Viento seco novela colombiana.pdf

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VIENTO S E O

LITERATURA

O

UNIVERSAL























V O C A B U L A R IO

CHULAVITA. CHULAVITA. Sujeto oriundo de una región de Colombia, tristemente famosa por su oscurantismo y por su tendencia a imponerse fanáticamente mediante la violencia criminal. La dictadura empleó sujetos de esta índole como policías o detectives con la consigna de eliminar sin piedad a sus adversarios políticos. CHAMIZAS. CHAMIZAS.

Malezas secas sec as de poca poc a altura.

BAHAREQUE. Un material de construcc cons trucción ión rústico, rústico , a base de guadua o cañabrava y barro, muy usado en las tierras cálidas de Colombia. PAJAROS. Criminales Criminales de extraordinaria ferocidad a los qué la dictadura sacaba de las cárceles en donde purgaban sus crímenes y los habilitaba de policías o detectives del régimen, para cumplir tareas determinadas de eliminación de opositores. “Pájaros” es el nombre que el pueblo les daba, en tono despectivo o despreciable. ESPICHAR. BEBETA.

Aplastar.

Afición a las bebidas alcohólica alcoh ólicass o su efecto efe cto..































Pág.

Viento Seco

............................

I.

La noche noche del fuego fuego . . .

5

II. II .

La noch nochee del del llan llanto to . . .

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La noche noche de la venganza venganza

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III. II I.































I

LA

NOCHE

DEL

FUEGO































Mira M irad, d,

y ved si hay dolor como mi

dolor que me ha venido . . . J eremías : Lamentaciones I, 12

































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i

De prisa, en la noche, Antonio Gallardo y Marcela bajaban la falda de la montaña. El temor a la tragedia, y la oscuri oscuridad dad hacían interminable intermin able la distancia de un kilómetro que los separaba de la casa. Corrieron dos cuadras. Sus corazones salta ban b an preocu pre ocupad pados os y su respiración* respiració n* empezó a ser se r fatigosa. Se detuvieron un instante. El viento los alcanzó, también se detuvo, dejó que las hojas de yerba se irguieran y siguió su marcha pegado a la montaña. Y la montaña sentía su paso. El cielo de la aldea de Ceylán estaba lleno de candelazos y ruido de disparos. Los chulavitas

































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samíento y diluía su sensibilidad en el azul profundo de la distancia. Continuaron tras del viento. — Antonio, ¡oye! — dijo di jo M arce ar cela la con l a voz quebrada. — Sí, m ujer uj er,, veamos el modo de defen de fende dern rnos os.. Si lo hubiera sabido me habría quedado para hacerles frente con los peones y mis armas. Y continuaron la marcha cautelosamente, con los ojos como faros inquietos, y el oído en el viento. Y el viento aulló, o las voces aullaron en el viento. Se distinguían ruidos de maderas rotas, golpes, disparos secos, disparos silbantes, disparos sordos y explosiones. Y entre ellos una confusión de gritos. — Antonio, Anto nio, ¡los están es tán m atan at ando do!! — No. No creas cre as eso, m u jer je r — respo res pond ndió ió AntoAn tonio, pero su corazón trepidaba con temor ante la eviden evidenci ciaa de la catástrofe— . Te aseguro que qu e esa esas* s* gentes no tienen otro interés que impedimos los liberales votar en las elecciones de Noviembre? Sólo vienen a llevarse a los hombres mayores. Posiblemente se contenten con quitarles las cédulas

































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un poste de la cerca como garrucha. Y saltó. Al caer se arañó un brazo con las hojas dentadas del maíz. Las hojas chasqueaban porque el viento las azotaba con furia. Las mazorcas movían sus cabelleras amarillas y los tallos se cruzaban. El ruido del maizal hacía más confusa la zam bra br a de la aldea. alde a. Antonio Antonio se adelan ade lantó tó unos pasos a Marcela, quien trataba de desenredar su enagua engarzada en unas chamizas. Marchó un poco. Entre ambos surgió la silueta de un espantapájaros. Marcela se paró asustada ante esos brazos en cruz, cubiertos de harapos, que parecían tener vida pro pia. pi a. Tenía la sensación sensación de ver a su Antonio crucicruc ificado frente a ella. Sollozando cerró los ojos, húmedos de lágrimas. — Antonio, Antonio, Antonio, Antonio, ¡no dejes que qu e te cojan! c ojan! Hazlo Haz lo por po r la niña, niñ a, por po r tus padr pa dres es,, y por po r m í. Ten Te n prud pr uden en-cia. —Y corrió hasta alcanzarlo. Los animales del campo se habían despertado, huían o atisbaban vigilantes y lanzaban sus expresiones siones de alerta. Anton Antonio io se paró pa ró a la l a tracción tracc ión hecha hecha por po r Marcela, Marc ela, sin habl ha blaa r, con los músculos músc ulos contr co ntraíaídos y con el pensamiento presa de ideas defensivas. Su mano derecha agarraba el machete, su inseparable machete de monte. — Antonio, Antonio, ten la segu se gurid ridad ad de que no les van a causar daño ni a la niña ni a los “viejos” —decía Marcela para tranquilizarlo y apaciguarse—. Cuan-

































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El instinto les hizo aminorar la marcha. Continuaron el avance con precaución porque el fogueo no cesaba. El viento deshizo lo andado y ellos fueron contra el viento. Llegaron al cafetal, que cerraba con ramas cuajadas de frutos los claros de los surcos. La luz de las estrellas no proyectaba sombras y penetraba debajo del follaje. Pasaron la cerca que separaba los cafetos del maíz y caminaron cuidadosamente sobre la hojarasca. A una cuadra de la casa escucharon el quejido de un perr perro o. Se acerca acercaron ron y vieron a “ Tritón Tr itón”” * un» lobo lobo negro de.la jauría, tendido sobre una charca de sangre. El animal quiso incorporarse al sentir av sus amos, pero la cabeza se le desmadejó con uiu aullido débil, casi como un llanto reprimido. Miró? con esa mirada tristísima de los animales enfermoá, y murió. Sus dueños no tuvieron tiempo de acariciarlo, ni de darle una palabra de saludo. Apenas alcanzaron a agacharse y comprobar que estaba muerto, atravesado por una bala. Marcela no pudo contener las lágrimas y Antonio lanzó una maldición.

































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Y siguieron el recorrido de ese kilómetro que la ansiedad hacía interminable. Desde que empezaron Jos disparos había pasado media hora que no podía ser medida con relojes de tiempo porque era la eternidad de la angustia. * Los tiros y descargas de fusilería disminuyeron. £1 aire trajo un olor a humo, y pocos momentos después empezaron a salir llamas de las casas. — ¡Antonio, incendio! ince ndio! ¡La ¡L a n iña! iñ a! — g ritó ri tó M a rcela, al tiempo que soltó el brazo de su marido y voló hacia la casa. Llegó al corral cercado por el palenque de la huerta y la tapia. La casa se abrasaba por los cuatro costados. Ante las llamas y los remolinos de pavesas que el aire levantaba del incendio, quedó clavada de espanto. Con el cerebro paralizado, dió un grito desgarrador y de un salto se coló por la puerta del patizuelo patiz uelo.. E l humo la asfi as fixi xiab abaa y e l r u ido id o q u e h a cían los asaltantes en las casas vecinas, a medio dorar de fuego, la enervaba. De improviso salió’ un policía rezagado, con el producto de su pillaje,* un radio de pilas, en las manos. En cuanto vió a Marcela puso el radio en el suelo y se abalanzó *a ella, lúbrico y feroz. La cogió entre sus brazos.



































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Por los resquicios de las tejas salían penachos de humo rizado. El resplandor de las llamas pro* yectaba las sombras temblorosas de Marcela y su atacante, un policía de treinta años, con uniforme t gris, correajes blancos y revólver al cinto. A ellos se unió unió Ant Antonio onio,, quien separó a M arc ela y em pezó una riña ^ muerte con el chulavita. Muy rápido, con el brazo de potentes músculos, enarboló el ma-



































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y Antonio saltó sobre él y le hundió en el pecho su machete. Sacó el arma de un tirón y la limpió en las piernas del vencido. En este lapso, Marcela había penetrado en la casa. Atravesó un par de alcobas. Las llamas lamían los bahareques de las paredes y volteaban en las cornisas para alcanzar el cielorraso. El humo le picaba en la nariz y la hacía toser. El humo olía a la gasolina que habían rociado para el incendio. Marcela no se daba cuenta de que su cuerpo al pasar hacía un vacío que atraía las llamas. Sus ropas y cabellos se chamuscaban. Buscaba a los suyos con su instinto ya que la confusión y el humo le hacían fallar los sentidos. Penetró en el amplio recinto de la sala y alcanzó a oír el lamento de su niña, mezclado a los gritos desgarradores de los padres de Anto Antonio nio,, de la c r i a d a y de los dos do s peones, amarrados con lazos y amontonados en un



































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i mamo s o u n o a n a

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trenzas de sangre. Ambas habían sido violadas y hendidas con bayonetas.* Cuando Marcela apareció en el corredor, Antonio procuraba despejar de leños encendidos una pue p uert rtaa p a r a e n tra tr a r en la casa ca sa.. A l v e r a su esposa esp osa con la niña en brazos, corrió en su busca y extinguió con sus manos las puntas ardidas, humeantes de los vestidos. Al mismo tiempo, una oleada de fuego, humo y gritos salió de la casa. Algunos techos se hundieron y dos paredes se desplomaron entre una nube de polvo brillante. Antonio se cogió la cabeza con las manos. No sabía qué hacer. Quería meterse entre los escombros y salvarlos a todos, pero pe ro las la s manos de fuego fue go no lo d e jab ja b a n p a s a r . M a rcela lloraba y besaba a María José, la hija. Instintivamente se guarecieron detrás de la tapia. El calor era insufrible y había que escapar. Antonio miraba el incendio y sentía que algo superior a su voluntad lo amarraba y le impedía abandonar



































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incendio para poder seguir la vía del atajo que va de la aldea al pueblo de Andalucía. Tuvieron, por la fuerza, que ver lo que pasaba. Y con horror, indignación y pena miraban los incendios y los crímenes. Unas pocas casas, pertenecientes a los conservadores, previamente señaladas con cruces azules, estaban intactas. Las otras ardían con llamas de variadísimos colores, según que consumieran las cantinas, los graneros, los establos o los cuerpos amarrados. Vehículos y caballos ensillados corrían por la calle principal y .por la plazuela. A través de las ventanas de las casas no incendiadas todavía se observaba el macabro espectáculo de los maridos castrados, obligados a presenciar la violación de sus esposas e hijas. En la casa de Manuel Pacheco se balanceaban de las vigas vig as de u n a e n ram ra m a d a varios vario s cuerpos desnudos, sangrantes, torturados antes de ahorcarlos. La hija de Juan Velásquez estaba clavada, con un machete que le atravesaba el vientre, al entablado del corredor de su vivienda. “El Cha



































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a tiras, en lonchas de grasa, músculos y nervios, le quitó la piel. Lo abandonó en su agonia de sangre pa p a ra alcan alc anza zarr a una un a m ujer uj er que qu e corr co rría ía y a la cual se contentó con cercenarle los pechos y hendirle el sexo. Y entre las contracciones de la muerte, la poseyó. poseyó.





































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£1 tiroteo se oía disminuir en las callejuelas del poblado y se conce concentr ntraba aba en la plaza. P or la carretera o calle principal pasaban camiones cargados





































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En el aire las pavesas hacían giros luminosos aunque el aire no se movía. El grupo de cautivos crecía y se apretujaba como una manada de corderos perseguida por los lobos. (E l cordero corder o con sus ojos ojos lacustres lacustres es la imagen del hombre perseguido). Varios campesinos habían sido enlazados y traídos a rastras por las calles, que con sus piedras cortaron las ropas y desgarraron las carnes. En la manada humana ha bía b ían n falle fal leci cido do más de diez y otros agonizaban sin saber aún lo que pasaba o cómo sucedía todo aquello en tan corto tiempo. Y todos miraban la vida con horror y el valor desapareció tronchado por la impotencia. Los ojos se volvían al cielo en oración sin esquema, con la fe de las grandes necesidades,





































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rrieron enloquecidos, dando alaridos e iluminando como enormes bombillas la plaza. Loa policías rieron a carcajada carca jadas, s, divertidos por po r la fantasía del del espectáculo. “Lamparilla”, con la sonrisa en los labios, sacó su revólver y de una sola ráfaga de cinco disparos dió muerte a los cinco fugitivos. “Pájaro Azul” se acercó y le dijo: — Oiga jefe je fe,, la p róxi ró xim m a vez déjeme déje me ensa en saya yarr a mí. Le apuesto quinientos pesos a que también los bajo ba jo a todos todo s sin a p u n tar. ta r. — Bueno Bue no — contestó “ L a m p a rill ri llaa ” — , van va n los quinientos pesos. Las fogatas humanas crepitaban en distintos pun-





































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dio— io— : Usted stedees se quedan queda n dond do ndee están est án p o rqu rq u e tienen que ver morir morir a éste éste . . . ¡Can ¡C antin tinero ero!, !, tráigale una cerveza bien fría! —y vuelto a la presunta víctima—: Tómatela, es el último gusto que te vas a dar. dar. Te qued quedan an pocos cos minutos minutos . . . cuatr cu atro o y medi medio. o. —El cond conden enad ado, o, petri pe trific ficad ado o de sorp so rpre resa sa y de temor, quiso pronunciar alguna palabra pero el “Vampiro” lo silenció con un grito y el revólver a la altura de los ojos. El hombre estaba como hechizado por el brillo del arma y la boca negra del cañón. —Te —Te qued quedaa un un minuto . . . Te qued q uedan an treinta treinta segundos . . . ¡Y a !. . . — Y un disparo disparo salió salió del del revólver. La víctima empezó a doblarse sobre el asiento y un hilo de sangre bajó a mojar la camisa. El asesino tuvo un fulgor destellante en su mira-





































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y las antorchas vivas también habían recibido la bendición bendición sacer sac erdota dotal). l). Otros tros cam camiones iones,, auto autom móvile óviless y “jeeps” repletos de “pájaros” entraron en el desfile. Los caballos en que algunos civiles habían venido montados enloquecieron, rompieron sus bridas y huyeron desbocados sin jinetes, dando relinchos, encabritados y tirando coces. Sólo uno iba con espuma en la jeta y sangre en los ijares, dominado por po r su chalán. chalán. La caravana avanzó. La caravana atravesó él pueblo y emp empezó ezó el desc desceenso nso hacia el valle, valle, ilumiiluminada por el incendió que se propagaba a las huertas, cafetales, potreros y maizales. El fuego se







































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dara sin actuar. ¿Qué dirían los otros? ¿Cómo aguantar las cuchufletas si no intervenían? Era menester encarnizarse para tener fama de macho. El más cruel era el más hombre. Y todos queríaif rivalizar. “Pájaro Azul”, ratero y asesino de profesión, impuso la tónica. Cayó con saña infernal sobre un hombrazo de acero y le pinchó hasta que sus gritos tuvieron modalidad espectral. El rostro contraído, el llanto y el terror contracturando to-





































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corazón. Llegó al joven y sin tomar en cuenta la expresión de horror, los gritos de súplica ni los santos nombres invocados, con mano firme y destreza inaudita le clavó la hoja, que revolvió certeramente hasta sacar la viscera palpitante. Con ella ensartada en el cuchillo se dirigió al fuego y la asó. Luego, la dividió en tres partes, comió una y dió las otras a sus ayudantes, y ellos también co-





































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puente puente y la carretera carre tera también estaban estab an rojos. La sangre corría o se coagulaba en témpanos rojos, borde bordeado adoss de negr negro o . . . “ Lamp La mparil arilla” la” mandó mand ó trae tr aerr palas y con con ellas toda la sangre fué al río. río . Y el río se volvió más rojo.





































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DA N IEL CAI CAI CEDO CEDO

también ardían como ardía el paisaje, pero con el fuego interior de la venganza y del odio, con esa energía que templa los nervios como cordajes e hinch hin chaa las la s velas de la ‘volunt voluntad. ad. Pero Pero,, aho ahorra . . .





































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And es Centrales. Jos caminos de penetración a Jos Andes Y anduvieron por el ata jo sin conciencia de sí mismos, puestos sus anhelos en la vida de María José. Antonio sudaba sudaba y resp irab a fu ertem en te. M a rc e la se adelantaba para abrir las puertas que cerraban





































bue bueno no o malo malo cruzara su mente. Estab Es tabaa envuelto envue lto en la niebla. Y la niebla había penetrado dentro de él. Marcela contemplaba y estrechaba contra su pe pecho cho dolor dolorido ido el cadáver desangra des angrado. do. Se le iba ib a la cabeza y no podía ni gritar ni llorar. En su razón





































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muerto. Ella no opuso resistencia, por el contrario se preparó para oficiar en esa última ceremonia! Con las manos ambos apisonaron y apisonaron la tierra, después de colocar con dolorosa ternura la niña exangüe. A los pocos momentos había un mon-







































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grante, había estado Cristal, quien le dijo: ‘Vaya, Antonio, yo me encar encargo go de M arce ar cela la.. . . Esper sperar aréé hast hastaa que.usted quede libre . . . ser seré co como un un perro perro fiel fiel tras del amo . . . Vaya, Vay a, Anto Antoni nio, o, yo lo esperaré . . . ” Y en sus ojos ojos vió Ant Anto onio nio una mira mirada da que no era de compasión, sino de odio, que tal vez era el reflejo de ló que él sentía en ese instante: Odio a los hombres, a las autoridades, a Dios y a la P a t r i a . . . Odio Odio,, só sólo odio odio.. Y lo los soldados se dieron cuenta de ese odio y por él lo entregaron a la policía policía . . . Había que hacer hacerle le beb beber er la amar amar-gura de la injusticia cometida con él. No le era permitid itido o odiar odia r ni defender defenderse se . . . Y le entr entreegaro garon n a la policía, junto con los que mostraban arrogancia en el infortunio.































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En el amanecer los gallos despuntaban su canto y Antonio Gallardo trasponía el umbral de la cárcel de Cali, simbólicamente llamada “el Manicomio”. Antonio hervía de indignación. Pasó la pu p u e rta rt a y e l c o rr rree d o r d e l a g uard ua rdia ia;. ;. L leg le g ó a l f o n d o de éste y se encontró en un pasadizo al cual desembocaban la reja de rastrillo, los dos patios, los calabozos o celdas de incomunicación y uno de los dormitorios comunes. Antonio fué arrojado al patio pa tio de en medi me dio. o. No m á s estu es tuvo vo e n é l , seis se is c hu hu  lavitas se le abalanzaron y le dieron patadas y palos pa los en todo tod o e l c u erp er p o . E l p r e t e n d ía e s c a p a r l o s per p ero o como la c a rga rg a l leg le g a b a d e tod to d o s los lo s l a d o s , t e r minó por taparse la cara, Ya, vencido, los puñetazos arreciaron y empezó a sangrar. Para defender el bajo vientre se acuclilló. Los yataganes caían sobre su cabeza y le dejaban sin pensamiento. Los golpes sobre las costillas le producían variadas sensaciones. Se ausentaba, en vuelo por regiones lle-































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dolor de otro. De pronto notó que se marchaba, que se dormía muy cansado, con la mente rota, que entraba a una región teñida de gris y que se desvanecía y confundía en ella. Y no volvió a saber nada. Los polizontes, cumplida su tarea, quedaron sudorosos y contentos. Dieron unas patadas más al cuerpo maltratado y lo volvieron boca arriba. Uno le cogió cogió por. las mangas mangas del pantal p antalón, ón, lo arrastr arra stró ó hasta el grifo cercano y soltó el agua. Antonio no volvió a su inconsciencia y, entonces, el sargento dispuso pasarlo a la “jaula” o carro de prisiones pa p a ra tran tr ansp spor orta tarl rlo o a l Detectivism Detectivismo. o. Allí All í le apli ap lica ca-rían la corre correcc cció ión n adecuada adecuada a sus sus crím crímen enes es . . , En la Seguridad, Antonio fué arrojado entre un montón de piltrafas torturadas en el cuarto que servía de calabozo, contiguo a la “nevera”, otra covacha sucia, tremendamente fría, de paredes lamosas por la humedad, sin respiradero y cuyo nauseabundo aire impregnaba el recinto al abrir su pue p uert rta. a. En ella el la hacían hac ían comer heces heces fecales a los los reclusos. Tres o cuatro horas después de la monumental pa p a liz li z a reci re cib b ida, id a, Antonio Antonio tuvo una un a luz en la conconciencia, una luz nueva, sin recuerdos, amnésica. Trató de moverse pero los dolores^ocasionados por su deseo fueron tan grandes que volvió a la región































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cuenta de su deplorable estado físico. Por uno de los ojos no veía nada, dado que el párpado tenía una hinchazón que se lo impedía. Toda la cara es taha cubierta de sangre coagulada que le templaba dolorosamente la piel, en la cual la barba de dos días brotaba azulosa. El movimiento de las piernas y brazos era imposibilitado por el dolor. Después de muchos intentos consiguió volverse de espaldas y estirarse. Una mano torturada y compasiva le ayudó muy lentamente a completar la posición que quería tener. Su mente, mientras tanto, sin accionar los mecanismos del recuerdo y de la asociación de ideas, estaba enclavada en un vacío de dolores físicos, abstraída y cautiva de la movilidad de sus músculos y frenaba todo movimiento que pudiera llevar al cerebro las impresiones de la carne magullada. Ni Marcela, ni María José, ni los “viejos”, ni Cristal, ni Pedro aparecían en el recuerdo. Nada perd pe rdur urab aba. a. Todo se había hab ía esfumado esfumado ante el dolo dolorr físico de su carne. Intentar siquiera mover un dedo traía un espasmo de dolor y un gemido, prolongado por otros otros gemido gemidoss que se oían en la prisión. Y los muertos que allí estaban llenaban el ambiente con su frío pegajoso. Había en el recinto, hacinados como carga de leña en desorden, veintiocho cuerpos. Pocos no estaban desfigurados por los golpes. La mayoría por las flagelaciones, tenían las espaldas en carne vi-































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con alicates y atravesados por agujas. Las bocas sangrosas con los dientes rotos y las encías abiertas. El aspecto feroz de los rostros deformados, y casi todos sin orejas. Los chulavitas coleccionaban orejas e imitaban a aquel sargento que exhibía, como méritos para un cargo público, cuarenta orejas de adversarios conservadas en un frasco con alcohol. En medio de su inconsciencia dolorosa, Antonio oía los quejidos de los torturados. No se daba cuenta de que en el recinto, a su lado, había muertos, fallecidos en un espasmo tenebrante, a causa de la hemorragia o en colapso de terror. Pero vislum br b r a b a con los lo s otro ot ros, s, los agon ag oniza izante ntes, s, que qu e pron pr onto to estaría deshecho a golpes. Pasadas las horas, Antonio hizo un supremo esfuerzo y se volvió de lado. Luego, entre inmensos dolores, se sentó. Los oídos le zumbaban y la cabeza se le iba. Oía un ruido de sirena que le parecía la llamada de un barco esperando durante mucho tiempo. Un barco que lo llevaría mar adentro, hacia pu p u e b los lo s desconoc desc onocidos idos y extra ex traño ñoss en donde dond e se encontraba la nueva patria. A un puerto distante de una isla en medio de la mar. Pero, extraño caso, iba él solo, sin los amores de su vida y con una sensación de angustia que no tenía explicación.

































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a rastras, entre dolores, por el corto trayecto del segundo patio, que comunicaba la celda con la enramada. Esta estaba al fondo, a mano izquierda. Al lado derecho un paredón, sembrado de impactos, en el que se distinguía una silueta humana. Era la tapia en donde los agentes de la Seguridad tomaban punterí pun teríaa sobre sobre los los prisioneros prisioneros.. Cuan Cuando do se entrena ban, despué despuéss de dibuja dib ujarr a bala al que que servía servía de blanco, apuntaban a partes vitales vitales del orga organis nism mo, previamente previamente discutidas: a la tetilla derecha derecha o a la tetilla izquierda para terminar pronto, a un ojo o al agujero de la boca, al ombligo o a los genitales par p araa demorar un poco más. ás. Al pie de la silueta de balas, sobre sobre el piso piso de cem cemento ento,, lavado lavado frecuente frecuente-mente, mente, la sangre sangre rojiza fué fué dejando una manch anchaa indeleble de color ocre. El dolor que le causó a Antonio la brusca movilización vilización fué fu é muy muy intens intenso. o. A pesar pesar de él se dió dió cuenta de lo que le iba a suceder porque ya lo ha bía escuc escucha hado do,, pero no podía defend defenders erse. e. Los detectives lo despojaron de sus ropas y le ataron sus. dolorosas manos. Después, con alambres eléctricos

































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hasta desarticular la mandíbula. De la garganta salía un aullido espumoso, como de perro con peste. Entre los colorines que pasaban por sus retinas, distinguía en ocasiones las figuras de los flageladores, cuyos rasgos se imprimieron para siempre en su alma triste. La sangre corría. Y entre la sangre regresó al gris de los torturados. Cuando volvió en sí, estaba colgado por las manos atadas a la espalda de la viga maestra de la enramada. Sentía que se le desgarraban los hombros, que la muerte llegaba y lo envolvía en un manto de espinas. Y la muerte no llegaba y el manto de espinas lo envolvía y se le pegaba al cuerpo. De pronto, algo fresco le azotó el rostro y resbaló por su cuerpo y humedeció el manto de espinas. Al cuarto cubo de agua que le echaron abrió los ojos, miró sin ver y quiso pr p r o n u n c iar ia r u n n omb om b re sin cons co nseg egui uirr o tra tr a cosa que hacer una mueca sardónica, que le causó gracia a los detectives, quienes le arrojaron más agua para que tuviera conciencia de su tortura. A continuación venía lo mejor para ellos: Los disparos al bla b lan n c o vivo vi vo y móvil mó vil que qu e se sacu sa cudí díaa en espasmos. espasm os.

































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Empezaron los disparos sobre los genitales de Antonio, pero él no sintió ese dolor en medio de tantos otros. Era uno más y no podía localizarlo porque, ante sus llagas gigantescas, los impactos de las balas no le producían ninguna sensación nueva . o superior a las pasadas. Cuando los agentes de la Seguridad le hubieron castrado, se sentaron complacidos por no haber errado tiro. No había sucedido como tantas otras veces en que un tirador transformaba el blanco vivo en muerto, con lo cual perdía su atractivo la diversión. Como omo decía “La Garza” :. —Ya — Ya se tiraro tira ron n el numerito. numerito. Así Así no vale la l a pena pena.. ¡Qué pendejada! En el e l gris de la tortu to rtura ra,, Anto Antonio nio perma permane neció ció muchas horas. Hacia las doce de la noche los detectives entraron a la celda y separaron los mori bund bundos os y los muertos muertos de los vivo vivoss. En el primer montón quedó Antonio.

































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Frente a la casa de los detectives se detuvo la jaula jau la de prisione prisiones. s. En la calle calle había había sole soleda dad d y noche propicia para cargar el carro trágico. En 61 cupieron tres muertos y cinco agonizantes, entre los cuales estaba Antonio Gallardo, quien quedó con con un cadá cadáve verr encima y dos dos moribundos moribundos a los los lados. Por la calle no pasaba nadie, pues el toque de queda impuesto en la ciudad no permitía salir despué despuéss de las las nueve de la noch noche. e. Y si alguien se atrevía a hacerlo y era sorprendido por las patrullas, lo apresaban y trasladaban a una carretera vecina, en donde entre golpes, descalzo, lo echaban a andar sobre las piedras inclementes. Nadie aso-

































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llegando al río se desviaba del camino, sobre el cual cua l se se construía constru ía el nuevo nue vo puente, y entre entre las somsombras de la noche, después de rematar los prisioneros o sin preocuparse de ello por la gravedad en que se encontraban, arrojaban los cuerpos al río, fertilizador del valle. Por la inmensa llanura sembrada de ciudades y cultivada, el río se arrastra silenci silencios oso o y lleno de caudal. E l río rí o con su corrie corrient nte e de fondo sumergía sum ergía los l os cuerpos un insta instante nte para para * después, en todo su largo recorrido, dejarlos pren* didos a los guaduales, estacados en los carrizales o^ tirados sobre los playones insulares que parten 1* corriente en dos caños. Muchas veces los cuerpos cogían el cauce central y recorrían la llanada inflados, boca arriba o boca abajo, cabeza adelante con algunos gallinazos encima hasta llegar a los rápidos de La Virginia, en donde la corriente los desmembraba treinta días después de haber sido arrojados. Antonio despertó en el trayecto, debido a los



































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El furgón se detuvo. La noche estaba transparente. Los chulavitas se apearon, abrieron las port e z u e la la s p o s te t e r io io r e s y f u e r o n s a c a n d o c u e r p o s . A r r o ja j a r o n u n o c o n l o s e s t e r t o r e s d e l a m u e r t e . L u e g o echaron al agua dos cadáveres. Un cuarto sujeto que aún tenía alientos fue golpeado de nuevo y arrojado al agua. Y como siguiera haciendo movimientos en el río, recibió varios disparos que acabaron con su vida. El muerto que estaba encima d e A n to t o n io i o f u e a l a g u a . ' A n to t o n i o ta ta m b i é n f u e l a n  * zado por los aires y proyectado contra el río. A 1 su lado, casi encima de él cayó el último moribun* do. Los chulavitas atisbaron hasta convencerse de \ que nadie se salvaría, se encaramaron a la jaula* y emprendieron el regreso a Cali para volver coni¿ *otra camionada;



































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le acariciaba. Comprendió que perdía más fuerzas y que no podía ayudarse. Un remolino lo cogió y lo lanzó centrífugamente. Antonio se estacó en el pe p e c h o con co n u n d a r d o . M o v ió l a m ano an o d erec er echa ha y prepr etendió soltarse, pero sus fuerzas fueron insuficientes y siguió enclavado. Pataleó y en el pataleo tocó fondo. Por fin logró desestacarse y se quedó agarrado al dardo con ambas manos. La corriente le hizo girar y sintió otras puyas en las piernas. Estaba en el remanso que hacía el río en un guadual. Alargó la mano y alcanzó una raíz. Su cuerpo quedó entre fango y raíces. Quiso incorporarse sin conseguirlo porque cada vez que lo pretendía se pin p in c h a b a . E l v ien ie n to s ilb il b a b a e n tre tr e la f ron ro n d a y él tiritaba de dolor y de frío. Sus dientes chocaban dolorosamente. Por el ojo izquierdo alcanzaba a distinguir los tallos del bambú con sus raíces como animales terciarios. De niño había tenido una raíz



































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tirse en medio de sus compañeros de estudios, en Bogotá. Escuchaba los discos de moda molidos a diar diario io en en un café café de la séptima . . . Sí, esa músi música ca era la música de la Guabina Chiquinquireña con sus voces dulces que que le decían: d ecían: “ Ven, ven” ven” . . . y la flauta india de la canción le adormecía y le calmaba. Las hojas gimieron largamente con el viento enredado en ellas y Antonio Gallardo escuchó los cantares de infancia. Creyó morir una vez más. Se soltó de la raíz pero la corriente no tuvo fuerza para pa ra llevárselo. llevá rselo. Entre Ent re las sombras de l a noche vió de pronto la figura extraña de un barquero que bogaba hacia él. Una silueta gigantesca que se aproximaba en una canoa. Y pensó si sería el Poira, ru bio bio y malvado, o el Mohán con sus ojos de fósforo fósf oro,, o Caronte, o el Espíritu del Cauca, o Jesús, o la



































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DANIEL DANIEL CAI CAICEDO CEDO

ángel ngel negro egro sobr sobree fondo e s te la r. . . Y en un susu premo pre mo esfuerzo, musitó: mu sitó: — ¡Barque ¡Ba rquero, ro, b a rqu rq u e ro, ro , lléva llé vam m e, barq ba rqu u e ro! ro ! —Y alcanzó a oir que a manera de respuesta el boga negro le decía muy quedamente: — Silencio, m i amo. Era verdad entonces: En el río de sus amores, ayer feliz, hoy trágico, al^guien se lo llevaba con un fin desconocido. T al ve z . . . ¡Sí! ¡Sí! . . . ¿Por qué qué no? Tal vez con un fin bueno.



































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III

LA

NOCHE

DE

LA

VEN GA NZA





































Anda An da , pueblo mío, éntrale en tus tus aposentos'

cierra

iras ti tus puertas;

escóndele un poquito, mento, en tanto

por un mo-

que pasa la ira. I saías , 26: 20 (





































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La sombra triangular del cerro de las Tres Cruces tomaba poco a poco la ciudad de Cali. Era diciembre en el trópico colombiano. El cementerio de la calle veintiséis empezaba a refrescarse. Ias tumbas de las primeras filas no tenían flores mar-





































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estaban enterrados los muertos del 22 de octubre pasa pa sado. do. E l porter por tero o le indicó indic ó el sitio bien bie n que hu bier bi eraa sido sid o de p rim ri m era er a , de segunda o de terce ter cera ra.. En el tren de la muerte hay tres clases: primera, segunda y tercera. El sol estaba tras del cerro y la tarde, adornada de celajes, trataba de irse. En el hombre que preguntaba por los muertos del 22 de octubre apenas podí po díaa reconocerse a Antonio Galla Ga llard rdo. o. Pero Per o era él, el mismo, aunque con un aspecto distinto y un alma diferente. Lentamente se dirigió hacia las bóvedas bóve das de prim pr imer eráá . Empezó a lee le e r nombres desdesconocidos y fechas. Pero nada, allí no estaba el que





































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i

Unos pasos se acercaron, se detuvieron detrás de él y avanzaron hasta una tumba próxima. Antonio, cogida la cara con las manos, soltó las llaves silenciosas de su llanto. Durante largo rato sollozó hasta desahogarse. No sentía ni las sombras ni el silencio ni otros pasos que resonaron distantes, fantasmales en los corredores. Seguía con su dolor, en medio del cual empezó a despuntar un alba de serenidad. Y vió pasar las últimas escenas en que actuara su esposa y sintió deseo de venganza y de represalia. Llevado por sus pensamientos, a media voz, involuntariamente juró vengar su muerte. Se limpió el rostro húmedo de lágrimas y se dis-





































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La noche se volcaba en el cementerio. Una que otra bombilla eléctrica mal iluminaban el recinto. Preocupado porque hubieran cerrado la verja y le hubieran dejado dentro, Antonio avanzó rápidamente hacia la salida. La puerta estaba ajustada y en la portería conversaban dos guardianes. Traspuso el portal y se encaminó a la dirección encontrada. Esquivó las esquinas que pudieran tener policías y llegó al cabo de media hora a la 19 con 11. Recorrió la cuadra varias veces en espera de que Cristal lo llamara. Se detuvo en la sombra de un gualanday que adornaba la acera y esperó un rato. No h a b ía quer qu erid ido o hace ha cerl rlo o en la esquin es quinaa de la ca-







































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Se estrecharon las manos. Se miraron a los ojos y sin decir palabra se metieron en la casa. Cristal encendió la luz eléctrica de la alcoba. Una maleta de viaje estaba sobre el armario de luna, frente a la ancha cama. Las paredes, desnudas de fotografías de artistas o de amantes, en contraste con las piezas inmediatas. Sobre un tocador, una revista y una loción de olor. De un clavo colgaba





































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pe p e n s a m i e n t o c o n l a r a b i a q u e l e p r o d u j e r a l a i m po p o te n c i a a n t e l a f u e r z a y l e d i j o c ó m o e r a l a s e n s a ción del nadador que siente ahogarse. Y le contó cómo, cuando todo estaba perdido, cuando la esperanza se alejaba con la rapidez de un bólido de fuego que se pierde en la distancia apareció, rodeado de estrellas, un barquero negro que lo llevó en su barca. Cristal se levantó llena de excitación, cogió uno de los cigarrillos de Antonio, y lo fumó nerviosamente. En sus ojos habia una llama, la misma lla-





































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desde entonces de orilla a orilla inspeccionando los cuerpos. La mayoría pasaban inmóviles, rígidos en el agua, la cabeza descoyuntada y medio hundida, pero pero unos cuantos, entre ellos ellos yo, yo, nos movíam íamos en el agua y fuimos salvados por Martín. Muchos, después de sacados a la playa, fallecieron y fueron devueltos de nuevo al río. Unicamente cuatro logramos sobrevivir y restablecernos. Por él, aquí me tienes en parte reconciliado con la humanidad.





































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—

2 —





































DA NIEL NIE L CAI CAI CEDO CEDO

tal o al anfiteatro. Yo me fui detrás del camión que llevaba el cuerpo de Marcela y logré, después de identificarla, que me permitieran su entierro sin autopsia. Como a ellos les interesaba salir de los muertos, accedieron. Con unos pesos que tenía guardados alquilé una bóveda de segunda y pagué las pompas pom pas fúne fú nebr bres es.. Le quité qu ité a tu m uje uj e r la argolla argo lla de compr compromi omiso so que tenía tenía en el anular izquie izquierdo rdo . . . Tómala. La he llevado desde entonces como mara







































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— Dices ices el prim pr imer er hombre. M ira — y Anton tonio se levantó de la cama y, trémulo y agitado, sq desabotonó el pantalón y los calzoncillos, que dejó caer al suelo. Cristal se tapó la cara con las manos, horro-





































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de una ocasión intenté sumergirlo, sin lograr mantenerlo bajo el agua. Siempre se me escapaba. Reíamos. Hubo un momento en que logré asegurarlo con las piernas por el cuello. Y cabalgué





































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vari varios os de de sus condi condiscí scípu pullos, a quienes quienes iba a demostrarles cóm cómo los los corazone corazoness secos secos podían podían revivir revivir



























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dos modos odos —ref —reflexi exionó— onó—, necesit necesitamos dinero par para a viajar viajar sin sin contrati contratiem empos. Si vend vendo lo los .revólver revólveres es iré ficiente b



























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US







































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a los Llanos. Allá podremos defendemos en igual-





































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Para mí es como otro hijo, puesto que soportó igual que el mío las torturas, y se salvó, como él,





































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