NICOLAS GOMEZ
TEXTOS I
Favor no escribir ni subrayar los m ny:; y r~~ \:i ~:. t 8.s Gr acia. S ist e!f1 ::l 0.C bibiiotecas Universidad de los Andel'
BOGOTA 1 9 5 9
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ES PROPIEDAD
N~
IMPRESO EN COLOMBIA
0027
PRINTED IN COLOMBIA.
EN LOS TALLERES DE EDITORIAL VOLUNTAD, LTDA. - BOGOTA, D. E.-1959.
CA 0). G55.2
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I hombre nace rebelde. Su naturaleza Ie repugna. E1 hombre ansla una inmanencia divina. E1 mundo entero serfa el cuerpo insuficiente de su implacable anhelo. Pero el hombre no es 1a unica i1imitab1e co dicia de vida. Todo, en el universo, imperia 1iza; y cad a existencia ~ingu1ar ambiciona ex tenderse a 1a tota1idad del ser. E1 animal mas Iniserab1e, entregado sin prohibiciones a su fiebre, coparfa el espacio y devorarla las estre lIas. En los charcos de los caminos hay eHme ros organismos que contienen 1a virtual pose sion del cielo. Ninglin Hmite es interior a1 ser; ninguna ambicion se recusa a sl misma. Toda renuncia nace de un obstacu10; toda abstencion, de un rechazo. E1 universo es un sistema de limita-
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ciones redprocas, donde el objeto se construye como una tensi6n de conflictos. La violencia, cruel ministro de la limitada esencia de l~s co sas, im pone las normas de la existencia actua lizada. Pero si la intervenci6n de ajenas presencias amputa y trunca infinitos posibles, nuestra al ma escualida s6lo es capaz de una fracci6n de los actos con que suena. Todo en d mundo es frontera, termino, fin. Nuestro terrestre aprendizaje es un despo seimiento minucioso. Cada atardecer nos des nuda. Nuestra ambici6n persigue decrecientes pequeneces. Vivir no es adquirir, sino abdicar. Todo es rete para que nuestra impotencia se conozca; todo es barrera para que nuestra debilidad se advierta y se admita. Entre nues tra avidez y el fruto que la sacia, una breve distancia extiende un espacio igual al infinito. Nuestro mas hondo deseo es nuestra imposibi lidad mas segura. Nuestra vida se deshace en cad a uno de sus gestos, abandonando allimbo innumeros abor tos. "ivimos ahuyentando larvas que apetecen nuestra sangre. Nuestro destino es la presi6n que ejerce la petrea abduraci6n de una muer
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ta libertad; cada elecci6n obstruye las direccio~ nes no elegidas; en cad a uno de nosotros gi~ men los ahogados fantasmas que no fuimos. La opci6n impasible y Hvida preside todo instante. Anhelamos aunar y confundir en una pose~ si6n simultanea objetos antag6nicos, pero la implacable exigencia de actos coherentes divi de y lamina nuestra avidez de monstruosas conjunciones. La incompatibilidad de satisfac ciones contrarias anula el delicioso desorden de nuestros apetitos. Pero si la simultaneidad nos delude, el tiem po nos veda un cumplimiento sucesivo. Todo acto es fecundo, y nadie puede abolir sus con secuencias. El vaho del pasado nos impregna. Inhabiles para retornar a nuestras encrucijadas preteritas, no podemos pasearnos en el tiempo como por un obscur~ corredor. La vida ignora el arrepentimiento, y 01vid6 erigir confesona rios en sus vanos templos. Los anos son nuestras celdas sucesivas. La vida traza una espiral desde el infinito de nues tras ambiciones hasta la fosa donde su vertice se clava. Nuestros sacrificios anticipan la rigi~ dez postrera.
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Somos, sin embargo, reos condenados a dic tar nuestra propia sentencia. El hombre no puede entregarse a la trayectoria de su vida, como la piedra a la curva parabolica que la devuelve a la tierra. La vida no es un camino llano entre murallas; sino la senda nacida de nuestros pasos, como nuestras huellas. El hombre es un animal perdido, sin ser un animal abandonado. El hombre no sabe adon de dirigirse, teniendo sin embargo la obliga cion de llegar. Una voz imposible de ofr 10 con mina. El hombre solo sabe si cumple, despues de arrostrar el fracaso. Somos libres de postular los fines mas diver sos, libres de ejecutar las acciones mas contra rias, libres de internarnos en las selvas mas os curas, pero nuestra libertad es solo una libertad de errar. Si somos duefios de mutilar la pro mesa inscrita en nuestra carne, su determina cion excede nuestro siervo albeddo. La libertad no se alza como una plataforma sideral, para que el hombre se trace desde ella una ruta arbitraria entre los astros. La libertad no es el poder de fijar metas, sino el poder de malograrlas. La libertad es nuestro riesgo, el noble privi
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legio de incumplir nuestro deber. El animal avanza, imperturbable, hacia la plenitud de su esencia; y la materia la realiza con su existen cia sola. El hombre se estremece y oscila al bor de de sf mismo. Nunca es blanco don de vibra la flecha clavada; sino aguda flecha en el viento.
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L a filoso£1a que no se resigna a impuros ma~ nipuleos peligra satisfacerse solo a sl misma. la precision que logra al obe Fascinada decer a estrictas normas tecnicas, suele escoger con habilidad los problemas que Ie conviene afrontar. La importancia que les atribuye, 0 Ia urgencia que les concede, no admiten mas cri terio que la docilidad con la cual los proble mas se someten a las exigencias del metodo ce losamente elaborado. Sorda, aSl, al enigma que la invoca desde la penumbra cotidiana, la filoso£1a desadvierte Ia interrogacion opaca, inmoble y tosca, para rendirse a la ambicion de soluciones elegantes y precisas. Sus pretensiones a un escrupuloso rigor de raciocinio corrom pen esta filoso£1a mas codiciosa de ser sutil que profunda, y mas ingeniosa que obstinada.
por
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La filosoHa se enriquece a costa del abando no de la vida. El hombre, expoliado de sus na turales instrumentos por esa limitacion ambi ciosa, vfctima inmolada a una esteril victoria, acepta como solucion a sus problemas mas ur gentes la estructura en que se equilibran las presiones ejercidas por broznos resabios primi tivos. Sin embargo nuestra condicion terrestre no tolera que el hombre desdefie los problemas que descarta una filosoHa envanecida con su integridad y su pureza; - si la filosoHa clau dica, los instintos desuncidos imperan con in genua petulancia. La filosoHa no puede ser so lamente lucero de nocturnas vigilias. Para salvaguardarse de sus peligrosos triun fos, conviene que la filosoHa acometa la me ditacion de lugares comunes. Este es el precio de su sanidad, y de la nuestra. En verdad, nada mas imprudente y necio que el comlin desden del lugar comlin. Sin duda los lugares comunes enuncian proposiciones triviales, pero desdefiarlos como meros topicos es confundir las soluciones in suficientes que proponen con las interroga ciones autenticas que incansablemente reite
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ran. Los lugares comunes no formulan las verdades de cualquiera, sino los problemas de todos. La sabidurta que la humanidad condensa en sus lugares comunes no es tanto la su ma de sus aciertos, como la experiencia de sus inquietudes. Lo que el lugar comlin nos aporta es la evidencia de un problema, la in cansable constancia de una interpelacion per manente. Si caminasemos sobre un suelo estable, ha cia una clara meta, los lugares comunes serlan la doctrina certera del hombre; pero, en la es tepa movediza, los lugares comunes recuerdan, a las generaciones nuevas, la universal tribu lacion de las generaciones preteritas. La mis ma trivialidad de las'soluciones nos mantiene, con safia tenaz, inmoviles ante la gravedad de los problemas que esconden. La inmemorial reiteracion de una formula insulsa solo puede obedecer a exigencias pro fundas. Podemos discutir la validez de una solu cion, aun cuando la ampare un acatamiento universal, pero la universalidad de un proble ma basta para probar su importancia, y el
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esceptlclsmo mejor armado solo puede lograr el traslado de su colocaci6n aparente a su sitio verdadero. Cualquiera que sea el disfraz que revista, el lugar comun es una invitacion tacita a cavar en su recinto.
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1 hombre no puede abandonarse al tiempo, absorto en el fluir de las colinas, extatico viajero a la deriva sobre sus aguas s'ilenciosas. T odo instante 10 somete a la incoherencia radical del mundo, porque toda situacion en que se halle hiere su corazon inconforme. Todo en el hombre es deseo, anhelo, impe tu, codicia. El hombre es ambicion inmortal y ebria de plenitud serena. La pulp a dura, lisa, tersa, del ser es su delirio, su destino, y su em peno. Pero ni siquiera en el breve rapto del placer sofoca el malestar que siempre Ie acompafia. De aquello mismo que 10 colma teme la pron ta hUlda, y sus certeros bienes son remedos que denuncia la lucidez de su pasion. Bastara, entonces, describir al hombre como la suma de sus desnudos apetitos? - como un
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hambre de bien, voraz y cruel? Bastara consi derarlo como un opaco nucleo de energias dis paradas sobre el mundo? En verdad, no 10 creo. El hombre no parece meramente el foco de sus actos vehementes, el hogar de sus fuegos, el tenso resorte de sus gestos, la causa sefiera y solitaria de su actividad multiforme. es una realidad mas compleja y ,El hombre . mas flea. No es el hue sped angelico caido en medio de una pululacion de larvas. Ni la bestia en celdada en la concreci6n de su carne. Ni el espejo de una fantasmagorfa de masas obedien tes a sus solas trayectorias materiales. El hom bre no es el mero sujeto, el espectador inmacu lado, la pupila solitaria dilatada en el centro del espacio universal. El hombre, en efecto, es el deseo que desea y el objeto del deseo, aunados en una posesi6n nugatoria. El hombre es la suma indisoluble de sus tendencias evocadas y de sus convocato rias metas. El hombre es el conjunto global, integral, entero, de la condicion humana ; el hombre es la concreta situacion en que se halla. El hom
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bre no es fraccion cercenada y expulsa de la situacion total, sino la totalidad indivisa. La particion del mundo en objetos externos, que la codicia del sujeto afronta, es etapa tar dfa en el peregrinaje de la conciencia humana. La existencia concreta precede su desmembra miento en fragmentos hostiles. Objetos y suje to son meros artefactos de nuestra industria, organos petrificados de la totalidad que la vi da descuartiza. Objetos y sujeto solo son dados en el seno de una situacion real; objetos y sujeto son los modos como se articula en existencia percibi da la existencia concreta. Que el hombre, en efecto, aparte de sf los objetos para encerrarse en el recinto de una subjetividad abstracta, 0 que, al contrario, se humille ante el universo y se conciba solamen te como su reflejo, su eco, su sonora resonancia, cualquiera que sea en fin la antagonica posi cion que asuma, siempre sus construcciones son posteriores a la indivisa plenitud en la cual, objeto y sujeto confundidos, la existencia existe en situacion concreta. No basta, luego, decir que el hombre se ha lla arrojado en una situacion irresoluble, que
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esta inserto en ella, dado en ella, en ella in merso. Es menester repetir con ahinco que el hODlbre es su situaci6n, su situaci6n total, y su situaci6n nada mas. EI irreprimible empefio humano de aislarse y exclulrse, como si el hombre estuviese exila lado en la barahunda de su situaci6n concreta, es requerimiento de la situaci6n misma, exi gencia de su naturaleza, manera en fin como la situaci6n expresa, 0 evidencia, su formidable inconformidad consigo misma y su incapaci dad de aceptarse como plenitud, no pudiendo, sin embargo, rechazarse como totalidad. La aprehensi6n de la situaci6n total como realidad concreta del hombre no prejuzga nin gun idealisnlo. Aun el realista se halla com pelido a admitir que todo existente Ie esta siempre dado en situaci6n concreta, y que no Ie es posible arrancar la existencia al contexto de su situaci6n humana, cualquiera que sea el estatuto que posteriormente Ie conceda. La situaci6n del hombre no es, luego, una configuraci6n externa de acontecimientos don de el hombre fortuitamente se halla, sino la condici6n misma del hombre; el hombre no es una esencia pura some tid a a una impura y
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ajena condici6n, el hombre es la impureza mis ma de su condici6n humana. EI hombre es su condici6n, su condici6n quebrada y rota. Oscilando entre la decepci6n y la quilnera, entre la privaci6n invencible y la posesi6n nu gatoria, el acto humano no tiene p1enitud. Lo imposible que nos seduce, nos repele; 10 posi ble que nos espera, nos hastta. La condici6n del honlbre es el fracaso. EI hombre es un deseo que fracasa, un anhe 10 que no se cumple; pero el hombre no es ser que fortuitamente fracasa, que casualmente no logra; el hombre es el ser que no logra; ser hombre es no lograr. La imposibilidad de cumplimiento no es atributo adventicio de una intacta esencia; 1a esencia es el anhelo fracasado. La condici6n del hOlnbre es impotencia. Viviendose a SI mismo como impotencia ra dical, el hombre se vive a SI mismo en el tiem po, porque el tiempo es 1a concreta faz de la impotencia, su cuerpo sensual y perceptible. EI tiempo es la impotencia vivida; el tiempo es traducci6n de la esencia1 impotencia del hOlnbre en el 1enguaje de la sensibi1idad; el
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tiempo es el acto concreto de nuestra impo tencia; el acto en que nuestra impotencia se conoce y se asume, no como conclusi6n de un raciocinio sobre la repetida evidencia del fra caso, sino como carne de la vida. En la naturaleza del tiempo se patentiza la impotencia del hombre; y la naturaleza del hombre, a su vez, se patentiza en la impoten cia del tiempo. En efecto, el tiempo es la im potencia misma. El tiempo es el lugar de la im posible posesi6n. El pasado y el futuro existen s6lo en el pre sente; y la realidad del pasado, como la reali dad del futuro, son mera realidad de pasado y futuro de un presentee Ni 10 que sera, ni 10 que fue, se asemej an a trozos de un camino inm6 viI que el presente recorre como un met6dico viajero. Pasado y futuro son tensiones diver gentes en el cuerpo tenso del presentee El presente es el insustitu!ble lugar de 10 real; 10 que existe s6lo existe en el. Existir es estar en el presente; es ser presentee La exis tencia existe en un presente eterno. El presente es la jugosa pulpa de las cosas, la morada inmoble del ser, el espacio luminoso donde residen las esencias. El presente es la
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existencia plena y densa; la substancia sin menguas; el acto puro del ser absorto en la colmada exaltaci6n de su jubilo. Pero la validez intemporal, la repetici6n in cesante, la caza de instantes abolidos, s6lo son simulacros esterilese inanes del presente en la fluidez del tiempo. En efecto, aun cuando sea su realidad y su existencia, el presente es, sin embargo, 10 que el tiempo mata, 10 que tiene funci6n de matar. Mordiendo en el futu ro, el tiempo incansable arroja su presente a las fauces del pasado. Aun cuando el tiempo no consiga anular al presente, porque el pre sente es la realidad unica, 10 unico que existe, y que as! el presente mismo necesita estar en su existencia para ahuecarse y perderse; el tiempo, sin embargo, 10 mata oprimiendolo en tre el pasado y el futuro, aplastandolo en la juntura misma de dos dimensiones abstractas e irreales donde yace, espectro exangiie, como si s6lo fuese la imaginaria Hnea ecuatorial que las divide. Si el presente puro, en fin, es aquello que muere en el mismo in stante en que nace; si nuestro presente concreto es s6lo un nudo de previsiones y recuerdos; si la estamefia del
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tiempo tiene, asi, por urdimbre 10 extinto, y por trama 10 virtual; entonces el tiempo, en la abo licion incesante del presente, cumple el acto en que la plenitud se ahueca, en que la penua nencia impermanece, en que la existencia in existe. El tiempo es la prueba verificadora de la impotencia esencial del hombre, y la materia en que se realiza la existencia humana. Es en el tiempo que Ie huye donde el hombre pal pa la imperfecci6n de su esencia. Su historicidad irremediable no es la razon de su fracaso, sino su realidad y su s!mbolo; el hombre no fracasa porque vive en el tiempo; el hombre vive en el tiempo porque el fracaso es, al contrario, la substancia de su vida, la substancia exterioriza da, patentizada, evidenciada, como tiempo. La plenitud, abolida con la abolicion del presente, encierra la existencia humana en la negatividad de su condicion. El vivir del hom bre es, as!, una negaci6n permanente del ins tante por el instante mismo, y la plenitud de la presencia es su inalcanzable Hmite porque ca da acto que la realiza la suprime. Que la condicion humana sea impotencia es, luego, un hecho irrefutable, mas nobastaria
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la mera descripci6n del hecho si nos fuera da do descubrir causas 0 razones que 10 justifi quen 0 motiven. Pero la incongrua y discorde naturaleza de nuestra condicion se impone con la tosquedad de un hecho ultimo, y la concien cia no logra remontar, tras la estolidez del he cho, hacia una explicacion que 10 domene, por que la conciencia no es luz advenediza, extra na, ajena a la condicion humana, sino la condi cion humana misma en su plenitud de miseria. La conciencia, en efecto, es el modo como la existencia realiza su fracaso; cl acto en que la existencia se realiza con10 ilupotencia esen cial. La conciencia es estructuracion de la im potencia y del fracaso. La conciencia es la exis tencia quebrada en condicion hun1ana. La conciencia es concienda de la condicion del hombre. En el despertar de la conciencia empiric a el acto de la conciencia absoluta se refleja en pro~ ceso, y alH 10 podemos contemplar como a tra yeS de un prisma temporal y turbio. Al torpor prenatal del existente sucede un vivir sometido a la sensibilidad mas somera, donde la existencia es una alternacion continua de estados totales. El individuo es un centro vi
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brante y transparente que cruzan y atraviesan las presencias universales. Vertida, as!, y disi pada en su circunstancia total, la existencia in dividual se endurece en conciencia cuando su actividad espasm6dica rebota contra resisten cias que la entorpecen y la obstruyen. El mun do es fundamentalmente 10 que impide la con~ secuci6n inmediata de la presa. La meta no lograda evidencia un mundo, una ordenaci6n hostil de presencias, una apa rici6n de 10 heterogeneo y de 10 ajeno. En la substancia misma del fracaso la intenci6n malo grada plasma la plenitud adorable de su obje~ to. Ante la imposibilidad del hartazgo el an helo disperso se concentra, se descubre, y ela bora en esplendor codiciable el bien prohibido. Mas el dolor no basta para evocar la con ClenCla. Sin duda el individuo rechazado por el do lor que 10 frena traza un recinto interno en el vasto espacio uniforme. Sin duda un mlsero universo inicia ya el gesto que 10 yergue ante la confusa suma de las cosas. Pero pronto el dolor ahoga en la agon!a la conciencia nacien te, 0 el equilibrio restablecido la anega nueva mente en la presencia universal.
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En el transito sin fin de un contentamiento cabal a una inconformidad transitoria, el do lor, que arroja al individuo a la caza de un es tado mas conforme a su instinto, s6lo encien de en la opacidad del ser una conciencia cre puscular. La conciencia plenaria s6lo aparece cuando una insatisfacci6n indefinible emerge en el seno mismo de la concreta plenitud del acto. La conciencia se aisla y se distingue del acto mismo que la confunde con una totalidad que la engafia, si en el preciso in stante cuando el ser descansa colmado en la paz ardiente de sus anhelos satisfechos aparece un vado interno al cumplimiento mismo, una mengua consubs tancial a la intacta plenitud que degrada su pura perfecci6n. Para fundarse no bast6 a la conciencia em plrica repudiar toda identidad con el conteni do universal de sus estados internos, s6lo la insatisfacci6n que halla en sus estados mas per fectos la compele a declinar toda identidad con sus estados mismos. La aparente plenitud que se revela incapaz de colmarIa proclama aSI su diferencia, ya que la existencia sola y pura se darla todo a sl misma 0 serla todo. En el vicio
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secreta de su dicha mas segura germina la con ClenCla. Ser consciente es, luego, ser consciente del fracaso, de la imposibilidad final de to do em peno. La conciencia del hombre es conciencia de su impotencia, es conciencia de su condi . Clon. Como la conciencia absoluta es el acto mis rno de la condici6n humana, la conciencia no puede aducir razones que diluciden, 0 expli quen la naturaleza de fracaso de la condici6n del hombre y debe resignarse a postularla, con arbitrariedad identica y con necesidad igual a la arbitrariedad y a la necesidad con que ella, conciencia, se postula a S1 misma. La conciencia absoluta no puede ser en efec to sino postulaci6n de S1 mislna, y la imposibi lidad de concebir un acto que la engendre no es mer a situaci6n de hecho sino implkita ne cesidad de su ser. T odos los actos posibles, como tambicn la Sluna de sus posibles relaciones, son interiores a la conciencia. Aun la exterioridad pura es ar tificio de la conciencia astuciosamente presente en el rigor con que dabora su ausencia. Entre la conciencia y cualquier acto posible no pue /
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de existir relaci6n distinta a la de tenerlo por objeto; las otras relaciones s6lo caben entre ob jetos de la conciencia Inisma. Todo intento de transformar una de las relaciones entre objetos en relaci6n entre un objeto y la conciencia, es en1presa anticipadamente fracasada y radical mente imposible. La conciencia no puede con cebirse a S1 misma como un objeto en su uni verso, y por 10 tanto no es po sible encontrar ex plicaci6n a la conciencia, ni repudiar su pos tulaci6n absoluta. Si la conciencia obligadamente se intercala entre terminos de series temporales, la coloca ci6n a que se somete no es una explicaci6n, ni una causa, sino un hecho contingente y bruto. Pero aun para establecer la mera relaci6n de anterioridad y posterioridad con los terminos que la preceden y la siguen, la conciencia tiene que exteriorizarse a S1 misma simboliza.ndose en una configuraci6n material; y aun cuando 10 gre aS1 insertarse entre las cosas, en ningun mo mento consigue coincidir con su s1mbolo, ya que el solo gesto de pensarlo 10 rebaja a la condi ci6n de objeto interno a su acto imperterrito. Situada en la serie temporal la conciencia perdura intacta, irrestricta, irredimida. Bloque
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opaco y duro en la continuidad del tiempo y en medio del encadenamiento de las cosas, nin gUn artificio dialectico logra resolver la contra dicci6n inherente a la colocaci6n del sujeto por S1 mismo en medio de sus propios objetos. Obli gada a vivirse como tiempo, la conciencia tie ne que situarse en el, pero ni siquiera la nece sidad que la identifica a1 tiempo puede lograr que las razones y las causas con las cuales 1a conciencia ordena al mundo, la ordenen a ella misma y la expliquen. Entre la visi6n del mun do que la conciencia elabora desde su propio centro y la visi6n que construye omitiendo la referencia convergente de todos los objetos a S1 misma, para establecerlos s610 en sus relacio nes redprocas, no hay correspondencia ningu na, ni traducci6n posible de un sistema en el otro. AlH donde la conciencia omite su referen cia central, s6lo subsiste como s1mbolo abstrac to e irritante que ella misma, sin descanso y sin exito, intenta reemplazar con la mera resultan te de procesos objetivos; y alH donde la con ciencia se instala en su referencia central, 1a totalidad de las cosas aparece como una suma de rebeld1as que la conciencia determina pero no subyuga.
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No pudiendo, aS1, trascenderse a S1 misma, ni explicarse, la conciencia tampoco puede ex plicar y trascender 1a concreta condici6n hu mana. La conciencia es conc'iencia de esa con dici6n, y la viciada, quebrada, y rota condici6n del hombre es un hecho ultimo que debemos asumir, pero que no logramos comprender. La conciencia, sin embargo, ubicada en su absurda condici6n, y precisamente por ser con ciencia de su condici6n absurda, no se puede contentar con ceder pasivamente a las presiones que la empujan 0 a las metas que la atraen, si no tiene ante todo que adquirir conciencia de su condici6n, conciencia de S1 misma en su con dici6n determinada. La concienc'ia que de S1 misma asume la con ciencia como condici6n no se manifiesta en un acto permanente de conciencia, sino en una postura ante S1 misma. La conciencia de S1 de la conciencia no es un estado de conodmiento abstracto, de estatico reflej 0 de S1 misma. Al adquirir condenda de S1, la concienda se co noce como condici6n, como situaci6n, como ac to susceptible de aceptad6n 0 de rechazo, pero no de abstenci6n. Abstenerse es rechazar, y abstenerse de rechazar es aceptar. La acepta
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ci6n y el rechazo, cOlno posturas basicas de la conciencia ante su condici6n, no son meras ac titudes intermitentes, sino estructuras perma nentes de la conciencia individual. Es en la aceptaci6n 0 en el rechazo que la estructura de la conciencia se articula; y es en funci6n de esta estructura que la conciencia aprehende, siente, percibe, piensa, elige, y ex cluye. Ni su noci6n de sl misma, ni su imagen del mundo, ni sus multiples opciones, son in dependientes de la estructura predeterminante y soberana. La estructura es un apriori concre to de cada ser humano. Ni la aceptaci6n, ni el rechazo de la condi ci6n huma~a son gestos limitados y escuetos: el mero rechazo seda un suicidio instantaneo, y la mera aceptaci6n una animalizaci6n inme diata. Precisamente por que su condici6n es absurda, la conciencia tiende a desatar y a di solver su absurdidad, y as! la opci6n que su condici6n plantea a la conciencia implica una justificaci6n simultanea. No pudiendo descansar en la condici6n, la conciencia opta; y no pudiendo descansar en la absurdidad, la conciencia justifica. Aceptaci6n o rechazo implican ambos una referencia a un
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pnnClplo justificativo de la condici6n del hombre. La aceptaci6n y el rechazo se elaboran y se cumplen en el proceso diah~ctico a que la con ciencia somete su urgencia justificadora. La conciencia que acepta su condici6n hu mana, la acepta necesariamente como condi ci6n absurda, y no puede rechazar la absurdi dad esencial sin rechazar simultaneamente la condici6n misma. No pudiendo, as!, rechazar el absurdo inherente que requiere justificaci6n, la conciencia que acepta tiene que situar el principio justificativo fuera de toda condici6n, como una instancia trascendente. A esa instan cia la conciencia refiere la condici6n total, pe ro la trascendencia del principio justificativo exige que la conciencia no espere contemplar su realizaci6n, 0 realizarlo ella misma, en el sene de la condici6n humana, en el tiempo, en la historia. La realizaci6n del principio implica la abo lici6n de la condici6n del hombre. Para la con ciencia que acepta su condici6n, el hombre no puede ser redimido sino fuera de toda condi ci6n imaginable. Inversamente, la conciencia que rechaza su
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condicion humana, no pudiendo rechazar la to talidad de la condicion sin suicidarse, solo re chaza su absurdidad. La conciencia que rechaza cree posible separar de su esencia propia su con dicion humana, como si su esencia fuese una conciencia abstracta y pura calda en una condi cion absurd a, y como si su condicion fuese una situacion abstracta y fortuita. La conciencia que rechaza se aisla, aSI, abstractamente de su con dicion total, olvidando que su condicion es la conciencia misma y creyendo que rechazar la condicion humana es solo rechazar una ad venticia situacion en que el hombre se halla. Al dividir la condicion humana en conciencia pura y situacion fortuita, la conciencia que re chaza imagina que Ie es posible existir en si tuaciones diversas, y como la absurdidad de su condicion Ie parece aSI depender de una situ a cion que Ie es exterior y extrafia, la conciencia que rechaza cree que basta alterar la situacion para modificar y transformar la condicion hu mana. La conc'iencia que rechaza situa, pues, el principio justificativo en el sene de la condi cion misma, como una instancia inmanente. Para la conciencia que rechaza, el principio
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justificativo es inmanencia pura, y el hombre solo puede ser red imido dentro de su condici6n mlsma. La instancia inmanente es usualmente con cebida como una condicion natural del hom bre. A esa condicion natural la conciencia re £iere su absurda, ambigua, e incoherente con dicion positiva. ASI de la condicion individual alterada la conciencia que rechaza apela a una intacta condicion, y confla en una redencion futura, cuando la condicion autentica del hom bre se libere de la intromision de esas causas accidentales que entorpecen su manifestacion concreta. Evidentemente la conciencia que rechaza vi ve sumida en la incurable obsesion de la his toria. La historia es simultaneamente el lugar de su infortunio actual y de su bienaventuran za hipotetica. Pero si la historia es la categoria unica de la conciencia que rechaza, el conoci miento de la historia es eminentemente opaco, vedado, prohibido a esa conciencia. En efecto la historia es 10 que acontece, la realidad total en su plenitud de acontecimien to. La historia es la condici6n humana en su positividad irreductible, y por 10 tanto toda
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conciencia que se inclina apasionadamente so bre ella para compararla al paradigma intem poral de una condici6n natural del hombre 0 para acechar en el pasado el esquema de una futura perfecci6n imaginaria, necesariamente la mutila y la trunca. Pero el conocimiento de la historia no es la sola vktima de la conciencia que rechaza. Su vktima preferida, su vktima predilecta, es la historia mislna, la historia que vivimos, la carne temporal del hombre. Todos los que apelan a una condici6n natural del hombre, pa ra acusar la condici6n positiva que la encubre y disimula, se sublevan contra la tenacidad irri tante de nuestra miseria. Arrebatados por el noble empefio de resti tuir al hombre su dignidad perdida, la tosca realidad cotidiana los ofende y el insolente des den de la existencia los humilla. Avidos de promesas y de augurios, su vehemencia infrin ge las quietas leyes de la vida. El suelo en que se apoyan les parece el perverso estorbo de sus suefios. El delirio de una perfecci6n absoluta y terrestre los empuja a irascibles rebeldias. La ambiguedad irreverente de la vida desata la fe rocidad de su coraz6n pueril y compasivo.
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Incapaces de proceder con desconfianza pre cavida, con ir6nica paciencia, consideran la corrupci6n del mundo intolerable y fortuita. Afanosos, asi, de transformarlo para devolver Ie su hipotetico esplendor primero, s6lo consi guen derrumbar el fragil edificio que la pa ciencia sometida de otros hombres labr6 algun dia en la esteril substancia de la condici6n hu mana. A los hombres que destruyen impelidos por el ciego afan de crear, otros hombres oponen la compasi6n y el desprecio de un pesimis mo viril. Estos son los hombres cuya concien cia acepta su condici6n humana, y que acatan, orgullosos y duros, las innaturales exigencias de la vida. Estos hombres comprenden que la enfermedad de la condici6n humana es la con dici6n humana misma, y que por 10 tanto s6 10 pueden anhelar la mayor perfecci6n compa tible con la viciada esencia del universo. Una inquieta ironia conduce sus pasos cautelosos a traves de la torpe y aspera insuficiencia del mundo. Como nada esperan de la indiferencia de las cosas, la lnas leve delicia conmueve su coraz6n agradecido. Como no conHan en la esponta
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nea y blanda bondad del universo, la fragili dad de 10 bello, la endeblez de 10 grande, la fugacidad atroz de todo esplendor terrestre, despiertan en sus almas el respeto mas atento, la reverencia mas solemne. Toda la astucia de su inteligencia, toda la aus tera agudeza de suespfritu, apenas bastan pa ra ensayar de proteger y de salvar las semillas esparcidas.
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a incineraci6n no fue invento de vagos hi gienistas paleoHticos. En la primera noche iluminada por el fuego de una hoguera funeraria, rostros convulsos es peraron el resultado de una decisi6n atroz y meditada. La opresora presencia de los muer tos exigia nuevos ritos. Urgla oponer a la insa ciable muchedumbre ,el obstaculo eficaz de una ins6lita liturgia. Sepultado en la tierra impasible, el cadaver lentamente corroldo ataba al mundo de los vi vos la sombra exilada y vengativa. No bastaba oprimir con el peso de las piedras la funerea fosa. No bastaba desmembrar previa mente e1 cuerpo insepul to. El fuego, que abandona cenizas indistintas, consumi6 los despojos que servlan de mlstico canal al esplritu ululante. El hombre obtur6
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la puerta de recintos infernales. El hombre in tentaba escapar a la persecuci6n de los muertos. Pero esa empresa de profilaxis magica ini ciaba ritos mas augustos. Ante un cenotafio ve nerando una teoda sacerdotal reemplaz6 la procesi6n de plafiideras que acompafiaba las urnas sepulcrales. Ese fuego protector de los vivos, que una violencia sacramental enciende, perdi6 sus funciones de barrera flamigera, pa ra trocarse en el vehkulo liturgico que trans porta al espiritu errante y gemebundo hacia comarcas sagradas. Sobre el altar del sacrificio vktimas propiciatorias esperaron su misterio so ascenso. El fuego sacro fue instrumento de transmutaci6n divina. El hombre moderno reincide en empresa semejante a la de aquellos primitivos asusta dos, pero no Ie basta asegurar la impotencia de los muertos. Mas implacablemente sometido a una muerte que demarca con su tajo vertical e inexorable el solo vivir que se concede, su tac tica defensiva alcanza extremos de aplicaci6n y de astucia. Desdefiados los inmemoriales usos que des bravaban al intruso que invadi6 nuestra carne inmortal; despreciados los antiguos remedios
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que mitigaban la rebeldia de nuestra esencia ante su yerto hue sped ; el hombre moderno no practica ni la resignaci6n orgullosa a la nece sidad que 10 avasalla, ni el acatamiento de esa voluntad a cuyo supuesto capricho accede una jubilosa insurrecci6n de nuestro ser. Su mane ra sutil de protegerse consiste en el intento de suprimir el escandalo de la muerte. El hombre archiva las imprecaciones mile narias y procede fdamente a cegar esas grietas por donde se infil tra la angustia. El hombre sumerge al hombre en el mar de la existencia animal y disuelve la contextura nudosa de la vida en la indiferencia de la materia. Todo es tremecimiento ante la muerte no parece ya si no flaqueza de mentalidades reacias a admitir la naturalidad causal de todo acontecimiento cualquiera. Como cosa natural, como resultado bruto de la placida neutralidad de constantes universales, como acto sumado a la serie uni formemente continua de los actos, la muerte es s610 uno de los fen6menos de la existencia biol6gica. La muerte es solo un estado del cuer T oda configuraci6n biol6gica la reconoce conclusion normal. La muerte es una funde la vida.
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Una meditaci6n solitaria no es ya el lugar propio a su estudio; conviene considerarla en tablas de estad!stica donde diversos coeficien tes agotan sus significados posibles. N aturalizada la muerte y allanado el escan dalo, su importancia no difiere de la de cual quier otro factor del costa social, y debe com putarse con el desgaste de maquinas y la des valorizaci6n de edificios. La vida merece la solicitud del estado que cuida de sus instalaciones industriales; pero as! como ante un motor obsoleto toda emoci6n es artificio, todo rito mortuorio se transforma en aseptica tarea. La ciudad elimina sus cadaveres, con las demas basuras, en lugares higienica mente escogidos. La magna empresa de abolir el escandalo de la muerte y de entregar una tierra eximida de terrores a un hombre instalado en su condici6n humana, no se ha cumplido aun con satisfac toria plenitud. Viejos resabios religiosos frenan todav!a la exacta aplicaci6n del calculo social. Pero ya sabemos que bastaran pocos afios para que la humanidad, familiarizada con la doc trina que suprime el escandalo, proceda a rea lizar sus prop6sitos con mas estricta coherencia.
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Al anciano prisionero que dialoga en la ma fiana luminosa y funebre, a la nocturna angus tia de sudor y de sangre, el orgullo moderno mostrara grupos sumidos en pavura y espan to que las ametralladoras, en hilera, encauzan hacia los hornos crematorios.
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ntre e1 nacimiento de Dios y su muerte se desarrolla 1a historia del hombre. La humanidad ensamb1a con la espesa ani ma1idad que 1a precede y el acto humano se acompafia de un gesto animal que 10 anticipa: himen6pteros humillan nuestras ambiciosas burocracias, 1a astucia de un felino avergiienza estrategas, un gori1a enjau1ado resuelve pro blemas de mecanica practica. Pero el antropoide carnfvoro, que se pre para a erguir un torso bur do sobre piernas combas, no abandona su arb6rea morada porque catastrofes geo16gicas 0 rebeldfas ge neticas 10 constrifien a un ingenioso vivir donde su humanidad despierta. La apari ci6n del hombre supone 1a renitencia de un organismo a su recta actividad animal. Una experiencia ins61ita arranc6 vagos 1emu E
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roides al torpor placentero de la sumision al instinto. Si las causas que diversifican las gran des fa milias animales explicaran la aparicion del hombre, la especie humana diferiria de otras especies como difieren estas entre sl; pero el hombre patentiza contra la agresiva penum bra animal de su ser una diferencia irreducti ble. La presencia del hombre rompe la conti nuidad biologica. Escondidas escolleras tuercen el homogeneo flujo de la vida. La suma de las contestaciones animales al universo circundan te se corona con una interrogacion angustiada. La evidente diferencia no es invencion de nuestra vanidad, redactando en cuerpo autono mo una ciencia antropologica que seria mero capitulo postrero de un manual de zoologla; la sola existencia de una zoologla es la confir macion de la diferencia, y su prueba. Pero 10 que distingue al hombre no es el ar rna que talla 0 el fuego que enciende. El em pleo astucioso de objetos materiales complica, sin alterar, viejos empefios animales. Entre los selacios, un priste 0 un torpedo anexan electri cidad 0 mecanica a sus reflejos defensivos. Por 10 demas, basta el protozoario mas humilde pa
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ra ilustrar como toda estructura organica es transitoria solucion formal al problema que a sl misma se plantea la avida tenacidad de la vida. Sin duda la riqueza de sus circonvoluciones encef£licas facilitaba al hombre, con un mas amplio repertorio de gestos, un mas seguro do minio de su universo inmediato; pero ni la victoria de los grandes saurios secundarios, ni los monstruosos hormigueros de las se1vas tropicales, prefiguran los anhelos colmados de nuestro ser inconforme. Aun cuando el hecho de que sus herramien tas de dominio no sean meras excrecencias de su carne haya concedido al hombre la utiliza cion de materias infinitas, el ejercicio de una inteligencia escuetamente ceiiida a sus funcio nes primigenias no hubiera impetrado de una tierra indiferente una existencia menos mlsera que la del ser que abrigaron las grutas de T cheu-k' eu-tien. Aun el hombre robustamente adaptado a su ambito ecologico solo repetiria rutinas familiares a un paleontologo bisofio. En las tecnicas emplricas cristalizan gestos or , . ganlcos. La inteligencia prolonga potencias biologi cas, y solo traspasa la frontera del recinto ani
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mal cuando presencias axiologicas desquilatan sus metas naturales y la some ten a esa noble servidumbre donde la razon se engendra. Los animales ingeniosos y triunfantes no son los autenticos precursores del hombre, sino los perros que aullan a las sombras. El hombre aparece cuando al terror, que in vade toda vida ante la incertidumbre 0 la ame naza, se sustituye el horror sagrado. Una inex plicable ruptura en la homogenea substancia de las cosas revela una presencia ajena al mun do y distinta de las presencias terrestres. El hombre es un animal posesor de una ins6lita evidencia. Ni su organizacion Hsica, ni su constitucion mental, distinguen al hombre de sus genito res animales. Sus modificaciones estructura les, sus atributos ineditos, sus particularida des nuevas, no alteran sus caracteristicas zoo logicas, ni varian su pertenencia taxonomica. No 10 aisla de la serie animal, para crearlo en su calidad de hombre, una mera acumula cion de rasgos animales, en cuya totalizacion repentina, emergiera su ordenacion humana. Aqul no asistimos a la realizacion de una vir tualidad inmanente y necesaria, ni con tem
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plamos una conformacion casual de compor tamientos anteriores. Pero tampoco una aje na, extrafia, y heterogenea potencia se suma a las potencias animales. El aparato mental del hombre no difiere del aparato mental del hominida. El hombre es un animal que la per cepcion, misteriosamente concedida, de un nuevo objeto coloca en un universo bruscamen te invadido por una presencia que 10 agrieta. En el silencio de los bosques, en el murmu 110 de una fuente, en la erguida soledad de un arbol, en la extravagancia de un pefiasco, el hombre descubre la presencia de una interro gacion que 10 confunde. Dios nace en el misterio de las cosas. Esa percepcion de 10 sagrado, que despierta terror, venera cion, amor, es el acto que crea al hombre, es el acto en que la razon germina, el acto en que el alma se afirma. El hombre aparece cuando Dios nace, en el momenta en que nace, y porque Dios ha na cido. El Dios que nace no es la deidad que una teologia erudita elabora en la substancia de ex periencias religiosas milenarias. Es un Dios personal e impersonal, inmediato y lejano, in
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manente y transcendente; indistinto como el viento de las ramas. Es una presencia oscura y luminosa, terrible y favorable, amigable y hos til; satanica penumbra en que rna dura una es piga di vina. Una luminosidad extrafia impregna la Inti ma substancia de las cosas. Las piedras sagra das sefialan la carne sensual del mundo. Detras del universo inerte se revela su auten tica esencia de horror, de majestad, de esplen dor y de peligro. En ese universo humedo de un roclO sagrado que chorrea sobre las super ficies, penetra en las ranuras, y llena la conca vidad de los objetos, urge asumir actitudes que organizan el comportamiento humano ante las nuevas evidencias. Nada mas equivoco, aSI, que imaginar al hombre afrontando solamente las amenazas del ambito inmediato que 10 encierra. La am bigiiedad del universo Ie planteo mas insolitos enIgmas. Si el hambre, el frio, 0 el golpe vertical de una zarpa, 10 despertaban de su natural iner cia, no es tanto para multiplicar los productos de su caza 0 la ubertad de sus campos, ni tam poco para aplacar un cielo inclemente, ni aun
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para afianzar una solidaridad que 10 defiende, que el hombre inventa ritos, templos, mitos, instituciones, y eticas. Mas alIa de ese mundo, cuya crueldad cono ce y que su inteligencia lentamente subyuga, no se eleva la boveda cerrada de una pura oque dad donde naufraga su ignorancia. El horizon te total de su acomodacion biologica no es una vacuidad incognita que su inteligencia, some tida a terrestres tareas, puebla con celestes faunas. Aquellas construcciones de su espI ritu, que exceden sus evidencias materiales, no son las palidas proyecciones de su inten~s o de su angustia sobre la muelle blancura de las nubes. Detras del esquematico universo que sus ac tos elaboran, interrogaciones mas urgentes que las que inquietan su carne acechan sin compa sion sus vigilias y sus suefios. El hombre ha descubierto un mundo que el gesto del la briego, del artesano, 0 del guerrero, no some te; un mundo que no conquista sino que 10 conquista; un mundo a cuya interrogaci6n so lamente responde, si calla; y en el que impera, quien se inclina y se postra. En la naturaleza; en su alma misma; y en
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ese mas alIa que yace tanto en el mas illtimo coraz6n de cad a cosa, como en los mas remo tos confines de los mas lejanos horizontes, el hombre desenmascara la impasible presencia de una realidad rebelde a su violencia y com pasiva s6lo a la paciencia de su espiritu. El hombre naci6 alII, el hombre dislmil del animal que 10 engendra, el hombre vktima sa crificada a un destino mas augusto. La elaboraci6n tenaz de su experiencia reli giosa ha sido la empresa milenaria del hombre. Tarea nunca conclulda y aparentemente sus ceptible de infinitas soluciones, pero tarea que nos somete a implacables e imperterritas nor mas. T odas las altas afirmaciones del hombre convergen hacia un arcana centro. Toda grandeza es secretamente fraternal. La experiencia religiosa es la matriz de las constataciones axio16gicas. En los duros y opa cos bloques de evidencia que les entrega la ex periencia religiosa, estetica, etica, y l6gica la bran sus afirmaciones perentorias. A la luz de esas exigencias de su raz6n el hombre lentamente procede a la postrera crea ci6n del mundo. El recinto limitado que tra zaban sus apetitos materiales se ensancha y se
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transforma en el universo que la verdad expli ca, el bien ordena, y la belleza ilumina. Verdad, que s6lo cumple sus prop6sitos al realizar una coherencia interna que refleja la inmutabilidad divina. Toda proposici6n, toda ley, como todo gesto y todo paso, son fe en un atributo de Dios. Ni el principio de contra dicci6n, ni el principio de causalidad, ni ese principio de uniformidad que mas hondamen te los soporta, pueden separarse de la ralz axio l6gica que los ata al terruiio mismo de la di vinidad. T odo empirismo cientHico es alboroto de ave que anhela volar en el vado. Bien, a que s6lo obedecemos porque una irrestible exigencia nos subyuga. Bien que im pera sobre la rebeldla de nuestro ser; y des provisto de amenazas, ' carente de sanciones, inerme y soberano, erige en la intimidad de la conciencia una obligaci6n absoluta que or dena sin promesas y exige sin premios. Bien que las necesidades de vivir no explican, por que entorpece la vida; y que la sociedad no construye, porque ninguna soledad nos exime de acatarlo. Belleza, en fin, que es aparici6n momenta nea de un objeto liberado de las servidumbres
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de nuestra propia vida y que, en el fugaz si lencio de nuestro esplritu absorto en una con templaci6n desinteresada, revel a su esencia aut6noma, es decir su manera de existir en 10 absoluto. EHmera experiencia que el arte inmoviliza, y levanta en simulacro de este la conmemoratoria del itinerario divino del hombre. Que pueda Dios morir no es, 1uego, una va na amenaza. El hombre puede perder 10 que habla recibido. Un hombre eterno en un mun do inm6vil garantizarla s6lo la permanencia de Dios. Pero el hombre surgido en las lonta nanzas pliocenas puede sumergirse en el vasto oceano animal. S6lo 10 separa de la bestia te nebrosa la fragil evidencia que su orgullo 01 vida. N6 vacila ya la estructura incomparable que erigi6 su paciencia atenta y sometida? Su es ptritu sospecha un capricho irreductible en el coraz6n de las cosas e intenta velar su fracaso con un ademan que rechaza, como vanas, las certidumbres mismas que anhela. Recorre con voracidad la tierra para amon tonar en camaras mortuorias los nobles des pojos de sus suefios, e imagina fecundar
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su esterilidad con el vigor de estirpes se pultadas. Desorbitado, en fin, perdido, ebrio, las em presas que inventa su soberbia culminan en sangrientas hecatombes; y si humi11ado incli na hacia la placidez de ocupaciones subalter nas, una vida mezquina, baja y viI, 10 sofoca en su tedio. Las cicatrices de su industria sobre un suelo paciente insultan la be11eza de la tierra, pero su necia temeridad se vanagloria de todo 10 que hiere y mutila sus victorias inermes. Sus em presas coronadas 10 hinchen de ventoso orgu 110, y su incauta osadla cree haber asegurado la promesa de ascensos infinitos porque una labil luz golpe6 su frente. Confiado en hipoteticos derechos desdefia los viejos instrumentos de su triunfo; y avergonzado por la servidumbre en que germina la virilidad de su espIritu, cerce na, como lazos que 10 ataran, los secretos ca nales de su savia. El hombre morira, si Dios ha muerto, por que el hombre no es mas que el opaco esplen dor de su reflejo, no es mas que su abyecta y noble semejanza. Un animal astuto e ingenioso sucedera, tal
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vez, manana al hombre. Cuando se derrum ben sus yertos edificios, la bestia satisfecha se internara en la penumbra primitiva, donde sus pasos, confundidos con otros pasos silen ciosos, huiran de nuevo ante el rugido de ham bres milenarias.
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Heracleon (in Orig: Com. In. Ev Toa.)
I ndiferente a la originalidad de mis ideas, pero celoso de su coherencia, intento trazar aqul un esquema que ordene; con la menor ar bitrariedad posible, algunos temas dispersos, y ajenos. Amanuense de siglos, s6lo compongo un cent6n reaccionario. Si un prop6sito didactico me orientara, ha bda escuchado sin provecho la dura voz reac cionaria. Su esceptica confianza en la raz6n nos disuade tanto de las aseveraciones enfaticas, como de las impertinencias pedag6gicas. Para el pensamiento reaccionario, la verdad no es objeto que una mane entregue a otta mano,
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sino conclusion de un proceso que ninguna im paciencia precipita. La ensefianza reacciona ria no es exposicion dialectica del universo, sino dialogo entre amigos, llamamiento de una libertad despierta a una libertad adormecida. Demasiado consciente de fundarse sobre evi dencias circunscritas, sobre raciocinios cuya validez se confina en determinados uni versos de discurso, sobre un cauteloso acecho a la no vedad de la vida, el pensamiento reaccionario teme la postiza simetrfa de los conceptos, los automatismos de la logica, la fascinacion de las simplificaciones ligeras, la falacia de nuestro anhelo de unidad. Estas paginas sistematicas no descuidan sus preceptos. Para un pensamiento precavido, los sistemas no degeneran en retorica de ideas. Le jos de paralizarnos en una complacencia dog matica, los sistemas nos obligan a una creciente perspicacia. Ante el sistema, donde se objetiva y se plasma, el pensamiento se asume. Su es pontaneidad ciega se muda en conciencia de sus postulados, de su estructura, y de sus fines. Cada sistema sucesivo viola sucesivas inocen cias. Cada sistema restaura una meditacion que nos libera.
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Este parcial intento es artificio de un pensa miento reaccionario. Morada pasajera de un huesped obstinado. No inicio catequizacion al guna ni ofrezco recetarios practicos. Ambicio no, tan solo, trazar una curva Hmpida. Tarea ociosa. Lucidez esteril. Pero los textos reaccionarios no son mas que estelas conmina torias entre escombros.
El dialogo entre democracias burguesas y democracias populares carece de interes, aun cuando no carezca de vehemencia, ni de armas. Tanto capitalismo y comunismo, como sus formas hlbridas, vergonzantes, 0 larvadas, tienden, por caminos distintos, hacia una me ta semej ante. Sus partidarios proponen tecni cas dislmiles, pero acatan los mismos valores. Las soluciones los dividen; las ambiciones los hermanan. Metodos rivales para la consecu cion de un fin identico. Maquinarias diversas al servicio de igual empefio. Los ideologos del capitalismo no rechazan el ideal comunista; el comunismo no censura el ideal burgues. Al investigar la realidad so
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cial del concurrente, para denunciar sus vicios, o disputar la identificacion exacta de sus he chos, ambos juzgan con criterio analogo. Si el comunismo seiiala las contradicciones eco nomicas, la alienacion del hombre, la libertad abstracta, la igualdad legal, de las sociedades burguesas; el capitalismo subraya, paralela mente, la impericia de la economla, la absor cion totalitaria del individuo, la esclavitud po Htica, el restablecimiento de la desigualdad real, en las sociedades comunistas. Ambos apli can un mismo sistema de normas, y su litigio se limita a debatir la funcion de determinadas estructuras juddicas. Para el uno, la propiedad privada es estorbo, para el otro, estlmulo; pe ro ambos coinciden en la definicion del bien que la propiedad estorba, 0 estimula. Aunque insistan ambos sobre la abundancia de bienes materiales que resultara de su triun fo, y aun cuando sean ambos augurios de har tazgo, tanto la miseria que denuncian, como la riqueza que encomian, solo son las mas ob vias especies de 10 que rechazan 0 ambicionan. Sus tesis economicas son vehkulo de aspira ciones fabulosas. Ideologlas burguesas e ideologlas del prole
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tariado son, en distintos momentos, y para distintas clases sociales, portaestandartes riva les de una misma esperanza. Todas se procla man voz impersonal de la misma promesa. El capitalismo no se estima ideologla burguesa, sino construcci6n de la razon humana; el co munismo no se declara ideologla de clase? sino porque afirma que el proletariado es delegado unico de la humanidad. Si el comunismo de nuncia la estafa burguesa, y el capitalismo el engaiio comunista, ambos son mutantes his toricos del principio democratico, ambos an sIan una sociedad donde el hombre se halle, en fin, seiior de su destino. Rescatar al hombre de la avaricia de la tie rra, de las lacras de su sangre, de las servidum bres sociales, es su comun proposito. La demo cracia espera la redencion del hombre, y reivin dica para el hombre la funcion redentora. Veneer nuestro atroz infortunio es el mas natural anhelo del hombre, pero seda irriso rio que el animal menesteroso, a quien todo oprime y amenaza, confiara en su sola in tel i gencia para sojuzgar la majestad del universo, si no se atribuyese una dignidad mayor, y un origen mas alto. La democracia no es procedi
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miento electoral, como 10 imaginan catolicos candidos; ni regimen poHtico, como 10 penso la burguesla hegemonic a del siglo pasado; ni estructura social, como 10 enseiia la doctrina norteamericana; ni organizacion economica, como 10 exige la tesis comunista. Quienes presenciaron la violencia irreligiosa de las convulsiones democraticas, creyeron ob servar una sublevacion profana contra la alie nacion sagrada. Aun cuando la animosidad popular solo estalle esporadicamente en tumul tos feroces 0 burlescos, una crhica saiiuda del fenomeno religioso, y un laicismo militante, acompaiian, s~rda y subrepticiamente, la histo ria democratica. Sus propositos expHcitos pa recen subordinarse a una voluntad mas honda, a veces oculta, a veces publica, callada a veces, a veces estridente, de secularizar la sociedad y el mundo. Su fervor irreligioso, y su recato lai co, proyectan limpiar las almas de todo excre mento mlstico. Sin embargo, otros observadores de sus ins tantes criticos, 0 de sus formas extremas, han repetidamente seiialado su coloracion religio sa. El dogmatismo de sus doctrinas, su propa gacion infecciosa, la consagracion fanatica que
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inspira, la confianza febril que despierta, han sugerido paralelos inquietantes. La sociologla de las revoluciones democraticas resuscita ca tegorias elaboradas por la historia de las reli giones: profeta, mision, secta. Metaforas cu riosamente necesarias. El aspecto religioso del fenomeno democra tico suele explicarse de dos maneras distintas: para la sociologla burguesa, las semej anzas re sultan del sacudimiento que- tumultos sociales propagan en los estratos emotivos en donde estiman que la religion se origina; para la so ciologla comunista, la similitud confirma el caracter social de las actitudes religiosas. AlH toda emocion intensa asume formas reli giosas; aqul toda religion es disfraz de fines sociales. La sociologla burguesa no alcanza la pene tracion de las tesis marxistas. Las vagas genea loglas con que se satisface no se comparan a la identificacion precisa que el marxismo define. El rigor del sistema marxista 10 precave de equlvocos; espejo de la verdad, podda decirse que basta invertirlo, para no errar.
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Las fi1osoHas de la historia, mas que slntesis ambiciosas, son herramientas del conocimien to hist6rico. Cada filosoHa se propone definir la relaci6n entre el hombre y sus actos. El problema de la filosoHa de la historia es de una generalidad absoluta, porque todo ob jeto de la conciencia es acto, anteriormente a la definici6n de su estatuto metaHsico, que es acto tambien. La manera de definir la rela ci6n entre el hombre y sus actos determina to da explicaci6n del universo. Las definiciones filos6ficas de la relaci6n concreta son teOrlas de la motivaci6n humana. Las teorlas interrogan los hechos para desper tarlos de su inercia insignificativa, y penetran, como nexos inteligibles, en su masa amorfa. Ninguna teOrla es falsa, porque la relaci6n con creta es estructura compleja y rica; pero cada una, aisladamente, sacrifica la espesa trama hist6rica a una ordenaci6n arbitraria y descar nada. Para evitar falsificac'iones patentes, el his toriador emplea, simultanea 0 sucesivamen te, las diversas teorlas propuestas: urgencia del instinto, determinaci6n etnica, condiciona mien to geografico, necesidad econ6mica, pro gresi6n intelectual, prop6sito axio16gico, reso
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luci6n caprichosa; pero aun si el tacto de la imaginaci6n 10 protege de las torpezas siste maticas, la incoherencia de su procedimiento 10 limita a una yuxtaposici6n casual de fac tores. Las diversas teorlas no forman sen dos sistemas cerrados, ni su agru paci6n ac cidental sobrepasa aciertos esporadicos y for tuitos. Toda situaci6n hist6rica encierra la totalidad de motivaciones posibles, con una predominan cia alternada, y las concretas configuraciones de motivos dependen de un principio general que las ordena. A cualquier tipo de motiva ci6n a que preferencialmente pertenezca, y en cualquier configuraci6n en donde se sitlie, to do acto cualquiera se halla orientado por una opci6n religiosa previa'. Tanto los encadenamientos lineales de actos de igual especie, como los vlnculos entre agru paciones de actos heterogeneos, son funci6n de su campo religioso. El individuo ignora usual mente la opci6n primigenia que 10 determina; pero el rumbo de sus instintos, la preeminen cia de tal 0 cual caracter etnico, la prevalencia de diversas influencias geograficas, la vigencia de determinada necesidad econ6mica, la pre
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ponderancia de ciertas conclusiones especula tivas, la validez de unos u otros fines, la prima da de voliciones distintas, son efectos de una opci6n radical ante el ser, de una postura ba sica ante Dios. Todo acto se inscribe en una multitud simul , de contextos; pero un contexto unlVOCO, ' tanea inn10to, y ultimo, los circunscribe a todos. Una noci6n de Dios, expHcita 0 tacita, es el contex to final que los ordena. La relaci6n entre el hombre y sus actos es una relaci6n mediatizada. La relaci6n entre el hombre y sus actos es relaci6n entre definicio nes de Dios y actos del hombre. El individuo hist6rico es su opci6n religiosa. Ninguna situaci6n concreta es analizable, sin residuos, 0 dilucidable, coherentemente, mientras no se determine el tipo de fallo teo16 gico que la estructura. El analisis religioso, que permite dibujar las articulaciones de la histo ria, la disposici6n interna de los hechos, y el orden autentico de la persona, es de caracter emplrico, y no presupone, ni para definirlo, ni para aplicarlo, una fe cualquiera. Sin presu mir la objetividad de la experiencia religiosa, constatando, tan solo, su realidad fenomenal,
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el analisis la asume, met6dicamente, como factor determinante de toda condici6n con creta. S6lo el analisis religioso, al sondar un hecho democratico cualquiera, nos esclarece la natu raleza del fen6meno, y nos permite atribulr a la democracia su dimensi6n exacta. Procedien do de distinta manera, nunca logramos es tablecer su definici6n genetica, ni mostrar la coherencia de sus formas, ni relatar su his toria.
La democracia es una religi6n antropoteista. Su principio es una opci6n de caracter religio so, un acto por el cual el hombre asume al hombre como Dios. Su doctrina es una teologla del hombre dios; su practica es la realizaci6n del princi pio en comportamientos, en instituciones, y en obras. La divinidad que la democracia atribuye al hombre no es figura de ret6rica, imagen poeti ca, hiperbole inocente, en fin, sino definici6n teo16gica estricta. La democracia no proclama
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con elocuencia, y usando de un lexico vago, la eminente dignidad del hombre, la nobleza de su destino 0 de su origen, su predominio inte lectual sobre el universo de la materia y del instinto. La antropologla democratica trata de un ser a quien convienen los atributos clasicos de Dios. Las religiones antropoteistas forman un gru po homogeneo de actitudes religiosas, que no es Hcito confundir con las teologlas panteistas. El dios del pantdsmo es el universo mismo co mo vuelo de un gran pajaro celeste; para el an tropoteismo, el universo es estorbo 0 herra mienta del dios humano. El antropoteismo, ante la miseria actual de nuestra condicion, define la divinidad del hom bre como una realidad pasada, 0 como una realidad futura. En su presente de infortunio, el hombre es un dios caldo, 0 un dios naciente. El antropotdsmo plantea un primer dilema al dios bifronte. Las cosmogonlas orficas y las sectas gnosti cas son antropoteismos retrospectivos, la mo derna religion democratica es antropotelsmo futurista. Aquellas son doctrina de una catas trofe cosmica, de un dios desmembrado, de una
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luz cautiva; esta es doctrina de una teogonla dolorosa. El antropoteismo retrospectivo es un dualis mo sombdo; el antropoteismo futurista, un monismo jubiloso. La doctrina dualista ensefia la absorcion del hombre en la materia prava, y el retorno penoso a su esplendor preterito; la doctrina monista anuncia la germinacion de su gloria. Dios prisionero en la torpe inercia de su carne, 0 dios que la materia levanta co mo su grito de victoria. El hombre es vestigio de su condicion perdid a, 0 arcilla de su condi cion futura. Antropoteismos dualistas y antropoteismo monista son anomismos eticos. Ambos se com pactan en secta de el~gidos. Ambos son insu rrecciones meta£1sicas. La doctrina democratica es una superestruc tura ideologica, pacientemente adaptada a sus postulados religiosos. Su antropologla tenden ciosa se prolonga en apologetica militante. Si la una define al hombre de manera compati ble con su divinidad postulada; la otra, para corroborar el mito, define al universo de ma nera compatible con esa artificiosa definicion del hombre. La doctrina no tiene finalidad es
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peculativa. Toda tesis democratica es argu mento de litigante, y no veredicto de juez. Una breve definici6n mueve su maquina doctrinal. Con el fin de cumplir su prop6sito teo16gi co, la antropologia democratica define al hom bre como voluntad. Para que el hombre sea dios, es forzoso atri buir1e la voluntad como esencia, reconocer en la voluntad el principio, y la materia misma de su ser. La voluntad esencial, en efecto, es suficiencia pura. La voluntad esencial es atri buto tauto16gico de la autonomia absoluta. Si la esencia de un ser no es su voluntad, el ser no es causa de si mismo, sino efecto del ser que determina su esencia. Si la esencia humana ex cede la voluntad del hombre, ese excedente 10 sujeta a una voluntad externa. El hombre de mocratico no tiene naturaleza, sino historia: voluntad inviolable que su aventura terrestre disfraza, pero no altera. Si la voluntad es su esencia, el hombre es libertad pura, porque la libertad es determina ci6n aut6noma. V oluntad esencial, el hombre es esenciallibertad. El hombre democratico no es libertad condicionada, libertad que una na
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turaleza human a supedita, sino libertad total. S6lo sus actos libres son actos de su esencia, y 10 que aminora su libertad 10 corroe. El hom bre no puede someterse, sin dimitir. Su liber tad no prescribe, porque una esencia no pres cribe. Como su libertad no es concesi6n de una voluntad ajena, sino acto anaHtico de su esencia, la autonomia de la voluntad es irrestricta, y su soberania perfecta. S6lo la volici6n gratuita es legitima, porque s6lo ella es soberana. Siendo soberana, la voluntad es identica en todos. Accidentes que no alteran la esencia nos distinguen. La diferencia entre los hombres no afecta la naturaleza de la voluntad en ninguno, y una desigualdad real violada la identidad de esencia que los funda. T odos los hombres son iguales, a pesar de su varied ad aparente. Para la antropologia democratica, los hom bres son' voluntades libres, soberanas, e iguales. Despues de asentar su definici6n antropo16 gica, la doctrina procede a elaborar las cuatro tesis ideo16gicas de su apologetica. La primera, y la mas obvia, de las ideologias democraticas es el atdsmo patetico. La democracia no es atea, porque haya com
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probado la irrealidad de Dios, sino porque ne cesita rigurosamente que Dios no exista. La convicci6n de nuestra divinidad implica la ne gaci6n de su existencia. Si Dios existiese, el hombre seria su criatura. Si Dios existiese, el hombre no podria palpar su divinidad presun tao El Dios trascendente anula nuestra inutil rebeldla. El a tdsmo democratico es teologla de un dios inmanente. Para confirmar nuestra divinidad problema tica, el atdsmo ensefia que los otros dioses son inventos del hombre. Hijos del terror, 0 del suefio; slmbolos de la sociedad, 0 de nuestras rakes obscenas. Mitos que cumplen la aliena ci6n suprema. La democracia afirma que la carrofia de la libertad humana es cuna de los enjambres sagrados.
La idea del progreso es la teodicea del an tropotdsmo futurista, la teodicea del dios que despierta desde la insignificancia del abismo. El progreso es la justificaci6n de la condici6n actual del hombre, y de sus ulteriores teofanlas. El ser que reprime, con ritos precarios, el murmullo de su animalidad recalcitrante, no
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cree en su divinidad oculta, si no imagina que la materia primitiva es maquina productora de dioses. Si un proceso de perfeccionamiento in evitable no suplanta la reiteraci6n del tiempo, si 10 complejo no proviene de 10 simple, si 10 inferior no engendra los terminos superiores de las series, si la raz6n no emerge de una neu tralidad preterita, si la noche no es prepara ci6n evangelica a la luz, si el bien no es faz del n1al arrepentido, el hombre no es dios. No bastan las recetas que almacena para que su inteligencia presienta, en el calculo de compor tamientos externos, premisas de su omniscien cia futura. No basta la leve impronta de sus gestos sobre la corteza de la tierra, para presu mir que la astucia de sus manos Ie prepara una omnipotencia divina. El progreso es dogma que requiere una fe previa. Para garantizar al hombre que transforma ra el universo, y lograra labrarlo a la medida de su anhelo, la democracia ensefia que nues tro 'esfuel1zo demiurgico prolonga el lmpetu que solevanta la materia. Que el motor del pro greso sea una dialectica interna, un pasaje de la homogeneidad primitiva a una heterogenei dad creciente, una serie de emergencias suce
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sivas, 0 el empeiio atrevido de un aborto de la necesidad, la doctrina supone que un demiur go ausente, desde su inexistencia primera, ela bora el alimento de su epifanfa futura.
La teorla de los valores es la mas espinosa empresa de la ideologfa democratica. Atdsmo y progreso s610 piden una ret6rica enfatica, porque la existencia de Dios no es obvia, y por que un simple ademan hacia el futuro confir Ina la fe de un progresista vacilante; mientras que la presencia de valores es hecho que anula los postulados democraticos, con insolencia tranquila. Si placer y dolor ya muestran una indepen den cia inquietante; ~que subsiste de nuestra divinidad proclamada, si la verdad nos ata a una naturaleza de las cosas, si el bien obliga como un llamamiento irresistible, si la belleza existe en la pulpa del objeto? Si el hombre no es el supremo hacedor de los valores, el hom bre es un viajero taciturno entre misterios, el hombre atraviesa los dominios de un incognito monarca. Segun la doctrina democratica, el valor es un
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estado subjetivo que comprueba la concordan cia entre una vol un tad y un hecho. La objeti vidad del valor es funci6n de su generalidad empfrica, y su caracter normativo proviene de su referencia vital. Valor es 10 que la voluntad reconoce como suyo. La reducci6n del valor a su esquema basico procede con astucias diversas. Ciertas teorlas prefieren una reducci6n directa, y ensefian que valor es meramente 10 que el hombre declara serlo. Pero las teorlas mas usuales eligen rutas menos obvias. La funcion biol6gica, 0 la forma social, suplantan la voluntad desnuda, y repre sentan su manifestaci6n concreta. Placer y dolor aparecen como sfntomas de una vida que se cumpl~ 0 que fracasa; el bien es signa de un feliz funcionamiento biol6gico, o de un acto propicio a la supervivencia social; la belleza es indicio de una posible satisfacci6n de instintos, de una exaltaci6n po sible de la vi da, 0 expresi6n autentica de un individuo, re flejo autentico de una sociedad; verdad, en fin, es el arbitrio que facilita el apoderamiento del mundo. Eticas utilitarias 0 sociales, esteti cas natural'istas 0 expresionistas, epistemologfas pragmaticas 0 instrumentales, intentan reducir
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el valor a su esquema prepuesto, y no son mas que artefactos ideologicos.
La ultima tesis de la apologetica democrati ca es el determinismo universal. Para afianzar sus profedas, la doctrina necesita un universo rfgido. La accion eficaz requiere un comporta miento previsible, y la indeterminacion causal sup rime la certeza del proposito. Como el hom bre no serfa soberano sino en un universo regi do por una necesidad ciega, la doctrina refiere a circunstancias externas los atributos del hom bre. Si el mundo, la sociedad, y el individuo, no son, en efecto, reductibles a meras constan tes causales, aun el empefio mas tenaz, mas in teligente, y mas metodico, puede fracasar ante la naturaleza inescrutable de las cosas, ante la insospechable historia de las sociedades, ante las imprevisibles decisiones de la conciencia humana. La libertad total del hombre pide un universo esclavizado. La soberanla de la vo luntad humana solo puede regentar cadaveres de cosas. Como un determinismo universal arrastra la libertad misma que 10 proclama, la doctrina
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recurre, para esquivar la contradiccion que la anula, a una acrobacia metaHsica que trans porta al hombre, desde su pasividad de obje to, hasta una libertad de dios repentino. Al realizarse en comportamientos, en insti tuciones, y en obras, el principio democratico procede con severa coherencia. La aparente confusi6n de sus fenomenos patentiza la ex traordinaria constancia de la causa. En circuns tancias diversas los rumbos son distintos, para que el proposito permanezca intacto. Dos formas sucesivas del principio inspiran la practica democratica: el principio como vo luntad soberana, 0 como voluntad autentica. No concediendo legitimidad sino a la volun tad gratuita, la democracia individualista y li beral traduce, en norma inapelable, los equili brios momentaneos de voluntades afrontadas en un multiple mercado electoral. El correcto funcionamiento del mercado supone un cam po raso, expurgado de resabios eticos, escamon dado de prestigios preteritos, limpio de los despojos del pasado. La validez de las dec'isio nes poHticas, y de las decisiones econ6micas, es funci6n de la presion que ejerce la voluntad mayoritaria. Las reglas eticas, y los valores es
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teticos, resultan del mismo equilibrio de fuer zas. Los mecanismos automaticos del mercado determinan las normas, las leyes, y los precios. Para la democracia individualista y liberal, la volici6n es libre de obligaciones internas, pe ro sin derecho de apelar a instancias superiores contra las normas populares, contra la ley for malmente promulgada, 0 contra el precio in1 personalmente establecido. El dem6crata indi vidualista no puede declarar que una norma es falsa, sino que anhela otra; ni que una ley no es justa, sino que quiere otra; ni que un precio es absurdo, sino que otro Ie conviene. La justi cia, en una democracia individualista y liberal, es 10 que existe en cualquier momento. Su es tructura normativa es configuraci6n de volun tades, su estructura juddica suma de decisiones positivas, y su estructura econ6mica conjunto de actos realizados. La democracia individualista suprime toda . . ., . . InstltuClon que suponga un compromlso lfre vocable, una continuidad rebel de a la delezna ble trama de los dlas. El dem6crata rechaza el peso del pasado, y no acepta el riesgo del fu turo. Su voluntad pretende borrar la historia preterita, y labrar, sin trabas, la historia veni
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dera. Incapaz de lealtad a una empresa remitida por los afios, su presente no se apoya sobre el espesor del tiempo; sus dlas aspiran a la discon tinuidad de un reloj sirriestro. La sociedad regida por la primera forma del principio democratico inclina hacia la anar qUIa te6rica de la economla capitalista, y del sufragio universal. El principio reviste su segunda forma, cuan do el usa de la libertad amenaza los postulados democraticos. Pero la transformaci6n de la de mocracia liberal e individualista en democracia colectiva y desp6tica, no quebranta el prop6 sito democratico, ni adultera los fines pro metidos. La primera forma contiene y lleva la segunda; como una prolongaci6n hist6rica posible, y como una consecuencia te6rica ne cesana. En efecto, si todos los hombres son volunta des libres, soberanas, e iguales, ninguna volun tad puede sojuzgar legltimamente a las otras; pero como la voluntad no puede tener mas objeto legftimo que su propia esencia, como to da voluntad que no tenga su esencia por objeto se niega y se anula, cualquier voluntad indivi dual que no tenga por objeto su libertad, su
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soberanfa, y su igualdad, peca contra su esen cia autentica, y puede ser legftimamente obli gada, por una voluntad recta, a obedecerse a SI misma. No importa que la rebeldfa contra su propia esencia sea acto de una sola voluntad, de una multitud de voluntades, de la cuasi to talidad de voluntades existentes en un instante preciso, 0 de la totalidad misma, porque la doctrina democratica necesariamente postula, frente a las voluntades pervertidas e insurrec tas, una voluntad general proba consigo mis ma, leal a su esencia, cuya legitimidad puede ser representada por una sola voluntad recta. Mayorfa, partido minoritario, 0 individuo, la legitimidad democratica no depende de un me canismo electoral, sino de la pureza del propo sito. La democracia colectivista y despotica some te las voluntades apostatas a la direccion auto cratica de cualquier nacion, clase social, parti do, 0 individuo, que encarne la voluntad recta. Para la democracia colectivista y despotica, la realizacion del proposito democratico prima toda consideraci6n cualquiera. T odo es Hcito para £Undar una igualdad real que permita una libertad autentica, donde la soberanfa del hom
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bre se corona con la posesion del universo. Las fuerzas sociales deben ser encauzadas, con de cision inquebrantable, hacia la meta apocaHp tica, barriendo a quien estorbe, liquidando a quien resista. La confianza en su proposito co rrompe al democrata autoritario, que esclaviza en nombre de la libertad, y espera el adveni mien to de un dios en el envilecimiento del hombre. La realizacion practica del principio demo cratico reclama, en fin, una utilizacion frene tica de la tecnica, y una implacable explota cion industrial del planeta. La tecnica no es producto democratico, pero el culto de la tecnica, la venera cion de sus obras, la fe en su triunfo escatologico, son consecuen cias necesarias de la religion democratica. La tecnica es la herramienta de su ambicion pro funda, el acto posesorio del hombre sobre el universo sometido. El democrata espera que la tecnica 10 redima del pecado, del infortunio, del aburrimiento, y de la muerte. La tecnica es el verbo del hombre-dios. La humanidad democratica acumula inven tos tecnicos con manos febriles. Poco Ie impor ta que el desarrollo tecnico la envilezca, 0 ame
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nace su vida. Un dios que forja sus armas des dena las mutilaciones del hombre.
Demonios y dioses nacen lej os de la mira da de los hombres, y su infancia se aletarga en moradas subterraneas. La religi6n democrati ca anida en las criptas medievales, en la som bra humeda donde bullen las larvas de textos hereticos. La predicaci6n clandestina de mitos dual is tas no calla bajo el despotismo de los empera dores ortodoxos. Los anatemas conciliares, las sentencias de los prefectos imperiales, los tu multos de la pied ad popular, sofocan tempora riamente la voz nefanda, pero sus ecos resuci tan en villorrios lTIOntaneses, en conventkulos de ciudades fronterizas, y entre las legiones del . . Impeno. De sus tierras de exilio, la evangelizaci6n dualista se propaga, lejos de la vigilante buro cracia bizantina, hacia los laxos senOrlOS de Occidente. Las aguas de la turbia riada sumer gen sedes episcopales, y baten el granito del trono pontificio.
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La sombra tutelar y sangrienta del tercer Inocencio restaura la unidad quebrada, pero en tierras apartadas y distantes, en Calabria, sobre el Rhin, entre telares flamencos, una nue va religi6n ha nacido. La moderna religi6n democratica se plasma, cuando el dualismo bogomilo y cataro se com bina, y fusiona, con el mesianismo apocaHptico. En los parajes de su nocturna confluencia, una sombra ambigua se levanta. La esperanza mesianica que el cristianismo cumple, y a su vez renueva, irrita reiterada mente la febril paciencia del hombre. En inmensos aposentos de adobe y bitumen, craneos glabros, inclinados ante el monarca que apresa las manos sagradas, entonan him nos de victoria, que un' salmista plagia para la unci6n de reyezuelos. Las adulaciones irrisorias se transmutan bajo la llama profetica, y el un gido terrestre prefigura al ungido divino. Cuan do al templo destruldo s6lo sucede un templo profanado, los temas mesianicos esparcen su intacta virulencia. La impotencia poHtica azu za la esperanza mesianica. Mondado de sus excrecencias carnales, el mesianismo transmite a la Iglesia, sin embar
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go, el germen de sus terribles avideces. Muche dumbres esperan el descenso de la ciudad ce leste, y la primera encarnacion del Paracleto anuncia, entre profetisas desnudas, las cosechas kiliasticas. La expectativa de un terrestre reino de los santos exalta la pied ad de solitarios, y la mise ria de las turbas. Anhelos del alma y vengan zas de la carne embriagan, con sus jugos aci dos, corazones contritos y vanidades crispadas. El mesianismo vulgar se nutre de los mas no bles suenos, y de las pasiones mas viles. Pero aun los mesianismos carnales esperan, como un don divino, la floracion sangrienta. Los milenarismos militantes son arrebatos de impaciencia humana, y no simulacros de om nipotencia divina. Solamente cuando el rector de la horda ge mebunda, el constructor de la Jerusalen celeste, el juez del tribunal irrecusable, es el hombre mismo, el hombre solo; solamente cuando el dios caldo de las heterodoxias gnosticas se con funde con la hipostasis soteriologica de la teo logla trinitaria; solamente cuando el Meslas prometido es la humanidad divinizada; sola mente entonces el hombre-dios de la religion
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democratic a se yergue, lentamente, de su lodo humano. Al abandonar la penumbra de su incubacion furtiva, la religion democratica se propaga a traves de los siglos, elaborando, con maligna astucia, la superestructura colosal de sus ideo 10g1as sucesivas. Hija del orgullo humano, to do 10 que inflama el orgullo, enciende la fuli ginosa antorcha. Su propagacion no requiere sino que el orgullo fulgure, porque una nube fugaz vela el sol inteligible. Pero el orgullo mismo ere a las tinieblas donde solo su propia luz resplandece. T oda conversion acaece en las recamaras del aln1a, donde la libertad se rinde a las instiga ciones del orgullo. Nada existe que no pueda seducirnos; una virtud que se deslumbra a SI misma, un vicio que se desfigura a sus propios ojos. Basta que un solo tema nos adule, para que acatemos la doctrina entera. Cuando he mos sucumbido a la servil insidia, el desorden aparente de nuestros actos obedece a una pre sion que 10 orienta.
Como la doctrina democratica puede exhi
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bir, en cualquier instante, y en cualquier indi viduo, la suma fntegra de sus consecuencias te6 ricas, su historia no presenta un desenvolvi miento doctrinal, sino una progresiva posesi6n del mundo.
La democracia registra su bautismo sobre la faz escarnecida de Bonifacio VIII. El gesto procaz envuelve en la purpura de su insulto, como en un sudario pontificio, el Sacro Impe rio agonizante, y la sombra indiferente de los grandes papas medievales. Los legistas cesareos resuscitan, para restaurar la potestad tribuni cia. El estado moderno ha nacido. La proclamaci6n de la soberanfa del estado necesita varios siglos, pero las reformas poHti cas y los separatismos religiosos que la prepa ran, son sucesos que una firme voluntad usur pa, 0 elabora. Los estados nacionales son retor ta del estado soberano. Antes de decretar la soberanfa del hombre, la empresa democratica deslinda el recinto don de la promulgaci6n parezca Hcita. En el labe rinto jurfdico del estado medieval, la predica ci6n tropieza contra la libertad patrimonial de
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algunos, contra las usurpaciones sancionadas de otros, contra los fueros naturales de todos. Pero el estado que se estima solo juez de sus actos e instancia final de sus pleitos, que no acata sino la norma que su voluntad adopta, y cuyo interes es la suprema ley, puede consti tufrse en dios secularizado. Al proclamar la soberanfa del estado, Bodin concede al hombre el derecho de concertar su destin~. El estado soberano es la primer victo ria democratica. El estado soberano es un proyecto jurfdico que el absolutismo monarquico realiza; y los legistas del rey de Francia no son los servi dores de una raza, sino de una idea. El monar ca combate los poderes feudales, los fueros pro vinciales, los privilegios eclesiasticos, para que nada restrinja su soberanfa, porque el estado debe abolir todo derecho que pretenda prece derlo, toda libertad que pretenda limitarlo. La jurisdicci6n monarquica invade las jurisdiccio nes sefioriales; la autoridad publica suprime la autonomfa comunal; el reformismo estatal reemplaza la lenta mutaci6n de las costum bres; y el despotismo legislativo suplanta es tructuras contractuales y pactadas. El absolu
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tismo enerva las fuerzas sociales, y fabrica una burocracia centralista que, al usurpar la fun cion poHtica, transforma los subditos del rey en siervos del estado. La soberanta del estado moderno se plasma en pluralismo de estados soberanos, en cuyo inestable equilibrio 'incuba la virulencia nacio nalista, que corona sendos centralismos sofo cantes con imperialismos truculentos. Como todo episodio democratico suscita, en sus mas fervientes propulsores, un espasmo de angustia ante la pretension que se desenmasca ra, cad a forma de la doctrina comporta una co pia negativa que parece, tan solo, su imagen descolorida y palida, pero que es, en verdad, un reflejo reaccionario ante el abismo. A medida que las supervivencias medievales se extinguen, la historia de la democracia se reduce al con flicto entre su principio puro y sus recelos re accionarios, larvados en supositicias alternativas democraticas. A la soberanla del estado contesta el derecho divino de los reyes, que no es formulacion re ligiosa del absolutismo poHtico, sino la mas efi caz manera doctrinal de negarlo. Proclamar el derecho divino del monarca, es desmentir su
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soberanta y repudiar la irrecusable validez de sus actos. Sobre el monarca de derecho divino imperan, juddicamente, con la religion que 10 unge, el derecho natural que 10 precede, y la moral que 10 conmina. El cadalso del tragico Enero alzada una ima gen meramente patetica, si hubiesen asesinado, tan solo, un delegado impotente del despotis mo monarquico, pero la imposibilidad de ra tificar un cisma, violentando su conciencia, lle va al Borbon ftlcido y tonto, entre el silencio de cien mil personas, y bajo el redoble de tam bores, hasta el mas noble de sus tronos. La segunda etapa de 1a invasion democrati ca se inicia cuando el hombre reclama, en el marco del estado soberano, 1a soberanla que 1a doctrina Ie concede. Toda revolucion democratica conso1ida a1 estado. El pueblo revo1ucionario no se alza con tra el estado omnipotente, sino contra sus po sesores momentaneos. El pueblo no protesta contra 1a soberanta que 10 oprime, sino contra sus detentadores envidiados. E1 pueblo reivin dica la libertad de ser su propio tirano. Al proclamar 1a soberanla popular, Rousseau anticipa su realizacion plenaria, pero forja 1a
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herramienta juddica de las codicias burgue sas. E1 heredero de las soberanlas estata1es, el monarca pu1u1ante de las sociedades allanadas, se precipita sobre un mundo cedido a 1a avidez de su apetito uti1itario. La tesis de 1a soberanla popular troza los ligamentos axio1ogicos de 1a actividad economica, para que suceda, a la busqueda de un sustento congruo, el afan de una riqueza ilimitada. La expansion burgue sa agarrota el planeta en la red de sus trajines insaciables. La era democratica presenta un incompara ble desarrollo economico, porque el valor eco nomico es parcialmente ductil a los postulados democraticos. El valor economico tolera una indefinida dilatacion caprichosa, y su nucleo solido se expande en elasticas configuraciones arbitrarias. El hombre no es soberano, tam poco, de los valores economicos; pero la po sible alternancia de todos, y el caracter artifi cial de muchos, permiten que el hombre pre suma, ante ellos, una soberania que el resto del universo Ie niega. El valor economico es el menos . ,.absurdo emblema de nuestra soberanla qUlmenca.
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Un notorio predominio de la funcion eco nomica caracteriza la sociedad burguesa, donde la economla determina la estructura, fija la meta, y mide los prestigios. El poder economi co, en la sociedad burguesa, no acompafia me ramente, y da lustre, al poder social, sino 10 crea; el democrata no concibe que la riqueza, en sociedades distintas, resulte de los motivos que fundan la jerarquia social. La venera cion de la riq ueza es fenomeno democratico. El dinero es el unico valor uni versal que el democrata puro acata, porque simboliza un trozo de naturaleza servible, y por que su adquisicion es asignable al solo esfuerzo humano. El culto del trabajo, con que el hom bre se adula a SI mismo, es el motor de 1a eco nomfa capitalista; y el desden de 1a riqueza he reditaria, de la autoridad tradicional de un nombre, de los dones gratuitos de la inteligencia o la belleza, expresa el puritanismo que con dena, con orgullo, 10 que el esfuerzo del hom bre no se otorga. La tesis de la soberanla popular entrega la direccion del estado al poder economico. La clase portadora de la esperanza democratica encabeza, inevitablemente, su agresion contra
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el mundo. El sufragio universal elige, en sus comicios, los mas vehementes defensores de las aspiraciones populares; pero los parlamen tarios elegidos gobiernan, con la burguesla que absorbe los talentos, para la burguesla que multiplica la riqueza. Los mandatarios burgueses del sufragio pro hijan el estado laico, para que ninguna intro misi6n axio16gica perturbe sus combinaciones. Quien tolera que un reparo religioso inquiete la prosperi dad de un negocio, que un argu men to etico suprima un adelanto tecnico, que un motivo estetico modifique un proyecto po litico, hiere la sensibiIidad burguesa, y traicio na la empresa democratica. La tesis de la soberanla popular entrega, a cada hon1bre, la sober ana determinaci6n de su destino. Soberano, el hombre no depende sino de su caprichosa voluntad. Totalmente libre, el solo fin de sus actos es la expresi6n inequlvo ca de su ser. La rapina econ6mica culmina en un individualismo mezquino, donde la indi ferencia etica se prolonga en anarqula intelec tual. La fealdad de una civilizaci6n sin estilo patentiza el triunfo de la soberanla promulga da, como si una vulgaridad impudica fuese el
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trofeo apetecido por las faenas democraticas. En las llamas de la proclamaci6n inepta, el in dividuo arroja, como ropajes hip6critas, los ri tos que 10 amparan, las convenc'iones que 10 abrigan, los gestos tradicionales que 10 educan. En cada hombre liberado, un simio adormeci do bosteza, y se levanta. La aprensi6n reaccionaria, que provoca ca da episodio democratico, inventa la teorta de los derechos del hombre y el constitucionalis ino politico, para alambrar y contener las in temperancias de la soberanla popular. Las consecuencias de la tesis espantan a quie nes la proclaman, y les sugieren remediar su error apelando a imprescriptibles derechos del hombre. El proyecto revela su origen reaccio nario, a pesar de su endeble argumentaci6n metaHsica, porque substraer al pueblo sobe rano una fracci6n de su poder presunto, por medio de una declaraci6n solemne de princi pios, 0 de una constituci6n taxativa de dere chos, es una felonla contra los postulados de mocraticos. El liberalismo politico hereda el ingrato de ber de sofrenar las pretensiones que parcial mente comparte. La confusi6n intelectual que
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10 caracteriza, y la leal tad dividida que 10 ener va, Ie impiden acogerse a su franca estirpe re accionaria, y 10 designan, como vktima estu pefacta e inerme, a la violencia democratica. Pero el liberalismo mantuvo, a pesar de su in competencia teorica, vestigios de sagacidad po Htica. La tercera etapa de la conquista democrati ca es el establecimiento de una sociedad comu nista. El esquema clasico del Manifiesto no requie re recrificacion alguna: la burguesfa procrea el proletariado que la suprime. La sociedad comunista surge del proceso que engendra un proletariado militante, una agru pacion social pulverizada en individuos solita rios, y una economfa cuya integracion crecien te necesita una autoridad coordinada y despo tica; pero tanto el proceso mismo, como su triunfo poHtico, resultan del proposito religio so que 10 sustenta. El comunismo no es una conclusion dialectica, sino un proyecto delibe rado. En la sociedad comunista, la doctrina demo cratica desenmascara su ambicion. Su meta no es la felicidad humilde de la humanidad ac
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tual, sino la creacion de un hombre cuya sobe ranla asuma la gestion del universo. El hombre comunista es un dios que pisa el polvo de la tierra. Pero el demiurgo humano sacrifica la liber tad po sible del hombre, en aras de su libertad total. Si la indocilidad de la carne irrita su be nevolencia divina, y reclama una pedagogla sangrienta, el mito que 10 embriaga Ie certifica la inocencia del terror. Sin embargo, un entu siasmo pueril 10 protege, aun, de las abyeccio nes postreras. El proposito democratico extingue, lenta mente, las luminarias de un culto inmemorial. En la soledad del hombre, ritos obscenos se preparan. EI tedio invade el universo, donde el hom bre no halla sino la insignificancia de la piedra inerte, 0 el reflejo reiterado de su cara lerda. Al comprobar la vanidad de su em pefio, el hombre se refugia en la guarida atroz de los dioses heridos. La crueldad solaza , su agonla. EI hombre olvida su impotencia, y remeda
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la omnipotencia divina, ante el dolor inutil de otro hombre a quien tortura. En el universo del dios muerto y del dios abortado, el espacio, at6nito, sospecha que su oquedad se roza con la lisa seda de unas alas.
Contra la insurrecci6n suprema, una total rebeldla nos levanta. El rechazo integral de la doctrina democratica es el reducto final, y exi guo, de la libertad humana. En nuestro tiem po, la rebeldla es reaccionaria, 0 no es mas que una farsa hi p6cri ta y faciL
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U n vaho de inanidad emana de las buenas novelas como desde un cementerio de ateos. Este genero literario, que ambiciona trazar la curva parab6lica de la vida desde su apari ci6n esterc6rea hasta los estertores que prelu dian la indiferencia final, ignora las iniciacio nes caprichosas y las interrupciones repenti nas, mientras que otras artes, al contrario, saben seccionar trozos abruptos de existencia para alzarlos, sefieros, aislados, pensiles, en el espacio estetico que los absuelve de sus nexos vulgares. La tragedia, como la poesla Hrica, como el cuento mismo, someten la representaci6n de la vida a sus arbitrarios prop6sitos. Desdefiando una fiel reproducci6n, nada los ata a la mono tonla de nuestra condici6n comlin. Sobre el es
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cenarto que bruscamente erigen, un astuto sis tema de gestos elabora una efigie noble del hombre. Pero la novel a, que anhela ser una sombra luminosa y fiel, nos apesadumbra y nos abate cuando su terso espejo refleja nuestro veraz destino. Radicados en el duradero espesor del instan te, la compasiva necesidad de vivir nos excusa la visi6n integral de la vida. Olvidamos que en la continuidad de los d!as se anegan nuestras iluminaciones transitorias, que su materia es ponjosa y mate absorbe nuestras exaltaciones de un momento. Enclaustrada en sus urgencias sucesivas, nuestra existencia pueril y siniestra oculta su indomable hastto. Mas la novela entrega una vida completa a nuestra conciencia del instante. En su fulgor fugaz y repentino una existencia cumplida nos ensefia, en fin, verdades palidas y obvias. La sabidurta trivial y ultima, que la vida recoge al arrastrarse por los afios, se condensa en un aguij6n de luz. As! vemos la vana impaciencia de nuestra ju ventud perderse en los esteros de los afios seni les, y los terrenos de juncos y de lodo extender
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sus bajos horizontes a la vera de un mar hipo tetico. As! aprendemos que s6lo la catastrofe que el hombre acepta, que s6lo la muerte que aco ge, que s6lo el desastre que asume, 10 eximen de la horrenda paciencia de reo olvidado en un indefinido exilio.
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os instantes proplcloS a la posesi6n de evidencias son pausas entre empresas serviles. Para que el mundo, en la inm6vil claridad de la conciencia, asuma su plenitud inteligible y emprenda su divino ascenso, es menester que brisas tramontanas barr an las escorias del d!a, es menester que el hombre, precariamente redi mido del turbulento escandalo en que mora, restaure su dignidad perdida y se albergue en la noche impoluta. Libre, as!, del torpe asedio de sus brfos, sor do a la voz intrusa de sus hambres, amparado, absorto, rescatado, el hombre olvida su condi cion de bestia acorralada. Pero no basta, para alzarnos a una justa vi si6n del mundo, sumar a una ciencia de la muerte la sabidurfa de un animal feroz. La ex
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periencia del hombre abunda en materias obs cenas y en espectros sagrados. Aferrado a su prop6sito prescrito, el animal se cumple si asegura su transito: vivir es su unica victoria, y morir su unico fracaso. S6lo riesgos vitales 10 acechan en el turbio espacio. El hombre, en cambio, no es meramente un animal que afronta, con ingenio, los medrosos usos de la vida. Asediado de extravagantes ame nazas, aventura do entre riesgos imprevistos, no s6lo la muerte 10 conmina. En instantes de tregua, cuando nada arriesga y nada teme, la convicci6n de un fracaso 10 invade, repentina mente, como el halito premonitorio de una fo sa. Experiencias ins6litas ulceran el liso tejido de sus actos. En su ficticia integridad anida una pululaci6n de larvas. El hombre es el unico animal sujeto al aburrimiento; el animal ca paz de error, de envilecimiento, y de pecado. N uestra existencia, sin embargo, no peligra en la repentina selva. El hombre prueba evi dencias de fracaso sin herir su carne intacta. Ni quien yerra, ni quien se envilece, ni quien pe ca, mutila instrumentos de victoria. No urge ser, para sobrenadar en la lodosa riada, ni sa bio, ni santo, ni noble; y usual mente es me
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nester no serlo. La vida ignora incongruas ame nazas. El aburrimiento, en efecto, no es compasivo torpor que reconforta, ni cautela que preserva de excesos, sino hambre en medio del hartaz go. Indicio de una conciencia que emerge de sus brumas para sucumbir a ineditas insidias, el aburrimiento labra en el rostro de la bestia los primeros rasgos humanos. El hombre que se aburre asciende a una neutra disponibi1idad vital; a la terraza horizontal y lisa, adonde afluyen los sordos rumores que presagian 1a agresi6n del destino. Con el aburrimiento se inicia la peregrinaci6n del fracaso. Sin embargo, el error no nos frustra de pre sas codiciadas; el error no es previsi6n fallida, ni calculo de efectos co10cados donde un ma nipu1eo preciso los delata; el error es compo sible con todo repertorio de aciertos. Error es el juicio que ninglin experimento refuta, y que una experiencia mas honda confunde; error es la aserci6n que ninglin raciocinio rebate, y que la madurez del esplritu desmiente. Error es la creencia de ayer que, hoy, nos sofoca de ver guenza. El envilecimiento no es suma de descalabros
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e infortunios, sino termino de una progresion de concesiones a las necesidades de la vida. El envilecimiento es desmayo ante las exigencias de principios, y deslealtad con nuestros lntimos propositos. El envilecimiento es sumision de nuestros autenticos anhelos a los halagos de bottn. El pecado, finalmente, no es negligencia de recetas eficaces, ni transgresion de prohibicio nes eticas. El pecado es pesantez. El pecado es resonancia del agravio que hiere a nuestro mas carnal amor. El pecado es desacato de un lla mamiento silencioso. El pecado es cuIpabilidad ante un ignoto tribunal. Vktima, ast, del tedio inserto en la agitacion meridiana como en el sosiego vespertino, hu millado por el error que 10 insulta, abatido por la capitulacion de su indolencia, atonito ante absurdas llagas, el hombre encalla en un des tino escarnecido, el hombre acumula testimo nios de fracaso. Pero el fracaso es privac'ion, rapto de fueros profanados, Hvido estigma de un agravio, yer ma impronta de una ausencia, clara sombra de un exilio. Si el cadaver es huella, breve y de leznable, de una vida proscrita; el aburrimien
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to, el error, el envilecimiento, y el pecado, son huellas de valores. El hombre es animal ubicado entre presen cias y entre sombras. El hombre es existencia que trasciende los llmites de su pdstino recin to. El hombre es conciencia de mucho mas que su vida.
La conciencia del hombre no se mueve en el mundo, sino el mundo en ella. Las mas osa das alas circunvuelan en su cielo. Sin embargo, la conciencia humana no es esquema abstracto, sino condicion concreta; postulacion absoluta ligada a una carne. La conciencia no es correlativo abstracto del objeto, sino presencia que ama y odia. La conciencia no es exangiie espectro, sus penso en un emptreo, como una pupil a sideral. La conciencia es individualidad inconfundible, temporalidad irrecusable, espacialidad patente. La conciencia es persona, en un instante, y en un sitio. La condici6n concreta no es modo subjetivo, sino indisolubilidad de una conciencia y de su
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mundo. La condici6n es totalidad dada en si multanea plenitud. La relaci6n entre el sujeto y su objeto es re laci6n entre una conciencia encarnada y su ex periencia propia. Ni el sujeto es aprehensi6n pura; ni el objeto experiencia mostrenca. La experiencia no es tierra virgen y baldia que una conciencia se apropia, lienzo inerte que seccionamos en trozos repartibles. La ex periencia es suma de actos intencionales de una conciencia individual, y suma de los datos vi sados por los actos. Toda experiencia es objeto atado a una conciencia. S6lo el mito de una conciencia impersonal motiva la suposici6n de una experiencia uni forme. Traducir, luego, toda pregunta en slm bolos pertinentes a una experiencia predilecta no es desbaratar una mitologla, sino sucumbir a un mito. Afirmar, sin embargo, la evidencia de la condici6n concreta no es restringir en mera ex presi6n del sujeto la validez de una aserci6n; n'i es, tampoco, reducirla a resultante de un contexto objetivo que la condiciona. Una sub jetividad total supone la definici6n previa de una experiencia impersonal que la define; la
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definicion de un cOl!texto objetivo recurre a un esquema impersonal. El relativismo de la expresi6n subjetiva y el dogmatismo del con dicionamiento externo son formas larvadas e insidiosas del mito de la conciencia abs tracta. El mito de la conciencia impersonal viola la evidencia de la condici6n concreta, y nos limi ta, as!, a la mera postulaci6n de la conciencia como espejo del mundo, y a la investigaci6n de datos presentados en su experiencia unica. La conciencia en condici6n concreta, sin embargo, es conciencia en perpetua mudanza. Su experiencia varia con la condici6n que la concierne. Columbrada desde una condic'i6n di versa, la condici6n heterogenea es afirmaci6n opaca. En cada condici6n concreta se ordena una experiencia distinta. Reconocer la condi ci6n concreta es renunciar a toda determina ci6n externa, y acatar como norma de una aser ci6n la experiencia irreemplazable que la pro voca. El bosque es ambito eco16gico del ciervo, riqueza dellefiador, 0 penumbra panica. No basta, luego, que una experiencia actual verifique una aserci6n, para que sea Hcito apo yar sobre ella una explicaci6n global. Su ac'ier
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to nada implica sobre la precisa significacion que Ie compete. El significado depende del es trato de experiencia de donde proviene. El uni verso no es suma de datos pn~sentados en una experiencia unica, sino estructura de condicio nes concretas con sus concernientes experien Clas. Como la conciencia en condicion concreta es conciencia en perpetua mudanza, como la con dicion concreta es condicion historica, la histo ria nos salva, tanto del mito de una experien cia unica, como de nuestra limitacion indivi dual. La historia es inventario de las experiencias de la especie. Ni gabinete de trebejos hetero clitos; ni doctrinal requirente, apenas, breves glosas. Una teoda del universo, sin embargo, no es una teoda de la historia; sino una teoda, permitida por la historia, de 10 que la permite. A su vez la historia per mite la teoda, porque las vicisitudes de la conciencia individual per miten la comprehension de la historia. Si, en efecto, escapar a toda condicion con creta es hazafia imposible; si para ser, es ine vitable que siempre seamos alguien, en algun sirio, y en algun in stante ; nuestra identidad
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personal, en el tiempo mudable, en el espacio reversible, no se desliza siempre como un via jero intacto e inerte. En repentinas circunstan cias, una conmocion geologica sacude la con ciencia, altera su relieve, y transmuta sus fau nas y sus floras. Crisis climaterica que la apari cion de un objeto desconocido y nuevo no des ata; fluir de aguas estancadas que no libera la remocion de un objeto que las obstruye. Bronco trastrocamiento de bases que no es catastrofe de objetos. La mudanza repentina afecta a la expe riencia misma. Vision nueva de un espectaculo invariado; nuevo modo de ver cosas identicas. El mismo sol ilumina el mismo espacio, pero su luz no vierte la misma claridad. Hombre que contempla un universo altera do, conciencia en nueva condicion concreta donde aserciones anteriormente opacas se en tregan con evidencia. Comprender, en efecto, no es acumular datos, ni ordenarlos en esque mas diversos, sino hallarse en una condicion aHn a una condicion preterita. Porque la con ciencia varia, un astro resucita. Las aventuras de la conciencia individual son la hermeneuti ca de la historia. Toda historia es contemporanea 0 nula. El
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universo no es infinitud de puntos ordenados en haz de Hneas paralelas entre dos infinitos, sino posibilidad permanente de experiencias identicas. La condicion concreta no es, luego, mera condicion emplrica, conjuntura indife rente de acontecimientos instantaneos, sino participacion en una experiencia adonde des emboca la intencionalidad de conciencias dis tintas. Sin recusar su pertenencia a una condi cion concreta, la experiencia es estrato de una estructura independiente. El universo no es simple suma de condiciones concretas, sino es tructura objetiva de experiencias. Como toda experiencia es conjunto de datos perceptibles en una determinada condici6n concreta, la percepcion es el acto que posesio na a la conciencia. Pero la percepcion no es re ceptividad pasiva ante la presion de objetos, si no intencionalidad dirigida y enfocada por un valor optado. Solo hay objetos perceptibles en la luz de un valor. La experiencia es funci6n objetiva de una opcion. Pero si toda experiencia depende solo de una opcion, y si, por otra parte, solo depende de una condicion concreta, la condicion con creta es opcion. La condicion concreta es opcion
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real: fusion de valor y de ser. La estructura abstracta del universo es una posibilidad de op Clones.
En efecto, el ser no se revela como unidad final, sino como pluralidad irreductible. El ser es infinita presencia de seres. Pero en la torrida selva nuestro ebrio caminar se extravia, si la razon no adhiere a la arquitectura de las ra mas. Allende la pluralidad primera, el ser se distribuye en una ordenacion de estratos onto logicos, donde cada estrato es condicion ulti ma, y donde ninguno reclama el privilegio de realidad primordial. La multiplicidad ontica, sin embargo, es mera diversidad modal, blan co lienzo bordado en concreciones trascenden tes; pero los modos son condicion irresoluble, y el ser de cada modo es su modo de ser. Un ser neutro, una materia indiferente· y pri mordial del ser, es ficcion ininteligible y vana. La pasividad del ser es opcion, y opcion su ac tividad. T odo ser es opci6n concreta. Ser es hallarse fundado en opcion. La opcion es el acto donde el ser concreto se
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engendra, la gruta tibia y humeda de las hiero galuias 6nticas. Opci6n es la fusi6n in tempo ral de dos principios, nacidos en la forja misma que los funde. Opci6n es la adhesi6n del ser a un valor. Valor y ser no se afrontan en esterilidad in m6vil: el ser no es autonomfa cerrada de he chos brutos; el valor no es emplreo de presen cias suspensas. Valor y ser son dados, con simultaneidad, en la opci6n que es el ser con creto. Todo valor es la opci6n de un ser. T odo ser es un valor optado. Valor es llamamiento a que un ser acude; ser es replica a la voz que llama. Valor es todo aquello susceptible de opci6n. Pero el valor no es hecho bruto que la natura leza de un ser transmuta; ni subsistencia exter na, espectral, e imperativa, a la cual un ser se acerca. La opci6n no es gesto que un estado de indiferencia preceda, y que una presentaci6n repentina, 0 una necesidad neutra, solicite. El valor es la raz6n de la condici6n onto16gica, la raz6n del comportamiento 6ntico. T odo ser es opci6n concreta, pero la opci6n que 10 funda no es acto arbitrario. El ser no escoge, en un m1tico emporio, un valor por el
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cual opta. El ser concreto es contestaci6n pro ferida, vocaci6n plasmada. La libertad del ser concreto no es libertad de elecci6n indiferente, sino libertad de rechazar o de aceptar una vocaci6n irrenunciable. Nin gun ser se confiere a Sl mismo el valor por el cual opta: su aceptaci6n no es opci6n, sino acatamiento del valor optado; su rechazo no es ignorancia del valor, sino, rebeld1a. La libertad reside en un ambito que la opci6n circunscribe. La libertad es nula ante las co sas ignoradas. Ante el valor que rechaza, la libertad no es afirmaci6n neutra, sino afirma ci6n antag6nica. Rebelarse contra el bien es rendirse al mal. La libertad no es potencia abstracta; sino actitud del ser concreto ante un valor.
La totalidad del ser inmanente se escalona en una gradaci6n de libertades. Desde la opci6n sin libertad, a traves de la libertad ante una sola opci6n, hasta una pluralidad de liberta des enfrente a multiples opciones. Desde la subsistencia de la materia, a traves de la exis
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ten cia de la vida, hasta la trascendencia de la conciencia humana. La subsistencia de la materia es valor: pre~ ferencia del ser del ser al no ser de la nada. La materia es pura contingencia, identidad consi go mismo limitada a una instancia instanta nea. La materia es el ser resignado a imprevi~ sible permanencia. La materia es tictac de un reloj ausente que mide la eternidad. La vida es un valor. Vivir es optar por la vida. Vida es el modo del ser dado en la hUlda de su pura contingencia, del ser minado por la contingencia deleterea que 10 transmite a la nada; pero que esquiva la invasi6n de la noche, expropiandose de sl mismo. Vida es el ser que se repudia, y £luye, vertido hacia una exterioridad promisoria, enajenado en una duraci6n que substituye su mudanza a la imposible fundaci6n en una identidad reden tora. Vida es el ser que nutre de instantes su cesivos la carne de su intemporalidad. Vida es 10 que no sub-siste, sino ex-iste. Vida es 10 que tiende, absorto, ciego, con sagrado, hacia un fin sin meta. La vida es rau do anhelo de finalidad indistinta. La vida no
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consigue consumarse en ninguno de sus ter minos; y su finalidad no es un estado postre ro, sino su rumbo mismo. T oda estructura bio16gica es huella, en un contexto definible, de la finalidad transeunte. Sus pausas adventicias se consolidan en es cala evolutiva, y los organismos son momen tos de la finalidad detenida en una figura transitoria de equilibrio. Pero la finalidad re voca su estabilidad aparente, fluyendo hacia nuevas metas, y el organismo es ambito donde la finalidad resuscita, para agredir nuevas co marcas. Ajustada a los llmites donde se frac ciona, la vida remeda, en circunstancias dis tintas, su gesto elemental. La finalidad de la existencia animal no ex cede el ansia de una prorrogaci6n porfiada, y la propagaci6n misma de la especie se inicia como artificio de ese empefio. El animal es vida que se afana en vivir. El mundo donde mora es, s6lo, estructura hostil 0 favorable a su prop6sito. En el universo animal no hay objeto carente de referencia a la vida. Integrado al mundo que 10 alberga, el ani mal transita dentro de un ambito total, donde interioridad subjetiva y exterioridad del obje
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to son postulaciones divergentes: la exteriori dad es intimidad abandonada; la intimidad, exterioridad posdda. El sujeto es invagina ci6n indefinida; el objeto exfoliaci6n ilimita da. Cuerpo es la forma actual donde las ten dencias se equilibran. La existencia animal oscila entre la percep ci6n del organismo primigenio, vertido en circunstancias, nudo a mitad desatado de cen trHugos torbellinos, y la conciencia humana, donde la intimidad se compacta en nucleo in comprensible, y se cava en abismo. La condi ci6n animal asume en el hombre su maxima tensi6n: la interioridad se absolutiza en con ciencia, la exterioridad en espacio. La vida se sutiliza en conciencia evanescente e inasible; la materia cristaliza en dgidos esqueletos es paciales. Espacio y conciencia se afrontan, co mo bestias enemigas. Animal segregado de la totalidad vital y relegado en su soledad sitiada, conciencia er guida ante la irredimida exterioridad de la materia, el hombre es un ser capaz, imprevi siblemente, de torsi6n sobre su intangible eje, de aprehensi6n rapaz de S1 mismo. EI hombre es existencia capaz de asumirse como objeto
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de su conciencia; y de ascender, por 10 tanto, de la condici6n de ejemplar substitu1ble de su especie, a la condici6n de individuo irreem plazable. Pero la individualidad pura es mera posibi lidad abstracta de engendrarse a S1 mismo en persona concreta. La individualidad es el rue do de una faena inevitable. EI individuo es obligaci6n de constru1rse. La individualidad es vocaci6n de persona. Si la homogenea pla nicie de la especie se estda y se riza en aspera discrepancia individual, cada individuo afron ta la vocaci6n que 10 elige, la privada eviden cia que 10 llama. EI individuo es ser que se estructura en persona, porque sus actos se coordinan a la opci6n de valores ineditos. La existencia anitnal es libertad ante la op ci6n de un valor unico. El suicidio la corona y la litnita. El hombre es libertad ante multipli cidad de opciones. Cada persona es opci6n dis tinta 0 distinta suma de opciones; aceptaci6n 0 rechazo, acatamiento parcial 0 parcial rebeldla. Conciencia colocada entre valores distintos, el hombre no se pierde en su opci6n, ni adhiere meramente a ella sin asumir una actitud cons ciente. Ni la materia es substrato olvidado; ni
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la vida, existencia pura; ni los valores ineditos, trascendencia cumplida. La actitud consciente, que compara opciones diversas, escinde el ser concreto en valor y ser, engendra las categodas axiologicas, y exige de la razon un comporta miento espedfico. Ante el valor de la materia subsistente, mera opcion sin libertad, el hombre elabora la cien cia de las identidades puras y de las determina ciones necesarias. EI estrato material del uni verso puede agotarse en un sistema de ecuacio nes. Pero necesidad supeditada a la libre razon que la piensa, la fonnulacion de hechos se transforma en herramienta para la apropiacion del mundo. La tecnica es itinerario de la im placable accion humana. Ante la vida, la razon es destreza, tiento, ha bilidad, astucia. La razon prolonga el instinto. El valor de la vida se ramifica en fronda de va lores. Valor del mero existir, placer difuso, sa tisfaccion sexual, orgullo. Valores de bienestar organico que se complica en valores economi cos. El aburrimiento es admonicion opaca de la liberacion del hombre. EI aburrimiento dela ta la fuga de los valores sensuales.
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La sensualidad es la pulpa del objeto sensi ble. Sensualidad es el espesor opaco y tibio del objeto, la penumbra que se exalta en plenitud. Sensualidad es el color que se adensa detras de su clara transparencia, de la forma que satura la intern a multiplicacion de su volumen. Sen sualidad es la significacion colmada, la presen cia suficiente. Sensualidad es la dureza de la piedra, en la piedra; la fragancia de la flor, en la flor; la ascension de la llama, en la llama. Sensual'idad es el ser redimido de servidumbres y de fines; el ser como finalidad interna de SI mismo, plasmada en su compacta autonon11a. Sensualidad es la persona cuyo solo ser nos bas ta. Sensual es la apropiacion que no viola la integridad del objeto; el acto para el cual flo rece la mas desnuda carne como una exaltacion cristalina. El valor estetico es la evidencia de un ser-asl irrefutable. El valor estetico es verdad de una naturaleza, Hmpida adhesion a una esencia. Verdad no es aprehension de objetos, ni con templacion de ideas, ni coherencia entre prin cipios, sino posesion de un universal concreto. Verdad es el acto que alcanza, en la materia del objeto, la inexhausta plenitud del ser. La
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verdad es belleza, evidencia donde el objeto se consume en su inmovilidad de esencia. El valor etico no es norma, sino recinto que la norma franquea. Bien es 10 que la justicia permite, y 1a caridad 10gra. Bien es 10 que 1a lealtad revela; 10 que la humildad patentiza. El bien es sumisi6n de la conciencia a su au tentico mandato: interna p1enitud en que 1a obediencia se colma. Los valores religiosos son el estrato final del universo. LImite de nuestra condici6n terres tre; p6rtico de la trascendencia divina. El pe cado es la llaga del postrer rechazo humano. El pecado es evidencia de la suprema afrenta, y resorte de 1a exaltaci6n suprema. Pee ado es el refugio del hombre perseguido por un terrible amor. Pecado es el testimonio de nuestra mise ria tri unfa1. 5610 los va10res de 1a materia y de 1a vida son propiedad colectiva de la especie. Una proposi ci6n cientlfica es valida para un hombre cual quiera; los va10res v'itales son va1idos para to dos, si un valor posterior, en una opci6n con creta, no los limita, los altera, 0 los suprime. Pero los va10res que el hombre no comparte con sus precursores anima1es son indiferentes
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a1 consentimiento unanime 0 a 1a aprobaci6n mayoritaria. Su opci6n es aventura personal, y acontecimiento hist6rico. La opci6n no se inserta en una trama de determinaciones necesarias, de fata1idades en cadenadas y conexas, sino en el amplio discur so del destino. La opci6n es ofrecimiento a nuestra vo1untad postrera, pero nuestra contes taci6n no se emancipa de nuestra situaci6n his t6rica. Toda vocaci6n individual se integra a mas anchas vocaciones co1ectivas. La historia humana resulta de 1a vocaci6n gratuita, de la libertad ante el valor, y del entrelazamien to impersonal entre las opciones asumidas. Pero 1a historia no comporta mas sistema que 1a historia nrisma. N ada permite deducirla de un principio, ni limitarla a una instancia final. E1 hombre cumple sus opciones en 1a his toria de su vida. La opci6n se plasma en la car ne de los dlas. 5610 hay valores encarnados. El universo es una fabrica de encarnaciones ince santes. El universo gira en torno de una encar naci6n divina. E1 valor no es palida promesa, sino rea1iza ci6n en la impura materia. E1 valor no es la
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impureza acendrada, sino la impureza asumi da. El valor no es amor de una cualidad exi mia, sino amor de una persona concreta. El va lor no es una idea pict6rica, ni una inspiraci6n poetica, sino un cuadro pintado, una configura ci6n verbal. El valor no es decalogo enumera tivo, sino vida justa. El valor no es postraci6n resonante, sino santidad obediente. El valor no es f6rmula, sino obra. Pero la obra no es valor. La obra no es pre . . .. senCla autonoma, SIno reposltono permanente de una evidencia humana. La obra es creaci6n. El hombre somete la materia a un prop6si to que s6lo su cumplimiento define; el horn bre engendra el cuerpo de un valor a cuya vocaci6n responde. Pero el valor no es pieza de una cacerfa espiritual; la obra es caza y presa. En la costumbre y en la tecnica, en el com portamiento y en el rito, en la doctrina y en la obra de arte, el hombre crea una configuraci6n de pautas, un recetario de actos. La obra no es valor, ni creaci6n de valor, sino itinerario exac to, portulano de celestes comarcas. La obra es fin de nuestros actos, porque es el medio uni co de nuestros fines propios. El hombre crea /
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para que un valor se realice. A traves de las obras el hombre visa los valores.
Como el hombre no v'ive en pIanos super puestos, ni en compartimientos estancos, sino en confusa totalidad arrumbada hacia plural i dad de metas; sus actos se entretejen y se n1ez clan en combinaciones diversas. Sus obras nun ca son la limpia realizaci6n de un valor unico. Un rito religioso cumple exigencias esteticas, un proceso econ6mico vela un comportamiento etico, una naturaleza muerta exhibe un pro grama poHtico. Sus obras forman conjunciones espedficas. El conjunto de las obras del hombre no es, aSl, sistema universal, sino multiplicidad de ci vilizaciones hist6ricas. Cada civilizaci6n es una actitud basica que ordena una jerarqula de va lores. En toda civilizaci6n la autonomla de las regiones axio16gicas se supedita a una opci6n privilegiada. Pero si un principio interno la es tructura, la civilizaci6n no es meta que el hom bre visa, sino mere resultado de actos encami nados hacia metas propias. Los individuos en
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cuyo esfuerzo una civilizacion se elabora no se ocupan en construlrla, sino en cumplir su ta rea. Ser civilizado es olvidarse de la civiliza cion, para hacerla. La civilizacion, como ente definible, como presentacion consciente, es la suma de los actos que ya no hacemos, de las actividades que ya no companimos, de las obras que ya no logra mos producir. La civilizacion es savia coagu lada, claridad endurecida en inmoviles crista les. Civilizacion es huella de unos blandos pies que huyeron. La civilizacion es no cion que origina en los intervalos de barbarie. Desde esa plataforma de escombros heteroclitos y de bodn extrava gante, un espectador avido sintetiza la activi dad y los productos de una sociedad que 10 des lumbra. La civilizacion es el espectro que una sociedad insigne proyecta sobre hordas que rondan sus fronteras. La barbarie no es exterminio militar, sino alienacion del hombre. Regresion imprevista; subito retroceso sobre una existencia limitada a las urgencias biologicas. Barbaro es quien erige el desnudo orgullo de la vida sobre un suelo in diferente. El barbaro no es el particionero de
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civilizaciones pnmlt1vas, sino el hombre que solo partici pa de codicias y recuerdos. Barbaro es el vecino Inenesteroso de un presente que 10 asombra; barbaro es el sucesor desposddo de un pasado que 10 humilla. Nomada que un asalto victorioso hospeda en una ciudad devastada, el barbaro se postra ante un objeto venerable, sacro, y ajeno a su vida. El barbaro admira los productos de exigencias incognitas. El barbaro considera como fin de sl mismas esas obras referidas a valores que ignora, esas presencias que 10 seducen como el aroma de una reminiscencia disipada. Para el barbaro la civilizacion es juego fascinan teo Su respeto atonito no 10 salva de su condi cion primigenia, ni 10 rapta a su espontaneidad cerril. Si la idea de civilizacion es hallazgo de un hombre alienado de las mas altas funciones del hombre, su empleo indica meramente la pre sencia de un hombre extrafio a la concreta ci vilizacion que designa. Para encontrar una no cion que traicione la barbarie universal de quien la inventa, debemos recurrir a la nocion de cultura. La cultura, en efecto, es el conjunto de acti
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vidades encauzadas hacia S1 mismas como me ta. La cuItura es omisi6n 0 negligencia de la meta propia a cada actividad, y la atribuci6n substitutiva de la actividad como propia meta de S1 misma. La cultura religiosa no es ocupa ci6n con 10 sagrado, sino con la religi6n; la cultura filos6fica no es preocupaci6n de la ver dad, sino de la filosoHa. La cuItura estetica no es creaci6n, sino informaci6n y culto. La cultura es invento del hombre para reem plazar empresas perentorias por ocupaciones sosegadas. La cuI tura aplaca la sospecha de nuestra insuficiencia; y ocupando nuestra aten ci6n con cosas serias, n~s eXlme deliciosamen te de toda seriedad. La cultura es metodo para doI!i~stlcaro las interrogaciones del 'destina:-La cultura es cacerfa de fieras enjauladas. -.0 -- ... ........ _-- - .. ----- _..- -~.- ----.,,-- --- ---~ ....
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S1ntoma de una total alienaci6n del hombre, la cultura es rastro de un preterito incendio. Estupefacto ante el esplendor que asegura, el hombre desatiende el valor que arde en las nobles presencias que venera; y acepta su im petuosa grandeza como pertenencia leghima
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de su desnuda condici6n. El hombre admira sus obras, y pronto idolatra sus manos. El hombre olvida la funci6n que sus obras cumplen, y les atribuye el valor que s610 rea lizan. La obra se alza en unica presencia vene randa; en su sombra palidecen y se esfuman los grandes espectros axiol6gicos. La obra, creaci6n del hombre, parece depen der del hombre solo; su valor es reflejo del hombre que la crea. El valor abandona el uni verso y adhiere a la condici6n humana. El hombre fund a el pomposo culto de SI mismo. La piadosa procesi6n levanta altares sucesi vos al individuo, a la raz6n, al genio, y a la hu manidad. Pero el hombre desenmascara las transitorias imposturas de la deidad huidiza que persigue, y acorrala, en fin, la sombra es quiva en la l6brega cripta de su libertad. La libertad es el ultimo recur so del hombre que se busca, y la sola definici6n de sl mismo que acepte. Como el rechazo de 10 adventicio y de 10 ajeno es, en efecto, hazafia de nuestra libertad, la libertad coincide, necesariamente, con nuestra pureza absoluta y con nuestra di ferencia radical. Si el hombre se funda en libertad, todo acto
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libre es valor, y toda sumisi6n es necesidad es t6lida, toda resistencia obstaculo brutal y torpe. S6lo una textura actual de hechos 10 limita, pero el hombre es duefio virtual de su destino, amo virtual del mundo. Sin embargo, la libertad absoluta, la libertad paralizada en valor unico, rebelde a la opci6n ineluctable, sorda a su vocaci6n secreta, es li bertad carente de prop6sito, de finalidad, y de meta. La libertad que se determina a sf misma no se determina a nada. Una libertad absoluta exige el suicidio como su unica manifestaci6n perentoria. Pero si el hombre devorado por una libertad abstracta no se resuelve a rechazar la opci6n de su existen cia, los apetitos elementales 10 gufan, y las ur gencias animales 10 arrastran. Un hombre libre es un hombre sometido a las servidumbres de la vida. El hombre libre es subdito de sus faunas in teriores. Cuando perecen los valores, el incons ciente individual y el incosciente de la especie determinan sus actos. , El hombre libre es siervo del sustento. Cuan do perecen los valores, las relaciones econ6mi cas gobiernan la estructura social.
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El hombre libre es esclavo del lucro. Cuan do perecen los val ores, las clases que la sociedad educa para la consecuci6n de bienes materia les adq uieren el prestigio social y conq uistan la hegemonfa poHtica. El hombre libre es vfctima del mas evidente Inotivo' de su orgullo. Cuando perecen los va lores, toda actividad se supedita a meras consi deraciones de eficacia, y las tecnicas inician una campafia victoriosa contra el mundo. Pero el mismo gesto que desdefia el grano de la piedra, o la blanda inclinaci6n de las colinas, multipli ca el tedio humano, y atiza tragicas fraguas. Sus obras, en fin, las obras que 10 envane cen y 10 exaltan, si no tienen mas significado que el vano significado de ser suyas, no son si no bajeles que lanza un nifio triste para que naufraguen en la historia. Mera expresi6n del hombre, la obra no es acto de su libertad, sino obediencia de su in finita servidumbre. EI hombre se libera de la libertad de opciones necesarias, para rendirse a una necesidad sin opci6n. Quien rechaza la necesidad que gufa sus actos libres, se halla de terminado, sin recur so, por la bruta necesidad del mundo.
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os hombres llamados practicos no son, ne cesariamente, hombres capaces de acciones eficaces, sino hombres inca paces de considera ciones te6ricas. Lo que caracteriza, en efecto, a1 hombre practico es 1a dificultad con que se ex presa, y 1a ineptitud 0 1a impericia de sus exp1i caciones. Aun el sentido comun disfraza me- ', ramente una imaginac~6n apatica servida por ' un vocabu1ario pobre. N adie recuerda las ca tastrofes que el hombre praciico desata, '·por que ninguna teorla las· ~lpadrina. ",- '" -", -.~ ' " , , - L'a-teorla, 'en veraad, es'ef'testi monio que in crimina a1 suspecto, pero a 1a postre sus conse cuencias tecnicas 1a acreditan; y como el hom bre aprueba sin reato todo 10 que aprovecha, 1a teorla adquiere fina1mente, con los beneficlos que granjea 1a tecnica, el peso practico que 1a reconcilia con las suspicacias ciudadanas. Sin
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embargo, al rescatarla de su natural descredito, el tecnico la substrae del sitio donde contro versias permanentes Ie recuerdan su incierto origen, y la aventura entre menesteres cuya premura la petrjfica en su persticion similar a la obstinacion del vulgo. Si el hombre practico, en efecto, se bur la de toda imagen del mundo dislmil de la suya, el tecnico se irrita contra toda tesis disidente; si ~r p;r~ero '~onf1a en las ensefianzas de una ex periencia inmutable, el segundo omite el dato que no se aviene a su doctrina; si el uno refren da sus rutinas, el otro estatuye, sus prejuicios; y amb~onfier~n a ~u mUQQQ familiaL_una_so b_era~la abusiva. Ambos se proclaman, sin du da, cazadores de evidencias puras; pero la realidad que el emphico respeta como necesi dad del objeto, es artefac to del hombre; y la teOrla que el tecnico venera como edificio de una razon libre, es producto de la historia. La estolidez del hombre practico apela, para juz gar todo hecho, a una supuesta naturaleza de las cosas que resulta ser, tan solo, una configu racion historica de procedimientos; mientras que la suficiencia del tecnico, a su vez, refiere to do juicio a una presunta constatacion experi
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mental que es, meramente, una configuracion historica de opiniones. Suponer, en efecto, que somos capaces de plantarnos ante el mundo con sencillez des prevenida, es desprop6sito de quien olvida nuestra comun obediencia a pronunciamientos ajenos. Lo que nos conmueve suele supeditarse a una autorizacion de conmovernos; y tanto nuestros espontaneos sentimientos, como nues tros mas intrincados raciocinios, son el fruto de elaboraciones colectivas. Manos inmemoriales gUlan el titubear de nuestra mano. EI peso de acontecimientos remotos tuerce la trayectoria de nuestros actos actuales, y el pa sado mas lejano £luye en las venas del presen teo La historia es el proscenio de nuestra mi seria y nuestra gloria, el raso terri torio donde se agaza pa el destino. Siervo adscrito a la gleba de su condicion in deleble, el hombre mora en la turbia selva de la historia. Toda evidencia germina en la putre faccion de generaciones preteritas. Toda ver dad tiene el agrio olor de un suelo. Nuestra razon, no obstante, se insubordina contra la opresion de decisiones vetustas, y an helando una verdad que la historia no en
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turbie, deseamos capturar el cuerpo cuya sombra se quiebra sobre los relieves del pa sado. Pero asirnos a un peiiasco inm6vil, pa ra budar la fur'ia de las aguas, es hazaiia im posible en un mar donde ruedan los hombres y las rocas. . Toda teoda que presuma evadirse del tiem po es obra de un anhelo que el tiempo engen dra, en materiales que el tiempo labra. El artificio mas abstracto radica en la impura con fusi6n de la historia, y de alH convoca su in corrupta florescencia. Nada, quiz as, limite la ascensi6n de las cimas, pero el viento perdura en la inclinaci6n de las ramas, y la sierpe de rakes ata el tronco inm6vil a los jugos de en traiias sombdas. La simple incuria de su condici6n hist6rica no manumite al hombre de su esclavitud; y la proclamaci6n de una independencia ficticia 10 entrega ciegamente a los man datos del dla. Transformar en conciencia lucida nuestra bru ta condici6n humana es la unica conducta que permite una obediencia noble, 0 una noble re beldla. La raz6n de nuestro estado, y las prue bas de su plausible trascendencia, no se ago tan, quizas, en la historia; pero si nada, tal vez,
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circunscribe nuestro vuelo, las aguilas se en hiestan desde las vertientes de las peiias. S6lo, luego, la historia escrita, integrando la vida inmediata en el amplio universo de la ex periencia humana, consigue rescatarnos de una sumisi6n inerte al temporario veredicto del ins tante. Pero no bastan, ni el catalogo minucioso de un cronista, ni el relato de un narrador elo cuente, para que el historiador conspire a nues tra libertad. Sumergido en el tiempo, el histo riador domina apenas la planicie momentanea entre dos olas. La historia 10 confina en un pe dodo; y aiiade a las limitaciones de su carne las limitaciones de su tiempo. Todos somos substancia de siglos, en figura de instantes. Ellastre que agobia la memoria no se trans figura en iluminaci6n del espiritu, sino cuando el historiador descubre un esquema filos6fico, en donde los hechos se ordenan de una manera que nos permite comprender a cad a uno, pro piamente, como fue. Si el historiador no inventa un artificio que compense la limitaci6n de su confinamiento humano, la perspectiva natural de su epoca se endurece en esquema. El historiador ingenuo
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impone al mundo la estructura de su instante, y el objeto resulta lnera proyecci6n anacronica de un riempo individual sobre el tiempo uni versal de la historia. Una prevencion sistema tica es requisito para que los hechos manifies ten su historicidad autonoma; sin esquema fi los6fico la narraci6n hist6rica es simple docu mento para un historiador futuro. El esquema filos6fico es el artificio por me dio del cual el historiador corrige la falsifica ci6n que la historia padece, al centrarse espon taneamente en la vision de un individuo, en un instante y en un sitio. El esquema es definici6n hipotetica de un punto, desde el cual el histo riador puede medir un angulo superior a cual quier angulo conocido. Toda filosoHa de la historia consiste en reemplazar el foco natural de convergencia, que es la conciencia indivi dual, por un punto definible que funcione co lno su substituto, pero que permita, encum brado con la maxima remocion concebible, que el historiador incorpore, en una red cohe rente de Hneas cartograficas, no solamente los datos de su vision propia, sino tambien los da tos presentados en visiones ajenas. El filosofo de la historia es cart6grafo que define la pro
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yeccion que exhibe, con minima distorsion, un territorio que solo conocemos aunando itinera rios de viajeros desacordes. Una filosoHa de la historia no es un sermon con anecdotas, sino un mapa. Aun cuando el historiador ambiciona que el punto que define coincida con el supuesto punto desde el cual la realidad se orden a , la razon no puede medir la aproximacion de un punto hipotetico a un punto cuya localizacion ignora, y solo conjetura el grado de aproxima ci6n lograda, determinando la eficacia con la cual el esquema salva las evidencias que sus tentan su empefio. Mera herramienta de la ra z6n hist6rica, el esquema abroga su funci6n, si entorpece al espiritu avido de tributar, a cada hecho, la misteriosa )usticia de comprenderlo como es. Comprender el hecho, la persona, 0 la obra, es el prop6sito central del historiador, el desig nio particular que 10 distingue. Comprender es el acto de la raz6n en la historia. Un histo riador es un hombre que se propone compren der. La comprensi6n es actividad irreductible a operaciones intelectuales mas sencillas, cual
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quiera que sea el numero de factores con que opere, y acto cuyo logro no admite instancia ex terna que 10 proclame. La comprensi6n apela a cuantos artificios consiga, y asedia su objeto con definiciones que 10 colocan en sucesivos cuadriculados' conceptuales; pero comprender no es la suma de operaciones multiples, sino el excedente de la suma. Comprender es 10 que aun queda por hacer, despues de definir. La comprensi6n es acto que se aprehende a sl mismo, se cata, y se valora. Comprender, por 10 tanto, no es constatar un resultado referible a una escala, ni operar un calculo cotejable a una regIa. Como el indicio de la comprensi6n lograda no es mas que la comprensi6n misma, su amenaza constante es el engafio; y 10 que nos revela que hemos comprendido poco 0 mal, no es una censura extraiia ni una enseiian za ajena, sino un acto nuevo de comprensi6n, mas generoso 0 mas profundo. Comprender es, tauto16gicamente, comprender. Determinar, luego, la eficacia de un esque ma filos6fico, no es compararlo a la verdad, si no a nuestras evidencias. El esquema comprue ba su eficacia, cuando su uso facilita la com prensi6n de un hecho, de una persona, 0 de
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una obra, porque la comprensi6n es la Hnali dad del esquema, y su juez. Para juzgar los diversos esquemas existentes, seria redundante examinar las inumeras filo soHas de la historia; ya que cada filosoHa, le jos de presentar un esquema inedito, no es sino la distinta manera de emplear un mismo es quema, 0 de combinar a varios, y ya que los esquemas pertenecen a un breve repertorio de formas. Los esquemas son, ciertamente, pura posibilidad formal que asume, para actuali zarse, un caracter individual y concreto; pero su existencia exclusiva como decisi6n encarna da no prohibe remontar a su tematica pura. Tres esquen1as basicos agotan nuestro actual elenco. El esquema mas antiguo es el esquema del providencialismo hist6rico: tesis rancia y ve - - -I-·-·----- ' ~l-~---- -- nerao e, pero esteri . Atribuh, en verdad, a una divina providen cia, como a su causa inmediata y constante, la totalidad de la historia, no es tanto plantear enigmas a la conciencia etica, como proponer una explicaci6n que nada explica. El providen cialismo profesa que el hecho acontece, porque la providencia 10 decide; sin ale gar mas prue
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ba de la decision que el hecho acontecido. No siendo partfcipes de consejos divinos, solo lee mos en los hechos las decisiones de la provi dencia; pero hecho y decision son una misma cosa, si el hecho depende de la decision, y si la decision se conoce como hecho. Siendo el he cho unica presentacion actual, la providencia resulta mero sinonimo de la totalidad aconte cida. Explicar por medio de la divina providen cia es, estrictamente, no haber dicho nada. El esquema progresista reemplaza el plan providencial por una finalidad interna. ~~ tor~a~or p12gresisJ~ supone que la historia en tera se endereza hacia una meta definible, y parte de su definicion para com prender los acontecimientos pasados. La meta que elige puede ser la nacion, la humanidad, una clase social, 0 una situacion utopica cualquiera, siem pre el resorte de su esquema es el tratamiento de cad a hecho como mere eslabon en una ca dena de causas que convergen hacia el efecto elegido. De todo hecho, aS1, el historiador pro gresista no considera sino la porcion que j uzga pertenecer a la serie ancestral que Ie interesa; y omitiendo todo aquello cuya pertinencia Ie parece nula, suele substitufr a los meandros de
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las sendas historicas un camino imperterrita mente recto. Un acontecimiento privilegiado suscita el desvelo del historiador progresista, para quien el pasado es, siempre, aparejo transitorio de un milenio. N egan do a las cosas el derecho de existir para S1 mismas, repudiando con la au tonomfa de los seres la libre finalidad de los ac tos, midiendo el valor del hecho a un proposi to ajeno, eL hist«;>riador ~gresist~anul~_Ja historicidad de la historia. El ter«~~r- esquetil~- h1sico, finalmente, consis te en la reduccion de la totalidad del aconte cimiento a un solo factor historico, 0 a un solo grupo de factores. Que el factor escogido sea el instinto sexual, la constitucion etnica, 0 un comportamiento soCial cualquiera, la historia reductista sacrifica la plenitud historica a la comodidad de su esquema artificial y coheren teo Como el factor seleccionado es siempre uni.. versal, su presencia incontestable 10 designa co mo factor determinante, si se convino, previa mente, reducir los demas factores a simples funciones del factor predilecto. La historia re ductista imp one a todo hecho, sin distincion, una estructura uniforme, monotona, y antic i
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padamente aprestada, cuya plausible validez parcial en una situacion determinada se extien de, abusivamente, a toda situacion cualquiera. Quien admite la preponderancia sistematica de un factor unico, halla, simultaneal11ente, su te sis comprobada por toda instancia historica, y la historia entera compendiada en una estruc tura paradigmatica, exterior al tiempo, e indi ferente a la historia. La historia reductista suprime la historia, en tronizando, en su lugar, una ley abstracta que la volatiliza en mera serie de ejemplos nugato nos. r------ Con el providencialismo, la historia se coa' gula en grumos de acontecimientos enquista dos; con el progresismo, la historia se desva nece en haz de trayectorias inanes; con el re ductismo, la historia se paraliza en sistema inL temporal de funciones. - A pesar de su fracaso final, los tres esquemas muestran, sin embargo, una eficac'ia parcial y transitoria, porque cada cual, aisladamente, permite cumplir con una exigencia previa del acto de comprension historica. El providencialismo, en efecto, atribuye a los hechos una gravedad y un peso que los subs i
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traen a su insignificancia primitiva de inciden cias brutas, y nos obliga, al ungirlos en etapas terrestres de un proceso trascendente, a conce derles una finalidad interna y propia, ya que al designarlos como fines divinos debemos exi mirlos de ser meros expedientes humanos. As! se facilita la condicion primera de la in teligibilidad historica, que consiste en respetar la individualidad irreemplazable del hecho. Nada, en verdad, substituye a nada. El progresismo, a su vez, logra deshelar, de su inmovilidad, los hechos pasmados en indis tintas decisiones divinas, creando vortices que los atraen y los aspiran, desatados en un flu!r de aguas vehementes. El progresismo instala sucesivos principios de racionalidad intencio nal en el homogeneo acervo de recuerdos, y agrupa los hechos inconexos en series que la razon recorre, como etapas de una dialectica sinuosa y flexible. As! se facilita, a su turno, la segunda condi cion de la inteligilibidad historica, que consiste en referir todo hecho a una instancia mas ge neral. El reductismo historico, en fin, disuelve la compacta opacidad de bloque en que todo
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aconteclllliento se presenta, y persiguiendo, a traves de innumeros vericuetos y de multiples vicisitudes, el factor que elige, consigue anali zar la estructura interna de los hechos, y trazar las curvas laberfnticas de sus articulaciones. As! se facilita, finaln1ente, una tercera con dici6n de la inteligibilidad hist6rica, que con siste en considerar todo hecho como un sistema inagotable de interdependencias. Para obviar, sin embargo, el inapelable fra caso, no basta, ni combinar los esquemas, ni aplicar las condiciones como reglas. Resolver el problema por medio de combi naciones ingeniosas es, tan s6lo, volver expHci tas las contradicciones internas de cada esque ma, porque la contradicci6n de cada esquema consigo mismo - es decir: con su intento no es mas que una contradicci6n con la regIa impHcita en otro esquema. Renunciar, por otra parte, a to do esquema, para afrontar la historia con el solo apoyo de las reglas, es olvidar que, sin esquema filos6fi co, el hombre se confina en su situaci6n inme diata, y que su exilio en el instante 10 somete a una historia irredimida. Despues de registrar las contradicciones de
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cada esquema puro, falta aun por anotar el de fecto comun a todo esquema actualizado. El esquema puro es artificio anaHtico, y el historiador no posee sino la forma actualizada que asume entre sus manos. La providencia del providencialista es la deidad de su epoca; la meta del historiador progresista no es una me ta cualquiera, sino una meta distinta y discer nible; y el factor del historiador reductista es siemprc un factor inconfundible y preciso. El esquema puro no puede actualizarse sin reves tir un aspecto individual y concreto. Todo es quema actual'izado es un esquema hist6rico. El designio de eludir nuestra clausura tem poral se frustra, si el esquema resulta ser pro yecci6n mas sutil y mas astuta del instante. Co mo el historiador s6lo puede actualizar su es quema con la deidad que una epoca inventa, con la meta que una epoca anhela, 0 con el fac tor que una epoca distingue, su ambici6n de definir un punto encumbrado sobre su con ciencia culmina, a traves del proceso en que su esquema se actualiza, en una definicion de su . . . conClenCla mlsma. Sujeto al anacronismo insidioso de su histo~ ricidad persistente, el historiador confla en sus
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esquemas para emprender obras dilatadas, pe ro las promesas que avalan su ambicion em baucan su candor. El historiador suele conocer mas cosas, y mas agudamente, que el cronista ingenuo, pero no las conoce de manera radical mente diversa, ni las comprende mejor. La obra historica acostumbra ser mas fiel testimo nio sobre el tiempo en el cual se escribe, que sobre el tiempo sobre el cual fue escrita. Ningun esquema colabora a una interpreta cion de la historia libre de interferencias ana cronicas. Mera expresion de un individuo in serto en su tiempo historico, el esquema carece de eficacia permanente, supeditandose a la con currencia de momentos analogos. Producto de una constelaci6n hist6rica, solo coincide con analogas constelaciones en los espacios del pa sado. Todo esquema actualizado restringe su eficacia al encuentro casual entre el historia dor idoneo y un hecho propicio. Entregando la historia a una oscilacion fatal entre un encuentro feliz y un anacronismo in genioso, el esquema confiesa su incapacidad de cumplir la condicion basica de la inteligibili dad historica. En efecto, la condicion basica de la compren
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sion, la condicion anterior al intento, la condi cion limitativa del exito, es la colocacion del sujeto y del objeto dentro de situaciones identi cas. Como no comprendemos, estrictamente, sino 10 que somos, solo podemos comprender en los demas hechos 10 que se halla dado, de alguna manera, en nuestra situacion concreta. La identidad es la condicion pura de la com prension; y la similitud su condicion historica. Lo totalmente extrafio es infranqueable a nues tra comprension humana. Para comprender un hecho, un hombre, 0 una obra, no basta, luego, percibirlos, conocer los, analizarlos, explicarlos. Sin la clandestina simpatia de una situacion silnilar, hecho, per sona, y obra nos arrostran, como las estructu ras petrograficas 0 las trayectorias de los astros. Nuestra concreta situacion se pulveriza, asi, bajo el peso de la historia, si la comprension no nos entrega con la inteligencia del pasado la inteligencia del presente; pero mientras solo un esquema filosofico nos absuelve de nuestro confinamiento humano, el esquema fracasa porque resulta expresion de nuestra situacion mlsma. Resignarnos a una abyecta sumision seria no
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solamente nuestra soluci6n desesperada, sino tambien la soluci6n inevitable, si el exito par cial de los esquemas no mostrara la imagen de nuestra ambici6n cumplida, y no instara a transformar una eficacia casual y temporaria en eficacia natural y constante. La pauta de una empresa semejante es la impronta, en re lieve, de la contradicci6n de cada esquema, y de su comlin vicio congenito; y el preambulo de la encuesta es la enumeraci6n sistematica de los requisitos que condicionan al esquema in demne. Postulando todo hecho, como irreemplaza ble, como termino en series infinitas, y como equilibrio de una pluralidad de factores, el es quema debe establecer, primeramente, que ca da hecho necesita ser fin de S1 mismo para cumplir un prop6sito que 10 trasciende; evi denciar, despues, la alcanzabilidad constante de las metas y su inagotabilidad permanente; fun dar, en fin, el hecho y la meta en la totalidad de los factores, determinando la totalidad por la meta y el hecho. En efecto, la individualidad se salva sola mente cuando el hecho es fin de S1 mismo; pe ro la pluralidad ca6tica solamente se ordena
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cuando la individualidad es condici6n de un prop6sito. Su principio de movimiento absorbe los hechos como medios fugaces, cuando la me ta no es alcanzable en todo instante; pero el curso de la historia no £luye hacia un futuro indefinido, sino cuando la meta no se agota. El acontecimiento no se articula en estructura inteligible, sino cuando la totalidad de los fac tores funda el hecho y su meta; pero la estruc tura no excede una mera suma de constantes, sino cuando la individualidad y sus fines de terminan la totalidad acontecida. AS1, el es quema adhiere a un universo, donde todo es individual, donde nada es independiente, y donde todo es complejo. El esquema, en segundo lugar, no puede ser producto de un instante hist6rico, sino del mas largo trecho hist6rico posible. Si el esquema es creaci6n de una epoca, nada garantiza su efi cacia en epocas distintas. Proyecci6n de siglos, el esquema no puede ser obra individual, sino obra colectiva. El esquema debe ser obra de generaciones que se suceden en el tiempo, pero que liga la coherencia interna de un prop6sito. Si el es quema es obra de una colectividad identic a a
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la humanidad entera, 0 a un de cur so de gene raciones meramente yuxtapuestas, tanto el prin cipio que las ordena, como el nexo que las ata, son creaciones del historiador, desde un pre sente; y el esquema no es obra de la continui dad historica, sino del historiador instantaneo. El esquema debe ser obra de generaciones cuya continuidad no es mera prolongacion del proposito, sino realidad objetivada en un cuerpo autonomo. Si la continuidad histo rica no se suma y se acumula en una estruc tura objetiva, la continuidad entre las gene raciones solo existe actualmente como cons truccion historica de un historiador encelda do en su presente. El esquema debe, as!, ser obra de una colec tividad instituida que atraviesa el tiempo, y cuya continuidad se plasma en una estructura permanente. Sin embargo, el esquema no es ensefianza, ! ni doctrina. El esquema es la continuidad his ~ torica misma de la colectividad. El esquema no es 10 que la colectividad profesa, sino 10
J
~ .u ~. co. ~~cti~i~~d ~nc0r.p~~~. _~~ _ ~_s'1~:m.a es '7
traulClon. - L a -funC16n de la continuidad historica con
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siste, participando fervidamente de la histo- ~ ria, en allegar, a su paso por los siglos, la maxi- 1 ma cantidad de situaciones concretas, para J? - - plasmarlas en tradicion vivaz e intensa, que ! ----, es presencia actual del pasado, y realidad in- I mediata de la historia abolida. ' La tradicion es el sitio donde la heteroge neidad de las situaciones se ablanda en conti nuidad de situaciones similares y accesibles. El pasado no se convierte en presente eterno, para que el historiador 10 comprenda, sino cuando se actualiza en tradici6n que 10 asu me, y 10 contiene, como substancia de su esen 1
Cla.
No basta, sin embargo, que exista una tra dicion, 2~!J:i~ip~__ y_ £.9~~~ . de .!a.-_ 1?-_i~_t~~i_~~ si·--!iivemos erguirse ante nosotros, como una ex periencia ajena, y yerta. La tradici6n no pue de ser continuidad hist6rica de una colectivi dad cerrada, sino continuidad de una colecti vidad abierta; cuerpo espiritual de una ins tituci6n que acoge, y no posesi6n privativa de grupos consangulneos. La tradicion no puede ser prerrogativa, ni patente, sino herencia de vida. Todo indivi duo es heredero presunto, si recibe la tradicion I
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como una suma de evidencias que verifica des pues de recibirlas, colocado ya en elIas, y no antes de acatarlas. Suma de situaciones hist6ricas, la tradici6n es vida que el individuo asume en su concreta situaci6n, para emplazarse en una situaci6n universal concreta, donde halla, con la legiti midad de la herencia, la autenticidad de la historia. o la historia misma engendra el esquema filos6fico como un aluvi6n que emerge de su curso, 0 nuestra vida £luye entre la ondula ci6n de las aguas. El esquema no puede ser, luego, invenci6n, sino descubrimiento; presencia en la historia, y no simple actitud de quien la observa. Pero la posibilidad de enumerar sistematicamente sus requisitos no implica que el esquema exis te; sino, tan s6lo, que sin eI, la historia es un mito. La enumeraci6n sistematica desemboca . ,. en una pesqulsa emplf1Ca.
No se requiere, ciertamente, una indagaci6n minuciosa para comprobar que el esquema no
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existe; ni se requiere, tampoco, una verifica ci6n difkil para cerciorarse de que la mayor aproximaci6n conocida es la Iglesia Cat6lica. Afirmar, sin embargo, que la Iglesia sea el menos inexacto esquema filos6fico que la his tori a conceda, no es prejuzgar su origen teo16 gico, ni enfrascarse en un litigio apologetico. Que la incoherencia de los hechos y su opaci dad a la comprensi6n del hombre se disuelvan, s6lo, desde la mas dilatada cordillera de la his toria, no es argumento para resuscitar un providencialismo obsoleto, sino constataci6n bruta, que el historiador remite a un mas alto tribunal. Tal vez no sea la Iglesia la significaci6n pos trera de la historia, pero no encontramos ni otero dominante, ni perspectiva mas propicia. La Iglesia, en efecto, no mira al hombre co mo pieza inerte sobre el tablero del destino, si no como agente insunliso de designios que 10 tienen por fin. Para la Iglesia, la historia puede consumarse en cada instante, bajo la figura de una salvaci6n humana; y prorrogarse impre visiblemente hasta una consumaci6n del tiem po. Ante la Iglesia, el hombre es responsabili dad irrescindible de su libertad naufragada.
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La Iglesia, finalmente, nos induce a con templar la historia con reverencia inusitada, y a concederle una gravedad ins6lita, porque el drama sagrado que profesa no es ale goda de exangiies combinaciones metaHsi cas, sino estructura carnal de decisiones en el tiempo. Tal vez, por otra parte, no sea la Iglesia el eje de la historia; y, en todo caso, hoy no po demos, sin violentar los hechos, ordenarlos en series convergentes hacia ella. Tampoco es coe tanea inmemorial del hombre, y una penum bra de milenios la precede. Pero, desde hace siglos, nada acontece que no hiera su vigilan cia 0 su porfIa; y el hilo tenue que liga nuestra conciencia actual a su alba lerda sobre los gla ciares cuaternarios, es la veneraci6n que nos inclina ante una tumba, y que nos ata a las se pulturas paleoHticas. \ La Iglesia es la cloaca de la historia, el fIuir I tumultuoso de la impureza humana hacia ma I res impolutos. Su tradici6n no es manantial in maculado que se infiltra entre espumas salo bres, sino su misma historia cenagosa, infecta, y turbulenta. Tradici6n que engloba a su ad versario, y a sl misma; que arrastra en su co
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rriente todo fantasma que se espej6 en sus aguas. La Iglesia no es procesi6n solemne bajo la b6veda del tiempo, ni ancha via que cruza la espesura del mundo, sino trayectoria disparada entre los hechos, vertice de un torbellino que patentiza s6lo el polvo que revuelve. Sangre de martires, y vida de heresiarcas. La Iglesia crece en la historia, y la historia la nutre. Las piedras de sus muros durmieron en canteras expuestas al ardor de los cielos mas diversos. Aun el impacto que rechaza perdura en la obstinaci6n de su repudio. Sus fuegos se alimentan al hogar alejandrino. Las decisiones tridentinas son la impronta de una cogulla agustiniana. Si la Iglesia, desde hace veinte siglos, perci be la mas leve vibraci6n hist6rica, como si ex tendiera sobre el mundo las ramificaciones de una sensibilidad crucificada, nada la afecta fu gazmente, y su paciencia asume el insulto y el encomlO. La Iglesia es el unico recinto donde la indi ferencia no sofoca el eco de ninguna voz pre terita. La mas remota controversia s6lo vive en una conciencia que se indigna. Un emperador
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blasfemo ofen de, como en el atardecer de Roma. Pero la Iglesia no es, meramente, el especta dor crispado de las confusiones in1periales, ni la impavidez episcopal ante los jinetes barba ros, ni la sombra de un nuevo Augusto que se arroga las armas fulmlneas de Jupiter Capito lino. Veinte siglos miden su presencia; pero en su vetusta lozanla se concentra la sal de mi lenios. La Iglesia es un gigantesco sinclinal en la geologIa de los siglos, donde los detritos se acumulan en estratos intactos. No es, tan s6lo, que el viento de Judea sacu da harapos de profeta, ni que el alba de un dla terrible se levante como un guerrero asirio. No es, tan s6lo, que la arena insulte los arcos y los carros; ni que gire, sobre la cosecha de yelmos oxidados, el vuelo circular de los buitres. No importa que desde el cubo culminante de la torre erguida sobre la planicie de canales, entre el follaje de las palmas, los eunucos salmodien, a los planetas 1uminosos, las teogonlas del abis mo. No importa que a traves de las gargantas de las calles, entre los acantilados verticales de las casas, en el bochorno de la tarde, en medio
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del silencio de muchedumbres pululantes, Ba bilonia contemple al heroe victorioso que cifie sobre sienes helenicas la tiara aquemenida, y 10 espere con su of rend a de mujeres inm6viles sobre las terrazas dom'inantes. No es, tan s6lo, que varios mundos la preparen, y que mil san tuarios abolidos la precedan. La Iglesia no atra viesa los siglos como un vuelo de aguilas caudales; sino como la ascensi6n del tronco su cesivo que circundan sus fugitivas primaveras. La agonla del imperio entre la sangre de los taurobolios mlsticos se confunde, alH, con la luminosa espera de la nave. La voz que inte rrumpen las cigarras repercute en sus fervores cristalinos. En las tinieblas de su cripta gimen, como animales asustados, los demonios del agua y del fuego que rondan los salmos sumerios. En las volutas de su incienso ascienden las grasas de obscenos sacrificios. En su celda de carne, el alma espla la visita inefable; pero en el aposento mas secreta del templo que guardan esfinges de granito, som bras claustrales ungieron blandos cuerpos pa ra la penumbra florecida. Las aguas rojizas del torrente reanudan los
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lamentos de la prostituci6n sagrada; y, para renovar la tierra adormecida, suaves manos re cluyen al pastor mutilado, en la fosa donde pu dren los antiguos inviernos. Heredera de todas las angustias, solo la Igle sia nos franquea el recinto de seda, don de el desden de rostros impasibles, en la noche que rasga el chillido de las aves y el silbido de las flechas, se humilla ante un solio profanado. Hija de esperanzas inmortales, solo la Iglesia nos hermana a la meditacion que cubre los pe fiascos asiaticos de una inmovil epifanla de es tatuas. Su liturgia secular reitera el gesto de las con sagraciones primitivas. Un villorrio neoHtico amasa un blanco pan en las grutas del Carmelo. En la Iglesia per dura la postracion del pri mer simio ante la impasibilidad de los astros.
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E
1 hombre suele recorrer su vida inclinado haeia adelante: animal torvo, pusi1anime, jadeante y avido. Sometido a1 requerimiento de sus hambres, su aetividad se subordina a1 prop6sito preseri to. Los golpes atropellados de su sangre asor dan sus oidos. La solieitud del sustento limita su visi6n. Su pereepei6n 1uerosa tall a los b10 ques de preseneias a 1a medida de su afan y de su empeno. Reeelando ineesantes peligros, sus multiples urgeneias aeeehan las amenazas que 10 espian y sus apetitos tuereen sobre el mundo eireun dante su atenei6n adherida a 1a meta. Extra vasado, asi, en los aetos que prodiga, el hom bre se desparrama en un Huir eentrHugo. Su eoneieneia es espejo transeunte de objetos. Inmerso en 1a baraunda que 10 aturde, el
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hombre se ignora a S1 mismo; pero todo silen cio 10 rapta a su trivial asilo. Basta que propi cias circunstancias suspendan el engranaje de sus actos y Ie permitan detenerse, quieto, ab sorto, sorprendido, para que la conciencia emerja de su sueno, como asciende, a traves de ocul tas grietas, un bullicio de aguas subte rraneas. El hombre escucha atonito el rumor de su ser, ese fl uir de claras linfas que esconde el es trepito del d1a. Espumas irisadas florecen en su breve aurora. En la placidez fluvial de su remanso, la con ciencia, eximida de su servil tarea, se vuelca hacia su propio centro y se vierte sobre su pro pia esencia. Internada en la espesura de S1 mis ma, la certitud de su existir la deslumbra. Desde el solio de la dubitacion vencida, la conciencia regenta la suma de las cosas. En tor no de su inconcusa afirmacion, el universo ins tala sus arquitecturas transitorias. Su evidencia conforta la vacilante fabrica del mundo. En espacios interiores, su gesto traza la orbita de los elementos mensurables. La certitud que la ilumina, al interrogar su rostro, no se sustenta en atributos que un ra /
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cloclnlo Ie conceda. La certitud es evidencia interna al acto que la funda. Existir es, en efec to, el modo como la conciencia se vive en su instancia postrera; la existencia es el acto un1- \. voco de su irrestricta posesion. La conciencia '1 adherida no se define como cosa existente, sino llama existencia su adhesion a S1 misma. §obre la taut~l()g!.a-9.y~ ~q.te"*~tigu",-a ,ill, a!!tQIl.Q l]l
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presi6n astuta que 10 labra en poliedros dia mantinos. Insobornables asperezas rechazan, sin em bargo, su insolencia; la heterogeneidad la es panta con su irracional murmullo. Las cons tantes, las propiedades emergentes, los indivi duos, la humillan. La conciencia tropieza con tra las murallas del mundo. El vigor mismo de su vuelo invasor, al rebotar contra la dura sombra, precipita entonces su regreso. La con ciencia refluye hacia su reducto certero. En tor no suyo, las presencias exangiies recobran su intacto misterio. Impotente y pavida, liquida su triunfo. Nuevamente la totalidad que la circunda reitera sus interrogaciones silenciosas. Formas aut6nomas de ser cruzan sus cielos interiores. La opacidad de la materia la afronta en inm6 viI rebeldla. Quizas pudiera confortarse en su derrota, urdiendo proyectos mas sutiles, si un temblor no devol viese al pol vo los ultimos escombros. Bruscamente la conciencia advierte que la iden tidad no es principio que trascienda toda de terminaci6n del pensamiento. Lo contradicto rio no es impensable, ni irreal, sino exterior al
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recinto que sus categorfas coordenan. Su pre terita soberbia la deserta inerme ante la insu rrecci6n de las cosas. Replegada sobre su posici6n primera, con finada en la penuria de su certidumbre peren toria, es inutil que se yerga para proclamar, ante el vado, el incorruptible testimonio de su ser, si la misma evidencia Ie revela, en el mis mo solitario instante, que su candida existen cia es una existencia arbitraria, un ente que ninguna raz6n cauciona, el grito de una gar ganta ausente, la presencia gratuita que man cha la lisa oquedad de la nada. En el preciso instante en que no Ie cabe du dar de su existencia, la conciencia advierte que nada liga su existir. inmediato a su existir dis tante, que su existir presente s6lo se yuxtapone a su previo existir, que su existir actual no ase gura su existir futuro. Existencia repentina que ni el momenta anterior postula, ni el momen to posterior garantiza; suma fortuita de cons tataciones instantaneas, como los eslabones in conexos de una cadena fabulosa. Circunscrita en su evidencia, la conciencia oscila sobre un abismo que su acto constitutivo insulta y ma nifiesta. Aislada, en fin, en la estricta afirma
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ci6n de su eXlstlr, exenta de ob1igaciones ex pHcitas, abandonada a su fiera 1ibertad, pero vertiginosamente abierta a las rafagas de 1a noche i1usoria, 1a conciencia es el proscrito mis terioso de toda estancia duradera. En esa 1uz helada, el hombre se conoce como un ser sitiado por 1a muerte. Su vida se desp1iega en sucesi6n indefinida de preca rios eventos, imprevistamente redimidos. Mo rir es 1a expectativa 16gica del ser que nin guna necesidad sujeta, y cuya existencia no traspasa el recinto donde su evidencia 1a en claustra. Corroldos por 1a angustia, 1a desesperaci6n nos destruida, si 1a ciencia de nuestra condi ci6n no fuese un fu1gor que raya el sosiego de 1a conciencia desasida. Presencias circundantes instan, pronto, nues tra menesterosa actividad a reanudar su compa sivo estruendo. Las urgencias ap1acadas reiteran sus solicitudes acerbas, y co1aboran con nues tra cobardla a restaurar nuestra insipiencia. E1 ademan que reasume 1a tarea interrumpida empuja hacia el fondo del ser 1a clara eviden cia, y obtura las siniestras grietas. Pero el hombre no borra 1a obsesi6n de 1a
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muerte, aun cuando se consagre, enajenado y reverente, a 1a consecuci6n de sus empefios co tidianos. Continuamente, en torno suyo, otras vidas resba1an sobre el universo intacto hacia 1a avidez de 1a tierra. En el si1encio indiferente voces intrusas agonizan. E1 hombre habita una manufactura de cadaveres. Sin embargo, 1a presentaci6n nociona1 de 1a muerte, ajena 0 propia, se manifiesta inserta en circunstancias que mitigan su crudeza. La muerte ajena se p1iega a 1a ausencia, y substituye el horror de 1a desaparici6n irrevo cable con 1a nostalgia de un eclipse temporal. La innocua cesaci6n en el tiempo reemp1aza 1a calda vertical fuera del tiempo en un incon gruo espaClo. La experiencia de innumeras muertes ense fia a1 hombre su condena; mas, durante los afios que preceden su inlninencia, el hombre vive su muerte como cifra. Nada corrige el es cepticismo de sus huesos. Una convicci6n 16 gica no mella 1a impo1uta confianza de 1a vida. E1 hombre es un ser inmorta1 apto a morir en cada instante. Sin embargo, 10 que preserva a1 individuo no es su perp1ejidad ante el indeterminado ven
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cimiento, sino la imposibilidad de imaginar su agon1a. La muerte 10 sorprende como impre vista aplicaci6n de un principio; y nadie logra ajustarla a su destino, porque nuestra vida personal no se desata en ella. T oda existencia fenecida es frase que el azar interrumpe antes de que haya proferido su plenitud inteligible. La muerte es instancia de la especie; para afrontarla el individuo inmigra en la caterva humana. Siempre el estertor postrero prorrum pe de una carne mostrenca. En cada hombre muere la condici6n huma na. El espasmo final nos hermana al animal pavorido. Antes de disolvernos en la sombra an6nilna, retornamos a la matriz indistinta. Los rasgos irreemplazables, las adquisiciones del empefio y del azar, la compacta soberbia del ser individual, se consumen en llamas con vulsas, como antorchas de paja bajo la embes tida del viento. El cadaver, que aun sufre, ig nora ya 10 que constituy6 su orgullo. La humi llaci6n de una confraternidad total precede la humillaci6n del polvo. S610 el envejecimiento provoca la po strada anuencia del hombre al mero silogismo que 10 hace mortal. S610 pal pamos el incorp6reo cuer
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po de la muerte cuando la carne se esponja en ascosas blanduras. El primer impacto de la vi da sobre una sensibilidad endurecida desta pa la futura fosa. Cada in stante que repentina mente patentiza el progreso de los afios exhala un acre olor mortecino. El acto espasm6dico y retractil, por medio del cualla vejez se conoce a sl misma, hinca su fina extremidad en nues tro coraz6n amotinado. Pero no son las postrimer1as de la vejez, no son las ultimas afrentas, no son los gritos que arranca a un ser previamente envilecido, 10 que atribula nuestro descenso infernal. La senec tud provecta, que encierra al miserable en su anillo de silencio, s610 entrega a la muerte un cadaver amortajado por la vida. Mas sombrio es el proceso que redacta el catalogo de nues tras sucesivas impotencias. Atados al patibulo del tiempo, asistimos a la profanaci6n de los afios. Los sentidos em.bota dos expulsan al universo circundante. Impro visas prohibiciones restafian nuestra lozana alacridad. Un leve sacudimiento basta para rap tar a nuestras manos su presa rebel de y co dic'iada. En la vitrea frialdad de otras pupilas se espeja nuestra irremediable decadencia. La
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preferencia irresistible se torna en reverencia meditada. La ternura espontanea se empobre ce en lealtad agradecida. Pero si consistiera s6lo en la porfiada fuga de las cosas, la vejez seria menos atroz. Enve jecer no es sentirnos constrefiidos a declinar la promesa de poseer el mundo, sino encontrar nos insensibles a la perdida posesi6n. Envej e cer no es sucumbir a la cauta violencia que hur ta nuestros bienes, sino dejarlos rodar de nues tras manos negligentes y laxas. Envejecer no es meramente estrechar entre los brazos una terrible ausencia. La vejez lerda que el tiempo vanamente insulta, la vejez necia que se agarra a las sombras, la vejez fatua que ignora su cuerpo de escarnio, son vejeces que deshonran la vejez. Para salvar su dignidad minada, la vejez lucida anticipa su abdicaci6n forzosa. La vejez lucida se rinde al desden. Una tibia indiferencia corre sobre la faz del mundo. T odo parece inm6vil en la tarde quie ta, pero la luz se opaca. Nada ha cambiado, s6lo su esplendor se amortigua. La purpura se funde en la penumbra; la flor gualda se agosta en su forma intacta y en su intacta pulpa. Las cosas preparan ya su fuga, pero aun suspenden
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su vuelo vacilante. La fruta tiembla aun en la cima de su curva. Ah I nuestra fuga precede toda fuga. N avegamos a la deriva de los afios, llevando como lastre nuestra inercia indiferente. N ada despierta nuestra curiosidad enmohecida; na da atiza nuestro amor. El afan de saber se aquieta en la admisi6n de la ignorancia; la am bici6n se cumple en la posesi6n de sus reveses; la inquietud se sacia con haber sido inquieta vanamente. Flulmos como linfas perezosas que la indolencia de la tierra vierte hacia el espe sor del mar. Mas el letargo del alma que deserta no es acatamiento resignado a la consumaci6n inescapable. Su apatico abandono, su deja dez glacial, no son renuncias que adelantan la dimisi6n que la vejez impone. La deca dencia de nuestra carne corruptible publica el escandalo; pero la senectud no es substan cia del fracaso, sino intrusa que delata su lealtad impla. La vejez prematura ostenta la absorci6n, por la sangre y los huesos, de la hez de infortunio que la vida acumula. En la indiferencia de la edad viril, la experiencia, acendrada en los es
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tratos inconscientes, expresa su sabidurta fe roz. Para descubrir la vigilancia de la muerte, la vida no precisa chocar contra la vejez apos tada en las brechas del cuerpo. Es en la herida de su deseo insatisfecho que el hombre afronta su impasible compafiera. El hombre es una avidez desatada sobre el mundo, una aspiraci6n que trasciende toda 6r bita, un empefio de empresas inmortales, un apetito de esencias y de bienes. El hombre es el ser que codicias infinitas alzan a terribles re beldlas. Pero el hombre es el ansia que la sal no satura, el afan que nada abriga, el anhelo que se quiebra, el hambre que ignora el har tazgo. Ciegos bandazos 10 acarrean de un pro p6sito frustrado a un deseo que se malogra. La ambici6n se sofoca en las cenizas de sus galas. Los prestigios de la carne se consumen en la lividez de la aurora. El infortunio roe la esteril pulpa de su dicha. Todo es muerte en el hombre; muerte em boscada; muerte furtiva. Somos sangre de lemures, sangre de larvas. Nuestro terrible aprendizaje es la suma de nuestros designios abortados. Las hambres re primidas nutren nuestra experiencia de la
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muerte. El fracaso es la sombra del deseo sobre la fel pa de la tierra. La vida suele revocar con las alternancias del fracaso las alternancias del deseo. Para arroj arse sobre la presa delei table, el hOlnbre se yergue sobre la preterici6n de sus desastres. La vida es hueca, huera, vacua, horadada de cavidades y vados como una esponja migra toria. Dadiva absurda de la nada a la nada que la nada satura con sus aguas. Refugio inane contra la intrusi6n del destino. La soberbia de transitorias arrogancias no esconde la permanencia de la angustia, porque la muerte no es mera extinci6n final, sino espi raci6n que acompafia y equilibra cada aspira ci6n de la vida. La muerte no solo sefiala un rumbo a nuestros pasos, sino tambien escande su metro tedioso. La muerte no es tan solo la extranjera que aguarda a la vera del camino, sino el huesped que nuestro ser hospeda. La vida no es el intrepidocontiincante de la muerte, sino la equlvoca fusi6n de la existencia y de la nada. La vida es temporaria paciencia de la muerte. El hombre es evasi6n transitoria de su futura podredumbre. Sin embargo, el unico animal que sabe que
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tiene que morir, el animal adscrito a continua mudanza, el animal burlado por su obstina cion qui merica, el animal que solo palpa mate rias corruptibles, inventa la inmortalidad. El hombre que muere, el hombre que es muerte; el hombre que presencia la invalida cion de la esperanza, la abolicion de la prome sa, el nugatorio cumplimiento de su anhelo; el hombre que contempla y mide la extension de las estrellas, que pesa la inestabilidad de las substancias, que prevee la declinacion del uni verso hacia un esteril mar; un ser que todo huye; un ser de fuga, de abandono; un ser de leznable, labil, quebradizo y fragil; un ser arbi trario que la oquedad engendra y la oquedad absorbe; ese ser miserrimo sucumbre a la ilu sion mas ambiciosa, profiere la afirmacion mas grotesca. Sera, en verdad, po sible que fracasen los an helos circunscritos en terrestres posesiones, y que el anhelo que trasciende toda condicion conocida se cumpla? - Sera posible que una existencia sin amparo y que gratuitamente se prorroga, de instante en instante, para que la muerte, al fin, la acoja en su siniestro abrigo, sera posible que esa existencia insegura y de
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bil, bruscamente, en plena consumacion de su catastrofe, asuma un cuerpo incorruptible? No sera mas veroslmil suponer que la an gustia trama mitos compasivos? - que la iner cia de la imaginacion prolonga, allende el silencio repentino, nuestra existencia usual? - que la dificultad de imaginar la cesacion de toda cosa se auna al pavor del animal recalci trante para engendrar ese espectro? Teorta burlesca, hija del sueno que reitera la aparicion de sombras esfumadas, hija del terco amor que espera un retorno ilusorio, hi ja de una voz secreta que asciende con los ci preses funerales. Pero si nada responde al clamor del hom bre que ronda las sepulturas primitivas, si na da contesta a la invocacion de las cavernas sa gradas, si el eco acalla la carne abandonada que aulla a las estrellas; la razon cautelosa, que coloca los diminutos cubos de su raciocinio, no edifica menos incongruas pruebas. Limitada a tareas subalternas por la baj eza de su origen, el mismo rigor de sus actos la ata mas firme mente a la tierra. Su precision denuncia las analoglas elocuentes de sus claudicaciones. Pero si la razon proscribe sus propios argu
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mentos, no basta la externa validez del testi monio para fun dar la credibilidad de una re velaci6n re1igiosa. Ante dogmas heterogeneos a la experiencia humana, el hombre se abstie ne como ante proposiciones proferidas en idio rna que ignora. La revelaci6n supone un subs trato previo: hallazgo de la experiencia, mate ria del pensamiento, presunci6n del espIritu, que organiza, informa, 0 sanciona; pero la re velaci6n no es acido que muerda sobre la ina nidad de un grito, sobre la oquedad de un ra ciocinio trunco. Si el hombre disfrutase de una experiencia prefigurativa, de un atisbo significativo y tras laticio, poco importaria entonces la incompe tencia de una raz6n muda ante el ser y sus es pecies, consagrada solamente a la coherencia entre terminos que ni postula, ni deduce, ni comprende. La doctrina de la inmortalidad no anuncia, en efecto, la autenticidad de un hecho mas escandaloso, en sl, que el bruto exis tir de la conciencia, que el bruto ser del ser, que el hecho, en fin, absoluto y ultimo de haber algo preferentemente a no haber nada. Pero la inmortalidad del alma es frase huera, estruc tura sonora que no coincide con estructura sig
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nificativa alguna, si en alglin rinc6n de la conciencia nada nos sefiala su rumbo, si no existe indicio de su regi6n posible, especie en que consagre sus terrestres primicias. Si el hombre necesita conocer presencias in mortales, no es para que vagas analoglas 10 conforten, sino para atribulr un rudimento de significado a la promesa. Si carece de experien cia perentoria, el hombre nada dice cuando se proclama inmortal. Nada parece, infortunadamente, escapar a la muerte; todo, tarde 0 temprano, se derrumba en el yerto silencio. Los objetos materiales per petuamente £luyen hacia la indiferencia pos trera. La materia eterna es mito donde la ra z6n refugia el misterio que la afrenta. La po blaci6n exangiie del firma men to axiomatico difkilmente esquiva su origen arbitrario 0 em plrico. La conciencia cesa con el individuo que muere, 0 s610 subsiste como postulado de otra carne. Si las constelaciones iluminan el ocaso de la tierra, ninguna luz preside el ocaso de las constelaciones. La nada emerge impoluta de sus errores transitorios. Sordo, as!, a todo misericordioso engafio,
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averso a la lisonja tediosa del orgullo, ni vana mente rebelde, ni vanamente confiado, el hom bre desespera ante ese universo igualmente in sensible a su silencio 0 a su voz. El hombre adosado a la nada afronta la na da infinita.
Repentinamente, sin embargo, en su mas acerbo instante, apoyado sobre el suelo de su desesperacion helada, el hombre, repudiado, vencido, derrelicto entre escombros, descubre, con fervor y pavura, ocultos en la hez de la experiencia, escondidos en las entrafias clan destinas del desastre, los rastros de una in solita evidenc'ia. Cuando mas brusca es la quiebra de su an helo, cuando la realidad aplasta la ilusion con lnas ironico ademan, cuando abominablemen te se confirma la conviccion del fracaso, cuan do 10 absurdo frustra el goce mas cercano, cuando en el centro, en el secreta corazon, de todos sus empefios crece la ausencia hueca, la ausencia impla del bien que busca; inespera damente, en la evidencia m'isma de la au sen
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cia, el imposible objeto de su suefio plasma su inexistencia misteriosa y su presencia perento na. Lo que tiene por esencia no morir es la per feccion inexistente de las cosas deseadas. El deseo, el deseo que fracasa, el deseo que tiene por destino fracasar, el deseo que la vida sofoca y resucita, el deseo inmortal que nos tortura, es nuestra clandestina facultad de per cibir la inexistente perfeccion del mundo: la perfeccion que escapa al vuelo del deseo, pero que la dura tension de sus alas delata y mani fiesta. El hombre no desea los simulacros que la po sesion Ie entrega. Si el objeto del deseo solo fuese el objeto que, nuestra posesion alcanza, si el objeto del deseo solo fuese el objeto de nues tra percepcion obtusa, el hombre no desearfa con el terrible ardor con que desea; el deseo no serfa la carne tragica del mundo. La intensidad fiera del deseo no mide nues tro desengafio, sino el resplandor del objeto. Su energla, su fuerza, su violencia, no son pu janza y brfos de internas urgencias animales; la vehemencia de nuestras hambres infinitas es contestacion que el objeto evoca, respuesta
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a su voz que llama. E1 esp1endor del objeto no es reflejo del deseo. E1 esp1endor del objeto no es pretexto que brinda nuestra fiebre. El esplendor del objeto no es astucia de la vida para que el hombre sucumba a 1a tentacion de vivir. Claros prestigios convocan nuestro an helo. Nuestra pasion atestigua 1a magnificen cia del mundo. Todo arde en sus propias lla mas, y nosotros en las llamas de las cosas. Del torpor en que consumen su alimento, el deseo desadormece nuestros brutos apetitos. A la inquietud que 1a adquisicion serena se subs tituye 1a inquietud que el goce irrita. A 1a ca rencia que reclama, a 1a abundancia que con Inina, a 1a necesidad que exige una satisfaccion cabal, el deseo impone 1a presencia de una ines perada p1enitud externa, de una perfeccion imprevisib1e, y eternamente prevista por nues tro corazon. E1 apetito se sacia en 1a posesion que 10 mata, el deseo inmorta1 asciende de 1a posesion que 10 hiere. E1 apetito no culmina donde halla su clara rescision, pero todo 10 que nos expone a 1a agresion carnal del mundo favorece 1a percep cion significativa de las cosas, 1a conminatoria a1borada del deseo. Como 1a sensacion a 1a in
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terpelaci6n de los signos, el deseo contesta a1 llamamiento de los significados. Desear es ha ber cedido a 1a presion inteligib1e de una signi ficacion patente. El hombre no desea ni el fa 1az objeto que sus manos 10gran estrechar, ni una adventicia claridad que el deseo mismo proyectara sobre 1a neutra superficie; el deseo es la manera de espejarse, en nuestro ser total, 1a esencia de un objeto. Perfecci6n individual que mora detras de su existencia, acto primigenio antepuesto a su mera potencialidad empirica, ser total donde el ser parcial se corona, 1a esencia del objeto es 1a p1enitud concreta, la plenitud colmada, 1a tier na pulpa intacta. La esencia es 1a anterior y previa florescencia de 1a promision de toda cosa. La esencia es el objeto mismo redimido de las limitaciones que 10 oprimen. E1 objeto com pleto, intacto, puro. La va1idez de todos sus in dicios. La curva que clausura sus formas. La Hmpida evasion de sus ramas. La penumbra donde su opacidad clarea, donde savias crista linas hinchen sus rakes y sus venas. E1 contor no cefiido que 10 ata a su embriaguez de p1e nitud.
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El objeto del deseo es la esencia del blando ser que nuestra sed persigue, de la presencia material que fascina nuestro asombro, de la ocasion fugaz y pura donde nuestro temblor se alberga como en la frescura del follaje. El deseo es aprehension del ser inexistente; no del ser sin realidad, sino de la realidad sin menguas; de la realidad que la existencia no mancha, ni mancilla. El objeto del deseo es la trascendenc'ia individual de cada objeto, fuera de nuestra existencia irrisoria, fuera de nuestra vida escarnecida, fuera de nuestra muerte. En su condicion desposdda el hombre no percibe la esencia como plenitud concreta, sino como deseabilidad abstracta. La esencia indi vidual ausente ostenta su evidencia en la llaga del deseo. Su presencia actual seria coronacion del anhelo; su ausencia llana, neutralidad del ser indiferente; su presencia en la ausencia es su condicion de objeto terrestre y deseado. La aparicion del deseo revela una presencia que 10 evoca y una ausencia que 10 frustra. Si el deseo, la codicia, la pasion, s6lo nos en tregan en el terrestre objeto la terrible trans parencia de su materia inmortal; basta que nos detengamos ante cualquier presencia, desasi
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dos sin revocar nuestra pasion, desinteresados sin repudiar el inten~s, absortos en contempla cion serena sin suprimir el deseo, amalgaman do, en fin, al amor que desimpersonaliza la in diferencia que objetiva, para que repentina y misteriosamente la esencia se libere de sus pro hibiciones impalpables y rebose en su cuerpo tangible. El hombre traspasa la ausente presen cia de su anhelo y percibe, palpa, posee, la car ne unica y sensual del supremo bien. Compacto bloque de pasado, excluso de re motos archipielagos, que una alusi6n evoca, con su trino silvestre, y precipita en las frondas del presente. Insolito viajero que confla a nues tro coraz6n diurno su eternidad de un instante. Anhelo jubiloso que vacila sobre el borde de su seguro cumplimlento, y absorbe en el pre sente real de su promesa la futura vendimia. Mundo oculto en nuestro mundo transpa rente; blancura de una espalda en la floresta umbria; pureza del estanque bajo las ramas inclinadas. Arbol que ostenta al sol de la manana los cristales de la nocturna lluvia; quieto fulgor del mar entre troncos retorcidos; silencio en que se dora nuestro fervor desnudo.
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Ancho horizonte de colinas bajo el opaco verde de los robles; valle que oculta entre sus sombras un desgranar de fuentes repentinas. Primavera de la mas clara primavera; vera no que prodiga las pompas del verano; otono de las mieles del otofio; invierno de la inm6 viI primavera. Zumo de abejas embriagadas; pan cotidia no del amor.
Carne del mundo, donde 1a carne resucita. Es en el fracaso mismo; es en la oscura sen da de su frustraci6n y de su engafio; es en la materia deleznable, en la tierra friable, en la arena labil; es en 10 voluble, en la mudanza, en la blanda carne amenazada, donde el hom bre halla el fir me suelo de sus suefios. Mito que el coraz6n aflora y adivina, que el hombre ignora; pero que tal vez su terco fer vor no desearfa si no fuese prometido a su ar diente posesi6n.
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SE TERMINO LA IMPRESION DE ESTE
LIBRO DE
EL
MIL
DIA
TRES
DE
DICIEMBRE
NOVECIENTOS CINCUENTA Y
NUEVE EN LOS TALLERES DE
EDITORIAL VOLUNTAD, LTDA.
BOGOTA, D. E. - COLOMBIA.