombre? ¡,no indicó el camino recto aquel autor que escribió sobre un manual de enseñanza religiosa «la casa del hombre», invitando a pasar de las casas de Dios a la del hombre, cuya construcción sería el verdadero seguimiento de Jesús? O si queremos formularlo menos radicalmente, debemos preguntar al menos qué celebramos en realidad cuando festejamos los mil años de la catedral. ¿ Cómo debe ser nuestra celebración para seguir en la línea de ese camino que conduce desde Natán hasta la profecía de Jesús, la piedra desechada? Antes de intentar una respuesta convendrá reflexionar sobre la visión que se tuvo del problema en los inicios de la Iglesia. ¿Cómo es posible que con el triunfo de Constantino estuviera ya diseñado un tipo de edificio eclesial? ¿qué idea se tuvo de él? ¿cómo se relacionaron el espíritu y la piedra? Sobre todas estas preguntas hay investigaciones eruditas que ofrecen un material muy variado y a veces muy controvertido. Trataré de entresacar tres temas: l. Los apóstoles vieron en el templo, como Jesús mismo, un lugar para la oración. Sabemos por los Hechos de los apóstoles (3, 1) que Pedro y Juan «subían al templo para la oración de la hora nona», no a participar en el sacriticio vespertino tamid «sino porque era la hora en que la verdadera Víctima tamid y pascual derramó su sangre, y alababan con la comunidad al Padre mediante el 'sacrificio de los labios' » 6 . Esta escena deja en claro la continuidad y la ruptura al mismo tiempo: en contraste con la secta de Qumrán, los discípulos de Jesús oran con Israel en su templo, permanecen en comunión orante con la alianza de 6. F. Mussner, Die UNA SANCTA nach Apg 2, 42, en Id., Praesentia salutis. Gesammelte Studien zu Fragen und Themen des Neuen Testaments, Düsseldorf 1967, 212-222, cita en 221.
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Dios; pero, contrariamente a la forma antigua y anacrónica de la ley, van a orar al atrio de Salomón, sin participar en el culto sacrificial. El 'templo' es para ellos casa de oración; se mueven en esa parte del templo que cabe considerar como embrión de las sinagogas 7. El sacrificio iba ligado a Jerusalén, pero la casa de oración podía estar en todas partes. Retienen, pues, del templo los elementos de futuro: lugar de reunión, lugar del anuncio, lugar de oración. Superan así la exclusividad y conservan lo que es universal y repetible en todas partes. De este modo, el templo no es básicamente otra cosa que la sinagoga, el espacio que reúne a las personas con el Dios de la alianza, con el Dios de Jesucristo. El templo sigue teniendo una significación especial como célula primigenia en la unidad de la historia de Dios a través de los siglos: pero dondequiera que se celebre una asamblea, está lo esencial del templo, allí hay templo. De ese modo, sin romper la fidelidad a la historia de la fe expresada en el santuario de Jerusalén, cesó su exclusividad; el templo era considerado casa de oración para todos los pueblos, y ésta fue la premisa para la universalidad de la Iglesia. Este giro aparece externamente con especial claridad en el cambio de orientación al orar: el judío, dondequiera que esté, ora en dirección a Jerusalén; el templo es el punto de referencia de toda religión, de suerte que la relación con Dios, la relación orante, debe pasar siempre por el templo, al menos en la orientación del cuerpo. Los cristianos no oran en dirección a un templo, sino mirando a oriente: el sol naciente que triunfa sobre la noche simboliza a Cristo resucitado y es considerado como signo de un retorno. El cristiano expresa en su postura orante la dirección hacia el Resucitado, verdadero punto de referencia de su vida 8 . Por eso, la orientación al este ha sido durante siglos la ley básica en la arquitectura cristiana; expresa la omnipresencia del poder congregador del Señor que, como el sol naciente, domina el mundo entero. Esto pone de manifiesto que la Iglesia en 7. !bid., 220s. 8. E. Peterson, Die geschichtliche Bedeutung der jüdischen Gebetsrichtung, en Id., Frühkirche, Judentum und Gnosis. Studien und Untersuchungen, Freiburg 1959, 1-14.
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sus inicios no rechazó en modo alguno el espacio de oración, el espacio de reunión para celebrar la palabra y el acontecimiento de la fe; ella universalizó el templo y creó así nuevas posibilidades de expresión. La preferencia por el atrio de Salomón y la apertura al mundo no significan el fin de los espacios sagrados; al contrario: justamente porque la casa viva ha de reunir a todos los humanos, surgen ahora en el mundo entero casas de reunión, lugares de oraCÍón. 2. Cuando Constantino promulgó su decreto de tolerancia para los cristianos, la arquitectura eclesial había encontrado ya su modelo fijo. Refiere Eusebio que los lugares destruidos por el tirano «Se levantan de nuevo como de una larga y mortal caída», y que «se erigieron templos desde los cimientos hasta alcanzar una gran altura y fueron mucho más espléndidos que los destruidos» 9 . Antes, «el demonio envidioso ... había dirigido su locura bestial de perro furioso ... contra las piedras de nuestras casas de oración», y convertido «las Iglesias, según creyó él, en lugares abandonados» 10 . Lo que ocurre bajo Constantino es, pues, una restauración, no el tránsito de una religión del espíritu a una religión de las piedras. Pero cabe preguntar qué idea imprimió su sello en aquellas primeras construcciones. ¿Qué las justifica y armoniza con la herencia del origen? Hoy se sigue discutiendo sobre estos temas debido a las destrucciones sufridas, que sólo nos han dejado unos restos muy fragmentarios como pruebas indiciarias. La tesis más acertada me parece ser la que explica la forma primitiva de la basílica cristiana a partir de la teología de los mártires 11 : la basílica responde en su diseño esencial a la sala de audiencias donde el emperador deificado aparecía con un atuendo que evocaba la epifanía, la aparición de lo divino. Esta autorrepresentación del emperador era 9. Eusebio, Historia de la Iglesia X, 2; sigo la traducción de Ph. Haeuser, Kempten 1932, en la reedición por H. Kraft, München 1967; cita en p. 412. 10. Eusebio X, 14; en H. Kraft, 416. 11. Cf. B. Kotting, Die Gestaltung des Kultraumes in der frühen Kirche, en Id., Ecclesia peregrinans II, Münster 1988, 186-198. Nuevas aclaraciones sobre la esencia y devenir del templo cristiano pueden verse en el breve pero importante escrito de L. Bouyer, Architecture et liturgie, Paris 1991.
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para los cristianos un acto sacrílego; ellos oponen a la supuesta divinidad del emperador la realeza de Dios en Cristo crucificado y resucitado. Sólo él era eso que los emperadores pretendían ser. Así, el lugar de reunión de los cristianos, donde el Señor seguía dándose a los suyos en el pan partido y el vino derramado, se convirtió para ellos en espacio de su culto imperial: la sala de audiencias del verdadero rey. Por esta antítesis murieron; el martirio queda integrado en este ámbito de culto. En continuidad con el atrio de Salomón y con la sinagoga, se buscó primero, en las palabras de Jesús, la promesa sobre la casa de oración para todos los pueblos; ahora se hace hincapié en que Dios se construye su casa viva mediante la pasión de los suyos, y utiliza también la piedra a su servicio. Esto explica el tema que diferencia a la ekklesía cristiana de la sinagoga judía: su punto axial no es el rollo de la torá sino el Señor viviente; él construye la ekklesía, y ésta es construcción suya. La dimensión cristológica en virtud de la cual la Iglesia es más y otra cosa que la sinagoga, entra de algún modo en la forma espacial que hace visible la esencia interna de la Iglesia. 3. Los temas y los modelos se multiplican en el curso de la historia. Es indudable que ahora se filtran elementos menos valiosos, secundarios, incluso negativos. En lo positivo predomi~ nan, a mi juicio, dos ideas fundamentales. La primera es el tema de la encarnación. Juan consideró la carne de Jesús como signo de la Palabra (1, 14) 12 . La carne de Jesús es el templo, es la tienda, la shekinah. La carne de Jesús es para Juan, paradójicamente, la verdad y el espíritu que ocupan el lugar de los antiguos templos. Ahora cobra vida en la cristiandad la idea de que la encarnación de Dios constituyó su ingreso en la materia, el comienzo de un gran movimiento donde toda la materia será receptáculo de la Palabra; pero también la Palabra se expresará 12. No parece irrelevante notar que skhnh evoca la palabra shekinah y presenta así a Jesús como el lugar de la presencia de Dios; cf. R. Bultmann, Das Evangelium des Johannes, 43; R. Schnackenburg, El evangelio según san Juan I, 284-285; ThWNT VIl, 380; H. Haag, Diccionario de la Biblia, Barcelona 1975, 1112, 1411.
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consecuentemente en la materia, deberá entregarse a ella para poder trasformarla. Por eso nace ahora el gusto por la visibilización de la fe, por la grabación de sus signos en la materia. Esto va asociado al otro aspecto: la idea de glorificación, el intento de convertir la tierra y hasta la piedra en alabanza, y anticipar así el mundo futuro. Las construcciones en las que se expresa la fe son, por decirlo así, la esperanza hecha presente y la manifestación confiada de aquello que puede convertirse en realidad.
3. Consecuencias para hoy Volvamos después de estas reflexiones a nuestra pregunta anterior: ¿Qué relación guardan el edificio de piedra y el edificio de piedras vivas? ¿es cristiano festejar la construcción de una catedral? En caso afirmativo, ¿qué festejamos? ¿cómo debemos hacerlo para que sea una celebración cristiana? Trataré de contestar en cuatro aproximaciones: l. El espíritu labra las piedras para construir; no a la inversa. El espíritu no puede sustituirse por dinero y por la historia. Si no construye el espíritu, las piedras se tornan mudas. Donde el espíritu no está vivo, no actúa e impera, las catedrales se convierten en museos, en monumentos del pasado cuya belleza entristece, porque está muerta. Esta viene a ser la advertencia que nos llega de la fiesta catedralicia. La grandeza de nuestra historia y nuestro poder económico no nos salvan; ambas cosas pueden convertirse en escombro que nos ahoga. Si el espíritu no construye, el dinero construye en vano. Sólo la fe puede mantener viva la catedral, y la pregunta que la catedral milenaria nos dirige es si tenemos la dosis de fe necesaria para darle un presente y un futuro. Al final, la protección al monumento, por importante y de agradecer que sea, no puede mantener la catedral; sólo puede hacerlo el espíritu que la creó. 2. El espíritu labra las piedras para construir; no a la inversa. Pero esto indica también, nos guste o no, la sustituibilidad
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radical y la equivalencia básica de todas los edificios eclesiales. Donde los humanos se dejan congregar por el Señor, donde él les garantiza su presencia en la palabra y el sacramento, allí rige el dicho sobre la casa de oración para todos los pueblos y allí se cumple la promesa de la «sala suprema», la sala de la última cena 13 . Las diferencias jerárquicas entre las distintas Iglesias pertenecen a un segundo plano; pero no son por eso irrelevantes. Desde una perspectiva de historia del arte cabe otorgar un rango especial a una Iglesia en un doble sentido. El rango puede depender, por una parte, de la historia de fe y oración que se ha sedimentado en ella. No es indiferente que oremos en los mismos templos donde nuestros antepasados presentaron a Dios durante siglos sus peticiones y esperanzas. Me ha conmovido siempre profundamente en la Iglesia de Ludgeri, de Münster, saber que es el espacio donde Edith Stein luchó por su vocación. Es un minúsculo segmento de la historia de la fe y la oración, de la historia de pecadores y santos que conservan nuestras grandes iglesias antiguas. Son así expresión de la identidad de la fe a través de la historia, expresión de la fidelidad de Dios que se muestra en la unidad del templo. ¿O no es emocionante saber que el obispo de Maguncia pronunció en la catedral milenaria las mismas palabras de la consagración y utilizó sustancialmente el mismo misal que su sucesor de hoy? La otra nota que puede caracterizar a un templo es su puesto en la escala de la asamblea viva que es la Iglesia. De ahí el rango especial que compete a la Iglesia episcopal, que hace referencia al obispo como punto de convergencia de la comunidad eclesial. La catedral es la expresión en piedra de que la Iglesia no es una masa amorfa de comunidades, sino que vive en un entramado 13. Quiero significar con esto que, junto con el atrio de Salomón, hay que considerar como segundo antecedente del templo cristiano la sala de la última cena y del acontecimiento de pentecostés. En el atrio de Salomón se desarrolla una mitad del culto cristiano: la liturgia de la palabra. Lo más propio de la nueva comunidad, la cena del Señor, que sustituye y consuma Jos antiguos sacrificios, no tiene cabida allí. Sólo la confluencia del cenáculo y el atrio de Salomón en un solo espacio genera la <> en sentido específico. Si se olvida esto, llegamos a un concepto puramente «sinagoga!», no sólo de Iglesia sino de cristianismo, y dejamos de lado su verdadero núcleo.
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que une a cada comunidad con el conjunto a través del vínculo del orden episcopal. Por eso, el concilio Vaticano 11, que puso tanto énfasis en la estructura episcopal de la Iglesia, recordó también el rango de la Iglesia catedral. Las distintas Iglesias remiten a ella, son en cierto modo construcciones anejas a ella y realizan en esta cohesión y este orden la asamblea y la unidad de la Iglesia. Por la misma razón es también especialmente valiosa para nosotros la Iglesia del obispo común de toda la cristiandad: la Iglesia de Letrán y la Iglesia de san Pedro en Roma; no como si Dios estuviera allí más presente que en cualquier iglesia lugareña, sino porque es expresión de la asamblea, de la unicidad de la casa de Dios, aun habiendo tantas en la tierra. El que rechazase este vínculo y negase este orden visible de las iglesias entre sí, negaría la promesa de la casa de oración para todos los pueblos. La promesa se realiza precisamente cuando el orden apostólico de la asamblea se refleja en la coordinación de los lugares de la misma, que de ese modo pasan a ser una única casa. 3. Esto significa que hay una apertura radical de todas las casas de Dios: o pertenecen a toda la Iglesia o no son realmente Iglesia. El edificio eclesial, para conservar su legitimidad cristiana, ha de ser «católica» en el sentido original de la palabra: hogar de todos los creyentes. Hace algunos años apareció un libro con fotografías titulado «Doquier estás en casa». Esta frase expresa un tarea de la Iglesia, que emprendió su camino bajo el lema de la casa de oración para todos los pueblos. Albert Camus dio expresión estremecedora en una obra temprana, al describir su viaje a Praga, a la vivencia de extranjería, de soledad; en una ciudad cuya lengua no entiende, está como un desterrado; el esplendor de la Iglesia es mudo y no consuela 14 . Para el creyente no puede ser así: donde hay Iglesia, donde hay presencia eucarística del Señor, encuentra hogar y patria. Mas 14. A. Camus, L'envers et l'endroit. La mort dans ['ame, en Essais, Bibl. de la Pléiade (1965) 31-39 (trad. cast.: El revés y el derecho, Madrid 1984). Cf. G. Linde, Das Problem der Gottesvorstellungen im Werke van Albert Camus, Münster 1975, especialmente p. lOs.
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para que esto pueda ocurrir se requiere, a la inversa, otra condición: vivir la fe como asamblea y como unidad; que las personas, al entrar en el ámbito de la fe, abandonen lo suyo propio y dejen que se produzca en ellas la catolicidad, la adhesión al todo como proceso vivo. Es necesario que asuman la condición de extranjería frente al espíritu de la época y frente a las múltiples formas de chovinismo; tal extranjería es necesaria para que surja en todos los lugares un hogar para la totalidad, para que en todos los lugares encontremos de algún modo la misma casa. Esto nos sugiere nuevas preguntas: ¿Cómo pueden los trabajadores extranjeros encontrar un hogar en nuestras Iglesias? ¿pueden los extranjeros contar con personas que muestren comprensión hacia ellos? Esta superación de lo propio, que es de lo que se trata aquí, está relacionada con la teología de la pasión que hemos descubierto al comienzo del camino cristiano: sólo el que camina hacia la liberación de sí mismo o ha dado, al menos, algunos pasos en esta dirección, puede salir al encuentro al extranjero y ofrecerle un hogar. Los padres de la Iglesia conocían la bella imagen de las piedras que, para ser una construcción, deben acomodarse entre sí, y de este esfuerzo tampoco pueden dispensarse los humanos que aspiran a formar una casa. 4. Volvamos a la pregunta fundamental sobre espíritu y piedra, sobre la casa viva y la Iglesia de piedra. La dirección en que apuntan las palabras de Cristo y en que camina luego la Iglesia primitiva se puede llamar correctamente «espiritualización». Pero si únicamente buscamos eso, el cristianismo no irá más allá de una tendencia que durante la época de Jesús encontramos en toda el área mediterránea, tanto en el judaísmo como en el mundo helenístico. Lo específico de lo cristiano consiste en que su espiritualización es a la vez encarnación 15. Pablo formuló magníficamente su lema: «el Señor es el Espíritu» (2 Cor 3, 17). La espiritualización cristiana difiere de todas las espiri-
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15. He intentado exponer algo más ampliamente la problemática de la espiritualización y la encarnación en mi escrito Zur theologischen Grundlegung der Kirchenmusik. en Das Fest des Glaubens, Einsiedeln 1981, 86-111; cf. los trabajos corespondientes de este volumen.
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tualizaciones de tipo filosófico o puramente místico. El espíritu en que ella trasforma lo precedente es el cuerpo de Cristo. Por eso, un desarrollo auténtico del inicio cristiano tiene que rechazar cualquier propaganda de espiritualización trivial que busque el espíritu sin el cuerpo y así destruya también el espíritu. Es igualmente inaceptable el malentendido contrario, que trata de justiticar con la palabra «encarnactón» cua1quter genero de secularización o de fijación institucional de la fe. En el período triunfante de la teología de la encarnación solía afirmarse que las cosas terrenas debían ser bautizadas. Bien, pero entonces no hay que olvidar que el bautismo es un sacramento de muerte, que nos bautizamos en la muerte de Cristo, que bautizarse significa sufrir la trasformación de la muerte o entrar en ella para salir al encuentro de Cristo resucitado. Espiritualizar significa encarnar cristianamente; pero encarnar significa espiritualizar, conducir las cosas del mundo al Cristo que viene, prepararlas para su forma futura y preparar así el futuro de Dios en el mundo. Encontramos en san Ireneo el bello pensamiento de que el sentido de la encarnación fue que el espíritu -el Espíritu santo- se amoldó en Jesús a la carne 16 . Esto podría decirse invirtiendo los términos: el sentido de la encarnación progresiva sólo puede ser el de amoldar la carne al espíritu, a Dios, capacitarla para el espíritu y preparar así su futuro. Pero ¿qué significa todo esto para nuestro tema? Creo que nos retrotrae a lo más elemental, a lo que es decisivo para todas las ideas del nuevo testamento: que Dios mismo construye primero su casa o, expresado de modo más accesible, que no podemos construir la casa solos, por nosotros mismos. Este axioma va dirigido tanto contra los que creen que todo está hecho con una determinada cantidad de metros cúbicos murados como contra los que pretenden hacer renacer a la Iglesia en estado químicamente puro en la retorta de sus estrategias pastorales. Dios construye su casa; es decir, su casa no se hace realidad si 16. Adv. haer. V 12,4 (Sources chrétiennes 153, 154). Cf. H. J. Jaschke, Der Heilige Geist im Bekenntnis der Kirche. Eine Studie zur Pneumatologie des lrenaeus von Lyon im Ausgang vom altchristlichen Glaubensbekenntnis, Münster 1976.
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los humanos pretenden planear, actuar y fabricar por su cuenta. No se hace realidad cuando sólo cuenta el éxito y todas las «estrategias» se miden por él. No se hace realidad cuando los hombres no están dispuestos a abrir un espacio y tiempo de su vida para ella; no se hace realidad cuando los hombres construyen por y para sí mismos. Pero si los humanos se dejan interpelar por Dios, tienen tiempo para él y queda sitio para él. Entonces pueden aventurarse a imaginar hoy el futuro: Dios que habita con nosotros y nos congrega para hacernos hermanos de una familia. Entonces resulta obvia la disposición a la simplicidad, igual que se reconoce el derecho a la belleza, a lo bello. En esa espiritualización del mundo de cara al Cristo venidero brota la belleza en su fuerza trasformante y consoladora. Y se evidencia algo que suena raro: la casa de Dios es la verdadera casa humana. Se convierte en la verdadera casa humana, tanto más cuanto menos pretenda serlo, cuanto más apueste por Dios. Nos basta pensar un momento cómo sería Europa si desaparecieran de ella todas las Iglesias. Sería un desierto de utilitarismo donde el corazón tendría que paralizarse. La tierra se hace inhabitable cuando los hombres sólo quieren construir por y para sí. Pero cuando ceden y brindan su lugar y su tiempo, surge la casa común, se hace realidad un trozo de utopía, de lo terrenalmente imposible. La belleza de la catedral no está en contradicción con la teología de la cruz, sino que es su fruto: nació de la disposición a no construir sólo y para sí la propia ciudad. Esto no descarta, desde luego, el abuso de utilizar la Iglesia para fines propios. Ninguna Iglesia tiene la promesa de perennidad, ninguna es insustituible, podemos vernos privados de todas si se extingue la fuerza que las justifica. «Templo construido con piedras vivas»: si no hubiera habido primero piedras vivas, estas piedras no estarían aquí. Pero ahora ellas nos hablan. Nos invitan a construir la catedral viva, a ser la catedral viva para que la catedral de piedra siga siendo presente y anuncie el futuro.
«Cantad a Dios con maestría» Premisas bíblicas para la música de Iglesia
l. Consideraciones sobre la situación de la Iglesia y la cultura
La música de Iglesia en cuanto expresión cultural de la fe comparte necesariamente la problemática actual de la relación entre Iglesia y cultura. La relación es conflictiva por ambas partes. Desde finales de la Ilustración, la fe y la cultura de cada época se han ido distanciando progresivamente. La cultura había brotado hasta entonces en la Europa cristiana, como en toda la historia, de la raíz de la religión, y estuvo ligada a este suelo nutricio aun en sus manifestaciones profanas. El Renacimiento y la Reforma significaron una primera crisis para esta fusión de Iglesia y cultura; pero sólo en la Ilustración se produce una verdadera revolución cultural, una emancipación decisiva de la cultura frente a la fe. Los caminos de una y otra se separan, aunque el siglo XIX siguió estando marcado por un intercambio vivo entre ambas. Sin embargo, el que contempla tantos templos neogóticos y neorrománicos advierte que la Iglesia, aunque no ha podido negar su época, parece haber quedado rezagada en una especie de subcultura que se sitúa al margen del gran río de desarrollo cultural. Esta situación resulta igualmente llamativa comparando la reforma ceciliana de la música de Iglesia con la evolución musical producida durante la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX. No se puede negar que estos movimientos «subculturales» crearon obras de tan alto rango como los productos de la gran corriente cultural.
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No se puede negar que la tendencia historicista, presente en la renovación de estilos del pasado y en la vinculación de la fe a la expresión cultural de épocas anteriores, respondió también al espíritu del siglo. No cabe negar, finalmente, que un fenómeno cultural tan significativo como el redescubrimiento y la renovación del coral gregoriano y de la gran música polifónica de Iglesia llegaron como fruto de estas orientaciones, que demostraron así una fecundidad cultural significativa. Pero, en conjunto, el desfase es cada vez mayor, y las dudas sobre la expresión cultural adecuada de la fe se manifiestan claramente en la confusa amalgama de ensayos culturales y pragmatismos aculturales de la Iglesia de hoy. El abandono de la base religiosa tuvo igualmente sus consecuencias para la cultura moderna. También ésta cayó en una desorientación que le impide contestar a su propio «quo vadis?». La cultura parece a veces inútil en el mundo moderno y, haciendo de la necesidad virtud, proclama ahora que el arte es lo que no desempeña ninguna función, sino que existe sin más. Hay algo de verdad en esto, pero no basta con la negación para abrir un espacio inteligible a cualquier clase de fenómeno en la trama existencial del ser humano y del mundo. Por lo que se refiere a la música, son evidentes las aporías en que ha incurrido este arte en su forma totalmente profana. La música, como cualquier expresión cultural, tuvo siempre diversos planos, desde el canto sin arte -pero verdadero canto- del hombre sencillo hasta la realización artística suprema. Pero ahora ha ocurrido algo nuevo. La música se ha escindido en dos mundos que apenas tienen nada que ver entre sí. Está por una parte la música de masas, que se presenta con la etiqueta pop como música popular, música del pueblo. Es una música que se ha convertido en mercancía fabricada industrialmente y es cotizada por su valor de venta. Está por otra parte una música artificial, construida racionalmente con criterios técnicos rigurosos, que cuenta con un público elitista. En el punto medio entre los dos extremos encontramos el recurso a la historia, la adhesión a la música anterior a tales divisiones, que emocionaba a las personas y sigue emocionando todavía hoy. Es obvio que la música de Iglesia ocupa con preferencia este terreno intermedio. Pero es inevita-
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ble que la Iglesia se interese hoy por los dos ámbitos contrapuestos de la actual esquizofrenia cultural. Hoy se exige, con razón, un nuevo diálogo entre Iglesia y cultura; pero no hay que olvidar que este diálogo ha de ser necesariamente bilateral. No puede consistir en que la Iglesia se someta de una vez a la cultura moderna. inmersa en un proceso de desesperanza desde que perdió su fundamento religioso. Si la Iglesia ha de afrontar con nueva radicalidad los males de nuestro tiempo, la cultura debe plantear por su parte en forma nueva la cuestión de su fundamento, y abrirse a una dolorosa terapia, es decir, a una reconciliación interna con la religión, porque sólo de ella puede recibir la savia vital. En este sentido, la cuestión de la música de Iglesia es sólo un segmento, aunque muy sensible, de la tarea global de nuestro tiempo, que exige algo más que el simple diálogo: el proceso de un nuevo reencuentro del hombre. Si el teólogo quiere aportar algo en esta lucha, debe utilizar los recursos de que dispone. No puede entrar en disquisiciones musicales, pero puede preguntarse dónde están los puntos de sutura, por decirlo así, entre la fe y el arte. Puede tratar de explicar cómo la fe le prepara un espacio interior al arte y le ofrece pistas sobre el camino que puede seguir. Sería una empresa de gran envergadura el intento de abarcar todo el ámbito de las fuentes teológicas que están a nuestra disposición. Pero todas las fuentes dependen al final de la fuente primigenia: la Biblia; por eso me limitaré a preguntar si hay unas premisas bíblicas para la tarea de la música de Iglesia. Dada la amplitud y variedad del testimonio bíblico, se impone de nuevo una restricción. Mi pregunta concreta es: ¿podemos encontrar un texto bíblico que muestre con la máxima densidad posible la perspectiva en que la sagrada Escritura ve la conexión entre música y fe?
2. Un salmo, ejemplo de las premisas bíblicas para la música
en el culto Tendremos un primer indicador si recordamos que la Biblia contiene su propio cancionero: el salterio, que no es producto
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de la mera práctica del canto y de la instrumentación cultual, sino que contiene en la praxis, en su realización viva, elementos esenciales de una teoría de la música en la fe y para la fe. Hay que tener presente el puesto que ocupa este libro en el canon bíblico para enjuiciar correctamente su significado. Dentro del antiguo testamento. el salterio viene a ser el puente entre la ley y los profetas. Nació de las exigencias prácticas del culto y de la ley; pero al asimilar la ley mediante el canto y la oración, va descubriendo su núcleo profético y conduce, más allá del rito y sus reglamentos, al «sacrificio de alabanza», al «sacrificio verbal>> con que el hombre se abre al Logos y adora con él. De este modo, el salterio pasó a ser el puente de enlace de los dos testamentos. Si sus cantos fueron considerados en el antiguo testamento cantos de David, los cristianos entendieron que estos cantos habían brotado del corazón del verdadero David, Cristo. La Iglesia primitiva oró con los salmos y los cantó como himnos de Cristo. Cristo mismo se convierte así en director de coro que nos enseña el canto nuevo, que da a la Iglesia el tono y le enseña el modo de alabar a Dios correctamente y de unirse a la liturgia celestial. Extraeré del salterio, como hilo conductor para mis reflexiones, un versículo que con razón ha aflorado constantemente en la historia de la reflexión teológica sobre los fundamentos y el camino de la música de Iglesia, porque refleja la orientación básica del libro de los salmos. Me refiero al versículo 8 del Salmo 47 (46). La traducción ecuménica ha restado buena parte del sentido a este versículo: «Cantad una salmodia». Esta traducción deja al lector o al orante cavilando sobre el significado de «salmodia». Buber-Rosenzweig habían traducido, en cambio: «Tañed con inspiración»; destacan, pues, la inspiración artística que debía presidir el canto. Más precisa es la versión que ofrece A. Deissler, que traduce la incierta «salmodia» por «canto artístico» 1• Una opción similar hace H. J. Krauss en su notable comentario a los salmos cuando dice: «Cantad un canto artístico»2. La Biblia de Jerusalén se mueve en la misma línea l. A. Deissler, Die ?salmen, Düsseldorf 1964, 192. 2. H.-J. Kraus. Los salmos 1, Salamanca 1993, 709.
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cuando escribe: «Salmodiad a Dios con destreza» 3 . La traducción editada por la conferencia episcopal italiana habla igualmente de cantar «con arte». Así queda recogida la gama de los intentos de acercamiento al maskil hebreo en las versiones modernas. Pero también son importantes para nosotros las primeras traducciones. que reflejan el esfuerzo de la Iglesia antigua. La Septuaginta, que se convirtió en el antiguo testamento del cristianismo, había escrito: psalate synetos, que podemos traducir quizá por «Cantad de modo comprensible, cantad con inteligencia» -en el doble sentido: que vosotros mismos lo entendáis y que sea comprensible-. Hay sin duda en el versículo más de lo que contiene nuestra idea racionalista de inteligencia y de lo comprensible: cantad desde el espíritu y para el espíritu; cantad de un modo digno del espíritu y acorde con él, con disciplina y pureza. La traducción que eligió Jerónimo y que fue acogida en la neo-Vulgata va en la misma dirección: psallite sapienter. El psallere parece incorporar y expresar de algún modo la esencia de la sapientia. Para entender el fondo de estas formulaciones habría que examinar lo que significa la palabra sapientia: un comportamiento del ser humano que incluye sin duda la claridad de entendimiento, pero que significa una integración del hombre entero, que conoce y comprende, no sólo con el pensamiento puro sino desde todas las dimensiones de su existencia. En este sentido hay una afinidad entre sabiduría y música, porque en ésta acontece esa integración del ser humano, y el hombre entero se ajusta allogos. Hay que anotar por último que la Vulgata dice en contextos parecidos (Sal 32 [33], 3) «tañer bien» o «cantar bien» (bene cantare), lo que Agustín interpreta con toda naturalidad como cantar con arreglo al «ars musicae» 4 . Así pasó a la conciencia de la Iglesia, desde el versículo de un salmo, el deber de buscar la altura artística de la expresión musical en la alabanza de Dios. Hemos intentado acotar con estas reflexiones el contenido literal del texto bíblico y su recepción en la Iglesia. Debemos 3. Biblia de Jerusalén, Bilbao 1980, traducción de La Sainte Bible, Paris 1955, Ps. 47 (46) 8: <>. 4. En. in ps. 32 s l. 8; C Chr. XXXVIII, 253s.
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preguntar ahora qué se sigue de este imperativo bíblico para l; música litúrgica y qué consecuencias comportó para la Iglesia Ese análisis, que obviamente no puede entrar en detalles erudi tos, ha de sopesar cuidadosamente las dos palabras del versículo ambas cargadas de significado y por eso cargadas de historia Traducimos la primera, con cierta imprecisión. por «cantad» En el recorrido desde la palabra hebrea zamir a la formulaciór griega psalate se produjo una evolución cultural y espiritua que fue determinante para toda la historia futura, y también ¡ nosotros tiene que decirnos algo muy concreto. Ya la elecciór de la palabra hebrea presupone un hecho cultural decisivo basado en una orientación religiosa y que marca lo peculiar d( Israel en la historia de oriente próximo y de la humanidad er general. La palabra zamir tiene una raíz que aparece en todm las lenguas antiguoorientales. Significa siempre cantar con < sin acompañamiento instrumental, donde el énfasis está en e canto de un texto que suele apoyarse instrumentalmente, perc que sirve siempre a un determinado contenido5 . El zamir difie· re así claramente de la música cultual orgiástica, que favorec( la embriaguez de los sentidos y arrebata al ser humano para «li· berarlo» extáticamente de la razón y de la voluntad mediante e desenfreno de las sensaciones. Zamir remite, en cambio, a um música acorde con el logos, si cabe hablar así, que acoge l¡ palabra recibida o el hecho verbal y responde a ella alabando < pidiendo, dando gracias o lamentando. La Septuaginta eligié 5. Cf. el artículo extraordinariamente instructivo zmr de Ch. Barth en G J. Botterweck-H. Ringgren (eds.). Theologisches Worterbuch zum Alten Tes tament IL 603-612, col. 605: <> Col. 605s: <>. Col. 611: <>. Sobn el versículo que nos ocupa observa Barth col. 609: «zammeru maskil resultl oscuro en Sal 47, 8>>.
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como traducción la palabra psallein, que para los griegos significó «tañer, pulsar, recorrer con los dedos, sobre todo en referencia al arpa», y en general tocar un instrumento de cuerda, pero nunca cantar6 . La Biblia griega dio a ese término un sentido nuevo e introdujo en consecuencia un cambio cultural. Si psalmós había significado un instrumento de cuerda, designa ahora los cantos de Israel inspirados por la fe. En esta línea, el verbo recibe el significado de «cantar», pero ahora en un sentido definido por la historia cultural y religiosa. El verbo salmodiar es en este sentido una nueva creación verbal de la Biblia, con la que introduce también un nuevo fenómeno en el mundo griego. Expresa un modo de cantar que había encontrado en la tradición orante de Israel su forma musical claramente definida y que Martin Hengel describe en estos términos: «Al no estar fijado el número de sílabas por versículo, no se trata de canto con melodía fijada en sus detalles, sino de un canto recitado que sólo al comienzo y al final de los estiquios permitía los movimientos melódicos» 7 . El análisis del imperativo «psallite» reiterado en los salmos nos permite extraer algunas consecuencias concretas para nuestra pregunta por las premisas bíblicas de la música en la Iglesia: a) Este imperativo recorre toda la sagrada Escritura; es la versión concreta de la llamada a la adoración y a la glorificación de Dios, que la Biblia presenta como la vocación más profunda del ser humano. Esto significa que la respuesta humana correcta a la manifestación de Dios incluye la expresión musical. El mero hablar, el mero callar y el mero obrar no bastan. Ese modo integral de expresión humana de la alegría o la tristeza, de la adhesión o la queja, que se realiza en el canto, es ne6. M. Hengel, Das Christuslied im frühesten Gottesdienst, en W. Baier y otros (eds.), Weisheit Gottes. Weisheit der Welt. Festschrift J. Ratzinger I, St Ottilien 1987, 357-404, cita 387. Ch. Barth, en Theologisches Wiirterbuch zum Alten Testament II, 611, ha criticado esta traducción por cargar el acento unilateralmente en lo instrumental. y hace notar que Jerónimo, en su segunda reelaboración del salterio. escribe «cano>> o <> en lugar de <
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cesario para responder a Dios, que nos afecta en la totalidad de nuestro ser. Hemos visto que la palabra psallite abarca más que nuestra palabra «cantar»; no requiere necesariamente el acompañamiento instrumental, pero contiene por su origen la referencia a los instrumentos que nos traen en cierto modo el sonido de la creación. En todo caso, la trasformación bíblica de esta palabra originó una primacía del canto, es decir, de una música referida a la palabrag. b) El imperativo musical de la Biblia no es, pues, del todo indefinido, sino que remite a una modalidad que la fe bíblica se procuró paulatinamente como la forma adecuada de su expresión. No hay una fe culturalmente indefinida que luego se pueda culturalizar a voluntad. La opción de fe comporta como tal una opción cultural; ella moldea al hombre y excluye como paradigmas otras formas de cultura. La fe crea cultura y no se limita a portarla consigo como un ropaje exterior. Esta premisa cultural, que no es manipulable a discreción y fija su norma a todas las inculturaciones subsiguientes, no es algo rígido ni cerrado. El rango de una cultura se conoce precisamente en su capacidad de asimilación, en su potencial para relacionar e intercambiar, y esto tanto en lo sincrónico como en lo diacrónico: es capaz de afrontar el encuentro con otras culturas de la época y con el desarrollo de la cultura humana en el tiempo. Esta capacidad de intercambio y desarrollo encuentra su expresión en el imperativo recurrente «cantad al Señor un cántico nuevo». Las experiencias de salvación no están sólo en el pasado sino que se repiten constantemente, y exigen por eso el anuncio renovado de la actualidad de Dios, cuya eternidad malentendemos al imaginarla como la fijación en unas decisiones tomadas «antes de la eternidad». Ser eterno significa, por el contrario, ser sincrónico con todo tiempo y antes de todo tiempo. Para los cristianos, el imperativo del cántico nuevo tuvo un sentido muy específico. Vieron en él la invitación a la síntesis del antiguo testamento en el nuevo, a la trasposición cristológi8. Datos interesantes en H. Gese, Zur Geschichte der Kultsiinger am zweiten Tempel, en Id .. Vom Sinai zum Sion, München 2 1984. 147-158.
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ca de los salmos. Los salmos todá, partiendo de la fe de Israel, habían alumbrado un tipo de oración que conducía por dinámica interna a la novedad de la nueva alianza 9 . El esquema de estos salmos incluye la petición en trance extremo, la suspensión en el abismo de la muerte, el voto de pregonar la gesta de Dios en caso de liberación y el cumplimiento del voto celehrándola ante el pueblo para dar gracias y hacer que todos conozcan el poder misericordioso de Dios. Este esquema se concretaba con los diversos modos de salvación que daban pie al nuevo cántico. Pero lo realmente nuevo, mera esperanza hasta el momento, se ha realizado ahora en el misterio de Jesucristo. El «cántico nuevo» ensalza su muerte y su resurrección, y anuncia así al mundo entero la nueva gesta de Dios: él mismo descendió a la miseria del hombre y al foso de la muerte; él nos estrechó a todos con los brazos extendidos en la cruz y nos elevó al Padre como Resucitado, salvando el abismo de la separación infinita entre el creador y la criatura, que sólo el amor crucificado puede traspasar. El antiguo cántico se torna nuevo, y hay que cantarlo renovadamente. Este proceso de renovación no anuló la opción cultural básica de la fe, su premisa cultural, sino que la abrió más, pero le dio a la vez un perfil más claro. Los primeros siglos cristianos nos hacen asistir a una lucha dramática por la idea correcta de la relación entre la apertura de lo nuevo y la forma cultural irrevocable que pertenece a la esencia misma de la fe. Esta lucha tuvo que ser tanto más apasionada por cuanto el tránsito -impulsado por Dios- del cántico antiguo al nuevo, de la versión profética a la versión cristológica de los salmos, coincidió con el paso histórico desde la cultura semítica a la griega, de forma que con el cambio cultural había que resolver muy concretamente la cuestión del fondo irrenunciable y la cuestión de la posibilidad de darle nueva figura. Martín Hengel ha mostrado la estrecha relación de esta lucha cultural con el desarrollo de la cristología, hasta coincidir con él. Volveremos sobre ello, pero conviene completar antes el análisis del versículo 10 • 9. Cf. H. Gese, Psalm 22 und das Neue Testament, en ibid., 180-201; Id., Die Herkunft des Herrenmahls, en Id., Zur biblischen Theologie, München 1977, 107-127. 1O. Cf. el trabajo mencionado en n. 6.
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e) Hemos intentado ya, en cierta medida, acotar el significado de la segunda palabra del versículo que nos ocupa. Hemos circunscrito sustancialmente su alcance en las dos versiones «sapienter» y «cum arte». Hemos constatado que el sentido de «sapienter» va en la misma dirección que el sesgo semántico dado por el antiguo testamento griego al verho psallere. La ex· presión «canto sapiencial» sugiere un arte referido a la palabra, pero a una palabra alejada del sentido racionalista superficial, que implica la comprensibilidad atemporal de todas las palabras. Designa lo que podemos llamar con la Iglesia antigua una música acorde con el Lagos: al Dios que es Palabra creadora y dispensadora de sentido desde el principio y para cada vida, corresponde un arte que está bajo la primacía dellogos, que integra por tanto la complejidad de la esencia humana partiendo de sus fuerzas morales y psíquicas supremas, pero que trasporta también el espíritu, desde la estrechez racionalista y voluntarista, a la sinfonía de la creación. ' La segunda versión, «cum arte», venía a decirnos que el en~ cuentro con Dios desafiaba la máxima capacidad del hombre. Este sintoniza con la grandeza de Dios cuando, en la medida de sus posibilidades, da también a su respuesta toda la dignidad de lo bello, la altura de un verdadero «arte». Hay que recordar a este respecto la teoría del arte que desarrolla el libro del Exodo a propósito de la construcción del santuario 11 • Tres elementos son esenciales en ella. Los artistas no inventan lo que pueda ser bello y digno de Dios. El ser humano es incapaz de inventar por su cuenta. Dios mismo comunica en detalle a Moisés la forma del santuario. La creación artística copia lo que Dios mostró como modelo. Esa creación presupone la visión interior del prototipo; es el traslado de una intuición a una figura. La creación artística, tal como la ve el antiguo testamento, es radicalmente distinta de lo que entiende por creatividad el pensamiento moderno. Hoy se 11. Ex 35-40. Es interesante el paralelismo entre la construcción del santuario Ex 40, 16-33 y el relato sacerdotal de la creación Gén 1, l-2, 4a; los siete días de la creación encuentran una correspondencia en la séptupla repetición de la frase «como había ordenado el Señor a Moisés>>; Gén 2, 1ss tiene eco en Ex 40, 33: «Así acabó la obra Moisés>>, a la que sigue la teofanía (en correspondencia con el sábado después de los siete días de la creación).
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llama creatividad la fabricación de lo nunca hecho o pensado por otro, la invención de lo totalmente personal y totalmente nuevo. Creación artística en el sentido del Exodo es, en cambio, un participar en la intuición de Dios, participar en su obra creadora; un poner de manifiesto la belleza oculta que late ya en la creación. Esto no mengua la dignidad del artista, sino que la fundamenta. Así, leemos también que el Señor «llamó por su nombre» a Besale!, el artista director en la construcción del santuario (Ex 35, 30). Para el artista vale la misma fórmula que para el profeta. El Exodo presenta además a los artistas como personas dotadas por Dios de habilidad y destreza para ejecutar los diversos trabajos que él había ordenado (36, 1). El tercer elemento es la buena disposición, el «corazón que impulsa» a tales personas (36, 2). La Biblia no aplica expresamente a la música, que yo sepa, lo que el Exodo dice sobre las artes plásticas 12 ; pero ya el hecho de que, al final, el salterio fuera atribuido íntegramente al rey David implica una valoración análoga: David es el rey que dio morada a Dios en Israel sobre el monte santo; es el refundador del culto, precisamente al brindar al pueblo santo el modo de alabar a Dios dignamente. Así, el «bene cantare» de los salmos encierra para la música de Iglesia todo lo que el antiguo testamento tiene que decir sobre el arte, su necesidad, su esencia y su dignidad. 3. La recepción del esquema bíblico en la vida litúrgica de la Iglesia De este modo hemos llegado de nuevo al tema de la recepción de todo esto en el nuevo testamento y, por tanto, al tema del significado permanente de estos esquemas bíblicos para la música de la Iglesia. Hemos señalado ya que la Iglesia ve en Cristo -el verdadero David- al autor real de los salmos, y asume así el devocionario y cancionero de la antigua alianza, en una nueva hermenéutica, como su principal libro litúrgico. Con 12. El trabajo de H. Gese mencionado en n. 8 da a entender el elevado rango teológico que otorgó el antiguo testamento a la música cultual. Referencias útiles también en P. M. Ernetti, Principifilosofici e teologici de/la Musica 1, Roma 1980.
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el texto recibe la manera de cantar, la opción cultural que se había producido en la formación de la salmodia. Ve en los salmos el modelo que debe orientar el cántico nuevo. Así lo indica la norma que da la primera Carta a los corintios para la asamblea: «Cuando os reunís, cada cual aporta algo: un canto (psalmón), una enseñanza, una revelación, hablar en lenguas o traducirlas; pues que todo resulte constructivo» (14, 26). La celebración comienza con el canto que Pablo llama «salmo», definiéndolo así en su figura musical y teológica 13 . Para la valoración del arte en la Iglesia apostólica es importante el hecho de que el canto, precisamente como don espiritual, aparezca junto a la enseñanza, la glosolalia, la profecía y la traducción. Sabemos por Plinio que, a principios del siglo II, la glorificación de Cristo en su divinidad mediante el canto integraba el núcleo del culto cristiano; y cabe recordar el prólogo de Juan y el himno de la Carta a los filipenses como prototipos de esos cantos 14 . El desarrollo inicial de la cristología, su conocimiento cada vez más profundo del ser divino de Cristo, aconteció fundamentalmente en los cantos de la Iglesia, en la fusión de teología, poesía y música. Intervino aquí, con todo, un factor retardatario que es de gran importancia para nuestras reflexiones. El desarrollo de los cantos cristológicos al tiempo que se producía el alejamiento del mundo semítico, comportaba el riesgo de una aguda helenización del cristianismo, es decir, de despojo de su ser propio como cultura y fe. La fascinación de la música griega y del pensamiento griego favoreció un alejamiento de la fe por la vía de la música; la nueva música, en efecto, pasó a ser una parcela del gnosticismo; incluso se llegó a equiparar nueva música y gnosticismo. Por eso, muy pronto, la Iglesia prohibió rigurosamente la innovación poética y musical, y redujo la música sagrada al salterio; y esto, en un doble significado: primero, la teología del salterio bastaba y constituía el criterio para el contenido de la fe eclesial; segundo, el estilo musical propio del salterio pasó a ser la norma eclesial para el futuro. Estas restricciones del canto litúrgico impuestas gradualmente desde el siglo 11 cristalizaron en 13. Cf. M. Henge1, Das Christuslied imfrühesten Gottesdienst, 387. 14. Jbid., 382s.
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el canon 59 del sínodo de Laodicea (364 ), que prohíbe el uso de «salmos privados y escritos no canónicos» en el culto divino. El canon 15 reserva además el canto de salmos al coro de cantores, mientras que «los otros no deben cantar en la Iglesia». En forma parecida se expresan algo más tarde las Constituciones apostólicas 15 • Quizá haya que lamentar esta fase de angostamiento temporal y la pérdida que se produjo con la eliminación de la poesía cristiana primitiva; pero este proceso era históricamente inevitable para afirmar la identidad cultural de la Iglesia y, con ella, su identidad en la fe. Sólo así pudo llegar a ser una nueva fuente de creatividad cultural que ya en el siglo III renació en Alejandría con nueva pujanza y nos brindó luego toda la espléndida inspiración cultural nacida de la fe en los siglos siguientes. La fe de la Iglesia llegó a ser, precisamente en el ámbito de la música, mucho más creativa que en todas las otras esferas culturales, debido en parte a que siguió siempre los esquemas bíblicos para su expresión artística y aprendió con el tiempo a bucear en su riqueza interna. La oración cantada, sobre todo en las tres formas del coral gregoriano, la gran polifonía de principios de la época moderna y el canto de Iglesia, glosó y concretó este modelo sin reducir sus posibilidades de futuro . .
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4. Consecuencias para el presente Al final queda la pregunta: ¿qué significa todo esto para la situación actual de la fe y el arte? Nadie puede dar de momento una respuesta exhaustiva. Sólo hay algunos referentes que pueden enseñar a distinguir gradualmente entre caminos y vías muertas para favorecer la praxis diaria de la vida litúrgica, por una parte, y mostrar, por otra, el ámbito donde esta vida puede desplegarse de modo fructífero. Hemos partido de la esquizofrenia existente en el arte moderno entre el pop y un esteticismo elitista. Uno y otro marcan los límites cuyo franqueo indica que la música abandona la cultura de la fe y deja de ser música inspirada por la palabra de Dios y puesta a su servicio. 15. /bid.• 366-370.
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a) Contra el esteticismo autónomo
Es incompatible con los esquemas bíblicos, en primer lugar, ese esteticismo a ultranza que excluye del arte cualquier función de servicio: el arte tiene su finalidad propia y sólo puede contemplarse dentro de su propia normativa. Esta pretensión mantenida de modo consecuente lleva por necesidad a la anarquía nihilista y genera unas parodias nihilistas del arte, pero no una nueva creatividad. La filosofía que opera en el esteticismo niega la condición creatural del ser humano e intenta alzarlo a la condición de creador puro. Lleva así a la falsedad, a la contradicción con su esencia; y la falsedad impulsa a la disolución de lo creativo. Hemos tocado ya antes, brevemente, la problemática del concepto moderno de creatividad, que resume en forma concentrada el problema antropológico de la edad moderna. El giro idealista de la filosofía supone que el espíritu humano no es ya primariamente receptivo: no recibe, sino que es sólo productivo 16. En el radicalismo existencialista de este enfoque, nada tiene sentido previamente a la existencia humana. El hombre viene de una facticidad opaca y ha sido lanzado a una libertad irracional. Se convierte así en creador puro; su creatividad es arbitraria y, por eso, vacía. Según la fe cristiana, por el contrario, la esencia del hombre procede del «arte» de Dios, es una parte de ella y puede, percibiendo a Dios, concebir e intuir con él ideas creativas y traducirlas a lo visible y lo audible. Así las cosas, el servicio no es ajeno al arte, y sólo sirviendo a lo supremo es realmente arte. La música no deriva en una heteronomía cuando alaba a Dios y lo alaba «en la gran asamblea» (Sal 22 [21] 26). Al contrario, sólo esta disposición permite a la música renovarse constantemente. Esta es la prueba de la verdadera creatividad: que el artista salga del círculo esotérico y sepa plasmar su intuición de forma que los otros -los muchos- puedan percibir lo que él ha percibido. Siguen válidas las tres condiciones del arte verdadero mencionadas en 16. Cf. una caracterización del idealismo trascendental frente a la esencia de la interioridad cristiana en H. Kuhn, Romano Guardini - Philosoph der Sorge, St. Ottilien 1987, 47; también 80.
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el Exodo: el artista debe ser impulsado por su corazón; debe tener conocimiento, es decir, ser un virtuoso; y debe haber percibido lo que el Señor mismo le mostró. b) Contra el pragmatismo pastoral autónomo
Si el elitismo estético es incompatible con la misión de la música de Iglesia, también lo es el pragmatismo pastoral que busca sólo el éxito. Cuando en una conferencia anterior sobre «liturgia y música de Iglesia» señalaba yo la incompatibilidad del roek y el pop con la liturgia eclesial 17 , alzaron la voz todos aquellos que se sentían obligados a demostrar una vez más su actitud progresista. Apenas he oído verdaderos argumentos al respecto. Pero mis referencias valían fundamentalmente para la música rock, cuya oposición antropológica radical a la imagen del hombre y a la vocación cultural de la fe han aclarado ya otros detalladamente y con gran competencia !8. Sólo me referí al pop de pasada, y por eso mis palabras pudieron adolecer de falta de fundamentación. El pop -lo dijimos ya- pretende ser música popular frente a la música elitista. Y es comprensible la pregunta: ¿no es eso lo que necesitamos? ¿no ha sido siempre la Iglesia el hogar de la música popular? ¿no se ha renovado siempre su expresión musical noble a partir del suelo nutricio de la música popular? Debemos ser rigurosos en el análisis. El pueblo al que se refiere el pop es la sociedad masificada. La música popular en sentido originario, en cambio, es expresión musical de una comunidad sin fronteras, aglutinada por la lengua, la historia y el modo de vida, que elabora y configura sus experiencias por medio del canto: las experiencias hechas con Dios, las experiencias del amor y del sufrimiento, de nacimiento y muerte como participación en la naturaleza. Su modo de plasmación musical puede calificarse de ingenuo, pero viene de un contacto origi17. Cf. el siguiente trabajo, especialmente 158ss. 18. Los argumentos esenciales están expuestos con precisión en M. Basilea Schlink, Rockmusik - woher, wohin?, Darmstadt-Eberstadt 1989; bibliografía. Cf. también U. Baumer, Wir wollen nur deine Seele, Bielefeld 4 1986.
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nario con las experiencias básicas de la existencia humana, y es por eso una expresión de la verdad. Su ingenuidad pertenece a ese modo de simplicidad que puede dar lugar a la grandeza. La sociedad masificada es algo muy diferente de la comunidad de vida que sustentó la música popular en sentido antiguo y original. La masa como tal no conoce experiencias de primera mano, sino experiencias reproducidas y estandarizadas. Por eso la cultura de masas se orienta a la cantidad, a la producción y al éxito. Es una cultura de lo mensurable y lo vendible. En esa cultura se inscribe el pop. Es -como ha formulado Calvin M. Johansson- el espejo de lo que es esta sociedad: la materialización musical del kitsch 19 . Nos llevaría demasiado lejos glosar aquí los excelentes análisis de Johansson, a los que me remito expresamente. Se hace popular, en el sentido del pop, algo que tiene demanda. Se fabrica pop en una producción industrial como se fabrica mercancía técnica en un sistema totalmente inhumano y dictatorial, según expresó Paul Hindemith 20 . Para la melodía, la armonía, la orquestación, etc., el pop cuenta con especialistas propios que montan el conjunto conforme a las leyes del mercado. «La característica fundamental de la música pop es la estandarización», observa Adorno 21 . Y Arthur Korb, cuyo libro How to Write Songs That Sell ya es bastante revelador en el título, constata con franqueza que la música popular «Se escribe y se produce primariamente para ganar dinero» 22 . Por eso hay que ofrecer lo que a nadie disgusta y a nadie exige en el fondo, conforme al lema «dame lo que ahora deseo sin costes, sin trabajo, sin esfuerzo». Por eso Paul Hindemith habló de «lavado de cerebro» a propósito de la presencia constante de este 19. C. M. Johansson, Music and Ministry. A Biblical Counterpoint, Peabody Massachusetts 1984, 50. Me referiré expresamente a esta obra fundamental y muy ponderada en su posición, aunque poco atentida hasta ahora en Alemania. 20. P. Hindemith, A Composer's World, Cambridge 1952, 126; citado según C. M. Johansson, Music and Ministry, 51. 21. Según C. M. Johansson, Music and Ministry, 52. 22. A. Korb, How to Write Songs That Se/1, Boston 1957, 8; C. M. Johansson, Music and Ministry, 53. Cf. también H. Bryce, How To Make Money Selling the Songs You Write, New York 1970.
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género de ruido que apenas cabe llamar música; Johansson añade que nos incapacita gradualmente para escuchar, para oír; nos vuelve musicalmente inconscientes 23 . ¿Hace falta mostrar aún en detalle que este enfoque es incompatible con la cultura del evangelio, el cual intenta rescatarnos de la dictadura del dinero, de la producción, de la mediocridad, y llevarnos a la disciplina de la verdad, que precisamente el pop rechaza? ¿es un éxito pastoral dejarnos llevar por el vendaval de la cultura de masas y hacernos así corresponsables de la reducción del hombre a la minoría de edad? El medio de comunicación y su contenido deben guardar entre sí una relación congruente y que tenga sentido. Pero este medio -dice Johansson- mata el mensaje: «kills the message» 24 . La trivialización de la fe no es una nueva inculturación, sino la negación de su cultura y la prostitución con la incultura. e) Apertura al mañana dentro de la continuidad de la fe
Reconozcamos que en el espacio intermedio entre el elitismo estético y la cultura industrial de masas, la fe y su cultura tienen una difícil posición. Difícil porque el hombre mismo y el arte se mueven con dificultad en esta circunstancia y apenas pueden sostenerse. Cierto que no necesitamos hoy imponemos una disciplina tan severa como la que ejerció la Iglesia frente a la tentación gnóstica en los siglos 11 y III, prescribiendo con exclusividad la música de los salmos. No lo necesitamos ya porque disponemos de un caudal infinitamente mayor de música acorde con la fe, y ese caudal permite en cualquier momento la actualización y el desarrollo creativo. Habría que practicar sin duda una gran tolerancia en los márgenes, en las zonas de transición a los dos polos opuestos de una música litúrgicamente adecuada. Pero hoy no es posible una salida sin el coraje para la austeridad y la resistencia. Sólo de este coraje puede brotar una nue23. P. Hindemith, A Composer's World, 211-212; C. M. Johansson, Music and Ministry, 49: «We become musically comatose>>. 24. /bid., 55, como resumen de un análisis de la orientación espiritual del mensaje cristiano, por una parte, y del pop por otra.
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va creatividad. De lo que estamos seguros es de que la potencia creadora de la fe alcanza hasta el final de los tiempos: hasta recorrer todas las dimensiones del ser humano. Quiero poner fin a mis reflexiones con una sentencia del papa san Gregorio Magno, sentencia que formula en forma extraordinariamente bella y convincente, a mi juicio, el justo medio espiritual de la música litúrgica. Dice Gregorio: «Si el canto de la salmodia sale de la intimidad del corazón, a través de él el Señor todopoderoso encuentra acceso al corazón, para derramar en los sentidos atentos los misterios de la sabiduría o la gracia de la contrición. Así está escrito: 'El canto de alabanza me honra, y este es el camino para mostrarle al hombre la salvación de Dios' (Sal 50, 23). Donde el latín dice salutare, salvación, el hebreo dice Jesús. Por eso, el canto de alabanza abre un acceso donde Jesús puede manifestarse, pues cuando la salmodia desata la contrición, nace en nosotros una vía al corazón, al final de la cual llegamos a Jesús ... » 25 . Este es el servicio supremo de la música, que no pierde por eso su grandeza artística sino que la colma: la música despeja el obstruido camino del corazón, del centro de nuestro ser, donde nos encontramos con el ser del Creador y Redentor. Cuando esto se logra, la música es la vía que conduce a Jesús, el camino donde Dios muestra su salvación 26 •
25. Hom. in Ez 1 hom. l. 15 PL 76,793 A-B. 26. La publicación de este trabajo coincidió con la aparición el año 1990, en Piemme, de la obra de Gianfranco Ravasi, ll canto del/a rana. Musica e teología nella Bibbia. Una primera parte del libro (p. 7-50) contiene poemas de D. M. Turoldo con el título <>; en la segunda parte (p. 51-163), el conocido exegeta D. M. Ravasi trata de música y teología en la Biblia: de <>, y del silencio de la música; aborda finalmente, con el título <>, la iconografía musical. El autor hace una exposición de la música en la Biblia partiendo del versículo que nos ocupa (47, 8), cuya traducción <> (<>) fundamenta, entre otros apoyos, remitiendo al comentario de H. J. Kraus. La obra, escrita con brillantez, es una fuente de conocimientos que recomiendo vivamente al lector.
La imagen del mundo y del hombre en la liturgia y su expresión en la música de la Iglesia
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La liturgia y la música estuvieron hermanadas desde el principio. Cuando el ser humano alaba a Dios, no basta la mera palabra. Hablar con Dios es algo que sobrepasa los límites del lenguaje humano; por eso ha recabado siempre y por esencia la ayuda de la música: el canto y las voces de la creación en el sonido de los instrumentos. Porque la alabanza de Dios no es algo exclusivo del ser humano. Dar culto a Dios es sumarse a lo que todas las cosas pregonan. A pesar del estrecho vínculo que une la liturgia con la música, su relación ha sido siempre difícil, sobre todo en las épocas de transición histórica y cultural. Por eso no es extraño que hoy se debata de nuevo la cuestión de la forma correcta de la música en la celebración litúrgica. Pareció que las disputas del concilio y posteriores a él abordaban el tema como un antagonismo entre los pastoralistas y los músicos; los segundos se resistían a someterse totalmente a las directrices pastorales e hicieron valer la dignidad intrínseca de la música como un elemento pastoral y litúrgico de rango propio 1• Pareció que el debate se movía fundamentalmente en el plano de la aplicación práctica. Pero hoy la fisura se ha agrandado. La segunda ola de reforma litúrgica impulsa las cuestiones hasta los fundamentos mismos. Se trata aquí de la esencia del acto litúrgico como tal, de sus bases antropológicas y teológicas. El debate en torno a la música de Iglesia remite a otra cuestión más profunda: qué es el culto divino. l. Cf. J. Ratzinger, Das Festdes Glaubens, Einsiedeln 1981,86-111.
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l. ¿Superar el concilio? Una nueva concepción de la liturgia
La nueva fase de la reforma litúrgica no busca ya su fundamento en la letra del concilio Vaticano II, sino en su «espíritu». Utilizo aquí como texto sintomático el denso y diáfano artículo sobre canto y música en la Iglesia que trae el Nuevo diccionario de liturgia. El artículo no niega en modo alguno el elevado rango artístico del coral gregoriano o de la polifonía clásica. No trata siquiera de reivindicar la actividad comunitaria frente al arte elitista. El tema desarrollado tampoco es el rechazo de una congelación histórica que se limita a copiar el pasado y queda sin presente ni futuro. Se trata de una nueva idea de la liturgia con la que el artículo pretende superar el concilio, cuya constitución sobre la liturgia entraña «dos almas» diferentes 2. Intentemos brevemente conocer esta visión en sus principales rasgos. El punto de partida de la liturgia -dice el artículoestriba en la reunión de dos o tres personas en nombre de Cris- • to3. Esta referencia a la promesa del Señor en Mt 18, 20 parece al pronto inocente y tradicional; pero cobra un aire revolucio- . nario aislando el texto bíblico y contrastándolo con toda la tra- • dición litúrgica. Porque los «dos o tres» aparecen ahora contrapuestos a una institución con sus roles institucionales y a todo lo que sea «programa codificado». Esa definición significa entonces que la Iglesia no es anterior al grupo, sino que éste precede a la Iglesia. No es la Iglesia en su generalidad lo que sustenta la liturgia de cada grupo o comunidad, sino que el grupo mismo es el lugar genético de la liturgia. Por eso, la liturgia tampoco dimana de un proyecto común, de un «rito» (que ahora se convierte, como «programa codificado», en imagen de la falta de libertad); nace en cada punto y lugar de la creatividad de los congregados. El sacramento del presbiterado se presenta en este lenguaje sociológico como un rol institucional que logró 2. F. Rainoldi-E. Costa jr., Canto y música, en D. Sartore-A. M. Triacca (eds.), Nuevo diccionario de liturgia, Madrid 3 1997, 272b-298a << .. .los documentos del Vaticano 11 revelan la existencia de dos almas ... >>; 289a: <>. 3. /bid., 273b.
La imagen del mundo y del hombre en la liturgia
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un monopolio y, a través de la institución (la Iglesia), deshizo la unidad y comunidad del grupo 4 . El artículo sostiene que en esta constelación la música pasó a ser, lo mismo que el latín, un lenguaje para iniciados, «el lenguaje de otra Iglesia, que es la institución y su clero»5. El hecho de aislar Mt 18, 20 del conjunto de la tradición bíblica y eclesial sobre la oración común de la Iglesia tiene aquí, como hemos visto, unas consecuencias de largo alcance: de la promesa que el Señor hace a los orantes de todos los lugares se infiere la dogmatización del grupo autónomo. La oración en común se erige en un igualitarismo ante el cual el ministerio espiritual significa la aparición de otra Iglesia. Todo proyecto basado en la totalidad es, en esta perspectiva, una traba que es preciso romper en aras de la novedad y libertad de la celebración litúrgica. La forma decisiva no es ya la obediencia a un todo integral, sino la creatividad del instante. Es evidente que el uso del lenguaje sociológico comporta aquí la adopción de determinadas valoraciones; el entramado de valores creado por el lenguaje sociológico propicia una nueva visión de la historia y del presente, en sentido negativo y positivo. Conceptos tradicionales (también conciliares), como «tesoro de música sagrada», «el órgano, rey de los instrumentos» y «Universalidad del coral gregoriano» aparecen entonces como «mistificaciones» destinadas a «conservar una determinada forma de poder» 6 . El artículo sostiene que una cierta administración del poder se siente amenazada por los procesos de trasformación cultural y reacciona enmascarando su afán de auto4. /bid., 283a. 5. /bid., 279b: <>. 6. /bid., 275a: <>; cf. 287b y 283a.
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conservación con el nombre de amor a la tradición. El coral gregoriano y Palestrina son, en esta línea, las deidades protectoras de un viejo repertorio mitificado 7, elementos de una contracultura católica que se apoya en arquetipos remitizados y supersacralizados8; con ello, la liturgia histórica de la Iglesia es más la representación de una burocracia cultual que la acción coral del pueblo\1. El contenido del motu proprio de Pío X sobre la música de Iglesia es calificado en el artículo como «ideología culturalmente miope y teológicamente vana de una música sagrada» 10 . No estamos sólo ante un sociologismo, sino ante una separación total entre el nuevo testamento y la historia de la Iglesia, separación asociada a una teoría de la decadencia típica de muchas situaciones de ilustración: sólo en los inicios jesuáticos está lo puro; el resto de la historia es una «aventura musical con experiencias desorientadas y alocadas» a las que es preciso «poner fin» para volver al camino recto 11 . Pero ¿qué perfil ofrece esto que se presenta como nuevo y mejor? Los esquemas orientadores están ya sugeridos; veamos ahora su concreción. El artículo formula claramente dos valores fundamentales. El «valor primario» de una liturgia renovada es «la actuación de las personas (todas) en plenitud y autenticidad» 12 . La música de Iglesia significa, según esto, que el «pueblo de Dios» manifiesta su identidad cantando. Esto implica ya el segundo valor operante: la música aparece como un factor que produce la cohesión del grupo; los cantos consabidos son, en cierto modo, la señal distintiva de una comunidad 13 . De aquí se desprenden las principales categorías en la configuración musical del culto: el proyecto, el programa, la animación, la dirección. Más importante que el «qué» es el cómo 14 . Saber celebrar es, sobre todo, «saber hacer»; la música hay que «hacer7. 8. 9. 1O. 11. 12. 13. 14.
/bid., /bid., /bid., /bid., /bid., /bid., /bid., /bid.,
287b. 284b. 282b. 288a. 289b. 288b. 296a. 296a.
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la ... » 15 . Para no ser injusto, debo añadir que el artículo está por la total comprensión con las distintas situaciones culturales y deja un espacio abierto para la asimilación del patrimonio histórico. Y, sobre todo, subraya el carácter pascual de la liturgia cristiana, cuyo canto no sólo constituye la identidad del pueblo de Dios, sino que debe dar cuenta de la esperanza y mostrar a todos el rostro del Padre de Jesucristo 16 . Así, dentro de la gran ruptura, el artículo respeta algunos elementos de continuidad que posibilitan el diálogo y hacen esperar que sea posible reencontrar la unidad en la idea básica de la liturgia; al aparecer el grupo y no la Iglesia como raíz de la liturgia, esa unidad corre el riesgo de desaparecer, no sólo en la teoría sino en la práctica cultual concreta. No me detendría en todo esto con tanto detalle si creyera que tales ideas sólo eran profesadas por algunos teóricos. Es evidente que no pueden apoyarse en el texto del concilio Vaticano 11; pero en muchos centros litúrgicos y en sus órganos informativos se estima que el espíritu del concilio apunta en esta dirección. Una opinión demasiado extendida va hoy en la línea de lo que he descrito: la creatividad, la actuación de todos los presentes y la referencia a un grupo cuyos miembros se conocen y comunican son las auténticas categorías de la idea conciliar de la liturgia. No sólo los sacerdotes, a veces hasta los obispos tienen la impresión de no ser fieles al concilio si oran con arreglo al misal; han de introducir al menos una fórmula «creativa», por trivial que sea. El saludo civil de los asistentes y, a ser posible, también los mejores deseos en la despedida, son ya partes obligadas de la celebración litúrgica que nadie se atreve a eludir. 2. El fundamento filosófico del esquema y sus puntos débiles
Pero con todo lo anterior no hemos tocado aún el núcleo del cambio producido en la jerarquía de valores. Todo ello se sigue 15. Ihid., 297b: « ... los miembros de la asamblea creyente, y sobre todo los animadores del rito ... sepan conquistar... esa capacidad fundamental que consiste en saber celebrar, es decir, en saber actuar... >>. 16. /bid .. 289b.
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de la primacía del grupo sobre la Iglesia. ¿Y por qué esta primacía? La causa es que la Iglesia queda inscrita en el concepto general de «institución», y ésta denota, en el tipo de sociología aquí asumido, una cualidad negativa. Encarna el poder, y el poder es considerado como lo opuesto a la libertad. La fe ( «seguimiento de Jesús») es concebida como un valor positivo. debe acompañar a la libertad y por eso ha de ser fundamentalmente antiinstitucional. En consecuencia, el culto divino tampoco puede ser apoyo o parte integrante de una institución, sino que ha de ser una fuerza antitética que ayude a derribar del trono a los poderosos. La esperanza pascual de la que la liturgia ha de dar testimonio puede convertirse, con este punto de partida, en una esperanza terrena. Viene a ser la esperanza de superación de las instituciones y un medio de lucha contra el poder. El que lea los textos de la misa nicaragüense podrá hacerse una idea de esta desviación de la esperanza, y del nuevo realismo que adquiere aquí la liturgia como instrumento de un ideal militante. Puede observar también la relevancia que cobra la música en la nueva concepción. La capacidad de agitación de los cantos revolucionarios despierta un entusiasmo y una convicción que una simple liturgia hablada no puede generar. Aquí ya no hay hostilidad hacia la música litúrgica; ésta ejerce un nuevo papel, insustituible, en activar las fuerzas irracionales y el impulso comunitario que se persigue. La música litúrgica es, además, una formación de la conciencia, porque lo cantado va poco a poco impregnando el espíritu con mucha mayor eficacia que lo hablado o pensado. Por lo demás, la liturgia de grupo rebasa aquí, con toda intención, la frontera de la comunidad local: mediante la reforma litúrgica y su música surge una nueva solidaridad que da origen a un pueblo nuevo; este pueblo se autodenomina pueblo de Dios, pero con el nombre de Dios se designa a sí mismo y expresa las propias energías históricas realizadas. Volvamos al análisis de los valores determinantes en la nueva conciencia litúrgica. Están, ante todo, el signo negativo del concepto de institución y la consideración de la Iglesia exclusivamente en este aspecto sociológico y, dentro de él, ni siquiera desde una sociología empírica, sino desde la óptica propia de los denominados «maestros de la sospecha». Es evidente que
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estos maestros hicieron su labor a fondo y formaron un estado de conciencia general que sigue influyendo aún en aquellos que ignoran su origen. Pero la sospecha no tendría una fuerza tan explosiva si no estuviera acompañada de una expectativa cuya fascinación es casi irresistible: la idea de la libertad como verdadero parámetro de la dignidad humana. En este sentido, la cuestión del concepto justo de libertad constituye el núcleo del debate. La disputa en torno a la liturgia es reconducida así, desde las cuestiones superficiales de forma, a su núcleo, ya que la liturgia versa en realidad sobre la presencia de la redención, sobre el acceso a la verdadera libertad. En esta franquía del núcleo radica sin duda lo positivo de la nueva disputa. Ha quedado claro, a la vez, de qué adolece hoy la cristiandad católica. Si la Iglesia sólo aparece como institución, como soporte de poder y, consiguientemente, como adversaria de la libertad, como obstáculo de la redención, entonces vive en pura contradicción. Porque la fe, por un lado, no puede prescindir de la Iglesia y, por otro, está radicalmente contra ella. Aquí reside también la paradoja realmente trágica de esta tendencia reformista. Porque la liturgia sin Iglesia es una contradicción. Si todos actúan para que todos sean sujetos, al desaparecer el sujeto común, que es la Iglesia, desaparece también el verdadero agente en la liturgia. Porque se olvida que la liturgia debe ser el opus Dei, donde Dios mismo actúa primero y nosotros, al actuar él, somos redimidos con su acción. El grupo se celebra a sí mismo y, en consecuencia, no celebra nada. Porque él no es ningún fundamento de celebración. Por eso la actividad general degenera en tedio. No acontece nada si está ausente aquel a quien todos esperan. Entonces es muy lógico el paso a objetivos más concretos, como los que se reflejan en la misa nicaragüense. Hay que preguntar, por tanto, en serio a los defensores de este ideario si la Iglesia es realmente mera institución, burocracia cultual, aparato de poder. Si no logramos superar incluso afectivamente estas ideas y volver a ver la Iglesia con otros ojos, la liturgia no se renueva; los muertos enterrarán a los muertos, y a eso llamarán reforma. Tampoco habrá, obviamente, una música de Iglesia, porque ella es el sujeto y la Iglesia ha desaparecido. Ni se podrá hablar, en rigor, de liturgia, porque ésta presupone
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una Iglesia; lo que queda son rituales de grupo que utilizan instrumentos músicos con más o menos habilidad. Si la liturgia ha de sobrevivir o renovarse, es elemental que la Iglesia sea descubierta de nuevo. Y añado: si es preciso superar la alienación del ser humano y reencontrar su identidad, es imprescindible que él reencuentre la Iglesia, que no es una institución hostil al hombre sino ese nuevo «nosotros» que proporciona el fundamento y el cobijo al yo. Sería saludable volver a leer en este contexto, con toda radicalidad, el escrito con el que Romano Guardini, el gran pionero de la renovación litúrgica, puso fin a su obra literaria en el último año conciliar 17 . Lo compuso, como señala él mismo, con preocupación por la Iglesia y por amor a ella; conocía muy bien su condición humana y sus peligros; pero había aprendido a descubrir en la condición humana de la Iglesia el escándalo de la encarnación de Dios, había aprendido a ver en ella la presencia del Señor que hizo de la Iglesia su cuerpo. Sólo así hay una sincronía de Jesucristo con nosotros. Y sólo con esta sincronía hay una liturgia real que no sea mero recuerdo del misterio pascual, sino su verdadero presente. Y sólo así, en fin, la liturgia es participación en el diálogo trinitario entre el Padre, el Hijo y el Espíritu santo; sólo así no es un «hacer» nuestro, sino un opus Dei: acción de Dios en nosotros y con nosotros. Por eso recuerda Guardini que la liturgia no consiste en hacer algo, sino 17. R. Guardini, Die Kirche des Herrn. Meditationen, Würzburg 1965. Guardini, p. 17ss, toma posición asimismo respecto a la 'apertura' ya en marcha, que él aprueba, pero proponiendo a la vez su criterio interno: << ... ojalá que el proceso de nuestro presente no lleve a una superficialización o debilitamiento de la Iglesia, sino que haya siempre una clara conciencia de que la Iglesia es 'misterio' y 'roca'>> (p. 18). Comenta brevemente los dos conceptos y relaciona el concepto de <> con la verdad, cuyo imperativo exige que la Iglesia <>: <
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en ser. La idea de que la actividad general es el valor central de la liturgia es la antítesis más radical de la concepción litúrgica de Guardini. En realidad, la actividad general de todos no sólo no es el valor fundamental, sino que, como tal, no es un valor en absoluto 18 . Renuncio a profundizar más en estas cuestiones: debemos ceñirnos a encontrar el punto de partida y el criterio para la verdadera correlación de liturgia y música. Desde esta perspectiva es fundamental el principio de que el verdadero sujeto de la liturgia es la Iglesia, concretamente la «communio sanctorum» de todos los lugares y todos los tiempos. De este principio se sigue, como señaló Guardini en su temprano escrito Formación litúrgica, que la liturgia queda a salvo de la arbitrariedad del grupo y del individuo (también de los clérigos y los especialistas), y se respeta lo que Guardini llamó su objetividad y su positividad 19 ; pero se siguen también y sobre todo las tres dimensiones ontológicas en las que ella vive: el cosmos, la historia y el misterio. La referencia a la historia incluye el desarrollo, es decir, la pertenencia a un organismo vivo que tiene un comienzo en progresión, que está presente pero no acabado, sino que sólo vive desarrollándose. Muchos elementos mueren, muchos son olvidados y vuelven más tarde en forma nueva; pero el desarrollo significa siempre participación en un comienzo abierto hacia adelante. Hemos tocado así una segunda categoría que adquiere importancia específica por su relación con el cosmos: la liturgia así concebida vive en la figura básica de la participación. Nadie es su creador primero y único, para todos es participación en algo más grande y trascendente; pero todos son agentes, precisamente por ser receptores. La relación con el misterio, finalmente, significa que el inicio de la realidad litúrgica nunca está en nosotros mismos. Es respuesta a una iniciativa desde arriba, a una llamada y un acto de amor que es misterio. Los problemas 18. Sobre la idea de liturgia en Guardini he intentado extenderme más en mi trabajo Von der Liturgie zur Christologie, en J. Ratzinger (ed.), Wege zur Wahrheit. Die bleibende Bedeutung von R. Guardini, Düsseldorf 1985, 121144. 19. R. Guardini, Liturgische Bildung, Rotenfels 1923; nueva edición ampliada con el título de Liturgíe und liturgische Bildung, Würzburg 1966.
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existen para explicarlos; pero el misterio no se desvela en la explicación sino en la aceptación, en el «SÍ» que a la luz de la Biblia podemos llamar, también hoy, obediencia. Hemos alcanzado así un punto que es de gran importancia para plantear el tema del arte. Porque la liturgia de grupo no es cósmica: vive de la autonomía del grupo. No tiene historia; lo característico para ella es la emancipación de la historia y el propio hacer, aunque trabaje con material histórico. Y no conoce el misterio, porque en ella todo se explica y debe explicarse. De ahí que el desarrollo y la participación le sean tan ajenos como la obediencia, cuyo sentido rebasa lo explicable. En lugar de todo eso aparece ahora la creatividad, con la que se intenta confirmar la autonomía de los emancipados. Esa creatividad, precisamente por ser el funcionamiento de la autonomía y de la emancipación, es lo contrario de la participación. Sus notas distintivas son la arbitrariedad como forma necesaria de negación de cualquier forma o norma existente; la irrepetibilidad, porque en la ejecución hay ya dependencia; y la artificiosidad, porque se trata de una pura creación del hombre. Pero así queda patente que una creatividad humana que no quiere ser recepción ni participación es contradictoria y falsa por su esencia, ya que el hombre sólo puede ser lo que es recibiendo y participando. Esa creatividad es una huida de la «conditio humana», y es por eso un error. Tal es la causa de que se produzca la disgregación cultural allí donde, con la pérdida de la fe en Dios, se discute también la razón inmanente al ser. Resumamos lo averiguado hasta ahora para poder extraer las consecuencias en orden al planteamiento y a la figura esencial de la música de Iglesia. Ha quedado claro que la primacía del grupo nace de una idea de Iglesia como institución que implica a su vez una idea de libertad que no es compatible con la idea y la realidad de lo institucional ni permite percibir ya la dimensión del misterio en la realidad de la Iglesia. Se entiende la libertad desde la opción de la autonomía y la emancipación. Se concreta en la idea de creatividad, que con esos supuestos deriva en rigurosa antítesis a esa objetividad y positividad que es elemento esencial de la liturgia eclesial. El grupo debe reencontrarse a sí mismo, y sólo después es libre. Veíamos que una liturgia mere-
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cedora de este nombre se oponía radicalmente a esto. Se opone a la arbitrariedad ahistórica, que descarta el desarrollo y por eso corre al vacío; se opone a una irrepetibilidad que es también exclusividad y pérdida de la comunicación más allá de todas las agrupaciones; no se opone a lo técnico, pero sí a Jo artificial, donde el hombre se forja su presente perdiendo de vista la creación de Dios. Los antagonismos son claros; también está implícitamente clara la fundamentación interna del pensamiento grupal en una idea de libertad entendida como autonomía. Pero ahora hay que preguntar positivamente por el esquema antropológico en que se apoya la liturgia a la luz de la fe eclesial. .;·•
3. El modelo antropológico de la liturgia eclesial Hay dos sentencias bíblicas que pueden ser la clave para resolver nuestra cuestión. Pablo acuñó la expresión logiké latreia (Rom 12, 1), difícil de traducir a nuestras lenguas modernas porque nos falta un verdadero equivalente del término logos. Se podría traducir por «culto presidido por el espíritu». remitiendo al dicho de Jesús sobre la adoración en espíritu y en verdad (Jn 4, 23 ). Pero cabe traducir también por «culto marcado por lapalabra», aclarando que «palabra» en el sentido de la Biblia (y también de los griegos) es algo más que lenguaje o discurso: realidad creadora. Es también más que mero pensamiento y mero espíritu: es espíritu que se interpreta a sí mismo, que se comunica. De aquí derivó en todos los tiempos la referencia a la palabra, la racionalidad, la comprensibilidad y la sobriedad que han presidido la liturgia cristiana y que han sido ley fundamental para su música. Sería, no obstante, una interpretación estrecha y falsa el entender esta referencia textual y esta comprensibilidad en sentido tan estricto que no quede margen para lo que es específico de la música. La palabra en sentido bíblico es algo más que «texto», y la comprensión abarca más que la comprensibilidad trivial de lo que se entiende de inmediato y se intenta reducir a la racionalidad más superficial. Pero es verdad que la música destinada a la adoración «en espíritu y verdad» no puede ser éxtasis rítmico, sugestión o aturdimiento de los
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sentidos, sentimentalismo subjetivo o entretenimiento superficial, sino que remite a un mensaje espiritual y racional en el sentido más elevado del término. Dicho de otro modo, es verdad que la música debe guardar la correspondencia con esta «palabra», estar a su servicio20. Esto nos lleva a otro texto híhlico realmente fundamental que nos dice con mayor precisión lo que significa la «palabra» y la relación que guarda con nosotros. Me refiero a la frase del prólogo de Juan «la Palabra se hizo carne y plantó su tienda entre nosotros, y hemos visto su gloria» (Jn 1, 14). La «Palabra» que invoca la celebración cristiana no es la de un texto sino una realidad viva: un Dios que es inteligencia autocomunicante y que se comunica haciéndose hombre. Esta humanidad es la tienda sagrada, el punto de referencia de todo culto, que consiste en contemplar la gloria de Dios y tributarle honor. Pero estos enunciados del prólogo de Juan no son todo. Para no malentenderlos hay que leerlos juntamente con los discursos de despedida, donde Jesús dice a los suyos: me voy y vuelvo con vosotros. Al irme, vuelvo. Es bueno que yo me vaya porque sólo así podéis recibir el Espíritu (14, 2s; 14, 18ss; 16, 5ss, etc.). La encarnación es sólo la primera parte del movimiento. Cobra sentido y se hace definitiva en la cruz y la resurrección: desde la cruz, el Señor lo atrae todo a sí e introduce la carne, es decir, a los humanos y a todo el universo creado en la eternidad de Dios. La liturgia sigue esta línea de avance que viene a ser el texto fundamental al que está referida su música; por ella debe guiarse intrínsecamente. La música litúrgica es una consecuencia de la realidad y la dinámica de la encarnación de la Palabra. Porque la encarnación significa que la palabra tampoco puede ser mero discurso entre nosotros. La encarnación actúa principalmente por medio de los signos sacramentales. Pero estos signos carecen de lugar si no están inmersos en una liturgia que siga a la Palabra en su acceso a lo corporal y al ámbito de todos nuestros sentidos. De esto se desprende el derecho al uso de las 20. Para la recta comprensión del término paulino logiké laigeia, cf. sobre todo H. Schlier, Der Romerbrief, Freiburg 1977, 350-358, especialmente 356ss.
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imágenes e incluso su necesidad, al contrario de lo que ocurre en el culto judío e islámico 21 . Y de aquí deriva también la necesidad de movilizar esas zonas más profundas de comprensión y de respuesta que se revelan en la música. La versión musical de la fe es una parte de la encarnación del Verbo. Pero esta versión musical debe ajustarse también, de modo muy singular, a ese giro interno de la encarnación que antes he intentado significar: la Palabra hecha carne pasa a ser, en la cruz y en la resurrección, la carne hecha Palabra. Ambos acontecimientos se compenetran. La encarnación no cesa, sino que se hace definitiva en el movimiento inverso: la carne misma se hace Palabra, Logos; y precisamente esta conversión de la carne en Logos genera una nueva unidad de todo el universo, unidad que Dios buscó con tanto empeño que la alcanzó al precio de la cruz del Hijo. La palabra hecha música es sensibilización, encarnación, atracción de fuerzas pre y suprarracionales, captación del timbre oculto de la creación, descubrimiento del canto que reposa en el fondo de las cosas. Pero esta conversión en música es a la vez el movimiento inverso: no es sólo encarnación de la palabra, sino espiritualización de la carne. La madera y el metal devienen sonido, lo inconsciente e irresuelto deviene sonoridad ordenada y llena de sentido. Hay una corporeización que es espiritualización, y una espiritualización que es corporeización. La corporeización cristiana es a la vez espiritualización, y la espiritualización cristiana es una corporeización en el cuerpo del Logos humanado. 4. Las consecuencias para la música litúrgica a) Nociones básicas
La música como punto de encuentro de los dos movimientos sirve sobre todo y de modo insustituible para ese éxodo interno que la liturgia pretende ser siempre. Pero esto significa ahora 21. Cf. el trabajo fundamental de Chr. Schonbom, Die Christus-Jkone, Schaffhausen 1984.
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que la adecuación de la música litúrgica se mide por su correspondencia interna a esta forma antropológica y teológica fundamental. Esta tesis parece estar muy alejada de la realidad musical concreta; pero ganará concreción si recordamos los modelos opuestos de música cultual que hemos indicado brevemente. Pensemos en el tipo de religión dionisíaca y su música, que Platón cuestionó desde su óptica religiosa y filosófica 22 . En no pocas formas de religión, la música sirve para favorecer el frenesí, el éxtasis. Mediante el delirio sacro, mediante el paroxismo del ritmo y de los instrumentos, el hombre pretende forzar los límites de su realidad, movido por la sed de infinitud que hay en él. Esta música abate las barreras de la individualidad y la personalidad; el ser humano se libera así de la carga de la conciencia. La música se convierte en éxtasis, en liberación del yo, en unión con el universo. Hoy asistimos al retorno en clave profana de este tipo de religión en grandes sectores de la música rack y pop, cuyos festivales son un «anticulto» en la misma línea: afán de destrucción, eliminación de las barreras de lo cotidiano, ilusión de quedar redimidos al librarse del yo y sumergirse en el éxtasis salvaje del ruido y de la masa. Se trata de prácticas cuya forma de redención es afín al estupefaciente y constituye la antítesis radical de la fe cristiana en la redención. Es lógico que proliferen hoy los cultos satánicos y las músicas satánicas, cuya peligrosa influencia en el desarreglo y disolución voluntaria de la persona aún no se ha tomado en serio 23. El 22. Cf. J. Ratzinger, Der Fest des Glaubens, Einsiedeln 1981, 86-111; A. Rivaud, Platon et la musique: Rev. d'histoire de la philosophie (1929) 1-30. 23. Estas conexiones, demasiado poco atendidas. quedan patentes en los escritos del ex diskjockey y director de una banda de rock, Bob Larson: Rock and Roll. The Devils Diversion, 1967; Id., Rock and the Church, 1971; Hippies, Hindus and Rock and Roll, 1972. Sobre la música en el ámbito deljazz y el pop, música quizá inocua, pero igualmente antilitúrgica por naturaleza, cf. H. J. Burbach, Sacro-Pop: Internationale katholische Zeitschrift 3 (1974) 9194; p. 94: «El 'pop sacro' que se presenta aquí como vanguardista es producto de una 'cultura dirigista de masas' que reproduce el mal gusto de un público consumista poco exigente». Id., Aufgaben und Versuche, en R. G. Fellerer (ed.), Geschichte der katholischen Kirchenmusik II, Kassel 1976, 395-405. Juicio resumido en p. 404: <
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debate que Platón desarrolló entre la música dionisíaca y la música apolínea no es el nuestro, porque Apolo no es Cristo; pero la cuestión que él planteó nos afecta muy significativamente. La música ha pasado a ser hoy, de modo insospechado hace sólo una generación, el vehículo decisivo de una contrarreligión y el consiguiente escenario de la escisión de los espíritus. La música rack busca redimir liberando de la personalidad y de la responsabilidad que ésta implica; por eso se inscribe muy exactamente en las ideas anárquicas de libertad que hoy proliferan en grandes zonas del mundo; pero ataca de raíz, justamente por eso, la idea cristiana de redención y de libertad; es su polo opuesto. De ahí que la música de este tipo deba excluirse de la Iglesia, no por razones estéticas, ni por afán restaurador, ni por inmovilismo historicista, sino desde el fundamento mismo. Podríamos concretar más el tema si continuáramos analizando la base antropológica de los diferentes tipos de música. Hay una música de agitación que anima al hombre de cara a diversos fines colectivos. Hay una música sensual que lleva al erotismo o a sensaciones de placer sensible. Hay música de puro entretenimiento que no pretende expresar nada, sino aliviar la carga del silencio. Hay una música racionalista, donde los sonidos sirven para construcciones abstractas, sin producir la compenetración del espíritu y los sentidos. Habría que incluir aquí muchos cantos áridos de la catequesis y muchos cantos modernos construidos en comisiones de liturgia. La música que sintoniza con la celebración del Humanado y el Exaltado en la cruz, brota de una síntesis diferente, más elevada y profunda, entre espíritu, intuición y sonido sensible. Cabe afirmar que la música occidental, desde el coral gregoriano, pasando por la música de las catedrales y la gran polifonía, por los estilos del renacimiento y del barroco, hasta Bruckner y más allá, procede de la riqueza interior de esta síntesis y la ha desarrollado en una serie de posibilidades. Esta grandeza se debe a su fondo antropoque. con la formación de complejos crecientes de poder, pasa a la administración total. La música se convierte en ideología. Ella controla, dirige, filtra y combina un torrente de sensaciones sin rumbo. Lo reduce a unos modelos estereotipados de vivencia».
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lógico, que hermanó lo espiritual y lo profano en una unidad humana última. Tal unidad se disuelve a medida que desaparece esa antropología. La grandeza de esta música es, a mi juicio, la verificación más directa y evidente de la imagen cristiana del hombre y de la fe en la redención cristiana que nos ofrece la historia. El que se deja embargar por ella sabe desde lo más íntimo que la fe es verdadera, aunque necesite aún de muchos pasos para confirmar esta visión con el entendimiento y la voluntad. Esto significa que la música litúrgica de la Iglesia ha de perseguir esa integración de la realidad humana que promete la fe en la encarnación. Este género de redención es más penoso que el de la ebriedad; pero este esfuerzo es el de la verdad misma. Debe integrar los sentidos en el espíritu y responder al impulso del «sursum corda»; pero no busca la espiritualidad pura, sino una integración de la sensibilidad y el espíritu, de suerte que ambos, compenetrados, se hagan persona. No humilla al espíritu el asumir los sentidos, sino que le aporta toda la riqueza de la creación. Y los sentidos imbuidos de espíritu tampoco quedan desnaturalizados, sino que participan en su infinitud. Todo placer sensible es limitado e incapaz de elevarse, porque el acto sensitivo no puede sobrepasar una determinada medida. El que espera de él la redención quedará decepcionado, «frustrado», como se dice hoy. Pero con la integración en el espíritu, los sentidos alcanzan una nueva profundidad y tocan la infinitud de la aventura espiritual. Sólo ahí llegan a encontrarse plenamente a sí mismos. Esto supone que el espíritu tampoco se cierra. La música de la fe busca en el «sursum corda» la integración del hombre; pero no encuentra esta integración en sí misma sino trascendiéndose en la Palabra hecha carne. La música sagrada que está en la trama de este movimiento, purifica al hombre y lo eleva. No olvidemos, sin embargo, que esta música no es obra de un instante sino participación en una historia. No la realiza un individuo aislado, sino en compañía. Así se expresa también en ella el ingreso en la historia de la fe, la unión de todos los miembros del cuerpo de Cristo. Esa música produce alegría, un género superior de éxtasis que no disgrega la persona sino que la unifica y así la libera. Nos hace entrever lo que es la libertad que no destruye, sino que reúne y purifica.
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b) Notas sobre la situación actual
Ahora queda la pregunta para el músico: ¿cómo se hace eso? En el fondo, sólo puede haber grandes obras de música eclesial superando la propia esfera; esto es imposible desde lo meramente humano, mientras que el desenfreno de los sentidos es factible conforme al conocido mecanismo de la embriaguez. El hacer humano acaba donde comienza la verdadera grandeza. Debemos comenzar por ver y reconocer este límite. En este sentido, al comienzo de la gran música sagrada está necesariamente la reverencia, la recepción, la humildad que, participando en la grandeza ya contrastada, está dispuesta a servir. Sólo el que vive, al menos fundamentalmente, de la contextura interna de esta imagen del hombre, puede crear la música acorde con ella. La Iglesia ha puesto otros dos indicadores. La música litúrgica debe responder en su carácter más íntimo al modelo de los grandes textos litúrgicos -Kyrie, Gloria, Credo, Sanctus, Agnus Dei-. Esto no significa que sólo pueda ser música textual; lo he señalado ya; pero encuentra en los vectores internos de estos textos una orientación para el propio lenguaje. El segundo indicador es la referencia al coral gregoriano y a Palestrina. Tampoco esto significa que toda música de Iglesia tenga que ser imitación de estos dos referentes. En este punto, la renovación sacro-musical del siglo pasado y también los documentos papales apoyados en ella adolecen de cierto reduccionismo. Quiero decir con esto que la Iglesia da una orientación, pero lo que pueda surgir de una aplicación creativa de la orientación no puede fijarse de antemano. Resta la pregunta: ¿cabe esperar, hablando humanamente, que existan nuevas posibilidades creadoras en este terreno? ¿y cómo pueden realizarse? La primera pregunta es fácil de contestar, ya que si esta imagen del hombre es inagotable, al contrario de lo que ocurre con cualquier otra, la expresión artística encontrará siempre nuevas posibilidades, en proporción a la influencia que esta imagen del hombre ejerza en el espíritu de una época. Pero ahí reside la dificultad para la segunda pregunta. La fe como motor de la vida pública ha decaído notablemente en nuestro tiempo. ¿Cómo va a hacerse creativa? ¿no ha quedado
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reducida a una mera subcultura? A esto habría que responder manifestando la esperanza de que un nuevo florecer de la fe en Africa, Asia y América Latina alumbre nuevas formas de cultura; pero es indudable que podemos hablar de subcultura en el mundo occidental. En la crisis cultural que atravesamos, el nuevo movimiento de acrisolamiento y unificación cultural sólo puede brotar de las islas que aún quedan de recogimiento espiritual. Cuando ocurren en comunidades vivas nuevos brotes de fe, se advierte ya cómo surge allí de nuevo una cultura cristiana, cómo la experiencia comunitaria inspira y abre caminos que antes no podíamos ver. Por lo demás, F. Doppelbauer ha señalado con razón que la música litúrgica ostenta a menudo, y no por azar, el carácter de obra tardía, presupone madureces anteriores24. Es importante en este sentido, a modo de antesala de la música litúrgica, la presencia de la religiosidad popular y su música, y de música espiritual en sentido lato, que debe estar siempre en fecundo intercambio con la música litúrgica: una y otra son fecundadas y purificadas por ésta, pero preparan a su vez nuevas formas de música litúrgica. La música religiosa popular y la música espiritual pueden madurar, con formas más libres, para ser acogidas en el culto general de la Iglesia. En este terreno, el grupo puede ensayar su creatividad con la esperanza de producir algo que un día pueda integrarse en el todo 25 .
5. Consideración final: liturgia, música y cosmos Voy a glosar, al terminar mis reflexiones, un bello aforismo de Mahatma Gandhi que hace poco he leído en un almanaque. 24. J. F. Doppelbauer, Die geistliche Musik und die Kirche: Internationalc katholische Zeitschrift 13 (1984) 457-466. 25. Sobre los fundamentos teológicos y musicales de la música eclesial, que aquí sólo hemos tocado de paso, cf. el importante artículo de J. Overath, Kirchenmusik im Dienst des Kultes: lnternationale katholische Zeitschrift 13 (1984) 355-368: un panorama muy amplio de ideas en P.- W. Schee1e, Die liturgische und apostolische Sendung der Musica sacra: Musica sacra, Zeitschrift des allg. Ciicilienverbandes für die Liinder deutscher Sprache 105 (1985) 187-207.
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Gandhi señala los tres espacios vitales del cosmos, cada uno de ellos con su propio modo de ser. En el mar viven los peces y callan; los animales de la tierra gritan; pero las aves, cuyo espacio vital es el cielo, cantan. Lo propio del mar es el silencio; lo propio de la tierra, el grito; lo propio del cielo, el canto. Pero el hombre participa en las tres cosas: lleva en sí la profundidad del mar, la carga de la tierra y la altura del cielo, y por eso le pertenecen las tres propiedades: el callar, el gritar y el cantar. Hoy -podríamos añadir- vemos cómo al hombre, después de perder la trascendencia, le resta sólo el grito, porque sólo quiere ser tierra e intenta convertir el cielo y la profundidad del mar en tierra suya. La liturgia rectamente entendida, la liturgia de la comunión de los santos, devuelve la integridad al hombre. Le invita de nuevo a callar y a cantar abriéndole la profundidad del mar y enseñándole a volar, que es el ser del ángel; elevando los corazones, hace sonar de nuevo en ellos el canto olvidado. Y podemos afirmar, a la inversa, que la liturgia bien entendida se conoce en que nos libra del histrionismo general y nos devuelve la profundidad y la altura, el silencio y el canto. La liturgia bien entendida se conoce en que es cósmica, no grupal. Canta con los ángeles. Calla con la profundidad expectante del universo. Y redime así la tierra.
«Te cantaré en presencia de los ángeles» La tradición de Ratisbona y la reforma litúrgica 1
l. Liturgia terrena y liturgia celestial: la visión de los padres de la Iglesia
Tras un vuelo inolvidable en helicóptero sobre los montes de Tirol meridional, pude visitar en otoño de 1992 el monasterio de Marienberg, en Vinschgau. Este monasterio fue fundado para alabanza de Dios en un espléndido paisaje que cumple a su modo la invitación de los tres jóvenes: «Montes y cumbres, bendecid al Señor» (Dan 3, 75). El verdadero tesoro del monasterio es la cripta, consagrada el 13 de julio de 1160, con sus magníficos frescos, ya casi totalmente restaurados 2 . El sentido de estas imágenes, como de todo el arte medieval, no es puramente estético; se presentan como liturgia, como parte de la gran liturgia de la creación y del mundo redimido, para sumarse a la cual fue construido este monasterio. Por eso, el programa pictórico responde a la idea común de liturgia que aún era vigente en toda la Iglesia -de oriente y de occidente-; denota claras influencias bizantinas, pero en su núcleo es simplemente bíblica y está marcada por la tradición del monacato, concretamente por la regla de san Benito. l. He mantenido deliberadamente el colorido local de esta conferencia, pronunciada con motivo del retiro de mi hermano en su cargo de maestro de capilla, porque creo que el caso concreto puede ilustrar y aclarar mejor las cuestiones de principio. 2. Cf. H. Stampfer-H. Walder, Die Krypta von Marienberg im Vinschgau, Bozen 1982.
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De ahí que el ángulo de visión sea fundamentalmente la «majestas domini», el Señor resucitado y elevado y, sobre todo, el Señor que vuelve y al que ya vemos venir en la eucaristía. La Iglesia le sale al encuentro celebrando la liturgia; ésta es precisamente el acceso a su venida. El Señor anticipa ya en la liturgia su retorno prometido: la liturgia es una parusía anticipada, la irrupción del «ya» en el «todavía no», como expuso Juan en el relato de las bodas de Caná: la hora del Señor no ha llegado aún; no está cumplido todo lo que ha de suceder; pero ante el ruego de María, de la Iglesia, brinda ya el nuevo vino, ofrece por anticipado el don de su hora. El Señor resucitado no está solo. Es visto en las imágenes de la liturgia celestial ofrecidas por el Apocalipsis, rodeado de cuatro vivientes, rodeado sobre todo por una gran multitud de ángeles que cantan. Su canto es expresión de la alegría que nadie puede arrebatar, el estallido de la existencia en el júbilo de la libertad plena. El monacato fue entendido desde el principio como una vida al estilo de los ángeles. Adoptar la forma de vida de los ángeles significa trasformar la vida en adoración, dentro de los límites de la debilidad humana3. La liturgia es así el centro del monacato, y éste enseña a todos cuál es el sentido de la existencia cristiana y humana en general. A la vista de estos frescos, los monjes de Marienberg evocaron sin duda el capítulo 19 de la regla de san Benito: la disciplina del salterio, donde el padre del monacato les recuerda el primer versículo del Salmo 138 (137): «Te cantaré en presencia de los ángeles». Benito continúa: «Pensemos, pues, cómo debemos estar en presencia de la divinidad y de los ángeles, y estemos en el canto de forma que nuestro corazón armonice con nuestra voz -«mens nostra concordet voci nostrae»-. No es que el hombre primero piense y luego cante, sino que el canto le llega de los ángeles y eleva el corazón para que esté en consonancia con esta música que le llega. Pero importa recordar sobre todo que la liturgia no es algo que hacen los monjes; es anterior a ellos. Es el 3. Importante para el tema de la <
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acceso a la liturgia permanente del cielo. Así, y sólo así, la liturgia terrena es liturgia: sumándose a lo que ya acontece, a lo que es superior. Esto aclara plenamente el sentido de los frescos. A través de ellos asoma la verdadera realidad, la liturgia celestial se abre a nuestra esfera; los frescos son la ventana a través de la cual los monjes se asoman a su vez y miran al gran coro, y su vocación consiste fundamentalmente en acompañar a este coro. Por eso tienen siempre a la vista el texto «te cantaré en presencia de los ángeles».
2. Una aclaración en la disputa posconciliar sobre la liturgia Descendamos de Marienberg, y de las vistas e intuiciones que nos ha proporcionado, a la llanura de la vida litúrgica actual. El panorama es mucho más confuso. Harald Schützeichel ha descrito la situación como un «ya y todavía no», que no se refiere al anticipo escatológico de Cristo en un mundo caracterizado aún por la muerte y sus penalidades; lo nuevo que «ya» existe es ahora la reforma litúrgica; pero lo antiguo -el orden tridentino- «aún no» ha sido superado 4 . Así, la pregunta «¿adónde dirigirme?» no es, como antaño, una búsqueda del rostro de Dios vivo, sino que describe el desconcierto musical resultante de la introducción a medias de la reforma litúrgica. Es evidente que se ha producido un cambio profundo de perspectiva. Un abismo divide la historia de la Iglesia en dos mundos irreconciliables: el preconciliar y el posconciliar. No hay, en amplios círculos, un veredicto peor que el de «preconciliar», lanzado contra una decisión eclesial, un texto, una disposición litúrgica o una persona. Se diría que la cristiandad católica estuvo en una situación realmente pavorosa hasta 1965. Veamos nuestro caso práctico. Un maestro de capilla que ejerciera el cargo entre 1964-1984, se encontraba en una situación bastante apurada. Al comienzo de su ministerio aún no se había aprobado la constitución litúrgica sobre la liturgia, del 4. H. Schützeichel, Wohin soll ich mich wenden? Zur Situation der Kirchenmusik im deutschen Sprachraum: StdZ 209 (1991) 363-374.
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concilio Vaticano II. Cumplía a rajatabla las normas de la gloriosa tradición ratisbonense o, más exactamente, del motu proprio promulgado por Pío X el 22 de noviembre de 1903 Tra le sollecitudini sobre las cuestiones de la música sagrada5 . Este motu proprio no fue acogido en ninguna parte con tanta alegría y disposición como en la catedral de Ratisbona, que con esta actitud fue ejemplo para muchas catedrales e Iglesias parroquiales de Alemania y fuera de ella. Pío X había plasmado en esta reforma de la música eclesial sus propios conocimientos y experiencias litúrgicas. Ya en el seminario había dirigido una escolanía; siendo obispo de Mantua y también en su período de patriarca de Venecia, luchó contra la música de ópera en las Iglesias, que dominaba por aquel entonces en Italia. La insistencia en el coral como la verdadera música litúrgica formaba parte de un programa de reforma más ambicioso, donde Pío X trató de devolver al culto divino su pureza y dignidad, y de configurarlo desde sus postulados internos 6 . Conocía la tradición ratisbonense y le sirvió de inspiración para el motu proprio, sin ajustarse del todo a ella. Hoy se suele contemplar a Pío X en Alemania como el papa antimodernista. Gianpaolo Romanato ha mostrado claramente en su biografía crítica hasta qué punto Pío X, desde el campo pastoral, fue un papa reformador 7. 5. Texto original italiano en AAS 36 (190) 329-339. ,., 6. En la introducción del motu proprio y en 11, 3 se habla expresamente de participación activa de los fieles como un principio litúrgico fundamental. G. Romanato, Pio X. La vita di papa Sartu, Milano 1992, narra la prehistoria del motu proprio en la biografía de Pío X: el futuro papa había dirigido una escolanía en el seminario de Padua y esbozó algunos apuntes en un cuaderno que aún llevaba consigo siendo patriarca de Venecia. Como obispo de Mantua, al reorganizar el seminario dedicó mucho tiempo y energías a la puesta en marcha de la <>. Allí conoció a Lorenzo Perosi, que permaneció muy vinculado a él y había recibido durante sus estudios en Ratisbona el impulso necesario para su obra de músico de Iglesia. En Venecia continuó los contactos con Perosi. Allí publicó en 1895 su primera carta pastoral, basada en un memorial que había enviado el año 1893 a la Congregación de Ritos y que anticipa casi literalmente el motu proprio (p. 179ss; 213s; 247s; 330). 7. G. Romanato, Pi o X, 24 7, remite también al juicio de R. Aubert, que ha considerado a Pío X como el principal reformador de la vida eclesiástica desde el concilio de Trento.
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El que recuerda todo esto y lo pondera con alguna atención, ve que el foso entre lo preconciliar y lo posconciliar no es tan hondo. El historiador podrá añadir otros datos. La constitución sobre la liturgia del concilio Vaticano II sentó sin duda las bases para la reforma; después, la reforma fue llevada a cabo por un consejo posconciliar y no se puede reducir simplemente, en sus detalles concretos, al concilio. Este había sido un proyecto abierto cuyas líneas maestras permitían diferentes soluciones. Por eso no se puede describir el amplio arco que se extiende en estos decenios oponiendo tradición preconciliar y reforma conciliar; es más correcto hablar de diálogo entre la reforma piana y la reforma conciliar, hablar por tanto de etapas de una reforma y no de un foso entre dos mundos. Si ampliamos el horizonte, podemos afirmar que la historia de la liturgia está siempre en tensión entre la continuidad y la renovación. Esa historia genera nuevos presentes y debe actualizar constantemente lo que fue pasado, para que lo esencial aparezca nuevo y vigoroso. Necesita tanto el crecimiento como la depuración, y salvaguardar en ambos su identidad, su «para qué», sin perder el fundamento óntico. Si esto es así, la alternativa entre las fuerzas tradicionales y los reformistas se queda corta. El que cree que sólo cabe la elección entre lo antiguo y lo nuevo, ha perdido ya el norte. La pregunta es más bien: ¿qué es la liturgia por su esencia? ¿qué norma se establece ella misma? Sólo después de aclarar esto podemos seguir preguntando: ¿qué debe permanecer? ¿qué puede y, quizá, debe cambiar?
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3. La esencia de la liturgia y los criterios de la reforma A la pregunta por la esencia de la liturgia hemos encontrado ya en los frescos de Marienberg una primera repuesta que ahora hay que profundizar más. En este empeño nos encontramos de nuevo con una alternativa derivada de la imagen dualista de la historia: el mundo preconciliar y el mundo posconciliar. A tenor de esta imagen dualista, antes del concilio el sacerdote es el único sujeto de la liturgia; y desde el concilio, el sujeto es la comunidad reunida. Por consiguiente --concluyen- la comuni-
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dad, como verdadero sujeto de la liturgia, debe determinar lo que acontece en ella 8 . La verdad es que el sacerdote nunca tuvo el derecho de disponer por sí lo que hay que hacer en la liturgia. Esta no era para él algo discrecional. Le precedía como «rito», es decir, como forma objetiva de la oración común de la Iglesia. La disyuntiva polémica «O el sacerdote o la comunidad como sujeto de la liturgia» es absurda; impide la comprensión de la liturgia en lugar de favorecerla, y cava ese foso ficticio entre lo preconciliar y lo posconciliar que deshace la contextura de la historia viva de la fe. Descansa en una superficialización del pensamiento que no deja aparecer lo auténtico. Si abrimos el Catecismo de la Iglesia católica, encontramos un compendio magistral, expuesto con brevedad y trasparencia, del movimiento litúrgico, de lo que la gran tradición contiene de permanente y válido. Leemos en él que la palabra «liturgia» significa «servicio de parte de y en favor del pueblo» 9 . Si la teología cristiana tomó del antiguo testamento griego esta palabra formada en el mundo pagano, lo hizo obviamente pensando en el pueblo de Dios que los cristianos llegaron a ser cuando Cristo abrió el muro de separación entre judíos y paganos, para unificarlos a todos en la paz del único Dios. «Servicio en favor del pueblo»: tuvieron presente que este pueblo no existía por su cuenta, a modo de comunidad genealógica, sino que se formó mediante el servicio pascual de Jesucristo y era fruto, por tanto, del servicio de otro, del Hijo. El pueblo de Dios no existe simplemente como los alemanes, franceses, italianos y demás colectivos nacionales; nace siempre del servicio del Hijo y de la comunión de Dios que él nos obtiene. El Catecismo continúa: «En la tradición cristiana quiere significar (la palabra «liturgia») que el Pueblo de Dios toma parte en la 'obra de Dios'». Cita la constitución conciliar sobre la liturgia, según la cual la celebración litúrgica es obra de Cristo sacerdote y de su cuerpo, la Iglesia 10 . Esto modifica totalmente el panorama. Se ha abierto la reducción sociológica, que sólo puede confrontar agentes huma8. S. Schützeichel, Wohin soll ich mich wenden?, 363-366. 9. Catecismo de la Iglesia católica, 1069. 10. /bid.
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nos. La liturgia presupone el cielo abierto, como hemos visto; sólo con esta condición hay liturgia. Si el cielo no está abierto, lo que era liturgia se atrofia en un juego de roles, en una búsqueda irrelevante de la autocontirmación comunitaria, donde no acontece nada en el fondo. Lo decisivo es, por tanto, el primado de la cristología. La liturgia es obra de Dios o no es tal liturgia; este primado de Dios y de su acción, que nos busca a través de signos terrenos, trae consigo la universalidad y el carácter público de la liturgia, que no puede concebirse desde la categoría de comunidad, sino de pueblo de Dios y cuerpo de Cristo. Sólo en este gran entramado cabe entender correctamente la relación entre el sacerdote y la comunidad. El sacerdote hace y dice en la liturgia lo que no puede hacer ni decir por su cuenta; obra, en términos tradicionales, «in persona Christi», es decir, desde el sacramento. Este garantiza la presencia del Otro, de Cristo. El sacerdote no se representa a sí mismo, tampoco es un delegado de la comunidad al que ésta ha trasferido un rol; su pertenencia al sacramento del orden expresa claramente el primado de Cristo, que es la condición básica de toda liturgia. Justamente porque el sacerdote representa este primado de Cristo, remite con su servicio, más allá de la asamblea, a la totalidad, ya que Cristo es uno y, al abrirnos el cielo, es también el que franquea a todos las fronteras terrenas. El Catecismo ha articulado su teología de la liturgia en sentido trinitario. Me parece muy importante que el tema de la comunidad aparezca en el capítulo del Espíritu santo, con las siguientes palabras: «En la liturgia de la nueva alianza, toda acción litúrgica, especialmente la celebración de la eucaristía y de los sacramentos, es un encuentro entre Cristo y la Iglesia. La asamblea litúrgica recibe su unidad de la 'comunión del Espíritu santo' que reúne a los hijos de Dios en un único cuerpo de Cristo. Esta reunión desborda las afinidades humanas, raciales, culturales y sociales» 11 . Conviene recordar aquí que la palabra alemana Gemeinde («comunidad»), oriunda de la tradición protestante, no admite traducción en la mayoría de los idiomas. Su equivalente en las lenguas románicas es «asamblea», lo que su11. /bid., 1097.
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· pone ya un cambio de acento. Las dos expresiones (comunidad y asamblea) manifiestan dos contenidos importantes: primero, que los participantes de la celebración litúrgica no son individuos aislados, sino que a través del hecho litúrgico se convierten en una representación concreta del pueblo de Dios; segundo, que como pueblo de Dios reunido son sujeto del hecho litúrgico mediante la acción del Señor. Pero hay que ponerse en guardia contra el intento, hoy corriente, de hipostasiar la comunidad. Los reunidos alcanzan la unidad, como dice el Catecismo certeramente, en virtud de la comunión del Espíritu santo y no por sí mismos, no como una entidad sociológicamente cerrada. Y si forman una unidad que viene del Espíritu, será siempre una unidad abierta, que traspasa fronteras nacionales, culturales y sociales, y esto se manifiesta en la apertura concreta a aquellos que no son parte integrante de ella. La comunidad en sentido actual presupone un grupo homogéneo capaz de planear y realizar unas acciones comunes. A esta «comunidad» sólo se le puede asignar un sacerdote que la conozca y al que ella conozca. Todo esto no tiene nada que ver con la teología. Si en una gran catedral se reúnen personas para la celebración litúrgica y esas personas no forman un grupo sociológico, de suerte que difícilmente pueden coincidir en un canto común, ¿son o no comunidad? Lo son, porque la fe común en el Señor y el acceso del Señor a ellos los une internamente mucho más de lo que podría hacerlo la mera afinidad sociológica. Hay que decir, resumiendo, que ni el sacerdote ni la comunidad son por sí mismos el sujeto de la liturgia, sino que lo es el Cristo total, cabeza y miembros; el sacerdote, la comunidad y los individuos son sujetos en tanto que están unidos a Cristo y en tanto que lo representan en la comunión de la cabeza y el cuerpo. En toda celebración litúrgica participa toda la Iglesia: el cielo y la tierra, Dios y el hombre, no sólo en teoría sino muy realmente. Cuanto más se nutra la celebración de este saber, de esta experiencia, más concretamente se realizará el sentido de la liturgia. Con estas consideraciones nos hemos desviado mucho, aparentemente, del tema «la tradición de Ratisbona y la reforma posconciliar», pero sólo aparentemente. Había que recordar estos principios, ya que por ellos se mide toda reforma, y sólo
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desde ellos cabe describir adecuadamente el lugar intrínseco y el modo justo de la música de Iglesia. Podemos enunciar brevemente cuál fue la tendencia básica de la reforma elegida por el concilio. Frente al individualismo moderno y el moralismo implícito en él, había que rescatar la dimensión del misterio, es decir, el carácter cósmico de la liturgia, que abarca el cielo y la tierra. Al participar en el misterio pascual de Cristo, la liturgia franquea las barreras de lugares y tiempos para reunir a todos en la hora de Cristo, que se anticipa en la acción litúrgica y abre así la historia hacia su meta finall2. La constitución sobre la liturgia del concilio Vaticano 11 ofrece otras dos ideas. La noción de misterio es inseparable en la fe cristiana de la noción de Logos. Los misterios cristianos, contrariamente a los cultos mistéricos paganos, son misterios del Logos. Desbordan la razón humana, pero no llevan a la ebriedad amorfa, a la disolución de la mente en un cosmos irracional, sino al Logos, es decir, a la Razón creadora que da sentido a todas las cosas. De ahí viene la sobriedad última, la racionalidad y el carácter verbal de la liturgia. A esto se añade una segunda idea: El Logos se hace carne en la historia; por eso, la orientación al Logos es siempre para los cristianos una orientación al origen histórico de la fe, a la palabra bíblica y a su desarrollo normativo con los padres de la Iglesia. El misterio de una liturgia cósmica que es liturgia del Logos, comporta la necesidad de hacer visible y concreto el carácter comunitario del culto divino, su carácter activo y su condición verbal; todas las disposiciones sobre la revisión de libros y ritos deben entenderse desde esta perspectiva. Teniendo esto presente, se advierte que la tradición de Ratisbona y el motu proprio de Pío X, pese a diferencias externas, apuntan intencionalmente en igual dirección. El desmontaje del aparato orquestal, que había evolucionado hacia la forma operística, sobre todo en Italia, debía poner de nuevo la música eclesial al servicio de la palabra litúrgica y al servicio de la adoración. La música de Iglesia no debía ser ya una representación escénica con ocasión de la liturgia, sino simplemente liturgia, es decir, adhesión al coro de 12. Cf. Constitución sobre la liturgia, 8; cf. también la nota siguiente.
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los ángeles y santos. Así quedará patente que la música litúrgica introduce a los fieles en la glorificación de Dios, en la sobria ebriedad de la fe. La prioridad del coral gregoriano y de lapolifonía clásica se ajustaba, pues, tanto al carácter mistérico de la liturgia como a su carácter de logos y a su nexo con la palabra histórica. La liturgia debía mostrar la ejemplaridad de los padres de la Iglesia, a los que se entendió quizá a veces en un sentido demasiado exclusivo y demasiado historicista: ejemplaridad significa concretamente, no la exclusión de lo nuevo sino indicación del camino que lleva a la apertura de la fe. El hallazgo del buen camino es lo que permite avanzar hacia la nueva tierra. Entender la coincidencia sustancial entre la reforma piana y la reforma conciliar en el propósito y la finalidad es la condición para apreciar correctamente las diferencias en las normas prácticas. Y a la inversa, una visión de la liturgia que pierda de vista su carácter de misterio y su dimensión cósmica no obtendrá una reforma, sino una deformación de la liturgia.
4. Fundamento y misión de la música en la celebración litúrgica La pregunta por la esencia de la liturgia y por los criterios de su reforma nos ha llevado lógicamente a indagar el lugar que ocupa la música en la liturgia. En realidad, no cabe hablar de liturgia sin hablar también de música religiosa; cuando decae la liturgia, decae la música sagrada, y cuando se entiende y se vive la liturgia correctamente, aparece la buena música de Iglesia. Hemos visto antes que el Catecismo emplea el término «comunidad» (o asamblea) por primera vez cuando habla del Espíritu santo como autor de la liturgia; y hemos afirmado que esto viene a definir exactamente el lugar interior de la comunidad. Tampoco es un azar que el Catecismo use la palabra «cantar» por primera vez cuando aborda el carácter cósmico de la liturgia, concretamente con una cita de la constitución del concilio Vaticano II sobre la liturgia: «En la liturgia terrena pregustamos y participamos en aquella liturgia celestial que se celebra en la ciudad santa, Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos ... Cantamos un himno de gloria al Señor con todo el ejér-
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cito celestial» 13 . Philipp Harnoncourt ha expresado muy bellamente lo mismo modificando el célebre dicho de Wittgenstein «de lo que no se puede hablar, hay que callar» en estos términos: «lo inefable se puede y se debe cantar y celebrar con música si no es posible callar» 14 . Poco más adelante añade: «Los judíos y los cristianos coinciden en la idea de que su canto y música apunta al cielo, o viene del cielo, o es un eco del cielo ... »15. Estas frases encierran los principios fundamentales de la música litúrgica. La fe nace de la escucha de la palabra de Dios. Cuando la palabra de Dios se traduce en palabra humana, queda un excedente no dicho e inefable que nos incita a callar... un callar que finalmente convierte lo inefable en canto, y también pide ayuda a las voces del cosmos para que lo no dicho se haga perceptible. Esto significa que la música de Iglesia, emanando de la palabra y del silencio percibido en ella, presupone una constante escucha de toda la plenitud del Lagos. Schützeichel sostiene que, en principio, cabe emplear cualquier música dentro del culto 16 ; Harnoncourt, en cambio, señala unas relaciones más profundas y esenciales entre determinadas realidades de la vida y las manifestaciones musicales adecuadas a ellas, y continúa: «Yo estoy convencido de que hay también para el encuentro con el misterio de la fe ... una música especialmente idónea y otra no idónea ... » 17 . En efecto, la música que ha de servir a la liturgia cristiana debe ajustarse al Logas, debe concretamente estar en una subordinación precisa a la palabra donde el Lagos se manifiesta. Tampoco como música instrumental puede desviarse del vector interno de esta palabra 13. Catecismo de la Iglesia católica. 1090; Constitución sobre la liturgia, 8. El Catecismo señala que la misma idea se expresa en la Constitución sobre la Iglesia, n. 50, último apartado. 14. Ph. Harnoncourt, Gesang und Musik im Gottesdienst, en H. Schützeichel, Die Messe. Ein kirchenmusikalisches Handbuch, Düsseldorf 1991,9-25, cita p. 13. 15. /bid., 17. 16. !bid., 366: «En principio, cualquier música puede emplearse en el culto divino, desde el gregoriano hasta el jazz. Hay obviamente una música que es más o menos apropiada para el culto divino. Es decisiva la calidad ... ». 17. !bid., 24. 0
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que abre un espacio infinito, pero traza también unas líneas diferenciadoras. Debe diferir sustancialmente de la música destinada a favorecer el éxtasis rítmico, el letargo estupefaciente, la excitación de los sentidos, la disolución del yo en el nirvana, por nombrar sólo algunos estados posibles. Hay a este propósito una bella sentencia en la exposición del padrenuestro que hace san Cipriano: «La palabra y la actitud orante requieren una disciplina que incluye la paz y la reverencia. Recordemos que estamos a la vista de Dios. Debemos ser gratos a los ojos divinos incluso en la postura del cuerpo y en la emisión de la voz. La desvergüenza se expresa en el grito estridente; el respetuoso tiende a rezar con palabra tímida ... Cuando nos reunimos con los hermanos y celebramos con el sacerdote de Dios el sacrificio divino, no podemos azotar el aire con voces amorfas ni lanzar a Dios con incontinencia verbal nuestras peticiones, que deben ir recomendadas por la humildad, porque Dios ... no necesita ser despertado a gritos ... » 18. Este criterio interno debe conectar obviamente con una música ajustada al Logos: debe facilitar a los orantes la comunión con Cristo aquí y ahora, en este tiempo y en este lugar. Debe ser accesible a ellos, pero debe a la vez llevarlos más lejos, concretamente en esa dirección que la propia liturgia formula con brevedad insuperable al comienzo de la plegaria eucarística: «sursum corda»: elevar el corazón, es decir, el hombre interior, la totalidad de uno mismo, a la altura de Dios, esa altura que es Dios y que en Cristo toca la tierra, la atrae y la eleva a sí. 5. Coro y comunidad: la cuestión del lenguaje Antes de aplicar estos principios a algunos problemas específicos de la música en la catedral de Ratisbona, conviene aclarar algo sobre los sujetos de la música litúrgica y sobre el lenguaje de los cantos. Cuando predomina una idea de comunidad desenfocada y (como hemos podido constatar) totalmente irreal precisamente en una sociedad móvil como la nuestra, sólo los 18. De dominica oratione 4, CSEL III, 1 (ed. Harte!), 268s.
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sacerdotes y las comunidades pueden ser reconocidos como sujetos legítimos del canto litúrgico. El activismo primitivo y el torpe racionalismo pedagógico de tal posición son hoy bien conocidos y rara vez se afirman expresamente. Es difícil negar que la escolanía y el coro pueden contribuir a la celebración común, incluso aunque se entienda erróneamente la expresión «participación activa» en el sentido de un activismo externo. Hay, en todo caso, posiciones exclusivistas a las que nos referiremos en seguida. Se fundan en una noción insuficiente de la realidad litúrgica, donde la comunidad nunca puede ser sujeto, sino una asamblea abierta hacia arriba y desde arriba, en sentido sincrónico y diacrónico, hacia la amplitud de la historia de Dios. Harnoncourt hace aquí una importante observación cuando habla de unas formas superiores que no faltan en la liturgia como fiesta de Dios, pero que la comunidad misma no puede realizar. Continúa: «El coro no está ante un simple auditorio que escucha lo que él canta; él mismo forma parte de la comunidad y canta para ella con representación legítima» 19 . El concepto de representación es una de las categorías fundamentales de la fe cristiana, que afecta a todos los planos de la realidad creyente y es también esencial en la asamblea litúrgica20 . La idea de representación ataja ya la rivalidad del enfrentamiento. El coro actúa para los otros, y con este «para» de sentido finalista los incluye en su propia acción. Mediante el canto del coro todos pueden participar en la gran liturgia de la comunión de los santos y en ese orar interior que eleva el corazón y nos permite acceder, más allá de todo los logros terrenos, a la Jerusalén celestial. Pero ¿es posible cantar en latín si la gente no lo entiende? Después del concilio ha surgido en muchas partes un fanatismo por la lengua materna que resulta extravagante en una sociedad multicultural, como en una sociedad móvil es poco lógico hipostasiar la comunidad. Esto, aparte de que un texto no resulta inteligible a todos por el mero hecho de estar traducido a la lengua materna, aunque en este caso se plantea una cuestión de no 19. Gesang und Musik im Gottesdienst, 17. 20. Cf. el trabajo fundamental de W. Menke, Stellvertretung. Schlüsselbegrif.f christlichen Lebens und theologische Grundkategorie, Einsiedeln-Freiburg 1991.
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escaso relieve. Philipp Harnoncourt expone muy atinadamente un aspecto esencial para la liturgia cristiana: «Esta celebración no se interrumpe con el canto y los instrumentos musicales ... , sino que muestra en ellos su carácter de 'celebración'. Este extremo no requiere, sin embargo, ni la unidad de lenguaje litúrgico ni la unidad en el estilo musical. La tradicional 'misa en latín' ha incluido siempre fragmentos en arameo (amén, aleluya, hosanna, 'maran atha'), en griego ('Kyrie, eleison', trisagio), y la predicación se hacía generalmente en lengua vernácula. La vida real no conoce la unidad y perfección estilística; al contrario, lo realmente vivo mostrará siempre una pluralidad formal y estilística ... ; la unidad es una unidad orgánica» 21 . A partir de estas ideas, el maestro de capilla ahora cesante supo buscar la continuidad en el progreso y el progreso en la continuidad durante Jos treinta años de sobresalto teológico y litúrgico en que le tocó ejercer el cargo, apoyado por la confianza tanto del obispo Graber como de su sucesor, el obispo Manfred Müller, y también de los obispos auxiliares Flügel, Guggenberger y Schraml, no pocas veces resistiendo corrientes poderosas. Gracias al profundo entendimiento con los obispos responsables y sus colaboradores, pudo contribuir sustancialmente, firme y abierto a la vez, a que la liturgia de la catedral de Ratisbona mantuviera su dignidad y grandeza, su trasparencia a la liturgia cósmica del Logos dentro de la unidad de toda la Iglesia, sin pátina museal ni fosilización en la nostalgia. Para terminar, voy a ilustrar brevemente con dos ejemplos característicos esta lucha en pro de la continuidad en el progreso frente a las opiniones reinantes: la cuestión del «Sanctus» y «Benedictus» y la cuestión del lugar idóneo del «Agnus Dei».
6. Cuestiones concretas: «Sanctus», «Benedictus», «Agnus Dei» Mi antiguo colega de Münster y amigo E. J. Lengeling ha afirmado que, si entendemos el «Sanctus» como una parte auténtica en la celebración de la comunidad, «se siguen unas con21. Gesang und Musik im Gottesdienst, 2!.
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secuencias ineludibles para las nuevas composiciones musicales y, además, queda excluida en su mayor parte la música gregoriana y toda la música polifónica, porque no cuentan con el pueblo ni tienen carácter invocativo» 22 . A pesar del respeto que me merece el gran liturgista, esta frase indica que aun los expertos pueden equivocarse gravemente. La desconfianza está justificada siempre que se intenta arrojar por la borda una gran parte de la historia viva. Esto es tanto más válido para la liturgia cristiana, que vive de la continuidad y de la unidad interna en la historia de sus formas de oración. En realidad, la afirmación de que la oración de la comunidad sólo puede tener carácter invocativo carece de todo fundamento. En toda la tradición litúrgica de oriente y de occidente, el prefacio concluye siempre con la referencia a la liturgia celestial e invita a la asamblea a sumarse a la invocación de los coros celestiales. Precisamente el final del prefacio influyó decisivamente en la iconografía de la «majestas Domini», de la que he tomado pie en mi exposición23. El texto litúrgico del «Sanctus» contiene tres acentos nuevos respecto al texto bíblico de Is 624 . El escenario no es ya, como en el profeta, el templo de Jerusalén sino el cielo que en el misterio se abre a la tierra. Por eso no son ya sólo los serafines los que aclaman, sino todo el ejército del cielo, a cuya invocación puede sumarse toda la Iglesia, la humanidad redimida, por medio de Cristo que une el cielo y la tierra. Finalmente, el «Sanctus» cambia, a partir de aquí, de la tercera persona de plural a la segunda: «llenos están los cielos y la tierra de tu gloria». El hosanna, un grito de socorro en su origen, se convierte así en aclamación. El que no tenga en cuenta el carácter mistérico y el carácter cósmico de la invitación a unirse a la alabanza de los coros celestiales, pierde el sentido de la totalidad. Esta unión puede darse de distintas maneras, siempre relacionadas con la representación. La comunidad reunida en un lugar se 22. E. J. Lengeling, Die neue Ordnung der Eucharistiefeier, Regensburg 234; cf. B. Jeggle-Merz-H. Schützeichel, Eucharistiefeier, en H. Schützeichel, Die Mes se, 90-151, también 109s. 23. Cf. K. Onasch, Kunst und Liturgie der Ostkirche, Wien-Koln-Graz 1984, 329. 24. Cf. J. A. Jungmann, Missarum sollemnia Il, Freiburg 1952, 168ss. 2 1971,
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abre a la totalidad. Representa también a los ausentes, se une a los lejanos y a los próximos. Si hay en ella un coro que pueda asociarla con más fuerza que su propio balbuceo a la alabanza cósmica y a la apertura de cielo y tierra, en ese instante está especialmente indicada la función representativa del coro. Este puede permitir un mayor acceso a la alabanza de los ángeles y un acompañamiento interior más profundo de lo que en ocasiones puede alcanzar la propia invocación y canto. Presumo, con todo, que la verdadera objeción no puede consistir en el carácter invocativo ni en la exigencia del «tutti»; esto me pareció demasiado trivial. Detrás está el temor a que con un «Sanctus» coral, seguido además obligatoriamente del «Benedictus», se introduzca una especiae de situación concertista y, con ella, una pausa en la oración cuando parece menos plausible, precisamente al entrar en la plegaria eucarística. En efecto, si suponemos que no hay una representación ni se puede acompañar el canto y la oración guardando silencio, la objeción es válida. Si los no cantores aguardan durante el «Sanctus» a que éste termine o se limitan a escuchar un poco de concierto espiritual, entonces la actuación del coro no está justificada. Pero ¿debe ser así? ¿hemos olvidado algo que urge volver a aprender? Quizá convenga recordar que la oración del canon recitada por el sacerdote en voz baja no obedece a la excesiva duración del «Sanctus» cantado, que invitaría a ahorrar tiempo comenzando el canon. El proceso histórico fue el inverso. Desde la época carolingia, quizá ya antes, el sacerdote reza el canon «en voz baja»; el canon es tiempo de silencio para «disponerse a la cercanía de Dios»25. Por algún tiempo se prescribió un «officium de impetración análogo a las ectenias orientales ... a modo de ambientación mientras el sacerdote recitaba la oración del canon en voz baja»26 . Más tarde fue el canto del coro el que, en expresión de Jungmann, «mantuvo la antigua tónica de la plegaria eucarística: acción de gracias y alabanza, y la amplió más allá del canon para que la oyeran los participantes» 27 . Aunque 25. !bid.. 174. 26. !bid., 175s. 27. !bid., 172.
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no deseamos restablecer esa situación, puede servirnos de orientación: ¿no nos hace bien, antes de entrar en el centro del misterio, un rato de silencio total, durante el cual el coro nos ayuda a recogernos, a orar en silencio y alcanzar así una unión que sólo puede realizarse internamente? ¿no debemos aprender de nuevo a orar en silencio juntos y con los ángeles y santos, con los vivos y los muertos, con Cristo mismo, para que las palabras del canon no degeneren en meras fórmulas gastadas que luego intentamos en vano cambiar por nuevos constructos verbales, para encubrir la ausencia del verdadero acontecimiento interno de la liturgia: el paso desde el lenguaje humano al contacto con el Eterno? La exclusividad afirmada por Lengeling y repetida por muchos carece de sentido. El «Sanctus» coral mantiene su justificación después del concilio Vaticano 11. Pero ¿qué decir del «Benedictus»? La tesis de que no es posible separarlo del «Sanctus» se ha formulado con tal énfasis y aparente rigor que pocos han tenido valor para resistirse a ella. Pero no puede justificarse ni en el aspecto histórico, ni en el teológico, ni en el litúrgico. Tiene sentido, obviamente, cantar ambos juntos, ya que la composición ofrece esta estructura, que es antiquísima y muy bien fundada. Lo rechazable, también aquí, es la exclusividad. El «Sanctus» y el «Benedictus» tienen cada uno su propia raíz en la Biblia y por eso se formaron con independencia uno de otro. Mientras el «Sanctus» figura ya en la primera carta de Clemente (34, 5s) 28 , todavía en la era apostólica, el «Benedictus» aparece por primera vez, que yo sepa, en las Constituciones apostólicas, segunda mitad del siglo IV, como aclamación antes de la distribución de la eucaristía, en respuesta a la sentencia «lo santo para los santos». Lo encontramos de nuevo en la Galia 28. Cf. K. Onasch, Kunst und Liturgie der Ostkirche, 329; J. A. Jungmann, Missarum so/lemnia ll. 166. Clemente (Ad Cor. 34) asocia ya Is 6 con Dan 7, 10, como hace el <> litúrgico; es exactamente la versión que hemos encontrado en las imágenes de Marienberg: «Observemos cómo toda la multitud de sus ángeles está junto a él...>>. Sobre la cronología de 1 Clem, cf. Th. J. Herron, The Dating of the First Epistle of Clemens to the Corinthians, Roma 1988. Herron intenta probar que 1 Clem no data, como suele suponerse, del año 96 d. C., sino que fue escrita en torno al 70.
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desde el siglo VI, asociado al «Sanctus», como ocurre también en la tradición de la Iglesia oriental 29 . Mientras el «Sanctus» deriva de Is 6 y luego se desplaza de la Jerusalén terrena a la celestial, el «Benedictus» descansa en una relectura neotestamentaria del Salmo 117 ( 118), 26. En el texto veterotestamentario, este versículo es una fórmula aclamatoria cuando la procesión festiva llega al templo; el domingo de Ramos cobró un nuevo significado que se anunciaba ya en el proceso evolutivo de la oración judía. Porque la expresión «el que viene» pasó a ser un nombre propio aplicado al mesías 30 . Cuando los niños de Jerusalén aplican el domingo de Ramos este versículo a Jesús, lo saludan como mesías, como el rey del tiempo final que entra en la ciudad santa y en el templo para tomar posesión de ellos. El «Sanctus» celebra la gloria eterna de Dios; el «Benedictus» se refiere, en cambio, a la llegada de Dios encarnado en medio de nosotros. Cristo, el que vino, es también el que viene: su venir eucarístico, la anticipación de su hora, convierte la promesa en presente e introduce el futuro en nuestra casa. Por eso, el «Benedictus» tiene sentido como acceso a la consagración y como aclamación a la forma eucarística del Señor hecho presente. El gran instante de la venida, el prodigio de su presencial real en los elementos de la tierra, pide formalmente una respuesta. La elevación, genuflexión y toque de campanilla son ensayos balbucientes de respuesta 31 • La reforma litúrgica, en paralelo con el rito bizantino, ha conformado una aclamación del pueblo: «Anunciamos tu muerte, Señor...». Pero se plantea la posibilidad de otras aclamaciones para el Señor que vino y que viene, y para mí es evidente que no hay ninguna aclamación más adecuada y profunda, a la vez que sustentada por la tradición, que ésta: «Bendito el que viene en nombre del Señor». La separa29. J. A. Jungmann, Missarum so/lemnia II. 170s (notas 41 y 42). 30. /bid., 171, nota 42, cf. R. Pesch, Das Markusevangelium 11, Freiburg 1977, 184. 31. Cf. ibid., 165. A este respecto puede ser interesante señalar que el motu proprio de Pío X, del año 1903, dispone en III, 8 que los cantos que se interpreten durante la santa misa sólo pueden emplear textos litúrgicos; admite una excepción: a la usanza de la Iglesia romana, después del <
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ción del «Sanctus» y el «Benedictus» no es necesaria, pero tiene pleno sentido. Si el «Sanctus» y el «Benedictus» se cantan conjuntamente por el coro, el lapso entre el prefacio y la plegaria eucarística puede resultar demasiado largo, de suerte que no sirva ya para la entrada silenciosa y participativa en la alabanza cósmica, porque la tensión interna no perdura. En cambio. un nuevo silencio y una salutación interior al Señor después del momento de la consagración responde perfectamente a la estructura interna del acontecimiento. Habría que olvidar cuanto antes el rechazo pretencioso de esa separación que tuvo su legítimo fundamento en la historia. Sólo una observación sobre el «Agnus Dei». En la catedral de Ratisbona arraigó la costumbre del triple «Agnus Dei» recitado conjuntamente por el sacerdote y el pueblo después del saludo de paz. El coro lo continúa luego como canto eucarístico mientras se distribuye la comunión. Frente a esto, algunos han alegado que el «Agnus Dei» pertenece a la fracción del pan. Sólo un arcaísmo fosilizado puede inferir de esta simultaneidad originaria con la fracción del pan que el texto deba cantarse exclusivamente en ese momento. De hecho, ya en los siglos IX y X, cuando no era necesaria la antigua fracción del pan por el uso de las nuevas hostias, el «Agnus Dei» pasó a ser un canto de comunión. J. A. Jungmann señala que ya a principios de la edad media era frecuente cantar tan sólo un «Agnus Dei» después del saludo de paz, mientras que el segundo y el tercero se cantaban después de la comunión y acompañaban así la distribución de la comunión, si la había 32 . ¿Y no tiene pleno sentido la petición de misericordia a Cristo en el momento en que se da de nuevo como cordero indefenso a nuestras manos, él que es el cordero sacrificado, pero también triunfador, y posee la llave de la historia (Ap 5)? ¿y no es congruente pedirle la paz a él, el indefenso y, como tal, triunfador, especialmente en el momento de la comunión, cuando la paz fue uno de los nombres de la eucaristía en la Iglesia antigua, porque suprime las fronteras entre el cielo y la tierra, entre los pueblos y Estados, y une a la humanidad en el cuerpo de Cristo? 32. J. A. Jungmann, Missarum so/lemnia 11,413-422.
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La tradición de Ratisbona y la reforma conciliar y posconciliar parecen al pronto dos magnitudes claramente opuestas. El que estuvo en medio de ellas a lo largo de tres decenios, ha podido sentir en su propia carne la dureza de las preguntas formuladas. Pero el que sabe aguantar esta tensión, advierte que se trata de etapas de un único camino. Sólo manteniéndolas juntas y soportándolas, llegamos a entenderlas correctamente y puede desarrollarse la verdadera reforma dentro del espíritu del concilio Vaticano II: reforma que no es ruptura y destrucción, sino depuración y crecimiento para una nueva madurez y plenitud. El maestro de capilla que ha aguantado esta tensión, merece gratitud: ha sido un servicio a Ratisbona y su catedral, y también un servicio a toda la Iglesia.
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Aspectos complementarios Conversión, penitencia y renovación Un diálogo entre F. Greiner y J. Ratzinger
- Pregunta: El sínodo de los obispos del año 1983 se ocupó del tema «penitencia y reconciliación». Usted publicó con este motivo un documento de la Comisión teológica internacional. En este escrito se dice: «La llamada a la conversión va unida directamente, en la predicación de Jesús, al anuncio de la venida del reino de Dios». Y más adelante: «Por eso, cuando la Iglesia, siguiendo a Jesús y cumpliendo su misión, llama a la conversión y anuncia la reconciliación del mundo, anuncia al Dios que es rico en misericordia». Esta llamada a la conversión que la Iglesia dirige a cada uno de nosotros, ¿es una invitación a buscar una meta elevada que nunca podremos alcanzar en el tiempo, o nos compromete a seguir adelante con todas las fuerzas y carismas que hemos recibido? - Cardenal Ratzinger: Quizá habría que decir Bekehrung (conversión) en lugar de Umkehr (vuelta), para que se vea mejor la verdad simple y fundamental a la que exhorta aquí el nuevo testamento. Mi impresión es que la cristiandad adolece hoy de una falta de disposición a convertirse. Se quiere recibir el consuelo de la religión, y el individuo es consciente de que no puede proporcionárselo él mismo, sino que es necesario el apoyo en una comunidad de creyentes, en su autoridad. Pero asusta el compromiso de la enseñanza y la vida eclesial, y cada cual se reserva el derecho a seleccionar lo que considera religiosa-
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mente útil y evidente. El paso hacia el compromiso, es decir, hacia la aceptación global, incluidos los elementos que no me parecen evidentes y útiles, asusta demasiado. La doctrina y la vida comprometida de la Iglesia quedan adscritas a lo que se llama con expresión denigrante «Iglesia oficial», como algo burocrático y exterior; y los mismos que así opinan, se extrañan de ver que el cnst1anismo privado, por libre, no genere impulsos sostenidos para la vida y la comunidad. El relato de pentecostés en los Hechos de los apóstoles viene a concretar para la situación pospascual la llamada de Jesús a la conversión: Pedro acusa a los oyentes de haber dado muerte al que Dios les había enviado para salvarlos. Los oyentes, como dice el texto, preguntan con el corazón compungido: «¿Qué hemos de hacer?». La respuesta es: «Convertíos, y que cada uno de vosotros se haga bautizar» (Hech 2, 37s). Aquí aparece muy clara la estructura de la conversión. Incluye primero la escucha del mensaje apostólico; y después, el pesar por la culpa cometida; es preciso superar la «incapacidad de sentir pesar» o, más exactamente, la incapacidad de arrepentirse; y con el despertar de la conciencia, la culpa personal debe traducirse en dolor. Yo recordaría aquí, entre paréntesis, que los padres de la Iglesia consideraron la «insensibilidad», es decir, la incapacidad de sentir pesar (de arrepentirse) como la verdadera enfermedad del mundo pagano. Sin el pesar por el propia culpa no hay enmienda. Por otra parte, es inevitable «endurecer el corazón», es decir, rechazar el conocimiento propio y negarse a reconocer la propia culpa si no hay nadie que conlleve esa culpa, la elabore y la perdone. Se da, pues, aquí una reciprocidad de la que todo depende: sin la idea del Redentor que no disimula la culpa sino que la padece en sí, no se puede soportar la verdad de la propia culpa y se recurre a la primera falsedad: la obcecación ante esa culpa, de la que nacen todas las otras falsedades y, finalmente, la incapacidad general ante la verdad. Y, a la inversa, no es posible conocer al Redentor y creer en él sin tener el valor de ser veraz consigo mismo. Por eso, los padres de la Iglesia llamaron también «confesión» o reconocimiento al acto fundamental de la conversión, y esto en un doble sentido: reconocer la verdad y reconocer al redentor Jesucristo. De ahí se si-
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gue que el acto de conversión exige el compromiso, es decir, la adhesión y, en este sentido, perseverancia, que se expresa -como indica el citado discurso de Pedro- en la vinculación a la palabra apostólica y al sacramento de la Iglesia. La invitación a la conversión no significa, por tanto, el esfuerzo espasmódico por alcanzar un alto rendimiento moral, sino el mantenimiento de la sensibilidad para la verdad y la fidelidad a Aquel que nos hace soportable la verdad, además de fructífera y saludable. - Pregunta: El escrito de la Comisión teológica internacional
dice además: «El tema de la penitencia y la reconciliación atañe a la Iglesia en toda su existencia: en la doctrina y en la vida». ¿Se sigue de esta afirmación que también la Iglesia está obligada a escuchar la llamada a la conversión, a un nuevo ser (como leemos en otro lugar del documento), más o menos en el sentido del Ecclesia semper reformanda o incluso más allá de este postulado? - Cardenal Ratzinger: Si he entendido bien la pregunta, se tra-
ta del problema de la condición pecadora de la Iglesia. A esto se asocia indisolublemente el otro problema: qué radicalidad puede o debe tener la reforma en la Iglesia. La tradición católica sobre esta cuestión se expresa, a mi juicio, con la máxima concisión en la súplica que la liturgia romana pone en boca del sacerdote y de los fieles antes de recibir la comunión. Para dejar patente el contenido original, conviene analizar la antigua fórmula, que rezábamos antes de la reforma litúrgica: «Señor... no mires mis pecados, sino la fe de tu Iglesia». Es importante notar que la oración era en primera persona de singular: el orante no se esconde en la masa gris del «nosotros», donde todos han pecado alguna vez (y por eso nadie necesita sentir una especial responsabilidad personal). El orante es mencionado personalmente: yo he pecado. Tiene que recurrir al acto de conversión antes descrito y reconocer su gran culpa dolorosamente, justo en este gran momento, ante el Redentor que es el Cordero de Dios. Es importante notar, además, que la Iglesia, al hacer de esta plegaria una oración litúrgica, presupone que todo el que celebra la eucaristía tiene motivo para ex-
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presarse de ese modo. La oración era, hasta la reforma, primordialmente sacerdotal: tienen que recitarla el papa, los obispos y todos los sacerdotes como participantes en la eucaristía. La oración, por tanto, no está pensada para los alejados, los excomulgados o los que no viven en el núcleo de la comunidad de fe, sino para aquellos que se disponen a comulgar. Comul¡:!ar significa acercarse en forma nueva al fuego de l
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eso es «tu Iglesia» y no «nuestra Iglesia». Todo lo que es tan sólo <
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mite familiarizarse con temas concretos sin haberse formado una visión global de la realidad cristiana. Los grandes perfiles del misterio desaparecen; lo obvio es entonces acogerse a reinterpretaciones que dan a la tradición un sentido más modesto, pero también más comprensible y aparentemente más realista. La segunda causa es que la forma del ministerio eclesial resulta chocante en la sociedad actual: una autoridad que no se basa en el consenso sino en la representación de Otro que tiene autoridad como voz de la verdad, se ha vuelto hoy casi incomprensible. La tentación de huir de esta autoridad representativa a una autoridad más cercana y más simple, de administración del consenso, es muy grande. Hay finalmente, como tercera causa, un riesgo moral del ministro de la Iglesia, que puede cansarse de desentonar en todo su estilo de vida de las convicciones morales o amorales de una época. Digo esto para aclarar que no debe buscarse el problema capital en el tema de una vida sacramental calificada de humanamente vacía y sin contenido -aunque este peligro lo corren también mucho más los clérigos que los laicos, porque nada es más peligroso que habituarse a lo grande, que el ser humano tiende a rebajar a su medida en lugar de ponerse a su altura-. Yo me siento cada vez más molesto ante la actitud frívola de calificar la práctica anterior de la confesión sacramental como esquemática, exterior, rutinaria y, por eso, carente de valor. También me disgusta cada vez más el autobombo con que se subraya la práctica actual de la confesión, numéricamente más reducida pero más personal. Asimismo, es fácil que la confesión dialogada se deslice hacia una especie de coquetería y un modo de explicar las cosas que al final apenas deja rastro de culpa. Y, a la inversa, detrás de lo esquemático del estilo de confesión anterior había muchas veces una gran seriedad interna, a la que faltaba la posibilidad de manifestarse externamente; pero las formas poco hábiles velaban en muchos casos una sinceridad y hondura que imponían respeto. Por eso, creo que el problema más urgente es ayudar a sacerdotes y religiosos a comprender la realidad del sacramento. Lo que antes he dicho sobre la huida ante el misterio, para acogerse a lo plausible, y sobre el paso de la autoridad representativa a la administración del consenso,
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tiene aquí la aplicación más concreta: el sacramento no es una prestación propia del ministro, sino que éste ha de replegarse para dar margen al Otro, al más grande, para que crezca «SU Iglesia». La tentación de reducirlo todo a una conversación, algo que parece más cercano al hombre y más entretenido, no es exclusiva del sacramento de la penitencia. Pero entonces se advierte muy pronto que lo auténtico desaparece. Necesitamos una nueva educación para el sacramento donde haya un encuentro entre la persona y el misterio. - Pregunta: Leemos en el documento de la Comisión teológica internacional: «La Iglesia, fiel a Jesús y a su misión, llama a la conversión». ¿Cómo hace ella esta conversión? ¿ante el mundo?¿ verbalmente o mediante una existencia ejemplar y con signos? ¿cómo hacerla en tiempos de ocaso del sentido de Dios, del pecado y de la redención? ¿qué recursos extraordinarios debe emplear la Iglesia en esta hora del mundo? ¿no debería explicar permanentemente al mundo que busca con todas sus fuerzas la conversión, un ser nuevo, no en un aspecto particular, no en el plano ético-ascético, sino en forma de participación pro<• · ' ·· funda en la vida, pasión y muerte de Jesús? - Cardenal Ratzinger: Yo también me pregunto como deberá hacerlo. Conviene recordar primero el dicho de Jesús, válido no sólo para sus contemporáneos: «Esta generación pide una señal, y no se le dará otra señal que la señal de Jonás» (Le 11, 29; Mt 12, 39). ¿En qué consiste este signo de Jonás? Consiste para Nínive, simplemente, en el profeta mismo que, tras el apuro del naufragio, marcado por la proximidad de la muerte y por el poder del Dios que lo llama, anuncia la ruina de la ciudad y la necesidad del arrepentimiento. La señal de Jonás es, además, el mismo Cristo que, como Resucitado, lleva aún las llagas de la muerte y mantiene así la llamada a la conversión dirigida al mundo. La señal de Jonás, en todo caso, nada tiene que ver con estrategias pastorales sofisticadas. Remite al testigo sacudido por la fe, que comunica su espanto a los ninivitas de todos los tiempos y les dice a la cara, sin rodeos, que van a la ruina como no hagan penitencia.
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Esta idea fundamental no nos dispensa obviamente, a pesar de todo, de buscar por todos los medios nuevas posibilidades de actualizar la señal de Jonás. Pero todas las estrategias, por buenas que sean, no sirven de nada si no hay primero la conmoción del anunciador mismo y, desde ella, el valor de decir convencido y convincente algo que molesta. - Pregunta: Pero queda la pregunta por los medios ordinarios y extraordinarios que cabe utilizar para esta llamada en nuestra hora del mundo. - Cardenal Ratzinger: Sin duda. También en esto ocurren muchas cosas; piense, por ejemplo, en el año santo; piense en los viajes del papa; piense en la acción cuaresmal, que siempre es un toque de atención para meditar y actuar desde un pensamiento nuevo. También es importante la restauración de las formas comunitarias y públicas de penitencia. Cuando Jonás llegó a Nínive y exigió penitencia, todos sabían lo que era: se cubrieron de sayal, ayunaron y oraron. Cuando los musulmanes celebran el Ramadán, saben cómo se hace y saben también que la penitencia sólo puede ser una realidad concreta para el pueblo si tiene una forma común y un tiempo fijo en el curso del año. Entre nosotros, la penitencia ha perdido la figura comunitaria. Cuando los cristianos son invitados a la penitencia, no saben lo que es; quizá organicen una comisión o se entreguen a meditaciones privadas. El trío clásico «ayuno, oración y limosna» debe reivindicarse de nuevo, y los cristianos deben recuperar la capacidad de una expresión comunitaria con la que demuestren públicamente su distanciamiento de las creencias del mundo. En el campo litúrgico se hacen múltiples ensayos por rebajar el umbral del confesonario, como dijo el obispo Averkamp en el sínodo de los obispos. Existe el diálogo de confesonario, existe la celebración penitencial como modo de formación de la conciencia colectiva y de preparación comunitaria para la confesión personal. Pero ya el vía crucis, el rosario doloroso y la función del huerto de los Olivos eran «devociones penitenciales» con fuerte acento cristológico: el encuentro con Cristo paciente debía provocar esa «capacidad de duelo» que lleva a la
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persona, desde dentro, al camino de la penitencia. Estimo que es muy posible hacer revivir estos modos clásicos de encuentro con la pasión de Cristo y, mediante ella, con la verdad de la propia culpa y con la gracia del perdón. Considero bueno que se busquen y hallen nuevas formas en este sentido. La Iglesia antigua ofreció también a sus fieles una gran variedad de formas áe penitencia. Orígenes, por eJemplo, menciona siete de ellas en un texto profundo de su comentario al Levítico 1. Pero no podemos quedarnos en las formas. Cuando el «día de los católicos» celebrado en München el año 1984, de grato recuerdo en otros muchos aspectos, el acto penitencial de la misa fue sustituido por una pantomima de ballet fuertemente aplaudida, hubo un espectáculo en lugar de penitencia, espectáculo encomiado por bandos opuestos. Es difícil alejarse más del auténtico acto penitencial. Me ha venido a la memoria, a este propósito, el título que Romano Guardini puso a su obra más importante sobre la renovación litúrgica: Consideraciones antes de la celebración de la santa misa; otra obra importante es su Formación litúrgica. Hoy se intenta muchas veces «conformar» la liturgia sin necesidad de meditar previamente sobre ella ni de formarse para ella, porque se busca la comprensión más superficial. Es urgente una vuelta al espíritu originario de la renovación litúrgica: no necesitamos nuevas formas para derivar cada vez más hacia lo externo, sino formación y reflexión, esa profundización mental sin la cual cualquier celebración degenera en exterioridad que se disipa rápidamente.
- Pregunta: En el sínodo de los obispos sobre penitencia y reconciliación, un punto crucial de debate fue el tema de la absolución general como forma ordinaria e igualmente justificada junto a la confesión personal, la única figura obligatoria hasta ahora. Usted se manifestó en contra, y ha insistido en la vigencia de las normas formuladas después del concilio e introducidas luego en el nuevo Código: permitir la absolución general sólo en situaciones excepcionales estrictamente definidas y exil. In Lev. ll, ed. Baehrens GCS 29, p. 295.16 hasta 297.27.
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gir que la confesión personal se haga en el plazo más breve posible. Es innegable (y usted mismo lo expuso) que la Iglesia desde la primera guerra mundial, cuyas grandes batallas obligaron a impartir la absolución general a los amenazados de muerte, extrajo lentamente algunas consecuencias de esta situación única y fue ampliando la noción de «caso de necesidad», que al principio se había interpretado muy estrictamente. ¿Por qué no había de continuar esta evolución? ¿no podría ser esta absolución general una forma nueva de acceso a la penitencia para muchas personas? ¿no podría ser, en especial, un acceso a la dimensión social del pecado y al aspecto comunitario que hay en la absolución, detrás de la cual -como señaló san Agustín con lucidez- está la oración y el apoyo de toda la Iglesia, que acompaña y sostiene al pecador en su penitencia? - Cardenal Ratzinger: Primero hay que dejar en claro que la Iglesia no puede hacer todo lo que a ella le pueda parecer útil. Hay que tener presente el hecho estremecedor de una persona que se atreve a decir: «Yo te absuelvo de tus pecados». Nadie puede decir eso por su propia autoridad; de hacerlo, es blasfemo e irresponsable al mismo tiempo. Si leemos el nuevo testamento, veremos que lo que más excita los ánimos contra Jesús es que se arrogue el derecho a perdonar pecados: «¿Quién puede perdonar pecados, sino Dios sólo?», preguntan los escribas en el relato del paralítico al que sus amigos descuelgan por el techo y colocan a los pies de Jesús (Me 2, 7). Jesús coincide con sus adversarios en ese principio; el perdón de los pecados sirve precisamente para que adviertan que el Dios vivo habla y actúa en él, como demuestra luego intuitivamente con la curación física del paciente. La Iglesia tampoco puede perdonar pecados por su propia potestad. El «yo» del «yo te perdono» es el yo del Señor mismo. Este «yo» no puede apropiárselo alguien a voluntad, sino que es utilizado con sobrecogimiento en el sacramento del orden, donde el Señor nos lo trasfiere. Por eso, la disputa que se ha desatado a este respecto sobre el concilio de Trento nace de un planteamiento erróneo. En los cánones 6 y 7 del decreto tridentino sobre la penitencia (DS 1706 y 1707), la asamblea aprobó que la confesión personal,
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donde el penitente manifiesta uno por uno los pecados graves que recuerda tras un examen cuidadoso, es obligatoria por «derecho divino». La expresión «derecho divino» tenía en el siglo XVI un espectro semántico mucho más amplio de Jo que esta fórmula nos sugiere hoy. Por eso, el debate deriva actualmente hacia la pregunta de si el «derecho divino» no significa, por un posible uso lingüístico de la época, un derecho eclesiástico y, por tanto, modificable. Pues bien, se puede probar con suficiente claridad por las actas conciliares que la intención de los padres fue la de rechazar la interpretación del derecho divino en sentido Jato para el núcleo de su proposición: la confesión personal como presupuesto de la absolución. De otro modo habrían confirmado las tesis protestantes que trataban de impugnar. Me parece importante señalar a este respecto que los padres de Trento asumieron en este punto, casi literalmente. la antigua tradición conciliar de oriente. El llamado concilium Quinisextum (692), un complemento -aceptado en la Iglesia oriental como concilio ecuménico- del III concilio de Constantinopla, dice en su canon 102 que para obtener la absolución es necesario manifestar el pecado en su naturaleza y comprobar la disposición a la enmienda en el pecador. Los cánones de esta asamblea eclesial son fundamentales para la Iglesia ortodoxa; así queda claro que Trento expresó aquí unos principios realmente «ecuménicos», tradiciones comunes a oriente y occidente. Pero, sobre todo, estamos en una vía falsa si damos la impresión de que la carga de la prueba corresponde a los que ponen un límite a la potestad eclesial. Lo correcto es Jo contrario. Lo necesitado de prueba no es el límite de la potestad, sino la afirmación de que la Iglesia posee unos poderes que ella desconocía hasta ahora. El que afirma que la Iglesia puede absolver colectivamente a su arbitrio, tiene que demostrar de dónde le viene este derecho. Debe hacerlo con la tremenda responsabilidad del que sabe Jo monstruoso que sería el hecho de una Iglesia que osa hablar en nombre del Señor cuando sólo puede hablar en nombre propio. Nadie ha demostrado hasta ahora la existencia de tal derecho de la Iglesia, ni es posible demostrarla. La Iglesia no puede decir «yo os absuelvo». Y debe mantenerse en esta humildad.
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Esto armoniza con la estructura de todos los sacramentos: ningún sacramento se administra colectivamente. No se puede asperjar o sumergir en el agua a una multitud de personas diciendo: «Yo os bautizo». Sólo se puede decir: «Yo te bautizo». Lo mismo vale para todos los otros sacramentos. Esta estructura sacramental es, por lo demás, lo que el hombre necesita hoy: él no está ante Dios como parte de un colectivo, sino con su propio nombre. Así lo interpela Dios. Y justamente así se capacita para la comunidad que las personas forman o, por el contrario, destruyen cuando degeneran en meras piezas sustituibles de un colectivo. - Pregunta: Pero lo cierto es que el sacramento de la penitencia ha sufrido enormes cambios en la historia, de suerte que parece difícil reconocer la identidad de un sacramento. ¿No viene esto a relativizar notablemente la forma del sacramento de la penitencia que nos es familiar? ¿por qué no han de ser posibles otras modalidades? - Cardenal Ratzinger: Es evidente que caben otras modalidades. Las nuevas formas antes mencionadas -diálogo confesional y preparación comunitaria para la penitencia, seguida de la confesión personal- lo indican también. Hay una forma de signo más individual, y otra de signo más comunitario. Caben diferentes acentos que luego pueden crear su propia expresión. Por lo demás, estos dos aspectos no ofrecen sólo variables en la historia de la penitencia, sino también unas constantes, y una línea básica de evolución. La línea discurre desde una gran reserva de la Iglesia a la hora de atribuirse la potestad absolutoria hasta una amplitud progresiva: al principio se contempló el perdón de los pecados una sola vez, y se debatió si ese perdón podía alcanzar a todos los pecados. Las dudas se despejan declarando, primero, que ningún pecado se exceptúa del perdón y, más tarde, que el perdón es repetible siempre que exista «capacidad de dolor» y propósito de comenzar de nuevo. Yo creo, por lo demás, que sería urgente una nueva investigación desapasionada de los primeros siglos en la historia de la penitencia. La imagen actual está determinada por los estudios del notable historiador de los dogmas Bernhard Poschmann, de
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Breslau, cuyas ideas asumió Karl Rahner y han calado en la conciencia teológica. Las posiciones matizadas de Poschmann han degenerado en la idea de que al principio sólo existió la penitencia pública, acompañada comunitariamente, como si la «confesión privada» hubiera sido invención de la Iglesia monacal de Irlanda. Hoy sabemos que en el judaísmo primitivo, durante la época de Jesús, la confesión de los pecados por los individuos y, en consecuencia, la confesión personal era un uso difundido y pasó después a la vida de las comunidades cristianas. Mencionaré algunos ejemplos. El bautismo de Juan estuvo ligado al reconocimiento de los pecados por parte del bautizando (Me 1, 5; Mt 3, 6). La carta de Santiago presupone el ejercicio de la confesión mutua de los pecados entre los fieles, y también una confesión de los pecados ante los presbíteros en el marco de la unción de enfermos (5, 16)2. Hech 19, 18 habla de confesión de los pecados por parte de los que se hacían creyentes. La Didajé (escrito aparecido presumiblemente en Siria a principios del siglo II) exige la confesión de los pecados antes de la celebración eucarística, y es impensable que se redujera a formas colectivas (14, 1). Habrá que ser precavidos para referir las confesiones aquí mencionadas al sacramento de la penitencia en sentido propio; pero junto con el procedimiento en los casos de excomunión que encontramos en las cartas de Pablo, tales confesiones pertenecen a los elementos de los que se pudo formar la figura del sacramento. En las comunidades de origen pagano, ya de mayor tamaño, no fue posible mantener el ejercicio de la confesión personal, y se fue reduciendo a fórmulas generales. Pero el monacato incipiente adoptó esa práctica y la hizo de nuevo accesible al resto de los fieles. Sólo así cabe entender que ya a finales de la antigüedad cristiana, la confesión personal, mal llamada «confesión privada», pasara a ser en el oriente cristiano, sin influencia alguna de Irlanda, la forma normal de penitencia, cuya figura básica pudo haberse fijado en un canon conciliar el año 692. No conocemos aún en concreto las vías por las que esta tradición, primero monástica y luego general en oriente, se propa2. Cf. F. Mussner, Der Jakobusbrief, Freiburg 1975, 225.
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gó a occidente. Pero el tercer concilio de Toledo, del año 589, quiso prohibir -invirtiendo el giro de la rueda de la historiaesta forma de penitencia, que el concilio presupone como la forma del sacramento ya predominante en España. Esto sugiere asimismo un buen trecho de camino recorrido en occidente. Sólo medio siglo después, los obispos aprueban por unanimidad la confesión personal en el sínodo de Chalon-sur-Saone (644656), lo cual evidencia que estaba ya firmemente arraigada en Galia. Consta que algunos libros penitenciales irlandeses, de influencia histórica, se basan en antiguas tradiciones de la Iglesia oriental; me parece significativo que el libro penitencial más conocido fuera redactado por un griego, el arzobispo Teodoro de Canterbury (t 690). Todo esto indica que Irlanda no inventó nada nuevo. Más bien, desde irlanda regresó al continente la antigua tradición monástica y eclesial de oriente, que descansaba a su vez en la tradición del judeocristianismo y de la era apostólica. Frente a esto resultó una forma errónea de conservadurismo el intento de los concilios francos reformistas del siglo IX de volver a la forma solemne de la penitencia pública antigua. Y fue un romanticismo unilateral, sin base teológica ni histórica, la pretensión de algunos grupos de reforma teológica y litúrgica, antes y después del concilio Vaticano 11, de buscar orientación en este modelo que la Iglesia casi había abandonado: ante la irrepetibilidad de la penitencia, en contraste con la repetibilidad del pecado y con la debilidad humana, se había pasado a diferir el bautismo hasta la hora de la muerte. La Iglesia corrió el riesgo de convertirse literalmente en una Iglesia agonizante. Es absurdo reivindicar hoy esta modalidad para trasformarla luego en celebración de la penitencia con absolución general, cuando sus notas esenciales eran el inicio con la confesión personal y la irrepetibilidad de la absolución final. La historia demuestra por el contrario inequívocamente que sólo la modalidad de confesión personal y repetible, desarrollada sobre la base de la tradición judeocristiana en el entorno monástico, ha demostrado una vitalidad perdurable; y su práctica por parte de todos los cristianos, como pecadores, permite también a cada uno franquear el umbral de la confesión y la penitencia. Hay que decir, a la inversa, que sólo esta forma de confesión da a la
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Iglesia fuerza vital; ninguna otra ha podido afirmarse a la larga. El hecho de que, dentro de las diferencias en la conformación práctica, sea un patrimonio común de oriente y occidente, tiene sus razones antropológicas, pero remite además a su origen en el fundamento común de la tradición bíblica. '~~::~· De hecho, sólo esto posibilita el justo equilibrio entre el factor personal y el factor social en la penitencia. Entre los defensores de la absolución general, creo que esta relación se invierte: colectivizan lo que debería ser verdaderamente personal -la confesión y la absolución-; y lo que requiere una figura comunitaria -el estilo de vida penitencial, la conversión llevada a la vida real- lo reservan para la actitud interior. Pero así no puede prosperar una forma de vida cristiana, ni producirse un cambio cristiano del mundo al penetrar la conversión en las dimensiones sociales. Hoy necesitamos, exactamente frente a esos ensayos, la responsabilidad personal a fondo, a la que corresponde la confesión personal. Necesitamos de nuevo, por otra parte, unos modos de vida públicos y comunes, donde los cristianos asuman la necesidad de la conversión y traten de dar así un rostro diferente al mundo. - Pregunta: En lo que respecta a la necesidad de la conversión, ¿se refiere tanto al fiel individual como a la Iglesia en su conjunto, de forma que la conversión quede trasparente al mundo y la Iglesia aparezca en su condición de signo, sin lugar a malentendidos? Y, por otra parte, ¿sigue vigente el postulado paulino de hacerse todo para todos (nada, por tanto, de enfrentamiento elitista al mundo, nada de enfrentamiento a la sociedad, nada de secta), lo cual puede considerarse como adaptación, y quizá deba serlo? ¿pueden plasmarse ambas actitudes en la vida de la Iglesia y en la existencia del individuo, o hay algunos rasgos aporéticos en esta doble exigencia? - Cardenal Ratzinger: Hay, sin duda, algunos rasgos aporéticos. Pero no debemos olvidar que el principio paulino de adaptación hay que definirlo por su finalidad, y se comprende perfectamente por las condiciones personales del apóstol. Pablo es generoso en lo concerniente a estilos culturales y sociológicos;
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pero es de una firmeza inexorable cuando se pone en juego el núcleo del mensaje. La Carta a los gálatas lo demuestra claramente, pero también es evidente en todas las otras cartas. No es posible establecer fórmulas teóricas para el justo equilibrio entre el acercamiento evangélico al hombre y la estricta fidelidad al Señor. La fórmula cae de su peso a medida que una persona reafirma el «SÍ» de su fe en Cristo, a medida que «Se reviste» de Cristo, como dice Pablo. Entonces está en comunión de pensamiento con Cristo; entonces la fe se personaliza y no deriva en una serie de enunciados que se intentan aplicar correctamente en la vida diaria. La fe misma indica el camino desde dentro y muestra al creyente lo que no puede abandonar sin traicionarse a sí mismo y al otro; al mismo tiempo, la fe lo guía hacia el otro, le da el amor al otro, un amor que abre los caminos de la comprensión. La aporía se resuelve en la unidad con aquel que es el camino.
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La idea general de reforma del concilio Vaticano 11 incluía un proyecto de formación renovada para el servicio presbiteral. Pero los últimos años 60, cuando debía llevarse el programa a la práctica, estuvieron marcados en todo el mundo occidental por la crisis progresiva de sus fundamentos espirituales. La renovación entrañaba, en la mente del concilio, la continuidad y la trasformación en igual medida; pero el cambio aparecía como una esperanza en el clima revolucionario de aquellos años; todo lo tradicional era considerado un lastre, traba y amenaza que era preciso eliminar de una vez. Así, la hora de la renovación se convirtió por lo pronto en crisis. La pregunta era entonces si el seminario tenía aún sentido; y su objetivo de formación, el sacerdocio, era a juicio de muchos una mala lectura del nuevo testamento, una recaída en lo antiguo y lo anacrónico que había que superar. Entretanto han asomado las primeras inquietudes; se constata de nuevo que el ser humano sólo puede vivir hacia adelante y avanzar si está dentro de una estructura: el crecimiento sólo es posible donde hay raíces, y el nuevo conocimiento sólo puede madurar si el ser humano no ha perdido la memoria. La memoria histórica, que es tema y objetivo de los jubileos, no se debe arrumbar como una nostalgia romántica; es fecunda cuando da lugar a la reflexión sobre lo permanente y a la búsqueda del camino para avanzar. l. Fue en su origen una conferencia pronunciada con motivo del 400 aniversario del seminario sacerdotal de Wurzburgo; esto explica la referencia inicial al significado de los jubileos.
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l. La construcción de la casa espiritual: integración en la familia de Dios
Cuando fui nombrado el año 1977 arzobispo de München y Freising, me vi inmerso en la situación de crisis y de efervescencia general. El número de candidatos al sacerdocio en la archidiócesis era pequeño; se alojaban en el Georgianum, que el duque Georg el Rico había fundado el año 1494 como seminario regional de Baviera junto a la universidad de Ingolstadt, trasladada más tarde a München. Tuve claro desde el principio que mi deber primordial era dotar de nuevo a la diócesis de un seminario sacerdotal propio, aunque muchos dudaban de que tal empresa tuviera ya sentido en la nueva Iglesia. Poco antes de abandonar de nuevo mi diócesis patria, en la fiesta de su patrón, san Corbiniano -el20 de noviembre de 1981- tuve la alegría de poner la primera piedra, un día de lluvia torrencial, para el edificio que ya se alza majestuoso, y hacer así irreversible un comienzo que debía continuar. Cuando cavilaba sobre la frase a grabar en la piedra, me vinieron a la memoria los maravillosos versículos de la primera Carta de Pedro, que aplica el título de «Israel» al pueblo de los bautizados: «También vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo» (2, 5). Probablemente estos versículos forman parte de una catequesis bautismal en la era neotestamentaria. Aplican la teología de la alianza y la elección, que en el antiguo testamento interpretó el acontecimiento del Sinaí, a la nueva comunidad de Jesucristo. En este sentido, el texto expone simplemente lo que significa ser un bautizado y cómo la Iglesia crece en este mundo como casa viva de Dios. Pero ¿qué puede ocurrir más elevado y mejor en un seminario sacerdotal que el fenómeno de unos jóvenes que se suman al ideal del bautismo y del discipulado, y se convierten en Iglesia viva? Me pareció que esa exhortación de san Pedro a los bautizados decía todo lo esencial en lo que respecta a un seminario sacerdotal y podía considerarse como una sentencia programática, como cimiento de la casa.
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¿Para qué existe un seminario sacerdotal? ¿cómo debe ser hoy la formación sacerdotal? Encontramos en el texto bíblico, primero, la frase sobre la construcción de una casa espiritual compuesta de piedras vivas. «Casa» significa en sentido bíblico, no tanto el edifico de piedra como el linaje, la familia -un uso lingüístico que pervive entre nosotros cuando hablamos de casa de los Wittelsbach, casa de los Habsburgo, etc.- 2 . Los bautizados, de personas desconocidas entre sí, han de pasar a ser una familia, la familia de Dios. Este cambio debe realizarse concretamente en el seminario sacerdotal, para que luego el futuro sacerdote, en su parroquia o dondequiera que esté, sea capaz de reunir a las personas en la familia, en la comunidad doméstica de Dios. El texto habla de casa «espiritual». Este adjetivo no significa, como sugiere nuestra sensibilidad lingüística, una casa en sentido meramente figurado y, por tanto, impropio e irreal. «Espiritual» hace referencia aquí al «Espíritu santo», es decir, a la fuerza creadora, sin la cual no existiría nada. Una casa espiritual, edificada por el Espíritu santo, es por tanto la casa verdaderamente real. El vínculo que procede del Espíritu santo cala más hondo, es más fuerte y vivo que el mero parentesco de sangre. Las personas que se reúnen en virtud del toque común del Espíritu santo se hallan más próximas entre sí de lo que puede lograr cualquier otro parentesco. El evangelio de Juan habla a este propósito de aquellos que creen en el nombre del Lagos y adquieren así una nueva genealogía, de aquellos «que no nacieron de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino de Dios» (1, 13). Se establece así el vínculo con aquel que no fue engendrado por voluntad carnal sino por la fuerza del Espíritu santo: Jesucristo. Nos convertimos en «casa espiritual» cuando somos comunidad familiar con Jesucristo. Esto confiere esa sintonía interna, esa impronta nueva y ese nuevo fundamento vital que es más fuerte que todas las diferencias naturales y hace crecer el verdadero parentesco interior. El seminario está 2. Cf. O. Michel, oikos ktl., en ThWNT V, 122-161, especialmente 113s; H.A. Hoffner, bajit, en Worterbuch zum AT I, 629-638; M. Wodke, Oikon in der Septuaginta. Erste Grundlagen, en O. Réissler (ed.), Hebraica, Berlin 1977, 59-140, especialmente 60ss.
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siempre en construcción, como la Iglesia y como cada familia. Se va formando constantemente a medida que las personas dejan que Jesucristo construya con ellas la casa viva. Podemos afirmar muy simplemente que la misión esencial de un seminario es ofrecer un espacio donde pueda realizarse incesantemente esta construcción espiritual. Su misión es ser un lugar de encuentro con Jesucristo que integre a las personas en Jesús de tal modo que puedan llegar a ser su voz para los hombres y para el mundo de hoy. Esta afirmación básica se concreta más si recurrimos de nuevo al texto citado. La meta es la casa; el material son las piedras ... piedras vivas, si se trata de construir una casa viva. Por eso, el versículo habla de construcción en forma pasiva: cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual. El activismo nos impulsa a entender estas palabras en sentido activo: construir el reino de Dios, construir la Iglesia, construir una nueva sociedad, etc. El nuevo testamento ve nuestro papel de otro modo. El constructor es Dios o el Espíritu santo. Nosotros somos piedras; para nosotros, la construcción consiste en ser construidos. El antiguo himno litúrgico para la consagración del templo describe plásticamente el proceso, hablando de golpes saludables de cincel, trabajo minucioso del maestro con el martillo y enlaces ajustados, hasta que los bloques de piedra pasan a ser el gran edificio de la nueva Jerusalén. Tocamos aquí algo muy importante: construir es ser construido. Si queremos ser casa, debemos -debe cada uno- aceptar ser labrados por otro. Si queremos ser material apto para la casa, debemos dejarnos ajustar para el puesto donde nos utilicen. El que quiera ser piedra en el conjunto y para el conjunto, debe dejarse vincular a la totalidad. No puede ya simplemente hacer u omitir las cosas según su criterio. Debe aceptar ser ceñido y conducido por otro adonde no quiere (cf. Jn 21, 18). El evangelio de Juan nos ofrece otro símil: la vid, para dar fruto, debe ser limpiada; debe dejarse podar. El camino para producir más fruto pasa por el dolor de la purificación (Jn 15, 2). Como primera conclusión de estas consideraciones podemos afirmar que la preparación sacerdotal debe ofrecer algo más que la educación y la formación humana. El candidato ha de co-
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menzar por aprender las virtudes sin las cuales ninguna familia puede mantenerse unida. Esto es de gran importancia, porque el sacerdote no debe capacitarse sólo para convivir en la familia del presbiterado, de la Iglesia local y universal; su tarea es, además, asociar y mantener unidos en la comunión de la fe a individuos que son extraños por origen. formación. temperamento y circunstancias de la vida. Ha de iniciar a las personas en la capacidad para la reconciliación, el perdón y el olvido, la tolerancia y la generosidad. Debe enseñarles el respeto al otro en su alteridad, la paciencia recíproca, la combinación de la confianza, la discreción y la franqueza en su justa medida, y muchas cosas más. Debe capacitarse, sobre todo, para asistir a la gente en el dolor: dolor físico, decepciones, humillaciones y angustias que a nadie respetan. ¿Cómo va a hacer todo esto si no lo ha aprendido antes él mismo? La capacidad de aceptar y soportar el sufrimiento es una condición fundamental para la madurez del ser humano; si no se aprende esto, el fracaso de la existencia es inevitable. La acritud contra todos y contra todo contamina el fondo del alma y lo convierte en tierra yerma. El dominio del dolor. .. antes se hablaba de ascesis; el término no gusta hoy; nos dice más si lo traducimos del griego al inglés: training. Todos saben que no hay éxito sin entrenamiento y sin esa superación de sí mismo que el entrenamiento lleva consigo. Hoy se entrena todo el mundo con empeño y seriedad para cualquier género de arte, y así vemos en muchos terrenos unos rendimientos punta que antes eran impensables. ¿Por qué nos resulta tan extraño entrenarnos para la vida auténtica y verdadera, ejercitarnos en el arte de la renuncia, de la autosuperación, de la libertad interior frente a nuestros deseos?
2. La pasión por la verdad De lo mucho que se podría decir en este tema voy a destacar sólo un punto: la educación para la verdad. Muchas veces, la verdad le resulta incómoda al hombre, pero es la guía más poderosa para el desprendimiento, para la verdadera libertad. Tomemos el ejemplo de Pilato. Él sabe exactamente que este Je-
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sús acusado es inocente, y que debe absolverlo en buena justicia. Quiere hacerlo; pero esta verdad aparece en conflicto con su cargo; puede acarrearle disgustos o incluso costarle la pérdida de su posición. Pueden surgir disturbios, y él puede causar mala impresión al emperador; etc. Prefiere sacrificar la verdad, que no grita ni se defiende. aunque la traición deja en su alma un vago sentimiento de fracaso. Esta situación se repite siempre en la historia. Recordemos un ejemplo de signo contrario: Tomás Moro. Parecía obvio reconocerle al rey la supremacía sobre la Iglesia. No había un dogma explícito que lo excluyera de modo inequívoco. Todos los obispos lo habían hecho; ¿por qué iba a exponer su vida él, un laico, y precipitar a su familia en la ruina? Si no quiere pensar en sí mismo, ¿no debe, al ponderar los motivos, dar al menos la prioridad a los suyos en lugar de seguir obstinadamente la voz de su conciencia? En tales casos queda patente a nivel macroscópico, por decirlo así, lo que ocurre constantemente en lo cotidiano de nuestra vida. Puedo librarme de un asunto incómodo haciendo una pequeña concesión a la mentira. O a la inversa: aceptar las consecuencias de la verdad me acarrea un tremendo disgusto. ¡Cuántas veces ocurre esto! ¡Y cuántas veces cedemos! La situación en que se encontró Tomás Moro es corriente si la traducimos a lo cotidiano: si muchos lo dicen, ¿por qué no yo? ¿cómo voy a perturbar la paz del grupo? ¿por qué voy a hacer el ridículo? ¿no está la paz de la comunidad por encima de mi verdad? La armonía del grupo se convierte así en tiranía contra la verdad. Georges Bernanos, obsesionado con el misterio de la vocación sacerdotal y las tragedias de su fracaso. expuso dramáticamente este peligro en la figura del obispo Espelette. El prestigioso obispo es profesor académico; culto y amable, sabe decir la palabra justa en cada momento, lo que el mundo culto espera de un obispo: «La cordialidad de este sacerdote ingenioso no decepciona a nadie, salvo a él mismo. Su cobardía intelectual es inmensa ... Nadie es tan despreciable como alguien que sólo vive para ser querido. Esas almas tan hábiles para comportarse al gusto de cada uno, son mero espejo ... ». Bernanos avanza en su análisis hasta llegar a la causa de este fracaso: «'Yo pertenezco a mi tiempo', repite con semblante de alguien que atestigua a su favor ... Pero nunca
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advierte que de ese modo está renegando del signo eterno con el que fue marcado>). Yo no dudo en afirmar que la gran enfermedad de nuestro tiempo es su déficit de verdad. El éxito, el resultado, le ha quitado la primacía en todas partes. La renuncia a la verdad y la huida hacia la conformidad de grupo no son un camino para la paz. Este género de comunidad está construido sobre arena. El dolor de la verdad es el presupuesto para la verdadera comunidad. Este dolor debe aceptarse día a día. Sólo en la pequeña paciencia de la verdad maduramos por dentro, nos hacemos libres para nosotros mismos y para Dios. Aquí aflora de nuevo la imagen de las piedras vivas. Pedro ilustra el contenido de la imagen con palabras del Salmo 118, 22, que era ya un texto cristológico fundamental: «La piedra que los constructores desecharon 1 en piedra angular se ha convertido». No vamos a entrar aquí en la teología de la muerte y la resurrección que encieiTa este versículo; pero la idea de la piedra viva nos ha llevado ya a reconocer que el construir incluye el ser construido, que sin el elemento pasivo no puede producirse la pasión purificadora. Bernanos definió el dolor como la esencia del corazón divino, y el sufrimiento corporal y espiritual, como lo más valioso que el Señor nos impone 4 . La piedra desechada es la imagen de aquel que asumió el dolor mortal del amor supremo y llegó a ser el espacio para todos nosotros: la piedra angular que hace de la humanidad desgarrada una casa viviente, una familia nueva. En el seminario sacerdotal, en la formación sacerdotal, no integramos un grupo cualquiera. De hacerlo, corremos el peligro de que la pasión del ajuste consista en la mera acomodación al grupo, y sacrifiquemos a ella nuestra verdad. No construimos con arreglo a un paradigma autofabricado. Nos dejamos construir por aquel que es paradigma y meta de todos nosotros, por el segundo Adán, al que Pablo llama Espíritu de vida (1 Cor 15, 45). Este plan constructivo justifica el esfuerzo de las purificaciones y nos garan3. G. Bernanos, L'imposture (Bibliotheque de la Pléiade 1961), 387 y 388. 4. /bid., 352.
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tiza que son purificaciones y no destrucciones. En esta construcción crecemos internamente, dispuestos a asimilar «todo lo que sea verdadero, noble, justo, puro, amable, honorable, todo lo que sea virtud y cosa digna de elogio» (Flp 4, 8). La verdad nos hace idóneos para tal construcción. Cuando se alcanza esta meta. el seminario llega a ser un hogar. Sin este proceso común, es una serie de habitaciones en una residencia de estudiantes cuyos moradores permanecen encerrados en sí mismos. Precisamente la prontitud de ánimo para la purificación garantiza el buen humor y la alegría de esa casa. Si no hay tal disposición, la crítica y el hastío de todo y de uno mismo crean un ambiente donde los días son grises y la alegría no cunde porque le falta el sol que necesita para crecer.
3. Casa y templo: servicio a la Palabra encarnada Estas reflexiones dan acceso a una segunda parte en la que, aparte la formación esencial del hombre y del cristiano, podemos tocar el tema de la preparación para el ministerio sacerdotal. El punto de partida nos lo ofrece, una vez más, el texto sobre la casa espiritual hecha de piedras vivas. Es la casa que Dios se construye en el mundo y que a la vez construimos nosotros para él: la «casa de Dios». Toda la teología del templo queda recogida en este texto. El templo es el lugar donde mora Dios, espacio de su presencia en este mundo. Por eso es el lugar de reunión donde se realiza constantemente la alianza. Es punto de encuentro de Dios con su pueblo, que en él se encuentra también consigo mismo. Es el lugar donde resuena la palabra de Dios, donde se implanta el código de sus preceptos y queda visible a todos. Es, finalmente, lugar de la gloria de Dios. Esta gloria de Dios brilla en la pureza intacta de su palabra; pero aparece también en la belleza festiva del culto. La gloria se manifiesta en la glorificación, que es respuesta a la llamada de su palabra, una respuesta sintética y anticipada que debe continuar en la vida real, la cual ha de ser reflejo de su gloria. La rotura del velo del templo en la muerte de Jesús significa que el templo dejó de ser lugar del encuentro de Dios y
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hombre en este mundo. Desde el instante de la muerte de Jesús, su cuerpo entregado por nosotros es el nuevo y verdadero templo; la destrucción física del templo de piedra el año 70 no hace sino visualizar ante la historia lo que ocurrió ya en la muerte de Jesús 5 . Ahora encuentra la frase del salmo su pleno cumplimiento: «Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo» (Sal 40, 7, Heb 10, 5). El culto ha adquirido así su nueva y definitiva significación: glorificamos a Dios haciéndonos un solo cuerpo con Jesús, es decir, una nueva existencia espiritual en la que él nos envuelve totalmente, con cuerpo y vida (cf. 1 Cor 6, 17). Glorificamos a Dios dejándonos integrar en ese acto de amor que se cumplió en la cruz. Glorificación y alianza, culto y vida son inseparables entre sí. Esta hora de Jesús que durará hasta el fin de los tiempos, consiste en que él nos atrae a sí desde la cruz (Jn 12, 32) para que seamos «uno solo» con él (Gál 3, 28). En el nuevo culto que se celebra constantemente en nuestro tránsito pascual desde nosotros mismos al ámbito del cuerpo de Cristo, siguen vigentes los elementos esenciales que definen el culto del antiguo testamento, y cobran ahora su pleno sentido. Habíamos dicho que el «templo» es primordialmente un lugar para la palabra de Dios. Por eso el presbiterado, que está al servicio de la Palabra humanada, debe hacer presente la palabra de Dios en su pureza no falseada y en su permanente actualidad. Para el sacerdote del nuevo testamento es fundamental que no exponga una filosofía privada de la vida que él haya ideado o leído, sino la palabra que nos fue confiada y que no podemos adulterar, como dice Pablo tajante y gráficamente en la segunda Carta a los corintios (2, 17). Estamos aquí ante la pretensión desafiante que debe afrontar el sacerdote; detrás se hace visible toda la anchura y profundidad que implica la formación y preparación sacerdotal. Como sacerdote, yo no puedo ofrecer mis ideas privadas; soy enviado de otro, y es lo que da relevancia a mi mensaje: «Somos embajadores de Cristo, como si Dios ex5. Cf. W. Trilling, Christusverkündigung in den synoptischen Evangelien, München 1968, 201; J. Gnilka, Das Matthiiusevangelium II, Freiburg 1988, 476.
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hartara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!» (2 Cor 5, 20). Esta sentencia de Pablo es la definición exacta de la forma básica y la misión fundamental del sacerdote en la Iglesia de la nueva alianza. Tengo que proclamar la palabra de otro y esto significa que debo conocerla, entenderla y apropiármela. Pero este anuncio requiere algo más que la actitud de un mensajero telegráfico que trasmite fielmente palabras ajenas sin que le afecten para nada. Debo trasmitir la palabra del Otro en primera persona, personalmente, y ajustarme a ella de forma que sea palabra mía. Porque este mensaje no requiere un telegrafista, sino un testigo. Lo normal es que el ser humano se forme una idea y luego busque la palabras adecuada; pero aquí sucede a la inversa: la palabra le precede. El se pone a disposición de la palabra y se trasfiere a ella. En este proceso de conocimiento, comprensión y reflexión, de adaptación a esta palabra, consiste la esencia de la formación sacerdotal. El padre Kolvenbach, en su libro Ejercicios, define esta subordinación del propio conocimiento a la doctrina de la Iglesia como un «sacrificium intellectus», y continúa: «Este 'sacrificium' imprime en toda la labor espiritual... el sello de una oblación en sentido propio, un sello sacerdotal... La capacidad... de anunciar no se orienta ... primariamente al saber, sino a la integración personal del sacerdote en el cuerpo de Cristo y a la integración de nuestra comprensión en la palabra de Dios comunicada. Como para los levitas, los profetas y los apóstoles, también para Jos anunciadores de la palabra de Dios el proceso de aprendizaje -que nunca cesa- consiste en ceder el primer puesto al honor de Dios ... Un sacerdote debe consagrarse sin restricciones a la palabra de Dios» 6 . El padre Kolvenbach explica a partir de aquí la misteriosa fórmula paulina de que debemos «revestirnos de Cristo»: revestirse de Cristo consiste en este proceso de identificación con la palabra de la fe, en la adaptación interna a esta palabra, para que sea algo nuestro por habernos ajustado a ella. 6. P. H. Kolvenbach, Der osterliche Weg. Exerzitien ::.ur Lebenserneuerung, Freiburg 1989, 24 (trad. cast.: Caminando hacia la pascua. Bilbao 1990).
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Esto significa en la práctica que la dimensión intelectual y la espiritual son inseparables en los estudios teológicos. El hecho de que haya en el mundo una palabra de Dios accesible a nosotros, algo que Dios nos dijo y nos dice, es la realidad más impresionante que cabe pensar; pero estamos embotados por el hábito para percibir el prodigio de esta comunicación. Hace poco he recordado una pequeña anécdota que relata Helmut Thielicke en sus memorias. Dos estudiantes de filología que nunca habían recibido enseñanza religiosa asistieron a uno de sus sermones en el Hamburger Michel. Lo que más les impresionó fue el padrenuestro recitado al final, cuyo texto desconocían. Como les pareció que a todos les era familiar, no se atrevieron a preguntar y procuraron informarse por su cuenta. Fracasaron en el intento de encontrarlo en la biblioteca estatal. Tampoco pudieron hallar la letra en la facultad teológica. La cosa se iba haciendo más enigmática hasta que el domingo, durante la celebración matinal trasmitida por radio, tomaron nota del padrenuestro recitado en común. «Así tuvimos por fin el padrenuestro en el cesto», fue el final del relato de los dos estudiantes a Thielicke sobre el largo y arduo viaje de descubrimiento de la oración del Señor, que desembocó en su conversión a la Iglesia católica7 . Se repite aquí, en nuestro tiempo, el fenómeno de la fe de los paganos que hizo exclamar al Señor: «Üs aseguro que en ningún israelita he encontrado tanta fe» (Mt 8, 10). Conocer la aventura de la cercanía de la palabra de Dios en toda su belleza excitante y embarcarse en ella con todas las fuerzas, pertenece a la esencia de la vocación sacerdotal. Por eso, ningún esfuerzo puede parecernos excesivo para el conocimiento de la palabra de Dios. Si vale la pena aprender italiano para entender a Dante en su original, mucho más obvio debe ser aprender a leer la Escritura en la lengua original. Todo el rigor de los estudios históricos sirve obviamente para internarnos en la palabra de Dios. La disciplina racional, la disciplina del trabajo metódico, es una pieza irrenunciable del camino al sacerdocio. El que ama, quiere conocer; desea saber más y más sobre la per7. H. Thielicke, Zu Gast auf einem schonen Stem. Erinnerungen, Hamburg 1984, 307s.
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sona que ama. Así, el afán de conocer es una tendencia interna del amor. Por lo demás, la disciplina metódica que obliga a despojarse constantemente de las ideas preferidas de uno para amoldarse a los datos reales, es un modo insustituible de educación para la verdad y la veracidad, una pieza esencial de ese desprendimiento del testigo que no se pregona a sí mismo, sino que está al servicio de lo que es más grande que él. Una espiritualidad que quiera saltarse esto, se convierte en fanatismo. La edificación sin verdad es una especie de autosatisfacción espiritual que no nos podemos permitir. El esfuerzo cuidadoso y disciplinado por entender la sagrada Escritura es el fundamento de la educación para el sacerdocio. Pero está bastante claro que no es suficiente una lectura puramente histórica de la Biblia. No la leemos como palabra humana del pasado; la leemos como palabra de Dios que él hace llegar a todos los tiempos, a través de personas de un tiempo pasado, como palabra siempre presente. Alojar la palabra en el pasado significa negar la Biblia como Biblia. Esa exégesis puramente histórica, orientada al pasado, lleva con lógica interna a la negación del canon y, en consecuencia, al cuestionamiento de la Biblia como tal. Aceptar el canon significa siempre leer la palabra más allá de su mero instante, es decir, percibir en los autores al pueblo de Dios como soporte y autor permanente. Pero, dado que ningún pueblo es pueblo de Dios por propia iniciativa, la aceptación de este sujeto significa reconocer en él y a través de él a Dios como el verdadero inspirador de sus caminos y de su memoria plasmada en la Escritura. Colocándose en esta perspectiva, la exégesis se convierte en exégesis bíblica y en teología; ésta nace cuando hay una Iglesia que es el sujeto común, y sin este sujeto no existe 8 . Cuando la teología lo abandona, se convierte en filosofía de la religión: el conjunto de disciplinas teológicas se disgrega en una yuxtaposición de ciencias históricas, filosóficas y praxeológicas, como el canon se dis8. Cf. J. Ratzinger, Schr(fiauslegung im Widerstreit, Freiburg 1989, especialmente 7-44; sobre la cuestión de la Iglesia como <
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grega cuando no hay un sujeto permanente, lo único que puede acreditarlo como canon. Si la presencia interior de este sujeto -la Iglesia- se debilita en las almas, es inevitable el proceso disgregador: la disolución del canon y la disolución de la teología en una serie de especialidades apenas ligadas entre sí. Tal es la gran tentación de nuestra hora, en la que el sentido del misterio que es la Iglesia se extingue casi totalmente y la gran Iglesia aparece como una organización capaz de coordinar los temas religiosos, pero ella misma no entra en la religión, que se desenvuelve en el ámbito afectivo de la comunidad. Por eso, la vivencia y la aceptación de la Iglesia forma parte sustancial de la preparación para el presbiterado. Si en esta época la Iglesia no «despierta en las almas», al final todo es subjetivo. La fe degenera en una elección privada de aquello que me parece más actualizable; no se produce el desprendimiento de mí mismo y la trasferencia a la palabra del Otro. La palabra es entonces, a la postre, mi palabra; yo no me integro en el cuerpo de Cristo, sino que permanezco en mí mismo. Esto significa que una preparación global y científica multilateral es necesaria para el presbiterado por la naturaleza misma de éste. La religión del Logos es esencialmente una religión racional. Incluye la dimensión filosófica e histórica, igual que la referencia a la práctica; pero todo esto sólo puede aglutinarse desde un fondo teológico que no puede subsistir sin la realidad de la Iglesia. Hoy, en la era de la especialización progresiva, creo que la búsqueda de la unidad interna en teología y la concentración en el núcleo han pasado a ser una prioridad urgente. La teología debe ser sin duda multilateral, pero también capaz de sacudirse constantemente el lastre y centrarse en lo esencial. Debe ser capaz de distinguir entre el saber particular y el saber fundamental; y debe, sobre todas las cosas, trasmitir una visión orgánica del conjunto donde se integre lo esencial. Si los estudios calificados de ejemplares hacen que al final se acumule una serie de saberes especiales inconexos, incumplen su objetivo. Sólo la totalidad permite conocer los criterios que son imprescindibles para el necesario discernimiento de los espíritus, para la autonomía espiritual del anunciador. Si no aprende a juzgar desde el todo, queda expuesto indefenso al vaivén de las modas.
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Esto me lleva a otro punto. Siempre me ha dado que pensar el hecho de que la plegaria de la misa romana donde los sacerdotes piden por sí mismos, utilice la palabra «pecador»: «nobis quoque peccatoribus». El apelativo oficial que se aplican Jos clérigos en presencia de Dios deja de lado la dignidad y va al núcleo: somos «siervos pecadores» 9 . No creo que se pueda despachar esto como una simple concesión a la humildad. Expresa la misma conciencia que hizo exclamar a Isaías ante la teofanía: «¡Ay de mí, estoy perdido! Soy hombre de labios impuros ... y he visto con mis ojos al Rey y Señor de Jos ejércitos» (6, 5); la misma conciencia que deja a Pedro sobrecogido ante la pesca milagrosa y le hace exclamar: «¡Apártate de mí, Señor, que soy un pecador!» (Le 5, 8): la misma conciencia que resuena en la liturgia cuando el obispo exhorta a los candidatos: «Con gran temor hay que subir a esta altura ... ». Es peligroso acostumbrarse a la cercanía permanente de lo santo, que deriva fácilmente en cotidiano y habitual, y luego en funesto. Las duras palabras de Jesús a los fariseos y sacerdotes descansan en una trama psicológica y sociológica que siempre existe: la costumbre insensibiliza. Recordemos el ejemplo de los dos estudiantes en su búsqueda del padrenuestro, donde hemos visto reflejado el interés de los paganos y nuestra propia ceguera. Por eso la Iglesia consideró en el pasado que no se podía estudiar teología simplemente como una profesión para ganarse el sustento. Porque entonces tratamos la palabra de Dios como algo que nos pertenece, y no es así. Moisés tuvo que quitarse las sandalias ante la zarza ardiendo. Podríamos decirlo de otro modo: el que se expone al foco radiactivo de la palabra de Dios y lo maneja profesionalmente, debe prevenirse contra su proximidad; de lo contrario sufrirá quemaduras. La realidad de este peligro se advierte en que todas las grandes crisis de la Iglesia van acompañadas de una decadencia del clero, para el cual el trato con lo santo no era ya el misterio sobrecogedor y peligroso de la cercanía ardiente del Santísimo, sino una manera cómoda de asegurarse el sustento. La prevención necesaria para eludir el ries9. Cf. J. A. Jungmann, Missarum sollemnia 11, Freiburg 1952, 311; Th. Schnitzler, Meditaciones sobre la misa, Barcelona 1960, 120s.
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go de la familiaridad profesional con el misterio de Dios puede encontrarse expresada en la orden que recibe Moisés de quitarse el calzado: el calzado, hecho de cuero, de la piel de animales muertos, era expresión de lo muerto, y había que desechar lo muerto para poder estar en la vecindad de aquel que es la vida. Lo muerto ... es por lo pronto el exceso de cosas muertas. las posesiones de que se rodea una persona. Lo muerto abarca también aquellas actitudes que obstaculizan el camino pascual: sólo el que se pierde a sí mismo, se gana. El sacerdocio requiere un abandono de la existencia burguesa, debe asumir la autopérdida de un modo estructural. El hecho de que Iglesia y celibato vayan unidos procede de esta verdad: el celibato es la antítesis de la vida normal. El que lo asume desde dentro, no puede considerar el presbiterado como una profesión entre otras, sino que ha de afirmar la renuncia al propio proyecto vital, dejarse ceñir y guiar por el otro adonde no quisiera. Antes de tomar esa decisión, es preciso oír y meditar el dicho del Señor: «Si uno de vosotros quiere construir una torre, ¿no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla?» (Le 14, 28). Nadie puede ir al sacerdocio por propia iniciativa, como su modo de vida. El examen cuidadoso de si respondo con él a la llamada del Señor o sólo trato de realizarme, es condición fundamental. Y en todo el trayecto está la condición de mantener vivo el contacto con el Señor. Porque si apartamos la vista de él, puede ocurrimos lo que a Pedro cuando sale al encuentro deJesús sobre las aguas: sólo la vista del Señor puede contrarrestar la fuerza de la gravedad, y puede hacerlo realmente. Siempre somos pecadores; pero si él nos sostiene, las aguas del abismo pierden su poder. Quisiera volver, a este propósito, sobre el «nobis quoque», la oración presbiterial del canon romano. Invoca en favor del sacerdote a los guías e intercesores, comenzando por Juan Bautista; después, a catorce santos: siete varones, todos mártires, y siete santas mujeres y vírgenes. Representan las diversas áreas geográficas de la Iglesia y las diferentes vocaciones existentes en ella: todo el pueblo santo de Dios 10. El sacerdote está apo10. Cf. Th. Schnitzler, Meditaciones sobre la misa, 122.
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yado por los santos y por toda la comunidad viviente de los fieles. Me parece especialmente significativo que el canon romano mencione los nombres de las santas mujeres justamente en la oración por los sacerdotes. El celibato sacerdotal nada tiene que ver con la misoginia; tampoco significa una ruptura de vínculos con la mujer. La maduración interna de un sacerdote depende esencialmente de que encuentre la relación correcta con las mujeres; necesita ser apoyado por madres, vírgenes, profesionales y viudas que acepten su misión especial y le acompañen en ella con bondad y solicitud femenina, desinteresada y pura.
4. Palabra y sacramento: el lugar del culto Nuestras reflexiones se mueven siempre en la idea de que nuestra vocación es la de formar parte de un templo vivo. El templo incluye el culto divino, el sacrificio; así nos lo dice la primera Carta de Pedro. Como cristianos, creemos en la Palabra humanada. Por eso, el servicio sacerdotal debe alcanzar algo más que la predicación, más que una exposición de la Biblia. Lo que se hace visible en la palabra, ha pasado a los sacramentos, dice san León Magno 11 . La palabra de la fe es esencialmente palabra sacramental. De ahí que la formación para el sacerdocio deba ser una preparación para el servicio de los sacramentos, para la liturgia sacramental de la Iglesia. No voy a exponer ahora en largas consideraciones lo que esto significa, cuando lo anterior estaba pensado ya desde una óptica sacramental. Hay una cosa clara: la eucaristía diaria debe ser el núcleo de la preparación sacerdotal. La capilla debe constituir el centro del seminario, y la cercanía eucarística debe continuar y profundizarse en la adoración personal ante el Señor presente. El sacramento de la penitencia debe ser siempre la brasa encendida de la purificación que menciona el profeta Isaías en el relato de su vocación (6, 6); debe ser la fuerza de reconciliación que nos alivie de todas las tensiones y, guiados por el Señor, nos lleve a la unión. 11. Sermo 2 de Ascensione, 2, PL 54, 398.
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La liturgia entraña el silencio y la celebración festiva. De mis años de seminario, los momentos de la misa matinal con su frescor y pureza incontaminados, junto con las grandes celebraciones llenas de esplendor festivo, son los más bellos recuerdos que guardo. La liturgia es bella precisamente porque nosotros no somos sus agentes, sino que participamos en lo que es más grande, nos envuelve e incorpora. Voy a referirme de nuevo al canon de la misa romana: el «communicantes» menciona los nombres de veinticuatro santos en correspondencia tácita con los veinticuatro ancianos que, según el cuadro del Apocalipsis, rodean el trono de Dios en la liturgia del cielo 12 . Toda liturgia es liturgia cósmica, un salir de nuestras humildes agrupaciones hacia la gran comunidad que abraza cielo y tierra. Esto le confiere la amplitud, la gran dimensión; esto hace de cada liturgia una fiesta; enriquece nuestro silencio y nos invita a buscar esa obediencia creativa que nos capacita para sumamos al coro de la eternidad. El culto está relacionado con la cultura; esto es algo que salta a la vista. La cultura sin culto pierde su alma, y el culto sin cultura ignora su propia dignidad. Si la formación sacerdotal es muy sustancialmente, en su núcleo, formación litúrgica, un seminario ha de ser también una casa de amplia formación cultural. La música, la literatura, el arte figurativo, el amor a la naturaleza, todo esto le pertenece. Los talentos son diversos, y lo hermoso es que, en el seminario sacerdotal, muchos y diferentes talentos puedan complementarse. Nadie lo puede todo, pero nadie debe apuntarse a la vulgaridad. La liturgia es el contacto con la belleza misma, con el amor eterno. De ella ha de irradiar la alegría a la casa, en ella puede trasformarse y superarse la carga del día. Cuando la liturgia es el centro de la vida, nos hallamos en el ámbito de la exhortación paulina: «Estad siempre alegres; os lo repito, estad alegres. El Señor está cerca» (Flp 4, 4). Desde el punto céntrico que es la liturgia, sólo desde él, se comprende que Pablo defina al apóstol, al sacerdote de la nueva alianza, como «cooperador en vuestra alegría» (2 Cor 1, 24 ). 12. Th. Schnitzler, Meditaciones sobre la misa, 96-97; sobre la esencia de la liturgia cf. J. Corbon, Liturgie aus dem Urquell, Einsiedeln 1981.
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En la época de mi juventud topábamos aún ocasionalmente, en el mundo rural, con la creencia de que la preparación para el sacerdocio consistía sobre todo en aprender a decir misa. Uno se extrañaba de que esta creencia perdurase tanto tiempo, aun sabiendo que para decir misa era necesario aprender latín, algo nada sencillo. En realidad. cabe afirmar efectivamente que, a tin de cuentas, la preparación para el sacerdocio consiste en aprender a celebrar la eucaristía. Pero cabe afirmar también, a la inversa, que la eucaristía existe para enseñarnos a vivir. La escuela de la eucaristía es la escuela de la vida justa; nos conduce a la enseñanza de aquel que pudo decir con exclusividad: yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6). El tremendo ministerio de la eucaristía consiste en que el sacerdote puede hablar con el yo de Cristo. Hacerse sacerdote y serlo sigue siendo un acercamiento a esta identificación. Nunca acabaremos de alcanzarla, pero si la buscamos, estamos en el buen camino: el camino que lleva a Dios y al hombre, el camino del amor. Con esta vara hay que medir siempre la preparación para el sacerdocio.
ORIGEN DE LOS DIFERENTES TRABAJOS
Jesucristo, hoy: Internat. kath. Zeitschrift Communio 19 (1990) 56-70; en España: Universidad Complutense de Madrid: Jesucristo, hoy, El Escorial 1989, 297 316. Cristo y la Iglesia. Problemas actuales de la teología. Consecuencias para la catequesis, en Ratzinger-Staudinger-Schütte, Zu Grundfragen der Theologie heute, Paderborn 1992,7-17 . El poder de Dios, esperanza nuestra: Pastoralb1att für die Diozesen Aachen, Berlín, Essen, Hi1desheim, Koln, Osnabrück, 40 (1988) 71-83. La resurrección, fundamento de la liturgia cristiana. El significado del domingo para la oración y la vida del cristiano. Publicado con el título Vom Sinn des Sonntags: Forum kath. Theologie 1 (1985) 161-17 5; también en di versas ediciones de la revista internacional Communio. «Templo construido con piedras vivas». La casa de Dios y el culto cristiano, en W. Seidel (ed.), Kirche aus lebendigen Steinen, Mainz 1975, 30-48. «Cantad a Dios con maestría». Premisas bíblicas para la música de Iglesia. Fue publicado con el título Biblische Vorgabenfür die Kirchenmusik en Brixener Initiative Musik und Kirche. Drittes Symposion «Choral und Mehrstimmigkeit», Brixen 1990, 9-21. La imagen del mundo y del hombre en la liturgia y su expresión en la música de Iglesia. Publicado con el título Liturgie und Kirchenmusik: Internat. kath. Zeitschrift 15 ( L986) 243256; también en Musices aptatio. Jahrbuch 1986 Christus in Ecclesia cantat, ed. alemana, 60-74; también ediciones en inglés, italiano, francés y portugués (todo en Roma 1986).
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«Te cantaré en presencia de los ángeles». La tradición de Ratisbona y le reforma litúrgica. Publicado con el título In der Spannung zwischen Regensburger Tradition und nachkonziliarer Reform: Musica sacra. Zeitschrift des Allgemeinen Ciiecilienverbandes für Deutschland 114 (1994) 37g-38g. Conversión, penitencia y renovación. Versión muy abreviada de lo publicado con el título Kirchenverfassung und Umkehr en lntemat. kath. Zeitschrift 13 (1984) 444-457. Preparación para el servicio presbiteral. Publicado con el título Perspektiven der Priesterausbildung heute en K. Hillenbrand (ed.), Unser Auftrag- Besinnung auf den priesterlichen Dient, Würzburg 1990, 11-38.
INDICE GENERAL
Prólogo.....................................................................................
7
JESUCRISTO, CENTRO DE NUESTRA FE Y FUNDAMENTO DE NUESTRA ESPERANZA Jesucristo, hoy...........................................................................
11
l. Indicaciones sobre el origen y la finalidad del presente estudio............................................................................ 2. Retlexión preliminar: el hoy, el ayer y lo eterno............ 3. Cristo, el camino. Exodo y liberación............................ 4. Cristo, la verdad. Verdad, libertad y pobreza................. 5. Cristo, la vida. La «proexistencia» y el amor.................
11 19 23 30 36
Cristo y la Iglesia. Problemas actuales de la teología. Consecuencias para la catequesis..................................................
41
El poder de Dios, esperanza nuestra .... .... .......... ....... ................
49
l. Fundamentación .. ... ... ... ..... ... ......... .... ......... ......... .... ....... a) Consideraciones previas sobre la esencia del poder. b) Dos textos bíblicos sobre la cuestión del poder: el monte de las tentaciones y el monte de la misión .... e) La esencia del poder de Jesús: poder en la obediencia, poder responsable............................................... d) Los dos modos de poder: poder dominador y poder obediencia!................................................................ 2. Aplicaciones................................................................... a) La fe, puerta de acceso al poder de Dios.................. b) La Biblia, el lugar del poder esperanzador de Dios.. e) La potestad de la Iglesia y el poder de Dios.............
49 49 51 54 55 58 59 63 66
208
lndice general
II
CULTO CONFORME AL LOGOS (ROM 12, 1) LITURGIA Y CRISTOLOGIA l. La resurrección. fundamento de la liturgia cristiana. El significado del domingo para la oración y la vida del cristiano..
73
l. ¿De qué se trata?............................................................ 2. La teología del día del Señor......................................... 3. Sábado y domingo.......................................................... a) El problema............................................................... b) La teología del sábado .. .. .. .. .. .. .... .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. e) La síntesis cristiana................................................... 4. Aplicaciones................................................................... a) Celebraciones dominicales sin sacerdote.................. b) Cultura de fin de semana y domingo cristiano .........
73 76 80 80 83 86 88 89 92
2. Gloria y glorificación. «Templo construido con piedras vivas». La casa de Dios y el culto cristiano.....................................
95
l. El mensaje bíblico sobre el templo construido con piedras vivas........................................................................ a) La raíz en el antiguo testamento............................... b) Cumplimiento en el nuevo testamento...................... 2. ¿Cómo se llega al templo cristiano?............................... 3. Consecuencias para hoy.................................................
95 97 99 102 107
«Cantad a Dios con maestría». Premisas bíblicas para la música de Iglesia..............................................................................
113
l. Consideraciones sobre la situación de la Iglesia y de la cultura............................................................................. 2. Un salmo, ejemplo de las premisas bíblicas para la música en el culto................................................................ 3. La recepción del esquema bíblico en la vida litúrgica de la Iglesia.........................................................................
113 115 123
Indice general
209
4. Consecuencias para el presente...................................... a) Contra el esteticismo autónomo................................ b) Contra el pragmatismo pastoral autónomo............... e) Apertura al mañana dentro de la continuidad de la fe.
125 126 127 129
La imagen del mundo y del hombre en la liturgia y su expresión en la música de la Iglesia.....................................................
131
l. ¿Superar el concilio? Una nueva concepción de la litur-
gia................................................................................... 2. El fundamento filosófico del esquema y sus puntos débiles................................................................................ 3. El modelo antropológico de la liturgia eclesial.............. 4. Las consecuencias para la música litúrgica.................... a) Nociones básicas....................................................... b) Notas sobre la situación actual................................. 5. Consideración final: liturgia, música y cosmos..............
135 141 143 143 147 148
«Te cantaré en presencia de los ángeles». La tradición de Ratisbona y la reforma litúrgica...................................................
151
l. Liturgia terrena y liturgia celestial: la visión de los padres de la Iglesia............................................................. 2. Una aclaración en la disputa posconciliar sobre la liturgia................................................................................... 3. La esencia de la liturgia y los criterios de la reforma.... 4. Fundamento y misión de la música en la celebración litúrgica............................................................................. 5. Coro y comunidad: la cuestión del lenguaje.................. 6. Cuestiones concretas: «Sanctus», «Benedictus», «Agnus Dei»................................................................................
132
151 153 155 160 162 164
3. Aspectos complementarios Conversión, penitencia y renovación. Un diálogo entre F. Greiner y J. Ratzinger .............
171
Preparación para el servicio presbiteral....................................
187
l. La construcción de la casa espiritual: integración en la familia de Dios .................. .............. ...... ....... ................ ..
188 i' ,'
210
lndice general
2. La pasión por la verdad.................................................. 3. Casa y templo: servicio a la Palabra encarnada............. 4. Palabra y sacramento: el lugar del culto ........................
191 194 202
Origen de los diferentes trabajos...............................................
205
ISBN 64 - 301- 1329- 0
S