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HISTORIA SOCIAL DE LA LOCURA
SERIE GENERAL cLOS HOMBRES" Director: GONZALO PONTON
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HISTORIA SOCIAL DE LA LOCURA Traducción castellana de JORDI BELTRAN
EDITORIAL CR[TICA Grupo editorial Grljalbo BARCELONA
íNDICE Agradecimientos l. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12.
Introducción Hablan la locura y la psiquiatría: un diálogo histórico. Locura y poder Locura y genio Locura religiosa Mujeres locas . De tontos a extraños Daniel Schreber: la locura, el sexo y la familia . John Perceval: la locura confinada . El sueño norteamericano El dios terapéutico Conclusión
Sugerencias de lectura índice alfabético
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se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación 1n sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier dio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros todos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. ulo original:
SOCIAL HISTORY OF MADNESS. STORIES OF THE INSANE idenfeld and Nicolson, Londres Jierta: Enrie Satué 1987: Roy Porter 1989 de la traducción castellana para España y América: Editorial Crítica, S. A., Aragó, 385, 08013 Barcelona IN: 84-7423-423·9 xSsito legal: B. .35.792-1989 preso en España 9.-NOVAGRAFIK, Puigcerda, 127, 08019 Barcelona
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AGRADECIMIENTOS A lo largo de los años me he beneficiado muchísimo de conver· saciones -que a menudo eran discusiones- sobre el tema del presente libro con muchas personas, demasiadas para dar aquí sus nombres. Del mismo modo, me han estimulado muchos libros, más de los que puedo citar ett la breve sección de sugerencias de lectura que hay al final del libro. Algunos amigos y colegas han te1tido la amabilidad de leer los borradores de la presente obra y comentarlos co1tmigo. Estoy especialmente agradecido a William F. Bynum, Tony Delamotbe, John Forrester, Godelíeve va1t Haeteren, Margaret Kinnell, Sue Lintb, Cbarlotte Mackenzie, Michael Neve, Chrístine Stevenson, Sylvana Tomaselli, Jeme Walsh, Dorotby Watkins y Andrew Wear. Deseo hacer hincapié en que estas personas no sott responsables de las opiniones e interpretaciones que se expresan en el libro. El Wellcome Institute ha resultado u1t marco maravilloso para escribir. También quisiera dar las gracias a todas las personas que be tratado en W eidenfeld a1td Nicolson. Han sido unos editores ejemplares; en particular, Juliet Garditzer, la mejor de todas. RoY PoRTER
The Welcome Institute for the History of Medicine
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INTRODUCCION
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¿Qué significa estar loco? El. presente libro explora la vida de un par de docenas de «locos» tal como ellos mismos dejaron constancia de ella. No es una historia médica de la locura vista como enfermedad. Mucho menos se trata de una historia de la psiquiatría. Sobre todo, no es un ejercicio de psicohistoria, ni un invento de hacer que las civilizaciones del pasado se tiendan en el diván para analizar sus psiques colectivas. Mis intenciones son mucho más modestas. ·Exploraré los pensamientos y sentimientos de varias personas locas de siglos anteriores al nuestro, utilizando principalmente para ello sus propios escritos autobiográficos: Huelga decir que nada nuevo hay en concentrar la atención en -.;;: la vida de los neuróticos y los locos. Bastantes psiquiatras y otros estudiosos han emprendido extensos diagnósticos retrospectivos de los muertos, analizando la «locura» de personajes reales como Jorge III, Daniel Schreber y Virginia Woolf, y también de otros ficti- · dos como, por ejemplo, Hamlet, el rey Lear y el propio Edipo. Por regla general, mi propósito ha sido sondear las profundidades ocultas de su enfermedad mental; otras veces, absolverlos por completo de > la acusación de estar locos. Pero mis objetivos en el presente libro son bastante diferentes. No son psiquiátricos ni psicoanalíticos. No pretendo descifrar lo que dijeron, escribieron o hicieron los locos a la luz de alguna teoría psiquiátrica; revelar qué enfermedad .o síndrome padecían en realidad; ni siquiera descubrir el significado «verdadero» (esto es, inconsciente) de sus actos. Si se lleva a cabo con sensibilidad, ésta puede ser una empresa fructífera e iluminadora. Sin embargo, como simple
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historiador, no me siento capacitado para efectuarla. Y tampoco es
lo que más me interesa. En vez de ello, lo que deseo examinar no es el inconsciente de los looos, sino su consciente. En lugar de leer principalmente entre líneas, buscando significados escondidos, reconstruyendo infancias perdidas, poniendo al descubierto deseos no e:x"Presados~ lo que deseo es explorar lo que los locos pretendían decir, lo que había en su pensamiento. Sus testimonios nos hablan de esperanzas y temores de las injusticias que sufrieron y, sobre todo, de lo que represent~ estar loco o pasar por estar loco. Deseo sencillamente, literalmente, ver lo que tenían que decir. Es curioso constatar que esto se ha hecho muy pocas veces, que nos ha interesado más explicar lo que dijeron. > Así pues, mis lecturas de los escritos de los locos no se basarán en teorías del desarrollo psíquico, no demostrarán cómo hechos universales de la vida psíquica -tales como el complejo de Edipoencuentran expresión en ellos. Lo que me interesa es más bien el <>. modo en que los locos intentaron explicar su propio comportamient~, a e?os mi?mos y a otras personas, empleando el lenguaje de que d1spoman. Mts puntos de referencia, por consiouiente son el len- ....,.. guaje, la historia y la cultura. Los escritos de los locos ;ueden leerse "' no sólo como síntomas de enfermedades o síndromes sino com; comunicaciones coherentes por derecho propio. Com¿nmente los>" médicos psiquiátricos han negado la inteligibilidad de la Iocu;a: a juicio de Kraepelin, ese era uno de Ios rasgos típicos de la demencia precoz. A menudo presentaban la insania como alo-o irracional como un cúmulo de bobadas: lo que decían los locos"'no era mej~r que bal~r;ceos sin sentid?. Quizá sea así con frecuencia. Pero pocas pro- > habilidades hay de que las autobiografias de los locos entren en esa categoría. La locura puede ser típicamente incomprensible o sencillamente mal comprendida; pero basta echar una ojeada a los escritos de l?~os que nos han llegado de siglos anteriores para tener la conúrmacron de que, aunque diagnostiquemos su dolencia como locura, no estaban tan locos como parece. Me propongo arrancar la lógica de los textos explorando éstos <. como frutos de su situación y de su tiempo. Aunque los locos solían parecer tan alienados, tan alienados mentalmente, que (semín se creí~) era n:cesario excluirlos de la sociedad, es obvio que su~ testi- . n:oruos refleJan, aunque a menudo sea con un lenguaje poco convencional o deformado, las ideas, los valores, las aspiraciones, las espe-
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ranzas y los temores de sus contemporáneos. Usan el lenguaje de su época, aunque con frecuencia lo usan de forma muy poco. _?tt?d~xa. Al leer los escritos de los locos, mejora nuestra percepcron mtl.!l1a de la gran variedad que presentaba lo que podía pensarse y sentirse en los márgenes. Podríamos compararlos con la forma en que los historiadores de la cultura popular nos han pedido que escucháramos cori -talante comprensivo el lenguaje popular de las inscripciones murales, los acertijos, el saber y el lenguaje de los niños que v~ ~,la escuela o las cosmoloo-ías de los herejes acusados ante la Inqu1s1cton. b "1os escr1tos . . La 'posteridad ha tratado con enorme condescendenct.a de los locos; O bien no les ha prestado la menor atencrón, o los ha vistoc como simples casos de locura. Pero sería una necedad correr : hacia el otro extremo e intentar convertir a los locos, en bloque, en . héroes populares, en radicales y rebeldes. Seria un error, una terrible muestra de sentimentalismo, sacar la conclusión precipitada de que la voz de los locos es la voz auténtica de los excluidos, de que, de algún modo, la locura dirige el coro de la protesta cont:~ la conciencia dominante de la élite; que canta, de hecho, la canc10n de los reprimidos. Puede que a veces lo haga, como, por ejemplo, en el caso de John Ciare, el poeta campesino, que ciertamente v~ía e~ mundo desde abajo. Y algunos locos tales como Artaud han Identt_úcado la locura con la insurrección. Pero ocurre con bastante frecuencia que los locos no tienen nada contra su sociedad como tal, aunque, una se han vuelto locos, suelan expresar las protestas más feroces · contra el trato que reciben. Ocurre más bien que lo que dicen los locos es iluminador porque .. presenta un mundo a través del espejo o porque, a decir verdad, acerca el espejo a la lógica (y a la psicológica) de la sociedad o;e~da. Se concentra, poniéndolos a prueba, en la naturaleza y los límites de la racionalidad, la humanidad y -la «comprensión>> de lo normal. ; En ese sentido el difunto filósofo francés Michel Foucault hizo muy • bien en insistí; en que la historia de la locura debe ser coextensiva · con la historía de la razón. Son dobles la una de la otra. Además, visto desde esta perspectiva, el consciente de los locos hace frente al de los cuerdos para constituir una especie de sala de los espejos. Cuando yuxtaponemos la mente de los insanos a la. de la razón, la sociedad y la cultura, vemos dos facetas, dos expres10~es, dos caras y cada una de ellas plantea el interrogante a la otra. S1 la normalidad condena la locura por irracional, infrahumana, perversa,
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la locura contesta, típicamente, en especie, tiene su propio tu quoque. De modo bastante parecido a Jos niños que juegan a ser adultos los locos subrayan las hipocresías, el doble rasero y la pura e insen~ible falta de memoria de la sociedad cuerda. Los escritos de los locos ponen en duda el discurso de los normales, ponen en entredicho el derecho del citado discurso a ser el portavoz objetivo de la época. Se. po~e a prueba la suposición de que existen niveles definitivos y umtanos de verdad y falsedad, de realidad y delusión. ' Y nos. quedamos esencialmente, de una parte, con historias acerca de la reahdad contadas por las autoridades públicas y, de otra, con cuentos que relatan los locos. Para decidir entre estos mitos rivales --o, a menudo, formas rivales de contar los mismos mitos- no existe ningún tribunal contemporáneo de apelaciones, sino s~ple mente la voz de la mayoria. Emily Diddnson lo expresó en verso: Mucha locura es el sentido más divino Para un ojo entendido, Mucho sentido, la más absoluta locura Es la mayoría ' En esto, como en todo, la que se impone Asiente, y estás cuerdo, Objeta, eres al Úlstante peligroso, Y te dominan con una cadena.* Nathaniel Le~, el ?ramaturgo loco del siglo xvu, expresó lo mismo de manera mas grafica al protestar contra su encierro en el manicomio: «Me llamaron loco, y yo les llamé locos, y, maldita sea, me ganaron por mayoría de.votos». Pero, ¿acaso no es la psiquiatría precisamente ese buscado trib~ nal de apelaciones? Al contrario; pues un rasgo clave de los capítulos del pres.ente libro es la sugerencia de que, desde el punto de vista de los escntps que se analizan, la psiquiatría es, ella misma, parte del problema en vez de la solución: es sencillamente otro rival una mitología _admisible. Como acabo de decir, trataré de demostra~ que<, las creenc1as de los locos tienen sentido cuando se leen como parte ·
* «Much Madness is divinest Sense- 1 To a discerníng Eye- 1 Much Sensethe starkest Madness- 1 'Tis the Majority 1 In this, as All, prevail- 1 Assent ·a?d you ~re sane- 1 Demur- you're straíght-way dangerous- 1 And handled wrth a Cham.»
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de una dialéctica del consciente entre ellos y su época. ¿Por qué no > aplicar lo mismo a las teorías de la psiquiatría? Hoy día se debate mucho en torno a si es apropiado considerar la psiquiatría y el psicoanálisis como ciencias, y antipsiquiatras como Thomas Szasz llfirmarían que la psiquiatría ha hecho las veces de ideología represiva, que la enfermedad mental es el invento, la delusión, de la psiquiatría. Mi objetivo, sin embargo, no es castigar a los pioneros de la psiquiatría. Los.propios psiquiatras, sobre todo en el pasado, solían ser hombres muy marginales, mal comprendidos y vilipendiados por la sociedad en general, porque proponían creencias que comúnmente se juzgaban · tan descabelladas como las de los locos mismos. El psiquiatra loco ·es, por supuesto, una figura cómica corriente. . A pesar de ello, no veo razón alguna para conceder una categoría privilegiada de veracidad a los mitos que propusieron doctores de locos y psiquiatras anteriores. El chiste eterno en la historia de la locura lleva aparejada una serie de variaciones sobre el tema de los locos y los doctores de locos intercambiando sus identidades respectivas y la consiguiente imposibilidad de distinguir entre unos y otros. Y me parece que en muchos de los encuentros entre «locos» y sus doctores que examinaré en estas págmas -Alexander Cruden y el doctor Monro, John Perceval y el doctor Fox, Daniel Schreber, el doctor Weber, Freud, etcétera-la humanidad común y, con frecuencia, el sentido común se encuentran quizá decididamente en el bando de los locos. Pero mi intención, al hacer esto, no es añadir los cañones de la historia a la andanada antipsiquiátrica. Es, antes bien, demostrar cómo la psiquiatría misma ha formado parte de un consciente común. Los locos y los médicos de locos dicen con frecuencia cosas comparables sobre Ja agencia y la acción, los derechos y la responsabilidad, la razón y la tontería, si bien aplicándolas de maneras fundamentalmente inversas. A decir verdad en el siglo en curso, al pasar la psiquiatría a formar parte del acervo cultural común, con frecuencia es difícil distinguir si el que habla es el psiquiatra o el paciente. Una de las percepciones monumentales de Freud es la de que el hombre forja mitos. Incesantemente. Siempre está contando historias. El presente libro examina el consciente: principalmente el de personas locas, en parte el de psiquiatras y (de modo más implícito que explícito) el de la sociedad en general. Las delusiones de los <. locos, los mitos de la psiquiatría y las ideologías de la sociedad en
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general .forman. parte de un tejido ideológico común. Lillane Feder ha expresado b1en este concepto: f i
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El loco, como otras personas, no existe solo. Refleja a los que f· tienen trato con él y, al mismo tiempo, influye en ellos. Encarna y .;: transforma simbólicamente los valores y las aspiraciones de su fami- _¡·_··
lia, su tribu y su sociedad, aun cuando renuncie a ellos, así como sus delusiones, su crueldad y su violencia, hasta en su huida interna.
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Desde luego, decir esto es decir algo que, si se deja en generalidad, es totalmente banal: ningún hombre es una isla, el consciente es un continuo lingüístico. La época de la Reforma produjo muchísimos -<; maníacos religiosos, así como exorcistas expertos para curarlos. La -· Viena finisecular aportó abundantes pacientes con transtomos sexuales para que fueran curados por los freudianos obsesionados con la sexualidad. Sin embargo, en el mojigato Boston de la misma época, ni los pacientes ni sus doctores hablaban para nada del sexo y sólo f se preocupaban por problemas de la voluntad y el espfritu. Al llevarla a la práctica, sin embargo, colocando las principales expresiones de locura en su contexto histórico-cultural, la teoría adquiere más importancia. Porque induce a pensar que existe verdaderamente una historia, no sólo de la psiquiatría, sino de la locura misma. La insania no es simplemente un átomo individual, un acci, dente biológico, sino que forma un elemento en la historia de subculturas por derecho propio. Las culturas de la locura difieren radicalmente entre sociedades avanzadas y sociedades tribales, entre comunidades masculinas y comunidades femeninas. Como indicaré más ·~,: . adelante, la locura religiosa ha dado paso a la secular; la controlada ¡ externamente, a la dirigida por dentro. Vemos la aparición de la 1 familia como nexo para explicar la insania tanto entre los locos como !!:_ entre los psiquiatras justo en el momento en que la ideología de las familias felices burguesas pasa a dominar la sociedad en general. ! Percepciones sumamente individualistas entre los locos reflejan la í egopsiquiatrfa ·en los tiempos modernos, en los que impera la ayuda propia. Hay supuestos culturales compartidos. Hasta los locos son J hombres de su tiempo. Se puede ser raro, ser extraño, de maneras que siguen teniendo sentido. >1, Cabe que en esto haya una moraleja práctica~ La historia de la . , ¡·.::_·•
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psiquiatría muestra generaciones de doctores y otros expertos dudando de que hubiera alguna razón en la locura. Se daban casos d~ men: tes poseídas y extremidades manipuladas por Poderes. del Mas ~lla 0 por un veneno en la sangre o mediante una mentahda~ retorcida. En la medida en que el comportamiento de los que. sufna_n trastornos terúa sentido, éste no era en términos de sus mtencwnes, ~el «aquí y ahora», de relaciones sociales y .~el ~str~ento dellenguaJ~, . íno en términos extrínsecos: la poses ton diabolica o una neurosts Tal como ha argüido Peter Barham, un crítico_ de _la psiquiatría ortodoxa, esto ha llevado a una sordera extraordman~ ante las comunicaciones de los que padecen trastornos y,_ en partlcula:, ha empujado a descartar sus reacciones y quejas relatiVas al tratam:ento psiquiátrico que se les aplica. Las protestas de los locos se han mter- > .pretado como síntomas de su locura. · . Pero con retrospección --o quizá con la distancia, ~unque, ~or < supuesto, con espíritu comprensivo-, podemos ve~ cuanto sentido tenían por lo común las voces de los locos, en los_ mtento7 desesperados que personas aisladas, atribuladas y confu_nd1das .hacl~n con el fin de comprender su situación real, sus prop1as a~s1as, lmpulsos, recuerdos. Forman las luchas de los desesperados e 1mpotentes por ejercer cierto control sobre quienes los teman en su pod_e~, ya fl:era~ diablos fantasmas doctores de locos o sacerdotes. La log1ca esta ah1 para qclen se tom~ la molestia de mirar. T~davía no disponemos. de> perspectiva para explicar lo que nos desconc1erta en el comporta;ruento de los locos de hoy. Pero la historia nos demu~tta que. senamos unos necios si lo descartáramos diciendo que «no tlene sentdm>.
~antil.
Tal vez unos cuantos comentarios más sean útiles a modo de explicación, disculpa y agradecimiento. En primer lugar, co~o se verá. con toda claridad, el presente libro es sumamente selectivo Y episódico. Me he concentrado en ~n númet? reducido de casos relativamente famosos, casos que estan muy bien do.cumentados o que plantean problemas defil;idos ,con cla_ridad. Obv1amente, los locos ·que escribieron su autobmgrafta constttuyen una m~estra muy poco ·representativa de todos los locos. No soy partidario de ~bordar_ la historia empleando el método basado en «el g~an loco».~ selec~1ón ha· hecho que los casos ingleses y de lengua mglesa esten excesiVamente representados. . , , . Mi ancla de esperanza han sido escritos autobrográficos autenti-
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cos, utilizados junto con afirmaciones de autenticidad comprobada. Aquí y allá, no obstante, he utilizado ejemplos literarios o de índole f: · parecida para demostrar algún argumento. Evidentemente, utilizar t. esta clase de textos presenta grandes peligros si no se hace con espí- /;. rdit~dcrítico. E.sp;¡:o habherbevitado lo,s p~ores. EEn cbier:o sentido, he ~·.:· .: eJa o que m1s nguras a 1en por s1 mtsmas. s o Vlo que esto es literalmente imposible y he tenido que buscar el sentido de lo que dijeron para encontrar sentido en sí mismas. Por desgracia, en un libro del fotmato y la naturaleza de éste, no es posible discutir con · detalle interpretaciones alternativas, ni siquiera empezar a plantear 1\.· ~.; y explorar los enormes problemas que plantea el hecho mismo de «leer» o «interpretar». Tampoco he podido dejar constancia de la amplitud, la vatiedad y la sutileza de los conocimientos actuales en muchos campos en los que, obviamente, me he inspirado en gran medida. He contado una historia sencilla. Espero que no revele un pensamiento simplista. : En la totalidad del libro empleo la palabra «locos» como nombre ..,. ¡; genérico de toda la gama de personas a las que de algún modo, en ; mayor o menor grado, se considera anormales por sus ideas o su · conducta. Huelga decir que la etiqueta es insatisfactoria. Albergo la esperanza de que el hecho mismo de que lo sea contribuya a llamar , la atención sobre sus limitaciones y demuestre que se utiliza simple- l: mente como forma abreviada de denominar a toda una colectividad. :> !' De modo parecido, he empleado el término «psiquiatría» como pala- f · bra genérica que abarca todos los intentos de tratar a los locos, así ¡1• como la palabra «psicoanálisis» para referirme a las terapias creadas ' por Freud y otras que, en términos generales, son consonantes con . ellas. Ha habido animados debates entre los estudiosos en torno a [: si las personas calificadas de «locas» eran realmente insanas o si sim- ¡· plemente eran estigmatizadas como tales. El asunto, sin embargo, no ( es central en el presente libro y no emito ningún juicio al respecto. ' Basta,rá decir aqui que todas las crónicas autobiográficas que se usan < en el libro fueron escritas por personas de las que se creía que estaban o habían estado locas. En un momento u otro, algunas de ellas aceptaron que estaban verdaderamente locas. Otras se opusieron ~ ferozmente a que las llamaran así. ;> ! La deuda que he contraído con otros estudiosos es, naturalmente, 4..... enorme. Debo hacer una mención especial de gratitud a Dale Peterson. Su libro A mad people's history of madness constituye la pri-
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mera crónica y antología solventes de los escritos .de personas locas en un largo período histórico. Peterson fue el ~nmero en mostrar que era posible escribir una historia del c?nsctente de los locos. Espero que mi libro sea un complemento valioso del suyo.
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HABLAN LA LOCURA Y LA PSIQUIATRÍA
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Tbe manufacture of madness no lo escribió, como cabría esperar, un
2. HABLAN LA LOCURA Y LA PSIQUIATRíA: UN DIÁLOGO HISTóRICO El núcleo de los próximos capítulos será una investigación de la mente de los locos basándose en sus propios escritos autobiográficos. A modo de preliminar, trataremos de situar dichos escritos en su contexto. ¿Qué condiciones empujaron a los locos á escribir y publicar sus historias? O, dicho de otro modo, ¿qué rasgos especiales de nuestra cultura han hecho, a lo largo de los siglos, que algunas personas -los <
relativista revolucionario, sino un psiquiatra en ejercicio y, a decir verdad, profesor universitario de psiquiatría: el doctor Thomas S. Szasz. Dicho de otro modo, sigue en plena ebullición - y no en menor medida entre los propios psiquiatras- el debate para determinar cuál es el objeto básico de sus estudios. ¿Es la insania verdaderamente una «enfermedad», como todos aceptamos que lo es el sarampión? ¿No sería mejor considerarla esencialmente como una etiqueta que ponemos a las personas que muestran una serie de síntomas y rasgos cuya definición es más bien subjetiva, pero que, en el fondo, son sólo más o menos «diferentes» o «taras»? En tal caso, ocurre sencillamente que decimos que esta o aquella persona está mentalmente «confusa» porque nos «Confunde», que está «trastornada» porque esencialmente nos «trastotna», Jo cual es en sí mismo una posibilidad que nos trastorna mucho. Los locos son «extraños}>. Pero, ¿significa eso algo más que decir que nosotros los encontramos extraños? ¿Y qué puede decirse del hecho de que nosotros les pare· cemos extraños a ellos? El interroO'ante sobre qué es realmente la insania sigue sin encon· ' trat respuesta~ A menos que mañana se descubra el gene de la esquizofrenia, estos problemas controvertidos no se resolverán rápidamente. Lo que importa ahora es tener presente -para no ceder a la tentación de sentirnos superiores a los investigadores de tiempos pasados- que la locura conserva su enigma. Y debemos pensar también que la extrañeza ha sido típicamente el factor clave de los diálogos fragmentarios y los silencios que tienen lugar entre los «locos» y los «cuerdos». La locura es un país extranjero. ' Todas las sociedades toman medidas para ocuparse de personas · peculiares cuyo comportamiento resulta extraño, causa transtornos o representa un peligro: hasta este punto, la locura constituye una verdad universal de la vida. Pero las maneras de describir, juzgar y tratar estas peculiaridades difieren muchísimo de una sociedad a otra, de una época a otra y de un síntoma a otro. Encontramos aquí un elemento de relativismo irreducible. Para poner un ejemplo, en el Occidente de hoy es común llamar «neurosis» a la incapacidad mental y emotiva relativamente leve. Con frecuencia no se la considera orgánica, sino sólo «funcional» (fruto, por ejemplo, de la preocupación o de la «tensión>>) y es muy
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posible tratarla -al menos en el caso de quienes pueden permitírselo- recurriendo a medios esencialmente psiquiátricos tales como la psicoterapia. Exactamente lo contrario ocurre en China. Allí, debído a la concurrencia de doctores y pacientes, incapacidades equiparables en lineas generales se imputan a la «neurastenia», diagnóstico que antes era común en Occ~ente, pero que ahora se ha extinguido. Se la considera esencialmente como una enfermedad del cuerpo. Los diagnósticos (y a menudo tratamientos) contrastados nacen de prioridades socioculturales divergentes. En el Occidente individualista, el trastorno mental, si es leve, es relativamente «legítimo». Como creemos tener derecho a la felicidad, creemos también tener derecho a quejarnos cuando nos sentimos desdichados, derecho a una reparación. En cambio, en la sociedad de la China comunista, una sociedad mucho más rígida y comunal, confesar que se padece semejante debilidad se consideraría una vergüenza, una intemperancia, y haría inútiles las pretensiones de comprensión y atención. Allí, la «somatización» -la presentación de síntomas en forma física vinculados a una diagnosis orgánica-, en contraste, da dignidad y credibilidad al enfermo. Erewhon, la novela fantástica que Samuel Butler escribió en la época victoriana, presenta estas alternativas e inversiones de modo especialmente claro. En la sociedad «erewhoniana», el delito era considerado universalmente como una enfermedad, pero estar enfermo era un delito. Estos ejemplos señalan algo que _con frecuencia es visible en los estudios que siguen: el hecho de que el lenguaje, las ideas y las asociaciones que rodean a la enfermedad mental no tienen significados científicos fijos para todas las épocas, sino que es mejor verlos como «recursos» que distintas partes pueden utilizar de forma diferente para propósitos diversos. Lo que es mental y lo que es físico, lo que es locura y lo que es malo no sori cosas fijas, sino conceptos relativos a la cultura. En el presente libro no me interesa jugar a ser médico de los < muertos y llevar a cabo una serie de autopsias psiquiátricas, tratando de descifrar exactamente qué clase de enfermedad mental padecieron diversas personas. Me interesa más utilizar sus escritos para ver cómo «le encontraban sentido al yo», cómo intentaban demostrar que había (citando la frase de John Perceval) «racionabilidad en la locura>>. 7 Y, al hacer esto, me propongo contemplar, desde un ángulo poco común, las tradiciones de la cultura y el conocimiento que han dado
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origen a determinadas maneras de pensar, hablar y actuar en relac.ión con los trastornos mentales en Occidente: desde el punto de v1sta de los pacientes en lugar de los psiqu~a.tras. Estos significados, de locura han sido muchos y se les ha crttlcado a fondo. Ofrecere aqm un dibujo en miniatura de personas locas, de su lugar social Y de su desplazamiento a instituciones y de su tratamiento (lo que Andrew Scull, empleando una frase feliz, ha denominado «casas de locos, doctores de locos y locos»). Esto servirá de telón de fondo de los -4 intentos de los locos de encontrarle sentido a su situación -su experiencia de la locura y de la psiquiatría-, situación que exploraremos detalladamente en el corazón del libro. /
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RAZONAR ACERCA DE LA LOCURA
En el caso de la tradición intelectual de Occidente, fueron los griegos los primeros para quienes encontrarle s:ntido a la l~cura s~ convirtió en un problema que planteaba alternativas y req~erta explicaciones. En la mitología griega y en las epopeyas homéncas probablemente encontramos los restos, por lo menos, de actitudes arcaicas ante los locos y sus actos. Los héroes griegos se vuelven locos; algunos son presa de frenesí; otros aparecen enajenados a causa. de ~a furia, la venganza o el dolor. Pero los mitos no prese~t~n la tnsanta en los términos que más adelante introdujeron la med1ctna Y la filosofía clásicas, y sus héroes no poseen psiques que puedan compararse con la de Edipo en la obra de Sófocles, todavía menos con la de Hamlet o Sigmund Freud. La epopeya antigua, y podr!amo~ decir que la mentalidad que representa, no da a sus persona¡es n:nguna sensibilidad, ningún yo interior reflexivo, ninguna mente P~?pta que se encare con lo que el doctor Johnson llamaría «la elecc10n de la vida>>. No es «psicológica» como la novela. , . . En vez de ello, los héroes de Homero son mas parecidos a martanetas jugadores a merced de fuerzas que en esencia proceden del Más 'Allá y que ellos no pueden controlar: dioses, demonios, las parcas, las furias. Cada uno de ellos tiene su propio destino como guerrero, rey, hijo, hija, padre; poseen cuerpos físicos poderosos para ejecutar actos (piernas que corren, brazos que golpean). Sobre sus actos se nos dice mucho más que sobre sus deliberaciones, y sus destinos son decididos, en su mayor parte, siguiendo instrucciones
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de arriba, que a menudo les son reveladas por medio de augurios. o en sueños. Suelen ser maldecidos y perseguidos por poderes terribles, los cuales castigan, vengan y destruyen, a veces empujando a los dementes hacia la locura. El proceso de contaminación y purificación vuelve locos a muchos. Pero la vida interior, con sus dilemas de Ja razón y la conciencia y los tormentos de la lucha mental, aún no es el centro de la atención. Con todo, ese paisaje mental más moderno y sus símbolos ya empezaban a aparecer en el apogeo de Ja civilización griega en los siglos v y IV a. de C. De hecho, el psiquiatra e historiador Bennett Simon ha argüido, de un modo que es iluminador aunque sea conscientemente anacrónico, que el pensamiento ateniense sobre la psique, tal como se desarrolló en los siglos citados, ha marcado la pauta que la mente occidental ha usado desde entonces para razonar sobre las mentes y la locura. En efecto, Freud quiso decir lo mismo cuando puso el nombre de «complejo de Edipo» a los conflictos sexuales infantiles. Los filósofos griegos emprendieron con energía la tatea de someter la naturaleza, la sociedad y el consciente a la razón. Deseaban domar la anarquía, establecer el orden, imponer autodisciplina. La racionalidad pasó a ser definitiva de la facultad más noble del hombre. Por medio de 1a lógica y Ja teoría podía percibirse el orden cósmico y, por ende, comprender el lugar singular que ocupa el hombre en la naturaleza. Pero la razón también podía, por medio del autoconocimiento («conócete a ti mismo»), entender la naturaleza humana misma y de este modo controlar los apremios «animales» inferiores, los apetitos más bajos de dentro. La filosofía entronizó así a la razón. Mas, al hacer esto, los griegos no negaron la realidad de todo lo que no fuese racional. De hecho, la misma adulación que dedicaron a la razón es un testimonio seguro del poder que atribuían a las fuerzas misteriosas de la pasión, del destino, del hado a las que la razón se oponía. Pero es claro que algunas escuelas de filósofos griegos -los estoicos en particular- exponían lo irracional como problema, una amenaza, un escándalo, queJa razón debía combatir. Los griegos nunca dejaron de sentir terror ante las fuerzas titánicas y primordiales que poseían la mente y a menudo jugaban con el destino humano, ni dejaron de admirar el «fuego» que se apoderaba de genios Y artistas, iluminando visiones de lo divino. Pero a partir de Platón,
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la filosofía definía de qué manera la locura de lo irracional era las antípodas de la dignidad humana; y la dicotomía entre lo racional y lo irracional, y la soberanía legítima de lo racional, se hizo fundamental para su vocabulario, tanto moral como científico, y, a través de él, para el nuestro. Si la invención de la filosofía permitió a los griegos reflexionar sobre la locura, ¿cómo, entonces, la explicaron? ¿Cómo esperaban prevenirla o curarla? Simon ha sugerido un útil método esquemático. Arguye que había dos tradiciones principales que les servían para < encontrar sentido a la locura y que han resultado ser los patrones de formulaciones futuras. Una residía en el habla y el drama, el arte y el teatro, especialmente en la tragedia. Los trágicos griegos usaban > como esencia de sus dramas los grandes conflictos elementales e insoportables de la vida: el trauma de la voluntad individual aplastada bajo el destino ineludible, las exigencias rivales del amor y el odio, la piedad y la venganza, el deber y el deseo, el individuo, la familia y el estado librando batalla en el pecho. Además, mostraban estos conflictos aterradores convirtiéndose -como nunca habrían podido en tantos términos para los héroes de Homero-- en los objetos conscientes de la reflexión, la responsabilidad y la culpa, del conflicto interior, de mentes divididas contra sí mismas. Considérense las funciones del coro en la tragedia. Los poderes destructivos ya no eran esencialmente los del destino externo, de dioses y furias malos, sino que ahora eran autoinfligidos; ahora los héroes aparecían consumidos pot la vergüenza, la culpabilidad, el dolor; se despedazaban a sí mismos. Los nuevos héroes acarreaban la propia locura sobre sí mismos y la guerra civil de dentro se convertía en parte integrante de la condición humana. Con todo, el drama también sugería sendas de resolución o (como dice Simon) el teatro como «terapia». Por supuesto que la locura podía castigarse sencillamente en la muerte. Pero, como en el caso de Edipo, el sufrimiento podía dar por resultado una sabiduría más elevada, la ceguera podía conducir a la percepción íntima, y la representación pública del drama mismo podía ser una catarsis colectiva. Representar la locura hasta agotarla, forzar la expresión de lo impensable, sacar al aire libre los monstruos de las profundidades humanas, todo esto constituía una recuperación ritual del terreno para la razón y significaba la restauración del orden. Así, la locura podía ser la enfermedad del alma tal como la
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expresaba el arte. Sin embargo, los griegos también crearon una < forma totalmente distinta de afrontar la locura, una tradición que no era de teoría moral, sino de teoría médica. Al encontrarse ante lo que siempre se había considerado como Ia enfermedad sagrada -la epilepsia-, los médicos científicos de la tradición hipocrática se atrévieron ahora a negar que fuese sobrenatural, un milagro enviado desde lo alto. Arguyeron que, por el contrario, no era más que una enfermedad física, el fruto de los poderes regulares de la naturaleza . ..> De ello se deducía que todas las anormalidades, también toda Ia locura, podían reclamarse para la medicina naturalista. Las explicaciones se inspiraban en causas y efectos físicos, centrándose en órganos tales como el corazón o el cerebro, la sangre, los espíritus y los humores, y las curas se apoyaban en el régimen y las medicinas. Dicho de otra forma, para el temperamento científico, la manía y la melancolía eran esencialmente enfermedades, inteligibles en términos de anatomía y patología. Los pensadores clásicos definieron así -¡pero no resolvieron!el problema de la locura para los siglos venideros elevando la mente, valorando hasta tal punto la razón, el orden y la inteligibilidad cósmica. Haciendo del hombre la medida de todas las cosas, hicieron humana la locura. También especificaron esquemas alternativos y rivales para explicar la locura, la negación de su ideal. De una parte, la insania podía ser los extremos de la experiencia: la mente en el límite de su resistencia. Como tal, la locura ciertamente tenía sus significados, aunque en gran medida mostrasen al hombre torturado como parte de las terribles labores de un universo despiadado. De otra parte, el transtorno mental podía ser en esencia una dolencia somática, un síntoma delirante de enfermedad como, por ejemplo, la fiebre. En tal caso, se le atribuía menos responsabilidad al enfermo, pero la explicación también ofrecía menos significado, menos razón en la locura. Ambas formulaciones -la locura como maldad, la locura como enfermedad- tenían un potencial temible pata considerar que la persona loca no era plenamente humana. Los herederos del legado griego --que, eri definitiva, somos nosotros- nunca resolvieron el acertijo impenetrable de la división entre las teorías psicológica y somática de la locura. Ambas teorías han tenido sus atractivos y sus inconvenientes. La cultura de la cristiandad latina medieval absorbió e hizo uso de ambas alternativas griegas (la locura como trauma moral, la locura como enfermedad).
Pero también las introdujo en un esquema cristiano de índole cósmica -la locura como divina Providencia- que podía impartir un significado más elevado a las dos. No hace falta decir que la teología ctistiana también podía tratar la locura de maneras muy distintivas, unas maneras esencialmente ajenas a la filosofía griega centrada en el hombre· consistía en ver el trastorno mental como señal de la guerra qu: Dios y Satanás libraban por la posesión ~el alma, (la «psi~oma quia» ). Las mentalidades medieval y renac;~tlsta podía~ ~onsider.ar la locura como religiosa, como moral o med1ca, como dívma o diabólica, como buena o mala. El mundo moderno amaneció con la llegada del Renacimiento, la Revolución Científica y la Ilustración. Pero a corto plazo ninguno de los numerosos significados antiguos de la locura fue refutado ni cayó en desuso: el misterio de la locura no se resolvió. El lector de > Anatomía de la melaJZcolía (1621), la compendiosa obra de Robett Burton, se lleva la triste impresión de que hay tantas teorías de la locura como personas locas. Y a la postre el principal cambio en el razonamiento sobre la insania no fue resultado de un gran avance científico o médico. No hubo ningún Newton de la insania, ninguna
que contiene el cráneo. . En lo que hace a las actitudes ante los locos y su tratam1~nto, el verdadero punto decisivo fue consecuencia de un desplazamiento a largo plazo de la política que se seguía con las personas que mostraban rasoos delictivos y peligrosos: el auge de la exclusión. Durante la Edad Media y hasta mucho después de ella, raramente se habían tomado disposiciones oficiales y especiales en relación con los locos. Los refugios destinados específicamente a ellos casi eran desconocidos. Se crearon algunas residencias, muy pocas, para los insanos: aparecieron algunos asilos en la España del siglo xv y, más o menos en la misma época, el Bethlem Hospital de Lon~res empezó a esp,ecializarse en cuidar a los locos. Algunos monasterios aceptaban algun que otro loco. En su mayor parte, con todo, la mayoría de ellos eran atendidos (o desatendidos) en el seno de la familia, vigilados por la comunidad aldeana o sencillamente se les permitía vagabundear (el «Tom o' Bedlam» inglés).*
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* Mendigo errante. Después de la disolución de las casas religiosas, los pobres erraban por el país y muchos de ellas se disfrazaban de un modo que
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. Sería impropio deplorar esta indiferencia por considerada especialmente cruel o alabarla como sí fuera una muestra singular de progresismo. Ocurría sencillamente que el estado tradicional desempeñaba un papel asistencial limitado. Sin embarO'o es posible que la antigua mezcla de los locos con la gente en gen~t~l contribuyeta a preservar detto sentido residual de humanitarismo común; al menos no fomentaba el apartamiento de los locos como seres esencialmente alienados, como una raza aparte. Esto concordaba con las enseñanzas cristianas, que quizás ayudaban a mantener cierto concepto de la persona loca o del idiota como ser humano como criatura hecha a . ' 1~agen Y semejanza de Dios igual que el resto de los creyentes. S: ~od?s los hombres eran pecadores, cabía que, en definitiva, las distmc:ones ~e~ mundo -los símbolos externos de categoría, riqueza, educación y exlto- contasen poco a ojos de Dios. Asimismo, en circunstancias muy especiales, la creencia cristiana P.odfa conceder un valor positivo a la locura. La insania, ni que decir t1ene, P,odía .ser el castigo que Dios aplicaba por una transgresión, como ejemplifica el caso favorito de la locura de Herodes. Pero la locura también podía ser santa. Una fe fundamentada en la locura de la Cruz, que combatía la mundanalidad, que loaba la inocencia del recién nacido, que valoraba los misterios espirituales de la contemplación, el ascetismo y la mortificación de la carne, y que estimaba la fe más que la inteligencia no podía por menos de ver resplandores de piedad en la sencillez del imbécil o en los éxtasis y los transportamientos (véase, por ejemplo, la vida de Margery Kempe en el capítulo 6 ). . ~o~o mínim? en teoría, aunque quizá menos en la práctica, el<.. Ctlstiamsmo medieval y renacentista pensaba que la voz de la locura podía ~~r .un medio de, transmisión de la voz de Dios, a la que ofrecía la pos1bxhdad de ser 01da. En la esfera más secular, los bufones de la corte gozaban del privilegio de los locos para volver la normalidad al revés y expresar verdades que les estaban vedadas a los cortesanos políticos. Asimismo, a partir del Elogio de la locura de Erasmo > vehículos literario~ señalaban paradójicamente una sabiduría simplo: na que era supenor a la de los pomposos profesores, con lo que
incitara a las gentes a darles limosna. Con tal fin, algunos fingían estar locos, cual es el caso de Edgar en El rey Lear. (N. del t.)
volvían ingeniosamente de arriba abajo las categorías mismas que aseguraban la soberanía de la razón sobre la locura. Michel Foucault ha argüido que en aquellos buenos tiempos la locura realmente expresaba sus propias verdades y entablaba un diálogo extenso con la razón. No es necesario que lleguemos hasta el final con este primitivismo romántico. Pero podemos aceptar otro argumento suyo en el sentido de que, a partir del siglo XVII, se activaron movimientos que durante los tres siglos siguientes hicieron que a los locos se les segregara cada vez más de la sociedad cuerda, tanto categórica como físicamente. En particular, la costumbre de internar a los insanos en alguna institución fue cobrando ímpetu de modo inexorable. · La Ilustración sancionó la fe de los griegos en la razón («Pienso, t luego existo», había afirmado Descartes). Y la empresa de ]a edad de la razón, que adquirió autoridad a partir de mediados del siglo XVII, ·consistía en criticar, condenar y aplastar todo lo que sus protagonistas juzgaron necio o irrazonable. Todas las creencias y prácticas que pareciesen ignorantes, primitivas, infantiles o inútiles fueron descartadas con prontitud por idiotas o insanas, fruto evidente de procesos mentales estúpidos, de la delusión y del devaneo. Y todo lo que se etiquetaba de esta forma podía considerarse perjudicial para la sociedad o el estado; cabía considerarlo, de hecho, como una amenaza para el funcionamiento apropiado de una sociedad racional, progresiva, eficaz y ordenada. A la larga, la distinción que hicieran los griegos entre la «razón» y la «locura», entre Jos miembros de la· sociedad plenamente razonables y los infrarracionales, fue adquiriendo cada vez más peso. La creciente importancia de la ciencia y la tecnología, el desarrollo de la burocracia, la formalización del derecho, el florecimiento de la economía de mercado, la propagación de la instrucción y la educación: todas estas cosas aportaron algo a este proceso amorfo pero inexorable que estimaba la «racionalidad», tal como la entendían los miembros «bienpensantes» de la sociedad que tenían poder para imponer normas sociales. La anormalidad provocaba angustia. Sin duda los hombres de la Ilustración sentían simpatía benévola para con los insanos, al igual que para con los salvajes y los esclavos, pero sólo viéndolos, ante todo, como enteramente ajenos a ellos mismos. ~ A partir de mediados del siglo XVII comenzó un proceso parecido de redefinidón en el seno del propio cristianismo, un proceso ten-
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dente a negar la validez de las formas tradicionales de locura religiosa. Los siglos de la Reforma y la Contrarreforma, por supuesto, habían concedido mucha importancia a la realidad de la locura religiosa: parte de ella era «buena», derivada directamente de Dios y manifestada en éxtasis y en poderes proféticos; gran parte de ella, mala, con su origen en el diablo y sobradamente obvia en las brujas, los endemoniados y los herejes. Las vidas de George Trosse y Chrístoph Haitzmann, que comentaremos más adelante, muestran las ramificaciones de estos puntos de vista. Pero, a partir de la segunda mitad del siglo XVII, los líderes de la Iglesia ya estaban hartos de la carnicería y el caos que habían causado estos conflictos interminables entre los buenos y los malos espíritus. Se puso en duda la realidad (o al menos la validez) de la locura religiosa. Hasta los piadosos admitían que las pretensiones de hablar con lenguas divinas debían tratarse con extrema suspicacia. Probablemente, muchos de estos «oradores» no eran más que entusiastas, fanáticos ciegos que padecían credulidad y superstición. Lo más probable es que la «inspiración pretendida» no fuera sino delusión o incluso enfermedad. A finales del siglo xvn John Locke abogó por El cristianismo racional. Al parecer, ahora hasta la religión tenía que ser racional. La misma inversión es aplicable a las «brujas». En la gran manía de las brujas que afectó a toda Europa en los siglos XVI y xvu, las autoridades, así civiles como eclesiásticas, habían tratado a las brujas como seres auténticamente poseídos u obsesionados por el diablo. De modo creciente, a partir del siglo XVII, las manifestaciones de la brujería fueron reinterpretadas -al menos en el caso de la elite social que contrglaba las imprentas- y los tribunales de justiciaesencialmente como delusiones, fruto de la historia individual y colectiva, obra de mentes ignorantes que se autoengañaban. Después de todo, las brujas propiamente dichas no eran más que un estorbo chiflado para la vida civil, adolescentes o viejas histéricas. Desde luego, estos cambios de rumbo intelectuales y culturales sirvieron para ampliar la linea divisoria entre las personas <
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a los pobres. Al fin y al cabo, dentro de la propia cultura elitista la excentricidad estaba en boga y más adelante llevaría a las ideas románticas del genio loco y la degeneración «dandista». A pesar dé ello, la opinión pública, a partir de la Ilustración, se mostró pronta a identificar las actitudes y la conducta de los elementos marginales de la sociedad -delincuentes, vagos, los «lunáticos» religiosos- con la falsa conciencia y la locura. Era fácil pasar de juzgar a estos individuos como perturbadores a llamarlos perturbados, de verlos como «alienados» de la buena sociedad a suponer que su «alienación» era mental. Cuanto más altas eran las expectativas impuestas por el estado central o por la economía de mercado, mayor era la divisoria aparente entre los que dictaban y cumplían las normas y los que no lo hacían. De forma creciente, se crearon instituciones para encerrar en ellas a los peores casos, tanto para impedir que la sociedad misma se viera abrumada y saboteada, como a modo de máquinas para reformar .a los transgresores. En toda Europa, los siglos XVIII y XIX fueron testigos de una proliferación de escuelas, prisiones, hospicios, casas de corrección, talleres penitenciarios y, no en menor medida, manicomios para hacer frente a la amenaza de la locura. Foucault dio el nombre de «el gran confinamiento~> a esta política ~ consistente en encerrar a las personas difíciles, peligrosas o simplemente diferentes. Era, a juicio de Foucault, una política deliberada. En muchos aspectos el análisis de Foucault necesita ser matizado Y depurado. Pero es innegable que el confinamiento de las personas raras y preocupantes, de las personas perversas y peculiares? c.obró ímpetu a partir de las postrimerías del siglo XVII. Este mov1m1ento se aceleró de forma particular en el siglo XIX y su expansión numérica continuó hasta hace poco más de una generación. Desde entonces, la • política de internar a los seres insanos ha dado marcha atrás. Se están cerrando las instituciones de confinamiento y la asistencia comunitaria («excarcelación») es la respuesta que hoy se da a los trastornos mentales. Las cifras totales de personas internadas a causa de su locura han disminuido ininterrumpidamente durante la última generación. El movimiento partidario del asilo representa el gran punto decisivo en la forma de ver y tratar a los locos. En los primeros manicomios públicos era común que los locos fuesen tratados con gran dureza, aunque siempre existió un reducido número de manicomios particulares, «de buen tono», donde se ofre-
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dan condiciones, ~e lujo a lo~ parientes que pagasen unas tarifas muy elevadas. Los cr1t.tcos se quejaban de que a los internos de los manicot;Ii.os ~olían tratarlos. como a animales salvajes. Sin embargo, la opmtón mfluyente consideraba que ello era defendible. Después de todo, ¿acaso los que perdían el juicio no se veían reducidos a la condi~ión de ani~al que sólo era capaz de responder a la fuerza y al mtedo? A dectr verdad, podía considerarse que el· trato brutal de que eran objeto se Io t.enían merecido, pues existía la creencia general de que los locos eran víctimas de su propia vanidad, orgullo, pereza y pecados. Está por ver todavía si el loco encerrado en un manicomio en 1650, 1750 o 1850 lo pasaba peor que aquel a quien se permitía vagar por ~s caminos, o que era encadenado en el granero, o que, .,. como la senora R?chester en fane Eyre, permanecia encerrado bajo ".llav~ ~la buhardilla. X:• en tod? caso, sería un error afirmar que el~ mov1m1ento que defend1a el encterro de los locos era esencialmente represivo y punitivo. Era, más que nada, segregativo. Su base lógica expresaba ante todo la idea de que encerrar a los locos era Jo mejor , para todos, algo esencial tanto para el bienestar del loco como para -" la seguridad de la sociedad. " De modo creciente, a partir, quizá, de mediados del siglo XVIII, los argumentos favorables al encierro de los insanos se vieron reforzados po,r una fe nueva en la terapia y por el sueño de curar. Decían que hab1a que encerrar a los locos porque las nuevas técnicas de tl:atamiento harí~ que se pusieran bien. Con un tratamiento apropiado se reparanan sus facultades intelectuales y se rectificaría su conducta. Una vez curados, se les podría devolver a la sociedad civil. ~e todos modos, tanto si }~an dirigidos a curar como si sólo pretendtan se~regar, las bases log1cas del confinamiento dependían de una per:epctón creciente de la divisoria esencial entre, de una parte, la razon normal y, de otra, la delusión. Sería un error considerar que esta tendencia a encerrar la locura <. la tendencia que se ~~ r~gistrado durante los últimos tres siglos, e~ fundamentalmente hlJa Intelectual de la «psiquiatría». En primer lugar, la reclusión de los locos era principalmente una expresión de la P?~tica civil, era ~ás ~na iniciativa de magistrados, filántropos y familias que una realizac10n -para bien o para mal- de los médi· cos. A decir ':erdad, la ascensión de la medicina psicológica fue más la consecuencia que la causa de la ascensión del asilo para locos. _>
La psiquiatría pudo florecer cuando gran número de locos fueron encerrados en asilos, pero no antes de que así ocurriese. Esto no equivale a negar que desde hacía tiempo existía un interés médico por la locura, interés que se vio reforzado por el únpetu que la Revolución Científica dio a la anatomía y a la neurología. Las antiguas explicaciones orgánicas de los griegos, que recalcaban la sutil unidad del cuerpo y la mente, el alma y el espíritu, mediante las categorías de los humores, temperamentos y complexiones, fue: ron perdiendo gradualmente su posición ventajosa. Se vieron sustituidas en gran parte por modelos mecánicos del cuerpo y la mente, y por la atención cada vez mayor al papel que el sistema nervioso central desempeña en la producción de trastornos de las percepciones y el comportamiento. Algunas pruebas de la creciente importancia explicativa de la neuroanatomía y, por ende, del concepto de «neurosis» en su sentido original (enfermedad de los nervios) las veremos en el presente libro, al comentar los casos de Jorge III y Daniel Schreber. Es bien sabido que Jorge III insistía en que no estaba verdaderamente loco, sino sólo «nervioso». Y al cabo de un siglo, Daniel Schreber propuso una complicada teoría según la cual sus propios nervios se veían afectados por rayos que emanaban de los nervios divinos. Estas investigaciones médicas de los trastornos mentales, desde finales del siglo XVII hasta el presente, han seguido los pasos de los doctores griegos al sancionar el «materialismo médico», esto es, la creencia de que las raíces de la insania estaban en trastornos orgánicos, neurológicos o bioquímicos. A partir de las postrimerías del siglo xvm, de tales investigaciones nadó una rama especializada de la medicina -cabe calificarla, de modo un tanto anacrónico, de «psiquiatría»-, una rama anclada en el movimiento partidario del asilo. Su modelo era principalmente orgánico. Daba mucha importancia a las terapias basadas en los fár· macos: algunos se usaban para calmar a los maníacos; otros, para estimular a los melancólicos; y muchos tenían por finalidad purgar la constitución de las sustancias que la envenenaban, lo cual se conseguía por medio de sudores, vómitos y laxantes. Médicos rivales defendían sus propios tratamientos físicos y mecánicos, que eran muy distintos de los otros e incluían el recurso a técnicas de electrochoque, que fueron comunes a partir del siglo XVIII, baños muy calientes, duchas frías y sillas que impedían moverse. Mediante estas cosas -y, por supuesto, empleando también manillas, camisas de fuerza
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o trabajos manuales- se trataba el cuerpo con el fin de que el tratamiento repercutiera también en la mente. Así (para poner un ejemplo), el inglés William Perfect, que a .finales del siglo XVIII regía un manicomio privado, aplicaba a sus pacientes una verdadera batería de técnicas físicas cuyo objeto era tranquilizar a los delirantes y a los frenéticos. Recurría también a drogas tales como el opio, al encierro en solitario en habitaciones oscuras, a baños fríos, a una dieta «depresora», a las sangrías, a los purgantes, etcétera. Estos métodos calmaban el cuerpo. Pero poniendo fin a las agitaciones de la constitución, lo que se pretendía fundamentalmente era calmar la mente y hacerla receptiva a las zalamerías de la razón. Disciplinar, reforzar y restaurar el sistema mediante la aplicación controlada de fármacos y las restricciones mecánicas desempeñaban un papel importante en las técnicas para tratar los trastornos mentales que se idearon a partir del siglo XVIII. Pero el ambiente segregativo del asilo («lejos del mundanal ruido») también demostró set un marco prometedor para técnicas más explícitamente «psiquiátricas» destinadas a dominar la locura dominando directamente la mente, las pasiones y la voluntad y, de esta manera, transformar el comportamiento. A partir de mediados del siglo XVIII, los innovado-<.. res empezaron a desechar, por considerarlo ineficaz, el recurso normal a la medicación. Los críticos radicales atacaron también las simples restricciones mecánicas -los métodos brutales consistentes en manillas, látigos y cadenas, pero también las más sutiles camisas de fuerza-, tachándolas de crueles e incluso contraproducentes. En nombre del progreso esclarecido, se propusieron regímenes nuevos que hacían hincapié en los métodos «morales» -la amabilidad, la razón y el humanitarismo-- en la regeneración de los locos. El movimiento partidario del «tratamiento moral», que alcanzó prominencia en la Inglaterra de finales del siglo XVIII, concedía mucha importancia a la recuperación de los perturbados por medio del carisma personal del médico de locos, apoyándose en la fuerza de carácter y en el despliegue sutil de tácticas psicológicas inventivas que se ajustaban a las necesidades de cada caso individual. En primer lugar había que reducir a los pacientes; luego era necesario motivarlos mediante la manipulación de sus pasiones: sus esperanzas y temores, su sensibilidad al placer y al dolor, su deseo de estima y su revulsión de la vergüenza. De hecho, este movimiento pretendía reavivar la humanidad
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dormida de los locos, para lo cual los trataba como seres dotados < de, como mínimo, un residuo de emociones normales, seres que todavía eran capaces de· excitarse y de ser adiestrados. Al finalizar el .7 siglo xvm, el movimiento en cuestión avanzó varias etapas empujado pot las visiones emancipadoras de Chiurugi en Italia, Philippe Pinel en París, los Tuke con su «terapia moral» en el recién fundado Retiro de York, y, tal vez más ambiguamente, por Reil y otros. psiquiatras románticos en Alemania. Con sus métodos diferentes en la superficie pero equiparables en lo fundamental, estos reformadores aspiraban a tratar a sus pacientes como seres humanos que podían curarse. Su «revolución francesa» de la psiquiatría liberaría a los locos de sus cadenas, literales y figurativas, y les devolveria sus derechos de seres racionales que tenían en suspenso. Los locos podían estar «alienados» ahora, pero el tratamiento crearía de nuevó todo el hombre. Los asilos de Brislington y Ticehurst, donde estaba internado John Perceval (véase el capítulo 9), seguían esta filosofía. Característicamente, estos reformadores, inspirándose en la teoría de John Locke sobre la forma de funcionar del entendimiento humjjno, hacían hincapié en que el loco no se encontraba enteramente desprovisto de capacidad de raciocinio (como le ocurría al idiota); Y tampoco su razón había sido destruida del todo por la anarquía de las pasiones. Era más bien una criatura a la que la asociación deficiente de ideas y sentimientos en la mente había llevado a sacar conclusiones erróneas acerca de la realidad y el comportamiento apropiado. La locura era, pues, esencialmente delusión y ésta nada del error intelectual. Los locos se veían atrapados en mundos de fantasía, que con demasiada frecuencia etan fruto de una imaginación desenfrenada. En esencia, necesitaban que los trataran como a niños que requerían una dosis fuerte de rigurosa disciplina mental, rectificación y readíestramiento en las tareas de pensar y sentir. Por consiguiente, el manicomio debía convertirse en una escuela reformatoria. La psícoterapéutica que acabamos de describir en líneas generales -la idea de que si primero se aislaba a la gente de las malas influencias y luego se reprogramaban rigurosamente sus cerebros, se lograba su curación- engendró un noble optimismo. Durante el siglo XIX "7 se pusieron en práctica a gran escala numerosos planes para redimir a los locos. Si la psiquiatría progresista del asilo curaba a los insanos, la sociedad tenía la obligación de colocarlos en instituciones. En toda Europa y en la América del Notte, el estado nuevo o reformado
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aceptó su deber de legislar y ocuparse de los locos, los tristes y los malos. Cada vez más, la norma que se seguía con este tipo de gente era certificar su dolencia y encerrarla obligatoriamente en instituciones especiales para «curarla» además de «resguardarla». En 1800 había en Gran Bretaña unas 5.000 personas confinadas en asilos; la cifra había subido a alrededor de las 100.000 en 1900 y aumentado en la mitad de esa cifra en 1950. Para entonces, aproximadamente medio millón de enfermos o deficientes mentales se hallaban encerrados en instituciones psiquiátricas de los Estados Unidos. Para tratarlos, aparecieron en tándem una nueva profesión y una nueva ciencia psiquiátricas. Sin embargo, el hecho brutal de las multitudes cada vez mayores que iban a parar a los asilos pronto dio en qué pensar. Por un lado, a muchos médicos y magistrados del siglo XIX se les ocurrió la alarmante idea de que, después de todo, la locura era infinitamente más amenazadora de lo que habían imaginado. Los primeros reformadores no habian visto más que la punta del iceberg. Apenas acabados de construir, los asilos se vieron llenos a rebosar y de las fuentes de la locura seguían manando más maniacos, más melancólicos suicidas, más dementes seniles necesitados de asistencia y tratamiento. Daba la impresión de que aparecían clases enteras y nuevas de enfermos mentales: alcohólicos, locos criminales, maniacos sexuales, paraliticas. Asimismo, se daba un hecho todavía más penoso: la experiencia iba demostrando que los insanos, incluso cuando eran internados en el muy alabado ambiente utópico de los nuevos asilos, no se recuperaban con la rapidez y la certeza previstas. A decir verdad, muchos de ellos no se curaban en absoluto. Por consiguiente, el asilo no tardó en cambiar de carácter: de ser un instrumento de regeneración pasó a ser el cubo de la basura donde se tiraba a los incurables. Peor aún: los críticos radicales alegaban que podia ser la herramienta creada para la «fabricación de locura» y, por ende, la fe en el asilo podia ser una forma de «delusión». Y de esta manera el optimismo que dio origen al sistema de asilos dejó a su paso una estela de pesimismo o fatalismo. Si lo mejor que la psiquiatría podía ofrecer no curaba a nadie, el veredicto que con claridad creciente vio la profesión a partir de mediados del siglo XIX era que la mayoría de los lunáticos eran obviamente incurables. Y esto dio a su· vez nuevos ímpetus a las teorías médicas de la insania como enfermedad física arraigada, quizás incluso una mácu-
la hereditaria, una diátesis constitucional, una mancha en el cerebro. Para generaciones de psiquiatras cuya ocupación cotidiana consistía en observar a los muertos vivientes de los asilos, y que se familiarizaban con las últimas investigaciones de la neuropatología de los transtornos sensoriales y motores tales como la ataxia, la epilepsia, la afasia y la sífilis terciaria, el realismo sobrio exigía una teoría «degeneracionista», ver a los locos como regresivos, como casos de reversión. Esto se ajustaba a su vez con el estado anímico de una élite socio-política burguesa a la que preocupaban las masas. ' L~ escuela degeneradonista de psiquiatría de finales del siglo XIX también era muy dada a ver enfetmedades mentales en las efusiones deca~entes de los genios artísticos y literarios, desde los poetas malditos hasta los imptesíonistas y cubistas. Algunos psiquiatras Ctefan que estOS pintores padecían transtOtnOS morales mentales V visuales: de hecho, denunciaban a los «decadentes» d~ forma ta¡l vitrió1ica, que daban pie a interrogantes sobre su propio equilibrio m~?tal.. Figuras cr~ativas tales como Schumann, Virginia Woolf y N1}1nsk1, que examtnaremos en capítulos posteriores, experimentaron relaciones traumáticas con psiquiatras que trataban de devolverlas a Ia normalidad. Pero, sobre todo, creció el temo.r (tentado estoy de llamarlo «histeria») sobre la peligrosa degeneración de las masas las cuales seoún . . ' la civilización ' ::;, adv1rt1eron mueh os psiquiatras, estaban destruyendo con su imbecilidad mental o su salvajismo precisamente cuando el darvinismo dictaba que sólo las sociedades mejor adaptadas sobrevivirían. El optimismo de la Ilustración había culminado con . la aspiración de los revolucionarios franceses a liberar a los locos de sus grilletes mentales y devolverles toda su capacidad de racioci.ni~. Un siglo más adelante, sin embargo, -un siglo de encuentros deprimentes con los locos en el hospital mental-, la psiquiatría se había vuelto más sabia o más pesimista. Prueba de ello la tenemos en la formulación de la demencia precoz, que no tardaría en denominarse «esquizofrenia», por parte del psiquiatra alemán Emil Kraepelin. El esquizofrénico arquetípico, según Kraepelin, no eta un ser sencillamente estúpido y brutal, un hombre sin cualidades; podía poseer una inteligencia y una astucia aterradoras. A pesar de· ello, parecía haber renunciado a su humanidad, abandonado todo deseo de participar en la sociedad humana. Se había replegado al interior de un mundo propio, un tnunqo solipsista, autistp. Al describir a Jos esqui-
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zofrénicos, Kraepelin usó repetidamente frases como «atrofia de las emociones», «habla confusa» y «vidación de la voluntad» para expresar su impresión de que eran pervertidos morales, casi una especie aparte. El psiquiatra suizo Manfred Bleuler --el hombre que quizá más ha investigado la esquizofrenia en este siglo-- diría de los enfermos que eran «extraños, desconcertantes, inconcebibles, misteriosos, incapaces de empatía, siniestros, aterradores»; y concluyó que, en conjunto, «es imposible tratarlos como a iguales». Así pues, el esquizofrénico era al mismo tiempo pieza de lucimiento de la psiquiatría, su doble, pero también la horma de su zapato. La mayoría de las fantasías más truculentas de la psiquiatría dege-<. neracionista -su tremendo racismo, su hereditarismo especulativo, su salacidad- fueron denunciadas enérgicamente. por Freud y los otros líderes de las nuevas psiquiatrías dinámicas que empezaban a alcanzar prominencia a principios del presente siglo. Y, por supuesto, la innovación terapéutica que había en el fondo del psicoanálisis ofrecía un motivo más para el optimismo: la cura verbal. Prometía que si el paciente sencillamente «lo contaba todo», siguiendo el método de la asociación libre, las represiones creadoras de neurosis se derretirían como una bola de nieve en verano. ;> Con todo, a pesar de este mesianismo de la >. El concepto freudiano de las luchas entre el inconsciente y el consciente que daban paso a la neurosis entrañaba un replanteamiento de la doctrina platónica del alma tripartita dividida contra el yo, pero era un planteamiento que adquiría una forma particularmente· aterradora. Mientras que Platón había concluido con optimismo que reinaría la verdadera armonía cuando la razón gobernase las pasiones, Freud veía l!Z!s rel!lciones emre el idl el ego y el superego como generadoras de
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una guerra civil incesante, una guerra que adquiría un carácter universal. Por otra parte, Freud daba a su concepto del inconsciente un grado considerable de la tortuosidad que tradicionalmente se atribuía al diablo poseedor (el inconsciente parecía llevar el diablo dentro). Tanto en el caso del individuo echado en el diván como en el de la civilización misma, la actitud programática de' Freud era no aceptar nada en su valor aparente: su glosa de la duda cartesiana era una ciencia de la suspicacia universal. Y, siguiendo esta consigna, sospechaba que toda la charada de la razón era poco mejor que una máscara, un mecanismo de defensa, un poder mixtificador de resistencia. La razón podía ser el pináculo de la civilización, pero era también, característicamente, racionalización, el agente de la falsa conciencia, preparado para protegernos de deseos inadmisibles y recuerdos insoportables. ¿Por qué otro motivo seguía viviendo la humanidad de ilusiones tales como la religión? Lo peor de todo era que los impulsos del yo y las exigencias de la sociedad se encontraban siempre en desacuerdo. Para encontrarles sentido a los desastres de la civilización, Freud sugirió que estaba fundada en el parricidio y era animada por un instinto de muerte. Hacia las postrimerías de su carrera manifestó de forma más pública sus dudas, incluso las relativas al potencial terapéutico de sus propias técnicas. Su palabra definitiva sobre ese tema la da en un escrito titulado «Análisis terminable e interminable». ¿Qué tiene que ver todo esto con el tema central del presente libro, que consiste en explorar cómo los propios locos han llegado a pensar y escribir sobre su dolencia? En primet lugar, diré algo muy <. básico: vale la pena observar que, a lo largo de los siglos, han aparecido dos grupos separados con una sensación creciente de identidad distintiva. De una parte, tenemos la profesión psiquiátrica, que, por supuesto, dista mucho de ser homogénea. Los psiquiatras han defendido sus propios derechos a tratar a las personas con trastornos; los han defendido contra los legos, el clero y, de hecho, la clase médica en general. A menudo lo han conseguido a costa del aislamiento y del antagonismo. Los psiquiatras del siglo XIX (es inquietante que > adoptaran el título de «alienistas») solían sentirse sitiados en su asilo, como un ejército de ocupación guarneciendo una red de castillos. .E:n el J?r~sent('! si~lo, Freud y sus primeros seguidores sintieron tan
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agudamente el rechazo de la sociedad en general, que el creador del psicoanálisis llegó al extremo de formar su propio «comité secreto», una camarilla interna integrada por los fieles, a quienes Freud regalaba sus propios anillos secretos. De otra parte, las personas con trastornos mentales y de com- < portamiento iban formando un grupo claramente identificable que, típicamente, el siglo xrx encerraba en el abarrotado hospital mental, peto que también proporcionaba un provechoso tráfico para la psiquiatria de consultorio. Cuanto más «tacional» se volvía la sacie- .)' dad, y cuanto más apreciaba la «normalidad», más visibles se hacían los «locos» (o, mejor dicho, al final, invisibles, ya que eran encerrados porque se prefería no verlos). Obviamente, estos dos fenómenos están vinculados, son dos -.. caras de la misma moneda. La mayor identificación de un conjunto separado de locos fue fruto del nacimiento de la profesión que los identificaba y atendía. A medida que ha ido creciendo, la psiquiatría , ha hecho más reclamaciones territoriales en lo referente a «descubrir>> enfermedades mentales donde antes no se sospechaba que las hubiera. Por ejemplo, la psiquiatría del siglo XIX afirmó que su esfera apropiada alcanzaba el comportamiento aberrante que tradicionalmente se había considerado como vicio o pecado y, por ende, competencia del juez o del predicador. Beber en exceso se convirtió en la enfermedad mental del alcoholismo, del _mismo modo que los abusos sexuales como la sodomía fueron convertidos por la psiquiatría en la
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a los locos a hacer de actores -¡como en Charendon!- era fruto, huelga decirlo, de la peculiaridad que hada de la psiquiatría algo sin igual en la medicina: el confinamiento obligatorio en el asilo. Porque la gran mayoría de los pacientes que fueron atendidos por médicos de locos o psiquiatras en los dos siglos que siguieron a 1750 habían sido aislados de sus semejantes y encerrados en instituciones especiales, privados de sus derechos jurídicos y de su personalidad. La costumbre de identificar y aislar a los locos y encerrarlos juntos en «instituciones totales» aisladas, que a veces alojaban a miles de enfermos, ¿qué efecto podía surtir salvo el de reforzar el argumento básico de los psiquiatras, la alienación supuestamente fundamental de los asilados? De esta manera el sistema se convirtió en una profecía que por su propia naturaleza contribuía a cumplirse, al obligar a los calificados de «anormales» a vivir en circunstancias que impedían llevar úna vida normal. Privados de todo lo que se pareciese a las opciones, las libertades, la autodeterminación del mundo exterior, los locos (decían los críticos, algunos «locos», algunos «cuerdos») se ajustaban, por supuesto, al estereotipo de la locura formulado por la psiquiatría misma: ¿qué otra cosa cabía esperar? No obstante, el comportamiento de las personas encerradas en manicomios se transformó en la prueba tangible, a ojos de sus carceleros, de la diferencia esencial de los insanos. Además, el hecho de que los locos, en contra de lo que se esperaba, no se recuperasen en los manicomios demostraba que su dolencia era incurable. De modo paralelo, el hecho de que los neuróticos no mejorasen rápidamente en · el diván era, para muchos analistas, la prueba de lo muy arraigadas que estaban las neurosis edípicas, de que hada falta mucha «per-elaboradón» analítica. Las crónicas que aparecen en los capítulos siguientes son testi- <.. monio de la profunda desconfianza, a menudo antagonismo, que la psiquiatría despierta en los locos. Estas tensiones raramente son visi- > bies en los escritos de los legos en la materia cuando hablan de los doctores en general. La explicación sencilla, por supuesto, es que los locos están locos. Pero hay que recordar que las barreras especiales a la comunicación que afloran en tantas de estas narraciones -la sordera, la indiferencia, los designios opuestos- son resultado inevitable de la senda que singularmente toma la psiquiatría ¡¡l re¡;urtir al encierro for;mso y en m¡¡sa de paciente~,
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Esta tendencia a segregar a las personas con trastornos tuvo otra consecuencia clave: la costumbre médica de colocar al paciente bajo el microscopio, en espléndido aislamiento, y explorar exclusivamente dentro de él, su propia naturaleza y la historia de su vida, en busca de la raíz de su trastorno. Al ser apartado del contexto social y encerrado en el manicomio, el loco se convirtió en un problema clínico, en un «caso». Dado que el asilo era oficialmente un lugar, «beneficioso», las subsiguientes faltas de cooperación y de conducta por parte del paciente no podían ser sino una confirmación más de que la «locura» estaba dentro. Así (como perciben muchos de los escritores locos que estudiaremos), la psiquiatría institucional colocaba a los pacientes ante un dilema. De una parte, se les consideraba locos y, por ende, incapaces de hacerse responsables de sus vidas. Al mismo tiempo se les reñía de forma habitual por sus propias transgresiones. Y si se rebelaban contra esta situación <
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Así pues, la psiquiatría tiene su propio punto ciego. Puede ver<. únicamente una dimensión de la dialéctica doctor-paciente: la enfermedad o demonio dentro del segundo. Lo que las narraciones de l
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Es frecuente que los escritos de los locos expresen argumentos<. en respuesta a otros argumentos, con el fin de apuntalar el sentido de personalidad e identidad que ellos creen menoscabado por la sociedad y la psiquiatría. Así, en el fondo de la psicopolítica se libra una batalla por el sentido del yo: ¿quién lo define? ¿quién es el propietario? Y esto nos introduce en el centro de una historia más pro-,> funda. La ascensión de Occidente ha supuesto la creación de ideales que conceden un valor singul~r al individuo. La filosofía griega declaró
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primeramente que el hombre era la medida de todas las cosas y luego recalcó que cada hombre debe hacerse responsable de su propio destino. Sócrates bebió la cicuta y más adelante los estoicos defendieron la autonomía de la voluntad racional, noblemente independiente de todas las formas de dominio externo y de esclavitud respecto de las pasiones. De esta manera modelos de autoconocimiento y de autodominio establecieron el valor superior del individuo. Desde el interior de su propio esquema de valores, que es muy diferente, el cristianismo también sancionó la singularidad del yo. Por supuesto, el panorama que presentaban la Biblia y la teología era complejo, por cuanto para el hombre caído, pecador, el amor a si mismo significaba los males del orgullo y la vanidad; era deber del cristiano aniquilar su yo en la búsqueda del amor de Dios. No obstante, el hombre y sólo el hombre estaba creado a imagen y semejanza de Dios, que había garantizado a toda persona un alma individual, inmaterial e inmortal. A diferencia de las otras religiones de la antigüedad, el cristianismo ofrecía la promesa, no de una persistencia vaga y despersonalizada después de la muerte, una unión con el Alma del Mundo o una mera transmigración de las almas, sino la supervivencia del yo encarnado personal intacto por medio de la resurrección de la carne. De muchas maneras diferentes y demasiado complejas para describirlas aquí, durante la Edad Media y hasta bien entrados el Renacimiento y la Reforma, destacados pensadores concedieron cada vez más importancia a un sentido fundamental de la primada del yo individual. Por medio de la meditación y el misticismo, el devocionalismo católico hurgó en el alma particular en busca de un mayor acercamiento a Dios. También el protestantismo, con su sacerdocio de todos los creyentes y su justificación exclusivamente por la fe, situó necesariamente el último tribunal de apelaciones en asuntos de conciencia dentro del corazón de cada creyente. Tal como recalcó Max Weber, el ethos del protestantismo, al desechar los sacramentos de salvación institucionales y casi mágicos del catolicismo, arrojó sobre el cristiano individual la inmensa carga de justificarse ante Dios. El individuo tenía que registrar y azotar su propia alma, confesarse ante sí mismo y demostrar a sus semejantes, por medio de su propia rectitud moral, su «elección» para la salvación. Al fragmentarse la cristiandad, crecieron las pretensiones de toler¡¡ncia teológica y éstas a su vez se ~;ntrelazflron con ~1 indivicl\Jalismo
político. El liberalismo inventó el mito del yo atomístico . nacido como agente libre en un estado de naturaleza, antes de la soc1ed.td y también del estado. El capitalismo produjo un mito paralelo, el concepto del homo ecoJtomicus, el productor-consumidor individual y soberano que buscaba su propio beneficio en el mercado. A est? persona le dio una morada local y un nombre Daniel Defoe: se convirtió en Robinson Crusoe, el hombre aislado en la isla que --como si desafiara a John Donne- generaba una economía y una sociedad · completas partiendo de dentro de sí mismo. . Un sentido incomparable del valor intrínseco del yo smgular cobró fuerza en las tradiciones de pensamiento moral introspectivo (nosce te ipsum) y la reflexión autobiográfica (que sais-ie?) a partir de Montaigne. Rousseau, cuyas Confesiones transformaron la autorrevelación en una forma artística, ofreció una apología de sí mismo afirmaQdo .que era, si no virtuoso, al menos diferente, y el romanticismo pronto se embarcó en su odisea de la educación moral (Bildzmg) del yo soberano como héroe. Y haciendo juego con todos estos impulsos a la introspección, surgió, por supuesto, la exploración del significado del yo en las nuevas disciplinas de la psicología y la psiquiatría. La Revolución Científica fue importante en este aspecto. Porque destruyó las antiguas correspondencias macrocosmo-microcosmo del universo orgánico e impuso una visión del hombre a solas en el cosmos. El dualismo cartesiano negaba la conciencia a cualquier objeto natural excepto al cerebro humano y hada de la conciencia humana de la autoexistenda una proyección solipsista de su sentido de ser. Pero no transcurrió mucho tiempo antes de que la prueba de la auto· existencia de Descartes fuera puesta en duda. El empirismo de Locke demostrÓ que el carácter individual era en sí mismo el fruto de la experienda, de miríadas de inputs sensoriales atomizados fundiéndose precariamente en el sensorio: el hombre, pues, se hacía a sí mismo. Y Hume llevó esa percepción de la subjetividad una etapa más allá poniendo en duda la continuidad y la integridad mismas de nuestras propias percepciones de nuestra identidad: ¿cómo podíamos estar seguros de que de un día a otro éramos la misma persona y no múltiples personalidades? De esta manera el problema del conocimiento llevó de nuevo al problema del conocedor y de cómo podía conocerse a sí mismo. Para los escépticos de la Ilustración, esto pasó a ser un problema funda-
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mental, una fuente de desorden y confusión. No es extraño que Laurence Sterne fuese capaz de imáginar a su héroe medio loco, Trístram Shandy, siempre inseguro de sí mismo, de su yo, disolviéndose bajo la voz de alto de un centinela: «"Y quién eres tú'', preguntó él. "No me confundas", dije yo». Mediante el romanticismo, mediante la filosofía idealista alemana y sus críticos tales como Schopenhauer, y más adel~nte mediante el existencialismo, la filosofía y la literatura modernas se embarcaron en la inquieta búsqueda de identidad auténtica esencial; y al hacerlo se encontraron atrapadas en una aventura cada vez más incestuosa con las categorías y las teorías de la psiquiatría misma. La relación de amor-odio entre, de una parte, el moderno psicoanálisis freudiano y jungiano y, de otra, escritores y artistas es demasiado conocida para que sea necesario describirla aquí. Dicho de otro modo, acabo de sugerir que múltiples tradiciones de pensamiento convergieron en el pensamiento occidental moderno para fomentar el desarrollo y la realización del yo. La individualidad era apreciada. Pero era problemática. Planteaba sus propios problemas psiquiátricos. El auge de la novela, con su exploración de las vicisitudes del yo como héroe, experimentando la educación moral, brinda un ejemplo clásico. Pero, sobre todo, vemos en ella el desarrollo de tradiciones distintas de escritura autobiográfica. En la autobiografía, la religión preparó el c~mino. A decir verdad, las Confesiones de san Agustín proporcionaron el modelo y la sanción para el posterior desarrollo del género. De las comuniones del yo con Dios se dejó amplia constancia en la Edad Media y una obligación introspectiva fue institucionalizada en el seno del catolicismo mediante las prácticas de la confesión y la penitencia. Llevar y publicar diarios espirituales fue luego común en los siglos XVI y xvu e iban dirigidos a la autoconfesión, es decir, a confesar la propia suciedad ante Dios. Un tema conspicuo en tales autobiografías espirituales era la experiencia de la conversión. El pecador había sucumbido primero a la tentación y avanzaba dando tumbos, ciegamente, hacia las fauces del infierno. Pero Dios en su misericordia creaba una profunda crisis espiritual. El alma era atormentada, mas la gracia salvaba al pecador y le transformaba en un penitente agra· decido. En el mundo de habla inglesa, Grace abou~tding, de John Bunyan, pasó a ser el ejemplo definitivo de esta manera de encontrar
un sentido religioso retrospectivo de la tragicomedia del ser humano· descarriado. Los ejemplos más hondamente introspectivos de la apologia pro vita sua -algunos ostensiblemente privados, otros explícitamente escritos pensando en su publicación- surgieron al principio de protocolos que en esencia eran religiosos: la necesidad de desnudar la conciencia y confesar los pecados propios bajo el Todopoderoso omnividente. Podían servir para la redención de otros, para ayudar a convencer al mundo no regenerado del propio valor definitivo y conquistado con esfuerzo, o para proporcionar esencialmente una forma de sumar ·las cuentas espirituales antes de presentarse ante el Creador. Con el tiempo, el lenguaje y los valores de la autobiografía se volvieron más comúnmente seculares, pero el deseo apremiante de hacer revelaciones autolacerantes no perdió intensidad. El autobiógrafo podía tener pocas virtudes que revelar, excepto la virtud última de la «honestidad». Pero crecieron también muchos otros géneros de autobiografía y merece la pena fijarnos aquí en uno de ellos. Este género era orgulloso en vez de penitente, estaba empeñado menos en la autoincriminación que en la autojustificación. Con frecuencia semejantes solilo~ quíos cobraban la forma de una vindicación contra las calumnias del mundo cruel, o la afirmación «objetiva» de los logros propios. Semejantes versiones del yo fueton publicadas de muchas maneras: como autobiografías propiamente dichas, comentarios preliminares, tefutaciones, cartas abiertas y así sucesivamente, muchas de ellas celebrando las virtudes excepcionales del autor. Burckhardt hizo hincapié en el individualismo del Renacimiento; ciertamente, a partir del Renacimiento las figuras públicas pocos escrúpulos tuvieron en cantar sus propias alabanzas, o en saldar cuentas con sus enemigos, utilizando el género autobiográfico. Los petsonajes grandes y gloriosos, desde Benvenuto Cellini hasta Gibbon, y luego hasta Freud y más allá, han tenido el prurito de poner las cosas en su lugar, de retratarse como héroes. Han tenido multitud de imitadores entre los desconocidos, empeñados en demostrar por qué ellos también habrían sido. Cellinís, Gibbons o Freuds de no haber sido por las maquinaciones de sus enemigos y la malevolencia del destino. Espoleados por las obligaciones para con la verdad y el amor a sus semejantes, incontables autobiógrafos han i::;trado sus tristes historias de olvido y vilipendio. Los que han su-
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frido encarcelamiento, han sido privados de sus libertades y han batallado por la Causa han sentido la necesidad de contar sus his· torias para poner sus vidas en orden e informar a la posteridad. Muchos recurren a la autobiografía porque se creen incomprendidos. Pero, ni que decir tiene, se trata de un género que no puede protegerse contra la incomprensión. Es común que los autobiógrafos protesten demasiado y el potencial del género para el patetismo y la autoparodia involuntaria fue denunciado cumpljdamente en los pdmeros tiempos por Jonathan Swift con su modesta invitación a entrar en el monstruoso egoísmo que se engaña a sí mismo de gentes como el narrador del El cuento del tonel y del propio Lemuel Gulliver. ¿Dicen la verdad semejantes ~
incesante de hablar de sí mismos o una sed insaciable de escribir (la cacoethes scribe~tdi). Por supuesto, esta clase de egoísmo monstruoso -inicialmente los pecados de vanidad y orgullo- era desde hada mucho tiempo definitoria del estado de locura. Semejante forma de autointoxicación podía manifestarse como desesperación (tal es el caso de William Cowper, que comentaremos más adelante, cuya idea fija era que nadie en todo el mundo podía ser tan pecador como él) o, en caso contrario, como un sentido desmesurado de la propia importancia, como en las pretensiones de Daniel Schreber, Clifford Beers o quizá Freud de que, debido a su propia experiencia de la psiconeurosis, se encontraban en una situación incomparable para salvar la psique revelando al mundo una nueva religión o una nueva ciencia. Y es muy cierto que en la realidad algunos locos han tratado de dejar constancia de su situación. Clifford Beers nos cuenta que el cabo sal~avldas que le mantuvo atado a la cordura durante su estancia en el asilo eta a menudo un pedacito de lápiz escondido en alguna parte de su celda. Cabe especular que lo que le mantuvo razonablemente cuerdo durante el resto de su vida fue la capacidad de contar su propia historia una y otra vez, miles de veces, a los asistentes a conferencias y cenas. Nijinski nos relata que permanecía sentado escribiendo resueltamente su diario en ruso justo en el momento en que sus médicos trataban de entrevistarle. Muchos diarios de locos son obras muy largas y detalladas: el diario de Goodwin Wharton, el político whig y comulgante con el mundo de las hadas de finales del siglo XVII, alcanza cerca del medio millón de palabras; y eso que el autor nos asegura que no es más que un resumen de sus anotaciones originales. Personas que llevan una vida normal y corriente, libres de una amenaza diaria a su dominio mental, sin el temor de que nadie quisiera escucharlas, han experimentado necesidades profundas de crear versiones de sí mismas que «ajustaran la realidad>> para el público o la posteridad. No debería sorprendernos, pues, que quienes se hayan sentido profundamente amenazados por demonios o por médicos de locos desearan dejar su propio testimonio con el fin de alcanzar justicia temporal o eterna o, sencillamente, como única maneta de replicar. ¿Cómo han interpretado la sociedad y la psiquiatría estos cuentos del más allá? Como hemos señalado, la cultura europea tradício-
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Uno de los tropos, una de las quejas de la psiquiatría a lo largo de los siglos es que los locos hayan sido tan egocéntricos. Se dice que es característico de su dolencia (paranoia, megalomanía, etcétera) creer que todo gira alrededor de ellos mismos (el problema de la >autorreferencia); e..""{perimentan, como el Viejo Marino,* la comezón
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* Nombre de un personaje que en un poema de S. T. Coleridge es condenado a viajar de un país a otro predicando amor y respeto a todos los seres vivos. (N. del t.)
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nal así la docta como la popular, se había mostrado dispuesta a alb~rgar la idea de que la locura realmente podía tener algo que decir que quizá poseía verdades misteriosas o era vehículo_ de las misrr:as. Al bufón se le concedía su privilegio; al loe~ profét}co,, sus conversos. La bruja posesa que incriminaba a sus vecmos vew como sus acusaciones eran investigadas. Los primeros ':isitantes de ~ethlem, que iban al manicomio como quien va a presenctat un espectacu!o, se deleitaban con los desvaríos libres y no censurados de los «colegtales» (así les llamaban) y jugueteaban con la idea de que podía haber razón en la locura verdad en la insania, porque, en el fondo, todo era <
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., Hospital psiquiátrico, el más antiguo de Inglaterra, fundado por Enrique VIII en 1547. (N. del t.)
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shire, a finales del siglo XVIII, a Joanna Southcott, profetisa y futura madre del Nuevo Mesías -mujer a la que todos creían totalmente chiflada-, se le permitió seguir en libertad y llegó a tener miles de seguidores en Londres, además de fundar su propia iglesia. En contraste, otra figura profética muy parecida y contemporánea de Joanna Southcott, Richard Brothers, perdió casi por completo el contacto con el público después de que el gobierno ordenara confinarlo en un manicomio. Desde luego, el manicomio era en sí mismo una institución ambi- <. gua, toda vez que podía ser una caja de resonancia además de un silenciador. Hasta 1770 más o menos, en el hospital de Bethlem de Londres se fomentaban las visitas indiscriminadas del público, a la vez que en el de Charenton, en París, se organizaban funciones de teatro. Pero los manicomios particulares siempre habían mostrado gran int~rés en esconder a las personas que habían perdido el juicio, y el secretismo (que se justificaba diciendo que era en beneficio de los pacientes) dominada el asilo público del siglo XIX y su leg~do. Reglamentos complicados se encargaban de limitar severamente el acceso de los enfermos al mundo exterior y viceversa. Un paciente de comienzos del siglo XVIII tal como Alexander Cruden no experimentaba grandes dificultades para tener acceso al mundo situado más allá de los muros del asilo:· recibía visitas y enviaba cartas. Pero eso iba a cambiar. Una queja constante de prácticamente todas las auto- o: biografías de pacientes a partir del siglo XIX se refiere a la barrera que impide comunicarse. La terapéutica consistente en el máximo control ambiental, en un absolutismo ilustrado psiquiátrico, parecía exigir que se redujeran al mínimo los contactos entre el enfermo y la sociedad, casi como si se tratara de una enfermedad que fuera ;;;... contagiosa. Una de las mayores pesadillas de que deja constancia John Perceval en su Narrative era la del aislamiento de sus semejantes y la invariable destrucción o censura de las cartas que escribía o que recibía. Seguramente este aislamiento forzoso fue lo que contribuyó a que John Clifford Beers creyera que los visitantes a quienes permitían verle en el asilo eran en realidad impostores y secuaces, totalmente irreales. Aislados en asilos, tanto Robert Schumann como Daniel Schreber creían que sus esposas habían muerto, pues no habían tenido noticias de ellas desde hacía mucho tiempo . Otras formas de comunicación o de autoexpresión estaban igual- <..
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mente prohibidas porque se las consideraba contraindicadas. La terapia basada en la cura de reposo que popularizaron Weir Mitchell y otros ·a finales del siglo XIX negaba a los pacientes el acceso a pluma y papel porque se creía que escribir excitaba demasiado. De modo::-<. parecido, desde el punto de vista terapéutico se juzgaba deseable que los pacientes no hablaran de ellos mismos. La «enfermedad verbal» se tenía por un síntoma de personalidad histérica, siempre anhelando que le prestaran atención. Escuchando lo que decían los histéricos, lo único que conseguirían los médicos era exacerbar en el paciente un sentido malsano de su propia importancia. Inclusp en una época ilustrada como la actual, es probable que los intentos de comunicarse o escribir que hagan los pacientes sean vistos con suspicacia. Hace unos veinte años, como parte de un experimento, unos investigadores norteamericanos se hicieron encerrar en un asilo fingiéndose esquizofrénicos. En el hospital, estos seudopadentes se comportaban normalmente y a veces tomaban nota por escrito de lo que observaban. Esto quedó reflejado en sus historiales clínicos como síntoma de su esqui. > zofrenia: lo llamaron «comportamiento escriton>. Así, con bastante brusquedad, la psiquiatría institucional aislaba a los enfermos mentales de la sociedad y colocaba obstáculos a la comunicación. Un paciente irlandés se quejó a su supervisor diciéndole: «Me habéis quitado mi lenguaje». Schumann, al parecer, estuvo a punto de perder el arte de hablar por culpa del silencio prolongado. Pero la psiquiatría también tendía a sofocar a los locos en otro sen- .e: tido, un sentido más sutil: partiendo del supuesto de que, de todos modos, lo que podían decir no tenía sentido. ¡Sabe el cielo lo locuaces que eran los locos! Pero lo que decían (a juicio de la corriente principal de la medicina psicológica) no eran más que tonterías, no era verdadera comunicación. Ciertamente, éste fue el veredicto de los médicos a partir del siglo XVII al enfrentarse a brujas y a pentecostalistas religiosos con sus declaraciones aparentemente diabólicas o blasfemas. Si se tomaban literalmente, tales palabras resultaban peligrosas, incluso abominables. Debido a ello, se hizo común, para referirse a lo que decían los locos -sus maldiciones, obscenidades, insultos e indecencias-, usar términos tales como «cháchara», «parloteo» y «desvaríos», dando a entender con ello que el lenguaje de los locos era infrahumano, que no comunicaba cosas con más sentido que los ruidos de los animales salvajes, con los que, por supuesto, era común compararles. Después de todo, la
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licantropía era la forma de locura que hacía que un hombre aullase: como un lobo. Detrás de todo esto se hallaba la suposición de que lo que decían las personas locas estaba desprovisto de significado: «toda coherencia ha desaparecido». No constituía un uso apropiado y con sentido del lenguaje, sino que era análogo a una simple efusión, una purga del cerebro, un grito de dolor incontrolable, totalmente fortuito, o un balbuceo infantil. Al fin y al cabo, las principales teorías de la ..:.. < medicina mental en los siglos XVIII y XIX argüían que la causa; la esencia, de la insania no se encontraba en un conflicto primario de la mente, sino que surgía de una lesión corporal. Trastornos de las tripas, un exceso de bilis negra, una infección de la sangre, un tumor en el cerebro, el movimiento del útero: todos estos trastornos somáticos producían dolor, angustia, crisis histéricas, alucinaciones. El habla de. los locos, por consiguiente, no era más que una reacción refleja a alguno de tales trastornos, como el ruido que indica que el coche sufre una avería. Era secundario, sintomático; indicaba que algo estaba mal, pero no tenía ninguna verdad inherente. Semejante ? guirigay no ofrecía ninguna indicación de la realidad personal, social o cósmica. Estaba muy generalizada la opinión de que lo mejor que podía hacerse con las cosas que decían y escribían los locos era tratarlas como ruido y furia, como tonterías. Tenemos el ejemplo del influyente doctor Nicholas Robinson, contemporáneo y seguidor de Isaac Newton. Argüía Robinson que las palabras y los movimientos de los locos eran sólo espasmos automáticos de las cuerdas vocales. No obedecían a actos del cerebro y, por ende, no brindaban ninguna percepción de las condiciones mentales, toda vez que la locura era esencialmente fruto de trastornos somáticos. Cuando un paciente revelaba sus sueños y decía que en ellos un amigo montaba en él como si fuese un caballo, Robinson lo interpretaba sencillamente como síntoma de una imaginación recalentada y aconsejaba «medicinas fuertes» para purgarlo. Así pues, la psiquiatría tomaba Jas peculiaridades y defectos del < habla como señales de locura y en el siglo XIX se hizo cada vez más frecuente interpretarlas como consecuencias de enfermedades del sistema nervioso central o del cerebro. Pero los médicos no se atrevían a ocuparse de lo que los locos decían realmente, pues creían que sólo serviría para que sus ideas fijas arraigaran con mayor firmeza en su cerebro, sin proporcionar ninguna información significativa al doctor.,->
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El problema de las «otras mentes» se resolvió, de hecho, negándolas. En sus autobiografias los locos suelen quejarse de que sus esfuerzos < por comunicarse son sofocados, desoídos o interpretados deliberadamente mal. Al ver que sus palabras eran objeto de apropiación indebida, muchos se han sentido empujados a protegerse por medio del > silencio o inventando alguna jerga. La culminación de este proceso se encontraba en rasgos clave de la demencia precoz, tal como la formuló Kraepelin, que pronto se convertiría en la «esquizofrenia» increíblemente influyente de Eugen Bleuler. Kraepelin estaba dispuesto a considerar la demencia precoz como orgánica en su etiología. Sin embargo, su sorprendente aspecto sintomático residía en que se caracterizaba por el autismo. Se suponía que el enfermo mostraba escaso interés por el mundo exterior y no se relacionaba ni comunicaba con él. Por lo tanto, había hecho de sí mismo un ser esencialmente incomunicado, alienado de la humanidad. El esquizofrénico era el hombre convertido en isla. Al modo de ver de Kraepelin, la falta de voluntad de comunicarse era típica de la dolencia: «Los pacientes se vuelven monosilábicos, parcos en sus palabras, hablan con titubeos, enmudecen repentinamente, nunca relatan nada por iniciativa propia . . . no establecen relaciones con otras personas». Esta descripción de la esquizofrenia llamó la atención sobre una de las tendencias incipientes de la recién nacida psiquiatría: la idea de que la esencia de la locura reside en ser alienado, diferente, otro. Críticos de la psiquiatría ortodoxa tales como R. D. Laing y Peter Barham han observado que hay sólo un paso corto de ailf a la idea de que la locura es esencialmente incomprensible, inaccesible; lo cual, según ellos, sanciona con demasiada facilidad el olvido organizado. Laing ha sugerido que las notas que tomó Kraepelin sobre casos de esquizofrenia demuestran que era él quien no acertaba a comunicarse. Quien sepa escuchar silencios puede interpretar el mutismo del esquizofrénico como una respuesta muy elocuente. A partir del siglo XIX, una serie de teorías orgánicas permitieron "hacer oídos sordos a lo que decían los locos. Irónicamente, se trataba de una sordera análoga a la indiferencia que, según decían, mostraban los locos ante la comunicación. La terapéutica plantea dilemas pare- > ciclos. Así, ni siquiera a los defensores de la <
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directa, de persona a persona. En vez de ello, lo que les preocupaba eran las técnicas que podríamos denominar «conductistas» para hacer que el habla de los locos resultase apropiada. En el Retiro de York no se prestaba la menor atención a las alucinaciones; hubiese tepresentado complacer el egoísmo de los pacientes. Lo que contaba era la reeducación en las pautas corteses de conversación y se consideraba que tomar el té con los doctores eta instructivo a tal efecto. >Estos obstáculos a la comunicación con los nativos, ¿se debían a que nadie -al menos antes de Freud- poseía la habilidad de leer entre líneas de descifrar sílabas y símbolos? Por supuesto que no. En efecto Ías habilidades filológicas y hermenéuticas cultas e ingeniosas habían sido el instrumental de la erudición humanista tradicional. Las palabras, los símbolos y los rituales de un texto, o de una cultura eran traducidos habitualmente al lenguaje de otra por quienes cre~n en la mitología o la religión universal. Los significados simbólicos constituían la esencia de lo oculto. En principio, no había ningún motivo para que esta manipulación del lenguaje. por parte de John Ciare o de Daniel Schreber no resultara bastante mteligible para sus médicos como formas de hablar. Después de todo, cada uno a su manera, tanto Freud como Jung se inspiraron profundamente en estas tradiciones exegéticas de la filología y la mitología clásicas. La filosofía, la poética y la crítica literaria habían buscad~ los siO'nificados ocultos con enorme habilidad para leer entre líneas. A;imismo, la idea de que alguna facultad inconsciente animaba la mente, cuyo funcionamiento podía ser misterioso pero no por ello dejar de ser inteligible, traduciendo oscuros deseos en palabras e imágenes, era una idea con la que estaban perfectamente familiarizados los poetas y filósofos románticos: ejemplo de ello son los convencionalismos que hay detrás del Kubla Khan de Coleridge. Pero entre los psiquiatras prefreudianos, Jos oyentes dispuestos a escuchar con un tercer oído eran muy pocos. John Haslam, de Bethlem, tomó nota de las fantasías de James Tilley Matthews, pero lo hizo, al parecer, sólo para probar que estaba mal de la cabeza. Dicho de otro modo, la profunda disposición a ver la locura < como esencialmente lo Otro dictaba de forma casi automática que se negase a lo que decían las personas extrañas la categoría de forma de comunicación auténtica aunque fragmentaria. Así obraban incluso .:> médicos liberales y sensibles. En la crónica que publicó de su relación terapéutica de ocho años con la «señorita Beauchamp», el psiquiatra
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norteamericano de principios del siglo xx Morton Prince iden~if1có numerosas personalidades fragmentarias y distintas en su pactente (BI, BII, BIII, etcétera), cada una de las cuales le hablaba en una lengua diferente. Prince enumeró y ·etiquetó estos fragmentos del yo (algunos eran buenos; otros, malos) e intentó encontrar a la «verdadera» señorita Beauchamp (era la sumisa, lo que no es extraño). No obstante Prince mostró poco interés por lo que decía cada uno de estos yo~s (aunque, al leer su crónica, nos parece obvio que varios de estos yoes se burlaban o mostraban ira y confusión provocadas por él). Tal vez alguien creerá que estamos culpando a Prince y a sus predecesores por no ser Freud. No es, empero, una. queja totalm~nte irrazonable. Después de todo, a lo largo de los stglos, los escritos < de los locos se han quejado con amargura de las barreras y defensas que levantaban los médicos y que frustraban sus intentos de comu· nicarse. John Perceval y otros reconocen que cuando estaban alte- 7 rados su habla resultaba verdaderamente extraña. Pero (así lo afirmó más adelante Perceval) las aberraciones en su empleo de nombres propios y demás no eran tan opacas que resultase imposible comprenderlas. Perceval sacó la conclusión de que la autoridad había optado por hacer el sordo. Percevallo interpretó como un gesto agresivo y respondió en especie. Según escribió, gran parte de su permanencia en el asilo consistió en una pantomima intencionada y mutua. Pero, ni que decir tiene, la «cura verbal» de Freud no deja de " tener sus propias y hondas ambigüedades, tanto en teoría como en la práctica. Si la vida en el asilo fomentaba las escenas de silencio, con Freud sostenemos a veces diálogos de sordos, conversaciones en lenguajes diferentes (en las que «no» significa, típicamente, «SÍ») Y con un intérprete que adolece de ideas fijas en relación con el significado de ciertas palabras. Es evidente que Freud era al mismo tiempo un oyente buenísimo y malísimo. Era totalmente selectivo y cabe argüir que la apropiación de las historias de sus pacientes, con el fin de utilizarlas para sus propios fines teóricos, fue un gesto más agresivo e insensible que la sordera aguda de sus predecesores, como inducen a pensar los casos del «hombre lobo» y de «Dota>?, que examínatemos más adelante.
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EL RETORNO DE LO REPRIMIDO
Una de las funciones -o al menos uno de los derivados- de la ascensión de la psiquiatría institucional y de la teoría psiquiátdca ha sido la costumbre de no escuchar a los locos; más, quizá, que el gran silencio sobre el que escribió Foucault, ha sido mucho hablar sin entender~e mutuamente. Algunos de los locos, sin embargo, cierta· mente han dado su opinión. Muchos cientos de locos han publicado la historia de su vida. (¿Quién sabe cuántos la habrán escrito?) Las crónicas que contienen los nueve capítulos siguientes representan sólo una gota del océano de lo que han querido comunicar. A grandes rasgos, podemos encajar esquemáticamente sus escritos en los principales géneros autobiográficos que ya hemos comentado. De una parte, tenemos la tradición de la autobiografía espiritual. Los que han experimentado la locura, justamente igual que los que han sufrido una crisis religiosa y la conversión, generalmente han contado sus experiencias: a menudo las dos cosas vienen a ser en esencia lo mismo. Publicar con posterioridad a los acontecimientos es una forma de encontrarle sentido a lo que ha pasado y de decirle al mundo que se ha recuperado la razón. No era un proyecto infalible, desde luego, y podía resultar contraproducente. Por ejemplo, a ojos de sus médicos, el deseo de Daniel Schreber de publicar sus memorias parecía la prueba positiva de la persistencia de su locu.ta. En este género confesional, las primeras crónicas son religiosas en el sentido literal, cristiano. Varios autores que comentaré más adelante, tales como Margery Kempe, George Trosse y John Perceval, se consideran a sí mismos totalmente ortodoxos en términos religiosos. Otros, por ejemplo Schreber, escriben crónicas francamente religiosas de sus propias psicosis, pero su religión es un batiburrillo elaborado por ellos mismos. Y otros (por ejemplo, «Barbara O'Brien») hacen la crónica de su posesión por poderes superiores e inferiores. cró?ica que sigue claramente las pautas religiosas pero en la qu~ estan ausentes los elementos formales de la religión. Y existen también algunas autobiografías espirituales (todas las que comento son modernas) que continúan ocupándose de los elementos de la desesperación -la tentación, la noche tenebrosa del alma, el camino hacia la recuperación- que se inspiran en el género confesional de profundis, pero cuyos autores piensan esencialmente dentro de un marco secular. Un ejemplo de ello nos lo ofrece la eró-
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nica que Jim Curran hace de su crisis de trabajo y bebida; el marco «mítico» en que se inspira es el del sueño norteamericano. No obstante, varias de las crónicas que analizaremos entran en d segundo género de escritos autobiográficos que hemos comentado: son obras agresivas de autojustificación, obras que denuncian a los enemigos y vindican los actos del propio autor. En gran medida, estas obras constituyen un quejido de protesta contra el tratamiento { de la locura, contra el perseguidor que pretendía ser el protector de los autores. A partir del siglo xvm, muchos escritos acusan a los médicos de locos y a sus secuaces. Con frecuencia se alega en ellas -ahí está el ejemplo de Samuel Bruckshaw- que una víctima perfectamente cuerda ha sido confinada de forma indebida. En otros casos, cabe que el autobiógrafo se muestre más dispuesto a reconocer que en otro tiempo padeció cierto grado de incapacidad mental. Pero entonces su acusación no va dirigida contra el confinam.iento per se, sino contra el régimen maligno o siniestro del manicomio. La institución y el personal de la misma aparecen denunciados por ineptos, explotadores y contraproducentes. Como afirmaron William Belcher y otros, el manicomio se transforma en una máquina maligna para enloquecer a los hombres en vez de curar su locura. He decidido no > dar en el presente libro una selección copiosa de escritos de este género, ya que éste se halla muy bien representado en Amad people's bistory of madmss, la excelente antología de escritos de protesta recopilada por Dale Peterson. Resultaría engañoso tratar de ensartar todas estas crónicas autobiográficas formando una sola línea cronológica y esperar que de esta manera relatasen una historia progresiva. Cada narración es única y me he limitado a agruparlas en torno a temas generales. Pero algunos fenómenos resultan conspicuos. Lo que se observa particu- <.. larmente a lo largo de los siglos es una creciente relación, incluso convergencia, entre la conciencia de los locos, tal como la expresan en sus propios escritos, y el saber y el lenguaje de la psiquiatría. No 7 es extraño, por supuesto, que en las crónicas autobiográficas más antiguas no aparezca ni por asomo ninguna forma de psiquiatría. En el siglo xv, Margery Kempe acepta el hecho de haber estado loca, pero en lo sucesivo todos sus contactos son con el clero; algo semejante ocurre un poco más tarde con Christoph Haitzmann y sus experiencias de la posesión. George Trosse se recupera en un maní-
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comio, pero piensa, se mueve y es en el idioma de la religión; y así sucesivamente. Escritores del siglo xvm como Alexander Cruden, Samuel Bruckshaw y William Belcher cayeron sin duda bajo mayor grado de poder del médico de locos. Pero en esencia responden a él como a una" fuerza negativa y opresiva, ajena a ellos mismos y carente de una percepción íntima de su situación. No puede decirse lo mismo en el caso > de John Perceval en el siglo XIX. Perceval consideraba esencialmente extraños los regímenes de asilo que conoció, pero de un modo práctico, constructivo, puso interés en formular críticas del sistema de asilos con vistas a su rectificación. Perceval ansiaba también dirigir sobre sí mismo una mirada psiquiátricamente informada. Situándose a cierta distancia, quería saber en términos psicofilosóficos cómo se había vuelto loco primero y recuperado después. Y estudió qué clase de asilo habría tratado de modo eficaz a un paciente como él. Per capítulo 10, son un buen ejemplo. Asimismo -tasgo totalmente nuevo-, muchos pueden narrar ahora un cuento de salvación por medio de la psiquiatría, si bien ciertas obras (por ejemplo las de Curran y Balt, como veremos más adelante) narran un cuento de dos psiquiatrías: una mala y otra buena. Esta creciente interacción positiva, coalescenda o simbiosis entre < la voz del loco y la voz de su médico podría interpretarse de muchas maneras diferentes. Quizás indique sencillamente que lo que podríamos llamar el imperio psiquiátrico-psicoanalítico se ha vuelto más ubicuo en el presente siglo, que el neurótico o el pskótico de hoy cae bajo la mirada psiquiátrica de modo mucho más ineludible que su predecesor de hace uno o dos siglos. Puede que signifique sencillamente que la psiquiatría del siglo xx sea experimentada en verdad por los enfermos como una psiquiatría más comprensiva. Donde antes los descontentos querían denunciar a los médicos de locos gritando a los cuatro vientos, los pacientes modernos se muestran mucho más inclinados a cantar las alabanzas de la psiquiatría. Pero también puede
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inducir a pensar que se ha vuelto más seductiva. En la cultura transatlántica del siglo xx, ser anormal de ciertas maneras aprobadas se acepta como una forma de normalidad en sí misma; y no pocos > pacientes modernos han «cambiado de bando» y (como Clifford Beers) de ser pacientes han pasado a ser profetas o ejercitantes, o han optado por presentar sus propias odiseas hacia el espacio interior como viajes de descubrimiento de las verdades de la psique. Así, un elemento de asimilación: la locura puede haberse desplazado hacia la psiquiatría. Mas todo movimiento es relativo; quizás estemos presenciando una forma más de folie a deux, la locura y la psiquiatría como dobles.
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A principios del siglo XIX, un paciente de un asilo de París solía exclamar: «Soy hombre, Dios, Napoleón, Robespierre, todo junto. Soy Robespierre, un monstruo. Debéis darme muerte». La histo- <. ria de la locura es la historia del poder. Porque imagina el poder, la locura es a la vez impotencia y omnipotencia. Hace falta poder para controlarla. Amenazando las estructuras normales de la autoridad, la insania se halla enzarzada en un diálogo incesante --.:.a veces en un monólogo monomaníaco- sobre el poder. Esto se debe en parte a la analogía irresistible que desde los griegos se traza entre el microcosmos y el macrocosmos, el cuerpo natural y el cuerpo político. :P Platón desarrolló explícitamente la analogía entre el ordenamiento jerárquico del alma sana (en el cual la razón domina las pasiones bajas e indómitas) y el orden social orgánico, en el cual guardianes racionales poseen verdadera autoridad, disciplinando a la multitud anárquica, que no sabe dominarse a sí misma, sino que es esclava de sus propios apetitos. Durante los dos mil años siguientes, las mentes sanas, los cuerpos sanos y las sociedades sanas fueron asociados con el imperio de la razón, a la vez que los trastornos lo fueron con los deseos bajos y vulgares. Ecos de esta pauta, debidamente transformados, perduran en la división tripartita que de la psique hace Freud, así como en el papel que delineó para el superego controlador y el id anárquico. La analogía no era sólo descriptiva, sino también prescriptiva. El buen orden exigía que la razón reinara. Cuando era derrocada estallaba la locura política de la guerra civil, como ocurre cuando el rey Lear entrega su reino y pierde el juicio en la tempestad que se desencadena sobre el brezal. Dicho de otro modo, algo especialmente malo había ocurrido cuando la razón, ese instrumento legítimo
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de gobierno, tanto personal como político, dejó de cumplir su cometido apropiado. Cuando los príncipes abusaron de su cargo y se < volvieron tiranos, sustituyendo los deberes superiores por los bajos deseos, transtornaron el orden de las cosas. Los hados de la naturaleza, o Dios, se vengarían de forma apropiada: enloqueciéndolos. La leyenda y la historia griegas aparecen llenas de gobernantes que se volvieron locos en justo castigo a sus propias ambiciones frenéticas o a su desprecio de la ley. A veces esta locura era considerada deci- > didamente terapéutica porque surtía un efecto catártico. La rabia o la locura es purgada; el héroe recobra la salud -aunque no su reinoo puede morir convertido en un hombre más sabio y mejor que antes. Andando el tiempo, la pérdida de la razón da sabiduría al rey Lear, del mismo modo que la pérdida de los ojos da percepción íntima a Gloucester, su viejo compinche. Al lado de estas ideas esencialmente griegas, el judaísmo y el < cristianismo abrazaron puntos de vista parecidos. Cuando los poderosos abusan de su poder y son humillados la locura es la suerte simbólica que apropiadamente les aguarda. El despótico Nabucodonosor, > que comete atrocidades contra el pueblo de Dios, se ve reducido a la locura bestial. Los cronistas y los artistas medievales le imaginaban desnudo y peludo, desterrado de la sociedad, andando a cuatro patas, comiendo las hierbas de la tierra. Dentro de la teología cris- < tiana, a veces la aflicción de la locura que cae sobre los poderosos se interpreta sencillamente como un castigo. A menudo es una prue· ba (una humillación a la que seguirá la exaltación) y de vez en cuando es una franca bendición, una comunicación directa y extática con la .> voluntad divina. Todas estas asociaciones entre, por un lado, el orden y el desorden psíquicos e individuales y, por el otro, la constitución del bien general mismo resonaron poderosamente en el transcurso de los siglos. Pero adquirieron un matiz señaladamente nuevo quizás a partir del siglo xvm. Porque Era, huelga decirlo, una idea que se prestaba fácilmente al len-? guaje de la oposición y del discurso político radical, ansioso d e · denunciar a todos los monarcas y generales como bandidos enloquecidos por el poder. En El cuento del tonel, Jonathan Swift elo- .71 .•·•.
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giaba irónicamente a los locos por ser los autotes de todo lo que era grande en los imperios y reinos, y durante todo el siglo XVIII los caricaturistas políticos británicos jamás se cansaron de retratar a politices supuestamente enloquecidos por la ambición como Charles James Fox o Edmund Burke como locos de atar. La escena del manicomio en Rake's Progress de Hogarth incluye previsiblemente un rey loco (es de suponer que, haciendo un juego de palabras, se · trata de un «pretendiente»). Asombrosamente, esta idea de que los poderosos podían, de ' hecho, ser muy inestables resultaba atractiva a ojos de las propias clases gobernantes. Adoptaron ávidamente la idea de que existía una «enfermedad inglesa», una especie de trastotno constitucional de los nervios que escogía a los miembros de la aristocracia y de la alta sociedad en general. No ser del todo normal o racional, ser presa de cambios de_humor, de melancolía, pasó a ser una señal de talento y de superioridad, el precio que pagaba por el genio o las presiones del poder, en lugar de ser algo que descalificaba para el ejercicio del poder. Nadie se sorprendió demasiado cuando Pítt el Viejo sufrió una? crisis aterradora; y nadie creyó que semejante episodio debía poner fin a su carrera en la vida pública. Los suicidios de Robert Clive y de lord Castlereagh fueron aceptados por la nación como sintomáticos de las responsabilidades del cargo. La clase médica contribuyó a popularizar esta ideología nueva que hacía del trastorno mental algo «de buen tono». En este sentido, influyó de forma especial el cuadro de lo que podríamos llamar ana· crónicamente «doctores psiquiátricos» que aparecieron en toda Europa durante el siglo XVIII. Los médicos de locos -especialmente los que regían manicomios- adquirieron una aguda conciencia de la psícopatología de la pasión predominante al tener que tratar en persona a gran número de locos que sufrían delirios de grandeza y se creían papas o emperadores, omnipotentes, inmortales o inmensamente ricos. El pionero de la medicina norteamericana, Benjamín Rush, amplió el diagnóstico: en su taxonomía de la enfermedad mental, el radicalismo y el fervor :revolucionario se convirtieron en dolencias mentales, del mismo modo que ser negro pasó a ser una enfermedad física. En d París de comienzos del siglo XIX, Esquirol tenía muchos pacientes que estaban convencidos de ser Napoleón. Es claro que dentro de la naciente psiquiatría se estaban forjando eslabones entre las delusiones enloquecidas por el poder del loco común y las fanta-
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sías de los reyes, políticos o predicadores de verdad. ~esde 1~ re;~- < lución francesa hasta Adler y la investigación de las ratees pstcologt· cas del fascismo que hizo Wilhelm Reich -la necesidad del hombre pequeño de imitar al hombre grande- el afán de poder a~arecería como una doctrina central de la psiquiatría, representada clímcamente l' en la megalomanía, etcétera. En este proceso, el centro del debate en torno a la l~cu.ra Y el poder se desplazó hada la autoridad -en const?nte crectmtentodel propio médico de locos. Puede que los médicos en genera~ n? ejercieran mucho poder en la n:edicina pren:oderna. Su falta de tecru- " cas curativas de probada eficac1a y su necestdad de someterse al. con· trol del cliente privaron a los médicos de una base de poder mde· pendiente que les permitiera dominar en cuestiones de salud en ,g~ne· ral. Pero la situación era bastante diferente en .el caso de los medtcos que se encargaban de los locos, especialmente en .el contexto. del manicomio de propiedad privada. Era lógico que los msanos hubtesen perdido su derecho a gobernarse, a tener voz o ejercer el veto en lo relativo a su propio confinamiento o terapia. Era frecuente que mandar a los locos, incluso maltratarlos físicamente, formase parte del tratamiento. A menudo los médicos de locos aparecían retratados .? con el látigo en la mano. Por otra parte, durante el siglo XVIII los I?édicos de locos de <.. toda Europa empezaron a creer que tenían dommada la loc~ra,. que podían curarla. (Unos pocos consideraban que e.st.o era en Sl, m1s~10 :> ··· una delusión.) Los puntos de vista médicos tradicionales hab1an stdo muy pesimistas. En La anatomía d~, la melancolía (1621) Robert Burton había concluido que, a excepcton de rezar, poco podta hacerse para curar los casos graves de melancolía y man~a: est?s .trastornos formaban parte de la condición humana, eran cast.p~demxcos. YJos manicomios tradicionales como el Bethlem se hmttaban a aphcar los programas de medicación más rutinarios. Pero cada v~z .eran más los médicos de locos que argüían que, a pesar del pes1m1smo dogmático, la locura se contaba entre las en!ermeda~es más cu;ables. A mediados del siglo XVIII, William Batt1e afirmo que ~a?Ia dos clases de locura: la locura original, que, como el pecado ortgmal, ~o podía curarse, y la locura consiguiente, que por regla general podta curarse. d' ,E Pero la locura no cedía a Jos remedios universales ni a la me 1· ..., cación general. Battie afirmaba 51ue con el tratamiento se conseguía
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más que con la medicación y esta consigna la hicieron suya otros médicos que pretendían crear técnicas de tratamiento nuevas y más eficaces: ingreso precoz en una institución, incomunicación, sedantes, nuevas terapias mecánicas tales como el tratamiento de choque y, sobre todo, el «tratamiento moral», es decir, lo que pudiéramos llamar «control psicológico». Para médicos como William Pargeter, Joseph Mason Cox, William Hallaran y otros, lo que contaba real· mente era el ejercicio del dominio mental del doctor sobre su paciente, dominio que se lograba mediante la manipulación de las emociones, .el placer y el dolor, la esperanza y el miedo, dominando también el entorno, previendo las respuestas, venciendo en perspicacia a la baja astucia de la insania. Los médicos de locos tenían que ser generales, por lo que ellos mismos saboreaban el poder. A principios del siglo xrx ya empezaban a formular grandes planes -incluso planes grandiosos- para el asilo ideal, que iba a ser una especie de utopía terapéutica, más racional que la sociedad misma. · Y parecía dar resultado. Uno de ellos, el reverendo doctor Francis Willis -notorio porque sometía a sus pacientes por medio de la fuerza carismática y fascinante de sus ojos- dijo a una comisión par· lamentaría que nueve de cada diez de sus pacientes locos recobraban la cordura. Fue a Willis a quien llamaron para que tratase a Jorge III en 1788, cuando los doctores de la corte se revelaron incapaces de curar su trastorno. Las crónicas tradicionales de la enfermedad del rey Jorge se inspiraban en gran medida en los viejos estereotipos moralizadores de la razón derrocada. A juicio de los políticos whigs y de los críticos de la época, se trataba de un caso clásico de justo castigo. El monarca que con sus locas ambiciones de tiranía personal había puesto en peligro la constitución libre cosechaba ahora en su mente lo que había sembrado. Los juicios de carácter hechos por historiadores recientes que cultivan un «freudismo popular» han adoptado en esencia el mismo punto de vista, puliéndolo un poco. Según los biógrafos modernos, el rey Jorge, más que un déspota, era un hombre que se preocupaba por nimiedades, un burócrata teutónico obsesionado por el orden. Se volvió demasiado concienzudo y se sometió a sí mismo a un régimen severo y obsesivo, detallado, en lo administrativo: escribía personalmente todas sus cartas. Además, casado con la fea Carlota, debió de convertirse (sugieren los historiadores) en un semillero de frustraciones sexuales. Al final estalló, sucumbiendo
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quizás a accesos de insania en 1765, pero sin ningún género de duda en 1788-1789, 1801, 1804 y 1810 (del último de ellos no se repuso ... nunca y se sumió en la demencia senil). Con todo, los psiquiatras Macalpine y _Hunte~ han _argmdo que esta interpretación psicodinámica apenas tiene ~a~ vahdez que. las especulaciones de café. Las pruebas d~ que extstt;ra un c_onfhc~o psíquico profundo y duradero, un conf11cto que venta de la mfa?cta y de la niñez, son endebles. Los argumentos c~n que se apoya dtcha tesis son esencialmente ex post facto. Macalpme y Hunter, que en general ven con escepticismo la validez del psicoanálisis, han pr~ puesto otra explicación de la enfermedad del rey Jorge: qu~ ~ad~~1a porfiria, trastorno metabólico hereditario que produce u~a _m1tac10n y un delirio intensos. La enfermedad del monarca era pr1?c1palm_ente física; sus trastornos mentales eran en esencia secundanos Y smtomáticos. Dejando aparte estas «luchas por el poder» entre los bandos neurológico y analítico, las interpretaciones psicodinámicas de la dolen· da del rey Jorge plantean más interrogantes de los que resuelven. Son forzosamente conjeturas, toda vez que carecemos de datos ap.ropiados de la conciencia interior del enfermo, así durante tod~ su. v1da como en sus períodos de enfermedad. Tal vez a algunos pstqmatras les parecería revelador que el rey, para referirse a sí mismo, emplea· ra típicamente la tercera persona; pero esa costumbre era característica del cargo y no de la persona, y los informes redactados en tercera persona difícilmente sondearán las profundidades de la conciencia. Tenemos varios informes más sobre la mente deltey en los momentos en que se encontraba desquiciada. Pero los que probablemente son bastante dignos de confianza -por ejemplo, las notas diarias que tomaban sus médicos, sir George Baker y el doctor Job~ Willis, hijo y ayudante de Francis Willis- son concisos y estere?tl· pados, mientras que los que son ricos en anécdotas fueron escntos principalmente por chismosos y aficionados al escándal?, muchos de los cuales no eran testigos oculares y de cuya veracidad hay que dudar. Un día de febrero de 1789, se permitió al rey, que iba mejo· rando, que diese un paseo por los jardines de Kew. Al ve~ a Fanny Burney, que a la sazón era dama de honor, el monarca echo a correr tras ella. Fanny fue presa de pánico y huyó. Los Willis le ordenaron que se detuviera y entonces el rey la abordó y le contó todas sus
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cuitas. «¡Menuda conversación la que siguió!», escribió ella en.su diario: Mencionó todo lo que ocupaba el primer lugar en su pensamiento; parecía tener sólo los restos de la inconstancia que calentaba su imaginación sin perturbarle la razón y le despojaba de todo control sobre lo que decía, aunque casi en su perfecto estado mental en cuanto a sus opiniones ... ¡Qué cosas no me dijo! ... me abrió su corazón, me expuso todos sus sentimientos y me dio a conocer todas sus intenciones.
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¿Qué fue lo que dijo el rey, qué secreto guardaba en su corazón? Burney no nos lo dice a nosotros. No es, por ende, realista que pretendamos penetrar hasta el fondo del trastorno del monarca. Lo que sí puede explorarse, sin embargo, es el mareante diálogo de poder que la insania del rey puso en movimiento. Cuando Jorge III cayó enfermo en Cheltenham, en el verano de 1788, de lo que llamaron «fiebre biliosa», respondió -como típicamente hubiesen hecho sus contemporáneos- consultando con· su médico de confianza, sir George Baker. Obedeció la autoridad del médico en algunos aspectos (tomó una purga que le «disciplinó bien») y siguió sus propios caprichos en otros, persistiendo en montar mucho a caballo a pesar de los consejos del médico. A mediados de octubre volvió a padecer una dolencia similar, que empeoró. Sufrió dolores de estómago, calambres, espasmos y se le hincharon los pies. También padeció estreñimiento, muy probablemente como consecuencia de la medicación. La gente empezó a hablar de «gota» y «reumatismo». Su estado empeoró. Se mostraba agitado, vehemente, locuaz y ronco. Tenía fiebre y se le veía confundido además de sufrir trastornos en la vista y el oído. Se apoderó de él una gran «prisa de ánimo» y empezó a hablar sin parar, mostrándose «incoherente», «frívolo» e «infantil». El delirio apareció antes de que terminase el mes. Los médicos que le atendían con regularidad, sobre todo sir George Baker, sir Lucas Pepys y Richard Warren, ordenaron que se le aplicasen ventosas y purgas. También se le aplicaron «vejigato· rios» a modo de contrairritante. El rey se resistió y mostró una «acentuada aversión a los médicos», insistiendo en que «la reina es mi médico y ningún hombre necesita otro mejor». Tranquilizó a
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Fanny Burney diciéndole que «estoy nervioso ... no estoy enfermo», pero a principios de noviembre Burney creía que el rey se encontraba en «franco delirio». El estado del monarca empeoró durante todo npviembre. ~staba más débil, de vez en cuando entraba en coma y se . ?bservo u~a creciente «alteración de sus facultades». Pronto se temto que muri~ se. Ya el día 8, refugiándose en la decente· oscur~dad l:_ng~aJe docto, Warren escribió en su diario: «rex noster msan;t», .anad~en do «hay pocos motivos para esperar que recupere la mte!lg~ncta». Otros médicos que atendían al enfermo concurrieron a reg~ad1entes. Y, aunque los boletines oficiales continuaron habland.~ valientemente de «fiebre», la nación leyó entre líneas y reconoc1o el ve~d~dero significado que se ocultaba detrás del eufemismo. El reconoc1m1ento de que el rey padecia lo que Baker llamaba «alienación de la mente» e «imaginación engañada» ( o, hablando claro, que ahora estaba «loco») transformó la situación. , A escala nacional abrió una caja de Pandora. Los reye~ pod1an · gobernar aunque su 'cuerpo estuv1ese enfermo: pero, ¿y s1 h. ab'an 1 perdido el juicio? La oposición whig -encabezada por Shertd.an Y Burke en ausencia de Charles James Fox, que estab~ d~ vacac10?~s en la riviera italiana con su querida- pronto reclamo la ms!au.raclOn de una regencia que confiriese plenos ~oderes real~~ ,al prmc1p.e de Gales. En cambio, el ministro del rey, Pltt, se permltlo una magistral conducta de prevaricación fabíana. , ,. El estado del rey se convirtió rápidam:nte en un b~lon poh:1c~. Los boletines diarios sobre su salud eran le1dos como oraculos ~noml cos. ¿Dormía el rey? ¿Estaba agita~o? ¿Estaba loco?. Pe;sonahdades whig como la duquesa de Devonsh1re se. pasa:on el 1nv1erno propagando cuentos en el sentido de que la msama del rey era tot~~ Y horrible: el rey, afirmaban los rumores, se comportaba como u.r: mno, forcejeando con sus pajes y quitándoles las pelucas. Ademas, los whigs argüían que la locura del monar,c~ era defin~tiva, U:curable. Inevitablemente estas batallas de la pohuca de partidos obligaron a los médicos dei rey a entregarse también a politiquerías médicas. El irritante más descarado en este aspecto era el doctor ~ichard Warren, ·hombre que insistía públicamente en que se ;e con,stdera~a el primer médico del rey, pese a que eran notorias sus stmpat~a.s whrg y su familiaridad con el príncipe de ~~~es. Las lealtades poht,Ic?s de Warren le colocaron en la rara poslClon -rara para un medrco-
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de tener que insistir en que, a pesar del mejor tratamiento que él podía ofrecer, el rey no mejoraba y, de hecho, no se recuperaría. Ciertamente, el rey conservaba la cordura suficiente para percatarse de que su médico era un canalla: solía llamarle «Richard Rasca!».* El delirio del monarca creó anarquía en su cabecera. Normalmente, cuando los reyes padecían alguna enfermedad física predominaba la etiqueta de la corte. Los médicos no hablaban a menos que les dirigiesen la palabra; recibían órdenes en vez de darlas. A decir verdad, este protocolo de cabecera se observó en los primeros días de la enfermedad del monarca. En una ocasión, cuando el enfermo no permitió que Warren entrase en su alcoba, el médico tuvo que formarse un diagnóstico escuchando los desvaríos del rey por el ojo de la cerradura. El propio monarca trató de conservar el dominio de la situación. Robert Fulke Greville, el fiel caballerizo real, comentó que «Ciertamente, el rey no se sentía vencido en la última lucha y, por Jo tanto, continuaba ejerciendo autoridad, pues parecía ser consciente de no haberla perdido, aunque se había visto mermada». Con todo, la idea de que un rey loco, que a veces se ponía violento, por lo que era necesario dominarlo físicamente, ordenase cómo se le debía curar resultaba demasiado paradójica para durar. Pero, ¿quién podía tomar el mando? La propia reina, aunque sus intenciones eran buenas, a menudo se ponía «histérica». El príncipe de Gales era parte interesada, pues pretendía que se instautase una regencia, y por ende, no podía imponer respeto. Pitt difícilmente podía dirigir la cabecera desde Westminster. ¿Impondrían los médicos el control clínico? El doctor de más categoría era sir George Baker, hombre apacible que se llevó un susto de muerte al verse ante la traumática perspectiva de tener que encargarse del rey. No podemos negar que la perspectiva debía de resultar de lo más amedrentadora. Dar órdenes a un monarca no era conducta propia de un caballero. En todo caso, los médicos debieron de temer por su porvenir si se veían obligados a recurrir a remedios violentos y entonces el rey -¡gracias a sus esfuerzos!- se ponía bien. De todos modos, el doctor no supo hacer frente al dilema (también él se volvió «medio loco», según el chismoso whig Jade Payne). Cuando los dos Jorges se encontraron cara a cara Ja voluntad que triunfó fue la del rey y no la de Baker. En cierta ocasión el monarca
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empujó a Baker contra la pared y le ~izo saber que no, era I?":í?r que una vieja y que incluso «le daba mtedo» hablar con el. A. JU1CI? del caballerizo Greville, Baker, con su constante estado de «t.ndec1sión» sólo consiguió sembrar el caos en la alcoba real. Grevtlle se dio c~enta de que el rey se estaba convirtiendo en el maest~o de la ceremonia de la confusión; no quería hacer esto y no quena hacer lo otro, etcétera. Una vez, al negarse a tomar un baño caliente: organizó tal escena que al final tuvieron que ponerle una camtsa de fuerza. La gente veía que esta confusión en ~a ~abecera estaba e~a~erbando la del propio rey. A éste le dio por md1sponer a unos med1cos con otros. Sin embargo, todo debía de resultar muy desconcertante para su majestad. Philip Wíthers dijo que él y otros tenían órdenes de guardar riguroso silencio en presencia del rey, e~ inter~s de 1~ salud de éste. En cierta ocasión el monarca pregunto a W1thers Sl había ido de caza. Siguiendo las instrucciones, Withers se limitó a hacer una reverenda. El rey repitió la pregunta; Withers repitió la reverencia. No es de extrañar que el rey le agarrase por el pescuezo y le «atacase con tal vigor y tal prontitud», que al final With:rs tuvo que romper el silencio y pedir ayuda. Es claro que el aturd:do rey creía que todos los demás se habían vuelto locos. El leal Grev1lle 1·esumió así la situación: La conducta general de los médicos 110 ha sido tan decidida o firme como exige la ocasi6n. Parecen esquivar la responsabilidad y hasta ahora no han impuesto su autoridad, pese a la insistencia de todos .. . La tarea se hace más difícil debido a las complicaciones de varios controles y varias ingerencias. No deberían turbarnos las decisiones fluctuantes ni desconcertarnos las múltiples instrucciones de otras procedencias. En este momento bajo, a comienzos de diciembre de 1788, lady Harcourt sugirió que se llamara al reverendo doctor Francis Willis, el célebre (o tristemente célebre) doctor de locos que era propietario de un manicomio particular en Greatford, condado de Lincolnshire. Willis había tratado a la madre de lady Harcourt en dicho lugar. La coyuntura era crítica. En efecto, llamar a un médico especializado en locos (al que, además, casi todo el mundo consideraba poco más que un charlatán) representaría reconoc~r de modo ipconfundible que el
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rey estaba loco, además de un voto de «no confianza» en los médicos regulares del monarca. La reina dio su consentimiento muy a su pesar. Willis llegó el 5 de diciembre en compañía de su hijo John y un grupo de sus «hombres», es decir, ayudantes forzudos y entrenados. Cuando el rey se dio cuenta de la enormidad de lo que había sucedido, confesó que nunca más se atrevería a dejarse ver en Inglaterra y que tendría que retirarse a Hannover. Willis -clérigo beneficiado, doctor en medicina por Oxford y, a sus setenta y tres años, una generación más viejo que el rey- hizo lo que nadie se había atrevido a hacer hasta entonces: asumir el mando. En virtud de su confianza inquebrantable en su propia capacidad de curar al rey, se granjeó el apoyo a regañadientes de la reina y de los cortesanos leales (Fanny Burney se convirtió en admiradora especial de ambos Willis). El doctor Willis chocó con la hostilidad glacial y constante de Warren y, en menor medida, de los otros médicos de la corte. Warren seguía considerándose médico principal y, a su modo de ver, Willis -que ni siquiera era miembro del Real Colegio de Médicos- no era más que el custodio del rey. A Warren le gustaba decir que hablaba a Francis Willis «con autoridad» y apenas se dignaba a hablar con el hijo de Willis, John. Greville anotó en su diatío que había «celos entre el cuerpo de médicos»; dicho de otro modo: los médicos se peleaban. Hasta la forma de redactar el boletín médico diario dio pie a discusiones acaloradas: ¿el rey había pasado una <
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o, más adelante, a Kew, sólo para permanecer allf unas pocas horas, al mismo tiempo que seguían atendiendo a su clientela de Londres. A su vez, esto daba a Willis autoridad en la política general de Ia crisis de regencia. Willis era un tory áspero y partidario de Pitt; Su firme convencimiento de que el rey no tardaría en curar alento a Pitt a persistir en sus tácticas dilatorias. Pitt disponía ahora de autoridad médica para replicar a los whigs cuando éstos recitaban los pronósticos pesimistas de Warren. El empeño de los whigs en demostrar que el monarca estaba irremediablemente loco rebotó contra ellos mismos. Sobre todo, Willis demostró ser todo un psiquiatra y no sentir miedo ante el rey. No poseía ninguna teoría psiquiátrica avanzada. Su idea clave era la sencillez misma. La locura era sobreexcitación. La mayor prioridad era la calma. La locura era anarquía. El desiderátum era combatir la confusión con el control. Era necesario que, excepcionalmente, la autoridad médica desplazara la autoridad del rango y la majestad. Willis explicó:
soberano que si continuaba hablando, se vería obligado a hacerle callar o le ordenaba que «se controlara, pues, de no hacerlo, le pondría una camisa de fuerza». Con frecuencia tenía que ponérsela realmente. También utilizaba sillas que restringían la libertad de movimientos. El rey se quejaba de que los Willis le pegaban, pero no está claro si es verdad que usaban más fuerza de la necesaria para dominar a un hombre fornido de cincuenta años cuando se ponía frenético. Pero las amenazas y la fuerza no eran el camino por el que Willis pretendía llegar a la curación. Poseía veintiocho años de experiencia en el cuidado de enfermos mentales y comprendía lo mucho que podía conseguirse valiéndose del carácter, la sensibilidad a los cambios de humor y un tono de voz autoritario: apoyándose, de hecho, en la majestad. Greville -que no simpatízaba mucho con los \Xlillis, pues eran en gran parte responsables de excluirle de la cámara real e instalar en ella a sus propios hombres- tuvo ocasión de comprobar que esto podfa ser muy eficaz. Cierto día el monarca empezó a dar muestras de agitación mientras insultaba a Warren y a los otros doctores:
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Del mismo modo que la muerte, en sus visitas, no hace distinción alguna entre la choza del pobre y el palacio del príncipe, ,tan;bién la insania es igualmente imparcial en sus tratos con sus subdttos. Por este motivo, no hacía ·ninguna distinción en el tratamiento de las personas puestas a mi cuidado. Por consiguiente, cuando mi gracioso soberano se ponía violento, me consideraba en el deber de someterle al mismo sistema de control que hubiera adoptado en el caso de uno de sus propios jardineros de Kew. Dicho con palabras sencillas: le ponía una camisa de fuerza. (En esta visión de la locura como gran igualadora, Willis rompía con la habitual costumbre psiquiátrica de inclinarse ante el rango, aunque en apariencia fuese para fines terapéuticos. Así, su contemporáneo el doctor John Monro explicó al parlamento que a sus pacientes de Bethlem les ponían las esposas, cosa que no hadan en el caso de los pacientes de pago de su asilo privado; éstos eran caballeros y les hubiera «molestado» que les pusiesen grilletes. Esta «molestia» obstaculizaría su recuperación.) El rey tuvo que convertirse en súbdito de \Villis y aceptar sus órdenes como absolutas. Éstas eran respaldadas a su vez por la sanción de la camisa de fuerza. A veces bastaba con la simple amenaza: ~1,1ando el paciente no se sosegaba Willis advertí!l al desmandado
El doctor Willis siguió mostrándose firme y le reprochó en términos decididos, diciéndole que tenía que dominarse o, de lo contrario, le pondría la camisa de fuerza. Así diciendo, el doctor Wíllís salió y volvió con una en la mano ... El rey la miró atentamente y, alarmado por la firmeza del doctor, comenzó a someterse . . . Al desearle el doctor Willis las buenas noches y recome11darle compostura y moderación se retiró. Venía a ser como domar leones. A pesar de ello, Greville se sentía impresionado. Me impresionaron mucho la propiedad y el estilo imponente del lenguaje autoritario que el doctor Willis empleó en esta ocasión. Fue necesario forcejear. Aprovechó la oportunidad juiciosamente y se comportó con un dominio y una fuerza maravillosa. Al alzar el rey la voz para imponerse, Willis alzó también la suya y su tono era fuerte y decidido. Al bajar el rey la suya, bajó también la del doctor Willis ... El rey se encontró con que los poderes del doctor Willis eran más fuertes . . . cedió y recobró un poco la composht· ra ... Parece que fue el primer paso efectivo hacia una recuperación permanent~.
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Willis no se apoyó exclusivamente en cierta osadía al tratar con el paciente, sino que poco a poco fue forjando una relación con él (por ejemplo, jugaba partidas de chaquete con el rey para estimular su capacidad de prestar atención). A veces permitía que el paciente cumpliera sus deseos, dejándole ver a la reina (jugaban a los naipes y cantaban) y alentándole a dar paseos. Y procuraban aumentar su confianza. Le permitía leer (quizá fue debido a Willís que el monarca leyó El rey Lear, aunque apenas necesitaba esta obra para identificarse, ya que el ex primer ministro lord North, que se había vuelto ciego, visitó al enfermo y los dos parecerían Lear y Gloucester en la playa de Dover). Sobre todo, Willis permitía que el rey se afeitara y le dio un cortaplumas para que se arreglara las uñas (los whigs dijeron que esto entrañaba unos riesgos escandalosos). Sin embargo, todos estos privilegios estaban permitidos únicamente en un marco de poder absoluto. Antes de que transcurrieran dos meses desde la llegada de los Willis, el rey ya iba en camino de recuperarse. De vez en cuando sufría una recaída y los Willis echaban la culpa a los irritantes vejigatorios terapéuticos que aplicaran los médicos anteriores. A mediados de febrero de 1789, el rey prácticamente ya había recobrado la nor· malídad, en el momento oportuno para impedir la aprobación de la ley de Regencia. Los Willís reclamaron para sí todo el mérito de la curación y fueron recompensados generosamente por Pitt (Frands recibió una pensión de 1.000 libras al año; John, la mitad de dicha suma). . Pero, ¿fueron realmente los artífices de la recuperación, o siquiera de que ésta se acelerase? Es imposible decirlo. Obviamente, si Macalpine y Hunter están en lo ciérto al argüir que la dolencia del rey era la porfiria, entonces nada de lo que hicieron los \Villis curó al monarca; su recuperación fue espontánea. Pero no hay duda de que, en términos del tratamiento de los síntomas, su llegada fue eficaz porque lograron que en la habitación del enfermo volviese a imperar un ambiente sereno. Y los testigos presenciales tuvieron ocasión de observar la habilidad con que calmaban al rey. Greville lo percibió muy claramente. «Siempre que el doctor Willis se ausentaba de la habitación, [el rey] divagaba confusamente sobre diversos temas, pero cuando el doctor volvía cambiaba de tema, jugaba mejor sus bazas y hablaba con más cautela.» Hasta \Varren tuvo que reconoc~rlo (aunque aprovc;!chó par~ confirmar que, en el fondo, el rey
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seguía estando loco). «Cuando el doctor Willis y su hijo están presentes, su majestad se muestra muy sobrecogido; cuando están ausen· tes, habla y actúa de modo muy diferente.~> Pero, ¿qué pensó el rey al verse sometido a la psiquiatría? Es lamentable, pero poco sabemos al respecto. Su majestad, huelga decirlo, no llevaba ningún diario ni escribió más adelante sus memorias. Para hacernos una idea de lo que pasó por su cerebro durante la crisis dependemos de las notas sueltas que tomaron sus médicos y ayudantes. Estas notas muestran un marcado sesgo político: Warren, por ejemplo, seguía hablando de alienación mental cuando desde hada ya mucho tiempo los Willis señalaban que la capacidad de atención del rey había mejorado mucho. Pero también aparecen muy censuradas. Así, algunos fragmentos indican que el enfermo a menudo fantaseaba en relación con Jady Pembroke, que en otro tiempo se llamaba Elizabeth Spencer y había sido uno de sus primeros amores. Daba serenatas a su «Eliza», se dirigía a la «reina Esthen> y a la «teina Isabel» y, en un momento absolutamente shakesperiano, declaró que ordenaría la disolución de todos los matrimonios. En una discusión tempestuosa con la reina Carlota en alemán, lengua que (¿diplomáticamente?) ninguno de los presentes entendía bien, su majestad, al parecer, le dijo a su esposa que Eliza era su verdadero amor. En otra ocasión, sin embargo, se mostró contrito y avergonzado de revelar sus «ideas equivocadas» y expresó la esperanza de que nadie las hubiese oído. Pero no sabemos con exactitud a qué se referían las fantasías y las afirmaciones del rey. El discreto Greville se limitó a anotar repetidas veces que el rey hablaba «indecentemente» o se enzarzaba en «conversaciones impropias», e incluso en estos casos Greville sentía la necesidad de justificar su propia osadía señalando que toda información sobre la salud del rey podía ser valiosa. Francis Willis, por supuesto, no hizo ningún análisis protofreudiano de los deseos eróticos del monarca y, en vez de ello, «le echó un sermón severo sobre sus conversaciones impropias». En su último acceso de locura, el rey (convertido ya en el patriarca barbiblanco «triste, loco y ciego» que Shelley describe) era cada vez más dado a sostener conversaciones con los muertos y creía que la nación iba a padecer una gran inundación. El doctor William Heberden el Joven escribió: «parece vivir ... en otro mundo, y ha perdido casi todo el interés por las cosas de éste». · En ninguno de sus accesos de locura negó el rey q11e padeciera
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un trastorno. Al trazar planos nuevos para Kew House, bromeó: «no está mal para un loco». Pero parece ser que en todo momento conservó Ia percepción de que lo esencial de su dolencia era una lucha en pos de autoridad. Cuando jugando a los naipes, este juego que tanto simboliza el poder real, garrapateó en una nota: «Sir Richard \Varren Baronet Primer Médico del Rey», era su forma de dejar bien claro quién seguía siendo el rey de la baraja: de hecho, suplicó a Willis que se llevara a Warren a Greatford. Cuando una regencia pareció inevitable, el propio rey redactó la lista de los que formarían el gabinete de regencia, colocando al arzobispo de Canterbury en ptimer lugar y relegando al príncipe de Gales. Sabía que el caos político era anatema. «La constitución inglesa es la mejor del mundo», comentaba en sus desvaríos, «si tiene un defecto, es el de no ser digna de un rey». Y era muy consciente del delicado equilibrio de poder entre él mismo y sus médicos. Es probable que desde el principio detestase a los Willis, porque éstos no intentaban ocultar que le estaban tratando como a un loco. Expresó claramente la aversión que le inspiraban cuando fueron llamados durante su siguiente acceso de insania en 1801. En esta ocasión el doctor John Willis, a quien ahora ayudaban su hermano menor, Robert Darling, y otro hermano, Thomas, que era clérigo, ejerció su poder incluso con menos comedimiento que en ocasiones anteriores. Si los \Villis pudieron actuar así, se debió en parte a que se habían metido en el bolsillo a Addington, el débil primer ministro. Willis escribe que Addington les dio permiso para <> si surgía la necesidad. A veces, durante esta crisis, aislaban por completo al enfermo del mundo exterior y no permitían que la reina entrase en sus aposentos. Además, insistían en examinar los documentos de estado gue se presentaban al rey para asegurarse de que no le causarían angustia. Y en una ocasión, durante su convalecencia y después de quedar oficialmente fuera de su control, llegaron al extremo de secuestrarle, en una extraordinaria operación de capa y espada, cuando el monarca se dirigía a Kew y durante casi todo un mes lo tuvieron literalmente prisionero. A pesar de todo, el rey aceptaba el régimen de los Willis porque necesitaba recuperarse y sabía muy bien que tnmbién a ellos les interesabn su recuperación, mientras que a Warren le interesaba que le declarasen permanentemente insano y se instaurase una regencia. Así pues, el paciente loco y lo~ médicos de locos necesitaban
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hacer causa comú.n .. Debido a ello,. a veces el rey cooperaba gustosamente con los Wilhs, como, por eJemplo, cuando el 7 de febrero de 1789 despidió a los demás doctores, que se quedaron perplejos («¡Pobre hombre, qué loco está!», susurró audiblemente Warren al salir). Pero en otras ocasiones consiguió engañar a los Willis, como la vez, en 1801, en que se declaró en huelga y se negó a firmar papeles o documentos de estado hasta que los Willis accedieran a su petición de visitar a la reina. Durante todo el reinado del monarca estuviera éste loco o cuerdo, las maniobras· políticas continuaron coro~ de costumbre.
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Q~izás en Dinamarca llevaran mejor estas cosas. La monarquía escandmava fue gobernada entre 1766 y 1808 por el cuñado de Jorge III, Ctistián VII (casado con Caroline Mathilde, hermana de Jorge_). Durant: la práctica totalidad de dicho período Crístián fue considerado mas o menos loco. El poder efectivo se hallaba en manos de un consejo encabezado por el hermano del rey; pero, a falta de una regencia oficial, Cristián siguió obrando de acuerdo con las reglas de la majestad, convertido en un auténtico rey loco. Escribe Thomas Malthus que el enajenado monarca pasaba revista a sus tropas durante las guerras napoleónicas. Tod~s las fuentes danesas de la época se mostraban extremadan:e_!l~e cucunspectas al hablar del «estado» del rey, por lo que es d1fr<;tl sa?e~, con certeza en qué consistía su dolencia y cuándo empezo. Cnstran~ al que todas las crónicas presentan como un joven ~g~do Y sofis.tlcado, parece que celebró su subida al trono en 1766 tmttand? la v1da de un libertino. Encontramos insinuaciones de borracheras, J.~ergas .de s.emüncógníto en la ciudad, y desenfreno sexual. Con:o dtJO el histonador Reddaway, Caroline Mathilde «no acertó a cauttvar» a su esposo (se dijo que en la noche de bodas Cristián se quejó de que él tuviera que llevársela al lecho cuando había tantos o_tros hombres que podían hacer el trabajo). El rey tuvo varias quer~das, entre las que destacó la fornida y aristocrática «Booty Catherme», Y se habló de flagelaciones y otras prácticas desviadas. Pero n~~a de tod? esto parecería muy irregular en una corte del antiguo r:gtmen Y Ciertamente no se consideraría como una señal de locura. Sm embargo~ ya en 1768 se observó cierta volatilidad en las emodon~s. del rey Y, en una maravillosa parodia de Hamlet, le enviaron a vrsttar Inglaterra en bien de su salud. Al parecer, las conversaciones
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con su cuñado y las visitas turísticas dieron resultado porque, según se dijo, al volver a Dinamarca era un hombre más sobrio. En vista de ello, resulta difícil explicarse los acontecimientos repentinos de los dos años siguientes. Porque la seria y lenta autocracia sufrió una dramática revolución palatina. En el plazo de unos meses se puso en marcha un desordenado programa de reformas que modernizó la burocracia, abolió privilegios y atacó la ineficiencia, todo ello envuelto en las galas de la ideología de la Ilustración. Cabe que fuese obra del rey y, desde luego, más adelante se consideró que era un síntoma de que había perdido el juicio. Es muy probable que el artífice fuese el carismático médico del monarca, el alemán Struensee, .que se había ganado la atención de Cristián y algo más que la atención de Caroline. Fuera quien fuese el causante de aquellos turbulentos meses de reforma -más adelante Struensee insistiría en que todo fue obra del rey-, lo cierto es que la élite política tradicional se sintió ofendida. Y se vengó. En enero de 1772 protagonizó un golpe de estado. La reina fue detenida; Struensee, encarcelado y juzgado. Se le acusó oficialmente de arrogación impropia de poderes, pero todo el mundo sabía que Struensee tenía relaciones adulterinas con la reina (hasta Cristián había bromeado diciendo que su segundo hijo lo había engendrado el Espíritu Santo) y esto bastó para perderle. Struensee acabó en el patíbulo, ahorcado y descuartizado. A Caroline la tuvieron sometida a estrecha vigilancia y a Cristián le permitieron continuar su existencia de marioneta, sumido en sueños y perdido en otra mundo:
No está claro qué era exactamente lo que le pasaba a Cristíán. A principios del presente siglo, el psiquiatra danés Christiansen intentó demostrar que el rey padecía demencia precoz y .sugirió que la causa era la masturbación. Sin embargo, poco sabemos salvo que a veces se ponia violento (destrozaba mesas y ventanas), que se deleitaba con juegos de palabras en varias lenguas ( «lch hin confus») y que creía erróneamente que era expósito, huérfano, y que el ombligo le estaba desapareciendo. Lo que es significativo es que durante una generación reinara en el país un señor de la confusión.
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En los primeros tiempos de su delirio, cuando empezó a hablar en tercera persona, el rey Jorge III dijo en broma que lo hacía para poner freno a su locuacidad, pues temía ser «tan elocuente como el señor Burke» y decir «demasiado sobre cosas insignificantes». Así pues, el rey se convirtió en su propio bufón. Su majestad no necesitaba la percepción especial de los locos para darse cuenta de que su viejo enemigo presentaba muchos de los síntomas de la insania. A decir verdad, después de un debate parlamentario sobre la salud del rey, Burke encontró un boletín que alguien había dejado en su propio banco de la cámara de los comunes: «Muy irritable por ]a tarde, no duerme nada por la noche y muy intranquilo esta mañana». Existía la creencia general de que el emocional y obsesivo Burke iba camino de la locura. Boswell escribió que echaba <
Cuando se viste puede pasarse horas enteras sentado, sin decir nada, con los ojos fijos, la boca abierta, la cabeza baja, al igual que una persona que no siente nada. Le conozco [escribi6 el príncipe Carlos de Hesse] y no he olvidado esa actitud, que siempre presagiaba alguna escena violenta y alguna revolución que se está fraguando, y es en estas ocasiones que su mente, por naturaleza muy activa y animada, pero muy deprimida por mil causas, la principal de las cuales es física, funciona con la mayor fuerza, traza planes nuevos, toma resoluciones violentas que, sin embargo, no poseen estabilidad, ni siquiera representan un peligro para aquellos contra quienes se forman.
Sus mismos rasgos, y los movimientos ondulantes de su cabe· za . . . algunas veces parecía próximo a la alienación de la mente. Ni siquiera sus amigos podían inducirle siempre a atender a razones y protestas, aunque a veces le impedían abandonar su asiento, suje· tándole por los faldones de la levita, para evitar las ebulliciones de su ira o de su indignación. -.~::.:~·r:
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Burke reconocía personalmente padecer una profunda <
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ses juiciosos la idea de que la revolución francesa fue un act? público de locura. La llamada «racionalidad» de la edad de la razon era en realidad una delusión. La fe ciega en que el fiat legislativo de libertad, igualdad y fraternidad redimiría el mundo ·.en un abrir Y. c;rrar de ojos era la clase de delusíón horrible que abr1gaban los anttheroes de Swift. Y la revolución sanguinaria misma era puro terror, un paroxismo loco. . Muchos, no obstante, interpretaban de modo muy dtferente la psicopolítica de la revolución francesa. La caída de la Basti!la pare· da simbolizar la liberación de la mente humana de las mamllas que tradicionalmente la atenazaban, tanto las materiales, de hierro, como las «forjadas por la mente», los cocos de la supersti~i?n, la i~noranci~ y el error. En el París revolucionario, el doctor P~ilippe Pmel corto las cadenas de los locos encerrados en la Salpetnere; fue un gesto de liberación psiquiátrica, un nuevo amanecer en el tratamie?:o de los locos. Y casi al mismo tiempo los cuáqueros Tuke prohtb1eron esencialmente el uso de la fuerza física, sustituyéndola por la terapia moral en su nuevo asilo el Retiro de York. En todas partes los ..;' . desplazamientos del poder' político encontrare? eco er: e~, 1e_nguaje nuevo de la psiquiatría, a la vez que las relaciOnes ps1qu1atncas se comentaban utilizando el idioma de la política. En esta situación de flujo, parecía que el poder --el po~:r de la autori~ad y el _de la locura- residía en la mente: percepc1on que en Francta fue senalada por la acuñación del término «ideología» y en Inglaterra por la expresión trivial «marcha de la mente». A ojos de mucha, ~ente de la época, este nuevo imperio de 1~ intelectual sobre, lo ftstco -lo que los psiquiatras llamaban «terapta moral»- parec1a la 1~arc~ del progreso. No obstante, como ha recalcado el filosofo frances Mtchel Foucault, tenía -y, de hecho, ello era visible- su dimensión. más siniestra, un potencial para un dominio más sutil y más encub:er~o, para el lavado del cerebro y, más adelante, para abusar de la ps1qU1a· tria con fines políticos. Buen ejemplo de ello es la carrera de James 7 Tilley Matthews. , . ., Matthews, que se dedicaba al comercio del te en Londr~s, s1?t1o como Wordsworth la emoción del nuevo amanecer revoluc10nano y en 1793 marchó a París donde tuvo oportunidad de conocer el mesmerismo. Deplorando eÍ estallido de hostilidades entre Inglaterra y Francia, se le metió en la cabeza la idea de organizar una misión de paz, cautivado como estaba por la doctrina mesmérica de la armonía.
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Tras una audiencia con lord Liverpool, Matthews se dispuso' a empezar negoCiaciones con las autoridades francesas. Sin embargo, la toma del poder por los jacobinos echó por tierra sus planes. Era obvio que los jacobinos no confiaban en él, pues simpatizaba con Dantón y, en todo caso, eran hostiles al mesmerismo, que, a su modo de ver, era una muestra de la decadencia aristocrática: de hecho, confiscaron los bienes del propio Mesmer. Matthews se encontró con que sospechaban de él. Como escribiría más adelante en una carta dirigida a lord Liverpool: «Me vi convertido igualmente en blanco de intrigas . . . se falsificaron cartas ... se descubrieron complots cuyo centro era yo». Por suerte para él, «¡No me da miedo ni todo un ejército jacobino!». Sin embargo, los jacobinos le encarcelaron en 1793. Al cabo de un tiempo fue puesto en libertad y consiguió volver a Inglaterra en marzo de 1796, convencido de que su misión era salvar a Inglaterra. Él y nadie más que él estaba al corriente de un vil complot para «entregar a los franceses todos los secretos del gobierno británico, instaurar la república en Gran Bretaña e Irlanda, y, en particular, desorganizar la armada británica, crear en ella tal confusión, que las fuerzas militares francesas pudieran moverse sin peligro». El arma secreta que los franceses empleaban para alcanzar tan terrible objetivo era el mesmerismo. Desde un buen principio cundió la creencia de que el mesmerismo tenía un gran potencial para hacer daño. El propio Franz Anton Mesmer, el doctor vienés que había sido el primero en desarrollar la técnica «hipnótica», había sido expulsado de Viena y de París porque se temía que sus poderes hipnóticos le daban un dominio absoluto sobre los pacientes, las mujeres jóvenes en particular, que caían «bajo la influencia». Los peligros del mesmerismo fueron subrayados en Inglaterra antes incluso de la Revolución francesa. En 1788 Hannah More previno a Horace Walpole contra la «mixtificación demoníaca» que tanto había arraigado en Francia y empezaba a· echar raíces en Inglatena. Las consecuencias políticas subversivas fueron destacadas por otro escritor inglés enemigo del mesmerismo, John Pearson. Tal vez los ministtos de la corona, en su búsqueda del poder absoluto, abusarían de la «influencia» mesmérica: _...,.
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Si el ministro teme que algún orador turbulento se oponga a una moción favorita, puede, mediante la elocuencia de sus dedos,
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dormir al molesto diputado; o si el caballero ya se ha puesto en pie, lanzando invectivas contra la mala ,administrad~,n, puede que encuentre otra ocupación para este Demostenes, sumtendolo en una crisis. Settún Pearson la amenaza era real: «Podéis decir que este poder
pu~de resultar 'una máquina peligrosa en mános de una admini~tr~ ción corrupta». Por suerte, el remedio estaba al alcance y conststla en tomar contramedidas: Pero recordad señor, que los patriotas pueden valerse de la misma arma, de t~l modo que en un dia de asuntos públicos, Saint Stephens * mostraría una abigarrada ~!Scena de di~ut.a~os profundamente dormidos o presa de convulswnes. Consntuma una nueva era en la historia de la influencia ministerial. De pronto nos encontramos nuevamente en el mundo del whig Burke, con su oratoria hipnótica, y del tory Francis \Villis, con su capacidad de inmovilizar a un loco con la mirada. De hecho, se habían enfrentado en una comisión de la cámara de los comunes Y Burke había dudado de la capacidad del viejo matasanos. Con voz atronadora, Burke preguntó por qué Willis estaba tan seguro de poder controlar al rey. «Colocad las velas entre nosotros, señor Burke -replicó el doctor, en tono igualmente autoritario- y os daré una respuesta. ¡Aquí tenéis, señor! ¡Con el OJO! Le miraría así, señor ... ¡así!» Burke apartó al instante la cabeza y, sin replicar nada, recono· ció evidentemente esta autoridad de basilisco. La autoridad del ojo, de la voz, o, de hecho, de los rayos mesméricos: todo formaba parte del nuevo aparato de «control mental» que florecía en tiempos de la revolución. Eran específicamente los rayos mesméricos los que perturbaban a James Tilley Matthews. Equipos de lo que él denominaba «espías magnéticos» se habían infiltrado en Inglaterra. Estaban ocupando posiciones estratégicas
* De 1547 a 1834, año en que fue destruida por un incendio, la capilla de San Esteban (Saint Stephens) en el palacio de Westminster fue el lugar donde se reunían los comunes. (N. del t.l
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«cerca de los edificios del parlamento, el almírantaztto la tesorería "' de ' aire>>) para' arma dos con máquinas (llamadas <
' etceter~>~,
. Declaro que, su ~eñ?:ía es en todo el sentido de la palabra un t~a1dor de lo mas dtabohco. Tras una larga vida de iniquidad polf· tlca ~ real, durru;te la cual. su señoría, adulando y engañando, y contr:buye~~o ma~ que na~te a engañar a su rey, quien creyendo sus htpocntlcas (szc) profes10nes, en detrimento de muchos de los amigos del país os ha colmado de honores y emolumentos os habéis convertido en autor de maquinaciones de traición fundamentadas . en las más extensas intrigas. ·
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Matthews revelaba haber descubierto que, de hecho, lord Liverpool estaba confabulado con la Francia revolucionaria y los C011spiradores mesméricos y le informaba de que sabía que «de hecho, perpetrasteis el asesinato del infortunado monarca», es decir, Luis XVI. A decir verdad, para Matthews estaba claro que los gobiernos, británico y francés se habían confabulado para que la guerra con:muara y causase «el asesinato de ambas naciones» con el fin de «pnvarme Je existencia~> y «sacrificarme a la furia popular». . Habiendo descubierto la perfidia del regicida oculto, lord Ltverpool, Mathews se presentó en la cámara de los comunes, donde acusó al ministerio de «pérfida venalidad». Obligado a comparecer ante el consejo privado, que procedió a interrogarle, fue encerrado en Bethlem en enero de 1797, después de que el lord canciller Kenyon desoyera las protestas de su familia en el sentido de que no estaba loco. Con todo, ¿qué hizo su confinamiento (argüiría más adelante Matthews) sino corroborar su propia acusación de que el gobierno era en verdad la marioneta de una banda de asesinos mesmérícos enviados a Inglaterra para silenciarle? Una prueba más de lo que decía era el hecho de que, al poco de su detención, las bandas -libres ya de sus esfuerzos por frustrar sus propósitos- pudieron hipnotizar a la armada británica y provocar el motín de Nore. Encerrado en Bethlem -donde se dio la espléndida ironía de que · otro paciente, Urbane Metcalf, se creyera heredero del trono de D~a marca-, Matthews se sintió totalmente a merced de sus perseguldores, pues ahora, de un modo u otro, los mesmeristas france~es. co~ta ban con la complicidad de los médicos de locos de la prop1a mstttucíón. Atacado por una impía confabulación en la que participaban los O'obiernos francés y británico, así como Bethlem, Matthews em· pezÓ a dirigirse al universo en busca de una reparación. Al estilo de Napoleón, redactó un documento que empezaba diciendo: «James, Absoluto, único, Supremo, Sagrado, Omnümperioso, Archigrande, Archisoberano ... Archiemperador». En ella ofrecía recompensas fabulosas a quienes estuvieran dispuestos a asesinar a sus enemigos. Pero permaneció en Bethlem. En 1809 su familia exigió que le pusieran en líbertad y dos médicos distinguidos, los doctores Birkbeck y Clutterbuck, dieron fe de que estaba cuerdo. Se opusieron a este testimonio los médicos de Bethlem, que arguyeron que Matthews estaba tan obsesionado como siempre, «a veces un autómata al que mueven los demás . . . y otras,
el emperador del mundo entero, dirigiendo proclamas a sus desobe-
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dientes súbditos y expulsando de sus tronos a los usurpadores de sus dominios». Para corroborar su locura se adujo el testimonio de otros m~d~cos, incluy~ndo (la ironía es magistral) tanto a Robert Darling Wdl1s como a s1r Locas Pepys, antiguos adversatios en el tratamiento del. rey Jorge . .Tohn Haslam, el apotecarío de Bethlem, creía que la me¡or manera de probar que Matthews seguía siendo víctima de delusiones consistía en dejarle hablar por sí mismo: y simplemente publicó la historia escrita por el propio Matthews en un volumen malicioso pero delicioso titulado Illustrations of madness: exhibiting a singular case of insanity, and a no less remarkable diferences in medical opínion: developing the ttature of att assailment, and the mamzet' of workitzg events,· with a description of the torlttres experienced bv bomb-bursting, lobster-ct·acking, and lengtbenbtg the brain. EmbeÍlisehd with a curious plate (Ilustraciones de la locura: mostrando un caso singular de insania, y una diferencia no menos notable de la opinión médica: desarrollando la naturaleza de un ataque, y la manera de suceder los acontecimientos; con una descripción de las torturas experimentadas mediante el estallido de bombas, el rompimiento de langostas y el alargamiento del cerebro, Adornado con una lámina curiosa) (1810), Tal como el título de Haslam daba a entender se· tra:aba de otro caso en el que los doctores de locos no tenían pUl;tos raciOnales en común, un caso de locura médica. Haslam añadía con desprecio que «siendo la locura lo contrario de la razón v del buen sen;ido, como la luz lo es de la oscuridad, lo recto de Ío torcido, etce_tera, parece portentoso que puedan albergarse dos opiniones contrartas sobre el asunto»: ¿Estaban Clutterbuck y Birbeck en su sano juicio?
~o está claro si Bitbeck y Clutterbuck ignoraban al principio las teortas de Matthews sobre la conspiración francesa o si las conocían Y las consideraban totalmente racionales, como quizá hubiera hecho ~urke. Desde luego, muchos hombres de principios de siglo, en especral el abad Barruel y John Robinson, ptopusieron teorías sobre una conspiración en toda regla al hablar de la naturaleza de la revolución, Y lejos de encerrarles en el manicomio, fueron tratados por todos como héroes públicos. De hecho, Barruel, ex:~ctamente igunl que Mntthews, cre1a que el mesmerismo andaba metido en complots revolucionarios. · Matthews pasó varios años más en Bethlem. Mataba el tiempo
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trazando planos arquitectónicos par~ el nuevo edificio de Bethlem; algunos de ellos sirvieron para construir el edificio que existe todavía en Lambeth y que, apropiadamente, aloja el Museo Imperial de la Guerra. Cuando finalmente salió de Bethlem, fue trasladado al manicomio del doctor Fox en Hackney, donde encontró ocupación en calidad de <
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presentado como precursor del psicoanálisis de Freud (se recordará que éste, en_los ~omienzos de su carrera, intentó, aunque sin éxito, emplear .el htpnotrsmo con fines terapéuticos). Por supuesto, la «han- 7 da de siete» de que hablaba Matthews, la que violaba la mente (llenándole de mesmerismo), era toda «imaginación», sólo existía «en el cerebro». Un mundo de reyes y súbditos producía un mu..."ldo loe~ Y mimético de omnipotentes e impotentes, de emperadores y ~utomatas (cabe recordar que la palabra checa robot significa «trabaJO de esclavo»). El mundo revolucionario que entró en erupción en las ~ostrimerías del. siglo xvur era un mundo en el que los reyes perd1an la cabeza, literal y metafóricamente, y citoyens del nuevo amane~er tales como James Tilley Matthews oscilaban violentamente de la hbcrtad a_ la reacción, sin estar seguros de si la revolución era razonable. No tlene nada de extraño que los parisienses acudieran en gran número a Charenton para presenciar los espectáculos que montaba Sade.
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Virginia Woolf desconfiaba muchísimo de Freud. De niña había sido objeto de abusos sexuales, por lo que difícilmente cabía esperar que aplaudiese la interpretación freudiana de tales .recue~dos .como esencialmente ({histéricos», señales de fantasías destderattvas 111fantiles. d F d Lo que es seguro es que veía con suspicacia el empeño e ,r:u en anatomizar la creatividad. A veces Freud desarmaba a sus crtttcos (<
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Arranca de una todo lo que tiene forma, decisiva no en simples adarmes, como hace la cordura». Woolf era, en este aspecto, una platónica moderna y metafórica. Platón había argüido, en el Battquete, en Fedro y en otras partes, la existencia de un espíritu o furor místico enviado por el cielo y por medio del cual se «inspiraban» unos pocos elegidos: <
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La estrategia escéptica del propio Montaigne era la opuesta: presentar al hombre de letras como un ser más bien corriente, aunque, al mismo tiempo, individual. Y es claro que Shakespeare pretende ser irónico cuando hace que Teseo, en El sueño de Uíta nocbe de verano,
de Carlos II, y que, a raíz de una serie de trifulcas, acabó confinado en Bethlem y en un manicomio privado que tenía en Finsbury el doctor Allen, médico de Bethlem. Mientras permanecía encerrado, tras ser declarado oficialmente loco, escribió una serie de poemas que, al salir del manicomio, publicó con el título de Lucida intervalla, es decir, «intervalos lúcidos», en 1679. Como versos, no son memorables. Como apologiae autobiográficas son intrigantes porque llevan un doble juego. Como noticias procedentes de dentro, recurren a la tradicional prerrogativa de que goza el loco: la de ser el tonto con licencia para quejarse y declarar que el mundo entero está loco (a modo de epígrafe, toma en préstamo la semel insanivimus omnes de Burton). Al mismo tiempo, con todo, quiete vindicar su propia razón y usar su capacidad de versificar como prueba de su cordura. Afirma que está completamente cuetdo, o al menos. lo estaría si un médico de manicomio no le estuviera tratando mal:
declame que El loco, el amante y el poeta en imaginación consisten.* Las relaciones entre el arte y la locura eran, pues, complicadas. Nu~e rosos autores del Renacimiento y la Ilustración crearon personaJeS locos o necios en sus obras Y. novelas como másc?ras o portavoc;s de ellos mismos: el don Quijote de Cervantes, posiblemente el Tnstram Shandy de Laurence Sterne, posiblemente el sobrino del Rameau de Diderot son todos, al menos hasta cierto punto, el, ~oble de su autor, si bien un doble distanciado. Con todo, no es facü encontrar a muchos que vistan su propio yo con el manto de la locura. ~1 «arte» y la habilidad artística, más que la inspiración, eran consrderados como el distintivo del escritor o del artista, y las estructuras de mecenazgo del tradicional mundo de las letras ofrecían ar?~mentos sólidos a favor del conformismo social en vez de la excentr1c1dad en
el artista.
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Dice él, que más ingenio que el doctol' tenía, la opresión a un hombre sabio hará loco; Por ende, Religio lvfedici (¿te importa?) esto no es locura de suerte alguna: mas fluyen naturalmente de aquí (pienso yo) rabia poética, pluma afilada y bilis en tinta.
. .
No equivale esto a decir que la «imaginacióm> Y e_1 «gema» ,"!·slo-
Hombre sobrio, decidtne, ¿qué puede op:dmir tnás
nario no fueran valorados en su justo precio en los crrculos cntxcos. Pero la teoría clásica, tal como la tnodificó la psicología emp~rica de la Ilustración, insistía en que la imaginación no debía ser vac;l~n te idiosincrática y visionaria, sino que debía atenerse a la sohda información de los sentidos y ser templada por el juicio. El verdade;ro <>enio era un impulso orgánico y sano, el de combin~r las ro~tenas ~rimas de la mente. La patología de la imaginación o del gemo ma-
que el uso de la fuerza por locos p:ua que se confiese loco?"' La delusión bajo la que se afana el mundo consiste en confundir la inspiración poética -que él posee- con la locura, que le poseería: Doctor, este desconcertante acertijo os ruego me expliquéis: A otros vuestra física cura, mas yo me quejo de que en mí hace todo lo contrario, y hace de mi un poeta, que, dicen, está loco. La verdad es que en buen estado se halla mi cerebro
leada -del Parnaso pervertido por Bedlam- fue :~plorada en l~s sátiras sin piedad de Swift, Pope y los demás neoclasicos por med1o del recurso del escritor loco. · No es extraño, por lo tanto, que los laureles del poeta loco a veces fuesen rechazados específicamente. No es mucho lo que se sabe de James Carkesse, aparte de que en un tiempo trabajó en el ~inis terio de Marina, a las órdenes de Samuel Pepys, durante el remado
* «The Iunatic, the lover and the poet 1Are of imagination all compact,¡>
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* «Says He, who more wit than the Doctor had, 1 Oppression will make a wise man Mad; ... 1 Therefore, ReligÍo Medici (do you mind?) 1 This is not Lunacy in any kind: f But naturally flow hence (as I do think) f Poetic Rage, sharp Pen, and Gall in Ink. 1 A sober Man, pray, what can more oppress, 1 Than force by Mad-mens usage to confess 1 Himself for Mad?¡>
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más lo sabe Apollo que su médico: es enfermedad del curandero, no mía, mi poesía el ciego monstruo tomó por locura.*
co y sus bardos concedían gran valor al solitario con su sentimiento intedot (el poeta de segunda fila Edward Young hablaba «del extra· ño de dentro»). En escritores elegíacos como Thomas Gray, la me· lancolía volvió a ser la comadrona del arte. Pero, por supuesto, es con el romanticismo que el vinculo indisoluble entre la locura y el genio artístico encuentra justificación como experiencia autobiográ· fica, incluso como el escudo de armas del talento. A veces lo que se pone de relieve es que la locura (o, de forma más general, el gran tormento) es el yunque del arte noble. A veces el mensaje es prome· teico y afirma que la locura es el precio que hay que pagar por la creación. El arte es, pues, un demonio, un ángel exterminador; se cobra un tributo terrible; quema al artista. Para producir arte sublime, el artista ve minada su salud, mental o física. En todo caso, esta doctrina romántica que veía el genio como doble de la locura y viceversa elevó el arte hasta el éxtasis e hizo del artista o del escritor la analogía estética del profeta dotado de poderes ajenos a este mundo. La creencia romántica en la locura creativa encontró exaltada expresión en el punto de vista de William Blake. Éste presentaba el arte como «visionario». Repudiando el empirismo y el materialismo de «visión única» que cultivaban Bacon, Newton, Locke y (en la pintura) sir Joshua Reynolds, Blake insistía en que «sólo las cosas mentales son reales». Después de todo, el arte, a pesar de la doctrina ortodoxa, no consistía en imitación. El concepto «ilustrado» de la imaginación que terúa Locke, el concepto que hablaba de la construcción de imágenes a partir de sensaciones, era falso, como lo era también la reducción de lo «visionario» a lo «imaginario» que hacía el doctor Johnson. En cambio, Blake opinaba que la imaginación eta el poder que daba forma a las visiones. Como tal, era el sine qua non, el espíritu vivo, del arte. La imaginación era la prerrogativa de los locos. «Todo este mundo es una visión continua de fantasía o imaginación.» Blake se alegraba de su locura. Era, a su modo de ver, un estado envidiable de fecundidad y salud artísticas. En un sueño o en una visión se imaginó a Willíam Cowper pidiéndole ayuda:
Carkesse insiste en que la verdadera prioridad estriba en distinguir a poetas como él de los locos y poner fin a la siniestra doctrina de «nullum magnttm ingenium ( absit verbo invidia) sine mixtura dementíae»: no hay gran ingenio que no esté mezclado con locura: Pasa por verdad corriente que siempre un poco de locura a mucho ingenio acompaña, extraño es en sobria tristeza: de ahí que les llamen, confabulados pobres y ricos, locos, cuyo iltgenio está por encima de la norma. Mas sin duda cuando los amigos y tú me declarasteis loco vosotros erais quienes habíais perdido el 'juicio, engañados por la luna.** Carkesse afirmaba que el doctor Allen (a quien llamaba «curandero de locos») le habfa dicho que «hasta que dejara de hacer versos, no estaría en condiciones de ser dado de alta». Con todo, ¿qué demostraba esto sino la locura del doctor? Porque la verdadera poesía no era la fuente ni el síntoma de la locura, sino apropiadamente medicinal: ¿por qué otro motivo era Apolo dios tanto del canto como de Ia curación? Si la asociación popular de la locura con la poesía comportaba el peligro de acabar en el manicomio, no es extraño que los poetas evitaran abrazarla. Poetas del período georgiano como William Collins y William Cowper tenían sus paroxismos de locura, pero no hay ningún indicio de que viesen la· insania como fuente de inspira· ción. Cabe que, de hecho, la falta de un fuerte sentimiento poético contribuyera a que Collins se sumiese en una melancolía malsana. La «sensibilidad» del siglo XVIII y el redescubrimiento de lo góti-
* «Doctor, this pusling Riddle pray explain: / Others, your Pbysick cures, but I complain /lt works with me the dean contrary way, / And makes me poet, who are Mad they say./ The Truth on't is, my Brains well fixt condition / Apollo better knows, than his physitian: 1 'Tis Quacks disease, not mine, my poetry /By the blind Moon-calf, took for Lu1racy.» ** «lt goes for curren/ truth, that ever sorne madness f Attends much wit, 'its st1·ange in saber sadness: / Hence they are call'd, by Plot of poor and rich, 1 Madmm, whose tvít's above the standard pitch / But sure, when Friends and you me Mad cot1cluded, 1 Twas you your senses lost, by th'moon deluded.»
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Cowper vino a mí y me dijo: «Ojalá estuviera loco siempre. Jamás descansaré. ¿No puedes hacerme verdaderamente insano? ... Tú conservas la salud y, pese a ello, estás tan loco como cualquiera de todos nosotros -más que todos nosotros-, loco como refugio del descreimiento ... de Bacon, Newton y Locke».
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Hasta cierto punto, claro está, la «locura» de Blake debería ~erse como metafórica, un ardid que le permitiría distanciarse del .raCionalismo mundanal y de los artistas comerciales. ~lake n:cesltaba su propio mundo: «Debo crear un sistema o me vere esclavizado por el de otro hombre. No razonaré ni compararé: lo mío es crean>. Ne:ct'sitaba una persona que le permitiera perturbar a la gente con proverbios del infierno. Así, cuando escribe: «¿Qué, se preguntará, cuando sale el sol no ves un disco redondo de fuego que se parece un poco a una guinea? Oh, no, veo una compañía innumerable de la hueste celestial exclamando Santo, Santo, Santo, es Dios Todopoderoso», lo que hace es provocar al mismo tiempo que expone un argumento serio sobre la inescapabilidad de lo subjetivo. Le gustaba aceptar la «calumnia de locura» que le lanzaba el mundo; hacía de él otro hombre un hombre inaceptable, le daba licencia para protestar, para denunci~r la verdadera locura de las «manillas forjadas por la mente» de una civilización que negaba la vida. Pero sería un e:r?r dar a entender que se trataba únicamente de una pose, de retonca autodramatizante. El romántico religioso Blake creía literalmente que a menudo escribía bajo «dictado inmediato». Conversaba familiarmente con los profetas y también con su hermano muerto; Y él Y su esposa, desnudos, se sentaban en el jardín recordando el paraíso. Blake era un tío raro. · Sin embargo, nunca recibió cuidados psiquiátricos y tampoco fue internado jamás en un asilo. Sin duda, ello obedece a muchas r~zones y no es la menos importante el hecho d~ que contara con su~~1entes protectores comprensivos como para ev1tar que sus excent~1~1dades le metieran en lios g1·aves. Pero también tuvo la suerte de v1v1~, poco antes de que la mitología del romanticismo, con su celebrac10n de las nupcias del genio con la locura, dejase de. ser un. c?n<;epto, un jeu d'esprit, y pasara a formar parte de la puJan~e. disc1ph?a de la psiquiatría. Aspectos de la ideología del romantiCismo dejaron su huella en doctores de la mente además de en artistas y estetas. Por · ese medio se volvieron peligrosos. Primero Pinel en la Francia revolucionaria y, al mismo tiempo, en Inglaterra, los Tuke, con su terapia moral, se hicieron eco del optimismo liberacionista de la revolución liberando la m~nte de la tiranía de los grilletes de hierro. Pero luego, un p~co mas ~de!an~c y especialmet1te en Alemania, en las ideas de Red, la ps1qmatna representó de forma creciente la insania misma como noche oscura
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del alma, perversión de la voluntad, una indocilidad casi propla de Byron. Y a mediados del siglo XIX, la image11 «byrónica» o bohemia ( que el propio romanticismo tardío tenía de sí mismo ya la estaban · transformando los psiquiatras en la nueva categoría diagnóstica de la degeneración decadente. Como tal, la vinculaban cada vez más (aunque especulativamente) a una supuesta etiología orgánica: el vuelo romántico fue obligado a aterrizar convertido en enfermedad somática o, como mínimo, en uno de los síntomas principales de trastornos degenerativos tales como la consunción, la neurastenia o, de hecho, la sífilis. Los doctores empezaron a ver el genio mismo, no simplemente como un demonio, sino como algo específicamente patológico y aparecieron numerosos libros que denunciaban The i1zfirmities of genius, o las enfermedades de The great abnormals. Los románticos gustaban de decirle al mundo que estaban locos. Poca > idea tenían de cómo el mundo se tomaría su venganza. A mediados del siglo XIX, el doctor Franz Richarz, propietario de un asilo privado en Endenich, cerca de Bonn, compartía los puntos de vista de la psiquiatría degeneradonista, Creía que «Casí todos los grandes artistas» -incluía entre ellos a Mozart y a Goethe- eran «acosados por humores melancólicos espontáneos». Sus arrebatos frenéticos de actividad suponían «esfuerzo excesivo» y «productividad mental, especialmente artística, inmoderada», y esto a su vez «agotaba la substancia de componentes centrales psíquicamente activos del sistema nervioso», lo que provocaba «un deterioro lento, pero irreversible y progresivo». Richarz creía que esto era precisamente lo que había ocurrido en el caso de Robert Schumann, que había ingresado en su asilo en 1854 y permanecído allí hasta su muerte al cabo de dos años y medio. Schumann era la quintaesencia del romántico. Nació en el seno de una familia dispuesta a cultivar la vida ideal del arte, las ideas y las pasiones por encima del simple progreso mundanal. Su padre era un ratón de biblioteca y autor, con un característico amor germánico a los mitos y al folclore fantástico. Su madre, mujer muy emocional, amaba la música. Schumann creció cargado de sentimientos, sensible, lleno de ardor y con un anhelo intenso de perderse -y encontrarse- en el reino de la cultura. Durante mucho tiempo, empero, no supo con certeza si su don principal eran las palabras, como su padre, o la música, como su madre; sus mayores aspirado-
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nes consistían en unir ambas cosas en el Heder, en el oratorio, en la ópera. A partir de 1828, pasó sus días de estudiante.· en Leipzig, donde el romanticismo se respiraba en el ambiente. En teoría, estaba allí para estudiar Derecho; en realidad, consagraba su tiempo al piano. A ratos disciplinado y a ratos disipado, Schumann exploró, refinó y abusó de sus sentidos con el alcohol, el café y los cigarros. Sus borracheras le dejaban a veces inconsciente o semidelirante, y precipitaron trastornos auditivos. Se lanzó a apasionadas y bellas amistades con una sucesión de estudiantes de nobles pensamientos. Leía, idolatraba e imitaba a los autores canónicos del romanticismo, sobre todo a Jean Paul Richter y a E. T. A. Hoffmann, cuyos ideales de fraternidad artística y seudónimos tomaban prestados los de su círculo. Siguiendo la clásica costumbre del amor joven, se enamoró locamente de mujeres inabordables y de otras que no podían corresponderle. Siendo un auténtico joven romántico, se convirtió en un soñador. Cultivaba a su alrededor un intenso y abrumador teatro de fantasía, en parte compartido, en gran parte privado. El poder de la imaginación sería campo de pruebas de su talento. Lo primero que llamó la atención sobre él como músico fue su asombroso don de improvisar al piano, en especial su capacidad de crear música que captaba a la perfección el estado anímico o el carácter de alguien. Él lo llamaba «fantasear» o «improvisación loca». Decía con frecuencia que semejante elación era una forma de locura. Como tal, constituía una señal de su genio. No se trataba de una mera afectación, de intemperancia adolescente. Fue más bien un hito importantísimo en el intento de crearse una identidad que favoreciera su carrera, que le granjeara aceptación y reconocimiento y que cumpliera su «promesa>:>. Luchando con los deseos paternos de que al principio jugara sobre seguro y estudiase para ser un abogado respetable, necesitaba pruebas constantes de que realmente poseía facultades superiores. A los veinte años de edad, escribió un notable autoanálisis del artista joven en el que hacía hincapié en su propia «individualidad única» y en su «temperamento melancólico». Pero el cultivo por Schumann de una intensa vida interior era algo más que elación juvenil o aprendizaje de poeta. Era una forma de afrontar la profunda inquietud que le inspiraba el mundo. Anhelaba triunfar. Era ambicioso, a menudo en demasía. No es extraño que le atormentaran la duda, la indecisión, la inseguridad. Era timido,
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cohibido? hl_lptesionable, inseguro de su propio porvenir; sus «cartas a casa» ln~Ican ·1? mucho, que ansiaba complacer a su madre. Sobre todo, la v1d~ misma solía parecerle precaria. «Una tempestad de truenos se cierne sobre mi vida.» : . ¿A qué se debía semejante inseguridad? La vjda misma era msegura. Cu_a~do tenía dieciséis años, su padre murió; su hermana mayor se smc1d?. po_c?s me~es después. Recordaba a su padre como un h~~bre semunvalido, hipocondríaco, preocupado por sí mismo. T~bten su madre sufría frecuentes depresiones. La muerte de otros 1Dl~mbros ~~ la familia le afectó profundamente. Cuando su hermano Juhu~ mur:o de consunción en 183.3 el terror se apoderó de Robert: «L~ Idea fiJ~ de volverme loco se enseñoreó de mí». Algunos de sus me;ores amtgos de .la época estudiantil también mutieron jóvenes. Dur~nte t?da su v1da, la separación de los seres amados le hizo sufnr temblemente y provocó el miedo a ser abandonado. Se pasó toda .la noche ll~rando cuando murió Schubert. La presión de las em~c10ne~ le hacta caer presa de pánico con facilidad y entonces se ven~a ahaJo. Ya en 1828 escribía: «Me parece que algún día me volvete loco~. Creía supers~idosamente -creería toda la vida- que las profec1as por su propta naturaleza contribuían a cumplirse. . . , Schumann era muy dado a frecuentes cambios de humor. Tam?ren era profundamente introspectivo y anotaba en .un diario sus u:acabab1es reflexiones sobre sí mismo. Durante gran parte de su v1da le a~ormentaron «sueños aborrecibles». A partir de sus tiempos de ,estudtante ~e ~anó la reputación de ser poco comunicativo, distrardo, de ensumsmarse cuando estaba acompañado. Era torpe y armaba un escándalo por cualquier nimiedad. Los fracasos le sentaban muy mal. «¡Ojalá pudiera ser un genio!» El temperamento supersensible de Schumann y sus frecuentes temores daban origen a episodios de depresión de una intensidad anormal. La prime:a vez que vio el castillo de Colditz, que a la sazón se usaba como asilo de locos, sintió un terror premonitorio. Era propenso ~ s.úbitos ataques de pánico provocados por la confusión Y los s.ent1m1entos de culpabilidad. La sensación de ser completamente mcapaz de afrontar la muerte le llevó a un intento de suicidio e~ 1833:. e~tuvo a punto de atrojarse por una ventana de un quinto p1so. El ~ctdente le dejó un hotror duradero a las alturas. En Ciertos se~tidos, apu.ntar estos detalles de los primeros años de Schumann equrvale a dec1r que era dado a dramatizat de un modo
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más bien adolescente y a presentarse como genio loco en vías de formación. Como parte del aprendizaje de este papel, empezó a oír ruidos dentro de su cabeza; luego, voces que le interpelaban. Personificó dos de estas voces y les puso nombres propios. Una vez, cuando se estaba recriminando a sí mismo diciendo «Genio mío, ¿es que vas a abandonarme?», le contestó una voz incorpórea, «Florestán», que a lo largo de los años se convirtió en su confiado, extrovertido y varonil alter ego. A Schumann le gustaba ver en «Florestán el Improvisador» a su «amigo del alma ... mi propio ego». La otra voz que le hablaba con frecuencia llegó un poco más tarde y Schumann le pondtfa el nombre de «Eusebio». Era su parte más sensible, retraída, pasiva y femenina. Por supuesto, el advenimiento de estas figuras reflejaba la creencia, en boga entre los románticos, en el Doppelgiinger," que se derivaba en gran parte de Jean Paul. Pero, una vez hubieron aparecido, fue frecuente encontrar al solitario Schumann hablando con sus yoes. No obstante, si la búsqueda romántica de Schumann hizo de él un ser cada vez más peculiar, lo que debemos recalcar ante todo es su capacidad de dominar y explotar estas fuerzas extrañas creadas por su imaginación, la habilidad con que las puso a su servicio. Florestán y Eusebio se convertirían en los míticos autores subcontratados de buena parte del periodismo musical de Schumann, personas polares que le permitían explorar diferentes puntos de vista en sus artículos. De esta manera, sus diálogos interiores liberaron en él una voz literaria. Sobre todo, los sonidos que ofa en su cabeza le condujeron a componer al piano. Con frecuencia escribía música «al dictado»: «de mis dedos salían dioses». En una etapa posterior y madura de su carrera, creyó que sus voces interiores le dictaron la sinfonía «Primavera» y la obertura «Manfredo». Estos ruidos constituían uno de los diversos auxiliares psíquicos que contribuyeron a guiarle hacia el convencimiento de que su verdadera vocación era la de ser compositor. En efecto, desde muy temprano se enfrentó a una decisión objetiva. Si querfa triunfar como genio musical, ¿qué era exactamente lo que tenía que hacer? Schumann jamás sintió el menor deseo de dejar su huella en el mundo como el gran maestro musical de su
* Palabra alemana que designa la aparición de una persona viva, es decir, su doble. (N. del t.)
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generación. Durante mucho tiempo albergó la esperanza de llegar a ser un virtuoso concertista de piano. Pero sufrió una lesión m.isteriosa en uno de los dedos de la mano derecha (es muy posible que fuera psicosomática) que menoscabó su capacidad de ejecutante. Por otra parte, el público cada vez le daba más miedo. Estas desventajas resultaron muy oportunas, ya que su técnica pianística distaba mucho de ser impecable, y en la época de Liszt, Mendelssohn, Chopin («un genio», según los artículos periodísticos del propio Schumann) y de niños prodigio como la que sería su esposa, Clara Wieck, el intento dé hacer carrera como concertista de piano le hubiese causado muchos disgustos y humillaciones. Más adelante, la torpeza y la timidez en público se encargaron de que su carrera de director de orquesta. también fuera un fracaso. Sin embargo, en realidad nunca había sentido grandes deseos de ser director, pues jamás podría haber competido con Clara en el escenario. Así pues, todos estos factores hicieron que componer música fuera su destino. En sus mejores tiempos, Schumann ciertamente podía ser un hombre difícil, sujeto a grandes cambios de humor y, sobre todo, a accesos de negra melancolía. En particular, pasó un año de tremenda depresión durante y después de la gira que Clara hizo por Rusia en 1844. Schumann sentía celos del éxito de su esposa. Mientras viajaban, la carrera de Clara le impedía a él dedicarse a la suya. Su trabajo de compositor quedó paralizado. Lejos de casa, los temores morbosos que le inspiraba su salud se hicieron aún más intensos. También temía que le envenenasen (es, como mínimo, posible que los múltiples medicamentos que le recetaban tuvieran graves efectos tóxicos). Se convirtió en un hombre encerrado en sí mismo. A lo largo de los años, sin embargo, el comportamiento inquieto e imprevisible de Schumann, más que un presagio del progresivo deterioro de su cerebro y su personalidad que los médicos le han atribuido con frecuencia, fue sin duda una respuesta muy comprensi· ble a la inseguridad y las presiones. Durante muchos años había cortejado a la talentosa Clara, al parecer sin esperanza, contra la oposición intransigente del padre de la muchacha: Friedrich Wieck siguió mostrándose hostil a Schumann incluso después de la boda, celebrada en 1840, y hasta su muerte continuó dominando a Clara. Es claro que, después de conquistar a la joven, Robert se encontró con que ella tenía una personalidad más fuerte que la suya y que obtenía más éxitos en su búsqueda de la fama. La capacidad de
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Robert de mantener a su creciente familia nunca fue muy segura. El único modo de obtener unos ingresos fi~os fue ~ceptando puestos de director de conciertos y director mus1cal, pr1mero en Dr~~e, luego en Düsseldorf. Pero estos empleos no le g?sta~~ Y .s,u ta de condiciones para ocuparlos le llenaba de angustia e 1rntac1on. Por otro lado sus responsabilidades familiares eran cada vez .mayores (los Schu~ann tuvieron seis hijos en total). Lo raro es. que R~bert _ , también Clara por supuesto- se las arreglara tan b1en al m1smo que se en un compositor fértil y prolífic?. Schumann tenía un concepto romántico del acto c~eauv~ Y de, la santidad del arte. Las dudas que sentía sobre su propiO geruo sohan llenarle de desesperanza. No hay ningún indicio, con todo, d; ~ue acariciase la malsana idea de que para crear grandes obras artlstlcas fuese necesario ser profundamente desdichado. A decir verdad, s~s períodos más productivos eran precisamente a~uellos en, que mas dichoso se sentía, sobre todo en los primeros anos d:spues d~ contraer matrimonio con Clara. En poco más de un decemo p~oduJ~ una notable serie de composiciones, incluyendo to~as sus smfon:as Y todos sus conciertos. Ciertamente, a veces trabaJaba con la funa de un maníaco. Pero no hay pruebas concluyentes de que ver~a~era mente se quemara por culpa de tanta actividad. En sus .compos1~ones posteriores no se advierte ninguna señal de que estuviera perdtendo facultades. Es posible, no obstante, que, como señala Oswald, su hipocondría envolvente le hldera imaginar que ,estaba acaba~?· Después de todo, uno de los textos a los que hab1a puesto mus1ca era el archirromántico Manfredo de Byron:
tie~po
con~ertía
¡Miradme! hay un orden de mortales en la tierra, que se vuelven viejos en su juventud, y mueren antes de la mediana edad sin la violencia de la muerte en la guerra; algunos perecen de placer, algunos de estudiar, . algunos agotados por el trabajo, algunos de mera fatiga, algunos de enfermedad y al~nos de i?san~a, y algunos de corazón marchito o partido.
* «Look on me! there is an order / Of mortals on ~he earth, ~ho do becomc 1 Old in their youth, and die ere middle·age 1 Wtthout the vtolence of warlike death; 1 Some perishing of pleasure! sorne of study! 1 So.rne ;'A:~ with toil, sorne of mere weariness, 1 Some of d1sease and sorne tnsaruty, some of wither'd or of broken hearts.»
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El año 1853 resultó particularmente difícil pata Schumann. El nombramiento de Kappelmeister en Düsseldorf que había aceptado tres años antes le hizo llegar a su punto más bajo. Debido a su falta de condiciones de director, fue despedido de dicho puesto. Robert y Ciara hicieron amistad con dos genios jóvenes, Joachlm y Brahms, y es probable que la presencia de éstos hiciera que Schumann se sintiese agotado y le recordara su mortalidad. Cabe que en algún momento dado Schumann se percatase de la atracción mutua que existía entre Brahms y Clara. A principios de 1854, Schumann comenzó a sufrir más alucinadones. Oía música en la cabeza. Al principio era divina: «música que es tan gloriosa, y con instrumentos que suenan más maravillosos de lo que uno jamás oye en la tierra»; unos «ángeles cantaban la melodía». Más adelante los ángeles se transformaron en demonios y la cabeza de Robert se convirtió en una caja de torturas. Su mente experimentaba «sufrimientos exquisitos» mientras nuevas voces le decfan que era un «pecador». El 27 de febrero de 1854, Schumann se arrojó al Rin. Cuando le sacaron del río sintió vergüenza y humillación: «Oh, Clara, no soy digno de tu amor». Fue el ptopio Schumann quien insistió en que le hospitalizaran en un asilo. Clara se opuso: los asilos estigmatizaban. Robert le aseguró que un breve período de paz le ayudaría a recuperarse y le permitiría reanudar la vida normal. Al imaginar esto, Schumann fue víctima del idealismo engañoso sobre la vida en los asilos de locos que tan común era en aquella época de optimismo psiquiátrico. Cavó su propia sepultura. En el asilo de Endenich, a varias horas de viaje de donde vivía Clara, se encontró aislado, rechazado, abatido. En las cartas patéticas que manda a sus amigos les suplica que le hagan llegar papel de escribir, pata poder componer. Es de suponer que, siguiendo la práctica habitual de Richarz; fue sometido a una fuerte medicación. Brahms no tardó en visitar Endenich, pero ni siquiera le permitieron ver a su colega. Clara no le visitó. Es casi seguro que el doctor le aconsejat'Ía que se abstuviera de hacerlo porque el contacto podía perjudicar al paciente. Clara obedeció, por razones posiblemente complejas. De hecho, no volvió a ver a su esposo hasta que éste se encontraba ya al borde de la muerte. Aislado brutalmente y sintiéndose más abandonado que nunca, Schumann se encerró en sí mismo. La vida en el asilo le impuso este romt1ntico viaJe interior. Apenas hablaba. Amigos que, como Joachim,
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e pareda estar perdiendo ha ni la más leve la facultad de comunicarse. St? embafrr?leon,d~oun ~eterioro rápido e 'd ealmente estuviese su prueb a d e que r b . d hecho de que se encontrara sumt o irremediable d~ cer~ rod nt, : Su~ últimas cartas angustiadas a 05 en un mundo dusorto, ; ~uen . as llenas de dolor que hablan Clara son perfectamente luctdas. Son car: . No recibió ninb
le visitaban de vez en cuand o o. servaron qu
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visitarle Brahms, Schumann preguntó si Cla-
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a. ojos de de sus visitantes. La escritora Frau von Armm dtce.
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Me dijo, utilizando palabras que sólohcon esfue~zo rf;,~o ;~~icx; 1 1 a difícil hablar y que a ora, cuan o ' lar, ~~esi~ ~:~~a~ con nadie, esta dolencia ha empeorado. Col nv~rdso un an . é había encontrado en a Vl a, sobre todas las cosas de mter s que L ndres sobre Sidlia, sobre sobre Viena, sobre EPetersbur~·bf,0 in~nter~mpidamente de todas obras de Brahms .. · n suma, a · las cosas que le habían proporcionado placer a1guna vez.
1 , .momento dado Schumann se dio cuenta de Es dar~ q: en a Lvida en el asilo le había convertido, a oj?s que no ~en~a 'turo. a caso de locura irreversible (Frau von Armm de la ps;quta.tna, en un 1 propio doctor Richarz era «Un hipocono un síntoma de enfermedad, en comento agrtamente que e
1 ~:1·c~Ir~~~:m~~fc7ó~~e ~: t~:~o~e ~~~;;~~e;~~u:o~ ¡:;:m::~ verso al que puso mustca en e muerte. Se trataba de la antigua coral: Cuando llegue mi hora final de partir de esta tierra te ruego, Jesucristo, . . que me ayudes en mis últimos sufrumentos. Señor, mi alma al final entrego en tus manos bien sabes tú cómo protegerla.
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El enloquecido Schumann se quitó la ~id~ del ún~o ~~do posible: watándqs~ Qe hap:lbre. Murió el ;29 de )Uho c;l~ 18J(1. 9 9:
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Hacia las postrimerías del siglo xrx, el psiquiatra alemán Paul Mobius, hombre que sentía una fascinación morbosa por la piscopatología del genio, volvió a examinar el caso de Schumann. Los datos médicos que diera Richarz basándose en la autopsia le parecieron menos gue satisfactorios. Mobius hizo Io que a él le pareció un diagnóstico más actualizado y satisfactorio de la enfermedad de Schumann: demencia precoz, «enfermedad>> nueva que habían identificado Mobius, Kraepelin y otros contemporáneos. Poco después, la dolencia sería rebautizada con el nombre de «esquizofrenia» por el eminente psiquiatra de Zurich Eugen Bleuler. Se caracterizaba por la huida de la realidad; su pronóstico era universalmente malo. Bleuler diagnosticaría como esquizofrénico a otro genio romántico, con resultados aún más patéticos que la tragedia de Schumann: el bailarín · ruso Nijínsky. Nacido en 1890, hijo de padres pobres que llevaban la danza en ]a sangre, Vaslav Nijinski se formó a partir de los nueve años de edad en el Ballet Imperial antes de emprender una carrera espectacular a las órdenes del empresario Sergei Diaghilev. Se convirtió en el principal bailarín de su tiempo. Asimismo, participó activamente en la concepción y la coreografía de los nuevos ballets que cautivaron a Europa: La consagracióJt de la primavera, El pájaro de fuego, Preludio a la siesta de un fauJto, etcétera. Díaghilev había tomado a Nijinski por amante (consideraba que era su droit de seigneur). «Yo le odiaba, pero fingía», escribió más adelante Nijinski. Hacia mediados del decenio de 1910, a Diaghilev ya le atraían bailarines más jóvenes. El propio Nijinski se sentía· distanciado y desplazado. El estallido de la primera guerra mundial puso fin a las giras y funciones. Nijinskí quería separarse y albergaba la esperanza de formar su propia compañía y crear sus propios ballets. Sobre todo, Nijinski se casó. Con su esposa húngara, la bailarina Romoia de Pulszky, fundó una familia. Las relaciones entre Diaghilev y Nijinski terminaron de una manera agria, en medio de recriminaciones mutuas. Los últimos años de la guerra los pasó el matrimonio Níjinski en la población suiza de Saint-Moritz. El dinero se les estaba acabando y no tenían ningún contrato firme para el futuro. Lo único seguro era la creencia inamovible de Nijinski en su divina forma de bailar. Nijinski no se tenía exactamente por un genio, sino que más bien creí.a estilr dot?Jdo o poseído par el genio. De un modo que sin duda
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refleja la adoración que le inspiraba Tolstoi, veía su arte como algo santo o sagrado. Inactivo y encerrado en un hotel de Saint-Moritz, Nijinski empezó a comportarse de un modo raro. Daba largos paseos solitarios, llevando una cruz de grandes dimensiones. Se mostraba cada vez más irritable, impaciente, caprichoso. Trazaba macabros dibujos goyescos de las calamidades de la guerra. Era grosero o incluso violento con su esposa, o se distanciaba de ella. Un sirv'iente que recordaba al enloquecido Nietzsche pensó que Nijinski ponía la misma cara. Nijinski dijo que quería irse y hacerse campesino; Romola le amenazó con divorciarse de él si lo hacía. Nijinski empezó a llevar un diario y se negaba a enseñárselo a su esposa. En sus relaciones con las personas a las que quería oscilaba entre una actitud desafiante y otra de abatimiento culpable. Romola, asustada, depositó su confianza en los médicos. Nijinski no se fiaba de los médicos. Como se advierte en su diario, despreciaba sus errores y temía su poder. Se negó a que los médicos examinaran su diario. A ojos de los médicos, el hecho de que continuara escribiendo sus pensamientos en presencia suya era una prueba concluyente de lo que ya sospechaban. A Nijinski le sentaba muy mal que su esposa colaborase con los doctores: «Ya no puedo confiar en mi esposa, pues t:ne da la impresión de que quiere darle este diario al doctor». Tomaba a los médicos por espías y procuraba distanciarse de ellos. Todo esto era, a juicio de los doctores, sintomático de patología mental. Para Nijinski la ciencia de los médicos era la antítesis misma del genio artístico. Los doctores, en sus razonamientos, no entendían nada. <{Quieren examinar mi cerebro, pero yo quiero e."íaminar sus mentes.» A medida que leemos su diario, vemos que Nijinski expone una visión extremadamente lúcida, y a menudo ingeniosa, de la santidad de lo que los doctores ya diagnosticaban como locura. El mundo, al modo de ver de Nijinski, es un hipócrita redomado. El mundo rinde culto en el templo de la razón. Pero esta razón está loca. La ra7.Ón mundanal sanciona la codicia, el materialismo y la violencia. Divide a las personas porque está enamorada de la distinción entre lo mio y lo tuyo. El amor a la propiedad y el abuso de poder andan cogidos de la mano. La avaricia de posesiones ha transformado el arte en una mercancía, lo ha reducido a un objeto de consumo. A causa de ello, el arte se ve degradado a la condición de juguete de los ricos, empo·
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brecido y embellecido de un modo ridículo por la buena sociedad. También el amor se ve transformado en mercancía a la que se da un valor monetario. Aparece encarnado por la lujuria y la lascivia. Lo simboliza la costumbre de comer carne, la matanza de inocentes para mantener la carnalidad. La expresión colectiva de estos valores y actos presagia aniquilamiento. «La política es muerte», los políticos son los verdaderos criminales. Es un mundo en guerra, un mundo de guerra. Nijinsld nos presenta un análisis de la civilización y sus descontentos, de la realidad como mentira hueca, un análisis que es tnás tolstoiano que freudiano. Nijinski juró no tener nada que ver con la vida tal como la anatomizaban los doctores. La de éstos era Ia mancha de la muerte. Su dogma era la ciencia. La ciencia era la enfermedad de pensar demasiado. La ciencia no entiende nada. Darwin veía toda la naturaleza en lucha. Se equivocaba: «toda Ia naturaleza está viva». El santo patrón de esta sociedad enferma era el doctor. «Estoy contra todas las drogas.» · Repudiando todo esto, Nijinski (al igual que Nietzsche) no deposita sus esperanzas en la revolución, en soluciones políticas de índole radical. ¿Por qué odiar a los ricos? Nijinski insiste en que él no los odia; tienen tanto derecho a vivir como todos los demás seres vivos a los que explotan y matan. Tampoco se forja un concepto romántico de Ios pobres: «La vida no es pobreza». Ni es bolchevique: «mi partido es el partido de Dios». Le gustaría demostrar de maneras más sutiles la falta de lógica de Ia civilización degenerada y sus doctores: así, por ejemplo, siguiendo insttucciones divinas encontrará Ia forma de romper la bolsa de valores, que es la muerte para los pobres. · . Sobre tod~, propone una serie radicalmente transformada de prioridades. La v1da verdadera debe edificarse sobre los sentimientos: «Soy sencil!o, necesito pensar». Sentir es amor. Dios es amor. El amor es la expresión de Dios. Los sentimientos son el fuego santo. Inspirado por Dios, el bailarín Nijinski se convierte en Io divino en movimiento. La danza es lo divino en el mundo, Ja religión dionis!aca. «Sin energía no hay vida», escribe Nijinski, recordándonos nada menos que a Blake, aunque sin ei gusto de Blake por la paradoja satánica. «Dios está en mí.» Nijinski afirma que por medio de la danza trae a Dios, trae d fuego divino, al mundo, porque él es «Dios en
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un cuerpo», poseedor de «la gracia, que procede de Dios». La civilización está edificada sobre la historia; todo eso es sólo una carga intúil. «Yo soy el regalo de Dios.» Porque Dios es vida, Dios es movimiento. «Yo soy un hombre de movimiento», «Yo soy Dios hecho carne y sentimiento». Todo esto le ha sido revelado. Al igual que Blake, escribe siguiendo el dictado divino: «Escribo todo lo que Él me dice». «Las personas que escriben mucho -comenta con perspicacia- son mártires.» «Yo soy el Salvador.» Al igual que Cristo, Nijinski redimirá; pero él redimirá por medio de la danza. Inevitablemente, le perseguirán, tiene que ser «un mártir». «He sufrido más que nadie en el mundo.» ¿Por qué? Cegado por la razón, el mundo no puede, no quiere comprender. En un mundo cruel, devastado por la guerra, ¿cómo puede sobrevivir un salvador? ¿Cómo puede vivir Dios? Nijinski degrada al demonio de Nietzsche en contraste con el demonio de Tolstoi. «Sentí lástima de Nietzsche» porque «le entró miedo a la gente». Nietzsche se había vuelto loco porque «pensaba demasiado». En cambio, él, Nijinski, reconoce la deuda inmensa que ha contraído con Tolstoi («Deja de imitar a ese viejo lunático», le reprendía Remola). Al igual que la de Tolstoi, la locura de Nijinski es divina. Nijinski disfruta jugando con la paradoja de su propia locura profética. A veces niega rotundamente que esté loco (es decir, que padezca una enfermedad mental, como diagnostican los doctores). Porque la locura patológica, tal como la definen los doctores, es una enfermedad del pensamiento. Burlándose gozosamente de Descartes, esc~ibe: ~~~~~g~~fl!?;ff:O.l}~-~~~::J(;J.có>~~ La etiqueta de msama es la que le ponela gehte nec1a, env1d1osa. Todo el mundo dice despreciativamente: «¿Por qué Nijinski habla siempre de Dios? Se ha vuelto loco». ¡Pero no es así! «Un Joco no se da cuenta de lo que hace. Yo comprendo mis buenas y malas acciones.» A veces, con todo, afirma que solamente se hace el loco, que simplemente interpreta un papel más. «
el idiota de la novela homónima de Dostoyevski. «Dios es el fuego que hay en mi cabeza.» Semejante locura es en verdad vida: «Estoy vivo mientras hay fuego en mi cabeza». Nijinski arde con las llamas del amor: «Soy un loco que ama a la humanidad. Mi locura· es mi amor a la humanidad». «Quiero inflamar a la gente.}> Puede que la gente no le encuentre inteligible, pero eso se debe a que son hombres con miopía mental, unidimensionales. «Me gusta hablar en verso, porque yo mismo soy verso.» Sin embargo, si la entendemos profundamente, su locura es razón además de verso. «Soy un loco con sentido.}> Hamlet había engañado a Horado. Ahora Nijinski es más Hamlet que el propio Hamlet. «El Hamlet de Shakespeare no me gusta porque razona. Yo soy un filósofo que no razona ... un filósofo que siente.» El genio de Nijinski le dice: «Yo soy Dios en ti. Haré todo lo que sea necesario para que comprendas». · Nijinski accedió a que le viera un doctor, sólo para complacer a éste. ¡Pobre doctor! <{Es un hombre nervioso. Fuma mucho.}> Nijinski sabía que el reconocimiento médico no era más que una parte de la estúpida charada de aquel atajo de necios. «Los científicos piensan en mí. Son estúpidos.» Estaba seguro de que su esposa le «traicionaría a favor de los médicos». A pesar de ello, él le debía obediencia. La esposa consultó con Eugen Bleuler, uno de los directores del asilo de Kreuzlingen («un anciano con comprensión infinita en los ojos», dijo Romola). Utilizando las frases hechas, gastadas, pero insidiosas del romanticismo, Bleuler dijo a Remola: «el genio, la insania, están tan cerca el uno de la otra}>. Al principio, Bleuler se mostró tranquilizador: «los síntomas que usted me describe en un artista y en un ruso no son en sí mismos prueba de ningún trastorno mentah>. Con todo, para mayor seguridad, añadió que debía ver personalmente al paciente. Nijinski se avino a que Bleuler le visitara («así mi esposa se tranquilizará}>). Los presagios de Nijinski eran sombríos. «Me encerrarán en un asilo de locos ... No tengo miedo de nada, y quiero morir.» Bleulet informó a Romola de que «su esposo padece una insania incurable»; era un «esquizofrénico»: «tiene usted que obtener el divorcio». Era preciso internar a Nijinski. Romola accedió: «Los P\J~tQt~~ tenían tf!?,Ól')». Vino l¡¡ ambplanda a recogerle. Nijinslc;i for-
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cejeó, se resistió con violencia (por primera vez, a lo que parece); al :final consiguieron llevárselo y encerrarle. Pasó cuatro años en Kreuzlingen. Una vez allí, su estado empeoró rápidamente. Sufrió «ataques catatónicos», se encerró en sí mismo y se declaró en huelga de hambre. Los médicos interpretaron esta forma de comportarse como sfntoma de su enfermedad. Deseosa de conocer la opinión de otros doctores, Romola llevó a Nijinski a que le vieran Jung y Forel. Al parecer, Freud se negó a verle, alegando que no podía hacer nada por los esquizofrénicos. En 1923, Romola sacó a su esposo del asilo; Para entonces Nijinski ya era un hombre deshecho: casi mudo, torpe en el andar, ojeroso, entumecido, asustado. El aislamiento y, es de suponer, la medicación habían apagado su fuego. Remola cuidaba de él. Se daba cuenta de cómo la in¡;titución había destruido a su esposo («quedó convertido en una ruina humana»). En 1929, no obstante, Romola, que deseaba hacer una gira de wnferencias por los Estados Unidos, volvió a internarle en el asilo de Kreuzlingen. A Nijinski, huelga decirlo, no le hubiesen permitido entrar en Norteamérica. Permaneció en el asilo hasta que estalló la segunda guerra mundial y entonces Romola se lo llevó a su Hungría natal. En 19.38, la terapia a ba.se de insulina consiguió reanimarle durante un breve período. Pero sólo una vez más volvió a la vida y bailó. La pareja pasó la guerra de Hitler en Hungría. En 1945 el país fue liberado por el ejército ruso. Nijinski se encontró cara a cara con sus compatriotas, campesinos todos ellos, por primera vez en el transcurso de una generación. Algunos soldados recordaban la leyenda del bailarín, a quien trataron como a un ser humano normal. Escribe Remola: Por primera vez desde 1919 la gente no le miraba con curiosidad, no se apartaba de él porque había padecido una enfermedad mental. Le hablaban con la misma naturalidad que al hablar con nosotros. Al principio les advertí: «Dejad a Va.;lav Formitch en pnz, no le habléis. Podría enfadarse e impacientarse, tiene miedo>>. Pero se rieron. «No tendrá miedo de nosotros», dijero11. «Dejadle que haga lo que quiera.»
El encuentro le devolvió a la vida. Bailó con los soldados. Schum11nn, Nijinski y muchos otros grandes artistas y ejeclltan·
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tes se enco11traban atrapados en una mitología colectiva, creada en parte por ellos mismos: la idea de que la locura y el genio eran dobles, compañeros espirituales. Era11 en particular víctimas de dicha mitología por cuanto su encierro final en un hospital mental no les proporcionó asilo, es decir, la liberación de las preocupaciones extrañas e insignificantes del mundo, la liberación que hubiera permitido que la fuente de su genio manase sin obstáculo. En vez de ello: silencio, p:u-álisis. No puede decirse lo mismo de John Ciare, el «poe· ta campesmo» de Northamptonshire. Pero el mito romántico le atrapó igualmente. Nacido en 179.3, Ciare se ajustó con bastante facilidad al clisé romántico del poeta poseído y destruido por el demonio de la escri-. tura. En el apogeo de su fama expresaba en sus cartas sentimientos tales como «mi musa es una pícara veleidosa que me eleva hasta la locura y luego me abandona como a un mendigo»; fue un presagio de mal agüero, porque escribió estas palabras en una carta a su comprensivo editor, el hombre lleno de buenas intenciones que poco después le haría encerrar por primera vez en un asilo. Ciare confiaba mucho en los médicos, y la autoridad médica puso su propio brillo en semejantes autodiagnósticos. El doctor Fenwick Skrimshire, médico local con el que Ciare venía consultando desde hacía años, inauguró el segundo período del poeta en el asilo al diagnosticar que estaba loco «debido a años de adicción a prosas poéticas». Ciare pasaría encerrado los últimos veintisiete años de su vida. A pesar de ello, siguió escribiendo durante prácticamente todo ese tiempo. Tal como ha demostrado Geoffrey Griuson en el asilo escribió algunos de sus mejores versos. A decir ve;dad: el encierro le liberó de gran parte de la censura que antes se imponía a sí mismo. Amigos suyos querían publicar un volumen (sin duda censurado) de la poesía escrita en el asilo y, aunque el proyecto no dio fruto, algunos de sus versos continuaron publicándose. Ciare nos ofrece un caso distintivo de genio loco diferente de los demás: un genio a quien la insania clínica dio una voz nueva. No obstante, sería pura mitificación romántica ver a Ciare como sencillamente un hombre enloquecido por su musa. Porque muchos factores complejos contribuyeron a la tragedia de su vida. Estuvo recluido unos treinta años, pero pasó todos sus días atado a una cadena social que a veces parecía aflojarse o alargarse, pero de la que Ciare nunca obtuvo más que un simulacro de libertad. Lo que empu-
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jaba a la sociedad a aplaudirle como poeta era lo mismo que le tenía prisionero. Clare nació en el pequeño pueblo de Helpstone, en Northamptonshire, hijo de un jornalero agrícola. Su madre era analfabeta. D~ niño empezó a mostrar aquel interés apasionado por el mundo ~1vo Y natural, por su entorno, que le sostendría hasta la sepultura .. S1e~pre recordaría los idílicos días de la infancia que pasó al a1re hbre, hablando con los animales y comulgando con los campos. Recordaba que había sido un niño solitario («el Crusoe de los campos solitarios»), aunque cabe que esto no sea más que una mitificación retrospectiva del poeta como héroe-víctima. Amaba la tradición oral de la gente del campo, con sus canciones y sus cuentos de fantasmas Y duendes, cuentos que le llenaban de «éxtasis temeroso». Pero una buena educación en la escuela del pueblo también le llenó de «sed de conocimiento». Devoraba libros y los lugareños le tomaban por «poco más que chiflado». Los primeros libros que compró fueron Hymns, de Isaac Watts, y Seasons, de Thomson. Debido a su herencia oral y a su saber libresco, desde muy pequeño componía sus propios versos, que, ya adolescente, escribía en una libreta cara. Ciare creció con los chicos del pueblo. Rechazando «el confinamiento del aprendizaje», consiguió un empleo de jardinero y estuvo a punto de alistarse en la milicia. Pero su musa (o sus «necias pretensiones», como más adelante solía decir, temerosa y culpablemente) le fue apartando poco a poco de sus semejantes. Al final de la adolescencia hizo un primer intento de publicar parte de sus versos por medio de subscripciones y, al no conseguirlo, se sintió profundamen· te mortificado, como el que no tiene derecho a la «ambición», a salirse del lugar que le corresponde. Fue un mal presagio. Pronto, no obstante, fue «descubierto» por bienintencionados hombres de letras de la localidad, que le protegieron. Le dieron a conocer en el mundillo literario y editorial de Ja metrópoli. En 1820, John Taylor de Londres -el editor de Keats- ya había publicado el primer volumen de versos de Ciare con el titulo de Poems des· criptive. El éxito fue considerable, pues se hicieron tres ediciones y se vendieron 3.000 ejemplares durante el primer año. La musa de Ciare era todo lo que el Londres literario opinaba que tenían que ser los poemas de un campesino: directos, líricos, libres de la corrupción ·del artificio. Era un poeta natural, un poeta que cantaba notas igualmente naturales, casi un personaje de Words-
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worth, un sanguijuelero que en sus ratos libres escribía sonetos. Cuando Clare _hizo ~u primer viaje a Londtes aquel mismo año, la gente de !a capital v1o confirmada en su persona la imagen del buen campesmo. Era honrado, brusco, de cara lozana, guapo, varonil. Era un ~ombre natural y tosco, pero sin ser basto. Hablaba con toda sincendad. Tenía el corazón en Ia tierra. Ciare era una versión muy Prata de lo pastoral. o . En una época que (como tronó Cobbett) estaba presenciando la lmplacable destrucción del campo y sus gentes por el capitalismo agrícola Y la instalac!ón de c,ercas -ambas cosas llegaron a la región natal de Clare en vtda de este- y en unos momentos en que los h~mbres de letras deploraban los males de las ciudades, de la industn~ Y del come!ci?; un genio rústico como Ciare era una especie en peli~ro de extmc10n. Se tomaron medidas para preservada. Por n:edw de una subscri~ción se recaudaron fondos suficientes (aunque sm e~cederse, para ev1tar que un exceso de dinero le corrompiera). Le dieron entrada en los círculos literarios. Se le instó a espolear a ~u n;usa. Y, finalmente, aunque no por ser menos importante, se le msto de modo constante a perfeccionarse, a reformar su modo de hab.lar Y sus ~odai~s, a. convertirse en un poeta campesino más puhdo. Sus am1gos li_teranos le dijeron que mejorase su dicción, que no usar~ palabras dialectales, que no lanzara diatribas contra los terratemente~: en resumen, que se desarraigase delicadamente. La~ ?testones resultaron contradictorias y abrumadoras. Para sobrevivir Y prosperar era necesario escoger entre «publicar o perecer». Ciare hizo un ~s~uerzo excesivo (estaba, según escribió, «totalme?te loco por escnbm>) y sobrecargó su cerebro. Además, se veía obl~gado a ser vari~s hombres distintos al mismo tiempo. Un cam~esmo fiel a sus ratee~ y a su gente (todavía necesitaba trabajar la trerra para obtener dinero asf como inspiración); un oportunista capaz de mostr~r deferencia y gratitud a los grandes personajes que tan, conde~cend1entes eran con él y que con tanta generosidad le hac1~n :rahosos comentarios cr.íticos. Pero al mismo tiempo debía segu1r siendo un poeta independiente, natural, varonil, un poeta que demostra~e ser digno sucesor de Thomson, el equivalente de los «Lakers» en las East Midlands.
* Se da este nombre a los tres poetas que residían en la región de los Lagos de Inglaterra, a saber: Colerídge, Southey y Wordsworth. (N. del t.)
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Perseguido por los inseparables «éompañeros del genio, la decepción y la pobreza», Ciare no tardó en ceder a cau~a del e~fuerzo· Durante el decenio de 1820 empezó a rodar pendiente abaJo, una pendiente de congoja, depresión . y angus_tia. Escribió q~e se h~b:ía convertido en un «perro melancólico, medw loco»; padecra «n;urrra», un «dolor que le adormecía», «hipocondría», «negra melancolí~». vez en cuando, para evadirse, se emborrachaba, lo a:al no hacra smo empeorar las cosas. También ero~e~raron sus .antrg~os trastornos orgánicos: sobre todo, dolores cromcos en los mtestmos y los genitales. d , E · No se sabe a ciencia cierta de qué males físico~ pa ec_x~· s P?Slble que al principio sus indisposiciones fueran psrcosomat1cas; ciertamente empezó a temer (es probable que sin fundamento, que fuer_a fruto de la culpabilidad) una posible infección v~érea. Es muy posible que fuese la medicina misma la que provoco el e~pe~rami_ento de su estado físico, pues Ciare se transformó e? consumrdor msac1able de píldoras y brebajes. De lo que no cabe mnguna duda es ~e que se convirtió en un hipocondríaco. Sabía que éste era el destm~ ?el poeta: «Imagino cosas, lo cual, a decir verdad, creo que es }o umco malo que me pasa». De niño, al ver cómo un hombre se cata de un carro y se rompía el cuello, había sufrido un ataque. Más adelante tuvo otros. Cabe que fuesen epileptiformes. Lo que es segu;o .e~ que alimentaron en él un temor malsano al destino, a la locura mc1p1ente y a la muerte. Ciare empezó a s~nt!rse condenado. , El fracaso relativo de su s1gu1ente volumen, The shepherd_s calendar, y de las colecciones subsiguientes agravó las cosas. Se ha?~a casado con una muchacha de su pueblo, Patty, en 1820. La famtlta aumentó. Crecieron las deudas y Ciare pasó del abatimiento a la desesperación a medida que el porvenir iba haciéndose más Y m~s negro. Sus cartas de comienzos del decenio de 1830 son una letarua de angustias. Empezó a perder el dominio de sus procesos mentales. Siempre había sido sugestionable, la cabeza llena de los duendes ~e la vida rural. Cuando tenía depresiones en Londres, en el deceruo de 1820, no se atrevía a andar solo de noche, aterrorizado al pensar ~ en los fantasmas que acechaban en las tinieblas. Ahora el terror a .la locura se apoderaba a veces de él, con su espectro de decadencia, tanto física como mental. , Empezó a refugiarse en una escapatoria imaginativa inventada por él mismo. El refugio de esperanza era la figura de Mary Joyce,
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un atnot de la infancia que, al parecer, aconsejada por su padre rechazó las proposiciones de Clare por set socialmente inferior a ella~ Ciare comenzó a tejer fa11tasías sobre Mary Joyce. Al mismo tiempo, , c~~a vez fantaseaba más sobre los buenos tiempos del pasado, de la nmez, una edad de oro en la que el campo era libre (libre de cercad~s, 1i~re de agriculto_res ~ránicos) y él era libre en el campo. Llegó a Identificar el poder Imagmativo con la niñez y, por ende, la poesía con el pasado. «No hay nada más que poesía en la existencia de la niñez . . . no hay nada de poesía en la edad adulta, salvo el reflejo y la rememoración de lo que ha sido.» Su estado mental fue a peor. A principios del decenio de 1830, el temor resuena en sus cartas: «grandemente turbado hoy», «miedo a la decadencia», «gran aflicción>>. Al cabo de un tiempo, «estoy en el fin del m.undo». Una vez más, sus protectores acudieron a ayudarle. ~n sus tiempos prometedores habian hecho de él un poeta campesino. Ahora, en su momento de necesidad, le salvarían como poeta loco. Un día de 18.37 llamaron a su puerta. Era un hombre que traía una carta. La carta era de John Taylor, su editor: «El portador te acon:pañ~r~ a la ciudad y cuidará de ti durante el viaje . . . La asistencta medica que se administra cerca de este lugar te curará eficaz- • mente>>. Como siempre, Ciare obedeció.
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~i~~ Beech. Era un asilo privado muy esped1t1g1do de acuerdo con los principios progresistas d~ la terapia moral -amabilidad y comprensión- por el muy esclarecido doctor ~at~hew Allen. Dieron permiso a Ciare para que · se pasea~a, por l~s Jardmes y le ale?taron a escribir: Allen creía que ~llo sumna en el .efectos terapéuttcos. Al principio Ciare se sintió libre de preocupaciOnes y contento y produjo algunos de sus cantos a la ~~turaieza más característicos. Con el tiempo, no obstante, le pare~IO que la naturaleza estaba cada vez más marcada por la deca- ' · denc1a: «la naturaleza se me antoja muerta y su pulso mismo parece . transform~r~e en un carámbano bajo el sol veraniegm>. Su propio estado anumco se sumió en la desesperanza: . Fue aco;lllpañado a
c~al en Eppmg F?rest,
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Mi mente es sombría e insondable y lleva y del infierno; nr~guna plomada llega jamás al fondo de los asuntos del alma alh la muerte eterna nunca toca a difuntos.*
1~s colores de la agonía sin esperanza
* «My mind is dark and fathomless and wears j Tbe hues of hopeless
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Poq)s indicios hay de que durante los cuatro años que pasó bajo los cuidados de Allen se mostrara Ciare gravemente engañado, suicida o peligroso. A pesar de ello, no había ninguna perspectiva de que le dejasen salir del asilo. Sus protectores temían que la vuelta a casa, a las responsabilidades familiares, significase un retorno a las presiones y la pobreza que le habían atormentado y hundido antes. Les pareció que la mejor forma de protegerle era convertirle en poeta residente del asilo. Había algo pintoresco en el hecho de que el esctitor loco estuviera instalado en el asilo benévolo, como un santo eremita en una gruta. El literato Cyrus Redding -hombre que había publicado algunos de los versos escritos por Ciare en el asilo- lo expresó del siguiente modo después de visitar High Beech: «Nunca antes había visto tan caracterizado personalmente el Poeta, Nascitur ... que eleva a los hombres geniales por encima del rebaño». William Hunt fue a ver aClare y lo pintó como «genio autodidacto». Con el paso de los años, el propio Clare estaba cada vez más turbado. Se sentía alienado, extranjero, apartado del amor, del afecto, de los amigos, de la familia. El asilo le parecía, cada vez más, una prisión. Era «un manicomio infernal»; semejaba un «barco de esclavos procedente de África». Alejado de la realidad, el mundo de las apariencias se volvió engañoso. Le rodeaban «amigos de mentirijillas y enemigos de verdad». En tono de súplica escribió a su esposa, Patty: «No hay sitio como el hogar». Estaba atrapado en la Bastilla inglesa. Las fantasías sobre el mundo que había perdido -el mundo que le habían robado- le llenaban de apremiante intensidad. En particular, en poemas y en cartas que no envió, transformaba a Mary Joyce en su primera esposa (seguía escribiendo apasionadamente sobre Patty). Al mismo tiempo, se erigió en guerrero que luchaba contra el sistema de opresión, la Antigua Corrupción, la «Cosa» de Cobbett. Se veía a sí mismo como un boxeador profesional, un nuevo Tom Spring. Era un papel que llevó hasta la tumba, un papel que la totalidad de sus estúpidos contemporáneos consideraban como prueba de sus delusiones. Sobre todo, 'llegó a verse a sí mismo como la reencarnación de Byron. Su Don Juan y su Childe Harold comenzaban por donde Byron los había dejado. Byron-Clare era el héroe des-
Al personificar a Byron, Ciare se convirtió en el poeta desilusionado que despojaba al mundo de sus ilusiones. Como más adelante escribiría a su hijo: «no actúes nunca hipócritamente, pues el enaaño es la bellaquería más odiosa del mundo». Byron hubiese disfru~ado al ver la ironía de que el papel que él promoviera, el papel de necio amargado y aristocrático, lo desempeñaba ahora un loco declarado. No hay duda de que el encierro liberó algo en Ciare. Durante año_s sus versos habí~n. teni~o que poner mucho cuidado con lo que dec1an. Ciare, al escnb1r, m1raba por encima del hombro a sus protectores y su público, su superego colectivo. Ahora en medio de sus manifestaciones .de amor a la naturaleza y a sus dos esposas, había algo nuevo. La 1ra acumulada, los resentimientos y las frustraciones de tantos años salieron en forma de sátira de obscenidad de un .. ' ' c1~1smo que nunca habrían sido propios de un poeta campesino como Dws manda. Ciare nunca hab.ía dejado de ser un hombre alienado. Ahora,. una ve~ cer~cada ,oficialmente su alienación mental, podía dar salida a s~ tdentt~ad mas honda y cantar la experiencia agridulce de ser un pana exclutdo del mundo ajeno. En. 184~, inspirado y ayudado por gitanos, Ciare se escapó. Recamó a p1e los ciento sesenta kilómetros que le separaban de casa. Parece ser que durante el viaje nadie le tomó por un loco. Vivió en casa algunos meses, hasta que, después de nuevos alborotos su leal médi~o de muchos años, Fenwick Skrimshire, ordenó que le 'llevaran al. ast~o .general de Northamptonshire, cuyos honorarios pagaría lord Fttzwllltam. Ya no volvería a salir. Su supervisor, el doctor Thomas
agony and hell; f No plummet ever sounds the soul's affairs /There death eterna! never sounds the knell.»
. * «'Poets. are born' -and so are whores- the ttade is f Grown universal: m t~ese .cantmg d~ys / Women of fashion must, of course, be ladies, f And whormg 1s the busmess that still pays.»
preciado que hacia la guerra contra la hipocresía y las mentiras. La sociedad pretendía ser tan racional, civilizada, cortés, fina. ¡Qué hipocresía! En realidad eran la lujuria, la ·codicia, la envidia, la mentira y la malevolencia las que hacían girar las ruedas. La moralidad no era más que un barniz, una ilusión: «Los poetas nacen» -y las putas, también- el oficio se ha vuelto universal: en estos tiempos hipócritas las mujeres de mundo deben, por supuesto, ser damas, y el putaísmo es el negocio que sigue siendo rentable.*
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Prichard; se jactó de que Ciare «goza de total libertad aquí». No se lo parecía así al propio Ciare: «Estoy, de hecho, en la prisión»: a decir verdad, «Estoy en este condenado manicomio y no puedo salir». Se le antojaba un «infierno», una «Bastilla», una «Sodoma». Casi hasta el momento de la muerte, las cartas que manda a casa revelan un hombre que posee poderosas facultades intelectuales, que muestra una devoción tierna y amorosa a su familia («piensa por tí mismo, Fred», aconsejó a su hijo}. Era visitado por su hijos, pero nunca, al parecer, por su esposa. Ante él se extendían otros veinte años de poesía. La calidad de ésta disminuyó, pero no más que la de Wordsworth. Le visitaron literatos bienintencionados; como antropólogos que se dispusieran a contar al mundo civilizado el relato de su encuentro con el poeta loco (que, a esas alturas, muchos ya daban por muerto). Ciare, cansado de los necrófagos, ya no tenía que agradecerles su condescendencia, como comprobó la escritora Agnes Strickland al visitar Northampton en 1860:
Le dije a Ciare que me habían complacido mucho sus versos sobre la margarita. -¡Uf! Es una cosita diminuta -replic6 él, sin alzar los ojos ni mostrar el más leve agrado por mi alabanza. -Me alegro de que puedas divertirte escribiendo, -No puedo -replic6 él lúgubremente-; me sacan el cerebro. Le pregunté qué quería decir. -Pues --dijo él- me han cortado la cabeza y han sacado todas las letras del alfabeto .•. todas las vocales y consonantes .. . y las han extraído por las orejas; ¡y luego quieren que escriba poesía! No puedo hacerlo. -Dime, ¿cuál de estas dos cosas te gustaba más: la literatura o tu antigua ocupación? -Lo que más me gustaba era el trabajo duro -replic6, con súbita vehemencia-. Era feliz entonces. La literatura me ha destruido la cabeza y me ha traído aquí. Como el desconcertante Clare sabía, no era la literatura como tal la que le había elevado, arrojado y traído al asilo. Más bien había sido una serie de fantasías culturales asociadas con el lugar y los poderes del genio, unas fantasías creadas por otros, pero compartidas por él mismo. Estas fantasías habían sido incrustadas en la vida de Ciare, pero no de modo tan evidente en los casos de Schumann, Nijinski,
trginia Woolf Y muchos otros, con mítologías paralelas sobre la ocura de perturbar el orden social Y la llegada de 1 · · ' · · · al h b' · · a psrqmatna mstr~ucron a 1a mventado semilleros de genios peculiarmente destructrvos.
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~r~ fácil, por consiguiente, llamar «loco» al cristiano verdadero: Tt~d1c1?nalmente, muchos cristianos habían acogido con agrado el c~hficattvo de «locos». Después de todo, el mismísimo Dios hflbía
std~ ,un loco al enviar a su hijo para que fuera crucificado por la sal~ vacton. del hom~t~, Y la «locura de la cruz» habí?. encontrado eco
5. LOCURA RELIGIOSA «La mitad del mundo cristiano -reflexionó el poeta en embrión William Cowper en 1766- llamaría a esto locura, fanatismo y tontería: mas, ¿no están estas cosas justificadas por la palabra de Dios?» Se refería a su propia y recién hallada fe religiosa. Poco antes se había adherido al movimiento evangélico, que a la sazón estaba haciendo numerosos conversos en Inglaterra. La religión verdadera, que Cowper veía como «tizones sacados de la hoguera», no consistía en la aceptación intelectual de un programa de pruebas, principios y prácticas establecido, autorizado y bien documentado (eso era «creencia aparente»). En vez de ello, consistía en abrazar ardientemente una fe viva que nacía del corazón, una búsqueda espiritual, una certeza interior. Como tal, era subjetiva, personal o (empleando el término que los evangélicos preferían) experimental, esto es, fundamentada en la expel'iencia individual. Pero lo que realmente redimía, lo que salvaba al pecador individual de ser condenado a la perdición eterna que tan merecida tenía, no era, de hecho, su propia fe, sino el don espontáneo {y del todo inme· recido) de la redención divina; la salvación por la gracia. La conversión era esa experiencia de estar inundado por la gracia. Así pues, el cristianismo evangélico no requería solamente una convicción pura y celosa, sino el compromiso total de la conciencia del creyente con un marco de creencias que eran, en esencia, trascendentales, misteriosas, más allá de la razón: una teología que encerraba la batalla cósmica entre Dios y Satanás por la posesión del alma, la pecaminosidad radical del género humano, la realidad de los castigos eternos en el fuego del infierno para los condenados y de felicidad eterna para los salvados, la intervención especial de la Providencia para guiar al peregrino en su viaje.
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en la 1dea patnst1ca de que el «éxtasis» espiritual del verdadero crey:nte era en sí mismo una forma de salir de la mente o de Jos sentidos propios, literalmente «colocándose fuera}> de uno mjsmo estando «fue:a de uno mismo». La locura «buena» de esta clase tení~ ~lOa .genealogta larga y noble en la teología cristiana. Erasmo se había lnSPtrado en ella en su Elogio de la locura. Y en la Inolatetra de Ja Ref~rma Y de la revolución puritana, los buenos y los piadosos -en partrcu1ar Jos más antinómicos entre los «santos»- tenían f!1ma de · · ' con voces d'tvtnas, · estar _ en c'!mu~rc~cron. de pre:;endar visiones en suen~s, de decH: verdades proféticas y, sobre todo, de ver la mano de D10s en todas las cosas. D~sde luego, existía también una locura religiosa «mala». Satanás no ceJaba en sus esfllerzos por apoderarse de los débiles y tentaba a I~s pecadores, ~ las personas gue eran poseídas por el Tentador man,tfestaban debtdamente sus propias señdes de insensatez: malde~Ian; b~asfemaban, se emborrachaban, putañeaban, cometían idolatría, mfrm?r.a~ los mandamientos, o desesperaban y se quitaban la vida (el suJc.tdio er~ a .la vez un pecado mottal y un delito). El diablo, que era astuto, se msmuaba en Ias almas con el pretexto de ser la palabra Y la vo_Junta~ de D~~s. Muchos autores de diarios penitenciales o de > «~utob10~rafras espltltuales», como Christoph Haitzmann en la Aus- ' tn~ del srglo xvr.r, o su contemporáneo George Ttosse en Inglaterra, d:¡~ron constancia de sus encuentros con el diablo y sus tentaciones. Tr?rcamente, e.s,tas personas explicaban cómo habían languidecido ba¡o la pre~uncron fatal de qúe recibían órdenes divinas, en la cabeza, en los sueno~, ~n señales y manifestaciones, y sólo al final, generalmen:e en el ultuno momento, etan desengañadas, les era descubierto el dta~lo. ~unque. se veían arrojadas de cabeza a una crisis, al final acabar1~n diferenciando entre lo diabólico y lo divino. I~~Itzmann y Trosse son ejemplos iluminadores a efectos de comparacton Y contraste. Ambos pasaron por aterradoras crisis espirituales y fueron acosados por visiones y tentaciones; a pesar de ello se: recuperaron y su final fue feliz. Pero el proceso de crisis y cura~ión
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es, en el caso del católico alemán, reveladoramente distinto del que experimentó el puritano de Exeter. Probablemente, Haítzmann nació en el decenio de 1640 o en el de 1650, en Baviera. Era pintor y pobre. Casi no se sabe nada más de él hasta que en el otoño de 1677 se presentó al pastor de Pottenbrunn, en la Baja Austria, sumido en el desespero. Dijo al pastor que, estando en la iglesia el 29 de agosto, había sufrido terribles «ataques», que se prolongaron durante los días siauientes. Acudió en calidad de suplicante a un funcionario eclesiástico que le preguntó si había tenido algo que ver con el diablo. Haitzmann se derrumbó y confesó que nueve años antes, justo después de la muerte de un «progenitor», había sufrido una depresión y perdido la esperanza de ganarse el sustento. Un día, cuando paseaba por un bosque, el diablo le había abordado bajo el disfraz de un burgués que andaba paseando a su perro negro. El Tentador intentó atraer a Haitzmann con un pacto. Nueve veces se negó Haitzmann, mas al final sucumbió. Según el pacto, transcurridos nueve años, Haitzmann se entregaría en cuerpo y alma al poder de Satanás. Los nueve años estaban ya a punto de terminar y Haitzmann, en espera de su triste destino, era presa de una agonía mental como la de Fausto. Creía que su única esperanza era acudir en peregrinación al famoso templo de la Bendita Virgen María en Mariazell y, quizá de esta manera, lograría que el diablo renunciase al pacto. Le dieron una carta de presentación. Tras lle.,.ar a Mariazell a comienzos de septiembre de 1677, Haitz"' mano se sometió a tres días seguidos de exorcismo, expiación y plegarias. En la medianoche del día 8, cuando estaba rezando en el templo santo, el diablo se le apareció finalmente bajo la forma de un dragón. Haitzmann dio un salto en el aire y le arrebató el pacto. Rescatado por este «milagro», su melancolía se esfumó: estaba curado. Parece ser que el penitente hizo alguna promesa en el sentido de que ingresaría en la comunidad monástica de Mariazell. Agradecido por su curación, pintó una serie de nueve cuadros que representaban las tentaciones satánicas de que fuera objeto. Los cuadros se conservan aún. Poco después fue a pasar una temporada en casa de su hermana, que vivía en Viena. Aún no había transcurrido un mes cuando el diablo volvió a molestarle: tuvo nuevos ataques, que le produjeron fuertes dolores físicos y le dejaron paralizado. Los ataques continua-
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ton hasta principios de 1678. Durante este periodo Haitzmann tuvo una serie de apariciones. Al principio, éstas le presentaban las tentaciones mundanales de los pecados mortales. Como si estuviera en trance, se veía festejado en salas lujosas, rodeado de «caballeros» y damas seductoras vestidas con todas sus galas. Las personas que aparecían en estos sueños intentaban seducirle para que se entregase a una vida de lujo, prometiéndole un poder y una riqueza que ni la a~arida podía soñar, persuadiéndole a renegar de sus promesas religiOsas. Al encontrarse ante estos demonios disfrazados Haitzmann haciendo acopio de fuerzas, invocaba a la Virgen María~ a José, co~ lo que los diablos desaparecían y él despertaba de sus trances. Las apariciones no tardaron en cambiar. Haitzmann tuvo ahora visiones de austeridad bendita, ascetas y eremitas sencillos que llevaban una existencia piadosa. El objeto de estas visiones era atormentarle por haber reincidido. Le ordenaban que renunciara a las sen~as de 1~ iniquid~d. Le recordaban los votos religiosos que no habra cumplido y le mstaban a hacer seis años de penitencia en el desierto. Volvía a verse ante la condenación, envuelto por las llamas del infierno como castigo por seguir caminando por las sendas de la carne. Espíritus malignos le azotaban con sogas. Haitzmann acabó por ceder ante tantos sufrimientos. En mayo de 1678 el pecador volvió a presentarse en el convento de Mariazell y de nuevo se confesó. Esta vez reveló por fin que desde el principio había habido un segundo pacto con el diablo, un pacto escrito con tinta (el primeró lo había firmado con sangre). Una vez más los santos padres de Mariazell le exorcizaron. Dio resultado. Haitzmann se quedó en el convento, adoptando el nombre de hermano Crisóstomo, hasta su muerte en 1700. Ahora el diablo le asediaba sólo cuando había bebido demasiado. Muchos contemporáneos hubieran calificado a Haitzmann de loco. Sin embargo, esa palabra habría significado cosas decididamente distintas según quien la oyera. Para un escéptico declarado en esta clase de cosas como Thomas Hobbes, toda pretensión de comunicarse inmediata y personalmente con Dios o con el diablo era por definición un embuste, una patraña o una delusión demencial, síntoma de alguna enfermedad de la cabeza. Carecía de verosimilitud científica; no estaba autentificada. Es muy posible que la mayoría de los hombres cultos de aquel período hubieran afirmado que Haítzmann padecía un trastorno mental de índole religiosa, diagnóstico que quería decir
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que poderes de otro mundo -el diablo en este caso-- se habían adueñado de su voluntad, de su entendimiento o de su alma. En su inmensa e influyente obra La a12atomía de la melancolía (1621), Robert Burton había interpretado la desesperación y la lucha religiosas de aquella época de Reforma y Contrarreforma usando precisamente aquellos términos (si bien, como buen protestante, Burton creía que todos los católicos estaban infectados ipso facto por esa clase de locura). Lo que es digno de señalar es la ausencia absoluta del término «insania» y de otros por el estilo en el testimonio de Haitzmann Y en los comentarios que sobre el caso escribieron los eclesiásticos de Mariazell. Cierto es que Haitzmann había reconocido padecer «melancolía». Pero en ninguna parte se sugería que sus visiones satánicas fueran una forma de enfermedad, alucinaciones irreales, o siquiera locura provocada por el diablo. En vez de ello, Haitzmann estaba sencillamente poseído. Dios y Satanás le enviaban visiones opuestas, buenas y malas. Y no fue «tratado» por doctores, ni se le encerró en un manicomio, sino que le aplicaron un ritual eclesiástico sancionado oficialmente: el exorcismo -es decir, la expulsión de los demonios- cuyo éxito fue considerado un «milagro». Co:no veremos pronto, esto contrasta mucho con las creencias que se manifestaron alrededor de la crisis que sufrió George Trosse, coetáneo in
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de las ironías del destino, según añadió Freud, las antiguas interpretaciones demonológicas compartían, de hecho, muchas cosas en común con las descripciones psicoanalíticas. A decir verdad señaló Freud, consciente de otras posibilidades irónicas, podía decirse que «la te?ría. demonológica de estos siglos de oscurantismo a la larga se ha Justificado». Porque tanto la demonología como el psicoanálisis recalcaban la prioridad de la agitación en el consciente, en vez de darse por satisfechos con suposiciones perezosas de simples enfermedades orgánicas. La teoría «supersticiosa» de la «edad del oscurantismo» había presupuesto maleficio, fuerzas que poseían desde fuera, desde arriba; la psiquiatría moderna opinaba que los trastornos eran causados por fuerzas interiores, que subían desde abajo. Por esta razón, las neurosis religiosas de hace varios siglos eran -igual que las neurosis de los niños- más fáciles de «descifrar» que las neurosis complejas y disfrazadas orgánicamente de etapas posteriores de la vida. Freud creía, pues, que la demonología cristiana había tropezadó con la naturaleza y la causa verdadera de los trastornos si bien acabó confundiéndolas. Pero Freud pudo descubrir dicha c~nfusión, demostra~do cómo el lenguaje teológico era una especie de código, un lenguaJe que registraba todas las pistas jeroglíficas empleando para ello una lengua extraña que sucumbiera ante el apropiado recurso de traducción. Freud no titubeó en ponerle la etiqueta de «neurosis» al caso de Haitzmann. La clave para comprender esta neurosis estaba en la actitud de Haitzmann ante el diablo. A juicio de Freud, el diablo de Haitzmann era un sustituto del padre. El inconsciente de Haitzmann había creado la id_ea fa~t~stica del pacto con el diablo; había sido para él el único medro leg1t1mo de expresar lo que debían de ser los profundos anhelos de homosexual pasivo que le inspiraba su propio padre. La muerte de és:e había causado la melancolía de Haitzmann, su incapacidad de trabaJar. El pacto con el diablo ofrecía a Haitzmann una salida una especi: de matrimonio con su padre. Era para nueve años p~rque (si se mterpretaba la palabra «años» como pantalla de «meses») ese era el tiempo que el bebé del padre tardaría en gestarse. Freud preveía que su interpretación iba a chocar con resistencia (después de .todo, ninguna prueba la corroboraba) y preparó sus respuestas. S1 era verdad que Haitzmann sentía anhelos eróticos en relación con su padre, ¿por qué (preguntarían los escépticos) no los
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expresaba abiertamente? Porque eran demasiado te:ribles, porq~e imaginar una relación homosexual.~on el padre en~rana~a necesar~a mente el justo castiao de la castrac10n. Era, pues, «unpostble», segun Freud, que Haitzm:nn confesar~ conscientement~ los deseos que su padre Je inspiraba. Las ramificactones de eso hab1an quedado probadas en el caso de las Memorias de Daniel Schreber (que. se come.ntan en el capítulo 8). Por estas razones, no .era el padre, smo el dtablo · auien había dado cuerpo al deseo de Ha1tzmann, deseo que, una vez . . desplazado, se había convertido en te.rror. . Pero ¿no resultaba e..-'l:traño eleg¡.r al dzablo como sustituto del padre, c~mo objeto de amor? Ni pizca, argüía Freud, dando. buenas razones para ello. En primer lugar, el diablo, tal como Haltzmann lo retrataba en sus cuadros, poseía realmente muchos de los rasgos masculinos que un padre sexualmente deseable d~bía tener. P~r otra parte, el diablo resultaba admirablemente .. apropt~~o como stmbolo de la profunda «ambivalencia» que un htJO sentma ~~r su padre, pues en él «cariño y sumisión» se mezclaban con «hostilidad Y desafío» y de esta manera creaban .tensior:es ent:e el «anhel?» Y el <(terror». Confirmando estas ambtvalenctas, Hattzmann habta ret~a tado al diablo con prominentes características sexuales secun~anas de fndole femenina: en particular, senos grandes. _Freud afir~o que esto era sumamente «insólito» en las represent~ct?nes _del diablo Y que, por ende, era una forma psicológicamente stgnificatlV.a, de representar a Satanás. Probablemente significab~ una «proy~cc~om> de los sentimientos de feminidad del propio Hattzmann. As1m1smo, _d~rle al diablo los atributos de la «ternura» contribuiría aún más a dlSlpar el temor de Haitzmann de que su padre/el diablo resultara una amenaza castradora. d Obviamente, la fantasía de Freud es extraña (hace que la v:r adera demonología se parezca a la razón). Para empezar, la fantas1a se apoya en terreno poco firme. Ni tan sólo sabemos -a pesar de la confiada suposición de Freud- que Haitzmann hiciera un pacto c~n el diablo poco después de la muerte de su padt'e. El texto en latm dice parens, palabra que podría significar igualmente «madre» o, de hecho, algún otro pariente cercano y de edad. No. ~enemas absolutamente ningún dato independiente sobre la relacto~ con su _padre. Además, la representación por Haitzmann de uh dia?lo am~1sexual no era en realidad una aberración cometida por e~ ~mtor, smo q~e se ajustaba a convencionalismos artísticos que extswm desde hacta
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mucho tiempo. Era común presentar al diablo como un monstruo de doble sexo, en parte hombre, en parte mujer, en parte pájaro, en parte pez, un ser cuya capacidad de aterrorizar residía precisamente en la transgresión de todos los limites apropiados. Por otro lado, lo que es especialmente peculiar en Ia explicación de Freud es la ambigüedad con que presenta la demonología como neurosis. Freud había argüido anteriormente, en su análisis de Daniel Schreber, que éste se había derrumbado precisamente al insistir su inconsciente en su anhelo por el objeto de sus deseos homosexuales, debido a los conflictos irresolubles que tales deseos provocaban. Pero en el caso de Haitzmann parece suceder justamente lo contrario. El pacto diabólíco con su sustituto del padre no le hace culpable, sino que le hace prosperar; pese a ello, por alguna razón extraña, entra en crisis justo cuando, al terminar los nueve años, finalmente está a punto de dar a luz el bebé de su padre. Incluso sin salirse de las reglas de la teoría freudiana, las inverosimilitudes, las discrepancias y la proliferación de salvedades que aquí se invocan son sin duda excesivas. Una crítica muy concienzuda de la interpretación de Freud la han hecho Ida Macalpine y Richard Hunter, psiquiatras de una escuela muy diferente. Han sustituido las preocupaciones edípicas de Freud por una serie muy distinta de postulados psiquiátricos. Discrepan en el diagnóstico, pues, mientras que Freud puso la palabra «neurosis» 'en su titulo, sus críticos llamaron a su libro Schizophrenia 1677. Para ellos la causa fundamental de los errores de Freud era considerar que la fase edípica (rivalidad padre-hijo) era de importancia cardinal en la generación de los conflictos que se manifestaban pot medio de neurosis como la de Haitzmann. A resultas de ello, Freud buscaba :figuras paternas y sufría crisis provocadas por el padre; y, huelga decirlo, al encontrarlas en él mismo, las encontraba también en todas partes. Por lo tanto, en este caso, interpretaba el diablo como un «superhombre» fálico, una proyección del padre de Haitzmann, y veía a éste culpablemente enamorado del diablo. Macalpine y Hunter señalan que las teorías del propio Freud sobre las relaciones ambiguas entre padre e hijo fueron desarrolladas poco después de la muerte de su propio padre; tal vez lo que Freud nos cuenta sobre Haitzmann no nos diga nada en absoluto sobre éste y nos Io diga todo sobre Freud. Pero lo que es notable, según señalan Macalpine y Hunter, es lo
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poco que, en realidad, el diablo de Haitzmann se parece a un «superhombre». Contrariamente a las expectativas sencillas creadas por Freud, en ninguno de los nueve cuadros aparece el diablo ~on genitales de clase alguna (Freud señala falsamente que este dtablo no tiene genitales femetzinos, pero se abstiene de llamar la atención sobre la falta de pene). A decit verdad, el diablo de Haitzmann es tan femenino como masculino. Macalpine y Hunter arguyen que el verdadero significado de esto es que la fantasía neurótica de Haitzmann no se deriva de represiones que tienen su origen en la fase edípica, sino que nacen de movimientos psíquicos preedípicos P.roducidos mucho antes de que el recién nacido se dé cuenta de la dtferendación de los géneros, producidas en un momento en que cabe que el niño vea la ambisexualidad como algo normal. En esta fase en que es presexual y prefálico, el consciente del niño se preocupa principalmente (según ellos) por el problema de la vida y sus orígenes, y ve que la nueva vida (los bebés) no son engendrados por la resolución afortunada del conflicto sexual, sino partiendo de uno mismo o casi mágicamente. De ahí la naturaleza andrógina del diablo; de ahí también las fantasías de Haitzmann sobre alimentar y ser alimentado, y la importancia clara que las figuras maternas revisten para él, y no en menor medida el hecho de que vaya a curarse en el santuario de la Bendita Virgen María. En la interpretación de Macalpine y Hunter encontramos mayor respeto por los datos que en la de Freud. Pero las preocupaciones que muestran por las supuestas fantasías de gestación de Haitzmann, por la repetición del concepto de «nueve», y por el diablo con senos no son menos parti pris. Y, sobre todo, el intento mismo de proyectar haces de luz sobre la psique del propio Haitzmann mediante el análisis de datos tan insignificantes y poco concluyentes parece una empresa desesperada y condenada de antemano al fracaso. Lo que inquietaba a Haitzmann eran la tentación, ser malvado, estar condenado. Cargar sobre Haitzmann una ambigüedad respecto del género, fantasías de gestación y dilemas relativos a la creatividad no nos dice sobre él más de lo que nos dice la afirmación de que estaba fijado · a su padre. A decir verdad, todas estas técnicas psiq1.üátricas consistentes en aislar a figuras como Haitzmann, instalarlas en el diván y diagnosticar sus problemas pueden resultar decididamente perversas. Porque de esta manera se aparta la atención de los entornos social, cultural,
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insti.tudoi:ai y ling~ístico que daban sentido a sus actos. Y lo que la .b1ograf1a ~e Hattzman~ sí nos revela con gran claridad no es su ps1copatolog1~ personal, stno los supuestos y los procedimientos que de forma ~ab1tu~l se emplean en esa sociedad para dar sentido público a las tn?ulacton~s de la ví?a: los conceptos de Dios y el diablo, de Ia .Iglesta, d~I ctelo. y el mfierno. En el ejercicio de su propia pr':fesión, l~s pstco~nahstas no se creen obligados a demostrar por sus pactentes ttenen necesidad -de hecho, una necesidad neurotlca- de fantasear la institución misma de la psicoterapia como defensa-desp~azamiento-proyección de sus propios problemas. Sencillamente esta ahí como «factor» de la sociedad moderna. No necesitamo.s más .explicaciones especiales de los recursos «terapéuticos» del propio Hattzmann, tales como el diablo. Haitzmann sencillamente aceptaba los <
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remedio. Más bien, al verle como un ser atormentado por fuerzas malignas ajenas a él mismo, fue fácil absorberle en estructuras curativas. Quizá merezca la pena señalar -si optamos por seguir hasta el fin la comparación del propio Freud- que Haitzmann terminó felizmente en el convento, atormentado por el diablo sólo cuando estaba bebido, mientras que Schreber soportó nueve años aterradores en el asilo, sufriendo un aislamiento agudo debido, al menos en parte, a que ninguna de las autoridades psiquiátricas quiso dar el menor crédito a los términos (persecución religiosa) en que él mismo experimentaba su «psicosis».
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La eficacia de la religión como serie de creencias y prácticas para afrontar graves crisis personales se advierte claramente en el caso /' de Haitzmann. También es visible en las prácticas del clérigo-médico del siglo XVII Richard Napier, tal como las estudió Michael MacDonald. Napier llamaba personalmente al ángel Rafael pata pedirle consejos médicos. También vemos la citada eficacia en la vida de George Trosse. Trosse, que creció en Exeter durante la guerra civil, escribi6 la historia de su vida en 1692-169.3, cuando contaba poco más de sesenta años. La escribió ajustándose a las pautas clásicas de la autobiografía espiritual puritana, cuyo mejor epítome es Grace abounding to the chief of sinners, de John Bunyan. El género contaba una historia de indiferencia o pecaminosidad juvenil, una rebelión irreflexiva contra Dios, que conducía a la tentación e incluso la posesión satánica, que a su vez culminaba con .una crisis. Sin embargo, el resultado providencial de esto eran la conversión final y una vida madura que transcurría caminando por las sendas de la rectitud. Tal como Patricia Spacks ha recalcado en su Imagining a self, la autobiografía espiritual puritana es por definición la historia de un triunfo. Lo que hacía que la apología de Trosse fuera distintiva, aunque no única, es que su crisis no adquirió meramente la forma de un reconocimiento del pecado, la iniquidad y el libertinaje, una experiencia emocional traumática, el renacimiento de una persona regenerada, el pecador reformado, sino que fue más bien un episodio completo de insania, con tratamiento médico y encierro en un asilo. Trosse no consideraba su locura religiosa (como de forma creciente hadan los teóricos en boga en su tiempo, la época de la Revolución Científica} como un trastorno físico que producía descabelladas
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delusiones sintomáticas, sino antes bien como una psicomaquia literal, una. lucha entre Dios y Satanás por la posesión de su alma. .. . Nactdo ~~ Exeter en 16.31, Trosse pertenecía a una rica y prominente. famtlia ~e. abogados, anglicana en su confesión y monárquica en ~us tdeas ~olí:tcas. Al mirar hacia atrás desde su condición de patttarca presb1tenano entrado en años, Trosse denunció su juventud como una verdadera Sodom~ de pecado. Nos dice que en un tiempo fue «muy ateo», un «:nemtg? ~e los puritanos~> que había seguido cada uno .de. los «malditos prmctpios carnales» que habían alimentado sus lujurtas . . .Esp?leado por «un capricho errante, un deseo de enriquecerse y vrv.Ir luJosamente. en el mundo», eligió viajar por el extranjero en calidad de aprendiz de mercader, para poder gozar hasta hartarse de lo~ P!aceres del ;. Oyó una voz que preguntaba: «¿Quién eres tu?», Era sm duda la voz de Dios; lleno de contricción, replicó:
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«¡Soy un gtan pecador, Señor!». Trosse cayó de rodillas y rezó. La voz siguió diciendo: «Humíllate más; humíllate más». Trosse se quitó las medias y continuó rezando sobre las rodillas desnudas. La voz prosiguió. Trosse se quitó las calzas y el jubón. La voz le dijo que aún no se había humillado lo suficiente. Trosse encontró ~~ agujero en el suelo, allí donde faltaba una de las tabla~, y se ~etto dentro; siguió rezando a la vez que se echaba polvo y tierra enc1m~; Entonces la voz le ordenó que se cortara el pelo y Trosse previo que luego le ordenaría que se degollara. En ese momento cayó. de pronto sobre él la iluminación espiritual. La voz no era la de Dws, sino la del diablo. Trosse supo que había causado «gran ofensa» Y finalmente oyó una voz, que él tomó por la del Espíritu Santo, dici~n dole: «¡Desgraciado! Has cometido el pecado contra el Espíntu Santo»: el pecado que Bunyan temía haber cometido. Presa de desesperación (pues sabía que el pecado contra el Espíritu Santo es imperdonable), lo único que quería era maldecir a Dios y m?ri.r. Su cabeza se llenó de una babel de voces que clamaban, convm1endo «mi conciencia en un tormento» y en su iniquidad se encaprichó con un pensamiento particularmente pecaminoso, inducido por su «malévola voluntad»: la idea de que en su estado de desesperanza, desgracia y condenación, podía «atormentar a Dios Todopoderoso e Inmutable» por medio de «esta blasfemia y enemistad desesperada contra Dios». Poseído por nuevas voces y visiones --duendecillos, grandes garras que aparecían en la pared, ~tcétera-, se sumió en un «e:ta.do de absoluta turbación». Sus amigos, por suerte, sabían de un medico de Glastonbury a quien se «estimaba muy hábil y eficaz en tales casos». Llevaron a Trosse a Glastonbury por la fuerza, atado a un caballo. Él se resistió con todas sus fuerzas, creyendo que le arrastraban a las <>. Más adelante Trosse recordaría que finalmente el diablo tomó plena posesión de él. Lleoaron al manicomio. Trosse lo identificó con el infierno Y lite"' consideró que sus cadenas y grilletes eran tormentos y tortalmente turas satánicos, a la vez que los demás pacientes eran sus «verdugos)), Al final sin embargo, aunque hacía tiempo que trataba de «vengarse y rebel~rse» contra Dios, empezó a mostrarse más tranquilo,. resignado, sereno. Esto se debió principalmente a la esposa del doctor, la
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sei'íora Gollop, «una mujer muy religiosa», que le tranquilizaba y rezaba con él. Al principio, este consuelo no fue mejor que «agua derramada sobre las rocas», pero poco a poco fue surtiendo efecto y sus «delusiones, turbaciones y blasfemias» empezaron a disminuir. Finalmente «lamenté mis pecados» y juzgaron entonces que se había recuperado lo suficiente como para volver a Exeter. ¡Ay! Resultó que no estaba tan bien como se creía y volvió a las andadas con «reincidencias agravadas». Esta vez, no obstante, la lucha con el Tentador fue al menos más franca. De una parte, continuó con sus «actos obscenos y lascivos». De otra acudió a ministros de ~ios, tales como el presbiteriano Thomas F;rd, para que le aconseJasen sobre cómo liberarse de su «gran carga de culpa». Atrapado de nuevo en este tormento, volvieron a llevarle a que le viese el médico de Glastonbury. Allí, Trosse «despotricó contra Dios» y «me creí,~ el infierno», convencido otra vez de haber pecado contra el Espmtu Santo. Pero el doctor «(me) redujo de nuevo a la compostura y a la tranquilidad de espíritu». ~i siquiera entonces fueron completas su regeneración y su convers:ó~. Ahora ~;osse poseía religión, pero su fe no era más que «farrsarca>>. Volvro a caer en locuras y licencias que no se especifican. Le persuadieron a que volviese a Glastonbury por tercera vez. Al final, y .esta vez permanentemente, «Dios tuvo a bien, después de to?as mis repetidas provocaciones, devolverme la paz y la serenidad, ast como el uso regular de mi razón». Pensándolo bien la fuente principal de su curación y de su conversión había sid; la señora Gollop: «ella ha sido el instrumento principal tanto de la salud de mi cuerpo como de la salvación de mi alma». Trosse había vuelto a nacer. Se fue a estudiar a Oxford. Ahora ten.ía la fortal~za suficiente para vencer los sueños que eran las tentact?n~ del drablo. Con la ayuda de Dios, se dijo a sí mismo que habta stdo llamado a hacerse pastor, y en la gran Expulsión de 1662 -es. deci~, expulsió~ de los puritanos de la Iglesia de Inglaterras~ .hizo dlSldente. Paso el resto de su carrera ejerciendo de pastor d!Sldente en Exeter, soportando a veces cierto grado de persecución -alguna que otra temporada en la cárcel- por sus convicciones. El Trosse que hizo un repaso de su vida y escribió su autobiogra!í~ tenía un concepto muy claro y definido de la significación rehgtosa de la locura. La razón era caminar en armonía con Dios." La locura era ese estado mental en que el alma, poseída u obsesionada
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por el diablo, protestaba y blasfemaba contra 'el Todopoderoso. Trosse, al parecer, no tenía ningún concepto de la locura santa, positiva. La locura era, pues, un estado desesperado, negativo, pero cumplía una función importantísima en la redención de las almas, porque sacaba a la superficie los males del pecador, los hacía entrar en crisis. Proporcionaba, como mínimo, un preludio de la recuperación. Cabría decir que Trosse era un hombre afortunado, ya que contaba con el apoyo de sus amigos y con un asilo útil. Llegó a creerse redimido, convencido finalmente de que era capaz de distinguir la voz verdadera de Dios de las tentaciones del diablo. Nunca echó la vista atrás. Con todo, para muchos creyentes sinceros que busca- <.. han una señal, la voz y el dedo providencial de Dios siguieron siendo más oscuros. No estaban seguros de si los sueños que tenían y las voces que oían eran de Dios, de Satanás o sencillamente sus propias fantasías malsanas. Estos dilemas en torno a lo que eran experiencias verdaderas y lo que eran meramente experiencias internas engañosas creaban un caos inmenso: caos para el individuo, pero también para los fieles y para la sociedad en general: nadie sabía a ciencia cierta si los que llevaban las señales externas de la locura religiosa eran en verdad santos, los peores pecadores o simplemente enfermos. En parte por esta razón, a ojos de muchos todo el concepto de la locura cristiana -siempre ambigua- cayó en desgracia. Se decían que sin duda la . sabiduria divina no se valdría de un medio tan incierto y peligroso para revelar su palabra y su voluntad a su pueblo. Sin duda Dios en su misericordia no sometería la conciencia de los creyentes a tormentos tan atroces ni permitiría que el diablo los engañara. Argüian los creadores de opinión en el racional y tolerante siglo XVIII que cada vez parecía más probable que estas almas atormentadas en realidad no estuvieran poseídas por Dios ni, de hecho, por Satanás, sino más bien por algún concepto erróneo, algún trastorno o alguna enfermedad. Los que vociferaban y deliraban en nombre de Dios, gemían en la iglesia o sufrían ataques de paroxismo mientras escuchaban sermones aparecían, cada vez más, como seres dignos de lástima. Estaban enfermos; necesitaban tratamiento. Eran presa > de «melancolía religiosa». Este diagnóstico se aplicaba comúnmente a los metodistas y a los evangélicos, que constituían una fuerza en crecimiento en la Inglaterra de mediados del siglo xvm: <~loco como un metodista»
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f:te. una expresión que se puso de moda entre quienes, sintiendo
l~st1ma al ver. a las sencillas muchachas de servicio que con demasrada frecuencta, ~ran presa de paroxismo mientras. escuchaban las trem:h.u~das predicas ?e Wes1ey, y .que a veces se veían empujadas al smc1dio, menospreciaban a los hipócritas Wesleys y Whitefields que fomentaban semejante histeria. No es extraño que William Cowper --c~mo se.~ta al empezar el presente capítulo- sospe~hara que su propia verston de la fe habría sido considerada una locura. Porq~e no sólo era amigo íntimo de John Newton uno de Jos más emociOnalmente volátiles entre los primeros evan~élicos (un hombre qu;,. según Sout~ey, era, not?~io por «enloquecer a Ja gente con sus predica~»). No solo habta VIVIdo una experiencia de conversión c~ll_lpleta, smo que, de hecho, de modo parecido a Trosse, la había ~1v1do e~ un ma~icomio, cuando se estaba recuperando de lo que mcluso el reconocta que era un terrible ataque de insania. La existencia tristísima de Cowper estuvo marcada por trastornos ,mentales de tipo melancólico (como dijo él, en el hilo de su vida hab1a una hebr~ negr~). S~frió cinco ataques serios, durante algunos de los cuales mtento quitarse la vida. El primero le dio cuando con,taba poco más de veinte años; el último le sobrevino cuando tema sesenta Y. tr~ y le persiguió hasta el final de sus días. E incluso entre estos ep~sodtos, la negra señal de la desesperación raramente anduvo muy le!os:. ,a veces contenido únicamente por una sociabilidad forza?a, Ia apl.tcacton Y la actividad (para Cowper, escribir versos era la .qu~ntaesencia de la terapéutica ocupacional, mantenía a distancia la· octosrdad que llevaba a la melancol1a). Los t:astornos d~ Cowper nunca fueron una ficción poética; nunca tuvieron resabtos del personaje penseroso que tan de moda estaba ~tre las almas artísticas supersensibles que padecían la «enfern:edad mgiesa» en aquella época de sensibilidad almibarada. Más bten apare~e, en sus cartas, poemas y recuerdos autobiográficos, como la mas aterradora y aplastante de las cargas, que al final culmina c?n. un deseo profundo de no haber nacido jamás. Le abrumó con denttmtentos angustiados de desesperanza y abandono la certeza firme e estar ~ondena~o en el sentido que Samuel Johns~n da al término (ser «envta.do al mfierno y castigado eternamente»). En :I srglo XX se ha intentado diagnosticar la dolencia de Cowper desde dtferentes puntos de vista. James Hendrie Lloyd resolvió todo el problema en pocas pa!~br~~. «J?rob~blemente lll mejor form~:t d~
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describir el caso es decir que fue una variante de insania circular, con fases alternas de depresión profunda y de leve reacción hipomaníaca, pero sin intervalos distintos de cordura completa ... Era una psicosis constitucionaL» Bueno es saberlo. R. R. Madden opinó que la respuesta residía en los intestinos. En particular, especuló que Cowper tal vez padecía alguna enfermedad orgánica, análoga a la dispepsia: ¿qué otro motivo podía inducir a Cowper a quejarse tanto de su digestión? A juicio de Madden, si algún médico le hubiera arreglado el estómago a Cowper,.éste se habría ahorrado los tormentos del alma. Otros se han preguntado si quizás algún defecto físico creó la timidez y la soledad que tanto atormentaron a Cowper e hicieron que se sintiese como un árbol solitario en una colina. A principios del siglo xrx el diarista Charles Greville insinuó que, al parecer, Cowper era «hermafrodita» (cabe preguntarse, ~mpero, qué significaría exactamente ese término para Greville}. Y es bien sabido que el doctor William Heberden dejó constancia del caso de un hombre que se castró a sí mismo, y los detalles que da Heberden cuadran con los del caso de Cowper. La hipotética presencia de alguna anormalidad de los órganos sexuales (posiblemente autoinfligida) tal vez podrfa explicar el hecho de que en la única ocasión en que Cowper se com· prometió para casarse, se sumió rápidamente en otro de sus episodios de insania y el compromiso fue anulado. Pero, al parecer, esto son y seguirán siendo meras especulaciones. Más convincentes entre estos intentos de explicación son quizá las hipótesis psicodinámicas. Es muy posible que la sensación de aislamiento y abandono que nunca dejó a Cowper tuviera que ver con el distanciamiento· de los padres en la infancia. La madre, a quien él recordó siempre como «muy indulgente», murió cuando Cowper tenía seis años. Pronto fue enviado a 1u escuela y, según parece, nunca estuvo emocionalmente apegado a su padre, que era pastor protestante. De hecho, Cowper dejó constancia específica de un angustioso episodio de la infanci~; ...s.U.J:J,ªªl:e, )e hizo leer los argu-
Al parecer, a Cowper le costaba much . que e!Io fuera resultado de su pr . fal o dsentlr apego. Es posible Posiblem:nte sea significatívo el t~o ~: e apegos en la infanci~. ya en la Juventud, el objeto de su amot f que cu~ndo se enamoro, luego vivió la mortificante experiencia de u:e pnma Theodora; y . q 1 padre de la muchacha se opusiera a tales t·elact' ones sm que sepam . , que. Para Cowper debt'o' d fi os exactamente por • 1 e ser a con rmadó d 1 f 'l'd las aspiraciones a la intimidad· 1 . d nb. e a ragii ad de ' Y O, n11Smo e . IÓ de stgm . 'fi Theo dora, que se convirtió tamb. car para según dan a entender los d t len en una Joven melancólica y, folletín: la encerraron en el a o.s que t.enemos, tuYo un final casi de sión anterior habían confinadmtsm~ asllo deÉlocos donde en un~ ocagido: «¡Ojalá el ardor d ~ a . owper. ste se mostró muy afliCuando más adelante se ~o:~/rrm:: amor hubiera continuado!»; años y pico, fue con la señora ~~~í~ para casa~e, a los cuarenta Cowper, era una verdadera madre p ' ~~-ue era viUda y que, según ·V , . · ara e. e e1a el propto Cowp al l ., la vida adulta y alguna f:ha J~n~ ~e ~~10: entre las aflicciones de era niño? No podemos dar una retntlm¡ a co~ .sus padres cuando menor indicio de que Cowper a J.}u:sta. defimttva. No tenemos el Tolm Petceval alguna Ve'"' z' 1 etencla, pongamos por caso, de · ' " cu pase a sus p d · . de su malsana melancolía La r 1 •, a res o a sus parten tes . . e aclOn con su hermano J h se h lZO estrecha y de apoyo Y s Ad l h. d ' mayor, o n, hermanos, cuenta una histo . ?d e p z, onde habla de los dos de su salvación y de su ~on~~rs1~~ ':n:tn la dque John es el agente vez que él William const' :· cuan o se vuelve loco, a la d , ' ' gue convettlt a Joh a las puertas de la muerte d n cuan o este se halla a suponer que en el cerebro o:fe t~o~ una car;a en ~arti;uiar induce las emociones familiares y su enf J~ habla algun vmculo entre ~rme a mental. Volviendo Jos ojos hacia el pasado en una cart a esct1ta en 1788 t' 1 pa dte y de su madrastra a- d' d . ' con o a muerte de su sufrir estas pérdidas él ~1t.nsma olehn bo' mmedd~datamlente que al poco de a 1a per 1 o e án · Sea como fuere, ' ei mismo Cow er , 1mo. . de «problemas de la mente» en t, ~ con~pr~ndra su propto mar religiosa, de la búsqueda po ermmos, pnnctpalmente, de su vida ., r un creyente de la 'd d d cton en un mundo de pec"d II d segun a e 1a salva. . "" o, eno e trampas tend" S , 11 La msama de Cowper es la I . t • d d por atanas. · 11s ona e os exnen. n' as · · · · 1 . muy dIStÍntas y cronolóoic"m t . l. ~ e Cias espn!tua es "' " en e secuenCia es. 1 · . ., descrrpcron de loctlt~ reli o-io .1 . a prtmera es una - · "' Sfl esencia mente «bllc,la>'" la, se¡_?,nn d.a, · · · - · : . -.' '1
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refutarlos, su padre no respaldó sus esfuerzos. Cabe conjeturar que tal vez Cowper temió que esto significaba que su padre no hubiera puesto objeciones si él hubiese intentado matarse. De la madrastra de Cowper apenas se habla.
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una saga de locura «mala». La prim~ra nos es cono~ída gracias a la~ memorias que Cowper escribió a :finales del decemo de 17 60, cas1 en la mitad de su vida. (No se publicó hasta después de su muerte.) Era una narración que seguía la pauta de la biografía espiritual clásica. Presentaba al héroe hundiéndose más y más en el cenagal del pecado, cayendo en las garras de Satanás, sufriendo una crisis y, finalmente convirtiéndose a la verdad por intervención de la gracia salvadora. 'Para el Cowper de este cuento, la locura fue un medio providencial, un instrumento de «regeneración». ., No tenía la menor idea de que a los pocos años de su convers10n, toda su confianza se evaporaría, para siempre. Volvieron los terrores y la desesperación de su crisis anterior, multiplicados y más hond.~s, en una serie de crisis a partir de 1773, cuando una negra depresron y el convencimiento de que la condenación era inevitable se apoderaron por completo de su existencia. Sabemos de los ataques de locura de estos años gracias a las cartas que escribió entonces (y todavía más, aunque sea de una forma que frustra por lo negativa, gracias a las cartas que no escribió: por ejemplo, durante cuatro años, entre 1773 y 1776, Cowper, que normalmente era gárrulo, parece qu~ ~o escribió absolutamente ninguna carta). Se conserva un breve d1ar1o espiritual -un descenso al infierno- que data de las postrimerías de su vida, aunque los últimos cinco años -que fueron de depresión inexorable- se caracterizan por un silencio casi total. Hay, pues, dos locuras para Cowper. Hay locura dominada, una locura con sentido en un esquema providencial. Y hay una locura insoportable e incomprensible. La primera locura de Cowper fue preludio de su conversión evangélica. A pesar de que su padre era clérigo, a pesar de ir a la escuela Westminster nos cuenta en sus memorias que creció prácticamente como un pa~ano. Dios hizo intentos continuos de mostrarle al joven Cowper la senda de la religión verdadera. En la escuela, cuando era objeto de malos tratos, aprendió a soportar la aflicción evocando un texto de los salmos: «No temeré lo que me pueda hacer el hombre»; pero la lección divina pronto cayó en el olvido. Cuando en la juventud orgullosa, profana y rebelde creyó que podía ser inmortal en la carne, Dios le castigó, pero le castigó misericordiosamente con la viruela y una propensión a la consunción, como manifestaciones del poder divino y de la fragilidad del hombre. Pero (recordó Cowper) no apren¡;lió l¡t$ l~cciones; creció «~n ~Otf!l oMdo <:le Pios>>,
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Cuando Cowper se sumió en el primer acceso profundo de melancolía en 1753 -tenía entonces veinte años y pico-, sus frívolos compañeros le dijeron que evitase los ejercicios religiosos, no fueran a hacer de él un joven morboso. Hizo un viaje a Southampton y se recuperó. Como no era más que un pagano, Cowper atribuyó su curación al cambio de ambiente y al aire del mar. En realidad, según escribió en sus memorias, la recuperación fue fruto de la merced de la Providencia. Seguidamente Cowper malgastó su tiempo y sus talen~ tos llevando una vida mundana, viviendo en el Temple" y estudiando derecho sin demasiado empeño. La Providencia le mandó nuevas revelaciones -se libró por un pelo de resultar herido en un accidente de caza, los cascotes que cayeron de un edificio no le alcanzaron por milagro-, pero él no hizo caso en aquel momento y siguió mostrándose duro de corazón e indiferente. Finalmente, en 1763, se presentó una crisis. Cowper necesitaba un empleo que le proporcionara ingresos. Su tío el mayor Ashley Cowper ejercía cierta influencia en el nombramiento de escribiente de la cámara de los lores. Cowper solicitó el puesto. Deseó en secreto que quien lo ocupaba en aquellos momentos muriese: ¡y el hombre murió! El remordimiento y la culpabilidad se adueñaron de Cowper. Más adelante escribiría: <(Tuvo a bien el Señor concederme lo que deseaba mi corazón, y en ello, y con ello, un castigo inmediato a mis crímenes». Se supo entonces que, a resultas del politiqueo oficinesco, Cowper, después de todo, no podía ser nombrado para el puesto a menos que se sometiera a un examen de viva voz ante los lores. Se puso a estudiar para adquirir las habilidades necesarias para el puesto, pero cada vez estaba más convencido de su total incapacidad: Cada vez más inquieto ante el examen que se avecinaba (que para él representaba un «juicio»), Cowper acabó paralizado por el miedo; Tenía que escapar, pero, ¿cómo? La locura, según nos dice, era «la única oportunidad que quedaba». Pero en ese momento Satanás apareció en escena. El Tentador le insinuó la idea de suicidarse. Cowper recordó que su padre nunca le había disuadido del suicidio; una conversación aparentemente fortuita que sostuvo con un desconocido en una taberna le convenció
* El Colegio de Abogados de Londres se encuentra en el lugar donde otrora se alzaran los edificios ocupados por los caballeros Templarios, d~ ¡¡hf ~u ~ombr~: el Temple, es ~ecír, «templ9». (N. d~t t.) ·
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aún más de que el suicidio era una línea de conducta legítima. En ningún momento le pasó por el cerebro la posibilidad de que suicidarse fuera pecado. Compró un poco de láudano, pero cuando en varias ocasiones intentó tragar la droga fatal, quedó paralizado gracias a la intervención de una «mano invisible» que él no podía controlar (hoy día, por supuesto, diríamos que intervino su inconsciente). Abandonando el veneno, decidió ahogarse en el Támesis. Al llegar al río, sin embargo, era la hora de la marea baja y, además, se dio cuenta de que le estaban observando unos gabarreros. Cambió de idea y decidió ahorcarse; se fue corriendo a casa y utilizó la faja para colgarse. En el momento de perder el conocimiento oyó una voz que decía «Se ha acabádo»; pero más tarde, al despertar, se encontró tendido en el suelo, con el cuello hinchado y magullado. La faja se había roto en el momento crítico. Avisaron a su tío. Declaró que su sobripo no era apto para el cargo. Cowper se libró del compromiso. Fue en este momento, por primera vez, que Cowper, habiendo visto que su deseo se cumplía, se sintió embargado de culpabilidad religiosa. Hasta entonces no había caído en la cuenta de que el suicidio era una rebelión contra Dios. Ahora sintió que le consumía una sensación abrumadora de «ira divina» dirigida específicamente contra él. Sin duda debía de ser el peor de los pecadores. Se puso a pasear arriba y abajo por su habitación, repitiendo una y otra vez: «nunca ha habido un desgraciado tan abandonado; un pecador tan grande». Apenas se atrevía a salir a la calle. Cuando por fin lo hizo, se imaginó que «la gente se detenía para reírse de mí, y me despreciaba»; «no podía soportar los ojos del hombre». Se sentía abandonado, rechazado, un monstruo. Buscó en la teología convencido de haber cometido probablemente el pecado imperdonable, aquella blasfemia sih igual contra el Espíritu Santo que, según afirmaban todos los estudiosos de la Biblia, colocaba a un pecador fuera del alcance del perdón y la misericordia. (Parece ser que, al principio, Cowper crefa que el pecado consistía en el acto farisaico de atribuir obras de la Providencia a meras causas naturales, pues, pensándolo bien, recordaba haber atribuido falsamente al ozono su recuperación en Southampton). Sumido en una desesperación sin límites, acusándose a sí mismo, Cowper experimentó la «sensación del pecado y la expectativa del castigo». Sostuvo conversaciones edificantes con su hermano y con su primo evangélico, Martín Madan. Al final, aún :más alejado de Píos,
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«desenfrenado e incoherente», John le llevó al asilo de locos que en Saint Albans tenía Nathaniel Cotton, doctor en medicina y hombre de inclinaciones metodistas. Cowper recuerda que fue «gustosamente». Durante ocho meses Cowper languideció en el Collegium Insanorum de Cotton, bajo la más honda convicción de pecado. Era un «infierno de corrupción», siempre «ingrato». De hora en hora esperaba la «fatal venganza», el último y destructivo rayo. Trató de suicidarse otra vez con un punzón. Pero su hermano John consiguió tranquilizarle. Le preguntó si acaso la misma certeza de la venganza no podía ser una «delusión», una faceta de la insania. «Oh, si esto es delusión -respondió William-, entonces soy el más feliz de los hombres.}> Una vez más, Dios le mostraba sus misericordiosas providencias. Esta vez, humiIlado, tras pasar del necio orgullo a las miserias de la locura, Cowper les hizo caso. Tuvo una visión divina en la que aparecía bajo una cúpula resplandeciente, «toda rodeada de gloria». Luego, tras intentar convencer a un incrédulo sirviente del asilo de la realidad de la Providencia especial, experimentaron una ejemplar tempestad de truenos en la cual una «mano ardiente que empuñaba un rayo o una flecha de relámpago» apareció en el cielo, arrojando ráfagas de relámpagos a la tierra, pero sin hacerles daño a ellos. Un día, mientras estaba hojeando la Biblia -libro que durante mucho tiempo había tenido olvidado-, la Providencia le condujo hacia la Epístola de San Pablo a los Romanos, que hablaba de su Salvador, «al cual Dios ha puesto en propiciación por la fe en su sangre, para manifestación de su justicia, atento a haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados». Entonces se le abrieron los ojos. El texto le convendó de la redención y el perdón de Cristo. Finalmente, en un sueño, Cowper vio que un muchacho radiante se le acercaba bailando. De modo acumulativo, estas experiencias provocaron una conversión y trajeron una epifanía. Cowper se sintió aliviado del peso del pecado, redimido por Cristo. Gradas a su certeza de grada, se salvaría. Recuperó la cordura. Su insania había sido un «castigo» divino; el manicomio, el «instrumento» de su «reformación» se convirtió en escenario de su «segunda natividad». Conversaci~nes, espirituales con el doctor Cotton (hombre al que «amo») le devolvieron la capacidad de afront¡¡r el mundo. Debido a que stunini~traba
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solaz y socorro espirituales además de medicina, decían algunos (confesó Cowper) que el comportamiento de Cotton era tan loco como el suyo propio. . · , ·Después de pasar un año y medio de?tro, .Cotton de:Iaro que .su paciente estaba «curado» y Cowper quedo en libertad d: ~rse. Llev~ dose al joven sirviente del propio Cotton, Cowper alqutlo unas haórtaciones en Huntingdon, para estar cerca de su hermano, que pe~te: necía a la directiva del Bene't College -el actual Corpus Chrrstt College- de Cambridge. Trabó amistad con una familia evang~li~~: el reverendo Morley Unwin y su esposa, Mary, en cuyo domrcrho pasaba algunos días de vez en cuando. Al ~or~r Morl~y, Cow~~r se quedó en casa de los Unwin, en términos de mtlma amtstad espmtual con Mary. Juntos se trasladaron a Olney en 1767, .en parte par_a estar cerca del evangélico John Newton, que pasó a ser su guía espt· ritual. Hallando seguridad en la <~sumisión» después de tanta «suble· vación» Cowpet tenía confianza en el Señor: «Jamás me ha aban· ' , . donado, desde la primera vez que me encontro~ no, ru P?r un momento. Sé que el Brazo Eterno está debajo de mi, y que D10s Eterno es mi refugio. Oh bendito estado del alma que cree». En casa de l~s Unwin (<
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estaba predestinado a sufrir un castigo eterno a partir de la muerte. La situación de Cowper no era ahora mejor que la de un preso en la celda de los condenados. Más adelante soñó que aguardaba el momento de la ejecución. No hay ningún indicio de que Cowper volviera a sacudirse de encima su convencimiento de condenación irrevocable. No habría más ataques de locura terapéutica, agentes de nuevas conversiones. En el mejor de los casos, Cowper soportó largos períodos de suspensión de la sentencia, en los cuales, conteniendo la respiración, conseguía protegerse de sus terrores cultivando la domesticidad rodeado de admiradores civilizados tales como Mary Unwin, lady Hesketh, lady Austen y, más adelante, su colega y supersensible hombre de letras William Hayley. Trabajaba en el jardín, domesticaba liebres y, sobre todo, escribía. Pero todas estas cosas no eran más que estrategias dilatorias. Y de vez en cuando volvía a caer vertiginosamente en las profundidades de la desesperación. De la «terrible enfermedad>~ sólo sabemos lo que de vez en cuando mencionaba al escribir. «No puedo esperar nada ... creer nada ... Soy, y he sido durante mucho tiempo, el más desgraciado de la raza humana», escribió. Su melancolía se transforma en un «compañero para toda la vida»; no hay escapatoria: en un sueño su médico le receta «la muerte como única alternativa de la locura». La negrura es del todo «insoportable». Confiesa que sólo el trabajo constante puede evitar que caiga en la más honda desesperación. Incluso sus versos más ligeros dejan entrever a veces el estado en que se encuentra. <
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sus pesadillas, como de modo tan alarmante haríari en el caso de Coleridge pocos años después. Durante largos períodos, en los decenios de 1780 y 1790, la desesperación, el abatimiento y el desaliento llenaron sus momentos de vigilia. Se había convencido de que «no es posible que Él salve a quien ha declarado que destruirá»; pase lo que pase, «pereceré». Pero el tono de sus pesadillas es lo peor de todo, muy «bergmanesCO». En 1792 escribe al maestro de escuela Samuel Teedon, su confidente: He pasado una noche terrible .. . creo que puedo decir que Dios sabe que ningún hombre ha pasado jamás una noche igual. Soñé que, sumido en la más insoportable desdicha, me asomaba a la ventana de una habitación extraña estando completamente solo, y veía los preparativos para mi propia ejecución. Faltaban sólo cuatro días; y luego estaba destinado a sufrir el martirio eterno en el fuego, preparándose mi cuerpo para tal propósito a la vez que mi disolución se hacía imposible. Me levanté abrumado por una desesperación infinita, y bajé al estudio execrando el día en que nací con indecible amargura. Y mientras escribo esto repito aquellas execra· clones, persuadido en el alma misma de que pereceré miserablemente, como ningún hombre jamás ha perecido. Todo es, y durante 20 años ha sido, legítimo para el Enemigo que está contra mí. Cowper concluía diciendo que el resto de aquel día «no era apto para ser descrito». Por supuesto, lo que tan horrible resulta en esa sensación de estar condenado que experimenta Cowper es la identidad del «Enemigo». No se trata de Satanás, sino del mismísimo Dios. Desde su recaída en 1773, Cowper se había convencido de que, por haber cometido el pecado imperdonable, Dios era ahora un enemigo implacablemente vengativo. Al parecer, Cowper creía que en aquellos momentos Dios le había ordenado que se suicidara. Al no hacerlo, había cometido un acto de desobediencia imperdonable, imborrable y, en su cerebro, ello se había transformado en la verdadera natu· raleza del pecado imperdonable sobre el que reflexionara antes. Su diario espiritual correspondiente a 1795 -año que le encontró tan «desesperado como siempre>>- intenta evaluar el terrible dilema en que le había puesto el Todopoderoso. Alegaba Cowper:
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¿Qué oportunidades de suicidarme tuv.e, mientras hubo esperanza, excepto un momento de la mayor desdicha, en el 73? Desaprovechado aquel momento, todo lo que siguió era tan seguro como . la necesidad misma podía hacerlo . .. ¡Oh, designio monstruoso! No puedo soportar ni la parte más insignificante de lo que se me viene encima, mas estoy obligado a recibirlo con los ojos bien abiertos para ver cómo se aproxima, sin ninguna posibilidad de librarme de ello. El Creador le tenía cogido en una trampa espantosa; «he sido yo la liebre perseguida», pues «perezco como perezco, esto es, como nadie pereció jamás, por el incumplimiento de una tarea, que sé por la experiencia posterior que era naturalmente imposible». ¿Cómo podía «haber merecido tan terrible destino»? Si el juicio en sí mismo era justo, aquel particular «juicio era infinitamente desproporcionado con la misericordia». El Creador se habría mostrado «infinitamente más misericordioso de no haberme creado en absoluto». Para el deutero- . Cowper, estar loco era sencillamente vivir en la tragedia insoportable a la que Dios había llamado «la creación». «He sido una pobre mosca atrapada en un millar de telarañas desde el principio.» La negrura de Cowper en el decenio de 1790 no difería significativamente del estado anímico que de modo temporal experimentó cuando su caída en 176.3. Durante el anterior período de desespera-· dón podía exclamar, en sus <~Lines written during a period of insanity»: Odio y venganza, mi eterna ración, soportar apenas pueden demora en la ejecución, esperan, con impaciente prontitud, apoderarse de mi alma en un momento. Maldito Judas allá abajo: más aborrecido que él, quien por unas pocas monedas vendió a su santo Maestro. Dos veces me traicionó Jesús, el último delincuente, me juzga el más profano.*
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'' Idéntico sentido de aislamiento y de desesperanza total hasta la muerte formaba el mensaje de su último poema, «The cast-away», compuesto en 1799, cuando sólo faltaban unos meses para su muerte. El poema pasa del destino literal de un marinero que se ahoga a su propio estado espiritual, que es infinitamente peor: La más oscura noche envolvía el cielo rugían las olas dél Atlántico cuando un infeliz condenado como yo cayó de cabeza por la borda de amigos, de esperanza, de todo despojado, su hogar flotante para siempre abandonado ...
ye Spacks, una «pasividad impotente», tratando siempre de «evitar
la responsabilidad» de sus actos, entregándose, de hecho, a «una complacencia masoquista en el miedo». Ama su aislamiento porque éste le hace especial. Su humildad es egoísmo invertido, orgullo disimulado, una manifestación de lo que el mismo Cowper llama el ~
Ninguna voz divina aplacó la tempestad ninguna luz propicia brilló; cuando, alejados de toda eficaz ayuda, perecimos, cada uno a solas; pero yo bajo un mar más agitado, y tragado en abismos más hondos que él.* La angustia del aislamiento impregna la casi totalidad de los pensamientos de Cowper en sus últimos tiempos; es arrojado, el náufrago; es alienado y excluido; es la higuera añublada. Es, además, ftágil, y está helado, incapaz de actuar, perpetuamente en peligro en un mundo peligroso: el marinero que se ahoga, el barco que se hunde en la tempestad, «zarandeado y hundido por la tempestad». Sobre todo, es la víctima de una crueldad gratuita, rechazado, desamparado, repudiado, negado, abandonado (en todos los sentidos de la palabra): el ciervo herido que el rebaño deja atrás, juguete del infor· tunio, presa de la rapiña de todos. Recientemente, algunos estudiosos han analizado todo esto atendiendo a los conceptos modernos del trastorno de la personalidad. Para Patricia Spacks, Cowper rezuma compasión de sí mismo y es un manipulador magistral de su propia inadecuación; proyecta, argu-
* «Übscurest night invoived the sky 1Th'Atlantic billows roar'd / When such a destined wretch as I 1 Wash'd headlong from on board 1 Of friends, of hope, of al! bereft, 1 His floating home for ever Ieft... 11 No voice divine the storm allay'd 1 No light propitious shone; f When, snatch'd from all effectual aid,/We perish'd, each alone; /But I beneath a rougher sea,/ And whelm'd in deeper gulphs than he.)> 10. -POR!llR
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mo, utiliza la psiquiatría como autoridad legitimadora para controlar al sexo femenino (cárcel para los hombres, el hospital mental para las mujeres, como suele decirse). Ciertamente, desde los estudios de mujeres histéricas que llevaron a cabo Charcot y Freud, se da la paradoja de que el inconsciente femenino e implícitamente el misterio de la sexualidad femenina han sido el sanctasanctórum de la empresa psiquiátrica (a juicio de Freud, el gran interrogante era: «¿qué quieren las mujeres?»). En algún sentido, las enfermedades somáticas se han vuelto «masculinas», y los desórdenes mentales, «femeninos». «La enfermedad femenina» es hoy el foco de la atención en la política sexual y la psicopolítica. Los problemas que representa el ser mujer en un mundo de hombres han hecho que un número desproporcionado de mujeres sufrieran crisis y a su vez han preocupado a la psiquiatría de un modo igualmente desproporcionado. A pesar de todo, lo que resulta intrigante es que tan pocas mujeres que padecían trastornos escribieran autorretratos durante largos períodos del pasado. Desde luego, nunca se pretendió que las mujeres hablaran por sí mismas. Las diferencias de los índices d~ instrucción y de conservación de datos contarán para algo. Mas no para todo. El período que, grosso modo, queda comprendido entre la Reforma y la aparición del romanticismo -la época en que la autobiografía floreció como género- aparece tan relativamente desprovisto de escritos donde las mujeres dejaban constancia o recordaban sus viajes hada el interior como rico en tal tipo de escritos ha sido el último siglo y medio, es decir, la era de la emancipación de la mujer. Por supuesto, ello no se debe a que durante los siglos de la Edad Moderna las mujeres fuesen dechados de salud mental. En su ejemplar estudio de los libros de recopilación de observaciones de Richard Napier, el médico-pastor de Buckinghamshire de principios del siglo XVII, Michael MacDonald ha demostrado que la mayoría de los clientes que acudían a Napíer con lo que nosotros llamaríamos «problemas mentales» -ellos decían estar «perturbados», «trastornados», «melancólicos», etcétera- eran mujeres. No tiene nada de extraño. Las mujeres se resentían del peso de sus múltiples funciones socioeconómicas: trabajo productivo, llevar la casa, criar una familia. Por otra parte, los problemas ginecológicos creados por partos peligrosos y repetidos minaban su salud, así física como mental. Pero
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La primera página de lo que es, de h:cho, la prime~a autobiografía escrita en lengua inglesa nos descnbe .a una_ mu¡er que se vuelve loca. «Cuando esta criatura contaba vem:e an?s de eda~, ? un poco más --escribió Margery Kempe, o, me¡or dtcho, lo dtc~o, pues como la mayoría de las mujeres de finales de la Edad Medw, Mar~ery era analfabeta-, se casó con un excelentí~imo burgués, Y quiso la naturaleza que al poco quedara embarazada.» Estuvo enfe.r: ma durante el embarazo y es evidente que, después del parto, padec10 insania puerperal. «Desesperó de su vida [y] mandó llama.r a su confesor», pues «era estorbada cont~nuamen~e por su e?emtgo: el diablo». Creía estar condenada. «Debtdo al mtedo que tema a la condenación, de una parte, y, de otra, a los agudos reproches [de Satanás], esta criatura perdió el juicio y fue asombrosamente perturbada y atormentada por los espíritus durante medio año, ocho semanas Y unos cuantos días.» Podríamos suponer que la vida de Margery Kempe marcó la pauta y que una serie ininterrumpida de mujeres locas escribieron, después de ella, crónicas de sus tribulaciones. Al fin Y al cabo, du~ante el siglo en curso nos hemos visto inundados por obras de mu¡eres perturbadas y trastornadas, algunas de .ellas disfrazadas de ficción pese a estar en esencia basada~ en la realtda~., De hec~o, en la cultura contemporánea es muy vistble una «relacwn espectal» que~ determina grupos de afinidades entre trastornos me?tales .Y emouvos, la psiquiatría y las mujeres. Hoy día, muchas mas muJeres qu7 h~m bres acaban recibiendo asistencia psiquiátrica, o internadas en mstltudones psiquiátricas o sencillamente tomando Valium .. A ~u vez,. cabe que esto se deba a que la sociedad, que en es.encla s1gue ste~d? patriarcal, somete a las mújeres a tensiones especiales o, como mm1-
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prácticamente todos los escritos de personas con trastornos que han llegado hasta nosotros desde el siglo de Napier son obra de hombres: los de James Carkesse, Goodwin Wharton, George Trosse, etcétera, así como los de la serie de varones puritanos que escribieron dentro de la tradición de la biografía espiritual. Otra forma de expresar lo mismo consiste en señalar que durante mucho tiempo los principales estereotipos de la locuta fueron fundamentalmente masculinos. No es casualidad que los símbolos gemelos de la insania, las figuras de la Manía y la Melancolía, colocadas a uno y otro lado de los portales de Bethlem fueran ambas masculinas: de hecho, Alexander Pope les dio el nombre de «los Hermanos Sin Seso». No es raro que la manía fuera considerada un trastorno masculino, personificado por la ferocidad de un bruto. Pero, en esencia, lo mismo ocurría en el caso de la melancolía tradicional. Todas las imágenes visuales de melancólicos que adornan las páginas de La attatomía de la melattcolía (1621 ), de Burton -el melancólico religioso supersticioso, el hipocondríaco, el amante melancólico, el solitario misantrópico o la figura del penseroso y así sucesivamenteeran representadas como hombres. Sólo con la llegada de la época de la sensibilidad, a partir de mediados del siglo xvm, se «feminizó» efectivamente el trastorno. En los tiempos anteriores a la Reforma, lo que permitía que la locura femenina se expresara con claridad era Ja r$!ligión o, para ser más exactos, las formas específicas por medio de las cuales se expresaba el cristianismo medieval. Por muy patriarcales que fueran tanto la sociedad como la cristiandad medievales, dentro de la vida religiosa y de la Iglesia las mujeres tenían reservadas instituciones y cometidos especiales. Más adelante, estas oportunidades les sedan negadas en las culturas protestantes. Sobre todo, a algunas mujeres se les ofrecía la posibilidad de libratse de las preocupaciones cotidianas del matrimonio y de los peligros de la maternidad ingresando en un claustro, donde podían consagrarse al servido de réplicas espirituales de la vida de la que habían escapado: el culto a Dios Padre y el culto a Dios Hijo. En el caso de las más entusiastas, esto podía llevar a experiencias < intensísimas y hondamente espirituales, que a veces se elevaban hasta el misticismo. El propio cristianismo fomentaba ejercidos extáticos tales como la mortificación de la carne y el ayuno, sí bien insistía en imponer límites estrictos a los mismos. Como recientemente puso de
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relieve Rudolph Bell en su Holy anorexia, de vez en cuando el ascetismo aut?infligido era ll~vado a extremos ambiguos por mujeres santas, que q~1zás a veces ca1an en un ~stado patológico de renuncia que era análogo a lo que hoy denonunamos «anorexia nerviosa». Pero d~ n~~a servirí~ ~o~erle la etiqueta de <
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amanuense que tomó nota de la historia de su vida temió incluso ser él mismo objeto de recriminaciones. Asqueada de los gozos de la carne, Margery inició una campaña para liberarse de las ataduras del mundo. Ayunó; hizo penitencia corporal; se vistió con un cilicio. Sobre todo, en medio de estas mortificaciones, luchó por liberarse de la esclavitud sexual, a sabiendas de que los placeres que ella y su esposo habían encontrado en los deleites carnales ofendían a Dios y ahora ella misma los encontraba «abominables». Dijo a su esposo que ahora solamente amaba a Dios; el cuerpo de Dios era lo único que quería, sacramentalmente, en un matrimonio místico. Suplicó a su esposo que aceptara un pacto de castidad mutua. Él accedió en principio, pero, haciéndose eco .de san Agustín, dijo que todavía no, y durante mucho tiempo insistió en imponer su voluntad. Finalmente llegaron a un acuerdo por el que el esposo renunciaba a sus derechos conyugales a cambio de que Margery pagase sus deudas. A pesar de esta mortificación de novicia, Margery continuó siendo terriblemente vanagloriosa. «Creía amar a Dios más de lo que Dios la amaba a ella», recordaría más adelante. En este estado, era presa fácil de las asechanzas del diablo. Éste le tendió .una trampa lasciva. Un hombre le hizo proposiciones. Halagada, ella se rindió gustosamente, pero en el último momento el hombre la rechazó. Mortificada, imploró el perdón de Cristo; le fue concedido y, a cambio, su Salvador le prometió que le haría llevar un cilicio en el corazón toda la vida. Del mismo modo que Cristo había sido perseguido, también ella lo sería. A partir de aquel momento, Margery vio las tribulaciones como señales secretas de santidad. Cuando más sentido tenía la vida para ella era cuando batallaba con las penalidades que consti. tuyen el grueso de su autobiografía. Su vida espiritual empezó a florecer. Comenzó a ver visiones, que eran acompañadas por accesos de llanto copioso que siguieron produciéndose hasta el final de sus días. Empezó a ejercer de confesora extraoficial de penitentes y de portavoz doméstico de los consejos divinos. Un «milagro» le salvó la vida cuando parte de la obra de albañilería de una iglesia cayó sobre ella. Y finalmente, pero no porque sea menos importante, la misericordia de Cristo intervino para matar el apetito sexual que despertaba en su esposo. Margery dijo a éste que prefería verle muerto a someterse a su lujuria, que prefería ponerse «a la disposición de Dios». Él la regañó: no era
deroso le había devuelto su «sano juicio», rescatándola del pecado Y mostrándole sus sendas. A pesar de ello, Margery siguió sin regenerarse aferrada a este mundo y a sus mundanerías y fue necesaria la quiebra de la fábrica de cerveza que poseía -provide~1cialmente, toda su cerveza se desbravó para humillarla como era debtdo Y enseñarle a apartarse de este mundo perverso para dedicarse a la verdadera santidad. La primera advertencia de Dios sólo le había .afe:tado la cabeza~ la segunda penetró hasta su corazón. Aunque subs1gu1entemente llevo una vida que muchos de sus contemporáneos consideraban perv~r~a y provocativa, Margery Kempe no p~e~entaba esta f~rm~ ~e _:vrv1r valiéndose del lenguaje de la locura dtvma. Al contrano, msts.t;a en que su propia conducta era regular y que s~ f~ e.ra la encarna~t~n de la ortodoxia. No tenía más remedio que ms1st1r en ello: v1v1a en una época en que las personas que no acataban lo dispuesto en ~a teria religiosa eran acusadas prontamente de ser lolard~s .heréw:o.s (protoprotestantes que proclamaban la suficiencia de la Brbha Y criticaban a las autoridades de la Iglesia por su corrupción), Y los lolardos eran procesados con bastante frecuencia y en ocasiones incluso · . . quemados. . Habiendo pasado por las crisis gemelas de la 1~sama, puerperal y la quiebra de su negocio, Margery Kempe experimento un gran deseo de apartarse de todas las cosas del mundo, pues estaba convencida de que, contrastando con las condiciones existentes en la tierra, la vida era «alegre en el cielo» (¿cómo lo s~bía?, pr~gunta~an sus críticos). Liberarse supuso una fuerte sacudida. Habla nactdo alrededor de 137.3, hija de un próspero burgués de Kíng'~, Lynn (s,u padre fue sucesivamente alcalde y diputado de la poblacton}. Tenta un marido al que estaba apegada de modo duradero, aunque poco convencional, y que le dio una familia cada vez más ?~merosa: :n total, dio a luz catorce hijos. Su posición no le permttla re?unc1ar sencillamente al mundo ingresando en un convento de monJas: las autoridades jamás lo hubiesen permitido. Como una y otra vez le fue recordado por la fu~rz.a. durante el resto de sus días sus intentos de seguir lo que, a su JUICIO, eran l~s indicaciones divi~as encontraron siempre hostilidad. «Mujer, deJa esa vida que llevas y ve a hilar, y a cardar lana, como hacen otras mujeres», le ordenaban las personas mundanas y las autoridades. Adondequiera que fuese, se «hablaba mal de ella», tanto, que el ¡
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una buena esposa. Sin embargo, la impresión general que de su relación da la autobiografía de Margery es de mutua comprensión, apoyo y caridad. · Las prácticas religiosas de Margery, cada vez más conspicuas, la hicieron objeto de teproches públicos. Sus accesos de llanto eran despreciados, la llamaban «hipócrita falsa» y aconsejaron a sus amigos que la abandonasen. Además, fue acusada de llevar el diablo dentro y de ser una «falsa lolarda» («y la gente dijo: "Tomadla y quemadla"»). Pero estas tribulaciones no hicieron más que intensificar su conciencia de que la divinidad moraba en ella. Cuando oía mencionar la Pasión de Cristo caía en éxtasis y oía músicas divinas. El señor la llamaba «madre», «hermana>>, <
soportar. A lo largo de los años creció la convicción de amor divino que sentía Margery. Dios le comunicó: «para mí tú eres un amor distinto de todos los demás», y, más adelante, «no sabes lo mucho que te amo». Por su parte, ella deseaba que hubiera sido Dios quien hubiese tomado su virginidad. Finalmente, hallándose ahora en «relaciones domésticas con Dios», recibió la orden divina de encargar que Je hicieran un «anillo de boda con Jesucristo», con las palabras «Jesus est Amor Meus» grabadas en él. El amor de Dios resultó ser la vergüenza del mundo. Al cabo de un tiempo, Margery emprendió la peregrinación a Tierra Santa. Irónicamente, fue su única visita a Belén. Tan gozosa se sintió al ver los santos lugares, que estuvo a punto de desmayarse y caerse del asno. Y, encontrándose tan cerca de los escenarios de la Pasión de Cristo, lloró y gimió más que nunca, y «luchó con su cuerpo». Tuvo una visión especial del cuerpo crucificado de Cristo y se apoderó de ella un impulso irresistible de llorar. No podía evitarlo; era el <
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Muchos dijeron que jamás hubo un santo en el cielo que llorase como ella, y concluyeron que llevaba un diablo dentro que causaba los llantos. Y esto lo dijeron abiertamente, y muchas más palabras malas. Ella lo recibió todo pacientemente por el amor de Nuestro Señor, pues sabía muy bien que los judíos decfan de su persona .cos.as mucho peores que lo que la gente decía de ella, y, por constgutente, se lo tomaba con mayor humildad todavía. Como diría más adelante, si había sido inevitable que corriera la sangre de Cristo, lo mínimo que los verdaderos creyentes debían esperar o querer eran inundaciones de sus propios lamentos. Pidió ~ Dios que le concediera un «pozo de lágrimas» y a un hombre que malhumoradamente le preguntó «¿Por qué lloras así, mujer?», ella le contestó: «Señor, algún día desearás haber llorado tan amarga-
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mente como yo». ¿Qué otro comportamiento podía ser tan apropiado en este valle de lágrimas? Margery conocía el salterio, que le aseguraba que «Los que siembran llorando cosecharán gozosamente}>. Aparte de otra peregrinación posterior a lugares santos del norte de Alemania, Margery pasó el resto de su vida en Inglaterra. Había celebrado una ceremonia religiosa formal por la que ella y su esposo quedaban unid~s en mutua castidad, y a partir de entonces vivieron separados. Sin embargo, cuando el esposo se hizo viejo y senil, ella volvió para cuidarle, en contra de sus propias inclinaciones iniciales, pero siguiendo el consejo de Dios. Mientras tanto, su reputación religiosa fue en aumento. Estableció buenas relaciones con numeroso.s anacoretas, contemplativos, estudiosos y otras personas santas. Evidentemente, muchos de ellos le leyeron fragmentos del corpus de escritos místicos. Es claro que numerosos cristianos normales y corrientes aceptaban su santidad especial y se alegraban de que llorase por ellos. Otros no estaban tan contentos. Los demás peregrinos ingleses la habían considerado una molestia, con sus continuos lamentos, sus especiales exigencias dietéticas y los incesantes reproches morales y religiosos que les hacía. A veces la obligaban a separarse del grupo. Tribulaciones parecidas la acosaron en Inglaterra. Crecieron las «maledicencias» referentes a ella y muchos afirmaron que llevaba el diablo dentro. Clérigos y feligreses deploraban la forma en que constantemente interrumpía los oficios y las ceremonias con sus llantos y gemidos al oír el nombre de Jesús. Un fraile le prohibió que asistiera a sus sermones, alegando que sufría una «enfermedad». Más serio es el hecho de que con frecuencia corría el riesgo de ser encarcelada y perseguida por la Iglesia. Como es natural, las autoridades, tanto civiles como religiosas, contemplaban con mucha suspicacia a esta esposa y madre que recorría el país con apariencia de mujer santa, censurando a la gente por su hipocresía y sus costumbres impías y, a veces, instando a las mujeres a abandonar a sus maridos para seguir a Dios (Dios la había informado de que muchas mujeres, de poder abandonar a sus esposos, le amarían tanto como ella). A ojos de algunos, su insistencia en vestir de blanco la vinculaba a sospechosos grupos de flagelantes, mientras que otros, entre ellos el abad de Leicester, la acusaron de ser una «falsa hereje}>, es decir, de tener algo que ver con los.lolardos. «Lleva el diablo dentro», decían, según ella, los «clérigos, pues habla del Evangelio}>. No
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obstante, al ser examinada, su fe resultó ser de una ortodoxia triunfante. Y, mientras, su amor a Dios crecía sin interrupción. Tenía el privilegio de oír conversaciones que sobre ella sostenían Dios Padre y Dios Hijo, y la divinidad le hizo saber que le gustaba tener a alguien como ella para hablar. La atención de Margery se concentró en la «virilidad» de Cristo, mas fue la divinidad misma quien finalmente se casó con ella. El Padre le dijo: «Debo tener intimidad contigo y yacer en tu lecho contigo . . . tómame como tu legítimo esposo ... Bésame la boca, la cabeza y los pies tan dulcemente como quieras». Sin embargo, las anteriores tentaciones sexuales que había sufrido no pertenecían del todo al pasado, y, andando el tiempo, tuvo «visiones abominables», provocadas por el diablo, en las que se veía acosa. da por amenazadores genitales masculinos y recibía órdenes de prostituirse. Durante un tiempo se sintió abandonada de Dios, pero se recuperó. En otros momentos se apoderó de ella el deseo de besar a leprosos masculinos; su confesor le aconsejó que se limitara a las mujeres. ¿Cómo debemos evaluar la vida de Margery Kempe? Algunas interpretaciones sencillamente confirman la veracidad de sus visiones. Escritores católicos tales como Katherine Cholmeley han argüido que las experiencias de Margery, por ajustarse tanto a las de otros contemplativos y visionarios bien atestiguados, deben ser literalmente ciertas Y hay que aceptarlas en su significado religioso literal. Históricamente, estos intentos de presentarla como una «santa», por así decirlo, no hacen más que dar por sentado lo que se pretende probar, y son hagiografía, pero no historia. Lo mismo cabe decir, mutatis mtttandis, de las interpretaciones que han propuesto los sabuesos psicoanalíticos, los cuales (hablando metafóricamente) parecen empeñados en probar que era una pecadora. De acuerdo con este punto de vista, Trudy Drucker ha argüido que la verdad sobre Margery Kempe es que constituía un «caso de hister!a religiosa», en el que de vez en cuando se producían episodios «mandiestamente psicótícos». De modo parecido, el doctor Anthony Ryle la ha diagnosticado como un caso de «organización histérica de la personalidad con esporádicos episodios "psicóticos'\>, durante los cuales sufría «alucinaciones referentes a la sexualidad de los varones que la rodeabam>. Drucker arguye que lo mejor es verla como una «infortunada» que jamás se recuperó de la fiebre puerperal y que,
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además, padecía otras dolencias orgánicas o histéricas tales como epilepsia y migraña. Asimismo, se permitía un «comportamiento psicótko»,· en particular una propensión al «dolor autoinfligido», que la psiquiatría moderna asociaba con la «deformación patológica del impulso sexual». Su histeria estaba destinada inconscientemente a cumplir la «función protectora» de tener a raya su «sexualidad atormentada y deformada». Sin embargo, no siempre lo conseguía, concluye Drucker, y a veces sus «fantasías y sentimientos de culpabilidad sexuales disfrazados» lograban aflorar a la superficie. Así pues, Margery era una «víctima de la histeria» y algunas de las manifestaciones de ésta en ella eran «repelentes>> y «estúpidas». Pero semejante estado no era exclusivamente culpa de ella, prosigue Drucker, porque esta clase de histeria es inevitable en las épocas en que la sexualidad femenina se ve reprimida. A pesar de todo, la histeria le proporcionaba muchas «ganancias secundarias», dándole una «atención singular» (se <{enorgullecía infantilmente de sus ataques»). Por esto Kempe «rechaza cualquier sugerencia de que sus accesos son de origen natural». De haber aceptado este punto de vista, se hubiera visto degradada a la condición de «otra enferma sin interés». Sin embargo, a la Margery adulta sencillamente no se le debe echar la culpa de esta vanidad, pues en conjunto, detrás de su egoísmo, los acontecimientos de la niñez fueron responsables de su estado: «probablemente las raíces de su enfermedad estaban enterradas muy en lo hondo de experiencias infantiles que su memotia adulta rechazaba por completo». Por desgracia, no existía ninguna cura verbal que las hiciera salir a la superficie, de modo que permanecieron «inalcanzables» y, por ende, ignoradas. Las «autopsias» psicodinámicas como éstas parecen triviales (pues representan poco más que pegar etiquetas caprichosas a lo desconocido), de un dogmatismo gratuito (a falta de pruebas, no hay motivo para atribuir las actitudes adultas de Margery a experiencias infantiles) y, en medida no menor, crueles. Funcionan por medio de la identificación de Jo que se consideran síntomas psicológicos y su posterior conversión en veredictos morales que se disfrazan de diagnósticos médicos. Al encontrarse ante una experiencia anormal, su mezcla de excusas y acusaciones aísla al individuo y presta escasa atención a los nexos de presiones sociales, sexuales e ideológicas dentro de los cuales se desarrolla la vida de las personas. Resulta fácil hablar con autoridad de la «sexualidad deformada» de Matgery
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Kempe (por ejemplo, su deseo de que la relación con su esposo se~ casta y su deseo de casarse con Dios); también es fácil recordar -cosa que Drucker no hace- que dio a su esposo catorce hijos, todos menos uno, al parecer, en contra de sus deseos. Sin duda, el hecho de que en su biografía apenas mencione a sus hijos indica la indife1·encia de Margery a la maternidad que le fue impuesta. Asimismo, Drucker llama la atención sobre las angustias de Margery relativas a la violación y da a entender que son otro síntoma de su sexualidad deformada histéricamente. Drucker hubiera podido recordar que cruzar Europa en calidad de peregrina era por fuerza una empresa peligrosa para una mujer. Palabras como «sexualidad deformada» e «histeria» son inevitablemente estigmatizadoras. No hay ninguna llave maestra que permita acceder al misterio del estado de Margery, ninguna forma esclarecedora de interpretar sn vida (o de leer su biografía). Margery sabüi que muchas personas pensaban que sus voces y visiones -de hecho, toda su vida- significaban locura, una locura que debía atribuirse a la enfermedad o al diablo. Reflexionó profundamente sobre ese dilema y buscó consejo. Pero la senda a que aspiraba -una mayor proximidad, una comunión espiritual, incluso el matrimonio con Dios- era legítima dentro de las creencias de su tiempo, aunque, desde luego, fuera también excepcional y precatia. Desde muy pronto Margery deseó liberarse de uria pauta de vida (matrimonio, sexualidad y parto) que ella asodaba con la locura y las tentaciones del diablo. Desde luego, las escenas divinas en que se refugiaba reproducían a nivel espiritual los sucesos culminantes y los valores del mundo de cada día: el matrimonio con Dios sustituía al matrimonio con su esposo. Pero los reproducían de maneras que para ella eran benignas y que le pennitían ejercer mucho control sobre su propio destino, control que por lo demás le estaba esencialmente negado a su sexo. La psiquiatría moderna califica de histérica a Margery Kempe. Propone la sexualidad deformada como causa de su histeria y supone que su neurosis tenía raíces en algún trauma infantil. En ningún momento estuvo Margery bajo el cuidado de doctores en medicina peto fue examinada por los doctores de la Iglesia y cabe que no fues~ muy grande el margen que le permitió librarse de un proceso por herejía. A lo largo de los siglos siguientes, dece11as de miles de mujetes de toda Europa -y luego de la América del Norte-- tam-
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bién llamaron la atención de las autoridades eclesiásticas y civiles al sospecharse que cultivaban la brujería. En el presente libro me he abstenido de examinar el «texto» de alguna bruja. Ello se debe en parte a que, que yo sepa, ninguna mujer acusada de brujería escribió de forma libre y espontánea un testimonio autobiográfico en el que interpretara su propio estado principalmente como un caso de «locura». En el supuesto de que se celebrara un juicio por brujería, una confesión de «locura» no la hubiera exonerado a ojos del tribunal. Al contrario, habría constituido una prueba más de posesión diabólica. Por otro lado, para nuestros fines, prácticamente todo lo que sabemos acerca de la mente de las brujas debería, en cualquier caso, tratarse como algo más adulterado que de costumbre, pues gran parte de ello se deriva de las actas procesales y es sabido que en los procesos lo que podía y debía decirse estaba sujeto a limitaciones abrumadoras. Con todo, lo que es importantísimo recalcar es la medida en que estas supuestas brujas fueron calificadas de histéricas o, en una etapa posterior, de neuróticas. Muchos médicos de la época tales como el alemán Johannes Wier en el siglo xvr y el inglés Edward Jordan a principios del XVII arguyeron que, de hecho, tales «brujas» no estaban física y literalmente poseídas por el diablo, sino que más bien padecían una enfermedad que en esencia era orgánica, la histeria, que se debía fundamentalmente a trastornos del útero y del sistema reproductor. Esta estrategia diagnóstica era, a su juicio, médica y moralmente esclarecida, pues si se comprobaba que la señora sólo estaba enferma, que no era satánica, se salvaba de la hoguera. Y esta <(histerización» de las brujas -culpar a la enfermedad en vez de al diablo- ha merecido la aprobación de estudiosos más recientes. El psiquiatra Gregory Zilboorg dedicó un libro entero a celebrar el avance médico que supuso el «descubrimiento» de que las brujas no estaban confederadas con Satanás, sino enfermas. El subtexto del libro era que este «descubrimiento» de la histeria de las brujas había puesto en marcha la psiquiatría de los primeros tiempos, del mismo modo que más adelante el descubrimiento por Freud de los orígenes de la histeria en la sexualidad infantil había puesto en marcha la moderna psiquiatría dinámica. Y, utilizando métodos psicohistóricos derivados en gran parte de Freud y Eríkson, John Demos, en su obra Entertai1zing Satan, más recientemente ha explorado, de acuerdo con estas pautas, el elemento histérico en las «representaciones» de
las brujas de Nueva Inglaterra en el siglo xvn. De1nos formula la hipótesis de que el comportamiento «narcisista» y exhibicionista de dichas brujas denota abandono en la infancia. Thomas Szasz, criticando sin reserva estos enfoques, ha comentado que el uso general de categorías diagnósticas tales como la histeria ha permitido llevar· estigma de las acusaciones de brujería hada adelante, hasta convertlt a .los. pa:ientes en víctimas propiciatorias en la psiquiatría de hoy; la ps1qmatna moderna lleva a cabo sus propias cazas de brujas.
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En los comienzos de su carrera Sigmund Freud quedó hechizado por «Dora» --el seudónimo que utilizaba para referirse a Ida Bauer-, cuya neurosis describió Freud en su ensayo titulado inevitablemente «Fragmento de un análisis de un caso de histeria». Esta paciente de dieciocho años presentaba el conjunto de síntomas que Freud y todos sus colegas psicomédicos de fin de siglo estaban tan habituados a encontrar en sus pacientes femeninos de la alta clase media: tos nerviosa, debilidad general, migraña, tedio vital, la inclinación a flirtear con el suicidio. Freud no perdió el tiempo haciendo un reconocimiento detallado en busca de alguna enfermedad somática; sin ningún titubeo decidió que la paciente era una histérica: era «inconfundiblemente neurótica». La habían llevado a presencia de Freud en contra de su voluntad por indicación de su padre. Dora había informado a su padre de qu~ Herr K., amigo íntimo de la familia, le había hecho proposiciones sexuales. Herr K. tranquilizó a su amigo diciéndole que Dora sím- . ple:nente lo había «imaginado» todo e hizo recaer la «sospecha sobre la JOVen». El padre, a su vez, la había llevado a que la viera Freud con la esperanza de que éste la hiciera «entrar en razón>>. Dora sabía muy bien -y Freud descubrió rápidamente- que el padre ~ecesitaba seguirle la corriente a Herr K., quitarle importancia al mtento de seducción, porque él mismo, el padre, tenía una aventura con la esposa de Herr K. Así pues, Dora y Frau K. eran objetos de trueque entre los dos hombres. Dora era el precio del silencio. Los acontecimientos de la historia, tal como Freud se los sonsacó a Dora, eran muy sencillos. Los Bauer y los K. se habían hecho amigos. En cierta ocasión, en el año 1896, cuando Dora contaba catorce años, Herr K. se las había ingeniado para quedarse a solas con ella en. su despacho, la puerta cerrada bajo llave. De repente, sin previo avtso, Herr K. la había besado. La muchacha había sentido asco. La
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relación entre las dos familias continuó y Dora se hizo amiga íntima de Frau K., a quien ayudaba a cuidar a sus hijos pequeños. En 1898 se había ido de vacaciones con los K. Un día, mientras paseaba con Herr K. por la orilla de un lago, él le había hecho u~a ~t~p~sición sexual muy explícita. Dora le había abofeteado y habla ms1st1do en irse en seguida. Recientemente han proliferado los análisis sofisticados del análisis de Freud y el espacio nos impide ir más allá de la ~esc~ipdón ,superficial de los mismos. Pero, para expresarlo en los termmos mas sen· cilios, Freud concluyó que la reacción de repugnancia de D~ra, a~te Herr K. no debía tomarse literalmente, que era, de hecho, h1stet1ca. A juicio de Freud, sencillamente no era sano que una adolescente, al ser besada de forma inesperada por un amigo íntimo de su padre, sintiera asco. «Sin duda era precisamente la clase de situación que tenía que despertar una sensación clara de excitación sexual en una muchacha de catorce años a quien nunca habían besado.)> Por lo tanto la reacción de Dora era «entera y completamente histérica». Ente~dida como era debido, señalaba que el deseo real y natutal que el hombre le inspiraba había quedado cubierto por la culpabilidad, · etcétera. En la orilla del lago, la modesta proposición de Herr K. no fue
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había apretado su erección contra el cuerpo de la muchacha. P~ra defenderse del deseo, ella había suprimido por completo el recuerdo de ese detalle, pero desplazándolo hada un beso y sintiendo náuseas en la garganta en lugar de excitación en la vagina. Más adelante Freud le indicaría que esto era a su vez la raíz de la tos nerviosa que padecía. Esa tos desempeñó un papel clave en el hilo de las interpretaciones. Por medio de la tos Dora se identificaba con su padre (que era un poco tuberculoso). Era también el medio de reprocharle. Porque (adivinó Freud) Dora debía de suponer que Frau K. le hada la fela· dón a su padre. Que Dora era consciente de esto lo dedujo Freud basándose en los hechos siguientes: a) pudo persuadir a Dora a reconocer que sabía que su padre tenía una aventura, pero b) también le creía impotente, a la vez que e) era consciente de la posibilidad de que practicasen el sexo oral. (Al parecer, nunca se le ocurrió a Freud, cuyas propias fantasías sexuales eran falocéntricas, que lo que casi con certeza practicaban Herr Bauer y Frau K. no era la felación, sino el cunnilinguo.) Al toser, Dora acusaba a su padre de tener una relación ilícita. Sobre todo, la tos era su fonna de ponerse en los zapa· tos de Frau K. Por medio del desplazamiento, por medio de su tos nerviosa, Dora le hada la feladón a su padre. Con el objeto de corroborar todo esto, Freud la interrogó largamente sobre cuando, de niña, se chupaba el pulgar. Así pues, todas estas indagaciones revelaron que la joven «estaba enamorada de su padre». El deseo inadmisible que él le inspiraba le servía de valiosísima pantalla protectora para ocultar el deseo inadmisible que sentía por Herr K. Cuando Freud le hizo esta revelación Dora negó que fuese verdad. Freud lamentó que la muchacha quisier~ seguirle hasta el final en la tarea de «reconocer sus propios pensamrentos». En vista de ello, F.reud le explicó a Dora por qué se resistía y rechazaba a Herr K. Dora se resistió y rechazó la explicación de Freud. Lo cual, según le explicó Freud, no hacía más que confirmar su veracidad. Porque un «paciente», a diferencia de un psiquiatra, carecía necesariamente de «juicio impatcial». A ojos de un observador objetivo como él, semejante negación significaba en realidad confinnación. Los pacientes decían «DO» en su consciente. Pero Freud explicó que «no existe un "no" inconsciente». En el inconsciente había un «sí»; el psicoanálisis haría que el «SÍ» inconsciente
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fumar. Dora sabia que Freud era fumador, y ¿acaso no le habla dicho él con frecuencia que «no hay humo sin fuego»? Era obvio, concluyó Fteud triunfal!nente, en realidad el sueño se referia a él mismo: «pro- . · b.blemente algún día, durante una sesión, a la muchacha se le habla ' ocuttido que le gustarla recibir un beso de mi>: «todo encaja de .
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para nú tenia el que ella siguiera y si hubiese mostrado un interés afectuoso por ella»; y añadió otras cosas tristes por el e~tilo. T~l :o.mo Freud lo entendía el psicoanálisis era lo que las muJeres histencas necesitaban para ;u salud mental, del mismo modo que dosis regulares de penis 11ormalis era lo que les hacía falta para satisfacer sus necesidades sexuales. Reflexionando retrospectivamente sobre por qué Dora había interrumpido el análisis, Freud sacó la conclusión de que era porque «no acepté a dominar la transferencia». Se refería a la transferencia (tal como él la veía) de las emociones de Dora a él mismo. Nunca reconoció ninguna transferencia de dos direcciones. Cuando la muchacha volvió brevemente a él, transcurrido algún tiempo, Freud se alegró al observar que estaba <{arrepentid.a». El inconsciente actúa con astucia. Freud nos aconseJa que rechacemos los rechazos, que neguemos las negaciones, que objetemos a las objeciones, que protestemos contra las protestas y que los reproches dirigidos a los demás los interpretemos como reproches a .naso· tros mismos. «Es muy común -nos asegura-, que los pactentes reconozcan en otras personas una conexión que, debido a sus resistencias emocionales, no pueden percibir en sí mismos.» Atrevido sería el intérprete que afirmase que en el caso de Dora aplicó alguna de sus propias máximas a sus propias interpretaciones, excusas o disculpas. Los reproches que dirigió contra Dora siguen siendo clásicos en los anales de la inculpación de las víctimas, y son comparables con el tratamiento que aplicó a Emma Eckstein, como comentaremos más adelante. Freud siempre se protegía para no ver que donde hay transferencia hay también contratransferencia. Pero investigar las peculiaridades del mundo de fantasía del propio Freud -¿qué deseaba realmente Freud?- no h~ sido el ,obj~to principal de la presente discusión. Lo que se pretendta era mas b1en plantear el interrogante de Dora. Resulta fácil ver la posible causa de su enfermedad («histeria»): el hecho de ser un peón en el corrompido juego entre su padre y el compañero de éste. L~ totalidad de su nexus familiar era un revoltijo de problemas y tensiOnes. Su propio padre engañaba a la familia; anteriormente había introducido la sífilis en casa. Todo el mundo la estaba difamando. Herr K. decía que la experiencia de la joven eran sólo fantasías. El padre fingió que aceptaba la explicación y la llevó a que la viera Freud para hacer que «entrase en razón». Luego, Freud le expl~~ó sistemáticam~n te que toda su conciencia de la realidad era un teJido de autodelusiO-
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nes. Las cosas eran lo contrarío de lo que le parecían a elia. Todos los hombres colocados en posiciones de confianza en su vida la inva· lidaron, le dijeron que lo estaba inventando todo. No era extraño que estuviese «histérica». Freud se esforzó muchísimo tratando de que Dora viese que estaba enamorada de Herr K. Freud protesta demasiado. Sugirió incluso que Herr K. podría haberse divorciado de su esposa para casarse con Dora. Si ésta se hubiera rendido a Herr K. y se hubiera producido cierta «eventualidad», habría sido, después de todo, «la única solución». Es posible que Freud acabara sacando la conclusión de que sen: cillamente se había equivocado de puerta desde el principio. En un apéndice que añadió más adelante, Freud, tratando desesperadamente de luchar con su fracaso, explica que había estado ciego ante un hecho: que en todo momento Dora había estado enamorada, no de Hert K., sino de Frau K. (semejante lesbianismo era justo lo que cabia esperar de una mujer histérica). Es interesante observar que las feministas radicales, que ven la histeria como un motor de revuelta y el lesbianismo como una liberación, se han apoderado ansiosamente de esta fantasía en particular como explicación real de los deseos de Dora. Quizá. Sin embargo, puede que Dora estuviese liada emocionalmente con Herr K., y que fuera muy consciente de ello. Cabe que el enorme gasto de energía que hacía Freud en su intento de demostrar lo obvio le pareciese fuera de lugar a Dora, mud10 ruido y pocas nueces. Al concluir el triunfal análisis que Freud hizo del segundo sueño de la joven, lo único que ésta pudo hacer fue volverse hacia él y preguntar: <{¿Tan notable es lo que ha salido?». Lo verdaderamente importante en el caso de Dora es lo poco dispuesta que estaba a participar en la exploración psicoanalítica de. sus problemas, en la seducción de su inconsciente por Freud. Éste fantaseó que estaba a punto de avanzar con ella en el proyecto emancipador del psicoanálisis. Pero, ¿no es mejor ver la salvación emocional del análisis como el liberador represivo? Dora lo dejó -dejarlo era la única forma de falsificación de que disponía- y, según observó Freud, cuando volvió al cabo de dos años parecía más feliz que mientras se encontraba sometida a análisis. En 1900 el cuento que habría contado una mujer histérica se habría visto moldeado profundamente por los supuestos de su sociedad y sus imágenes de ]a feminidad. A partir de entonces, las historias que han contado las mujeres con
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trastornos han estado cada vez más mediatizadas ·por el lenguaje de la psiquiatría. En número creciente desde principios del siglÓ XIX, las mujeres -al igual que los hombres- quedaron bajo control· psiquiátrico al ser encerradas en asilos de locos. Existía la sospecha general de que semejante confinamiento era especialmente propicio a los abusos e? el caso de las mujeres (esposas «difíciles» encerradas por sus mat1dos· hijas «difíciles», por sus padres; etcétera). Así Louisa Lowe, en ~u clásica protesta contra el confinamiento ilegítimo, The Bastilles of England, publicada en 1883, acusó a su marido clérigo de haber hecho que la declarasen loca esencialmente. porque le ?abía dad? por cultivar el espiritualismo. Lowe y otras mu¡eres se q~e¡aron de c1~rtas desventajas específicas que experimentaban las pactentes: por e¡emplo, que a menudo eran controladas por per:onal masculino. D~ todos modos, los escritos autobiográficos de mu¡eres como, por e¡emplo, Janet Frame contra las iniquidades del asilo inducen a pensar que la víctima de los abusos en el asilo era el paciente, fuese hombre o mu· jer, más que específicame-.nte la mujer. , , Contrastando con ello, era la mujer que sufna .trastornos mas leves y vivía en sociedad -el caso nervio~o, la his~érica, 1~ ll~~a.da «neurasténica»- la que se encontraba ba¡o una mrrada ps1quratnca manifiestamente penalizadora. Las normas culturales de la sociedad '< de los siglos XVIII y XIX -una sociedad patriarcal- crearon una imaoen compuesta de la dama, una ideología de la «feminidad», que red~da a las mujeres a la condición de «inferiores privilegiados». Las damas eran idealizadas, colocadas en un pedestal protector, porque se las consideraba más delicadas, más refinadas, más sensibles que los hombres. Debido en parte a estos factores culturales y en parte a su destino anatómico, eran especialmente aptas para el más exaltado de los deberes domésticos: criar hijos, ser ángeles en el hogar y guardianas de la virtud. No obstante, esto e?trañaba a .su v~ que las mujeres debían ser «protegidas» de los peligros, las drstraccrones y las disipaciones del mundo, de la vida pública y de los excesivos esfuerzos intelectuales: en resumen, del orden JJúblico patriarcal al que sólo los hombres estaban destinados. La opinión méd~ca masculina advertía, con severidad e incesantemente, que la muJer que se apartara de la esfera doméstica sufriría irremediablement~ un colapso y>psiquiátrico,
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Desde luego, muchas mujeres se encontraron con que ocurría justamente lo_ contrario. El ámbito cerrado y restringido de la propia «casa de munecas» se convertía en un manicomio de frustraciones Y de energías desperdiciadas, como descubre Nora en la obra de Ibsen. Fue exactamente ésta la experiencia que Charlotte Perkins Gilman vivió en los Estados Unidos a .finales del siglo xrx: Charlotte era joven, ambiciosa, con talento, pero se consumía en el hocrar conyugal. Presa de una gran depresión, acudió en busca de a;uda al do~tor Weir Mitchell, probablemente el más distinguido de los psiqUJ!ltras de la costa Este en aquel tiempo. Mitchell había inventado su propio tratamiento especial, la «cura de reposo», precisamente para las pacientes neuróticas. El tratamiento obligaba a la paciente a pasar un mes o más en cama, en la clínica del doctor, absteniéndose por completo de toda actividad y sometida a masajes y a una dieta para engordar. Gilman siguió el tratamiento v luego volvió a casa con instrucciones de dedicarse a las labores domésticas no escribir y limitar sus lecturas. ' Lo encontró ruinoso. Convirtió la autobiocrraf.ía en un arte. En u?a historia co~ta, The yellow wallpaper (1892), cuenta las experienCias ~e una mu¡er como e11a que se ve reducida a una pasividad total u ob1tgada a regresar a un estado infantil (a su habitación la Haman «el cuarto de los niños»), bajo el régimen asfixiante lleno de mimos de su médico-esposo, que la protege en exceso y la'convierte en un; inválida y posteriormente Ia hace caer en la insania. En, Inglaterra, Virginia Woolf vivió una experiencia comparable. Despues de la muerte prematura de su madre, había sufrido a causa del tremendo esfuerzo que representaba tener que hacer las veces de ce?tro de la ~amilia Stephen, que era tremendamente complicada y exrgente. Su mseguro matrimonio con Leonard Woolf fue hasta cierto punto, un ejemplo de lo que significa huir del fuego y ~aer en las brasas. La salud mental de Virginia era a veces precaria y de cuando en cuando sufría ataques. La indujeron a consultar con varios médicos de la buena sociedad. Algunos, como sir George Savage, se n;ostrar~n poco comprensivos, deseosos de quitársela de encima y d~ag?osttcaron con desagrado que se trataba de un caso de histeria. S1gmendo los consejos de Savage, Virginia se sometió a una versión de «Cura de reposo» en la clínica que Jean Thornas tenía en T":r;kenham. Le negaron pluma y papel, la metieron en una habit
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semejante tratamiento, se sumió en una depresión y una desmoralización absolutas. Virginia era muy consciente del dilema. La sociedad enjaulaba a las mujeres en casas de muñecas. La psiquiatría prometía las llaves de estas jaulas: una terapia curativa, el carisma del doctor individual. Pero todas estas llaves sólo servían para abrir las puertas de nuevas jaulas, sometiendo a las mujeres a nuevas y más sutiles formas de esclavitud: Leyó e hizo la reseña de la novela de Elizabeth Robins A dark latttern (1905), que cuenta la 11istoria de una mujer neurasténica que sigue una cura de reposo bajo la supervisión de un tal doctor Vincent [nombre que significa «vencedor»]. Él la maltrata; ella se enamora de él; se casan; ella se cura. La historia con.firmaba lo que doctores tales como Charcot habían dicho desde el principio: que lo que necesitaban realmente las mujeres histéricas era que se las tirasen. Comentó Virginia: A dark lantern «explica cómo te enamoras de tu médico, si sigues una cura de reposo>>. Y agregó que el mensaje era «brutal». Dora dejó plantado a Freud. Desde entonces, no obstante, muchas mujeres que han contado por escrito sus experiencias con trastornos han empleado variaciones sobre el tema de «enamorarse de tu doctor». El caso más espectacular fue el amor de Mar y Barnes por <. Joseph Berke; formaron una nueva «sagrada familia» que, como la original, produjo un salvador transcendental más que biológico: el evangelio de la santificación por la locura. > La «carreta» de Maty Barnes como «paciente» en el decenio de 1960 presenta afinidades significativas con las autobiografías que acabamos de comentar. Al igual que el caso de Margery Kempe, la locura empujó a Barnes hacia una profunda entrega emocional al cristianismo. Para ella el catolicismo y el psicoanálisis ofrecían lenguajes de experiencia que eran equivalentes y en gran medida íntercambiables: madres buenas y malas; hijos buenos y malos, pecado, culpabilidad, purgatorio-expurgación, purificación, etcétera. Como Dora, Mary era «histérica», aunque éste era un término que el grupo psicoanalítico que la trató había desechado. Pero hay una novedad en < la locura de Mary Barnes: nos llega (de un modo que se parece a la ficción de Elizabeth Robins) como una historia de amor con la psiquiatría. María Barnes encontró redención en la psiquiatría. Como :> dice ella, «los cinco años en Kingsley Hall», donde experimentó un renacimiento terapéutico bajo la dirección de Joseph Berke1 Ronald
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Laing y su versión del psicoanálisis existencial, «fueron todos mis años, puesto que contenían mi pasado, mi presente y mi futuro». Además, la historia misma que cuenta nos llega intercalada en la psiquiatría, ya que el libro es presentado como dúo, con secciones alternantes, a cargo de la propia Mary y de Berke. Como era de<: esperar, igual que en el caso de Freud y Dora, el psiquiatra dice la última palabra y de forma harto dramática impone su propia versión a los acontecimientos. En los viejos tiempos burki11g * tenía un significado diferente. Dora no se ofreció voluntariamente a hacer las veces de material para los experimentos de Freud. La empujaron a ello. En cambio, no hubo forma de parar a Mary Barnes una vez hubo tomado la decisión de ser la muñeca animada de Laing. Berke añade que: puede que Mary fuese nuestro «principal conejillo de Indias», pero lo que hacía no era sencillamente «actuar nuestras fantasías por nosotros». A pesar de ello, se convirtió en su principal pieza de exposición, de la que con frecuencia hadan alarde ante periodistas del Guardian, de modo parecido a lo que Charcot hiciera con sus histerismos favoritos. Y al finalizar el noviciado terapéutico de cinco años, Mary ha pasado a ser la gran prosélita de la iglesia analítica, convirtiendo a otras personas al evangelio de la salvación por la psicosis con un celo misionero que hasta los profesionales encuentran embarazoso. Con todo, como ha insistido acertadamente Elaine Showalter, resulta más bien desalentador leer la crónica de Barnes y la de Berke en yuxtaposición, puesto que Barnes acaba convertida absolutamente en hija de la psiquiatría, enganchada a una «dialéctica de liberación», que puede ser asombrosamente sorda a sus propias percepciones como mujer, al mismo tiempo que sin vergüenza alguna le impone sus viejos dogmas freudíanos acerca de lo que realmente quiere una mujer. La historia que escribe la propia Mary Barnes nos llega empapada en el lenguaje de la psiquiatría. Nos presenta su vida -nació entre las dos guerras en uno de los condados que rodean Londres- tal
* Juego de palabras con el nombre de Berke y el verbo to burke (su pro· num;iadón es similar), cuyo significado actual es «tapar la boca, ahogar» en senudo figurado. Antiguamente el mismo verbo quería decir «matar secreta· mente por medio de la asfixia o el estrangulamiento, o con el fin de vender el cadáver pata la disección, carpo hada Burke, criminal {!Scocés ejecut¡tdo en 1829», (N. d~l t.) . . .
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como la ven en retrospectiva los ojos de alguien que había estado absorta en la psiquiatría desde la adolescencia, encontrándole sentido a su pasado a la luz de una potente amalgama de Freud, Melanie Klein y la teoría de las «relaciones objetales». Abraza de modo especial la idea de Laing de que la esquizofrenia podría ser una forma racional de afrontar un mundo irracional, en particular las presiones y los dilemas intolerables que la familia impone a su propia «víctima propiciatoria». A ojos de Mary Barnes, sus propios trastornos psi- > quiátricos eran resultado de las experiencias infantiles con su familia, sobre todo de sus relaciones catastróficas y trágicas con la madre. Dos o cuatro siglos antes, los locos no echaban la culpa a sus madres, o a la familia en general, de esta manéra. No es que las madres hubieran empeorado, o que los hijos fuesen 'más vindicativos; tampoco diría que por fin se había descubierto la llave maestra del trastorno mental. Se trata sencillamente de que la psiquiatría había avanzado, y con ella las percepciones de los pacientes también habían avanzado. Para Mary Barnes, todo podía resumirse en pocas palabras: la madre tenía el pecho seco, no podía nutrir; la pequeña Mary no podía recibir. Su madre queda amar, pero no podía dar amor; quería sera amada, pero no podía aceptar amor (ya fuera del esposo o de los hijos: «En realidad, mi madre nunca dejó que mi padre la amase»). La pequeña Mary creció igual, en un ambiente totalmente incomprensible en el cual tanto dar como tomar estaban mal y de modo incesante causaban tormentos emocionales. Mas en el caso de Mary, C:ll."fltesar necesidades era especialmente malo. Su madre convertía todos sus deseos en algo que la hacía sentirse culpable. A ella, la madre siempre le decía: «No». El parto había sido doloroso. Ahora lo eran los hijos. Mary siempre era traviesa o un fastidio. Querer era ser mala. Su madre la consideraba muy mala y así se lo decía. Mary se senúa atormentada por la culpabilidad y se le hacía aceptar que era mala. Sobre todo, el deseo era malo en una chica. Mary envidiaba a su hermano menor, Peter, porque éste, a ojos de la familia, era «bueno»; era correcto que los chicos exigiesen y tuvieran ambiciones. Su hermano hacía buen papel en la escuela y la familia le animaba. 1 Mary se veía ahogada y sofocada. Odiaba a su hermano. Quería ser chico. Queda tener a su padre. Éste le hada cosquillas en el baño. ·.· A ella le gustaban. La madre les riñó a los dos.
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La familia de Mary era un holocausto emocional. Pero había que disimular. Todo ocurtía detrás de un barniz permanente de perfecta «familia feliz», dechado de respetabilidad pequeño burguesa y de racionalidad. Su hermano, que practicaba el yoga y leía a Freud, fue (según Mary comprendería más adelante) el primero que tuvo el valor de revelar el secreto: sufrió un ataque de nervios. Luego fue Mary quien desencadenó los horribles acontecimientos que motivaron el ingreso del hermano en un hospital mental, donde le sometieron a una terapia de electrochoque y a otra a base de insulina. Más motivos para sentirse culpable: posteriormente Mary aceptaría que ella era la responsable de «seducir y castrar» a Peter. «El asesinato lo cometí yo.» Mary se hizo enfermera y se convirtió al catolicismo, «ligada al cuerpo de Cristo» y esperando ser su «esposa». En la juventud pasó años infelices de resentimiento, frustración, culpabilidad e ira. Se sentía frustrada. Quería tener un bebé, pero, al parecer, no había forma de escapar de la «negación de mi cuerpo». También ella sufrió un ataque y fue enviada a un hospital para enfermos mentales. Le gustó la celda acolchada: por fin tenía un «Útero» de verdad. Al salir, leyó las obras de psiquiatras destacados y asistió a conferencias sobre psicología. Probó la vida conventual. Una priora comprensiva le sugirió que se sometiera al psicoanálisis: «Siempre me da la sensación de que los esquizofrénicos tienen algo "extra", algo que no tienen las demás personas», dijo la priora a Mary. (La priora llevaba el nombre de Madre Michael, interesante mezcla de lo que precisamente quería ser Mary; a la vez madre y muchacho.) Escribió a la «hija de Freud», Anna, preguntándole si podía ir a vivir con ella. La respuesta fue negativa. Leyó El yo dividido, de Laing. Todo el libro hablaba de ella misma. «No me cupo ninguna duda de que el doctor Laing comprendía a los esquizofrénicos.» Se puso en comunicación con Laing, que accedió a verla. Mary espera en el consultorio de Laíng. «Una y otra vez me digo para mis adentros: Laing, Laing, Ronald David Laing.» «Quieto que me analice», le dice al doctor. Por fin expresaba sus deseos. Laing responde: «Necesita ser analizada veinticuatro horas diarias>>. Todo va bien. Se marcha. En la cantina de la estación, «bebo leche caliente». Pasó un año consultando de vez en cuando con el doctor Aaron Esterson, colega de Laing. Quería volverse loca, pero no hasta que
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«Ronnie» pudiese atenderla como era debido. Laing encontró para Mary una plaza en Kingsley House, la comunidad que había ayudado a fundar en el East End: «Estaba salvada». Allí, bajo la atenta supervisión de, sobre todo, Joseph Berke, un joven doctor norteamericano que se había rebelado contra la psiquiatría ortodoxa y convertido después de leer El yo dividido, Mary comenzó el descenso, que duró cinco años, hacia la regresión infantil para luego volver de ella. Mary y los psiquiatras habían convenido conjuntamente que era la terapia que necesitaba. Mary quería viajar a un «estado de locura, más verdadero», abandonar su «falso yo» por su «yo verdadero». Guardó cama. Bebía sólo por medio de un bibetón. Quería que la alimentasen mediante un tubo, para volver a capturar por completo la experiencia esencial en el útero. Berke y Laing opinaron que sería «interesante ver si alguien podía .tegresar hasta tan lejos». Mary defecaba y se orinaba encima y jugaba con los excrementos (sus «bebés»). Dejó de usar el lenguaje adulto. Chillaba y gritaba, mordía y golpeaba. Sobre todo, entró en contacto con la ira violenta que había reprimido dentro de sí durante toda la vida pero que su culpabilidad abrumadora siempre le había impedido expresar. Todo salió (o, mejor dicho, salió «ELLO», como bautizó a su rabia). Tuvo que aprender por sí misma, errando y probando de nuevo, que podía enfureeerse sin ser rechazada. Finalmente, después de este prolongado proceso de «descenso», empezó a «subir». Su yo dividido volvió a unirse; dejó de sentirse un «yo» separado de su cuerpo. Ya no era malo querer o tener; interrumpió el autocastigo que se había impuesto durante toda la vida. Empezó a alimentarse sin ayuda ajena. Expresaba su ira por medio de la pintura (pechos negros, voluminosos, pintados con su propia mierda). Amaba a Joe. Joe era un «pecho seguro~>. En él «me caso con mi padre». Se recuperó. Después de viajar por la psicosis, llegó a la costa. Pero se había hecho adicta a la terapia. Todo lo que hada o todo aquello en lo que participaba --cada salida para ir de tiendas o cada comida- había que verlo como parte del tratamiento. Esto despertó la ita de Berke: llevar las cosas tan lejos era «absurdo». Después de todo, formaba parte de la autoimagen de los «laingianos», una parte nada pequeña, la idea de que en realidad no eran profesionales, sino personas. Y he aquí que Mary insistía en volver a transformarlos en doctores. Sin embargo, parece que Berke no se da cuenta de que en
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el fondo, al obrar así, Mary era «más "laingiana" que los "laingianos"». Porque Mary escribe: «Joe me ha recordado que Ronnie dice que la vida es terapia y la terapia es vida». Las palabras de Laing se transformaron en los subtítulos del psicorromance cinematográfico · entre los dos epígonos de Laing. El deseo de Mary de ser atendida por doctores también puso a Berke en un aprieto. Con frecuencia Mary le resultaba agotadora debido a sus exigencias. En dos ocasiones, Berke le atizó un sopapo en la nariz. Esta estratagema terapéutica le granjeó el cariño de Mary («Nunca he querido tanto a Joe» ). Pero también le hizo sentirse culpable, porque atizarles a los pacientes no formaba parte de la ética médica que le habían enseñado. Le hubiera gustado que Mary accediera a verle sencillamente como persona y no como médico. Entonces la violencia interpersonal podría ser legítima, una manera de desahogar la ita. Porque Berke da a entender que también él tenía problemas emocionales inconscientes que eran análogos a los de Mary. Un detalle interesante es que en sus aportaciones al libro Berke ~ nunca explora sus propios motivos y respuestas. Obviamente, de ser una persona pasa de nuevo a ser un psiquiatra científico siempre que ello le apetece. Al igual que Freud, Berke deseaba vivamente resis· tirse a la posibilidad de una contratransferencia. «Mary me atribuía en todo momento una ira que claramente era suya» escribe el paciente-hombre que pega. ' · . La verdad es que Berke y sus amigos no querían o no podían mteractuar con Mary en pie de igualdad. Ellos tenían el control.. Ellos daban las instrucciones a una Mary que anhelaba la palabra de Ronnie (el propio Berke llama a éste el «gurm> ). A pesar de su turbulencia, en ningún momento puso Mary en duda el planteamiento terapéutico más amplio. Le dijeron lo que debía pensar de sus senti~ientos. Así, Mary escribe que, en una ocasión, Joe le explicó que «lt contra Joe era en realidad ir contra mí misma». Y merece la pena tomar nota aquí de que Berke escribe que a Aaron Esterson le dio por pasear alrededor de Kingsley Hall llevando en la mano una biografía de Joe Stalin. Berke nos asegura que era un chiste que el más bien autoritario Esterson hacía a costa de sí mismo: lo dudo. Berke tenía poca paciencia con las comunidades terapéuticas regulares porque, detrás de la pretensión de voluntad general de la comuní~ad, se escondía el dictado de los doctores; en conju~lto, no eran meJor que «un lavado de cerebro». Parece que no se percata de
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que precisamente eso, aunque bajo una forma más sofisticada, era lo que tal vez estaba sucediendo en Kingsley Hall. Sobre todo, los doctores daban la impresión de ver el estado de Mary de un modo que, en un nivel fundamental, no concordaba con el de la misma Mary. En la historia que escribe la propia Mary se advierte el intenso resentimiento que experimenta por ser primero una chica y luego una mujer en un mundo que es de los hombres. El mundo era de su padre (y hubiera sido de su hermano). Tal como su abnegada madre veía las cosas, era un error que una mujer intentase hacer algo, lo que fuera, porque nada se consigue. Querer es ser mala. El resultado es el castigo: lo pagarás. El mundo de la mujer es todo privación y negación. Tanto es así, que Mary ve que su única escapatoria estriba en ser salvada por héroes y en la aventura de tebeo para chicos hacia el interior psíquico (como dice ella: «por la locura hacia la libertad»). De forma parecida a Tarzán, «Joe me liberó». «La psicosis -dice Berke- es la renovación del yo interior.» Hasta ese punto, a Mary le parecía bien que los doctores masculinos hablaran por ella. Al igual que el análisis de los doctores, el que ella hizo de su propio estado echaba fundamentalmente la culpa a su madre. Las madres encarcelan a las hijas en una jaula de obediencia, limpieza, castidad, docilidad y simpatía. Ni Mary 1ú Berke imputan culpa alguna al señor Barnes. La raíz de sus problemas era su madre. Y, según nos dice, la raíz de los problemas de su madre era la madre de ésta. Pero encima, Berke parece dispuesto a intervenir con la más estereotipada explicación freudiana de lo que es realmente la fuente de los problemas de las mujeres. ¿Qué había debajo de la psicosis de Mary? En un capítulo final que lleva el extraordinario título de «Deshaciendo el nudo de Mary», Berke da la respuesta: las paradojas de la sexualidad femenina. «Mary Barnes era un semillero de deseo y frustración sexuaL» Ella, sin embargo, «no lo. sabía»; de hecho, ella «negaba» sus deseos sexuales. Sobre todo, en efecto, pensaba erróneamente que lo que denominaba «ELLO» era su ira. No lo era. «ELLO» era, por supuesto, su «id»: dicho de otro modo, sus «energías sexuales». Para ser exactos, «ELLO» era el «residuo regurgitado de penes y vaginas no digeridos». Ese era su demonio. Mary negaba la sexualidad normal, madura, heterosexual y genital. «Incluso se negaba a permitir que un hombre metiera el pene dentro de ella.»
De hecho, sus deseos de ser chico no desaparecieron: «quería desesperadamente ser el pene». Si al menos hubiera superado su identidad equivocada y su frustración sexual, tal vez todo habría ido bien. La psiquiatría liberacionísta no sentía el menor deseo de liberar a las mujeres de los papeles tradicionalmente asignados al género femenino. ¿Por la psiquiatría a la libertad?
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7. DE TONTOS A EXTRAÑOS Toda ley tiene sus proscritos; todo territorio, sus márgenes; toda regla presupone desgobierno y revoltosos. Instíntivamente, las sacie~ dades han sido lo bastante sabias como para conocer estas verdades de la vida y, a veces, actuar de acuérdo con ellas. Todo lo que sea extraño y perturbador ha sido marginado por monstruoso; pese a ello, el teatro de la vida también asigna papeles de figurante a sus inadaptados, tarambanas y malévolos, aunque se trate solamente de desempeñar el papel de seres a quienes la gente gusta de odiar. Tal como Hans Mayer ha recalcado más que nadie en su obra Outsiders, la diferencia significa amenaza porque confiere potencia, y aquellos a quienes la sociedad llama «extraños» a menudo son obligados a permanecer entre bastidores, precisamente porque, en el momento oportuno, se necesitará su presencia en el escenario. . A muchas personas les ha correspondido el papel de extraños: extranjeros, judíos, negros, homosexuales, brujas, etcétera. Destacan entre ellas, cuando menos a partir de los tiempos medievales, cierto tipo de persona loca: el tonto. Tontos inofensivos, lo suficientemente < normales como para comunicarse y anormales como para sobresaltar, ofender y decir lo que nadie más se atrevía a decir, semejantes «tontos» podían encontrar aceptación, incluso obtener profesión y privilegios, en una sociedad que apenas quería prestar atención a los locos como tales. Como han demostrado Enid Welsford y Sandra Billington, ser tonto era la clase de locura que, en manos del bufón de la corte o del payaso, conseguía hacerse oír, mezclaba la sensatez con la insensatez, las protestas con las bufonadas. El tonto -de hecho, la comedia en general- lanzaba un desafío al orden, pero disolvía su · propia rebelión en risas. 1
Libros de chistes, obras de teatro y cuadros nos dicen mucho de un mod? u ?tro, sobre semejantes señores del despropósito, qu~ gozan de ltcencta t~mporal para causar estragos culturales y poner el mundo patas arrtba. Hacerse el tonto se convirtió en la estratagema de un género literario de «alabadores de la locura» que van de Erasmo Y Rabelais a Laurence Stetne y otros posteriores, pasando por Cervantes. La estratagema de la figura quijotesca dio al autor li.bertad de acción para jugar a ser extraño en su propia tierra, ofreciendo una mezcla de sabiduría, ingenio y locura imposible de desenmarañar. Estamos muy familiarizados con los tontos literarios -ligeros de cascos,. amargados y sentimentales- desde Shakespeare hasta Beckett. Sm embargo, pocas cosas sabemos directamente acerca de los t?ntos auté~ticos. ¿Cuántos de ellos eran simplemente buenos profeSlO~~l~s, cuantos eran verdaderamente ingeniosos que habían perdido el JUlcto? De'los tontos no profesionales es de quienes más sabemos, hombres que en verdad estaban lo bastante aislados como para meditar sobre su propia marginalidad, pero que, a pesar de ello, podían sacarle provecho a su anormalidad protestando en serio. El tonto . serio es el extraño loco. Después de que Alexander Cruden abandonara su Aberdeen natal Y emprendiera viaje hacia el sur a principios del decenio de 1720,
obtuvo el puesto de lector en francés del duque de Sussex. Cruden había aprendido a escribir el francés con bastante soltura en sus tiemp.os d~ estudiante en el Marischal College, una de las ramas de la umversrdad de su ciudad natal. Pero probablemente nunca había oído hablar dicha lengua. Así pues, el buen duque fue obsequiado por ~ruden con_ lecturas deletreadas en las que las letras eran pronunciadas a la mglesa. Asombrado ante semejante jerga el duque puso al joven de patitas en la calle. Cruden, que durante t~da su vida fue. ?na molesta amal~ama de humildad y persistencia importuna, envto al duque una sene de misivas prometiéndole que perfeccionaría rápidamente su acento. Firmaba con el nombre de «l'étrar1gen>. . No ha ?e sorprendernos que Cluden, piadoso y recto presbiteriano escoces que acababa de llegar .¡:on la intención de hacer fortuna, se sintiera extraño en aquel sümidero de pecado que era el Londres de entonces. A decir verdad, ya se había transformado en una especie de extraño en su Aberdeen natal, donde sus padres se tenían U.-PORT!lR
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a sí mismos en gran estima entre la élite burguesa de presbiterianos temerosos de Dios. . . . . Probablemente sus padres habían decidido ~ue se htcter~ mm.rstro del Señor. Pero, al poco de terminar sus estudios en la um;ers1dad, Cruden se había enamorado locamente de una joven que no solo le ?emostró indiferencia, sino que, además, parece ser que andaba metida en un romance incestuoso. Cuando se hicieron públicos los detalles de tan sórdido escándalo, la noticia trastornó el juicio de C~den, por lo que sus padres le hicieron encerrar en la cárcel de la c;udad durante algunas semanas. Al recuper~r~e, todo el n:un~o penso que lo mejor que podía hacer era irse de vta¡e. Toda s~ v1da tba a resultar una especie de exilio espiritual. Aunque despreciaba muchos as~ec tos de la sociedad londinense en que vivió sus últimos cincuenta anos, sentía un deseo profundo de ser aceptado y reconocido por ella, pues respetaba mucho a las personas. A pesar de ello, la exclusión y el rechazo le persiguieron hasta el fin de sus días. . Cruden se instaló en la metrópoli, dispuesto a ganarse la vtda trabajando de corrector de pruebas. Se enorgullecía ~~ no comet~r errores. Abrió una pequeña librería y a fuerza de sohc~tudes pe~sls tentes consiguió el nombramiento de librero de la re111a Car?lma. Y fue a esa reina a quien dedicó la composición que le g~rantlza la inmortalidad literaria: su C01nplete cottcordance to the Btble, estupenda muestra de erudición meticulosa que, al p~recer, red~~tó en un solo año y fue publicada en 173 7. (Hizo de el, como d1¡o con gracia, una especie de «apotecario.de los past~res>>.) Una labor .t~n colosal -cabría decir que obsesiva- hecha sm ayuda y al setv1c1o de la religión verdadera era característica del person~je. Apenas estaba el libro terminado cuando el amor hiZ~ que ~ruden volviera a meterse en apuros. Hizo la corte a una vtuda rtca, la señora Pain. Puede que como persona cayera bien a la dama -Cruden mostraba rasgos de encanto entusiasmado que gustaba a la gente-, pero no deseaba tenerle por marido, y así se lo dijo cl~ramente (de todos modos, es probable que ya estuviera c.om~romeuda para casarse de nuevo). Al igual que Freud, Cruden Jamas aceptaba un «no» por respuesta. Organizó escenas con las amistades de la viuda y en la capilla donde ambos rendían culto empezó ? llamar la, at.ención cantando los responsorios a voz en grito. Nad1e le ofend1a Impunemente. El resultado, empero, no fue el que Cruden pretendía. Amigos de la señora Pain se presentaban en casa de Cruden, en
particular un tal Wightman. En cierta ocasión, llegaron a las manos. Cruden afirma que poco después, valiéndose de engaños, le hicieron subir a un carruaje que se lo llevó a un asilo de locos particular que el señor Wright regentaba en Bethnal Green. Allí pasó Cruden nueve semanas, del 23 de marzo al 31 de mayo de 1738, confinado en contra de su voluntad. En un opúsculo que publicó en el año siguiente, The London citizen exceedilzgly injured, Cruden dio gran importancia al encierro ilegítimo a que le sometiera Wríght y al trato bárbaro que le habían dispensado. Le tenían aberro· jado a la cama y a veces le ponían una camisa de fuerza. Le practicaban sangrías y le hacían ingerir medicinas. El personal del manicomio era una pandilla de matones redomados. Cruden era intímidado por los «confederados» responsables de su encierro: entre ellos se contaba el médico de Bethlem, el doctor James Monto, a quien Cruden vilipendiq por jacobita y adúltero. Le amenazaron diciéndole que, a menos que :firmase un papel indemnizándoles, le harían encerrar en Bethlem, que para ellos, y evidentemente también para él, era el argt1mento disuasivo definitivo. No obstante, comparado con manicomios posteriores, el de Wright parece un poco desordenado. Cruden recibía visitas de sus parientes; el barbero que acudía tres veces a la semana para arreglarle la peluca entraba y sacaba cartas de matute; y, sobre todo, Cruden se las ingenió para llevar un diado. Asimismo, consiguió fugarse de un modo espectacular saltando de noche el muro del manicomio después de serrar la pata de la cama con un cuchillo de mesa. Siempre atento a ver la intervención de la Providencia, Cruden se identíficó con los israelitas cruzando el mar Rojo en su huida del cautiverio en Egipto, y empezó a pensar que era «José». Cruden celebró su fuga demandando a los «conspiradores» ante el tribunal de lo civil y pidiendo 10.000 libras en concepto de com· pensadón por su confinamiento ilegal: no estaba loco, sino cuerdo (alegó que hasta el doctor Monro habia dicho que no estaba loco, que sencillamente sufría una «fiebre en los nervios»). La demanda no podía prosperar, porque Cruden sabía tan poco de leyes como de francés hablado. Afirmó que la Ley 12 de la reina Ana ( 1714) declaraba que el confinamiento de locos era legal únicamente si dos jueces firmaban la orden. Sin embargo, la ley no decía nada de eso. En vez de ello, refiriéndose sólo a los vagabundos, facultaba a los jueces para encerrar a los locos pobres. La ley no decía absolutamente nada sobre
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disposiciones contractuales para el confinamiento en asilos particu· lares. Asimismo, la suerte de la demanda de Cruden quedó decidida definitivamente cuando los demandados obtuvieron una carta del padre del demandante reconociendo que en una ocasión anterior había estado encerrado por loco en Aberdeen. La demanda fue rechazada. De poco consuelo le serviría a Cruden que el juez le dijera que no se preocupara por estar loco, toda vez que a muchos genios eminentes los habían tomado por lunáticos. · Crude se retiró para curarse las heridas. Poco se sabe con exactitud acerca de sus actividades durante el siguiente decenio. Pero es claro que dedicó cada vez más energías a una campaña de inspiración religiosa cuya finalidad era purificar la moral de la nación. Vicios tales como jurar, blasfemar, emborracharse y, sobre todo, no santificar, el domingo habían sido el blanco de grupos de presión que pretendían reformar las costumbres desde las postrimetfas del siglo XVII, y, ciertamente, Cruden no era el único que tronaba contra las abominaciones de la moderna Babilonia. Pero quizá Cruden, que desde hacía tiempo se identificaba con José, tenía un sentido más elevado de su propia misión que la mayoría. Empezó a utilizar de forma creciente el nombre de «Alexander el Corrector»: corrector, no sólo de pruebas sino también de los vicios de la nación. Es igualmente posible que' actuara por cuenta propia con más energía que muchos, pues se enzarzaba en feroces discusiones con las personas impías. De un modo u otro -tenemos solamente la crónica de Crudenen 17.53 se vio envuelto en una riña, durante la cual golpeó con una pala la cabeza de un malhechor. Luego fueron a buscarle a sus alojamientos, se produjo una barahúnda y una vez más, a pesar de sus protestas, se lo llevaron a un manicomio, en esta ocasión sigui:ndo las instrucciones de su propia hermana, la señora Isabella Wdd (Cruden se veía atormentado por los nombres).* Pasó diecisiete días en el manicomio de Inskip en Chelsea. Para él fue un terrible ultraje (aunque incluso en su propia crónica dice que recibió un trato bastante benévolo, que le visitaban sus amigos y le dejaban hacer excursiones a Earl's Court). En el manicomio conoció a un tal George King, a quíen él llamaba King Georg [Rey Jorge]: una vez más, nomen est omen.
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\Vild significa <~fiero, furioso, desmandado», etc. (N. del t.)
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Cuando le dejaron salir Ctuden volvió a buscar lo que él llamaba «justicia», aunque es claro que otros lo consideraban venganza. Había insistido en que a modo de «redención» y «santificación» con vistas al «Castigo» y la <, anunció que la «reducida a la sumisión» por medio de las «reglas de la guerra}> y puso sitio al hogar de Elizabeth en Stoke Newington. La asimilación figurativa del amor y la guerra era, huelga decirlo, tan antigua como Homero; en el caso de Cruden -que como corrector de pruebas era hombre sumamente testarudo y poco imaginativo- no podemos estat del todo seguros de que se tratase principalmente de una metáfora. Al final, Cruden abandonó su campaña, pero no sin antes publicar, en la tercera entrega de sus Adventures, una crónica detallada de lo mal que le había tratado la ingrata dama. Los desaires recibidos en el amor, unidos a sus experiencias con los tribunales v en el manicomio, debieron de convencerle más que nunca de que ~ivía en tiempos abominables que necesitaban desesperadamente su «corrector». Cada vez estaba más seguro de ser el «instrumento» de la Providencia, un «José» que, como en el Antiguo Testamento, primero había
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sido humillado por Dios para convertirle luego en un hombre poderoso: el cordero sería transformado en león, la grandeza le sería impuesta. Uno de sus correligionarios había profetizado que llegaría a ser tanto lord mayor de Londres como diputado por la City. Ahora Cruden tomó medidas para que se cumpliese su destino. Se .nombró a sí mismo candidato parlamentario en 1754, pero estaba d1spuesto a aceptar la victoria únicamente si era elegido sin oposición (tal era el odio piadoso que le inspiraba la disensión). Nadie aceptó su ofrecimiento. También pidió a personas importantes que usaran su influencia para que le concedieran el título de caballero que se mereda y acudió a la corte pata hacerse una idea exacta de cómo se desarrollaba la correspondiente ceremonia. (En una ocasión, Cruden, que acababa de salir de un manicomio, presenció cómo. La;tre~~e Sterne, que poco antes había internado a su ~,sposa una 1nst1tuc1on similar, era recibido por Jorge III, tamb1en destmado a padecer · insania al cabo de poco tiempo). Y sobre todo, alternando con personas de las altas esferas Y publicando otra serie de panfletos, trató de obtener un nombramiento parlamentario de Censor Público y c~rrector o~cial de 1~ Moral d? la Nación. Semejante fomento de la rectltud parec1a tan racwnal. ¿Como podía una nación que se llamaba cristiana ga.star tanto diner~ en guerras y participar en profanidades al mismo tiempo que descmdaba la reforma de la moral? Al ver que estas solicitudes no daban fruto, Cruden se puso en marcha. Presentó su causa a las universidades de Oxford y Cambridge. Le recibieron cori. cortesía, p_ue~ .su nombre merecía verdadero respeto por ser el autor de la vahos!Slma concordancia. Su entusiasmo también resultaba bastante apetitoso en pequeñas dosis, aunque, como confesó un tal señor Neville en Cambridge, «no acababa de estar en su cabal juicio». En Cambridge, Cruden, cada vez más quijotesco, fue <
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a \Vilkes que había en las paredes. Pero cada vez se entregaba más a buenas obras de índole práctica. Ayudaba a los presos, predicándoles sermones, pero también proporcionándoles ropa de cama y provisiones, además de gestionar la conmutación de las sentencias. Murió en 1770, de una forma muy apropiada: de rodillas y rezando. . Cruden se merece un lugar importante en la historia de los escri- ~ tos de los locos. Porque la suya fue quizá la primera campaña sostenida de protesta, en letra impresa, por parte de alguien que siempre afirmó estar en plena posesión de su juicio, rebelándose contra el calificativo de «insano» que le aplicaba su familia, los vecinos y, de hecho, la necia época que le tocó en suerte. Cruden procuró devol- ~ verles la pelota a toda esa gente. Él era quien estaba cuerdo, mientras que los verdaderos chiflados eran sus perseguidores, pese a contar con el respaldo de la sociedad en general. Le dolió que el juez le dijera con aire condescendiente que no se preocupara por estar loco. Respondió diciendo que estaba en su sano juicio, que era un «hombre sumiso», pero no <(un loco». Tampoco se desvivía por interpretar el papel de loco religioso por inspiración divina. La idea de ser un «tonto santo» no le resultaba atractiva. Insistía en que el mundo siempre había tomado a los profetas por locos. No lo estaban. Eran los ungidos del Señor. En siglos anteriores, por supuesto, el hombre verdaderamente sabio había recurrido a la estratagema literaria y religiosa de llevar gorro y cascabeles, orejas de asno, burlándose así de las hipocresías racionalizadas de los seres que tenían mucho mundo. Fue la estratagema que empleó Erasmo al hacer tintinear sus cascabeles en su Elogio de la locura (1509). La creencia en la sabiduría de los tontos, transmitida de una generación a otra por la tradición del bufón de la corte, conservaba todo su vigor en la juventud de Cruden. Cuando Ned Ward presentó Bedlam en su periodística obra The London spy (1710), uno de sus tipos favoritos de loco era el que argüía que había más sentido en el manicomio que en el mundo, más justicia, verdad y libertad en Bedlam que en Gran Bretaña. Haciendo un silogismo, uno de sus personajes locos afirma que el hombre verdaderamente sensato preferirá vivir en Bedlam a vivir en el mundo, porque sólo en el manicomio goza un hombre del privilegio absoluto de la libert~d de palabra y de acción. En tiempos del propio Cruden, seguía vtgente la broma o el eufemismo consistente en dar a los manicomios el nombre de <(academias>> (el de Bedlam era «Colegio Imperial»},
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cuyos <. Había sabiduría en la locura (al menos en broma), Pero no hay ni el más leve indicio de que Cruden viese la máscara de la locura como parte integrante de su misión superior. Puede que en el fondo esto se debiera a la prudencia. En tiempos de Eras- <. ·~ mo, o cuando el bufón de la corte estaba en su apogeo, es muy 1 posible que el loco fuese objeto apreciado de la atención del mundo, ! que gozara de libertad para expresar sus pullas. Pero en tiempos de Cruden, ya iba en aumento la tendencia a encerrar a los locos. Se ::> estaban creando asilos privados, sobre todo en los alrededores de Londres, como los que Cruden conociera en Bethnal Green y Chelsea. También crecía el número de asilos públicos, que vivían de la caridad. El propio Bethlem venía aceptando locos desde el siglo XV; el de Saint Luke se unió al de Bethlem como importante asilo público de Londres a partir de mediados del siglo xvnr. Cruden temía que le enviaran a alguna de estas Bastillas públicas más de lo que temía a los asilos privados donde realmente estuvo internado (y donde, bien lo sabía, con dinero se compraban privilegios). La máxima tradicional hasta la época de Cruden decía que a los locos sólo se les debía encerrar si representaban un peligro para ellos mismos o para los demás. La locura en sí misma no era razón suficiente para encerrar a nadie. Pero esta norma iba desapareciendo poco a poco. Los parientes políticos del poeta Kit Smart le hicieron> internar en el decenio de 1760. Smart era un tipo raro, de ello no hay duda; pero si estaba loco, resultaba obvio que era un loco inofensivo. Samuel Johnson protestó contra el confinamiento de Smart. Cierto es que éste insistía en que los transeúntes se arrodillaran y rezasen con él, pero «tanto me da rezar con Kit Smatt como con cualquier hombre». Cierto también que Smart era sudo e indiferente a la «ropa interior limpia», pero, según confesó Johnson, «no siento pasión por ella», El propio Johnson -hombre que confesaba haber estado «loco toda mí vida, al menos no sensato»- sentía preocupación por su propio y precario equilibrio mental y temía ser declarado loco si cedía a sus obsesiones. Poco ha de extrañarnos, pues, que, sobre este trasfondo, Cruden hiciera valientes protestas de cordura. Porque debía de darle la impresión de que el «loco inofensivo» -que, evidentemente, era lo que muchos pensaban de élahora corría peligro. En todo caso, como tan gráficamente demuestra la rapidez con que le llevaban al manicomio siempre que se dejaba
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clon:inar por el entu~iasmo,. la línea divisoria entre lo que la gente podta aceptar como mofenstvo y lo que encerraba por peligroso ·no merecía mucha confianza. Los cris de coeur de Cruden merecen atención y respeto. Señalan . el principio de una larga y honorable tradición de protesta contra el encierro arbitrario y los males de los asilos. Pero no hay que asimilarlos sencillamente en esa tradición. Pues muchos .de los motivos de queja de los locos encerrados en la época victoriana y después de ella no se daban en tiempos de Cruden. Éste no se vio sometido a los ejercidos rutinarios que desmoralizarían a los pacientes de épocas post~riores; no le obligaron a hacer trabajos sin sentido; tampoco se vlo mezclado indiscriminadamente con toda suerte de locos· ni le hicieron llevar uniforme; ni fue privado de pluma y tinta. N; fue víctima de peligrosos tratamientos experimentales (sólo le aplicaron sangrías y purgas más bien normales). Sobre todo, nunca estuvo encerrado durante largas temporadas: la más larga fue sólo de nueve semanas. De todos modos, por buenas que fueran las intenciones de quienes le internaron, la crónica de Cruden no muestra la menor indicación de que el asilo de W right en Bethnal Green o el de Inskip en Chelsea le beneficiara desde el punto de vista terapéutico. Sus métodos eran arbitrarios. No ]e daban ninguna explicación. Fue objeto de actos agresivos tal como arrebatarle sus pertenencias. También fue amenazado (a decir verdad, el confinamiento en Bedlam se usaba también a guisa de amenaza). Cruden protestó personalmente contra estos males; no lo hizo en nombre de formas mejores de terapia (¿qué necesidad tenía de hacerlo si se consideraba en su sano juicio?), sino en nombre de las libertades de un británico y ciudadano de Londres que era hombre libre de nacimiento y se sentía indignado ante lo que más adelante llamarían «las Bastillas inglesas». La mayoría de los escoceses que se trasladaban al sur en el siglo XVIII se integraban en la cultura metropolitana tan aprisa como podían. Cruden nunca se integró y siempre estuvo bastante distanciado, en los márgenes. ¿Fue debido a algún rasgo fundamental de su naturaleza? Lo que está claro es que sus compromisos relio-iosos le permitían encontrarle sentido a su propia experiencia perm:nente de ser un extraño. De hecho, su fe decididamente se gloriaba de ello, reflejando sus imágenes de profeta sin honor en su propia tierra, de
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José en medio del cautiverio en Egipto. Cuando el mundo es Babilonia, ser excluido de él es un honor. Debido a su providencialismo inamovible, Cruden tenía confianza en las ventajas de la adversidad. Veía invariablemente toda su vida como una saga de providencias divinas especiales. Reconocía, desde luego, que para los espíritus torpes poco había salvo un insondable «misterio en la Providencia»; los movimientos de sus «ruedas» eran «secretos y maravillosos»; Ia Providencia encerraBa un «misterio» que la «tazón>> sola no podía alcanzar. Personalmente, con todo, Cruden se sentía en absoluta comunicación con la Providencia: ¿cómo podía un creyente verdadero dudar de señales tan evidentes? El corrector de pruebas recibía pruebas abundantes en sus «visiones, revelaciones o impresiones» (no acababa de estar seguro de cómo debía llamarlas). Otros cristianos también habían oído profetizar que él sería «grande en la corte» y se convertiría en un «gran hombre». Y el mismo Dios, de forma tan clara como la luz del día, había puesto a José en la Biblia como el «emblema» de sí mismo: José, hijo de Jacob, fue llamado soñador, odiado por sus her· manos, bajado al pozo, vendido a los madianitas, y vendido por éstos a Potifar, oficial del faraón, y luego fue acusado en falso por la esposa de Potifar y encerrado en la prisión. Y Alexander el hijo de William fue acusado en falso de insania por algunas personas irreflexivas, que poco esperaban que quien se comportaba con la apacibilidad y la docilidad de un Moisés pudiera, en las ocasiones apropiadas, actuar con el valor y ]a resolución intrépidos de un Alejandro . . . Alexander es de la opinión de que la Divina Providencia se propone hacer de él Corrector del Pueblo.
· Así que todo encajaba. Evidentemente, el Corrector era un «gran favorito de la Providencia» y «la Providencia siempre aparece para
el Corrector». El Corrector, por su parte, «acepta» humildemente su destino providencial, a sabiendas de que siempre que provocaba su «humillación», ésta no hada más que preparar su «exaltación». Para muchos cristianos de la época, los problemas del hombre caído que vivía bajo la Pwvidencia podían resultar desconcertantes hasta el punto de provocar la locura: una locura que a veces se resolvia, como en el caso de George Trosse, o que al final resultaba insoluble, como en el de William Cowper. A ojos de Cruden, no obstante, la. racionalidad de la Providencia era clara como el cristal. Nunca tuvo
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una duda, nunca «cometió un error» y nunca, por supuesto, sufrió una crisis de fe. Mantuvo intacta su prístina visión extraña. Por esto resulta tan fascinante la lectura de sus panfletos. Porque nos presentan una sala de espejos donde todo aparece invariable y totalmente al revés. El mundo piensa que Cruden está loco; se equivoca. El Conector es quien realmente tiene razón. El mundo es el incorregible. No de modo general, en su insana satisfacción de lujurias carnales y todos los demás pecados de la carne que requieren «corrección>>. Sino específicamente. Cruden se identificaba como la victima de una sucesión de «complots», los cuales eran tramados por, «conspiradores» como su patrona y Wightman, ambos «furiosos» e «inexplicables», que nada malo podían tener contra él. Los había peores todavía. Por un lado, su hermana «ligera de cascos», Isabella Wild, a la que Cruden, haciendo un juego de palabras, llama «mujer alocada» y «perdida}>. Y luego los locos que regentaban manicomios, tales como el adúltero y jacobita James Monro, y el propietario del manicomio de Chelsea, Inskip, quien, de haberle dado la oportunidad, de haberle dado dinero, gustosamente hubiera encarcelado al presidente del Real Colegio de Médicos como si fuera un «Tom o' Bedlam», aunque, por supuesto, añade Ctuden, eso no habría sido ninguna necedad, pues el colegio mismo estaba verdaderamente «loco». El Corrector no necesita a ninguno de estos médicos. Más bien la nación le necesita a él como médico. Dicho de otra manera, sería un gran error considerar a Cruden · como un hombre que reveló al mundo que la «locura» era simple· · mente una quimera o un estigma impuesto socialmente. La locura y la razón eran contrarios reales, polos opuestos. Pero la sociedad estaba al revés. Desde su posición de forastero, Cruden podía ver que el mundo, como el palo de escoba de Swift, se encontraba cabeza abajo; Cruden pretendía volver las tornas. Quería que se persiguiera a los perseguidores. Quería que encerrasen a la hermana que le había encerrado a él (aunque él lo haría por cariño, mientras que a ella la había impulsado un odio desenfrenado). Era una sociedad corrompida la que no le había dado recompensa alguna por su valiosísima Concordance. En vez de ello, Cruden desterraría de las librerías las obras de ateos e infieles tales como Bolingbroke, que escandalizaban la· moral de la nación. Cruden se encuentra en la encrucijada siguiendo la tradición del extraño loco, el hombre que estaba solus contra omnes. A partir de
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la Edad Media, al extraño situado en los márgenes se le concedía cierta licencia. El hombre alocado, el pettseroso melancólico, el eremita, el vagabundo, el peregrino: todos se habían abierto paso para entrar y salir del mundo civilizado. A una figura como el Jaques de A vuestto gusto, de Shakespeare, se le permitía vituperar a sus semejantes, precisamente porque los convencionalismos teatrales hacían que al final renunciara a sus derechos sobre la sociedad y se retirase a la soledad del bosque. Lo que es más: el Jaques o, de hecho, el Quijote era una figura rara. El burlador tenía que permitir que se burlasen de él. Hay muchas cosas de este tipo en Cruden (aw1que es difícil decir hasta qué punto son conscientes). Cruden es el perfecto tonto, la encarnación del egoísta enloquecido por la escritura, alguien que, a sabiendas de que lo real es lo escrito, garrapatea un panfleto sobre sí mismo siempre que se le presenta la oportunidad de hacerlo y de esta forma convierte su propio yo en un personaje de su propia dramaturgia delusoria. Cruden se convierte en el Corrector en una especie de epopeya burlesca donde su vida llena ·la ficción. Sin duda su egoísmo cada vez más· monstruoso estaba sazonado con una pizca de autoparodia, o, de hecho, con el disfrute de la misma. Es difícil ver cómo la gente habría tolerado la importancia oficiosa que se daba a sí mismo a menos que hubiera estado mitigada por la capacidad de actuar de cara a la galería y ver que la broma era a costa de él mismo. Y algunas de sus actividades -sobre todo las relacionadas con los presos- indican una mayor capacidad de simpatizar con otros marginados, la capacidad de ponerse en sus zapatos. Sin embargo, también hay en Cruden un enervante egoísmo miope, un egoísmo que, por supuesto, es alentado de forma absoluta por su protestantismo fundamentalista, y que se traduce en una celebración sincera del extraño solitario: l'étranget. Puede que se burle de sí mismo con una sonrisa cuando habla de las <
Wightman es un hombre tan horrible reside en que es un «entrometido»: «llo es parte insignificante de la obligación social conducir nuestra conversación con tal cautela y prudencia, que no sea dañíria e intolerable para los demás», parlotea Cruden, sin darse cuenta de que él es el principal agraviador. En una de sus primeras publicaciones, compara sus propias «aventuras» con las de Robinson Crusoe. Es una semejanza muy reveladora. Crusoe es el solipsista protestante desprovisto de humor, que se imagina su propio mundo partiendo enteramente de dentro de sí mismo. En muchos aspectos, Cruden es el padre de la tradición del extraño loco que pretende rehacer el mundo desde dentro.
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A primera vista, pasar de Cruden a Nietzsche parece un salto suicida de lo ridículo a lo sublime. Imagínense el asco de Nietzsche al verse vinculado al epítome de aquellos seres temerosos de Dios, filisteos y pequeño burgueses que se pasaban la vida odiando a los Ubermenschen; de hecho, Cruden le hubiera puesto enfermo. Pero la sucesión no es tan rara. Cada uno a su manera, se sentían profundamente alienados de la sociedad en la que se sentían un exiliado vivo (Nietzsche exigía algo más fuerte: «Europa necesitará descúbrir una nueva Siberia donde pueda exiliar al inventor de estos experimentos de valoración»). Ambos criticaban a sus semejantes por ser decadentes, disolutos, degenerados. Ambos hacían payasadas e interpretaban el papel de bufón -en el caso de Cruden quizás inocentemente; en el de Nietzsche, amontonando una ironía sobre otra- para expresar lo que inevitablemente es calificado de megalomanía, al mismo tiempo que se protegían de ella. Nietsche, no hace falta decirlo, podía afirmar que era un hombre sencillo, destinado a ser terriblemente mal comprendido. Tal como escribió en Eccehomo: «Tengo un miedo terrible de que algún día se me declare santo; ... No quiero ser un hombre santo; antes incluso un bufón. Quizá soy un bufón». Cruden se transformó en Alexander el Corrector, Alejandro Magno. Nietzsche se llamaba a sí mismo Doppelganger, amaba a don Quijote, pensaba que tal vez su papel consistía en «abrigar locuras», aceptó el papel de anticristo y, cuando estaba perdiendo el juicio, firmaba con el nombre de «Nietzsche César». Así, Cruden y Nietzsche representan dos siglos de alienados. Mienttas Dios estuvo vivo, el forastero forzosamente tuvo que ser el
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profeta de Dios. Una vez muerto Dios, pudo convertirse en el anticristo. En el caso de la insania de Niet?sche, es posible señalar con exactitud la fecha en que cruzó el límite de donde aquel viajero no regre· só jamás. A partir del otoño de 1888, cortó las amarras, se desprendió de las inhibiciones sociales normales a la vez que crecían sus delirios de grandeza. Con una euforia sin límites, se calificó a sí mismo de «la primera mente del período», y firmó una carta a su hermana con las palabras «Tu hermano, que ahora es u1ta gratt persona del todo». Mientras escribía Ecce homo se volvió cada vez más solipsista, más grandilocuente: «No soy un hombre, soy dinamita». Y también su comportamiento se hizo explosivamente estrafalario. A finales de noviembre del mismo año, ya puede hacer esta reflexión sobre sí mismo: «Gasto tantos trucos estúpidos conmigo mismo y en privado hago unas payasadas tan inspiradas, que a veces camino por las calles sonriendo -no hay otra palabra para describirlo- durante media hora seguida». El día de Navidad ya profetiza: «Dentro de dos meses, seré el primer nombre de la tierra». Pero intervinieron los acontecimientos. El .3 de enero de 1889, mientras paseaba por las calles de Turín, vio a un cochero dando latigazos a un caballo. Nietzsche rodeó con los brazos el cuello del animal, se desplomó y perdió el conocimiento. Unos amigos le llevaron a su domicilio, dominado totalmente por demonios dionisíacos que poco a poco se habían ido apoderando de su mente. Gritaba, aporreaba el piano y hacía gestos obscenos. Escribió profesiones de amor a Cosima Wagner y cartas amenazadoras al rey de Italia. A veces firmaba con el nombre de «El Crucificado». Le llevaron a una clínica de Basilea y luego a· Jena, donde fue ingresado en el asilo psiquiátrico del doctor Binswmger. Nietzsche había sufrido parálisis leves, se mostraba extremadamente irritable, a veces violento, aunque siempre se alegraba de ver a los amigos. En general era inofensivo y a veces estaba bien del todo, por lo que cabe preguntarse si su insania fue simplemente otra payasada, una máscara más. Las visitas no sabían qué pensar. Pero la parálisis del costado derecho, las peculiaridades de su comportamiento y la incoherencia mental fueron empeorando gradualmente. En marzo de 1890 salió del asilo y se fue a vivir con su madre en Jena. Allí, el hombre a quien antes nadie hacía caso se convirtió en una leyenda en vida, el profeta loco. Pero su estado siguió empeoran·
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do progresivamente. En 1894 ya apenas reconocía a nadie excepto a su madre Y a su hermana y se pasaba todo el día echado en el sofá su apa~i~ puntuada ~olame~te por algún que otro rugido 0 grito. 'La familia se traslado a W ~Imar (la infame hermana de Nietzsche, que ya estaba sac~do part1do de la «industria de Nietzsche», quería que fuera glonficado por la muerte en la ciudad natal de Goethe}. E~ a~osto de 1900 contrajo una fiebre y murió, poco antes de cumphr cmcuenta y seis años. Se han hecho infinitos intentos de diagnosticar la causa de la insania de Nietzsche, pero ninguno de ellos ha sido convincente Freud opinaba que tuvo que ver con ella «alguna anormalidad sex~al» Y Federn, su colega en el psicoanálisis, creía que Nietzsche habla mos:rado «los síntomas de una severa neurosis», añadiendo: «uno podna desear que muchos poetas, fundadores de religiones y otros hombres de estatura se hubiesen sometido a terapia· entonces p~drían haber conseguido grandes cosas». Un contemp~ráneo de Nietzsche, el neuropsiquiatra Paul Mobius -fue él quien declaró que Sc~umann era esquizoide-, le identificó como parte de la marea de geruos-degenerados que a la sazón inundaba la Europa central. A pesar del odio que el propio Nietzsche mostraba por los decadentes, babia resultado, después de todo, que él lo era. Mobius opinaba que s_u dole~cia nerviosa era hereditaria. El padre de Nietzsche, Ludwrg, hab1a muerto en 1849, víctima de «inflamación cerebral» Y la autopsia reveló un reblandecimiento del cerebro. Mobius di~ por sentado que el hijo padecía la misma enfermedad. Sin embargo, n? hay ninguna prueba concluyente que corrobore este punto de VIsta (aunque el mismo Nietzsche, reflexionando sobre la suerte de su padre, ciertamente se había preocupado muchísimo ante la posibilidad de que también él quedara incapacitado). Con todo, tampoco hay ninguna prueba convincente que corrobore una teoría muy cacareada: que la creciente parálisis de Nietzsche fue la secuela a l~rgo plazo de una infección sifilítica que le transmitieron las prostltutas, pese a que, al parecer, el mismo Nietzsche daba crédito a esta opinión. De todas formas, para comprender como es debido la calamidad de Nietzsche, tenemos que abstenernos de concentrarnos en datos clínicos (que no .existen o no son concluyentes). No es inverosímil, en su caso,. sug;r~r que la causa de descenso a la insania fue en gran parte ps1cogemca. En efecto, a lo largo de los años, y especialmente
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a partir de mediados del decenio de 1880, el aislamiento de ~~etzsche, su habitual inclinación autobiográfica, inexorable y autohmente, y, en particular, la absorción en su propia salud como barómetro de la identidad contribuyeron a que padeciera una intensa tensión mental. Si bien reconocía generosamente las deudas que tenía contraídas con Schopenhauer, con Wagner, incluso con Sócrates, su mente se preoc~ paba cada vez más de sí misma, sus pensamientos eran cada vez mas grandiosos y frenéticos, su soledad, más aguda y aterradora. Si podemos decir que estuvo clinicamente loco a partir del .3 de enero de 1889, lo cierto es que tenía las máscaras de la locura preparadas desde mucho antes. Pese a ello, sería un tremendo error identifica!" a Nietzsche demasiado estrechamente con los numerosos y eminentes intelectuales, escritores, artistas y bohemios del siglo xrx que tanto gustaban de lucir las armas de la enfermedad -mental y física-, que para ellos eran el blasón del genio. Estar enfermo, ser un degenerado, estar en decadencia (ser decadente): todo esto era un acto esencial de agresión, un decir «no», para tantos escritores -Flaubert, Baudelaire, los hermanos Goncourt, etcétera- en su rebelión contra la mediocridad normal, equilibtada, cauta y filistea. Sus dolores les colocaban en un lugar aparte. Calificándose a sí mismos de leprosos, querían que su enfermedad fuera visible y escandalizarse, querían ser repugnantes. Entonces podrían echar la culpa de su propia enfermedad a la época pestilente en que se veían forzados a languidecer, con sus virus mortales de gazmoñería y respetabilidad mezquina, al mismo tiempo que podían experimentar sus propios sufómientos como pruebas de los fuegos devoradores, los demonios tenebrosos de su genio, su sufrimiento como señal de sensibilidad febril, superior. En su papel -que él mismo se había asignado- de archicrítíco («corrector») de su época, a Nietzsche le encantaba despreciar todo esto, que para él eran poses de individuos que se engañaban a .sí mismos muestras de mala fe intelectual. Para Nietzsche los morahs' . tas cristianos y de mentalidad mezquina no eran los únicos enemigos; también lo eran los enfermos del alma y los enferm?s del cuerpo. Los intelectuales degenerados eran síntom~s de la soctedad enferma en luoar de ser principalmente -pese a lo que ellos creían- los az~tes, lo~ cirujanos o los salvadores de esa sociedad. Para distandarse de verdad, para ser un auténtico extraño, exiliado o anticristo, era necesario ser un cruzado de la salud, ofrecer salud al mundo,
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incluso a costa de ver destruida la propia salud. (No había ninguna virtud en la debilidad, pero ésta podía ser el precio de la virtud.) Con todo, al abrazar de esta manera la causa de la «aptitud», Nietzsche, huelga decirlo, no tenía en mente ninguna mojiganga metafísica de índole neodarviniana o protonazi. La búsqueda del alma sana y del cuerpo sano -sobre todo, la unión de los dos en una totalidad- se transformó para él en una campaña en la que su propia historia médica se unía de forma indisoluble con su misión de doctor de su época, de malleus maleficarum de ésta. Cabe argüir que la preocupación de Nietzsche se hizo obsesiva, una especie de hipocondría invertida, amenazando los mismos valores que pretendía proteger tan apasionadamente. Nietzsche era un enfermo crónico. A partir del decenio de 1860, sus cartas son un recital de enfermedades, un recital que va en crescendo. Los ojos le duelen horriblemente: «usar los ojos es imposible», escribe en 1876. Le atormentan una migraña tras otra, que le hacen sufrir dolores agudos. Dormir le resulta imposible. Tiene el estómago totalmente desordenado, no puede comer, vomita, no puede retener las medicinas, se sospecha que tiene una úlcera. «Todo está kaput -le dice a su amigo Overbeck en 1883- mi estómago lo está tanto, que hasta rechaza los sedantes . . . a consecuencia de lo cual paso noches sin dormir, terriblemente atormentadas.>> Perseguido por una mala salud inexorable, renunció a su cátedra de filología clásica en la universidad de Basilea en 1879 y pasó el decenio siguiente errando por Europa, yendo de médico en médico, de tal o cual balneario a las montañas, tomando las aguas, probando los baños y repetidos cambios de aire, todo ello en pos de la salud, todo ello en vano. Sin embargo, a menudo a quien llamaba era al «doctor Muerte». A veces, Nietzsche culpaba de su mala salud a aquella Pseudokultur de la época que tan drásticamente le asqueaba. Estar enfermo era, en ese sentido, una reacción sana a una sociedad enferma. Y podemos conjeturar que su propia postura como doctor acosado, siempre reñido con sus contemporáneos, esforzándose en pos de una honradez total consigo mismo, «la verdad a cualquier precio», le redujo a una inestable sensibilidad malsana, que encontraba salida en manifestaciones hipocondríacas. Pero la principal expresión de estas preocupaciones se encontraba en su denuncia constante de aquella sociedad enferma que se engañaba a sí misma y que Nietzsche tenía la impresión de que le estaba asfixiando y envenenando. La civi13. - PORTBR
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lización estaba agotada, debilitada; la juventud se había vuelto pálida y delgada como un espectro, y había muerto. Faltos de vigor, sus contemporáneos se habían sumido en un letargo conformista, en una parálisis pusilánime y en una mediocridad sin energía. La omnipresencia de los doctores, de tanta medicación, venía a demostrarlo. La gente ya no podía sobrevivir sin irritadores físicos, estimulantes Y narcóticos para el cerebro: drogas, alcohol, tabaco, religión. Disecado y dividido, el hombre contemporáneo andaba siempre parloteando conscientemente sobre él mismo, aislado de los manantiales instintivos de vitalidad asegurada. Pensar había paralizado la acción; al quedar las mentes y los cuerpos separados unos de otros, la sabiduría del cuerpo se perdió, y la sencillez sana se doblegó ante el ensimismamiento enfermizo. Nietzsche nunca se cansaba de instar a sus contemporáneos a compararse con los griegos de la antigüedad. Los griegos eran ejemplares, espíritus libres, sanos, aptos de mente y de cuerpo. «Ellos sabían cómo vivir.» El ideal griego, en el que la higiene mental iba unida a la gimnasia del cuerpo, era la clase de salud que celebraba Nietzsche. Dudaba que a la sociedad en general ya le fuera posible alcanzarlo. A pesar de ello, es seguro que aspiraba a la salud para él mismo. Después de todo, reconocía que sus propias enfermedades eran «holístícas»: «las personas como nosotros nunca sufren de modo simplemente físico ... todo está profundamente entrelazado con crisis espirituales>~. Así pues, ¿por qué la salud holística no iba a ser posible también? A decir verdad, tal vez su propia y lamentable mala salud era una señal de esperanza. En vista de que en estos tiempos crepusculares la verdadera salud ya no era un don puramente intrínseco de los dioses, cabía preguntarse si acaso no sería el trofeo con que se premiaba el éxito en la lucha contra la enfermedad, con que se premiaba la autoconquista. Tal como argüía en el epílogo de Nietzsche contra Wagner, «en Jo que se refiere a mi propia enfermedad, ¿no estoy infinitamente más endeudado con ella que con mi salud? Es a mi enfermedad a quien debo una salud superior ... ». Veía tal potencialidad de salud encarnada en su papel de doctor prometeico, de «médico mayor» de su época, combatiendo su propia enfermedad al combatir la de la sociedad. La identificación con la salud, con la vida, con la energía le apartó de forma .creciente y confirmó su propio sentido mesiánico de sí mismo como el inmoralista moralista. Al mismo tiempo, es seguro que le empujó aún más por la senda que con-
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ducia de la separación a la insania. La insoportable soledad del ser era algo que él mismo había reconocido como una amenaza ya en su
obra Humano, demasiado humano (1879):
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Lo que siempre necesité más que 11ada para mi propia curación y autorrestauración fue el convencimiento de no estar tan solo,
no ver tan solo . . . una sospecha encantadora de algún parentesco y semejanza en la mitada y el deseo, un momento de relajación en la seguridad de la amistad ... Nietzsche, por lo tanto, se sentía condenado a vivir un destino autopunitivo consistente en ser «doctor y paciente en la misma persona». La dualidad implícita ante la lucha en pos de unidad creaba tensiones profundas que se cobraron su trágico tributo. Si Nietzsche se volvió cada vez más grandilocuente, menos inhibido, durante 1888, ¿quiere ello decir que sus últimos escritos, Crepúsculo de los idolos, El anticristo y Ecce homo, fueron manifestaciones -incluso manifiestos- de locura? El autobiográfico Ecce homo, que terminó cuando sólo faltaban unos días para su derrumbamiento final, ¿fue el diario de un loco de Nietzsche? Desde luego, la respuesta es que no. Con su retórica paradójica escandalosamente cruda, su egoísmo que se burla (o, incluso, que destruye con un martillo) de la falsa y desinteresada modestia de la autobiografía espiritual clásica, manifiestan una ironía magistral que indica control absoluto. Pero podemos plantear de forma más verosímil la cuestión de la «insania» de los últimos escritos de Nietzsche: ¿se hace pasar por loco, se pone, siempre actor supremo, la máscara de la locura (quizá como Swift o Blake) para, a través de ella, expresar sus dolorosas verdades? La respuesta vuelve a ser negativa. Aunque Nietzsche amaba la «sencillez», sus obras no son cuentos narrados por idiotas. Tampoco son, desde luego, himnos a la razón pura. Nietzsche es el enemigo declarado del racionalismo falso y trivial. El idealismo y la ideología saltan en pedazos bajo su martillo y es en verdad el crepúsculo para todos los ídolos. Si bien Nietzsche aprecia la corriente áddamente crítica de la filosofía francesa, detesta el racionalismo del Reich porque no es más que una especie de catarro mental, de niebla espesa; y el prurito sistematizador de los estudiosos, de los poseurs y penseurs es, él mismo, diagnosticado como un modo de
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decadencia. Toda teorización que corroe lo. i?,stíntivo. es me?daz. Y enferma. Pero Nietzsche denuncia con prec1Slon seme¡ante «tdeah~ mo» comparándolo con el criterio de la razón sana, por su propia «irracionalidad fundamental». . . Porque el idealismo es una defensa, una gran n::entlra, que, _si bien tiene pretensiones de autoconocimiento, cr~a solo autoengano cobarde. Y emanciparse de estos ídolos es el cammo que lle~a, no a alauna insania divina, sino a la razón misma. Como a_:guye Nietzsche e; Ecce hamo, la mezquindad de las mentes peq~eno burguesas le daba asco. «Sólo la enfermedad me llevaba a la razon.» . Dicho de otro modo, Nietzsche no pretende que la locura dewbe a la razón. Porque del mismo modo que nos ordena que nos. ~sfor' allá del bien y del mal también, en su encarnac10n de , . b t d la cemos mas ' . Zaratustra, señala más allá de la antítesis ester11, a .strac a, .e razón y la locura. La razón, interpretada como el cogtto cartesiano, deja de ser la piedra de toque esencial de lo cuerdo. ~a verdadera cordura reside en lo que confiera la floración de la vtda -poder, vitalidad, salud-, lo que nutra al yo y a la grande~a del al~a. Inspiración, éxtasis y afirmación son todos, amor fat: 1~ consigna. ~~ enamoramiento de la mera razón con el Ser es sustttutdo por la bus. . queda del Devenir por parte de la vida. . Nietzsche persigue un holismo esencialmente gne~o. A dtfe.rencia de Cruden y de Freud, que afirman ser nuevos AleJan?ros, Nte~z sche nos dice que es un «Contra-Alejandro» qu~ restaurara. helemsmo rehaciendo el nudo aordiano. En su filosofra no hay sttlo para el dualismo cartesiano que"' postulaba una ontología . in~ep:ndiente del pensamiento. No hay, pues, sentido para la «pslqutatr.la», excep:o como otro estigma de decadencia. Además, en su mora,h~ad poscnstiana, no hay, por supuesto, ningún alma .separa~a. ~o umco que. hay es lo que está vivo, y la vida es una urudad. St Nietzsche el dt~m síaco participa así del fuego y del frenesí, eso no es locura, preclsamente porque exptesa energía organizada en lugar del yo .~n guerra. Nietzsche empieza Ecce hamo preguntándose: «¿quten soy?». Concluye dirigiéndose triunfalmente al «crucificado» decadente: «¿he sido comprendido?».
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Para Nietzsche, la locura presenta una especie de der~o;~, los resentidos tomándose la venganza, envidiosos de su condrcton de paladín de la salud en un mundo enfermo. La vida -y, de hecho, la
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locura- de Antonin Artaud repitió en muchos aspectos la tragedia de Nietzsche medio siglo después. An1bos vivieron poseídos de un genio ardiente, doloroso, que resultó ser literalmente la disolución del yo aun siendo la creación de la verdad y del arte. En el caso de Artaud, esto halló expresión en el teatro y la pintura así como en las formas de manifestarse que compartía con Nietzsche: la poesía y la profecía. Ambos odiaban apasionadamente la civilización de masas formada por don nadies que les amenazaban y que jamás les comprenderían. Para Nietzsche, esa sociedad estaba hinchada, esclerótica, y enferma de muerte. Para Artaud, que vivía en un siglo de guerra mundial, no era principalmente enferma, sino destructiva; y a su vez necesitaba ser destruida. Artaud tronaba incesantemente contra todo lo que era convencional y tradicional, negador de la vida y muerto. Como los dadaístas y los surrealistas con quienes se relacionaba, Artaud, siguien~ do a Nietzsche, se desterró a sí mismo de la sociedad en un movimiento doble consistente en ser rechazado y rechazar, ser expulsado y autoexpulsarse. Sería un extraño, un rebelde. Como Anais Nin comentó sobre él en 193.3, «queda una revolución, quería una catástrofe, un desastre que pusiera fin a su vida intolerable». Repudiando los cauces convencionales para expresarse ante el público, tanto Nietzsche como Artaud siguieron la vocaCión del tonto: llevaban máscaras, crearon yoes alternativos. Nietzsche se convirtió en Zaratustra y en el maestro consumado de la ironía. Artaud se convirtió literalmente en alguien que llevaba máscara como actor y director de teatro, aspirando, de un modo que el analista de El Jtacimiento de la tragedia hubiese apreciado, a utilizar el drama para desnudar los convencionalismos teatrales de la vida y el arte burgueses. Ambos hombres eran, pues, encarnaciones triunfantes de la paradoja. Para Nietzsche, empero, la locura mism;:t no tenía ningún papel que interpretar en esta representación del «por qué soy destino». En Artaud se daba lo contrario. Desde muy al principio de su carrera, la locura y una diferencia cultivada fueron dobles una de otra. La locura era la única prueba de identidad, de integridad, para el verdadero ser humano, el verdadero artista, obligado a morar en una sociedad de maldad sin par. ¿Quién es el auténtico loco?, pregunta en su estudio de Van Gogh (el hombre, como dice Artaud, «suicidado por la sociedad»):
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Es un hombre que ha preferido volverse loco· en el sentido acep· tado socialmente a renunciar a cierto ideal más elevado de honor humano. Así es como la sociedad ha organizado el estrangulamiento en asilos de locos de todos aquellos de quien quiere librarse o protegerse, porque han rehusado ser cómplic~s, en ciertos actos su~rema· mente sucios. Porque un loco es tambten un hombre a quten la sociedad no quiere escuchar. De modo que quiere impedir que diga verdades intolerables.
Artaud siguió la vocación romántica de vivir la vida como obra de arte. Mas el arte verdadero era locura. La locura, por lo tanto, era un manto que se puso a partir de su juventud y del que nunca se despojó. Su salud -y en este caso tiene poco sentido tratar de separar la «física» de la <
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el l1ombre moderno había perdido por culpa de los perifollos y las ~efensas de}~ civilización. El movimiento, la mímica, los gestos, el ritual, la mus1ca, la luz y el sonido: todo esto, más que las prosa~ d~ los autores, era expresión pura. Al igual que en el caso de Nietzsche, los actores tenían que ser en vez de pensar 0 declamar Estas convicciones se transformaron en Ja visión que daba energí~ al embrionario «teatro de la crueldad» que Artaud lanzaría en 1927 en. su propio y malogrado Théatre Alfred Jarry. De un modo muy «~tetzscheanO>;, la crueldad de Artaud pretendía ser una fuerza limptadora Y purtficadora que arrancase la racionalización y el artificio Y restableciese la comunicación entre el género humano y las fuerzas vitales primordiales del yo y el cosmos. Durante el decenio de 1930, Artaud continuó desarrollando su teoría del teatro como acontecimiento originario. Le afectó profundam~nte la cont;~plación de una compañía balinesa que había logrado untfi~ar dramattcamente el impulso interior y la expresión física, por medto de la danza, la encantadón, la mímica y la magia. Artaud veía en el. t~atro el gran agente de la destrucción, la expurgación y e1 renactmtento. Su Le Théátre et la peste (1933) ofrecía drama a modo de azote: como una verdadera plaga, el teatro destruiría lo que no e;a sano y renovaría el vigor de la vida. Él atormentaría a la burgueSia con el teatro. . «Sufro una espantosa enfermedad de la mente»: a partir del decen.Io de 1920, Artaud vivió _consumido por el dolor en un implacable Ciclo de enfermedades. «Mt espantoso destino -escribió en 1923me ha colocado durante mucho tiempo más allá de la razón humana fuera de la vida.» Se veía a sí mismo como miembro del linaje d~ Poe Y, De N:rval, Rimbaud y Lautréamont, un poeta maldito cuya v~z soi_o pod~a ex~resarse pagando el precio de un sufrimiento y un ahsla;mento mdectbles. Era una reencarnación del «ll est un autre» d; Rtmbau~. E_n su poesía llegó a aceptar este demonio experiment~nd~se a s1 mtsmo como un vacío de pesadilla, aterrador. Su concte?cta era la nada angustiada, pero del vacío nacería la creación. El arttsta abrazaba la anarquía, era el creador increado (empezó a fantasear que no había tenido padres); sus atroces sufrimientos eran los dolores de nacimiento del arte. En 1a esfera pública se reconcilió con este abismo de dolor enloquecedor y su guerra civil de sentimientos abrazando primero el dadaísmo y luego el surreali:s1Jlo. Ambos enarbol;1b¡¡p ~1 estan~;lrtc;
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ensangrentado del escándalo, la revuelta y el rechazo. La repudiación por el dadaísmo de la lógica cartesiana, de la jaula de sintaxis de Gutenberg, estaba en armonía con la desconfianza que durante toda la vida sintió Artaud ante la mera palabrería y con su búsqueda de expresión prístina y pura. La burla que el surrealismo hacía de la irracionalidad del hamo rationalis hizo vibrar más cuerdas sensibles. Pero pronto empezó a encontrarse a disgusto con el meloso seudosadanismo de los surrealistas, cuyo propio juguetear con el inconsciente resultó ser sólo otro ritual del racionalismo. Y, sobre todo, no podía aceptar los lazos cada vez más es~rechos que André Breton y otros intentaban formar entre el surrealismo y el comunismo. Al igual que en el caso de Nietzsche, también Artaud opinaba que el artista tenía que estar por encima de la política, fuera de la sociedad: más allá. Todo lo demás no era sino traicionar el arte. La poesía se remontaba más allá de la propaganda. Pero Nietzsche tenía sus griegos. Y Artaud, por su parte, buscaba análogos vivos de las pasiones abrasadoras que inflamaban su mente. Su peregrinación interior adquirió forma geográfica. Emprendió la búsqueda de iluminación entre los primitivos. En 19.36 se fue a México y viajó al interior del país pata comulgar con los indios tarahumara. Entre ellos, creyó haber encontrado lo que andaba buscando («fuerzas en ebullición que mantienen la presión de la sangre»): un pueblo en comunicación con el sol y los cielos y el suelo, en armonía, no sólo con los elementos, sino con sus propios sentimientos internos. Un arte de encantación. Para Attaud, al igual que pata D. H. Lawrence, eran una cultura orgánica enraizada en los órganos, y no en menor medida un pueblo cuya mitología misma cuadraba con sus propias convicciones. Porque la religión tarahumara era esencialmente andrógina. En ella, lo masculino y lo femenino, la mente y el cuerpo, el espíritu y la carne: todo estaba unido. No parecían sufrir ni pizca la guerra occidental entre el alma y el cuerpo, la guerra que hacía que Artaud se atormentase tanto en relación con sus propios impul· sos sexuales. Sintiéndose restablecido, Artaud volvió a Europa y trató de casarse con la hija de un hombre de negocios belga. El compromiso se rompió en medio de un escándalo, sin embargo, porque Artaud no quiso despojarse de su negativa a ajustarse. Necesitando una vez más restablecer su contacto con lo verdaderamente primitivo, se fue a !d;md¡1. Todos los dí?s oí¡¡ la voz ele Cristo bo!Tibarge~nQole I¡¡ cah~-
za y su comportamiento se hizo más agitado. Buscó asilo en un monasterio jesuita. Los santos padres le entregaron a la polida. La policía le puso en un barco para que volviera a Francia. A consecuencia de algún incidente violento a bordo, al desembarcar le pusieron una camisa de fuerza y lo encerraron en tm asilo de locos en diciembre de 1937. Le afeitaron la cabeza. Permaneció encetrado durante casi nueve años, convertido al fin en un alienado en sentido literal. En el asilo de Rodez, Artaud fue sosegándose poco a poco. Cambió de persona, abandonando el patronímico Artaud y adoptando el apellido de soltera de su madre, Nalpas. Recobró su cristianismo fervoroso y, alentado por el supervisor, el doctor Fetdíere hombre de aficiones literarias, empezó una vez más a escribir poesía.' Ferdíer~ estaba cada vez más convencido de que la musa de Artaud necesitaba el estímulo psiquiátrico de una dosis de tratamiento con insulina y de terapia de electrochoque. Pero después de someterse a ambas co~as en 1944, Artaud se consideraba a sí mismo nada más que una ruma. Había perdido la memoria, tenfa los sentimientos adormecidos. Estaba muerto. En 1946 salió del asilo y fue a instalarse en la clínica . del doctor Delmas en Ivry, París. La suya era ahora la locura de la rabia. En sus últimos años el dolor se transformó en una ferocidad de una intensidad sin precedentes. Artaud rompió con el cristianismo (repudiando al «horrible y pequeño hechicero de Judea») e hizo una guerra total, «nietzscheana», contra la sociedad crucificadora. Hacía ya mucho tiempo que ~e sentía acosad? y perseguido por fuerzas amorfas del más allá que el llamaba «magra negra» o «hechicería». Ahora se sentía más poseído que nunca. La terapia de electrochoque era meramente la manifes~ tación más física de la opresión de sus perseguidores. Después del tratamiento, Attaud dijo:
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La mente, el cerebro, la conciencia y también, sobre todo, ~1 cuerpo de ,Antonin Attaud están paralizados, contenidos, agarrotados por metodos entre los cuales el electrochoque es una aplicación mecánica y el ácido prúsico o el cianuro potásico o Ia insulina una transposición botánica o fisiológica. '
~a psiquiatría er.a persecución pura, una solución final para los msanos: «Los astlos de locos son consciente y premeditadamente · · receptáculos de magia negra»,
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Su última palabra sobre el arte y la locura la dijo en su libro sobre Van Gogh, que fue publicado al año siguiente. En él, aquel artista loco aparece, no como un «degenerado», como a t'?enudo le habían llamado los psiquiatras, sino como el verdadero heroe de la humanidad un hombre iluminado, bendecido o maldecido con una «lucidez s~perior» que le permitía «ver más lejos, infinita Y más peligrosamente más lejos de la realidad inmediata y aparente de los hechos». Van Gogh había sido perseguido hasta la muerte por su psiquiatra, el doctor Gachet, pues era demasiado peligroso para permitirle vivir. La sociedad le empujó al suicidio. En virtud de una bonita ironía, Van Gogh suicidé de la société fue galardonado con el Prix Sainte-Beuve poco antes de morir Artaud en 1948. Para Artaud el resto era tontería. Sus últimos poemas (Le retour d' Artaud, le mdmo) se liberaron en lo que los psiquiatras hubieran llamado «glosolalia»:
8. DANIEL SCHREBER: LA LOCURA, EL SEXO Y LA FAMILIA
o dedi
a dada orzoura o dou zoura a dad skizi o kaya o kaya pontoura o ponoura a pena
poni
¿Le comprendieron?
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En octubre de 1893, el juez presidente del tribunal de apelaciones de casación de Dresde, Daniel Schreber, sufrió algún tipo de crisis nerviosa. No fue la primera vez, ya que babia experimentado algo parecido hada poco más de diez años. Schreber acudió al médico que le había tratado la vez anterior, el doctor Paul Emil Flechsig, que dirigía la clinica psiquiátrica de la Universidad de Leipzig. No fue extraño que eligiese a Flechsig. Al igual que Schreber, Flechsig era miembro eminente y muy respetado de la alta burguesía profesional de Sajonia. El juez Schreber y su esposa, Paullne, le estaban agradecidos por la recuperación de aquél cuando el anterior acceso de depresión hipocondríaca; de- hecho, Frau Schreber «adoraba» tanto a Flechsig, que tenía una foto suya en su escritorio. Sin embargo, lo que es crucial, según la reconstrucción del caso que Sigmund Freud hizo dieciocho años después, es que los deseos inconscientes de Schreber I~ habían hecho caer enfermo en 189.3 con el fin específico de ponerse en manos de Flechsig: porque, creía Freud, Schreber albergaba profundos deseos sexuales en relación con el neuroanatomista. ¿Qué hubiera ocurrido en 189.3 si, en vez de ingresar en la clfnica psiquiátrica de Leipzig, Schreber hubiese tomado el primer tren para Viena c~n el fin de consultar con Freud? Era ésta, desde luego, una eventualtdad poco probable. Aunque rozaba ya los cuarenta, Freud apenas se había labrado un nombre en aquel tiempo. Su primera publicación importante, los Estudios sobre la histeria, escritos conjuntamente con Josef Breuer, acaban de salir. ¿Quién podía saber en 1893 que, de hecho, Freud psicoanalizaría a Schreber -no en el diván, sino t:!n la página impres¡¡- ~1 Cflho de dieciocho !lños, <:n
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DANIEL SCHREBER
1911, cuando, en realidad, Schreber se estaba muriendo en el asilo Sonnenstein? Siguiendo con esta fantasía, es muy difícil decir si, de haber llegado Schreber al 19 de la Berggasse, a Freud le habría parecido factible analizarle. Por regla general, Freud creía que el proceso de asociación libre que constituía la «cura verbal» era viable en los casos de neurosis, pero que los casos psicóticos estaban demasiado encerrados en sus propios mundos de delusión para establecer contacto intelectual y emocional. Desde luego, retrospectivamente Freud no albergaba la menor duda de que la dolencia de Schreber era lo bastante seria como para ponerle la etiqueta de «psicosis». En el estudio que publicó, Freud decía que Schreber era un «caso de paranoia» (demetttia paranoides ), mientras que otros que trataron al enfermo opinaron que éste sufría demencia precoz (dementia praecox) o, utilizando el nuevo lenguaje a la sazón en boga, que era un «esquizofrénico». Freud arguyó de modo muy explícito que los sistemas de defensa de los paranoicos eran típicamente tan herméticos, que el análisis resultaba infructuoso. De este punto de vista se ha hecho eco un estudio reciente del caso Schreber efectuado por el doctor Austin McCawley, quien, reflexionando cómo podría haber tratado él a Schreber, afirma que si el juez hubiera empezado a hablarle de sus delusiones, él, el doctor, se hubiese puesto a «mirar por la ventana y pensar en la manera de cambiar de tema». McCawley hubiera aplicado, a modo de tratamiento, una buena dosis de terapia de electrochoque. Cabe, pues, que Freud no hubiera llegado a ninguna parte (y, como veremos más adelante, que Schreber, pot su parte, se hubiese cansado de tumbarse en el diván). Peto, suponiendo qqe la alquimia clínica hubiera sido correcta, el Freud de 1911 se sentía bastante seguro de lo que hubiese ocurrido: una transferencia feroz y hostil de Schreber al analista, excitada por los anhelos homosexuales que el doctor Flechsig despertaba en él, anhelos que a su vez eran sublimaciones de sus sentimientos libidinosos para con su hem11ino y su padre (ambos fallecidos ya). Porque Freud veía en Schreber un locus classicus de una conexión sorprendente que él, Freud, afirmaba haber descubierto: Schreber eta un paranoide y la causa fundamental, la raíz, de la paranoia era la homosexualidad. Dado que en el caso de Schreber estos anhelos eróticos se hallaban reprimidos de modo absoluto, Freud los habría cncorlt!:?.do -¡ll menos inicialmente- en forma invertida: Schreber
habría afirmado que Freud le perseguía. ¿Cómo hubiera respondido el Fteud de 1893? En aquella etapa, huelga decido, Freud no tenía ninguna idea de que existía la transferencia, y mucho menos la contratransfetencia. Es seguro, con todo, que se había mostrado muy sensibilizado ante las ambigüedades de tal deseo, puesto que para entonces se estaba relacionando íntimamente con su colega el doctor Wilhelm Fliess, y esa relación le hizo afrontar cara a cara sus propias tendencias homosexuales. Que la carga homoerótica fluyera, de alguna forma refractada, de Schreder a Freud y viceversa hubiese dependido, como es natural, de que el diagnóstico posterior que Freud hizo de Schreber siguiese las líneas apropiadas. La mitología popular dice que fue Freud quien, después de un " siglo de gazmoñería «Victoriana», hizo posible que las personas hablasen del sexo con franqueza y viesen las conexiones entre los problemas sexuales y los trastornos neuróticos de índole más amplía. Sin embargo, no fue así, al menos en sentido superficial. Basta un vistazo a las memorias del propio Schreber para encontrar una indicación sorprendente de la clase de fantasías y perversiones sexuales que podían comentarse francamente en letra impresa, en la Alemania del káiser Guillermo. La homosexualidad -su identüicacíón, dasüicación y etiología- era explorada detenidamente en las psicopatologías sexuales de Richard Krafft-Ebing, Havelock Ellis y otros autores prominentes que a finales de siglo hicieron su apottación a la medicina clínica y a la teoría sociocultural. Era muy común culpar a las anormalidades sexuales de ser la raíz de trastornos psicológicos mucho antes de Freud: una prueba de ello es que, a partir del decenio de 1870, Charcot y sus colegas parisienses consideraron que el siste· ma reproductor de la mujer y sus proyecciones en la mente femenina eran la raíz de la histÓtia. Dicho de otro modo, más que poner fin a una conspiración de silencio en torno a la sexualidad, lo que hizo Freud fue efectuar una aportación muy especial a un debate que ya estaba muy generalizado y que giraba en torno al papel exacto que la sexualidad desempeñaba en los trastornos mentales y emocionales. Lo que distinguía a Freud era la afirmación de que las neurosis adultas eran típicamente el legado de conflictos sexuales en la infancia (el síndrome edípico ), lo cual daba por resultado que el deseo sexual reprimido se ocultara debajo de la alfombra del inconsciente. En vista de este ambiente general, no debería sorprender a nadie "> que las memorias del juez Schreber, armonizando con el Zeitgeist,
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se preocupasen tanto por su propia identidad sexual; o, a decir verdad, que se mostrara tan franco al hablar de ellas. Una vez más, como hemos visto tan a menudo en el presente libro, la mente del paciente y la del psiquiatra hablan el mismo lenguaje, aunque con frecuencia no se comprendan. De hecho, el paciente y el médico se disuelven en una sola persona, por cuanto Schreber publicó sus memorias con la esperanza expresa de que fueran acogidas como su aportación a la ciencia de los estados mentales anormales. Hay tal vez un toque característico de grandiosidad en la imagen que Schreber tenía de sí mismo como conejillo de Indias y al mismo tiempo experimentador, pero también contribuye a recordarnos que precisamente en aquellos momentos también Freud sufría una psiconeurosis y estaba realizando el correspondiente «análisis». Después de Schreber, ha sido frecuente que los locos creyeran haber contribuido a los progresos de la psiquiatría. Tanto el autoanálisis de Freud como las memorias de Schreber llegarían a ser, cada una a su manera, documentos fundamentales de una nueva psiquiatría. Al publicarse, las memorias fueron bien recibidas por los psiquiatras porque, según ellos, ofrecían nuevas y valiosísimas percepciones internas de los estados de esquizofrenia (debió de ser un alivio tener por fin una crónica escr¡ta por un enfermo que no se limitase a denunciar los males de los asilos). El mismo Freud usó las citadas memorias para ejemplificar su propia interpretación de la paranoia y, desde entonces, viene celebrándose un animado debate sobre cómo hay que situar las experiencias de Schreber dentro de la comprensión psiquiátrica de la manía persecutoria. Casi todo el mundo está de acuerdo en que Schreber ha pasado a< ser el paciente más famoso de la historia de la psiquiatría, precisamente porque sus preocupaciones engranan tan bien con el lenguaje y los supuestos de la nueva disciplina. Es notable que la psiquiatría del siglo xx haya recurrido tan poco a los escritos publicados de la mayoría de los locos de siglos anteriores, pero que siempre se haya sentido tan a gusto al hablar de Schreber: o al menos, como se ha señalado, de los elementos de Schreber que nos transmitió el canon "~ freudiano. Entonces, ¿cómo entendía Schreber mismo su dolencia? Creía que su primer ataque, el de 1884, cuando contaba cuarenta y dos años, se había debido a un «sobreesfuerzo mental» provocado por su candidatura al Reichstag. (En sus memorias Schreber no mencionaba
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que había sufrido una derrota aplastante en las elecciones y que la prensa se había burlado de él: experiencias que, es de suponer, resultaron muy hirientes.) El trastorno se había presentado en «ciertas ideas hipocondríacas» y había conducido al deseo de morir y a dos intentos de suicidio, pero sin que lo acompañara ningún sistema de delusión más amplio. Schreber pasó casi seis meses en la clínica de Flechsig, donde se recuperó. El decenio siguiente resultó ser un período afortunado en la vida de Schreber y su esposa, «rico ... en honores externos» aunque estropeado por el hecho de que continuaron sin tener hijos (Frau Schreber sufrió seis abortos no provocados). En junio de 1'89.3, Schreber fue nombrado Senatsprasident, esto es, juez presidente del tribunal de apelaciones de Dresde. El ascenso fue toda una breva, en particular tratándose de alguien tan relativamente joven. Quizá fue también de mal agüero, ya que el hermano mayor de Schreber, Gustav Daniel, se había suicidado dieciséis años antes, en 1877 al recibir el nombramiento para desempeñar un cargo que entrañaba responsabilidades comparables. Cabe suponer que el recuerdo pesarfa sobre la mente de Schreber. En octubre de aquel mismo año ya empezaba a dar muestras de gran nerviosismo y a tener pesadillas relacionadas con su anterior ataque. Más adelante recordaría otro sueño extraño. Contenfa «la ide~ de que realmente debia de ser bastante placentero ser una muJer y someterse al coito. La idea resultaba tan ajena a toda mi naturaleza, que puedo decir que la habría rechazado con indignación de haberme encontrado completamente despierto». La salud de Schreber d~ca~ó rápi~amente cuando empezó a desempeñar el nuevo cargo. Pad~c1a msommo agudo y al final intentó suicidarse. A principios de noviembre volvía a estar en la clínica de Flechsig una vez más. Allí languideció durante tres meses, deprimido, sin poder dormir Y preocupado por pensamientos malsanos sobre la muerte. Si conservó un equilibrio razonable, fue quizá gracias a las visitas diarias de su es~osa. Sin embargo, en febrero de 1894 la esposa se tomó unas vacac10nes breves y ello precipitó una crisis. No se sabe qué sucedió exactamente, salvo que una noche Schreber experimentó «un número totalmente insólito de poluciones (tal vez media docena)». Al regresar su esposa, Schreber sentía demasiada vergüenza de su estado para verla. Empezó entonces un largo período de aislamiento pro· fundo.
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Fue ahora, por primera vez, que Schreber empezó a ser atacado por lo sobtenatural. Veía el hombre como una criatura dualística, compuesta de cuerpo y alma, esta última contenida enteramente en los nervios. Dios se componía totall;nente de nervios y la comunica· ción entre Dios y los seres humanos era posible por medio de rayos nerviosos que emitía Dios. Los nervios eran sendas de poder y, naturalmente, quienquiera que pudiese controlar, concentrar o diseminar los impulsos nerviosos gozaba de ascendiente. En esta categoría entraban doctores de los nervios tales como Flechsig. Schreber creía sufrir una enfermedad nerviosa. No es de extrañar, por lo tanto, que se considerase particularmente expuesto al control de Flechsig. (Hay un paralelo obvio en las ideas de influencia mesmérica de James Tilley Matthews.) Schreber comenzó a sospechar que Flechsig albergaba «designios secretos contra él» que ponía en práctica mediante <
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como el Mattfredo de Byron. Schreber nunca aclara con precisión lo que significaba para él. Peto, hablando en líneas generales, era una especie de,~miiPiiismo; entrañaba la s~~g~<;~~D.::4~HWI1~Y la posesión del espíritu de otra persona con el objeto de prolongar y promover la propia existencia. Schreber propone una explicación bastante oscura de cómo, a lo largo de las generaciones, la familia Flechsig llevaba tiempo tramando un asesinato del alma contra los Schreber, sobre todo para provocar la extinción de su linaje. El mismo Schreber era el último varón superviviente de la familia y para entonces ya era probable que no llegase a tener hijos nunca. En junio de 1894, por razones que no están claras, sacaron a Schreber de la clínica de Flechsig. Pronto fue trasladado al asilo Sonnestein, que estaba bajo la diteccíón médica del doctor Weber. Permanecería allí durante cerca de nueve años. De modo muy gradual fue disminuyendo la sensación de ser amenazado por los designios de Flechsig. Escribió que el alma de Flechsíg había «perdido progresivamente su inteligencia, de modo que ahora apenas queda un vestigio de conciencia de su propia identidad». En sustitución de Flechsig, su principal atacante pasa a ser Dios (en un momento dado, Schreber llega a referirse a «Dios Flechsig» ). Schreber se presenta como principal campo de batalla de una guerra celeste, una guerra que se libra en torno al destino de su propia persona. De esta manera, su propia dolencia nerviosa sobrecargada se transformó en una amenaza para la estabilidad del macrocosmo. Porque en ciertos sentidos Dios continuaba el plan de Flechsig, el de «castrarle», con la intención de permitir que su «cuerpo fuese prostituido como el de una ramera». Como parte de esa transformación, Schreber sintió gradualmente -al principio con gran indignación- que su· cuerpo mismo iba haciéndose más femenino, cada vez más lleno de «nervios de voluptuosidad» (nervios femeninos}. Con todo, paradójicamente, esa transformación hacía que su cuerpo resultase sumamente, incluso peligrosamente, atractivo para sus opresores, para los rayos de Dios. Dios deseaba y temía al mismo tiempo la feminización de Schreber, o, pudiéramos decir, el propio Schreber se sentía oprimido simultáneamente por el odio y el amor de otro. Con el objeto de poner fin a la «voluptuosidad del alma» femenina de Schreber, que resultaba peligrosamente atractiva, Dios empezó a «dirigir milagros contra mi persona», milagros punitivos. Consistieron en una serie de actos de invasión («injerencias») que atormenta14.-PORTER
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ban a Schreber, privándole de paz e impidiéndole dormir. Como en el caso de James Tilley Matthews, llovían sobre él maldiciones corporales atrozmente dolorosas, tales como «la llamada purificación del abdomen», «la compresión del milagro del pecho», la «maldita creación de un sentimiento falso», el «milagro del cóccix>> y así sucesivamente. A sus oídos, interiores o exteriores, ni por un momento se les permitía estar libres de un <
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cuales hablaban de catástrofes cosmológicas y geológicas que extinguían periódicamente la vida en el planeta. De vez en cuando, la vida era suprimida para preparar una nueva siembra de la tierra. Schreber se convenció a sí mismo de que é! seria el instrumento para semejante renovación del género humano, que se efectuaría por medio de la fecundación divina, de un nuevo nacimiento virginal. En esta situación, Schreber empezó a tener un sentido más claro ele su misión divina. A su modo de ver, ahora tenía la divina obliga- . cíón de someterse pacientemente a su destino. Anteriormente había rechazado con violencia su femenizadón, combatiendo físicamente contra los <~servidores brutales» en un intento de demostrarse a sí mismo, y demostrarles a ellos, su propia virilidad. Ahora, cada vez más, creía que por medio de la inmovilidad absoluta podría alcanzar un fin más noble, absorber y, por ende, vencer los rayos hostiles que estaban creando una guerra en el cielo. De esta manera se prepar~ría para salir transformado en mujer. Cierto es que, andando el tiempo, su anterior convicción de que el «mm1do había perecido» y de que él era el «último ser humano real que quedaba» se vio mermada. Figuras y formas que habfa tomado por simples fantasmas y sombras acabó aceptándolas como semejantes auténticos. Aun así, su transformación en mujer continuó a buen ritmo, y al final quedó tan encantado con su nuevo género, que se paseó por delante de un espejo luciendo una camiseta escotada, cintas y joyas de fantasía: «He inscrito con entusiasmo el cultivo de la feminidad en mi bandera». Mejoró la estabilidad mental de Schreber, que se deleitaba sin vergüenza en su voluptuosidad femenina, a la que se creía con derecho «como pequeña compensación por los excesos de sufrimiento y privación» que había padecido en el asilo durante muchos años. En 1900 solicitó que le liberasen de la tutela judicial, por la que, debido a su insania, le habían quitado de las manos el gobierno jurídico de sus asuntos; Reconocía que continuaba sufriendo de los nervios, pero no estaba msano, no era un enfermo mental. Arguyó que el hecho de escribir y publicar sus memorias era prueba de que estaba en uso de razón, pues no le cabía la menor duda de que serían «una importante fuente de información acerca de la estructura de un sistema religioso totalmente nuevo». ~1 docto: Weber ~e opuso a la solicitud de Schreber alegando que seguta padeciendo ser1as delusiones paranoides sin que él se percatara
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en absoluto de ello. El tribunal falló a favor de Weber. Dos años después, cuando Schreber ya había saliqo algunas veces bajo palabra y se había comportado bien, volvió a insistir en ser liberado. Esta vez Weber no se opuso tanto ( aunqu~ sí dijo que el deseo de Schreber de publicar sus escandalosas memorias probaba que t::adecía insan~a moral duradera) y la petición de Schreber fue atendida. No hab1a transcurrido mucho tiempo cuando Scbreber salió de Sonnenstein, más o menos en el mismo momento en que se publicaron sus memorias. Se fue a vivir con su madre. Cuando en 1907 ésta murió y la esposa del juez tuvo un ataque de apoplejía, fue necesario volvede a ingresar en Sonnenstein, donde murió en 1911, poco antes de que apareciera el análisis del caso que hizo F~eu~. · , ¿Cómo deben interpretarse las expenenc1as de Schreber? Segun su propia opinión, había enfermado de los nervi?~ dos ¡eces . por culpa de un exceso de trabajo. En la segunda ocasJOn, la mtens1dad extraordinaria de sus sufrimientos fue resultado de un complot contra él que tramaron sus médicos y respaldaron los cielos. Había logrado superarlo aceptando su destino y su recién nacida feminidad. Schreber no acababa de estar seguro de por qué había ocurrido todo aquello. En esencia, sin embargo, creía en un orden de justicia divina; todos los acontecimientos eran regulados por el Orden del Mundo, una especie de racionalidad cósmica suprema a la que hasta el mismo Dios se encontraba sometido. Protestó diciendo que, desde luego, no pretendía que sus memorias fueran leídas como un ]'accuse (de hecho, afirmó, su capacidad de elevarse por encima de las meras acusaciones vitriólicas era una de las señales de salud mental que el tribunal debía tener en cuenta). En conjunto, consideraba sus sufrimientos como estigmas del ~a:or divino. Él era el instrumento de algún nuevo amanecer religtoso, un agente de la redención del género humano. Si bien no acababa de comprender el significado de todas sus experiencias, «de u?a c?sa estoy seguro, a saber: de que me he acercado a ]a. v~rdad mfin~t,a mente más que los seres humanos que no han rec1b1do revelac10n divina>>. Ni que decir tiene, la opinión médica desechó el intento de Schreber de dar sen tido a sus experiencias en términos de destino religioso. El doctor Weber en particular rechazó francamente las visiones divinas de Schreber diciendo que eran simples delusiones, fruto de la «esquizofrenia». Este rechazo indignó a Schreber. Si toda
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afirmación de haber experimentado la intervención sobrenatural era invalidada automáticamente, eo ipso, como alucinaciones, entonces el cristianismo mismo debía tratarse como una delusión. Si todas las personas que creían estar en comunicación con seres transcendentales tenían que correr su propia suerte, entonces todo médium o espiritista corria el peligro de que le pusieran la camisa de fuerza. Las doctrinas de los médicos eran un ejemplo claro del materialismo degenerado que estaba socavando la religión verdadera y la cultura de la civilización teutónica. Él no negaría que había sufrido -de hecho' seguía sufriendo- a causa de un <
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quier persona paranoide- de sus deseos ilícitos? Para ocultar sus sentimientos reales, la proposición verdadera «le amo» tuvo que ser ttansformada, al principio en «le odio>>. Como dice Freud, en tales casos hay una «fórmula sencilla»: «la persona que ahora es odiada y temida porque persigue fue en otro momento amada y honrada». Pero era también igualmente inaceptable que Schreber, hombre muy respetable, confesara sentir un odio inmotivado y malévolo a su curador. Por ende, la franca formulación putativa de Schreber «le odio» tuvo que ocultarse detrás de la forma más aceptable «él me odia». De ahí sólo había que dar un paso para alcanzar otra fase racionalizadora: «ÉL ME PERSIGUE». Allí residía el verdadero significado de la idea de Schreber de que Flechsig pretend.ía emascularle. Los paranoicos habitan en un mundo de espejos en el que la formación de síntomas procede así por inversión,- proyección y negación. Freud arguyó que los anhelos homosexuales inadmisibles que su doctor en psiquiatría inspiraba a Schreber debían verse además teniendo en cuenta la doctrina psicoanalítica de la transferencia. El objeto real del deseo de Schreber no era Flechsig, sino que eran sin duda su propio hermano mayor y su propio padre, ambos fallecidos ya. Freud señala de paso que el padre de Schreber era, de hecho, un médico eminente y, por lo tanto, un objeto de aduladón muy comprensible: «La figura del médico hizo que el paciente recordara a su hermano o a su padre». Desde luego, Schreber no podía admitir <~el deseo que despertaban en él su padre y su hermano», no más de lo que podía admitir el deseo sexual que sentía en el caso de Flechsig. Una vez más, tuvo que encontrar una forma más aceptable de expresar deseos ilícitos. Como objeto de su amor y motor de su persecución, el padre de Schreber fue transformado en Dios y también en el sol. En la actitud de Schreber ante Dios ve Freud una reveladora postura edípica de «turbulenta insubordinación y sumisión reverente». ¿De qué manera estos deseos homosexuales inadmisibles habían llevado a Schreber hacia los delirios de grandeza que le impulsaban a creerse un salvadot? Freud explicaba detenidamente que los paranoicos como Schreber padecían una «fijación en la fase narcisista»; «la longitud del paso que retrocede de la homosexualidad sublimada al narcisismo es una medida de In cantidad de regresión característica de los paranoicos». Dicho de otra forma, a medida que Schreber regresaba en su psicosis, a medida que se volvía más catatónico, su narcisismo infantil fijado se expresaba en la retirada de energía libi-
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dinosa de todas las demás personas, y en su nuevo deleite en el auto;rotísmo; El nar:_isismo («No amo a nadie») entrañaba megalomanxa, de aht los suenos de grandeza de Schreber con fantasías sobre su papel único en el destino del cosmos. Valiéndose de ideas formuladas conjuntamente con Wilhelm Fliess, Freud también sugirió que Schreber, que en el momento de su segunda enfermedad había alcanzado la edad mágica de cincuenta y w1 años se encontraba en medio d~l dimat:ri~ masculino (el ciclo femenin~ era gobernado por el numero vemtrocho; el masculino, por el veintitrés; súmese el uno al otro y el resultado es cincuenta y uno). La lectura que hace Freud del te.'\:to de Schreber es intrigante. Por un I~do, apenas aborda muchas de las experiencias centrales ~ue constttuyen, con mucho, el grueso de las memorias. Resulta pecuIrar que Freud tenga tan poco que decir acerca del cuento de convertirse en mujer destinada a dar a luz una raza nueva. Como se ha señalado muy comúnmente, el punto de vista inalterablemente faloc~ntrico d~l propio Freud concedía el lugar de honor a las explicaClones denvadas de la presencia o ausencia del pene como solución d~ _las luchas edípicas de la niñez. Nunca consideró en serio la posibtlrdad de q~e la flecha de la envidia podía ir dirigida principalmente, no ~e. la muJer al ho~bre, sino que, en la otra dirección, podía ser la envldta q~e en un c?r~o ~:spertaba el hecho de que Ja mujer pudieta tener b~bes. La femrmzacron de Schreber sólo puede percibirla Freud : · en térmmos negativos, como pérdida («emasculación»). No tiene ningún marco teórico dentro del cual pudiese ver la mutación de Schre'. ber como una consumación o un verdadero ensalzamiento. Esto puede expresarse de otro modo. Schreber habla de ser «cas.trado». Sin nin~~ titubeo, Freud ide11tifica su experiencia en ese sentt~o c?mo castracton -es decir, pura pérdida- e interpreta esa expenenc.ta totalmente en términos del deseo putativo de Schreber de ser sodomizado por Flechsig y (por derivación) por su hermano y su padre. De este modo, Freud transcribe axiomáticamente las fantasías femeninas de Schreber en deseos homosexuales diti
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dones dejaran entrever la verdad. En todo caso, ¿por qué íbamos a nal. A Schreber le disgustaba muchísimo ser el último de su propia . calificar automáticamente de «homosexual» la fantasía de Schreber estirpe. Debido a las actividades «asesinas del alma» que los Flechsig, sobre transformarse en mujer? Schreber tiene sus propias razones llevaban a cabo, los Schreber parecían condenados a la extinción.· perfectamente inteligibles para desear ser una mujer fértil -con el Tan;bién creía que. tal vez era el último ser humano superviviente. fin de perpetuar la dinastía de los Schreber, ya que su esposa no Cre1a que pandemias devastadoras de peste y otras enfermedades puede tener hijos- que no pueden descartarse sin más. estaban abatiéndose sobre la humanidad. Los poderes del sol iban· La misma advertencia debe hacerse en el caso de la discusión por en descenso; la tierra parecía encontrarse en medio de un terrible Freud del temor de castración de Schreber en relación con el «comdesastre ecológico. plejo paterno». No tenemos la más leve prueba dir~cta de las actituHabía, huelga decirlo, otras figuras de personas. Scbreber Ias des de Schreber ante su padre durante la niñez, ni siquiera de sus llamaba «hombres improvisados fugazmente». En cierto sentido, lo recuerdos de dichas actitudes. (Obviamente, el hecho de que el capíeran realmente: seres fantasmales que entraban y salían como un tulo 3 de sus memorias, que hablaba de su familia, fuese suprimido destello de la vida enclaustrada de Schreber -sirvientes avudantes , . ' por no considerarlo apto para su publicación es sugerente, pero no dactores-, que entraban y salían rápidamente de su consciente romes decisivo en ningún sentido.) En estas circunstancias, los supuestos piendo apenas su aislamiento. Porque, como él recalcaba ~staba temores de castración de Schreber en la infancia deben quedarse en «siempre solo». Desde luego, cabe decir que esto era senciÚamente simples suposiciones, reforzadas únicamente dentro de las afirmacioun síntoma de su fase catatónica como esquizofrénico. Pero lo que nes universalistas de las teorías edípicas de Freud. Éste ofrece una sentía como un aislamiento aterrador y desconcertante lo arropó exculpación característica por airear todas estas cosas de nuevo: Schreber en una historia según la cual él era el último superviviente · «Debo rechazar toda responsabilidad por la monotonía de las soluy, por lo tanto, un instrumento divino. ciones que proporciona el psicoanálisis». A estas fantasías de desastre podemos llamarlas «síntomas de Lo que sí es directamente dem-ostrable, empero, aunque era un megalomanía». Pero, ¿es ese nombre muy iluminador? Sin duda es hecho que Freud desconocía, es que Schreber temía muy explicitamejor ver cómo en esencia Schreber estaba insertando su propia biomente que Flechsig le castrase, pues las notas que escribió en el grafía en las angustias más hondas de la cultura de finales del sihospital hablan de dicho temor. Pero semejante temor no era paraglo XIX. Para muchos pensadores, moralistas y científicos reputados noide, sino que más bien estaba fundamentado en la realidad. En ;, .: «fin de siglo» se parecía peligrosamente a «fin del mundo». La muer~ efecto el neuroanatomista Flechsig usaba la castración con fines terate del sol y el fin del tiempo constituían una de las angustias más péutic~s en su clínica. Es difícil imaginar que Schreber, hombre insógraves de las ciencias contemporáneas de la cosmología, la astronolitamente bien informado, no estuviese al corriente de ello. Resulta mía, la geología, etcétera. La paleontología mostraba los vestigios de gratuito invocar hipotéticas e..'rperiendas infantiles reprimidas para muchos mundos anteriores, y los extinguidos superaban numéricaexplicar temores muy bien basados en amenazas inminentes. mente a los supervivientes en gran medida. La geología revelaba las Sobre todo, es sin duda inadecuado considerar los pensamientos grande~ c:t~strofes q~e una y otra vez habían asolado el globo. La sexuales de Schreber exclusivamente en términos de la castración. Portermod1nam1ca predec1a una muerte térmica del universo. Todo estaque las memorias no hablan sólo de ser «emasculado». Hablan deciba agotado, era entrópico. Schreber tenía profundamente grabadas didamente de ser feminizado. Una sección muy grande de ellas -que en el cerebro estas amenazas de desastre cósmico, puesto que en sus ha sido descuidada casi por completo por Freud y todos los subsimemorias, página tras página -páginas que todos quienes las interguientes comentaristas psicoanalíticos- describe el placer creciente pretaron han pasado siempre en silencio-, deja constancia de su que experímenta Schreber al transformarse en mujer. Esto . tenía ,; honda familíarización con el milenarismo científico de los científicos mucho sentido tanto en términos cósmicos como en lo que respecta .:; del siglo XIX desde Cuvíer hasta los posdarvinianos. a una crisis experimentada profundamente en su propia vida perso- ~~ Asimismo, a Schreber -como a muchos de sus contemporáneos-
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la crisis cósmica le parecía reflejarse en la catástrofe cívica. Al igual que muchos doctores y psiquiatras de su tiempo, Schreber sen~ía terror ante el espectro de la degeneración social, la muert: de la Cl~ dad el derrumbamiento de la civilización. La cultura clás1ca, la rehgiól~ protestante y la jerarquía social eran los bastiones de la civilización para «el pueblo elegido de Dios»: los, teutones .. Pero en todas partes Schreber (como antes su padre) la ve1a su~vert1da por sus enemigos. Los católicos y los judíos eran los enem1gos de dentro; los pueblos eslavos representaban una amenaza bárbara desde más allá. Las masas estaban en marcha. La vida misma se encontraba amenazada. ¿Cómo podía regenerarse? Las memorias de Schreber están llenas de soluciones, de especulaciones sobre la fuerza vital, sobre la fuente y la _natura~eza de la creación. Es patente que estas ideas se basaban en la 1mpres10nante familiarización del lego con las publicaciones científicas recientes. Estaba desde luego, asbolutamente versado en la gama de teorías de la divi~a creación que proponían, no sólo los teólogos cristianos (el nacimiento virginal, la resurrección, etcétera), sino también otras religiones: se sentía muy atraído por la religión persa. Refle~ion~~a sobre la logística de la creación ex nibilo, exploraba la transro1gtac10n de las almas y le intrigaba la generación espontánea. Es claro que esa idea era inválida a su modo, un modo vulgar y materialista, mas a Schreber le atraía la idea de la producción espontánea por milagro. Cuando moscas y avispas entraban de pronto en su campo visual, a Schreber le gustaba verlas como pruebas de creaciones súbitas, espontáneas. Pero Schreber también estaba bien dispuesto hacia las doctrinas evolucionistas de la regeneración de la vida a partir de la muerte, Y le fascinaba el pensamiento de que la. verdad dentífica en estas cuestiones podía encontrarse cifrada desde tiempo inmemorial en el mito v el folclore en los cuentos de Noé; Deucalión, etcétera. Si el sudario de la muet~e se extendía por doquier, ¿cómo podía la vida moverse de nuevo? Es obvio que en estas especuladones Schreber veía reflejada su propia situación. Quizás él era el instrumento que permitiría asegurar el fututo lJOr medio de una regeneración de la vida. Para que así ocurriese, 'io masculino tenía que volverse femenino y convertirse en una fuer~a partenogenética de reproducción de la vida. Schreber meditó ptof·undamente sobre estas cuestiones de la vida, la muerte
y la generación. ¿Tiene sentido redudr todas estas preocupaciones a angustias de castración provocadas inicialmente por el deseo que en él inspiraba el padre? Ninguna de las crónicas psicoanalítícas de las memotias de Schreber presta atención a estas ideas, esta revisión crítica de la ontogenia y la filogenia, que ocupan, como mínimo, una sexta parte del texto de Schreber. Desde luego, reconociendo que los psicoanalistas tienen sus propias preocupaciones favoritas, esto es perfectamente correcto. Porque su tarea no consiste en ocuparse de la mente consciente de Schreber, de sus «racionalizaciones», de su compromiso con el Zeitgeist. Se ocupan de lo que puede desenterrarse acerca de su inconsciente y de cómo éste proporciona los materiales para una arqueología de sus luchas edípicas, lo que a su vez explica la orientación de su psicosis. Así pues, el empeño psicoanalítico (que ha sido muy extenso) en· analizar retrospectivamente a Schreber ha consistido en intentos de situar su caso en el marco más amplio de la teoría psicodinámica. ¿Exactamente dónde debería clasificarse esta paranoia en relación con los límites entre la neurosis y la psicosis? La paranoia de Schreber, con sus elementos manifiestamente destructivos, ¿debería considerarse primaria? ¿O deberían colocarse en primer plano las dimensiones masoquistas? ¿Hay que interpretar ptincipalmente a Schreber atendiendo a sus relaciones infantiles con el padre, como hizo Freud? ¿O deberíamos prestar también atención a sus respuestas a la madre? Así, Freud interpretó el sol en las memorias de Schreber como símbolo del padre, pero otros psiquiatras --en particular el equipo de madre e hijo que forman Macalpíne y Hunter- han afirmado que el sol simboliza a la madre. Estas son las principales preocupaciones del psiquiatra. No corresponde al presente capítulo deddir entre estr~s interpretaciones (mucho menos psicoanalizarlas). Son legión, se contradicen unas a otras y continúan ptoliferando, como demuestra el siguiente extracto de un resumen que Philip Kitay presentó en un simposio de 1963 en el que se debatieron algunas de las interpretaciones rivales:
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Se consideró que 1a clásica interpretación freudi:lna de la pnranoia y del caso Schreber en un principio prestaba insuficiente atención a la importancia de los impulsos destructivos hostiles . . . La rivalidad entre Schreber y su padre por el amor de la madre, y
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probablemente también entre Schreber y su hermano, concordante con los posteriores puntos de vista de Freud relativos a la paranoia (1922, 1923), fue considerada como un factor importante en el desarrollo de su enfermedad. Tanto Carr como Nydes consideraron que el estudio de las relaciones entre la hostilidad y la homosexualidad eran de importancia crucial pata la comprensión de la paranoia. Carr tomó nota de la hipótesis de que el componente analsádico del amor homose:r;ual era la fuente de la amenaza al paciente paranoide, mientras que Nydes defendió la teoría de que la homosexualidad era defensiva tanto contra los deseos parricidas como contra el peligro de la destrucción del paciente como respuesta a los mismos . . . Entre los factores específicos de la etiología y la evolución de la enfermedad de Schreber que distintos oradores pusieron de relieve se cuentan: la incapacidad de vencer el miedo a la pérdida del ego que entraña la intimidad (White), la omnipotencia infantil despertada por el nombramiento de Senatsprasident (Nydes), la renuncia a la búsqueda de poder con el fin de obtener amor (Nydes) y múltiples cruzamientos y confusiones en las identificaciones (Niederland), etc. Puede que haya un poco de verdad en todas estas historias. Lo que está claro es que el modelo explicativo que las sostiene a toda~ es que los problemas de Schreber {o, a decir verdad, de todo el mundo) sólo pueden comprenderse de forma adecuada atendiendo a su desarrollo psicológico interior, sus propios procesos emocionales e intelectuales trastornados, las luchas entre sus deseos y sus temores, entre impulsos e inhibiciones, etcétera. Freud comenzó este proceso poniéndole a Schreber la etiqueta de «paranoide», es decir, aquejado de manías persecutorias, y vinculando esto a los supuestos anhelos homosexuales de Schreber que infirió de lo que éste expresó en el sentido de que Flechsig le perseguía. El locus de la enfermedad se ve en las proyecciones del paciente, que son interpretadas como una huida de la realidad. Pero, ¿y si Schreber habló de persecución, no a resultas de una fantasía que hada las veces de cottina de humo, nacida de su incapacidad de reconocer que amaba a un hombre, sino porque realmente era perseguido? ¿Y si su psicosis no nació de un intento de protegerse del objeto de su deseo, sino de los tenores de ser maltratado sistemáticamente? ¿Y si su crisis no estribaba en ocultar el amor, sino el odio? La única base que permitiría descartar tales explicaciones
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sería decir que Schreber estaba loco y, por lo tanto, sus percepciones no pueden ser más que síntomas delusorios. Pero esta estrategia es circular y echa la culpa a la víctima de modo patente. Morton Schatzman ha rebatido con elocuencia la tesis freudíana. Según él, a Schreber no deberíamos considerarlo como paranoide, sino principalmente como perseguido. De niño había sido maltratado sistemáticamente por su padre. Habíanse formado en él tales inhibiciones que como hijo obediente, cariñoso y conformista, veía a su padre, no como el matón que realmente era, sino como dechado de bondad y rectitud. Le habían lavado el cerebro pata que no pudiese afrontar su persecución cara a cara. Se habían anticipado a todas sus protestas y las habían silenciado. Su psicosis posterior representó una serie de transformaciones directas y literales de su expetiencia de persecución real, pero también creó un marco muy deformado para expresarlas. Lo que hace que la interpretación de Schatzman sea verosímil en general es que contempla las historias de Schreber como fruto no sólo de sus propias proyecciones personales, sino también de su e~pe riencia de lo que otros le inculcaron a fuerza de repeticiones. De forma muy razonable, Schatzman da por sentado que muchas cosas que hicieron mella y arraigaron en su cerebro joven no eran fantasías sino pr.opaganda, esto es, la recepción de mensajes de fuera, de su~ progemtores, sobre todo de su padre. Lo que da peso a esta opinión es el hecho de que el padre de Schreber era uno de los\~~~.~más influyentes en el mundo de habla alemana, así como fundador de un instituto d6-~.¡Aun que no conocemos con detalle la educación de Schreber, sí poseemos unos dieciocho libros y opúsculos escritos por el doctor Schreber sobre los principios y la práctica de la crianza de niños. Estos escritos hacen mucho hincapié en los valores del deber, la disciplina, el control Y la «obediencia incondicional»: educados de esta manera, los niños evitarían «la sensibilidad malsana, la hipocondría, la histeria y las fa?tasías». Además, los libros del doctor Schreber nos dicen que e~. pnmer lugar había pr~bado con éxito sus técnicas en sus propios hiJOS. Lo que resulta parncularmente revelador es que, si bien Freud conocía a la perfección los principios de pediatría del doctor Schreber, no vio ninguna relación entre ellos y la psicosis de su hijo. Freud llegó a creer que lo que decían las niñas en el sentido de haber sido víctimas de abusos sexuales eran fantasías histéricas. Es de suponer
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que del mismo modo opinaba que lo que dijera Schreber hijo sobre persecución pedagógica era una explicación paranoíde. Schatzman arguye de forma convincente que gran parte de la experiencia de persecución de Schreber es, más allá de toda duda razonable, un recuerdo disimulado de la crianza que recibió bajo la férula de su padre. En el nivel de lo específico, hay numerosas analogías estrictas entre, de una parte, las técnicas que el doctor Schteber recomienda encarecidamente a padres y educadores, para que las empleen con los niños, y, de otra, las torturas de que Schreber dejó constancia durante su psicosis. Porque, obsesionado por los temores de desequilibrios ortopédicos, de debilidad física y de deformidad, el doctor Schreber había inventado una serie de arneses y artilugios para aplicarlos a los niños y jóvenes de dos a veinte años con el fin de impedir los movimientos impropios y corregir la postura. Muchos de ellos parecen reflejarse explícitamente en las posteriores experiencias de Séhreber. Por ejemplo, el juez Schreber dijo que en el asilo sufría un ataque incesante contra los músculos de los ojos y los párpados. Esto parece hacerse eco del consejo que el doctor Schreber ofrece en T he systematically planned sharpening of the sense organs (1859) para enseñarles a los niños los movimientos y la concentración oculares. El juez Schreber habla luego del doloros.ísimo «milagro del cóccix», cuyo horrible diseño hada que tanto sentarse como permanecer de pie resultara imposible («cuando estaba echado, uno quería hacerme salir de la cama» y cuando «andaba, uno intentaba obligarme a echarme»). Esto parece reflejar directamente la cruzada de su padre contra las posturas malas que los niños solían adoptar al sentarse, agacharse, descansar, etcétera, y su recomendación a los padres en el sentido de que estuvieran atentos y ordenasen a sus hijos que cambiaran de postura: «en cuanto se echen hacia atrás ... o doblen la espalda [argüía el doctor] habrá llegado el momento de cambiar, al menos durante unos minutos, la posición de sentado por la de absoluta inmovilidad», y así sucesivamente. De modo parecido, Schreber cuenta que durante su psicosis sufrió la horrorosa «comprensión del milagro del pecho ... Consistía en que toda la pared torácica era comprimida, de tal forma que el estado de opresión causado por la falta de respiración se transmitía a todo mi cuerpo». Era revivir la experiencia de encontrarse encajonado en el Schrebersche Geradhalter (enderezador de Schreber) de su padre, con-
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sistente en una barra que se fijaba enfrente de la mesa donde el niño estaba escribiendo y cuyo efecto consistía en apretar con fuerza el pecho del niño que tuviese la osadía de dejar caer los hombros e inclinarse hacia adelante. El peor de todos los «milagros» que padeció el juez Schreber fue la «máquina compresora de la cabeza», que era un torno que servía para apretar y alargar la cabeza. Una vez más, se trataba de un reflejo directo de otto ejemplo de la tecnología pediátrica de su padre, d Kopfhalter (sujetador de la cabeza), que era una correa que se sujetaba a la cabeza, el mentón y la ropa y que tiraba de los cabellos si la cabeza no se mantenía erguida. Estos aparatos y muchos otros de parecida índole --embriones de camisas de fuetz~t- demuestran cómo las experiencias de persecución que sufrió Schreber en la madurez reproducían los aparatos de control literal que le habían aplicado de joven. Por medio de la experiencia de sus dolores corporales, de su hipocondría, Schreber se encontraba atrapado en los artilugios de su niñez. Pero Schatzman también demuestra que la persecución del joven Schteber fue todavía más exhaustiva. Durante su psicosis, Schreber se sintió sometido del todo a una dirección externa, totalmente poseído. Durante largos períodos era acosado por ruidos que le daban una babel de órdenes perentorias. Todo lo que decía, hacía o pensaba era oído, repetido, examinado minuciosamente, tamizado. Tenía la cabeza literalmente abierta a los rayos y nervios que la oprimían desde fuera. De esta manera Schreber revivía la niñez que su padre dirigiera como un sistema de vigilancia tutorial incansable, planificada. Uno de los milagros atroces que sufrió Schreber consistía en encontrarse rodeado de dibujos y escritos relativos a él mismo, que repetían y ofrecían un comentario de su propia torpeza. Fue un recuerdo de la experiencia infantil de ver cómo sus actos y estados anímicos eran corregidos incesantemente por sus padres. En particular, reflejaba otra de las bromas del doctor Schreber: colocar una <{pizarra moral» en la pared del dormitorio del niño y apuntar en ella sus infracciones y castigos más recientes. En el nivel más concreto de todos, hasta el lenguaje de la psicosis de Schreber reflejaba el lenguaje real que le había inculcado su padre. Porque Schreber se creía atacado y penetrado por «rayos» (Strahlett). Su padre había escrito que los «rayos» del amor de Dios y, por supuesto, del amor paterno debían impregnar y penetrar la familia:
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«una mente infantil es penetrada completamente por el aman>. Había aquí un estrato más sutil de opresión. Schreber pad:e enseñaba una doctrina de plenitud del podet paterno, una doctrtna que el niño debía asimilar bajo la forma de «autodominio» y «libertad». El rencor la ira y la voluntariedad debían vencerse. Se requería una obedíenci~ absoluta. El niño bueno había interiorizado la obediencia a la voluntad paterna. La disciplina madura, en el libro moral del doctor Schreber era autodisciplina, era libertad perfecta. Y en verdacl que el joven Schreber se volvió bueno y obediente. Interiorizó totalmente la ley, el nombre, del padre: «pocas personas [señaló] han sido criadas de acuerdo con principios morales tan estrictos como yo». Esta hegemonía moral continuaba gobernando sus sentimientos durante su psicosis. Porque, ciertamente, se sentía incapaz de librarse del acoso de los rayos de Dios y de los milagros que obraban contra él. Se encontraba rodeado por ellos, no porque quisiera estarlo (como indica la hipótesis de Freud sobre deseo homosexual inconsciente y reprimido), sino porque esa era para él la co~ didón de su propia niñez: que nunca le dejasen hacer lo que quisiera. Con todo en nino-una parte culpa Schreber claramente a sus perseguidores. éomo t:Xto «paranoide»,. s~s m~morias son ins?litas porque no maldicen a quienes. le perJudtcan mcesant~ y malevolamente. Por lo común, los escntos de los locos maldicen al doctor del asilo. Schreber, por el contrario, se desvive por ser justo con Flechsig y arguye que los designios malvados gt~e ést~ tíe?e contra él no eran obra del médico de carne y hueso, smo mas bten de su «espíritu probado}>, es decir, de un Flechsig incorpóreo, una ~spede de álter ego. Muchos locos -Cowper, por ejemplo- maldtcen a Dios. Pero Schreber, de hecho, le exonera. Díos le perseguía, pero la culpa no era suya, de Dios. Porque Dios mismo no era todopoderoso, sino que participaba en conspiraciones. atraí~o por los ra!os. Es como si fuera liD mundo de persecuctón sm un perseguidor identificable. Y esto es así (arguye de modo convincente Schatzman} porque el padre de Schreber había obliga?o a su hijo a aceptar ~ue la autoridad siempre tenía razón. A los OJOS de su mente les hab1an enseñado a ser ciegos ante sus opresores (o, cuando menos, a transformar a quienes le hacían daño en «hombre~illos». sustitutivo~)· Y el padre de Schreber había adiestrad~ demasiado ?le~ a su ht¡o para que éste pudiera rebelarse por medto de una ps1cos1s agresiva.
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En vez de ello, su crisis adquirió una forma mucho más sumisa. Al final Schreber vendó los milagros perseguidores absorbiéndolos a todos y erigiéndose en una totalidad nueva. Abandonó la lucha masculina y se convirtió en mujer. Sin duda la explicación de Schatzman contiene muchas cosas que son aceptables, y ello se debe en no poca medida a que investiga la dinámica real de la familia -en la medida en que es posible reconstruirla- en la cual Schreber aprendió a distinguir entre el bien y el mal, y ante la cual descubría todos sus pensamientos y actos. Sin duda tiene más sentido pensar que, además de actuar, los niños reciben la influencia de los actos ajenos, verles responder a la información, a la invasión desde fuera; tiene más sentido, repito, que atribuirles sencillamente toda la responsabilidad del complejo de Edipo. Al fin y al cabo, ¿qué historiador se limitaría a culpar a los pobres de su propia penuria, o a los esclavos de sus propias cadenas? De modo más particular, Schatzman se muestra dispuesto a situar esta micropolítíca de la familia en su contexto más amplio, distintivamente alemán o, de hecho, «bismarckiano». No es demasiado tendencioso considerar que la preocupación del doctor Schreber por la cultura física disciplinada era un semillero de obediencia nazi. Después de todo, en el decenio de 1930, Alfons Ritter, autor pro nazi, dedicó grandes elogios al modo en que el doctor Schreber trataba a los niños. O, dicho de otra manera, el joven Schreber se vio incapacitado por el sistema que (según Wilhelm Reich) engendró la psicopatología del nazismo por medio de su puritanismo sexual y su rigidez en relación con el cuerpo. Años después, el joven Schreber se rebelaría confusamente contta dicho sistema. En términos más generales, Schatzman acierta al ver la explicación freudiana de la «paranoia» de Schreber como forma implícita de castigar a la víctima, un modo sutil de ponerse al lado de las autoridades. Schatzman detecta que Freud hace lo mismo en el caso del Pequeño Hans, el niño que temía a los caballos y cuyo temor interpretó Freud como miedo a la castración dentro del complejo de Edipo. Porque Freud consideró que el comportamiento de Hans estaba trastornado en vez de considerar que el de sus padres -amigos y seguidores de Freud que le decfan a Hans que si se portaba mal, le cortarían el pene- era la causa de los trastornos. Lo mismo cabe decir (como argüí en el capítulo 6) de la intimidad6n de Dora por parte de Freud. 15.-l'fl]HI!R
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De todos modos, el propio Schatzman perpetúa curiosamente el punto flojo de las interpretaciones neofreudianas al optar por 110 decir prácticamente nada acerca de las profusas fantasías de Schreber sobre ser mujer. Dentro del canon continuo de las interpretaciones freudianas, los conflictos entre padre e hijo parecen excluir cualquier apreciación positiva de lo femenino. Obviamente, el radicalismo de Schatzman podemos verlo como el hijo que se rebela contra . el padre freudiano ortodoxo. En términos todavía más generales, a todas las interpretaciones de este tipo, freudianas canónicas o freudianas revisionistas, se les escapa el verdadero sentido del asunto. Porque se. encuentran atrapadas dentro de un concepto erróneo según el cual las verdaderas {·. explicaciones de los trastornos actuales se hallan en los acontecimientos del pasado. Comparten un enfoque psicogenéticos que supone que, como el niño es padre del hombre, la clave del comportamiento actual de una persona está en su niñez, se encuentra de modo muy especifico dentro de una franja estrecha de años de la niñez (que, para Freud, son el período edípico ). Es axiomático que los acontecimientos de dichos años, escondidos debajo de la alfombra del inconsciente, se conviertan en una especie de bomba de explosión retardada. Un intento de liberarse de este enfoque dogmáticamente historicista -que con demasiada frecuencia queda atascado en la esterilidad teórica- lo tenemos en el empleo por el critico literario Barry Chabot de técnicas de interpretación textual para realzar las preocupaciones de las memorias de Schreber. Chabot ve acertadamente que detrás de los ejercicios literarios y mecánicos de desciframiento que pueden intentarse con este texto (¿qué representan realmente «Flechsig», o el «sol», o «Dios»?) se repiten ciertas pautas estructurales. Una de ellas es la preocupación por la dialéctica de la dependencia ;, y la independencia. Schreber se representa a sí mismo como esencialmente impotente y acosado por fuerzas más poderosas. Pero, de forma bastante parecida a la mitología griega, no hay una sola fuerza omnipotente que domine los cielos, ni siquiera un choque sencillo entre Dios y Satanás, entre el bien y el mal. Ni siquiera Dios es todopoderoso; la comprensión divina de los actos humanos es imperfecta; de hecho (dice Schreber), Dios no puede aprender de la e:-..-periencia. Los rayos de Dios atacan; pero Dios mismo, obedeciendo una
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especie de ley de la inversa del cuadtado, pierde su fuetza cuanto más se extiende; y asf, incluso cuando extiende su influencia, la prudencia le advierte que se retire. Pero Dios debe intrincarse con Schteber, incluso entrar en él, para regenerar el mundo. Para ello, sin embargo, el propio Schreber debe sucumbir ante otra contradicción y convertirse en una mujer plenamente voluptuosa. No obstante, esa transformación se ve perennemente frustrada por los milagros atormentadores. Con todo, Schreber, aunque perseguido, puede vencerlos por medio de la absorción, es decir, absorbiendo el castigo. Chabot se muestra perceptivo al resaltar las ambigüedades que complican a estas luchas. Representan las confusiones en tomo al medio y la autoridad que experimenta un hombre cuyo cosmos se encuentra en desorden. Muestran los esfuerzos en pos del orden que hace un hombre de la ley, un juez, para quien la voluntad individual o el poder muscular deberían ser sólo contingente en contraste con las aptitudes esenciales de la ley, el orden, la justicia. La verdadera autonomía es un objetivo que puede alcanzarse sólo dentro del marco de un universo armonioso: «Tiene que haber una justicia igualadora». A pesar de todas sus pruebas y tribulaciones, Schreber insiste en que «salgo, aunque no sin amargos sufrimientos y privaciones, victorioso, porque el orden del mundo está de mi parte». No obstante, la lectura de Chabot sigue siendo bastante abstracta, aprisionada en el texto. Lo que ni él ni ningún otro comentarista ha tenido muy en cuenta son las experiencias reales de Schreber en el asilo. Después de pasar tres meses deprimidos dentro, sufrió algún tipo de crisis aguda cuando su esposa se fue de vacaciones, cuando cesó la comunicación con el mundo exterior. Fuera cual fuese la naturaleza de esta crisis, en lo sucesivo se sintió demasiado avergonzado de su estado para ver a la esposa. Durante, como mínimo, los cinco años siguientes vivió de día en día, sumido en un aislamiento extraordinario, pasando días y más días en su propia habitación, puntuados sólo por esporádicos paseos y recreos más o menos solitarios. Las crónicas de la vida en el asilo suelen presentar una subcultura viva de la que forman parte los demás locos y los asistentes. La narración de John Petceval aparece profundamente preocupada por la desorientación y la reorientación hacia los pacientes y los doctores por igual. Clifford Beers nos cuenta explícitamente que recuperó la razón, arrebatándosela a la locura, como resultado de una relación con otro paciente. Y así sucesivamente. Pero la impresión abruma-
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dora que da Schreber es de aislamiento absolutamente desolador. No habla de relaciones estrechas con ningún paciente, asistente o médico. Decir esto no es culpar a nadie. Después de todo, el historial · clínico de Schreber indica que era un paciente difícil, que rugía, era irritable y ensimismado, aunque merece la pena señalar que, al parecer, ninguno de sus doctores tenía la menor idea de que est<1blecer relaci6n con sus «delusiones», o incluso relacionarse estrechamente con él, ofrecía una esperanza terapéutica. Y, por supuesto, cabe decir sencillamente que se hallaba sumergido en la clase de estado esquizofrénico que por fuerza le aislaría de todo contacto humano. Pero hay aquí un grave peligro de sacar conclusiones precipitadas. Freud dice que Schreber se había <~retirado de la gente de su entorno y del mundo exterior en general». Que se hubiese «retirado» era menos obvio que lo que hubiesen «retirado». Sobre todo, es importante no olvidar que los recuerdos más dolorosos y punzantes que el propio Schreber guardaba de sus primeros años en el asilo ~tan de tortura en el «aqui y ahora». Creía que era tratado brutalmente por los asistentes. Experimentaba ingerencias desconcertantes y arbitrarias por parte de los doctores y temía que éstos lo castrasen. Afirma que en una ocasión, sin ceremonias, advertencias ni e."plicaciones, fue sacado por la fuerza de su habitación y encerrado a oscuras en una celda acolchada. Durante dos años y medio tuvo que dormir en una celda acolchada que reservaban para los maníacos. No le habían dado ninguna razón para someterle a tal tratamiento. No sabemos lo que ocurrió objetivamente. Sí sabemos que Schreber experimentó el tratamiento como algo totalmente alienante y desolador. Entre sus sentimientos de desolación se contaba el dolor que le producía ·verse abandonado por sus seres queridos (cuando su esposa le visitó en Sonnenstein, Schreber se llevó una sorpresa, igual que Schumann, pues la creía muerta). Y sentía una soledad sin fin, el tedio que entumece el alma, que la mata, de la persona privada de compañia, de libros, de pluma y papel, de cualquier cosa en que ocupar el cerebro: privada de todo. Adquirió la costumbre de contar números para salvar la mente. En tales circunstancias, ¿qué podía hacer Schreber salvo volverse loco? «Sólo quien conozca bien mis sufrimientos durante los últimos años puede comprender que tales pensamientos forzosamente tenían que nacer en mí.»
Los psiquiatras nos han dado teorias extensas sobre la etiolouJa d,e la enf~rmedad de Schreber, en la infancia, en el inconsciente. Hartamos bten en recordar que la ocasión de tantas de sus «delusiones» podía encontrarse en el presente, todos aquellos años de confinamiento solitario, en los cuales los pensamientos preocuparon de forma tan terrible su mente.
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los pobres y otras a los ricos; algunas cobraban honorarios bajos y otras honorados altos. Lo que las caracterizaba a todas era su naturai:za esencialmente privada. Eran aisladas y secretas, y sus propie- ' tar1os eran absolutos. Hasta 1774 no se promulgaron leyes destinadas a proteger a los pacientes internados en ellas. No es de extrañar que a los manicomios privados los acusaran con frecuencia de actividades poco claras, sobre todo del confinamiento inicuo de personas cuerdas. Daniel Defoe fue u11o de los que ... "·, 9. JOHN PERCEVAL: LA LOCURA CONFINADA alegaron que semejantes manicomios estaban hechos a la medida para esposos que desearan librarse de sus esposas pata poder disfrutar tranquilamente de sus queridas, para padres que quisieran apliEn el capítulo anterior he sugerido que dos de las preocupado- "- . ; car una sacudida breve y fuerte a sus hijas recalcitrantes, etcétera. nes de las autobiografías de los locos en los siglos XVIII y XIX eran, .· · Es indudable que había verdad en tales alegaciones. de una parte, las dudas y delusiones religiosas y, de otra, los tormen- · No es raro, pues, que sean tantas las primeras autobiografías de • tos nacidos de las tensiones profundas en la familia. Ambas ponían «locos» ingleses que lancen un grito de protesta contra el asilo prial descubierto emociones elementales y contradictorias y no es de vado y sus abusos. Dos obras de autores poco conocidos datan de / extrañar que a menudo aparecieran entrelazadas. De forma crecienc~and? se promulgaron las primeras leyes en este sentido y son teste, en el siglo xxx a estas perturbaciones se une una tercera: el trautrmomo aparente de la necesidad de las mismas, pero también de ma de verse confinado en un manicomio. La agitación de encontrarle . que sus supuestas «salvaguardias» resultaban inoperantes. Ambos sentido a la locura se vio intensificada por los terrores de hacer fren- > '.• a?tores afirma? ~ue. estaban perfectamente cuerdos, aunque, a la te a la vida en el asilo. v1sta de sus vmd1cacwnes, no puede sacarse ninguna conclusión deAntes del siglo xvm sólo una pequeña proporción de las persofinitiva al respecto. nas consideradas locas eran encerradas en manicomios. Hasta enton- : . Samuel Bruckshaw era un mercader de Stamford que en 1770 ces había sido mucho más común tomar las medidas apropiadas tuvo una serie de roces con funcionarios de su localidad. Bruckshaw a cada caso. Las personas cuya locura representaba una amenaza se creía víctima de una estafa relacionada con unos títulos de propara sus semejantes o que eran totalmente incapaces de cuidar de sí piedad y que existía una conspiración contra él. Sus enemi, No le ofrecieron ningún simulacro de tratación del estado, y el mayor sector de crecimiento para el confinamiento; los zafios vigilantes se ocupaban simplemente de tenerle a miento de los locos antes del siglo XIX estuvo dentro de la economía buen recaudo. ~a m~yoría de sus cartas eran interceptadas, aunque de mercado, donde creció un «comercio de la locura» cuyo centro ni final recupero la libertad gracias a los buenos oficios de su herera el manicomio privado. Estas instituciones eran dirigidas por doc- .. mano. tares o por hombres sin ninguna formación médica. Algunas eran -~ruckshaw se vindicó a sí mismo en dos panfletos: The case, ~randes y otras eran pequeñas; algunas atendían principalmente ¡¡ ·, petttt01t and address of Samuel Brttckshato, wbo suffered a most se~
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vere imprisonment for very ;zearly a whole ~e;u· (El caso, pet!ción y alocución de Samuel Bruckshaw, que sufr10 un encarcelamiento muy severo durante casi tod? un año) ( 1774 ), y One more pr~of of the iniquitous abuse of prtv~te mr:Jhouses (U~a prueba mas. del abuso inicuo de los manicomiOs privados), pubhcado en el m1smo año. El propósito de los panfletos era conseguir una compensación económica. Pero su interpretación plantea problemas profundos. Porque Bruckshaw se presenta a sí mismo como un inocente corderito que fue llevado al matadero a causa de conspiraciones diabólicas maquinadas por sus conciudadanos. Pese a ello, su tono es, como mfui.mo, quisquilloso, suspicaz y litigio:o. Y aunque afirma su ~m pleta y constante cordura, deja constancia de que durante su enc1erro . . en el asilo oyó voces incorpóreas. Un poco más adelante, William Belcher ofrece una expenenc1a distinta, aunque no menos desconcertante. Belcher estuvo encerrado en un asilo particular de Hackney entre 1778 y 1795, momento en que fue puesto en libertad debido en parte a la intervención del doc· tor Thomas Monto, médico de Bethlem. Belcher afirma qus fue declarado insano por un jurado que ni tan sólo le había visto jamás y luego le habían t~nido encerrado en m~dio de la suci~dad Y la miseria alimentándole a la fuerza y acosandole. El mot1vo de su confina~iento ilegítimo había sido apoderarse de sus propiedades. El argumento esencial de Belcher, que aparece en su Address _to humanity: containitzg a letter to Dr Thomas Mottro, a recerpt to make a lunatic and seize his estate/ and a sketch of a true smiling hyetta (Alocución a la humanidad: conteniendo una carta al doctor Thomas Monro una receta para enloquecer a un hombre y apode· rarse de su pro~iedad; y un boceto de una verdadera hiena sonríen· te) (1796), es que ciertamente estaba cuerdo al ser encerrado por primera vez. No está tan claro si creía que aún lo estaba al salir d~l asilo y escribir el panfleto. Porque, a su modo de ver, la tendencia inevitable -quizá incluso la función- de los manicomios es hacer que los cuerdos se vuelvan locos. Como dijo él, «el comercio de la locura» es «una receta aprobada para volver loco». Tal vez sea revelador que una obra que escribió después, Intellectttal electricity (1798), .constituya una parodia extraordinaria de la metafísica y la ciencia de su época, a veces elevada y sincera, ·otras veces serioburlesca, salpicada de notas a pie de página que confiesan su total y ~omprensible confusión ncerca de lo que escribe..
El confinamiento institucional mismo era a veces foco de la indignación autobiográfica. Pero muy a menudo orientarse en el manicomio estaba totalmente ligado a orientarse en relación con experiencias de pasar por alguna prueba religiosa y alguna desgracia familiar. La persecución religiosa que algunos creían sufrir encontraba extensión y encarnación físicas en el régimen de torturas sistemáticas del asilo; el propio médico de locos se convertía en un demonio. Además, precisamente porque el asilo mismo tenía pretensiones de ser un hogar, una casa pata los locos, dotado de su propia familia sustitutiva -mientras, por supuesto, al mismo tiempo separaba al confinado de su verdadera familia-, el escritor inevitablemente se dedicaba de lleno a la necesidad de hacer juegos de manos con las imágenes dobles del «hogar» en su propia mente. La Sagrada Familia, la familia biológica y la familia terapéutica se empujan unas a otras en las memorias de muchos locos.
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En 1812, cuando John Perceval contaba nueve años, su padre, Spencer Perceval, primer ministro tory en aquel momento, fue asesinado al entrar en la cámara de los comunes. El gobierno no se entretuvo en ahondar mucho en el estado anímico del asesino, un hombre de negocios llamado Bellingham, que a los pocos días fue juzgado y ahorcado. Antes de que transcurrieran dos años, la viuda, es decir, la madre de John, volvió a casarse. Su nuevo marido era un militar, el teniente coronel sir Henry Carr, por lo que ella se convirtió en lady Carr. Los doce hijos de Spencer Perceval vieron sus necesidades cubiertas por el parlamento, que asignó la suma de 50.000 libras para tal fin. Al parecer, pues, crecieron como cualquier otra familia rica de comienzos del siglo xrx. Las convicciones religiosas del padre, que eran extremadamente evangélicas y rabiosamente anticatólicas (hasta los autores que simpatizan con él le califican de fanático) fueron absorbidas por los hijos, en especial pot el hijo mayor, Spencer, y por John, que eta el quinto. John estudió en Harrow, donde uno de sus condiscípulos era lord Shaftesbury, antes de ingresar en el ejército en calidad de oficial. No participó en ningún combate, pero sirvió en Portugal. Joven estricto, serio e incluso grave, no le gustó nada el cóctel de violencia, disipación e indolencia que caracterizaba la vida del soldado v sus i;OPvkdone¡¡ religiosas ¡;hqcaron con su r;thos de caball\!ro ¡;;bte l¡¡
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decencia de la profesión de las armas. Dejó el ejército y en 1830 se matriculó en la Universidad de Oxford. AIH encontró la paz y se sintió aliviado al conocer a otros estudiantes cuya categoría social y ardor evangélico e:an _iguales. a Ic:s suyos. «Conflictos de la mente» acerca de su obedrencra, la smcetldad de su fe y su «elección» divina ya le habían atormentado durante varios años empujándole a someterse a un arduo programa de plegadas, vigilias y ayunos. Mas ahora alcanzó. una sere~i?ad nueva, en particular después de que empezara a expenmentar. vlSlc:n~s Y voces divinas, según parece en respuesta a sus pl.e~arfas prdren~o. a Dios que le orientase. Las dudas sobre la autentKrdad de las v1s1o· nes y las voces se disiparon cuando tuvo ocasió~ de com~robar que ,·· eran verdaderamente «imágenes de lo que sucedta en realtdad». Como es natural, los acontecimientos que a la sazón tenían lugar en Row, cerca de Glasgow, ejercían gran fascinación en u_n hombre como él. En Row, el ministro y sus fieles no sólo experimentaban visiones y voces, sino que hablaban específicamente en lenguas, .al parecer bajo la dirección inmediata del Espíritu Santo. Perceval vrajó a Escoda para verlo con sus propios ojos, pues dudab.a. entre entusiasmo, la suspicacia y la curiosidad, entre un escept1crsn;o eh· tista ante tal pentecostalismo campesino y una esperanza apaswnada de que las manifestaciones fuesen en verdad autént~c~s, de que :am· bién él pudiera convertirse y, de esta manera, rec1b1r la segundad absoluta de salvación que hasta el momento se le babia escapado .. Las experiencias que vivió en Row dejaron a Perceval howbl~ mente dividido. ¿Hablaba realmente el Espíritu Santo por medto de la boca de aquellos don nadies escoceses, empleando una lengua • nintelicrible que a J'uicio de alcrunos, era pura incoherencia, pero 1 ' sonó a griego"' y poseía una rara me1od'ra 1'~·1ca . ? que a "'Perceval le ¿O eran aquellos portavoces simples seres engañados o enganadores? Perceval sintió un deseo· casi incontrolable de mofarse de 1~ que él sospechaba que era una «delusíón condenable», y confeso su tremendo temor de hacer el ridículo. Pero el anhelo de que el Espíritu le llenase, confirmándole así que era uno de los elegidos, fue todavía más fuerte. Pronto también él cantübn en lenguas: «la ..: voz me era dada, pero yo no era su amo; no era más que el instru· .¿; mento}>. A pesar de todo, no disminuyemn sus sospechas at~rmen· .(. tadas de que no se trataba de una «bendición milagrosa»,. smo de ., una «d~lusión», ¡mnc¡ue se recriminó a si mismo por ser «Jngtatol>, ¡".
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Perplejo y atormentado, fue a instalarse en casa de unos amigos de Dublín, donde el tormento sobre la autenticidad de las experiencias espirituales se transformó en una verdadera cacofonía de voces rivales en la cabeza: un «repreguntar interior». Muchas de ellas le instaban a nuevas y supremas pruebas de fe, mientras que otras le reprendían y le acusaban de duplicidad, hipocresía y mala fe. Un encuentro con una prostituta -fue con ella para advertirla de Ios «peligros» de su condición- le contagió la sífilis, otra causa pata sentirse culpable, además de fuente de serios dolores fiskos. Convencido de ser un pecador sin remedio, pronto experimentaría la condenación; las llamas del infierno -los síntomas de la sífilis«consumían mi cuerpo mortal». Vino luego el delirio y en ese estado postrador de tortura física y espiritual, sus amigos le llevaron al médico en diciembre de 18.30. Pasó una quincena atado a la cama, delirando y sufriendo delusiones, atormentado por su «absoluta indignidad» y consumido por <
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imposibles órdenes divinas aumentó todavia más su sensac10n de culpabilidad e ignominia. Transcunidos unos meses, con todo, Perceval empezó a sentirse menos sometido al imperio de estas órdenes procedentes del otro mundo, más capaz de resistirse a ellas. Tal como él veía las cosas, poco a poco su esclavitud de antes dio paso a una duda más sana. Como recordaría más adelante, Perceval, que para entonces ya había reconocido su locura, comprobó gradualmente que iba recobrando la razón. Exigió que le dejaran salir del asilo, ya fuera para regresar con la familia o para someterse a cuidados en alguna institución privada. Porque su experiencia de Brislington era totalmente negativa: de hecho, había llegado a creer que el asilo se encontraba bajo supervisión satánica, que era una especie de materialización de las opresiones espirituales que soportaba en la cabeza. El asilo era inquisitorial, inhumano, degradante. Sin embargo, en lugar de dejarle en libertad, como suplicaba a su familia, fue simplemente trasladado a otro asilo, Ticehurst House, en Sussex, posiblemente el manicomio privado más lujoso del país, dirigido por el doctor Charles Newington. Resultó que Ticehurst era apenas mejor que Brislington. También en él se vio maltratado brutalmente por asistentes de clase baja a los que él consideraba «mozos de labranza» y «payasos»; asimismo, el resentimiento que le causara la traición de su familia se hizo más agudo. No obstante, como ahora era más estable y racio~ . nal, le resultó más fácil afrontar sus problemas y finalmente, tras pasar diez meses en Ticehurst, le dejaron salir. Aunque parezca extraño, poco se sabe de los restantes cuarenta y dos años de su vida (no muríó hasta 1876 ), aunque su riqueza le permitió llevar la vida cómoda propia de un caballero. Contrajo matrimonio antes de que transcurriera un año desde su salida del asilo y tuvo cuatro hijos: buen indicio de que creían que su insania no '. r • era constitucional y había recuperado de forma permanente el equilibrio mental. En el decenio de 1840 ~dedicó su energía a la Alleged < Lunatics' Friend Society (Sociedad de Amigos de los Supuestos Locos), grupo de presión que pretendía proteger los intereses de las personas encetradns impropiamente. L1s diferenchs que smgieron entre él y otros miembros fundadotes -la menor de ellas no era su continuo celo religioso- inducen a pensar que tal vez siguió siendo una persona difícil, pero no hay nin~una prueba de gue se reprod~1· jeran lo;; trastornos !U(!nt¡¡l~s, ~
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La fama de Perceval se apoya principalmente en que contó por escrito los recuerdos de su trastorno mental y confinamiento. Se publicaron en dos volúmenes en 1838 y 1840 con el título de A narrative of the treatmwt experie;zced by a gentleman during a state of mental derangement (Narración del tratamiento experímentado por un caballero durante un estado de trastorno mental). El subtítulo revelaba el doble propósito de la obra: Designed to explain the causes and the nature of insmzity, and to expose the injudicious cotzduct pursued towards many unfortzmate sufferers under that calamity (Destinada a explicar las causas y la naturaleza de la insania, y a denunciar la conducta poco juiciosa que se sigue para con muchos enfermos que padecen esa calamidad). Asimismo, huelga decirlo, la obra cumplía muchas otras funciones subrepticias para Perceval. Era el medio de vengarse del doctor Fox, del doctor Newington y de la cofradía de los psiquiatras, así como de miembros de su familia, especialmente de su hermano mayor, Spencer, y, de modo más oblicuo, de su madre. Era, además, su propia autobiografía espiritual y rectificaba su relación con Dios, con la nación y, a decir verdad, consigo mismo. A diferencia de muchos reformadores de la locura tales como Alexander Cruden, Richard Paternoster o Louise Lowe, pero situado centralmente en la tradición de la apología religiosa, Perceval confesaba que verdaderamente había estado loco, que había padecido una insania religiosa compuesta de pecado y tentación satánica. Pero ahora había recobrado la razón. En conjunto, la experiencia de la insania había sido una prueba divina que él había superado con éxito. La locura había resultado una experiencia literalmente saludable. ¿Qué significó para Perceval estar loco? No sabemos con certeza lo que pasaba por su cerebro durante el período de trastornos mentales y de encierro en los asilos, pues no llevó ningún diario en aquellos momentos y seguramente el libro lo escribió vatios años después de ocurrir los hechos. Por consiguiente, la perspectiva del tiempo influye en su crónica. Sobre todo, ésta aparece como el diario de alguien que hizo un viaje hacia el interior de lo desconocido y que luego encontró por fin el camino, lo que ahora le permitía mirar hacia atrás y puntear .el rumbo que siguió. En la Narrative -que pretende ser obra de un hombre que ahora está cuerdo- quizá se detecta todavia cierto tufillo de delusión. De todos modos, puede que se trate en verdad de un registro
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fiel de la conciencia de Perceval durante su acceso de locura. Porque en ella publica Perceval largos extractos. de la correspondencia que cruzó con la familia durante su confinanu.ento, cuyo tono y contenido concuerdan con su crónica retrospectiva. Por otro lado, la Narrative es verdaderamente narrativa en su mayor parte. Aunque distanciado de los hechos por, quizá, cinco años; Perceval se abst~ene de presentarle al lector una serie de interpretaciones retrospectr;as intencionadas de los significados de aquellos hechos que le hab1~n desconcertado de forma devastadora en 1832 o 18.3.3. Al contrarto, el libro transmite el desconcierto permanente que en él despertaban las tribulaciones sufridas, sus causas y el carácter exacto de sus visiones. Deja constancia de sus sueños, pero rarame.nt~ los interpreta para nosotros o los encierra en un marco de s1g?ificado~ .secuenciales que se despliegan. En una reveladora nota a pre de pagma nos dice que «temo que la muerte de m~ pobre padre fue la raí: d.e todos mis infortunios ... [pero] TODAVIA no comprendo su perdida». La franqueza justifica la sospecha de que en 1838 el cerebro de Perceval no pensaba de modo totalmente distinto de como pensara en 18.32. Sería tentador, y sin duda iluminador, ofrecer diagnósticos retrospectivos de la dolencia de Perceval basándose en su Natratíve y examinándola desde los puntos de vista de las teorías modernas. Hasta cierto punto, ya se ha hecho. Gregory Bateson publicó recientemente una edición abreviada de los escritos de Perceval con el subtítulo de A patient's accou1tt of bis psychosis, en la que habla con confianza del estado de «esquizofrenia» por el que pasó Perceval y que fue provocado (piensa Bateson) por los «dilemas» que constantemente le creaba su situación familiar. Pero el trasfondo familiar del propio Perceval parece hecho a la medida para el análisis freudiano: un padre asesinado cuando su hijo no era más que un niño; una madre que volvió a casarse rápidamente, pero que siguió siendo claramente el foco del amor Y. las lealtades de su hijo soltero, incluso cuando éste contaba tremta años de edad; un hijo que continuaba viendo el fantasma del pa~r: en todas partes, que probó seguir la profesión de su padrastro tmh· tar, pero la abandonó para volver a la religión de su pad~e verdadero. Los ecos edípicos -de hecho, específicamente «hamletianos».son fuertes, aunque no se hallan presentes en el consciente del propio Perceval. Sí reconoce, empero, la delusíón de no ser el hijo de
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sus «supuestos» padres, sino que su padre lo había adoptado de una mujer de Bdstol llamada Robinson, sabiendo que «fui designado para ser heraldo de la segunda venida del Señor, desde mi concepción». El freudiano también podría sugerir que nos encontramos ante un caso de la dialéctica entre la paranoia y la homosexualidad que Freud describió en el caso de Daniel Schreber. Perceval nos proporciona tal vez algunas pruebas explicitas de impulsos homosexuales inconscientes. Recuerda un sueño que transcurría en Portugal y en el que robaba en un monasterio, asesinaba a un vicario y en compañía de unos monjes había «disfrutado de sus lujurias antinaturales». De este sueño no ofrece ninguna interpretación. Admiraba abiertamente la forma masculina y luchaba a menudo con hombres jóvenes en el asilo. Cabe que, sin darse cuenta, el texto de Perceval revele semejantes deseos, pero no hay ningún indicio de que fuera consciente de ellos. Llena de confesiones, excusas, vindicaciones de sí mismo y racionalizaciones, y saturada de un sentimiento de culpabilidad, amenaza y castigo, la Narrative aporta pruebas abundantes de un mundo rabioso de deseos inconscientes más allá de la franqueza consciente de sus propias profesiones de inocencia. De modo paralelo, un seguidor de la psiquiatría evolutiva de Erik Erikson bien podría optar por, poner de relieve la «crisis de identidad» por la que pasó «el joven Perceval». Tener por padre a un primer ministro asesinado debió de ser un condicionante difícil de superar. Asimismo, es claro que a Perceval le resultó difícil el papel de hijo menor, y si leemos entre las líneas de la Narrative, veremos que su condición de hijo menor y subordinado en la familia le hizo acreedor de numerosas «reprimendas», < y «humillaciones» por «desobediencia» y «crueldad». Llegó casi a los treinta años sin haber establecido firmemente una vida propia. Su cartera militar había fracasado, a diferencia de la de su hermano menor; en esa fase tan tardía justo empezaba a ser estudiante; no acababa de decidirse a ordenarse ministro del Señor: y, como él mismo señaló con tristeza, aún no tenía esposa. Sin embargo, es seguro que se habían esperado grandes cosas de él, y él mismo dice con franqueza que durante mucho tiempo albergó esperanzas de ser un «profeta del Señor». Sus fantasías de loco hablan con elocuencia de su propia importancia. Recorría a grandes zancadas los jardines del asilo gritando «Soy la esperanza perdida de una noble familia ; .. SoY el redi-
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mido de los redimidos del Señor». En una ocasión se sinti6 seguro de que su padre muerto y una hermana también .fallecida ~abían intercedido providencialmente por él y que sus amtgos y panentes «me habían defendido de la violencia de la chusma sacrüicando sus propias vidas». Por supuesto, el efecto final de estas fantasías sobre la pr~pia importancia es autopunitivo: él es la causa de que los otros pactentes del asilo padezcan locura, de que se hundan barcos y mueran todos sus tripulantes, de que una epidemia de cólera se haya declarado en Inglaterra en 1832. Nadie más es tan perverso, tan culpable, tan merecedor de castigo como él. En una frase que se hace eco de los temores de \Villiam Cowper, él solo debe ser «condenado eternamente». Pero la voz del autor de la Narrative también hace pensar en un hombre que tiene grabado en el ánimo el senti~o. ~e su misión y de sus dones, un hombre que alberga una conv1cc1on fuerte pero muy vulnerable de su propia superioridad social y personal, pero que, a pesar de ello, sigue sinti~ndose ater:a~oramen:e inseo-uro de las direcciones exactas de su desuno. El sentmuento mas aoudo de Perceval en el per.íodo 1832-1834 era de desorientación v~rtiginosa y su instinto le empujaba a volverse hacia su familia . . , . para que le culpara, perdonase y orientara. Sería provechoso seguir estos y otros enfoques ps1codmam1cos paralelos. Pero resulta igualmente iluminador investigar lo que l,a pérdida de la razón significó conscientemente para Perceval. ¿Cuál creía él que era la naturaleza de su insania? ¿Cuál era la causa de su caída? ¿Cómo y por qué se hab.ía recuperado? ¿Cómo le ~abían tratado? ¿En qué medida estaban bien fundamentadas las actttudes de la sociedad ante la insania? Examinaré estos interrogantes a continuación. Para ello me valdré principalmente de ideas que son muy explícitas en la crónica de Perceval, contextualizadas en contraste con las creencias y valores explícitos de su tiempo. Para Perceval, la insania era ante todo la pérdida de la razón, o la razón abrumada por la imaginación. Es claro que al hacer esta imputación Perceval se inspiraba en una forma dominante de concebir la cordura y la locura siguiendo las tradiciones principales de la filosofía y la medicina. Sigue sin estar claro hasta qué punto era consciente --en 18.32 o 1838- de escritos específicos sobre la insania. Su texto nos lo muestra como un hombre que había leído un poco, que estaba familiarizado, por ejemplo, con la filosofía de
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Berkeley: nos dice gue el inmaterialismo de Berkeley corroboraba su creencia en los espíritus. Pese a ello, es notable la ausencia total de referencias a obras psiquiátricas. Petceval no muestra ninguna inclinación a atribuir su dolencia a alguna enfermedad corporal como causa fundamental. Hay que reconocer, con todo, que arguye que algunas de sus «experiencias» -sus sensaciones físicas del fuego del infierno, por ejemplo- que al principio consideraba espirituales eran, pensándolo bien, fruto de la «excitación nerviosa», provocada por el «dolor corporal», seguramente la sífilis. También conjetura que su extraña forma de ver a otros pacientes durante su estancia en Brislington se debía a algún defecto del ojo, y que las impresiones que se desvanecían en la retina podían ofrecer una explicación fisiológica de otras visiones. Sin embargo, desde el punto de vista práctico, su insania fue el descenso del consciente hacia un caos profundo. Petceval parece creer en la realidad literal del diablo, y consideraba que las tentaciones diabólicas contribuían a sus confusiones mentales. Pero, a diferencia de hombres como George Trosse que anteriormente habían vivido crisis espirituales comparables Perceval . ' no opma que su trastor110 sea un caso de posesión diabólica. Por consiguiente, no recurre al exorcismo ni a sus equivalentes. Desde luego, los clérigos serían más apropiados que los cirujanos y los médicos en lo que se refiere a atender a los locos; pero, según explica Perceval, se trata principalmente de una cuestión de rano-o social. Los clérigos anglicanos son caballeros y tratarían a los enf;rmos de igual a igual. No cabe decir lo mismo de los simples médicos. Puede que no equivaliera a un caso de posesión, pero en el nivel más alto Perceval consideraba que la pérdida de la razón era un proceso religioso: «mi mente sufrió trastornos debido a un estudio excesivo de la religión». Desde el punto de vista trascendental, fue una prueba divina, permitida o dirigida providencialmente. Perceval conocía lo que decía el Deuteronomio {28, 28): «Jehová te herirá con locura, y con ceguedad, y con pasmo de corazón». Aunque Perceval acabó mostrándose escéptico acerca de la realidad de la mayoría de sus «voces» y «visiones», rechazándolas desdeñosamente pot considerarlas delusiones, continuó pensando que estas ((delusiones» las había implantado Dios por sus propios y elevados motivos. Al escribir en 18.38, Perceval no cree que el concepto de las sendas misteriosas, incluso desconcertantes, de la Providencia 16.- PORTER
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. , 'l En ese sentido, uno de sus objeti: sea inherentemente mverosl~·Í·d d si así puedo llamarla, de mt vos era vindicar «la razon~b: 1 a t'a peregrinación espiritual no era
· locura». Ta1 como e'1 1a perc1 d d1a ' es do que proclamaba 1a prtma. , d cabella a e un ere . o una ab erra~t?n es . . r dad del alma y las libres acctones pr · cía del espmtu, la mmatena 1 de ello ocupaba un lugar cenvidenciales del Espíritu Santo; en vez ' . d' 'blemente había provocado la «ruina , . tral en el mismo. No obstante, lo que tn tscuu d . d 1830 era el problema · · i 5 del ecen10 e t nte piadoso: cómo conocer de su mente» a pru1clp o horrible que se le planteaba al fr~;; <~falso celo», de la hipocresía, la verdad religiosa, cómo separdr terror puro y simple. ¿Cómo podía . f era viva y vivificante, de la vanidad y del orgullo, o e un creyente saber de verdad si :~ p:~p~~ c~razón? ¿Y cómo podía aquilatar de verdad el metaldde D' p p la medida en que pudiera saber cuál era la vol~nta~ \ov~o;~n~i~s concretas, por medio, de manifestarse por medto e de sueños y testimonios? ¿Como señales y llamadas' por me . ? La senda era peligrosa. A un lado podía estar seguro de ladsallvacto~d d y la presunción; en el otro, los 1 pecados e a vanl a , . aceehab an os . . 1 f lta de confianza en sl mtsmo. . males de la desobedtencta y a ali . moderado latitudinano y ' . n que el ang can1smo Estab a muy b te 'd 1 postrimerías del siglo xvn, que d' había nac1 o en as se acamo da l:o, que La racionalidad del cristimtismo y que Locke habta expresado en d Ch b * descartara estos temores por . había convertt'do en la «Broa . urc E ·t»,ba muy bien que 1a me d'tema . cons1'derar1os demasiado precisos.. s a n manifestaciones ma1sanas considerase que tales preocupalcronesbera d ~
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~' Literalmente dglesla amplta». ef
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estuvieron en Oxford al mismo tiempo que Perceval- se sumirían en profundas crisis, sufrimientos y depresiones a causa de su aparente incapacidad de resolver estos problemas. En este sentido, como · en muchos ottos, las experiencias de Perceval fueron en esencia de la misma clase que las de su época, sólo que más agudas, más personales. En su Ntrrrative, Perceval sostenía que había caído en la locura porque estos dificilísimos dilemas religiosos oprimían su mente. Sabía que necesitaba una fe salvadora. No estaba seguro de poseerla. Escudriñaba implacablemente su alma. Tenía la esperanza de que las visiones y las voces le señalarían la prueba. Pero, ¿y si resultaban ser «falso celo» y nada más? Nunca podía estar seguro de si sus propias experiencias eran delusiones provocadas por su propia voluntad de creer; y, por consiguiente, las dudas le atormentaban aún más. Y lo que era peor, las voces que sonaban en su «cabeza de fuego» le daban múltiples órdenes que se contradecían totalmente unas a otras. Muchas de ellas sabían a blasfemia. Por ejemplo, recibía orden de matarse en persona -por ejemplo, asfixiándose con ]a almohada-, para que, por medio del sacrificio, pudiera resucitar luego como ser puramente espirituaL Lo intentó noche tras noche, fracasó y ello le hizo sentirse todavía más angustiado, lleno de remordimiento y desobediente, hijo de la ingratitud. «Gruñía y forcejeaba, y detestaba y odiaba y aborrecía mi propia alma.» Sus voces engendraron así en él «Un sentido degradante, dirigido contra sí mismo, de torpeza moral, a partir de acusaciones de crímenes que nunca había cometido». Sin embargo, no creer, no responder a tales voces, era sin duda señal de falta de fe y de «burlarse» del mundo espiritual. También significaba negar principios fundamentales de su testimonio como evangélico: la creencia en la maldad radical del hombre, en las tretas y tentaciones del Tentador, y en la imposibilidad de eludir los dilemas espirituales en este mundo caído de duplicidad e hipocresía. La ocasión primaria de la pérdida de la razón por parte de Perceval era, pues, la total incapacidad de alinear su propia vida cotidiana con la cacofonía de órdenes espirituales que llenaban su cabeza. A consecuencia de ello, acabó considerándose un desgraciado condenado e indeciblemente afligido. A diferencia de algunos, Perceval se encontró con que no podía dar sencillamente, de una vez para
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siempre, un salto de fe; tampoco le era posible vivi_r a ~usto con la relación entre su crisis religiosa y los problemas con su familia? duda (como sí podían vivir las personas que los v1ctorranos gustaLa respuesta no es sencilla. Ciertamente, Percevai pudo comprohat ban de llamar «los que dudan honradamente>>). De hecho, Perceval que la fe de ciertos miembros de su familia -en particular de su no empezó a recobrar la cordura hasta que finalmente consiguió forhermano mayor, Spencer- eran paparruchas, llenas de profesiones talecerse contra el mundo de los espíritus que le acosaban y aceptó de amor y de fe, pero en realidad pura hipocresía, una mera «másque vivir en estado de duda -siguiendo el prec~pto de Donne de cara de cristianismo». John decía que Ia seguridad religiosa de perso«dudar sabiamente»- no era por fuerza «pecammoso». nas como su hermano era «delusión»: «los indignos se presentan Hoy día nos parecería natural «leer» el pandemónium de voces como los servidores más fieles de Dios». que sonaban en la cabeza de Perceval teniendo er; cu_enta sus exp:Con el tiempo, llegó a ver esta duplicidad en toda su familia: riencias familiares. Después de todo, su padre habra s1do un evangeera al?o análogo a la santurrona ocultación del egoísmo y la indilice convencido, empapado en los escritos proféticos de la Biblia. ferencia que encontramos en las páginas de El camino de todos, de John Perceval creció en el seno de una familia que debía de conceSamuel Butler. La suya era una familia que hada profesiones insinder mucho valor al examen de conciencia como preludio de una recceras y zalameras de amor, piedad, intetés, atención; profesiones titud férrea. Y de modo más general, hoy supondríamos que las que, de hecho, elevaban la santidad de la familia misma. Pero su voces que oía Perceval eran el eco de las órdenes y prohibicione~, familia lo hacía de un modo que en el John Perceval loco creaba de las demandas y negativas, de las promesas y amenazas, que habm insoportables tensiones emocionales y conflictos de lealtades. Siemoído de labios de sus padres y de sus hermanos y hermanas mayo- :;. pre .1~ estaban diciendo, en cartas que recibía en el asilo, que su res. Tal como ha documentado Ford K. Brown, las memorias y nof~mllta se pr~ocupaba mucho por él y que él debía mostrarles gravelas de la época nos describen la gran tensión de la formación titud a cambto. Con todo, nunca era lo suficientemente agradecido moral de la familia evangélica de principios del siglo XIX, que a y, por lo ~a.nto, le regañaban de forma constante. Además, el papel fuerza de repetición inculcaba la rectitud a sus hijos. Sed buenos. de la familta como proveedora de amor le daba automáticamente Eso está muy mal. Haced lo que está bien. Mostrad gratitud. H~ced derecho a mandarle. Cuando contaba ya treinta años su madre selo que os digo. Haced lo que os ordenen (aunque, con demastada guía llamándole ~
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o cuádruples»? No hay duda de que le tenía amargamente perplejo (¡también a nosotros nos confunde!). Significaba para él que padecía una delusión, una aberración mental. En una fase posterior, como indicaré, Perceval logró encontrarle cierto sentido a esta confusión babélica de nombres y lenguas. Pero nunca se sintió empujado a especular de qué modo su propia crisis religiosa podía ser emblemática de sus problemas familiares. Perceval creía que su insania era resultado del terror religioso y que el comportamiento de su familia la había exacerbado. Pero la verdadera causa de la tremenda seriedad y de la prolongación de su dolencia era el tratamiento médico-psiquiátrico que había recibido. Perceval condenó sin ninguna ambigüedad, juzgándola intrí.h- '( secamente contraproducente, la filosofía misma de internat a los locos en asilos. Metía al loco entre «extraños» precisamente cuando necesitaba estar con sus semejantes en un entorno conocido. Lo apartaba de su familia. Lo ponía bajo el cuidado de un doctor desconocido, en vez de ser atendido por profesionales a los que conocía bien: su médico o clérigo regular. Le dejaba en medio de otros locos, los cuales, si estaban verdaderamente locos, sin duda debían de ser las personas menos capaces de sostener la mente de alguien que acababa de sufrir un golpe terrible. Precisamente en el momento en que una persona necesitaba que le levantaran la moral, de pronto !a ponían en una situación que debía de «degradarla en su propia estima». Pero no sólo estaba mal concebida toda la idea del confinamiento institucional, sino que, además, las condiciones específicas de la vida en el asilo inevitablemente debían de dificultar la recuperación del loco. Los locos eran condenados a perder su intimidad, precisamente cuando se sentían demasiado avergonzados para tener compañía. Era casi inevitable que, reunidos en las salas del asilo, se vieran sometidos a un régimen de inactividad forzosa, precisamente cuando necesitaban tener el cerebro ocupado y estimulado. En las salas apenas habfa libres, escasas distracciones y ningún trabajo que hacer. De esta manera lo único que se conseguía era que las delusiones arraigaran. Los pacientes eran encerrados como cosa normal en sus habitaciones, acostados, o les ponían camisas de fuerza o algún otro sistema mecánico de inmovilizarlos. Todo esto era de todo punto contraproducente. Porgue, como relató Perceval basándose en su propia experiencia, el confinamiento provocaba el espíritu de resistencia y fomentaba la desobediencia. ¿Cómo era posible que perso-
nas supuestamente cuerdas no se percatasen de la estupidez del )'
sistema? Atad a un joven de miembros, mente e imaginación activos en la cama, de pies y manos, durante una semana, empapadle de medicinas, aguachirles, clisteres; cuando esté reducido al extremo de debilidad nerviosa y su perturbación haya quedado bien confirmada, tenedlo esposado durante veinticuatro horas en el camarote de un barco; Juego, durante todo un año tenedle encerrado de las seis de la mañana a las ocho de la tarde, sin prestar atención a sus hábitos anteriores, en una habitación llena de extraños, desvariando, ruidosos, peleones, repugnantes, locos; no le deis ninguna medicina tónica, ningún tratamiento o atención peculiar, dejadle en manos de un criado vulgar y corriente, que ora le cepilla la ropa, barre los suelos, sirve la mesa, ora es su compañero fuera del edificio, ora su compañero de alcoba; ora le arroja al suelo, arrodillándose sobre él, golpeándole en todas estas circunstancias acongojantes y desconcertantes; privadle de toda conversación con sus superiores, toda comunicación con sus amigos, toda percepción de los motivos de éstos, ¡toda impresión de sociedad cuerda y de buena conducta! Sorprenderle en todas las ocasiones, no dejéis nunca de hostigarle noche y día, ni en las comidas; tanto si lo desangráis hasta morir como si le cortáis el pelo, mostrad el mismo desprecio absoluto por su voluntad o inclinación; haced cuanto esté en vuestra mano por aplastar todo germen de respeto a sí mismo que aún pueda permanecer o nacer en su pecho; esposadle como esposaríais a un : felón; exponedle al ridículo, y no le deis ninguna oportunidad de retirarse o de reflexionar sobre sí mismo; ¿y qué os cabe esperar? ¿Y de quién sois agentes: de Dios o de Satanás? ¿Y qué bien podéis atreveros razonablemente a esperar? ¿Y en beneficio de quién obráis en realidad? Dicho de otra manera, el gran mal de la vida en el asilo era que que su régimen estaba cortado a la medida, no de las necesidades de los pacientes, sino en su totalidad de la conveniencia del propietario y su personal. Las necesidades y la voluntad de los locos no contaban para nada. Nadie se había puesto en el lugar del loco. Perceval recalcó gue al ingresar en el asilo sufría la delusión de que su propia voluntad no contaba para nada, de que le poseían fuerzas que él no podía dominar. En este sentido, el asilo hizo que la terrible delusión se convirtiera en realidad. Porque d paciente nunca era
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hiciera objeto su propia familia. Él amaba a su familia «casi con apego romántico». Pero la indiferencia que mostraron con él le convenció de que era víctima de la hipocresía familiar: «haber sido tan querido, o tan engañado por la apariencia de amor de mi familia, y encontrarme tan abandonado». Fue una traición que repetía experiencias anteriores. Al fin y al cabo, según nos dice, su antiguo héroe, el duque de Wellington, había traicionado al protestantismo -la fe de su padre- al introducir la emancipación de los católicos, y apoyar la reforma parlamentaria era otra traición. Las acusaciones que en su Narrative lanza John contra «el pecado» de su hermano Spencer y de su madre son extraordinariamente amargas y vitdólicas, la bilis de un hombre que no puede superar la sensación de haber sido traicionado. A pesar de todo, seguía creyendo que en el fondo, aunque le costaba comprenderlo, la culpa debía de ser suya: «Me acuso a mí mismo». No hay ningún indicio, empero, de que Perceval atribuyera realmente su insania a las experiencias de la infancia o la niñez con su familia y a lo que Bateson llamaría los «dilemas» que le atenazaban. En este punto de vista concordaba con la opinión predominante en su tiempo, tanto jurídica como psiquiátrica. Los médicos, por supuesto, sabían que los problemas y las tensiones familiares eran con frecuencia la causa de la insania o la depresión: un marido tiránico o borracho, por ejemplo, o la muerte del cónyuge. Pero los contemporáneos de Perceval no vefan los trastornos como fruto de la incapacidad de los niños pequeños de hacer frente a ]as exigencias emocionales encontradas y desconcertantes que sus padres les hadan, y menos todavía de los deseos infantiles. Los documentos de los asilos indican que, en los casos de adolescentes y adultos jóvenes confinados por sus padres, el problema fundamental era considerado invariablemente como alguna falta moral, desobediencia y rebelión por parte del joven. No obstante, Perceval sí vinculaba explícitamente la familia y la religión de un modo bastante complicado e intrigante. Como es natural, en el asilo de Brislington trabó conocinliento con el doctor Fox, propietario de la institución, con los hijos del mismo y con el personal. Se sintió empujado a superponer la identidad de familiares suyos a estas personas. Así, a veces identificaba a una doncella particularmente bonita, una tal Louise, con una de sus propias hermanas; al odiado hijo del doctor Fox lo veía como su hermano
mayor. Otras veces consideraba al mismo doctor Fox como su padre . («Le llamaba mi padre»). A veces, con todo, el padre era uno de los dos ayudantes, ambos entrados en años. Uno de ellos, llamado Honesty, «me acostaba . . . y me daba un beso en la frente, diciendo "Dios te bendiga"». En otras ocasiones veía a su padre encarnado por ciertos compañeros de confinamiento. En una etapa anterior había tenido una visión de «mi padre inclinándose y llorando ... [tenía] una barba larga, blanca y ondeante»: es claro que Perceval veía a su padre como uno de los profetas cuyos escritos había estudiado tan religiosamente. Ahora sus espíritus le decían que determinado sirviente era su padre, «resucitado de entre los muertos, con el fin, si ello era posible, de ayudar en la salvación de mi alma». Creía que la esposa del ayudante Marshall, o el ama de llaves, era su madre. De hecho, al principio, cuando veía las caras de sus parientes en el personal del asilo, sus voces le decían que su propia mala conducta había empobrecido a su familia hasta el extremo de que tenían que trabajar en el asilo (más motivo para sentirse culpable). Sin embargo, cuando no reconocía a sus familiares en el asilo, sus espíritus le acusaban de más ingratitud todavía. Al mismo tiempo, estos personajes asumían también la identidad · de la propia Deidad o de las tres personas de la Trinidad. Había un sirviente cuyo nombre verdadero era Zachary Gibbs a veces y Samuel Hobbs en otras ocasiones: Perceval lo rebautizó con el nombre de Herminet Herber y lo identificó con Jesús (Samuel Hobbs =S. H. = Salvalor Hombzum ). Perceval creía que en otro tiempo dicho hombre había sido uno de los sirvientes de su madre. A Marshall lo rebautizó con el nombre de Herminet Herbert Scott. Le dio un atributo espiritual: la sinceridad. Perceval creía que era uno de los críados de su padre. El sirviente Poole recibió el nombre de Herminet Herbert el Simple y asumió la forma de Dios Todopoderoso; otro se convirtió en el Espíritu Santo o Matatodo: un loco Ilamado Waldony era Jehová Nuestro Señor o la Bene~olencia. Por medio de estos pasos complejos, la Sagrada Familia, la familia natural del propio Perceval y la familia sustitutiva, que era como el doctor Fox veía el asilo, se fundieron en un solo sistema -aunque era un sistema cambiante y desconcettante- en el cerebro de Perceval. Éste decía de todas que eran «manifestaciones de la Ttinidad». ¿Qué significaba para Perceval este sistema de «personas triples
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o cuádruples»? No hay duda de que le tenía amargamente perplejo (¡también a nosotros nos confunde!). Significaba para él que padecía una delusión, una aberrncíón mental. En una fase posterior, como indicaré, Percevallogró encontrarle cierto sentido a esta confusión babélica de nombres y lenguas. Pero nunca se sintió empujado a especular de qué modo su propia crisis religiosa podía ser emblemática de sus problemas familiares. Perceval creía que su insania era resultado del terror religioso y que el comportamiento de su familia la había exacerbado. Pero la verdadera causa de la tremenda seriedad y de la prolongación de su dolencia era el tratamiento médico-psiquiátrico que había recibido. Perceval condenó sin ninguna ambigüedad, juzgándola intríh- "< secamente contraproducente, la filosofía misma de internar a los locos en asilos. Metía al loco entre «extraños» precisamente cuando necesitaba estar con sus semejantes en un entorno conocido. Lo apartaba de su familia. Lo ponía bajo el cuidado de un doctor desconocido, en vez de ser atendido por profesionales a los que conocía bien: su médico o clérigo regular. Le dejaba en medio de otros locos, los cuales, sí estaban verdaderamente locos, sin duda debían de ser las personas menos capaces de sostener la mente de alguien que acababa de sufrir un golpe terrible. Precisamente en el momento en que una persona necesitaba que le levantaran la moral, de pronto la ponían en una situación que debía de «degradarla en su propia estima». Pero no sólo estaba mal concebida toda la idea del confinamiento institucional, sino que, además, las condiciones especificas de la vida en el asilo inevitablemente debían de dificultar la recuperación del loco. Los locos eran condenados a perder su intimidad, precisamente cuando se sentían demasiado avergonzados para tener compañía. Era casi inevitable que, reunidos en las salas del asilo, se vieran sometidos a un régimen de inactividad forzosa, precisamente cuando necesitaban tener el cerebro ocupado y estimulado. En las salas apenas había libros, escasas distracciones y ningún trabajo que hacer. De esta manera lo único que se conseguía era que las delusiones arraigaran. Los pacientes eran encerrados como cosa normal en sus habitaciones, acostados, o les ponían camisas de fuerza o algún otro sistema mecánico de inmovilizarlos. Todo esto era de todo pnnto contraproducente. Porque, como relató Percevnl basándose en su propia experiencia, el confinamiento provocaba el espíritu de resistencia y fomentaba la desobediencia. ¿Cómo era posible que persa-
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nas supuestamente cuerdas no se percatasen de la estupidez del ., sistema? / Atad a un joven de miembros, mente e imaginación activos en la cama, de pies y manos, durante una semana, empapadle de medicinas, aguachirles, clisteres; cuando esté reducido al extremo de debilidad nerviosa y su perturbación haya quedado bien confirmada, tenedlo esposado durante veinticuatro horas en el camarote de un barco; luego, durante todo un año tenedle encerrado de las seis de la mañana a las ocho de la tarde, sin prestar atención a sus hábitos anteriores, en una habitación llena de extraños, desvariando, ruidosos, peleones, repugnantes, locos; no le deis ninguna medicina tónica, ningún tratamiento o atención peculiar, dejadle en manos de un criado vulgar y corriente, que ora le cepilla la ropa, barre los suelos, sirve la mesa, ora es su compañero fuera del edificio, ora su compañero de alcoba; ora le arroja al suelo, arrodillándose sobre él, golpeándole en todas estas circunstancias acongojantes y desconcertantes; privadle de toda conversación con sus superiores, toda comunicación con sus amigos, toda percepción de los motivos de éstos, ¡toda impresión de sociedad cuerda y de buena conducta! Sorprenderle en todas las ocasiones, no dejéis nunca de hostigarle noche y día, ni en las comidas; tanto si lo desangráis hasta morir como si le cortáis el pelo, mostrad el mismo desprecio absoluto por su voluntad o inclinación; haced cuanto esté en vuestra mano por aplastar todo germen de respeto a sí mismo que aún pueda permanecer o nacer en su pecho; esposadle como esposaríais a un felón; exponedle al ridículo, y no le deis ninguna oportunidad de retirarse o de reflexionar sobre sí mismo; ¿y qué os cabe esperar? ¿Y de quién sois agentes: de Dios o de Satanás? ¿Y qué bien podéis atreveros razonablemente a esperar? ¿Y en beneficio de quién obráis en realidad? Dicho de otra manera, el gran mal de la vida en el asilo era que que su régimen estaba cortado a la medida, no de las necesidades de los pacientes, sino en su totalidad de la conveniencia del propietario y su personal. Las necesidades y la voluntad de los locos no contaban para nada. Nadie se había puesto en el lugar del loco. Perceval recalcó que al ingresar en el asilo sufría la delusi6n de que su propia voluntad no contaba para nada, de que le poseían fuerzas que él no podía dominar. En este sentido, el asilo hizo que la terrible delusión se convirtiera en realidad. Porque el paciente nunca era
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tratado como a un ser humano poseedor de su propia mente. Se le trataba como cualquier cosa menos como a un hombre: como a un niño, un sordomudo, un animal, o <
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Los hombres actuaban como si mi cuerpo, mi alma y mi espíritu hubieran sido entregados a su control, para que perpetrasen en ellos sus daños y disparates. Mi silencio, supongo, les dio permiso. Quiero decir que nunca me dijeron que íbamos a hacer tal o cual cosa; creemos aconsejable administrar tal o cual medicina, de esta o aquella manera; nunca me preguntaron: ¿Quieres algo? ¿Deseas algo? ¿Prefieres algo? ¿Tienes alguna objeción a esto o agudlo? En conjunto «ya no podía actuar libremente, sino que me encontraba bajo el control de seres más esclarecidos». En pocas palabras «Estaba brutalizado». En el aspecto programático el asilo insistía en tratar al paciente ~ 1 como a un niño (¡cómo se parecía a· la familia!). La idea de una analogía entre los niños pequeños y los locos había pasado a ser ortodoxa durante el siglo anterior. Desde que John Locke arguyera que la esencia de la insania residía en el error mental, señalar la similitud entre la de1usión intelectual y los errores de aprendizaje de los niños constituía una estrategia atractiva, debido a su potencial optimista; una persona loca podia recuperarse, del mismo modo que un niño aprendía gradualmente a pensar de forma apropiada. Pioneros de formas más humanitarias de tratar a los locos, tales como los Tuke en su Retiro de York, habían proclamado de forma bien clara la idea de que el cuidado apropiado de los locos era análogo al buen cuidado de los niños. > Las opiniones de Perceval sobre semejantes identificaciones con el niño eran muy complejas, y no en menor medida por el hecho de aceptar el punto de vista bíblico según el cual en los niños estaba Ia sabiduría: «un niño o un tonto puede hablar con sabidutía». A decir verdad, Perceval suplicaba a sus lectores que «prestaran oídos de niño». Estaba dispuesto a admitir que en su estado de insania había sido reducido a una «imbecilidad infantil». Pero le molestaba ' · muchísimo la forma en que el sistema terapéutico adoptado por el doctor Fox infantilizaba a los locos, como si no tuvieran voluntad propia y ni pizca de entendimiento: «se tomaban medidas, pero mm-
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ca se me daban razones». El sistema perpetuaba la confusión en vez de disiparla. Porque, según insistía Perceval, «en medio de todo mi infantilismo y simpleza de loco, yo era un hombre hecho y derecho». Era, además, humillante y degradante. Y Perceval sugería que semejante condescendencia autoritaria no era forma de tratar a los niños. Un sinfín de ignominias y abusos formaban parte integrante del sistema del asilo. La alimentación escasa y áspera le recordaba sus días en la escuela de Harrow. Las instalaciones sanitarias e higiénicas eran un asco, sin limpieza ni intimidad. Los pacientes que se ensuciaban no eran atendidos debidamente. Incluso los cuidados médicos quedaron asociados con «el castigo y la degradación». Era obligado a ducharse con agua fría en lo más crudo del invierno, ¡y eso formaba parte de una terapia cuyo fin era sosegar! Fuera cual fuese la filosofía que había detrás de todo ello, su efecto real era provocar excitación, asco, resentimiento y deseos de vengarse. Perceval se resistía a menudo. Entonces los ayudantes le propinaban palizas. Sus espíritus le dedan que tenía merecida semejante «crucifixión». Sobre todo, los miembros del personal del asilo eran inevitable- <.. mente rufianes violentos («Por fuerza he de decir que la mayor parte de la violencia que tiene lugar en los asilos de locos debe imputarse a la conducta de quienes tratan la enfermedad»). Eran sujetos irrespetuosos, groseros, sin el menor asomo de deferencia. Mostraban una .>«crasa falta de respeto por la posición, el rango, el carácter o la pro-fesión». Huelga decir que los pacientes de rango superior como el propio Perceval estaban obligados por su honor a mostrar un «noble enojo» ante tales «burlas, insultos y opresiones», pero semejantes despliegues de espíritu inglés eran tomados a su vez «como los síntomas de la manía». Los conflictos de esta índole sólo servían para exacerbar la insania, pues la violencia para con las personas distinguidas debía calcularse de modo que confundiera aún más su concepto de ellas mismas, que las hiciera sentirse como «esclavos». Por consiguiente, al «empírico ignorante y a sus instrumentos» sólo cabía verlos como «perseguidores». En conjunto, el asilo equivalía a un sistema de «opresión» que < Perceval equiparó a hervir langostas vivas. Su «tiranía» hacía burla del nombre mismo de «asilo». Era dirigido por personas «que pretenden ser su curaci6n, pero que, en realidad, son sus torturadores y destructores». El sistema estaba edificado y apuntalado por un entramado de mentiras y palabras insinceras. Se utilizaban términos
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como «trabas saludables» para referirse a lo que en realidad eran pura y simplemente «malos tratos». Para calificar a Perceval se empleaba el eufemismo de «paciente nervioso», pero era obvio que la totalidad de su tratamiento estaba pensado para multiplicar su nerviosismo. Las contradicciones completas entre lo que profesaba ser y su verdadera naturaleza, su «duplicidad» sistemática, significaban que el verdadero loco era el asilo. Al final terminó la confusión de nombres: «Ya no puedo seguir . .. llamando a la casa del doctor F ... con un nombre que no sea el que se merece, casa de locos, pues llamar a eso o a cualquier otro sitio parecido "asilo" ¡es burla cruel y duplicidad repugnante!». > En este sentido, Perceval pensaba que la «conducta» del doctor Fox era especialmente «insana». Fox era un «antiguo cuáquero» ... aunque se había convertido al anglicanismo y, por ende, era doblemente «traidor» como egregio arribista social. Siguiendo lo que Perceval llamaba las «doctrinas burlescas de esa secta», Fox defendía la «familiaridad» que mostraba el personal del asilo y que, según el doctor, se basaba en la igualdad espiritual del hombre de que hablaba la Biblia. «¿Acaso Jesús no nos ha hecho a todos iguales?», le recordó Renard a Perceval. A juicio de Perceval, así como de cualquier tory de principios del siglo xrx, todo esto eran tonterías y una muestra más de hipocresía religiosa («Nunca vi al señor Hobbs sentado a la mesa del doctor F ... »). Era, además, una negación i~sensata y destructiva de la racionalidad de la jerarquía social de fuera, una presunción fantástica de que la anarquía de las mentes trastornadas podía curarse colocando a éstas dentro de una anarquía más amplia. La frecuencia con que Perceval insiste, en toda su Narrative, en su propio rango distinguido de caballero inglés y condena la negación sistemática del mismo en el asilo indica cómo, en medio de las arenas movedizas de su insania, su posición social le daba algunas raíces residuales de estabilidad. Podía estar loco, pero, aunque lo estuviese, aún sabía que era un caballero. El orden personal estable era evidentemente inseparable del mantenimiento de un orden sociopolítico estable. A decir verdad, de un modo que se hace eco de los conceptos del macrocosmo-microcosmo de una época anterior, Perceval asociaba explícitamente su propia perturbación con las revoluciones que en aquellos momentos tenían lugar en el mundo exterior. Como milenario, creía vivir en una época en que el «fin estaba cerca»: la emancipación
de los católicos era la señal, la epidemia de cólera era probablemente el instrumento. Además, se estaba aprobando la traicionera reforma dcl parlamento («el gobierno de entonces interpretaba el papel de loco, cuando no de algo peor»), acompañada de disturbios y amenazas de revolución. En Brislington hasta podía ver las llamas de Bristol, incendiado por la chusma, y escuchaba los comentarios subversivos que el personal del asilo hada en voz baja, hablando «de un modo insolente y radical de la nobleza». Así pues, el orden del propio asilo no poseía las características de la sociedad racional. Subvertía la razón, negaba la civilización. Como antes que él hicieran muchos locos encerrados, por ejemplo Alexander Cruden, Perceval veía en su condición de caballero británico libre de nacimiento su única protección esencial contra la opresión del manicomio. El asilo no se limitaba a desorientar, sino que era también totalmente irracional; un mundo estúpido, de pesadilla, surrealista, en el que nada era lo que parecía, nada tenía sentido, justo cuando era esencial que predominase el sentido. Fox afirmaba dirigir un asilo humanitario. Pese a ello, todo lo que hacía era irracional, un inmenso desafío a la sociedad, a la humanidad y a la naturaleza. Representaba el «más insano desgobierno» y, por ende, era contraproducente, lo que no tenfa nada de extraño. Cuando Perceval llegó al asilo, considerándose un «proscrito», cometieron la increíble torpeza de dejarle entre «extraños», sin presentarle a nadie. Esto era contrario a los buenos modales. Pero era también una locura, porgue inmediatamente producía desotientadón y suspicacias, pánico y miedo en el paciente. «No recibí nínguna presentación, ninguna explicación, ninguna razón para encontrarme allí; loco, imbécil, infantil, engañado, dejaron que yo lo adivinase todo.» Después de esto, la norma era que el paciente se viera dominado, sin que nunca se le informara de las decisiones que se tomaban en su nombre, sin tener ningún derecho a protestar ni facultad de negociar. Era un sistema ideado para colocar a un hombre en situación de impotencia permanente en lugar de ayudarle a salir de ella:
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En vez de dirigirse a mi entendimiento del modo más claro y sencillo posible, en atención a mi confusión, fui entregado, en circunstancias realmente difíciles y misteriosas, calculadas para confundir mi mente, incluso encontrándose sana, a manos desconocidas y no experimentadas; me colocaron entre extraños, sin presenta· ci6n, explicación ni exhortación.
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Como recalcó Perceval, encerrar a una persona en un asilo equivalía a arrojarla a un pozo y luego, cuando intentara salir de él, tirarle piedras. También era una necedad considerar a las personas totalmente locas, toda vez que la naturaleza de la locura supone un complejo entretejido de lo imbécil y perverso con lo racional y lo voluntarioso. Los residuos de la razón jam~ís recibían el apoyo que necesitaban. Perceval creía que el charlatanismo cuáquero de Fox sostenía un sistema cuya maldad no estaba mitigada por nada. Negaba al paciente la intimidad a que tenía derecho como caballero. Por ejemplo, el doctor exigía que un ayudante durmiera en la misma habitación que el paciente. También le despojaba de sus derechos. Así, los pacientes no podían mandar cartas sin que éstas fuesen leídas, censuradas o retenidas en el asilo. Erigía una «inquisición» permanente sobre el paciente. Opinaba que la locura era «impenetrable» porque nunca intentaba penetrar en ella. No tenía el menor espíritu de humanidad. Los asilos como el de Fox se enorgullecían de su humanidad. Pero la humanidad que hubiera dentro de ellos no nada en absoluto del régimen psiquiátrico: «La humanidad del asilo consistía en la conducta de los pacientes, no en la del sistema y de sus agentes». < Y, no en menor medida, el asilo encerraba una serie de situado· nes kafkianas. El régimen mismo era intrínsecamente tan loco y enloquecedor, que cualquier paciente de impulsos normales y sanos se volvería loco por su culpa. Pese a ello, el sistema también exigía aquiescencia y obediencia por parte de los mismos locos. El paciente que protestaba contra el orden del asilo era considerado loco, incluso sospechoso, aquejado de «suspicacias» que constituían parte de sus «delusiones». Huelga decir, sin embargo, que los realmente suspicaces -los que abrían la correspondencia y espiaban a los enfermoseran las autoridades «cuerdas». El tratamiento, además, era < curarla, pues empeoraba sistemáticamente la confusión. Reflexionando sobre «todo un sistema» de «Confinamiento y con· tradicción» que «contradecía los principios de ... la ciencia tangible», Perceval no estaba seguro de cómo debía juzgar los motivos de Fox. «El tratamiento que he descrito sólo puede ser el de locos o bellacos.» Pero, ¿culil de los dos calificativos era el más acertado? ¿Fox
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estaba loco o era malo? En algunos aspectos, tendía a considerarle sencillamente cruel. Su sistema estaba «pensado para insultar». Su psiquiatría era necia y, peor aún, mero «charlatanísmm>, ignorancia disfrazada culpablemente de ciencia. Una vez tenía «un extraño en sus redes», la familia Fox pretendía aprovecharse de él todo lo que pudiera. A veces Perceval pensaba que el régimen psiquiátrico era el instrumento de Satanás, «agentes de ese espíritu destructor». En otros momentos, Perceval pensaba que Fox era esencialmente la «víctima de su propio sistema», que «Vivía en una mentira>>. Dicho de otra forma, el propio doctor era víctima de un enorme sistema de delusíón, centrado en la alucinación de que curaba a los locos. Esto era una mentira peligrosa más que inofensiva, puesto que era una de las delusiones que toda la sociedad abrazaba. En todo caso, Perceval estaba convencido de que los locos sabían más sobre la natu· raleza y la curación de la insania que los «médicos de locos». La sociedad debfa dejar de confiar los locos al cuidado de «hombres de escasa educación y de bajos origenes». Porque eran «como cerdos o perezosos que pretendieran juzgar los modales de galgos y veloces perros corredores». Perceval nunca negó la realidad de la locura, y reconocía la necesidad de cuidados y tratamiento. Pero, a su juicio, un tratamiento verdaderamente beneficioso significaba cuidados individuales en un entorno privado. Como sabemos, Perceval se recuperó. ¿Cómo explicó él esta cura- -<.. ción? No debía nada al régimen del asilo, que, en el mejor de los casos, prolongaba el episodio de insania. Lo debía todo a su propia experiencia y, no en menor medida, a su capacidad de resistirse al sistema, de combatirlo y vencerlo. Combatir la psiquiatría, a su modo de ver, le había hecho fuerte y cuerdo. «Todas las luchas que sostuve con los que me controlaban sirvieron para fortalecer mi mente y para disipar mis errores.» Dicho de otro modo, «He probado .:> que el poder del paciente es igual que el del opresor»: los ecos de las autobiografías espirituales de Bunyan, Baxter y otros son fuertes y claros. Perceval explicó cómo, de forma lenta pero seaura sus voces delusivas acabaron perdiendo el dominio que ejercían ~ob;e él. Empezó a ver que dudar en psiquiatría, en religión, no era en sí mismo pecado. Comenzó a poder desafiar a los espíritus, a resistirse a ellos y a burlarse de los que se burlaban. Después de todo, como pudo descubrir, Dios eta un dios no sólo de «los sinceros, los graves, los
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sobrios y los castos», sino también «de diversión, de humor, de alegría»; la constitución humana «es doble»: a uno casi le dan ganas de proporcionarle a Perceval los términos «apolínea» y «dionisíaca». «Esta nación es arisca y religiosamente loca», añade. No está muy claro qué fue lo que, al modo de ver de Perceval, permitió que sus poderes de resistencia creciesen. Pero el proceso ocurrió en tándem con otro cambio importante. Porque empezó a reinterpretar sus «delusiones». Lo que otrora había sido absolutamente literal para él asumió ahora un significado metafórico o figurativo. Lo que antes eran literalmente espíritus palpables, etéreos, se convirtió ahora en espíritus simbólicos. La Benevolencia se transformó en el «espíritu de benevolencia», entendida, no como una entidad o persona tangible, sino como atributo. Mientras que en otro tiempo había aceptado sin discutir las órdenes de asfixiarse con la almohada, ahora sabía que en tales órdenes había un significado más elevado; lo que tenía que hacer era «asfixiar» su dolor con la «almohada» de su conciencia, o, dicho de otra manera, no abandonarse a sus sentimientos, sino controlarlos. «La locura también es, por ende, confundir una orden que es espiritual por una que es literal.» ¿Qué fue con exactitud lo que precipitó este cambio absolutamente fundamental de la cognición, que de lo literal pasó a Jo figurativo? No está claro. Pero quizá sea una ayuda pensar en ello sobre el trasfondo de debates paralelos y generales que tuvieron lugar en la misma época. La teología bíblica, por supuesto, se veía atormentada por discusiones sobre las relaciones entre el mundo y los símbolos figurativos, no en menor medida en la interpretación de las Escrituras. Y las teorías de entonces sobre el progreso cultural veían la historia de la evolución del pensamiento humano como algo que llevaba aparejado un desplazamiento similar, desde las mitologías y cosmologías muy literales de los pueblos primitivos, con sus dioses panteísticos para cada árbol, hasta la «personificación» en la «poesía» de los modernos. Perceval también encontró una explicación fisiológica. Descubrió que sus voces eran en verdad sonidos reales. Pero no eran independientes, procedentes de fuera, sino que, en su mayor parte, las producía él mismo: la «respiración de mis propias ventanas nasales», los latidos de su corazón, los ruidos que hacía al comer; o eran naturales y externa~, el ruido de cadenas, el sonido sibilante del gas. A estos
sonidos re~les pero carentes de sentido, que producían un «engaño de los sentidos)>! les había impuesto significados verbales. Después de to?o, sus ,«de!ustones» no eran auténticas voces divinas. Sin embargo, D1os hab1a dtspuesto que estas delusiones se produjeran como parte de su «prueba». Que nadie dudase del «poder del Señor para confundir el juicio y la sabiduría del hombre». «Soli Deo Gloria»: así concluyó el primer volumen de su Narrative. Peto en medio de esta reafirmadó;1 de la Providencia, es interesante observar que Perceval se recupero encontrando una forma racional de liberarse de sus ptopias delusiones, literalmente abriéndose paso entre ellas. «El que gobierna la imaginación tiene el poder ... » Perceval escribió q~e 1~ locura es como la embriaguez; libera fuerzas poderosas e? elmtenot, fuerzas que en esencia pueden surtir un efecto positivo Siempre Y cuando el hombre no abandone su propio juicio. Por medio de la locura «amé la libertad de ser libre». De un modo extraño, sus palabras recuerdan a John Stuart Míll, su contemporáneo casi exacto. «A muchas personas confinadas por locas se las encierra solamen- < t~ ~orq~e no las comprendem>, escribió Perceval. Y añadió: «y contmuan sm comprenderse a sí mismas». Perceval se. encontraba en m1 laberinto y todo lo que había a su alrededor -su familia sus doctores- .no hacía sino complicar el laberinto todavía más. Incluso fue 7 repudtado -por estar loco- por la Iglesia en Row. La locura de P~rceval se ex~resó. bajo la forma de desconcierto al verse incapaz pnmero de rac10nahzar y luego de resolver la oblioación de vivir en vatios mundos de valores diferentes. Se hizo hombre como soldado Y. ctistiano Y se en;:o?tró con que la violencia necesaria del primero discrepaba del sufnmtento del segundo. Escogió el cristianismo. Pero la ver?ader~ humild~d religiosa contradecía el justo orgullo que con tanta_ tr:t~ns1dad sent1a como caballero sin recompensarle con la firme conv1cc1on de que se salvaría. Le habían enseñado a amar a la familia (porque, en una familia evangélica d.e principios del siglo xrx, ¿qué podía valorarse más que 1alealtad fihal?). Pese a ello, era una familia que (al modo de ver de Perceval) le dejó abandonado en un asilo que era la negación de todo lo, que tenfa ;JUe ser una familia verdadera; una familia que le degrado porque :oi~ era capaz de tratarle como a un niño. El colapso de P~:ceval senalo :~ momento de su existencia en que sólo con culpabthdad Y abyecc10n podía responder a la confusión que causaban en 17. -PORTER
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él estas señales y «órdenes contradictorias» y exigencias (o voces). Como él mismo percibía con tanta claridad en su Narratíve, con el tiempo consiguió liberarse de estas jaulas dentro de jaulas, pero 110 hasta después de que su insania le permitiera apreciar la irraciona· lidad de las prisiones en que se había visto atrapado.
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Privado de otra forma de dar salida a sus ilimitadas energías maníacas durante su permanencia forzosa en el Connecticut State Asylum a principios del presente siglo, el joven Clifford Beers optó por repensar la ciencia moderna. ¿Llegaría a ser más famoso que Newton? Porque concibió en su mente una refutación de la física de la gravedad. No fue un meto triunfo abstracto. Si tenía éxito, sin duda daría resultados prácticos; sería posible «desafiar la gravedad». «Mi imaginación conquistadora pronto me estimuló a creer que po· dría valerme de mis propias fuerzas.» De Jung a Jong, los que especularon acerca del inconsciente han dicho lo que pensaban sobre el soporte sexual de las fantasías sobre el vuelo. En este caso, sin embargo, los significados fructíferos son sin duda socioculturales y se encuentran alojados en los pisos superiores de la mente. Beers no sólo huye con la ilusión del asilo que era su cárcel, sino que alude al sueño norteamericano del éxito individual, despegando de la cabaña de troncos hacia la Casa Blanca. Soy tan bueno como cualquiera. Por mis propios esfuerzos me elevaré aún más. También yo puedo volar alto. La ayuda propia y el autoperfeccionamiento eran filosofías vivas en el país de los hombres libres desde hacía tiempo. Los grandes mitos heroicos del Nuevo Mundo eran revisiones optimistas y secularizadas de la ética protestante de la salvación individual. El individuo solitario debía ·hacer frente al mundo. Por medio del espíritu pionero de trabajo, la energía y el empuje obtendría los éxitos que demostrarían sus cualidades internas, espirituales, su carácter. La confianza en uno mismo presuponía un yo fuerte. La supervivencia de los más aptos -el credo darvinista social adoptado por los grandes
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barones-ladrones, los Carnegie y los Rockefeller- separaría los egos fuertes de los débiles. Grietas alarmantes comenzaron a aparecer en esta· doctrina a par- < tir de aproximadamente el decenio de 1870. Muchos norteamericanos, al parecer, no podían soportarlo. Sus nervios no daban más de sí, padecían lasitud y letargo. Fracasaban. Por supuesto, entre las mujeres era de esperar que así ocurriera. Las llamadas «nuevas mujeres>~ • se habían visto tentadas falsamente de tratar de emular a sus hombres, de triunfar en empresas intelectuales, en el mundillo literario o en la vida pública, contraviniendo con ello todas las leyes de la psicobiología. Acababan histéricas. Una vez se les enseñara a ocupar -• de nuevo su lugar apropiado en el hogar, se recuperarían. Lo espe- . . cialmente preocupante, sin embargo, era el número de hombres nor' teamericanos por los cuatro costados que también parecían rendirse, incapaces de responder a los desafíos del mercado que deberían haber constituido la causa del éxito de su virilidad. Para referirse a este proceso, el término consolador y eufemístico de «neurastenia» -una forma elegante de hablar de la debilidad de los nervios- fue acuñado . por George Beard y propagado por el destacado doctor en psiquiatría , \Xleir Mitchell. La neurastenia pasó a ser, a juicio de muchos, la ·· «enfermedad norteamericana». "" A partir de las postrimerías del siglo XIX, las enseñanzas de los psicólogos y los servicios de los psiquiatras han desempeñado un papel de creciente importancia en la tarea de moldear la mentalidad norteamericana, en una medida que seguramente no tiene paralelo en ninguna otra nación. A primera vista, esto parece una paradoja: ¿acaso no debería el Nuevo Mundo verse libre de las «enfermedades de la civilización» que aquejaban al Viejo? Pero en realidad no es tan extraño. En primer lugar, la «gran democracia», para ser fiel a sí ". misma, tuvo que democratizar la psiquiatría, tuvo que colocarla en el mercado libre. En segundo lugar, la propia psiquiatría norteamericana se ajustó al papel de técnica dedicada a ajustar a los triunfadores a su sociedad, proporcionando un pasaporte a la perfectibilidad, otro recurso para, al decir de Dale Carnegie, ganar amigos e influir en las personas. Sobre todo, a lo largo del último siglo la psiquiatría ) en Norteamérica se ha transformado de una fuerza negativa en otra positiva. Dejó de ser sencillamente un remedio para la enfermedad mental y se convirtió en un tónico de la salud psíquica personal, un camino romántico hacia el autodescubrimiento y, finalmente, una
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licencia para revelar toda la verdad en los años sesenta, a los que Tom Wolfe llamaría «el decenio del yo primero». La americ~niza.ción de Freud sería obviamente una etapa importa~te. en, la historia de amor entre la nación norteamericana y la ps1qmat~ra. Una vez ~a~ado en ~~ cálido resplandor del progresismo, el fre?drsn:o. ~ransatlantico perdio su rostro esencialmente pesimista. El ~s}co~nal~sis quedó enganchado al éxito. Freud había descrito Ja ~ens10n mev1table y a menudo trágica entre el individuo --con sus 1mpul~os humanos básicos- y la civilización, con sus exio-encias de repre~Ión, sublima~ión y neurosis. El Nuevo Mundo for~uló una especre de Freud sm dolor: el ego podía avanzar constantemente· la ' autorrealizadón y el ajuste social eran lo mismo. Pero el camino había sido desbrozado mucho antes de que Freud fuese transformado en artículo de consumo durante el período de entr~g~erras. E!l este .s~ntido, el credo de mayor importancia fue el ~ovumento por la Hrgrene Mental y Clifford Beers fue su evanoeltsta. Beers incor~oró la psiquiatría en el sueño norteamericano. < sus c?arlas Y. escntos, Beers, el Benjamin Franklin de la psiquiatría, ofrec1a. consejos como los del Poor Richard's Almanac * sobre cómo renunciar a la enfermedad mental y abrazar la fuerza muscular de Ia mente. Y al igual que Ia totalidad de los mejores predicadores con sus ,cuentos personales sobre el pecador convertido en santo, Beers pod1a proclamar que su evangelio era verdadero porque él babia pasado personalmente por todo ello. Sus credenciales eran mejores que las de ~~ doctor en medicina: Ia insania era su educación médica. :¡> Como drJo en una frase maravillosamente reveladora, «Creo que soy uno de los_ P~~os que jam~s hay~n sa~ado provecho de un ataque mental» (anad~o: «l':l'o lo hice en mteres propio, sino por altruismo. aunque he r:ctbldo ,U:esperados bene~dos personales»). Enl~ pnmeta pagma de su autob1ografía espiritual de nuevo estilo, A mmd that found itself (Una mente que se encontró a sí misn~a) (1908), Beers dejó bien sentado que era un muchacho norteamencano de buena cepa, nacido en el seno de una familia «verdaderamente norteamericana», descendiente de los primeros colonizadores (probablemente, esta genealogía -el mito del héroe de Beers- era
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. ~ Nomb~e de una serie de alman:.~ques, con má.,.imas, que publícó Ben!amm Franklm entre 1732 Y 1757. Alcanzaron notabl~ popularidad v se tradtt· ¡eron !l muchas len~as. (N. del t.) · ·
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en su mayor parte fantasía). Nacido en New Haven en 1_876,_ de padres de clase media, de joven ~a~ía poseído !a. más v1ctonosa mezcla de rasgos: la que formán la ttm1dez y el espmtu em~rendedor y competitivo. Sus recuerdos de la escuela :ra:1 los del «due_::to; de empresa» del periódico estudiantil y los obJ~ttvos que se .senalo en y ale no consistían en alcanzar las nobles crmas de la vtda de la mente, sino aprobar, establecer contactos, ingresar en las hermanda; des de estudiantes y participar en la dirección de las cosas. Demostro estar a la altura del resto del «espíritu de Y ale» y vio cumplidas sus ambiciones. Beers se dedicó a los negocios. Primero intentó vender seguros, pero lo dejó para convertirse en vendedor de u~ arquitecto neoyorquino especializado en proyectar bancos. Sobrevmo entonces la calamidad. Unos años antes, en 1894, había dedicado mucho tiempo a cuidar a su hermano Sam, que era epiléptico y se estaba muriendo. Ahora el propio Beers se volvió «neurasténico» y pensaba con te:ror en la posibilidad de que también él estuviera condenado a ser vícttma de la epilepsia. El temor «Se apoderó de mi mente». Debilitado y aturdido volvió a casa en el verano de 1901 e hizo un intento de suicidio ~ue, visto retrospectivamente, parece poco , decidido. Se d_ejó caer desde una ventana de un cuarto piso -sena una exagerac10n decir que se tiró--, pero aterrizó sobre tierra blanda. Sufrió fracturas en los tobillos que le tuvieron escayolado durante algunos meses, pero ningún daño físico permanente. Su familia sacó la conclusión de que obviamente, necesitaba tratamiento mental. Lo 'nevaron a Stamford Hall, asilo privado que ostentaba el pomposo nombre de «sanatorio». Hasta entonces, Beers h_abía sid:' senc~ llamente neurasténico e hipocondríaco. Ahora empezo a sufnr alucr· naciones serias. Creía ser víctima de una conspiración gigantesca para perseguirle (más adelante escribiría que todo esto s; debía a «delusiones de referencia»). Todas las personas que teman tratos con él eran en realidad policías o sus agentes; las personas que decían ser familiares suyos eran en realidad detectives disfrazados. Él mismo era un delincuente. Su intento de suicidio había infringido una ley del estado. En cuanto se recuperara, le juzgarían, torturarían y ejecutarían. Sintiéndose atormentado por la culpabilidad, fingió estar más · ' enfermo de lo que en realidad estaba, para aplazar de esta manera el aciago día. Como recordaría más adelante, su paranoia era confirmada día-
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tiamente por su experiencia. Lo que él veía como el trato brutal que le dispensaban los m~dicos del asilo y, en particular, los ayudantes, le parecran torturas deliberadas, capaces de «empujar a un hombre cuerdo a la v~olenda». Nadie se tomó la molestia de investigar a fondo su angusuado estado mental. «Mis cuidadores eran incapaces de comprender el funcionamiento de mi mente, y raramente tolerarfan lo que no podían comprender.» Todo el mundo aprovechaba la insania como :x~usa para la incomprensión y, por ende, la brutalidad. Pero Beers tnststía en que, en realidad, típicamente hay razón en la locura Y po.ca p~~cepdón o esfuerzo se hubiera necesitado para comprender su sttuacwn, aplacar sus temores y acelerar su curación. La insania respondería prontamente a la racionalidad. No recibió ni pizca. A pesar de todo, Beers se recuperó un poco. Además, su familia no podía seguir pagando los elevados honorarios de un asilo cuyo_ propietario, según Beers, sacaba un beneficio neto de 95.000 dólares al año. En marzo de 1901 lo sacaron del .asilo. Pasó ?lgunos meses con ~n cuidador particular, pero luego, en 1902, fue mgresado en el ~ettro de Hartford, otro asilo privado, aunque más barato, que en tlempos mejores había sido pionero de técnicas avanzadas. de terapia moral. Beers seguía viéndose empujado pot sus de.Ius10nes de antes. Se encontraba bajo «vigilancia policíaca» en un a~do lleno de ~
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hará que la Divina comedia de Dante parezca una farsa francesa). Empezó a «mandar al universo». Al principio daba órd~nes ~ los demás pacientes y luego, al ver que esto daba resultado ( «mvanablemente les inducía a obedecer»), se puso a dictar órdenes al personal. Se veía a sí mismo como un hombre «cuerdo» pero «revoltoso». «He saltado al otro lado de la frontera del pafs de los genios.» Le hervía la sangre al ver los males, la incompetencia y las injusticias del asilo y emprendió una cruzada reformista. Sería un «salvador», «el más grande de todos los hombres que han vivido con una sola excepción». Beers hacía sentir sus puntos de vista. Siguieron meses de batallas con los doctores y el resto del personal. Se volvió exigente y, cuando sus exigencias no eran atendidas, se mostraba difícil y destructivo. No era debido (escribe) a que estuviera auténticamente descontrolado, sino que las crueldades del asilo provocaban estas reacciones. Sometido a disciplina punitiva, experimentó plenamente los horrores de la camisa de fuerza. Un médico sádico (un «doctor Jekyll y míster Hyde») le impuso la ingestión forzosa de alimentos y medicinas a modo de castigo, empujado por la pura maldad, incluso después de . que Beers accediera a tomar las dos cosas de la manera normal. Empezó a tomar nota de todas las injusticias -en pedacitos de pape!, a veces en las paredes- como anales de crímenes contra la humamdad y para practicar con vistas a la gran misión que estaba formulando: convertirse en el «salvador» de Jos insanos. Advirtió a Jos doctores que no cejaría hasta que se «llamara a capí~ulo» a los mal- :. .o vados. De nuevo se agotaron los fondos de la familia. Esta vez Beers fue trasladado a una institución estatal, el Hospital para Insanos de Connecticut donde se le clasificó ignominiosamente como «indigente». Una v~z más se sintió «abandonado de todos>>. Una vez más se vio tiranizado por el personal. Respondió luchando. Intentó ejercer sus propios poderes. <~Procedí a hacerme cargo de todo . . . d hospital.» Maníaco una vez más, se volvió inacabablemente locuaz, dogmático, extravagante. Prosiguiendo con su misión de purificar los establos de Augias, se las arregló, con fines puramente investigativos (nos dice), para que le trasladasen ::tl pabellón de los violentos («el torib>) para poder experimentarlo por sí mismo, de primera mano. Las condiciones que allí reinaban eran infrahumanas, la ley ·.~. de l11 jungla. Pacie)1tes y personal se veían atrapados en un ~írculo de ,
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violencia. Era «una edición de bolsillo de la Bolsa de Nueva York durante una ola de pánico». Beers empezó a tomar medidas efectivas. Escribió al gobernador del estado exigiendo investigaciones, pidiendo una carta de derechos para los insanos. Ideó planes utópicos para cambiar el mundo cuando saliera y, entre otras cosas, quería fundar una ciudad nueva que en su honor se llamaría «Beresford» y que estaría poblada totalmente por «pervertidos, tanto mentales como físicos y morales». Escribió cartas y más cartas a los amigos, a Ja familia y a peces gordos como, por ejemplo, el presidente Roosevélt, documentando las atroces condiciones del asilo: unas cuantas salieron de éste; ]a mayoría fueron censuradas o destruidas. Finalmente, ellO de septiembre de 1903, Beers salió del asilo y reanudó su trabajo de viajante de comercio. Leyó Los miserables y aspiró a llegar a ser un Víctor Hugo moderno que rescataría a los nuevos miserables del Nuevo Mundo. O escribiría La cabaña del tío Tom para los esclavos del asilo. En sus ratos libres comenzó a redactar su autobiografía del asilo. La dictó a una estenógrafa: 80.000 palabras en noventa horas. Sobreexcitado una vez más, su hermano favorito, George {su «cQnservadon> ), le persuadió a que ingresara otra vez en el Retiro de Hartford en calidad de paciente voluntario, en condiciones de libertad, para que pudiera terminar su libro. En 1905 ya estaba terminado. Mientras escribía iba cambiando su estrategia. Al principio sólo se proponía escribir una denuncia de sus sufrimientos personales a manos del negocio de los locos. Sin embargo, fue creciendo el deseo de que el libro no fuera sólo autobiográfico, sino universal; no sólo crítico, sino también positivo; no una mera crónica de su propia persecución, sino una carta de derechos para los insanos. Aspiraba a que el libro pusiera en marcha todo un movimiento. Jubiloso y entusiasmado, el ex viajante de comercio reconoció sagazmente que para que el libro surtiese el máximo efecto era necesario hacer amigos en lugar de enemigos. Empezó a enseñar el libro a hombres de negocios influyentes, a médicos y psiquiatras. Como sabía mostratse deferente ante la autoridad, se ganó el apoyo de figuras tan poderosas de la élite médica y académica norteamericana como William James, Weir Mitchell, William Welch, James Putnam y Adolf Meyer. Cuando A mind that found itself salió finalmente en 1908, crª tflnto un proyecto pata d fut~tro como una acusación contra
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el pasado y el presente. El libro contaba la historia de Beers. Pero también reveló al mundo el fruto de sus sueños: el Movimiento por la Higiene Mental. A partir de entonces, durante los veinte años siguientes, este vendedor arquetípico consiguió venderle a una serie de psiquiatras y dirigentes, benefactores y filántropos la visión de una cruzada nacional contra la enfermedad mental, encabezada por una nueva organización, el Comité Nacional por la Higiene Mental. Su secretario, su espíritu motor, su ejemplo más preciado sería el propio Beers. Beers pasó el resto de su vida dirigiendo el comité. Él era el mascarón de proa. Su libro era la biblia del comité, así como una de las principales fuentes de conversos. Bcers era quien recaudaba fondos. Recorría toda la nación -el mundo más adelante- dando conferencias, pronunciando discursos, solicitando entrevistas, esperando en la antesalas de los ricos. Le encantaba ganar amigos e influir en la gente. Vender su causa, venderse a sí mismo, daba todo un significado nuevo a vender seguros. Contaba infatigablemente el> heroico relato de su nuevo nacimiento, de la «razón triunfante» (título que en un principio había pensado poner al libro), como el viejo marinero convertido en hombre de negocios formado en Yale. Le en<:antaban los aplausos de los grandes personajes (posteriores ediciones del libro incluían cada vez más cartas de felicitación de personas famosas). En 1929 consiguió salir en el Wlho's who in America. Con ecos inquietantes de Nietzsche, el W7ashington Post le llamó «superhombre» que había subido de los «pantanos de la oscuridad» a la «torre de la fama». Finalmente, fue fotografiado en los jardines de la Casa Blanca. En el asilo, el joven Beers había probado su virilidad luchando contra los doctores. Cumplido ese rito de paso, optó por unirse a ellos. (Hay un paralelo interesante con el cambio efectuado por Freud, que de acusar al padre pasó a exonerarlo.) La mente que se encontró a sí misma era una mente que se dio cuenta de que la razón realmente tenía que trabajar en el bando de la medicina, la psiquiatría y las autoridades. Desde luego, A mí11d that fou1td itself es una ac;usación cáustica contra los males del manicomio. Pero Beers quiso que su libro fuese una anatomía de abusos concretos -una crítica de la crueldad, la incompetencia y la estupidez que significaban que «con demasiada frecu~nci¡¡ a los locos los h~ce d hombr<::»- y no 1,111 trfltado de
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< deraba que la reforma nacía del interior de la profesión. En armonía con el meliorismo del temperamento progresista, Beers no creía en la necesidad de que hubiera conflicto fundamental alguno entre el individuo y el estado, los ricos y los pobres, el doctor y el paciente, el psiquiatra y el loco. Los intereses de todos debían avanzar y avanzarían juntos, con sólo que los hombres de buena voluntad se mostrasen dispuestos a encauzar sus energías, talentos y dinero hacia la educación, la organización y la ilustración. El comité nacional estimularía, concentraría y popularizaría estos esfuerzos encaminados a crear ·un futuro mejor, más saludable, más cuerdo. Su élite de médicos y benefactores sería la mejor salvaguardia de la salud mental. Beers formó equipo con la misma profesión que le habían < «oprimido»: fue un caso casi único en la historia de los locos convertidos en promotores de campañas. Y los «opresores» le recibieron con los brazos abiertos, como a un hombre que había visto la luz. > Por supuesto, lo que continuó ocupando el centro de la cruzada de Beers fue la historia de su experiencia personal de los abusos del asilo. Eso fue lo que hizo que se vendieran miles de ejemplares de su libro, lo que le convirtió en una figura nacional, lo que despertó en los cineastas el deseo de llevar su vida al cine, lo que indujo a la gente a contribuir a la causa (a lo largo de veinte años las donaciones ascendieron a cuatro millones de dólares). Pero -a diferencia de la <.. anterior Asociación Nacional para la Protección de los Insanos fundada en 1880, o de la Sociedad de Amigos de los Supuestos Locos creada anteriormente en Inglaterra por John Perceval- el Comité por la Higiene Mental de Beers no se dirigía realmente a los pacientes de los asilos y sus injusticias, salvo a escala simbólica. Huelga decir que recibía centenares de peticiones de ayuda de pacientes en apuros. Pero investigaba muy pocas de ellas. A decir verdad, el mismo Beers mostraba poco interés o simpatía por la situaci6n de los pacientes y ex pacientes mentales. A uno de estos últimos que le .> escribió hablándole de sus males y pidiéndole ayuda para encontrar empleo, Beers le contestó bruscamente que «cada paciente recupe·
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rado debe salir a buscarse su propio empleo justamente como tuve que hacer yo cuando salí del hospital en 190.h. El hombre que le escribió la carta .pensó que esto era puro embuste. En efecto, como muchas otras personas que rechazan sus raíces, que suben la escalera y luego la apartan de un puntapié, la actitud del propio Beers ante los insanos era muy ambivalente. Nunca disimuló el hecho de que él mismo había estado mentalmente enfermo; nunca, por ejemplo, intentó que la gente pensara que su «locura» no había sido más que una etiqueta inventada por una conspiración de doctores. Hacerlo habría sido contrario a su propósito, que consistía en demostrar que la enfermedad mental era un enemigo al que podía vencerse utilizando la fuerza de voluntad. Pero nunca llamó directamente «insania» a su propio trastorno. Prefería hablar de una «guerra civil mental» en la cual la «irracionalidad» acabó siendo vencida por la «razón». Asimismo, su autodramatización hacía hincapié en que su trastorno era de algún modo «limpio» e incluso «bueno>>. Había sido el resultado comprensible de los cuidados fraternales que dispensara a su hermano Sam, el enfermo de epilepsia. Beers jamás dio testimonio de ninguna fuente vergonzosa o escandalosa de su enfermedad, de ningún hecho emocional deshonroso .que su familia mantuviera en secreto, de ninguna «lesión de la voluntad» interna y profunda, de ninguna «insania moral». Aunque el Movimiento por la Higiene Mental albergaba sentimientos encontrados en relación con Freud, ciertamente no se oponía por completo al concepto del inconsciente. Pero no hay ningún indicio de que Beers sospechara que en su propio caso intervenían monstruos de las profundidades edípicas. Al contrario, creía que, incluso cuando sufría en las profundidades de las delusiones, siempre había preservado un núcleo sólido de racionalidad intencional y fuerza de voluntad. Le encantaba contarles a sus oyentes que durante su fase maníaca y locuaz en el asilo le habían retado a guardar silencio durante veinticuatro horas. Había ganado la apuesta. Además, se había recuperado mayormente gracias a la ayuda propia: el experimento consistente en enviarle una carta a su hermano George. Beers estaba loco en aquellos momentos, pero obró de forma razonable. Beers, por lo tanto, hacía una división tácita entre los locos «merecedores» y los «no merecedores», y como más a gusto se sentía era simpatizando con los que se ayudaban a sí mismos, una vez habían
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recobrado la racionalidad. De hecho, a Yeces mostraba ante ellos una frialdad rayana en lo cruel. Su hermano mayor, William, que se dedicaba a los negocios, sufrió terribles pérdidas económicas cuando la Depresión, lo que le sumió en un hondo abatimiento. Clifford le aconseJo que ingresara voluntariamente en el asilo Bloomingdale. William siguió el consejo, pero al poco se ahorcó. Beers dio poca importancia a lo ocurrido. Poco después, su hermano mayor favorito, George, su «conservador>>, también sufrió una gran depresión. Al fin, siguiendo las indicaciones de Clifford, George ingresó en el asilo Austen Riggs (su director era miembro del comité nacional de Beers), pero se suicidó en el mismo día del ingreso. La reacción de Beers fue diversa. Escribió que le satisfacía que George «no pusiera fin a su vida sin primero buscar protección psiquiátrica contra sí mismo y su impulso suicida»: su llamada de ayuda demostraba que evidentemente no había traicionado a la causa de la higiene mental. Por otro lado, consideraba que George era esencialmente culpable de su propia muerte, por no haber accedido antes a ingresar en el asilo. Nada indica que le pasara por el cerebro la idea de que lo que tal vez precipitó el suicidio de George fue precisamente el consejo de que ingresara en un asilo. La muerte de George dejó a Clifford con la sensación de haber sido traicionado. ¡Qué terrible «ironía del destino» que «miembros de mi propia familia no hayan podido beneficiarse de la labor que yo empecé»! A su modo de ver, le habían hecho quedar como el proverbial predicador que no logra convertir a su propia familia. Por supuesto, hay que ser comprensivo. Beers procedía de una familia en la cual su madre había sufrido depresiones, un hermano mayor había muerto de epilepsia y otros hermanos eran propensos a la depresión; él temía correr la misma suerte. Nada extraño había en que, por su propio bienestar psíquico, necesitara poner cierta distancia entre su propia «insania saludable», que esperaba haber vencido, y los tipos de enfermedad que destruían a otros . Esa necesidad encontró expresión en su programa visionario más amplio. Desde el mismo principio, el Movimiento por la Higiene.:;. Mental en su conjunto se distanció de los insanos. Al principio, William James había querido que la palabra «insania» figurase en el nombre del movimiento, para llamar la atención sobre la situación de los locos. Beers se opuso con éxito a ello, de acuerdo con psiquia-
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tras destacados tales como Adolf Meyer. La palabra era demasiado truculenta. Beers y los psiquiatras querían un movimiento que fuese respetable, que no asustara a los Vanderbilt y a los Rockefeller. El movimiento no quería entablar demandas escandalosas ante los tribunales, sino conseguir que jueces, abogados y administradores prestaran apoyo a la psiquiatría social. Para alcanzar sus objetivos se valía de la publicidad, la propaganda, la información, los panfletos, el cabildeo. Dirigía sus llamamientos tanto a los ciudadanos juiciosos como a la sociedad, ¿Qué era, pues, lo que se proponía conseguir? Ofrecía al individuo una promesa de salud mental positiva. Le decía que, familiarizándose con la psicología y la psiquiatría, podría mejorar su personalidad, pensar positivamente, tener una visión interior de su propia psique, seguir las reglas de la salud mental y regular >sus emociones. Era un credo para el éxito psicológico. A su amparo se publicaron libros con títulos como Understanding yourself, método que, destinado a ayudar a la propia psique, abogaba por una especie de «marcha atlética» mental. A la sociedad y al gobierno les presentaba un mensaje diferente pero complementario: un grito de guerra contra la «mala salud mental», una llamada a las armas psiquiátricas. Hasta hacía poco, según afirmaban los escritos sobre higiene mental de Beers, la evolución humana había tenido lugar principalmente en la esfera biológica, la lucha por el desarrollo de facultades físicas más elevadas. Pero ahora el progreso de la civilización exigía una evolución psicológica social colectiva. El futuro se veía amenazado por enfermedades mentales e inadaptados: por delincuentes, adictos, pervertidos y débiles menta<. les. Los métodos tradicionales de tratar los casos <:tónicos y reincidentes de delincuencia y los elementos perturbadores habían quedado tan desfasados como la inquisición y la hoguera. Sólo la psicología y la psiquiatría científicas y modernas tenían las llaves del perfecdo· namiento, insistiendo en la investigación, la reconversión y la educación. Comprender · las leyes de la salud mental ayudaría a estos inadaptados y al mismo tiempo ayudaría a la sociedad a protegerse de semejantes d'egenerados. Esta era la misión del Movimiento por la Higiene Mental. Difundiría la educación y la información. Promovería los servidos de prevención y tratamiento. Pedía que se crearan clínicas psiquiátricas vinculadas a las escuelas, las cárceles, los reformatorios, los lugares > de trabajo, el ejército. Al igual que el contemporáneo Consejo de
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Higiene Soda! de Ing1atetr<1, abogaba por las pruebas de inteligencia, 1a clasificación, los estudio:; y muestreos psiquiátricos, la orientación de los niños y así sucesivamente: todas estas cosas eran importantísimas para obtener la comprensión psicológica necesaria para dirigir la socíedad moderna. Para alcanzar estas metas, Beers esperaba penetrar en «todas las esferas educativas e industriales, en todos los tribunales y hogares, en todos los centros de concesión de licencias de matrimonio y de asesoramiento». Su fantasía de la razón era el objetivo del hombre psiquiátrico normalizado por la ayuda profesional dentro del estado terapéutico. Irónicamente, Beers nunca se libró de su propia fantasía. Cuando contaba entre sesenta y setenta años de edad empezó a dar muestras de creciente depresión. Siempre había sido un hombre imprevisible, difícil, a veces dictatorial: un egoísta supremo en su propia organización, desconfiando profundamente de los demás, a menudo traicionándoles a sus espaldas. Ahora su comportamiento se volvió imposible. La mente que se había encontrado a sí misma volvió a ;. perderse. Sobre todo, se acobardó ante la vejez y la perspectiva de morir. Ver su propio pelo canoso le atormentaba, de modo que empezó a teñírselo. Consultó con un terapeuta de confianza y de inclinaciones analíticas, el doctor Ralph Banay. Éste, como era de esperar, dijo que la culpa de los problemas de Beers la tenía su madre, que supuestamente no le había dado calor y afecto maternales. Sugirió que ingresara en un asilo. Beets, fiel a sus principios, accedió. Una vez en el asilo, hizo que le entraran de matute el tinte para teñirse el pelo. Volvieron las antiguas delusíones. Una vez más creía ser víctima de una conspiración, que nada era real; todas las cartas que le mandaba su esposa eran «falsificaciones». Cada vez más nihilista y catatónico, murió en 1943 creyendo que todos los médicos que le atendían eran «impostores». Estuviera loco o cuerdo, lo irónico de la carrera de Beers es su búsqueda paradójica de valores totalmente norteamericanos en una Norteamérica que ya no podía dar cabida a los mitos (suponiendo que hubiese podido dársela alguna vez). Cuando ingresó en el hospital de Connecticut su ficha médica decía, entre otras cosas, que mostraba «agitación, numerosas ideas expansivas, una pronunciada sensación de bienestar, hábitos destructivos ... irritabilidad, egoísmo, malicia». :' ¿No podría hacer esto las veces, no de diagnóstico del hombre, sino } de bosquejo del carácter de la civilización? A decir verdad, muchos :~
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dirían que no era un diagnóstico psicopatológko, sino má~ ~ien un espaldarazo, una definición del carácter naciona~ o, com~ mm1mo, su demonio o genio familiar. Al Beers de los pnmeros anos, que leyo lo que Lombroso escribiera sobre el genio, le gustaba considerarse a sí mismo «anormal». El Beers de años después se alegraba de que le llamaran «superhombre» (o Übermenscb ). Él era el sueño nor. , teamericano. Pero también tenía la «enfermedad norteamericana». Se recupero de ella y, partiendo de sus ~interior. No había ningún pecado ortgmal~ nmguna mar:cha umver· sal sobre el cerebro que frustrase la campana. Lo ~ue habta que ~cen tuar era nutrir a los tipos normales cuyos pensamientos y emoc10nes cuadraban con la armonía y la integración sociales. Así pues, los que siguieron los pasos de Beers tenían que salvar un obstáculo más: la
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normalidad. . Tal fue el caso, por ejemplo, de William L. Moore, cuya_ vtda ofrece una paralelo intrigante medio siglo más tarde. En. ct.ertos aspectos superficiales el destino_ de ~oore y el de Beers stgUleron rumbos parecidos. Ambos crecieron mmersos en el mundo ?~ la venta. Ambos tenían aspiraciones intelectuales (Beers estudi~ en Yale· Moore cursó la cartera de económicas en Johns Hopkms a ' ' _una ·«~ente expanprincipios de los años cincuenta). Aro bos teman siva» que les permitía criticar las tiranías y las h1~ocres1as del tr.atamiento que recibían en sus asilos respectiv.os hacten_do referencia a .. las grandes filosofías liberales del pensamiento occrdental: De hecho Moore podía inspirarse ahora en el testamento del propto Beers. Mo~re fue confinado en 195.3. Se sintió atropellado al ver que le encerraban a pesar de no haber sufrido nunca aludnadot~es serias, de no haber cometido jamás ningún delito, de no haber stdo nunca violento, suicida o peligroso. Con cierto detalle describe la vida en el <, asilo como un sistema malévolo y exacerbante formado por un millón de pequeñas opresiones. Explica cómo el sistema, al. tratar ,; a los pacientes como a niños, los infantiliza. e inutiliza. In.stste en que no es enemigo de los asilos, s!n~ que. stroplemente qutere mejorarlos. Luego hace una pausa y dtce sencillamente: «Todo esto ya se ha dicho antes de una forma mucho mejor de lo que jamás podría
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yo escribir. Como, por ejemplo, escribió Clifford Beers en su A mind that found itself, que merece todas las aclamaciones que se han tributado al libro». Pero si Beers era el héroe manifiesto de Moore, también es, al menos sintomáticamente, el genio maligno que se encuentra en la raíz de todo lo que Moore te1úa que combatir. Porque su propia tragedia, como cuenta Moore en su The mind in chains: the autobiography of a schizophrenic (La mente encadenada: la autobiografía de un esquizofrénico) (1955), es la historia de un hombre cuyo compromiso sincero con el optimismo idealista de Beers («el sistema de vida norteamericano>~) se ve refutado continuamente por las exigencias de higiene o normalidad mental que formula su sociedad. El resultado fue que en el hospital le diagnosticaron una esquizofrenia. En la medida en que el diagnóstico registraba un yo dividido, esta división era entre dos psiquiatrías. Moore nació hacia finales del decenio de 1920, hijo de un tendero del sur. Creció en una comunidad cuyos héroes eran los norteamericanos de Horacio Alger * y los mitos de las peHculas. Confía en Dios, trabaja de firme, juega limpio, sé bueno, honra y obedece, saluda la bandera y llegarás lejos era el único mensaje que recibía en la escuela y el hogar. Había tenido la suerte de nacer en «un país libte», donde había igualdad para todos y oportunidades sin límite. «Me enseñaron que en Norteamérica un hombre podía llegar a ser lo que deseara.» Tenías que ser dueño de ti mismo: «en la escuela de grado medio la maestra dijo que en Norteamérica cualquiera podía llegar a ser el presidente de la nación». Todo saldría requetebién. «En la escuela, en casa y en las películas me inculcaron la idea de que las personas se hacen mayores y son felices para siempre jamás.» La madrastra de Moore quería que prohibieran dar por radio todas las historias que no tuvieran un final feliz. Evidentemente, la tragedia era una actividad antinorteamericana. Norteamérica representaba la libertad, en el propio país y en el extranjero: libertad de pensamiento, libertad de palabra, el derecho a ser tú mismo y, a escala mundial, justicia, libertad, paz. Sé hombre, hijo mío; lucha por lo que sea justo.
* Autor norteamericano que escribió numerosas novelas para jóvenes cuyo protagonista acostumbra a ser un muchacho honrado y trabajador que alcanza el éxito gracias a su tesón. (N. del t.) 18.-PORTIIR
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A Moore le dijeron todo esto. Le dijeron que creyera en ello (su madre <
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el cráneo. Armstrong se convirtió en el guru de Moore, a la vez que en la bestia negra de los padres de éste en una serie de luchas adolescentes. Cada semana Moore se sometía a una sesión de «análisis» en casa de Armstrong. Moore se encontraba de modo creciente en un mundo imposible donde las personas eran «contradicciones vivientes». Abrazaba con entusiasmo la totalidad de los valores más queridos de su sociedad. Pero sólo él y su guru se los tomaban en sentido literal; para el resto de la gente eran engaños piadosos y lo mejor que podía hacerse era no prestarles atención en la realidad. Moore se convirtió en una figura parecida a Cándido, es decir, el inocente en un mundo de mentirijillas, de ilusiones de cine. A causa de ello le pusieron la etiqueta de «anormal». Sus padres le reñían porque era una preocupación para ellos. Se encontró aislado. Sirvió en la infantería de marina, donde su creencia en el «mito del amor verdadero» le causó más apuros emocionales. Porque se enamoró de una muchacha de Guaro que no entendía nada del amor verdadero. En 19.52 volvió a la universidad. Trazó proyectos políticos para una «Pequeña Utopía». En esta nueva Utopía de Moore, Armstrong sería el señor presidente. El propio Moore aspiraba a enseñar «análisis armstrongiano» -una saludable gimnasia mental-, para que pudiera ayudar a otros que la necesitaban, tales como el presidente Eisenhower, que había renegado del verdadero idealismo. Porque era importantísimo que los valores norteamericanos prevalecieran sobre los peligros del comunismo, que era el no va más de mentiras y palabras insinceras. Moore odiaba a Rusia, un mundo «loco», de Alicia en el país de las maravillas, en el cual «negro es blanco, al revés es al derecho». .Mientras tanto, sin embargo, Armstrong murió. O mejor dicho (dedujo Moore), Armstrong hizo proclamar que había muerto, como parte de la estrategia analitica profundamente sabía cuya finalidad era que Moore se hiciese en verdad independiente. Ahora que Armstrong había «muerto», Moore distinguió pautas extraordinarias detrás de ciertas cadenas de acontecimientos. No podía tratarse de puras coincidencias; debían demostrar que el vigoroso brazo de Armstrong trabajaba entre bastidores para producir campos de prueba morales para su alumno. Moore recuerda que en aquel tiempo sabía que todo esto parecía raro. Era una pena. «No puedo reconciliarme con ser simplemente normaL»
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Moore intentó explicar este providencialismo analítico a sus ami· gos, colegas y familia1·es. Sin embargo, le juzgaron >, aunque muy benévolo. Según el diagnóstico que hicieron los médicos del asilo, Moore era un esquizofrénico de tipo paranoide que sufría delusiones. ¿Qué constituye delusión? pregunta Moore. Es cierto que cree que Armstrong está vivo. Billones de cristianos, sin embargo, creen que Cristo vive. «Pero a todos los cristianos no los meten en hospitales del estado.» Esto se debe, explica, a que esos cristianos forman la mayoría moral que tiene el poder para definir la normalidad: si Cristo regresara ahora, le encerrarían por su propio bien. Eso .llega al corazón mismo de la gran mentira de su «país supuestamente libre»: Nor· teamérica te dice que pienses y actúes en grande, pero luego te penaliza en grande por ello: «He tenido sueños descabellados -locos si queréis- con la esperanza de poder hacer de esta vida algo mejor para todos nosotros. Y por esto hay barrotes en todas las ventanas, todas las puertas están cerradas con llave, todas las salidas están vigiladas». De hecho, la dirección del asilo -reflejando las costumbres del mundo- ya no reconocía la importancia suprema de la verdad y la falsedad, lo correcto y lo erróneo, el bien y el mal, y en vez de ello se limitaba a dividir entre lo normal y lo anormal. Y eso se reduce en el fondo a preguntarse quién tiene poder para definir la normalidad. Sus doctores intentan despojarle de la creencia de que, con la ayuda de las técnicas de Armstrong, puede «analizar a las personas». Sus padres reducen la verdad a la autoridad y a cuestiones de ajuste: le dicen que debe «tener fe y creer en lo que me digan los doctores». A su vez los doctores le dicen: «eres un hombre muy enfermo». Le explican que su problema estriba en que «tienes ideales que son contrarios a la sociedad normah>. Moore contesta: «¿No es normal que un hombre quiera la paz del mundo al amparo del Derecho, que sueñe con la paz en la tierra, la buena voluntad para con los hombres? ¿No es normal querer ayudar a los demás, querer alentar a la
gente a pensar ... ? ¿No es normal creer en mis ideales?». Al menos arguye, sus creencias son inofensivas, a diferencia de las de quiene~ emptezan guerras mundiales. S~s visiones -sobre Armstrong- se desvanecen gradualmente. Pero m~luso ento~ces, una vez restaurado su sentido de la realidad, los camm~~ del as1lo para llegar a la libertad no tienen que ver con 1~ P;rcepcton ve_rdadera y fals~, s~no si:nplemente con ciertos procedtmtentos .. Le dicen que le deJaran saltr sólo si acepta someterse a un tr~t.annento de insulina. Sl se niega, tomarán su actitud como ne~at_tvtsmo. Moore concluye que se trata del régimen de «lavado qutm:co. ,del cerebro». Le aplican el tratamiento (Moore hace una descrtpcron 1arg~ y horripilante de la terapia de coma); Ie dejan aband?nar el as1lo, pero en este caso no hay ningún final feliz a lo Horatto Alger:
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A vosotros os toca decidir si he de avanzar como don Quijote c~r?ando contra su molino de viento o como el peregrino en su VlaJe. De ~echo, en esta mitad democrática del mundo, todo mi futuro. es.ta en vuestras manos, a vuestra merced. Yo sólo puedo dar m1 vtda. Y vosotros debéis hacérmela o rompérmela.
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La crónica de Moore pone de relieve la tensión que existe en Ia cultura norteamericana entre, de una parte, la libertad individualista y, de otra, el conformismo terapéutico. Si los «normalizadores» son los malos de .la película, vale la pena observar que el paladín de los ~alares ese?cralmente norteamericanos se ve sostenido por un «anaI~st~» que mterpreta el papel del tradicional Todopoderoso providenciahsta. Mo~re es también hijo de su tiempo en la solución que ofrece. Un par de srglos antes, un «Llanero Solitario» como Alexander Cruden, que lu~haba _cont:a la tiranía de «el mundo», defendió con firmeza su propra ra~IOnalidad. Moore, en cambio, prueba otra línea de condu.cta: «Nadre está cuerdo. Todo el mundo es esquizofrénico». _mismo se encuentra enganchado a la seducción retórica de la sociedad terapé~tica, a la idea, propia del New Deal, de que todo el mundo necesrta ayuda.
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La vida de pm Curran representa otra serie de variaciones sobre los temas que mterpretara Clifford Beers. William Moor~ se sip#ó
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alentado a explorar los caminos que llevaban a la libertad y el individualismo, pero se encontró atrapado en un laberinto. Jim Curran trató de alcanzar los objetivos paralelos que todo el mundo le había inculcado desde sus años en la escuela: ¡ten éxito! ¡enriquécete! ¡disfruta del poder! También él pudo comprobar que sólo conducían al asilo. Incluso allí le persiguieron las mismas voces. «Sueño que estoy en un cráter -escribe desde el hospital- y tengo que llegar arriba ... Sé que debería llegar arriba, pero no podría.» Al igual que Beers, trazó «grandes proyectos» sobre cómo se vuela. Curran creció en los años de entreguerras y era hijo de un fabrica~te. Después de su paso por la universidad, entró en el negocio de la confección y en determinada etapa aceptó un empleo de viajante en el Oeste. Era un hijo obediente. «Me había propuesto abrirme paso y estaba decidido a conseguirlo.» En su caso no había ninguna duda sobre cuál era el rumbo correcto que debía seguir en la vida: «Quería triunfar en los negocios». Todo fue bien al principio. Sus esfuerzos fueron apreciados y ascendió en la empresa, llegando a ser gerente y socio. Le gustaba contemplar a los trabajadores felices que salían de la fábrica a última hora de la tarde: «Me producía una sensación agradable de poder benigno». Pero aparecieron síntomas reveladores. Tenía ganas de moverse, sentía un «deseo impaciente de seguir avanzando». Disminuyó su capacidad de concentración y empezó a dejar las cosas para mañana: pronto «desapareció mi anterior yo afanoso». El negocio iba mal, las deudas se acumulaban, se tomaban decisiones desacertadas, la empresa cerró. De nuevo se hizo viajante de comercio {«mi formación sólo me capacitaba para vender»), pero, al igual que Wíllie Loman,* no conseguía vender nada. Con el cerebro atormentado por las oportunidades que no se presentaban, Curran se sumió en el letargo, en una espiral descendente de preocupaciones, ineficiencia y más preocupaciones: sobre todo, la angustia de aparecer como un fracasado a ojos de su esposa y sus hijos. «Estaba hastiado)>; «mi mente se sentía cada vez más cansada»; quedó «mentalmente paralizado». Al final, ahogándose en la lástima de sí mismo y en las acusaciones también dirigidas contra él mismo, quedó reducido a poco más que «un espíritu roto, una mente desordenada». <~Algo me impedía avanzar, pero yo no sabía de qué se trataba.»
Los p~rientes creyeron que sencillamente «tenía pereza>>, que había «perdtdo el tesón», y le dijeron que «hiciera un esfuerzo por sobreponerse». Sabía que lo de tener pereza no era verdad y se sintió ofendido. Así pues, debía de estar enfermo físicamente. Su doctores creyeron que se trataba de una úlcera o de apendicitis («Nunca se me ocu~rió que mi problema pudiera tener una base mental>>, añade). Paso una temporada en el hospital. Le quitó muchas preocupaciones Y resultó un gran alivio. Porque queria decir que «yo estaba enfermo» Y «me deleité con este pensamiento», porque «me habían aliviado de la responsabilidad de ganarme la vida». Salió del hospital para vender seguros, pero no tardó en sufrir un ataque de nervios en toda la regla. La familia le despachó a un costoso asilo privado que llevaba el eufemístico nombre de «sanatorio». Una vez más Curran sintió que le quitaban de encima una carga de culpabilidad que amenazaba con aplastarle: lo suyo era una enfermedad mental y no pereza. Además, no estaba enfermo porque hubiera fracasado, sino que había fracasado porque había estado enfermo desde el principio. Así pues, los médicos del sanatorio le ayudaron en un sentido: al calificar su problema de trastorno mental, le absolvieron de la culpabilidad que le atormentaba. Pero le hicieron daño en otro sentido. Porque (creía Curran) tenían un interés creado en la enfermedad mental y lo explotaron al máximo. Cuanto m~s enfermos estaban sus pacientes, más tiempo pasaban en e! sanatono y, po: ende, mayores erap los honorarios. El propieta· n.o:~octor le s~guta a todas partes acusándole de «negativismo» y dtclend~le «e~t~s.loco de atar, y siempre lo has estado», con lo que pretendta (a JUlClo de Curran) hacerle empeorar. El establecimiento entero era una indecente máquina de sacar dinero que no ofrecía ninguna ayuda, ninguna terapia, ningún programa. Los honorarios exorbitantes sólo servían para comprar secretismo. Curran sufrió golpes devastadores (no fue el menor de ellos el que su esposa se divorciara de él) y siguió empeorando; de hecho, empezó a pensar en el suicidio. Transcurridos siete meses fue trasladado («ingresado, y no encerrado», recalcó él) al hospi;al mental del estado, inmensa institución que albergaba a unos 2.000 pacientes. Resultó ser su salvación. El hospital de Saint Charles era bien llevado por personas amigables y entregadas a su trabajo, alegres y solícitas. Una vez más, Curran se sintió aliviado porque otros hacían las cosas por él, tomaban decisiones por su cuenta: «Me cuidaban automática-
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mente»; era un gran alivio que «_tomaran en consideración sus deseos». «Estaba enfermo, era un fracasado.» Mas ahora eliminaron el estigma del fracaso. El hospital le ayudó a levantarse, no en menor n1edida haciéndole trabajar, en el taller de carpintería, en la panadería, en el jardín de uno de los ayudantes. Accesos de depresión profunda {«un monstruo, una excrecencia») seguían acosándole cuando reflexionaba sobre las ruinas de su vida y la pérdida de su familia (unas voces le decían: «lo has perdido todo»). Pero poco a poco fue recuperando el respeto a sí mismo. Empezó a pensar con ilusión en el momento de salir del hospital, en encontrar trabajo fuera. «A un hombre que vale no se le puede tener postergado siempre.» Esta vez no cometería ningún error. «Tenia que salir y ganar dinero, montones de dinero.» De esta forma se vengaría de sus rivales. «El hombre que había fracasado una vez y otra saldría del hospital para insanos y amasaría una fortuna inmensa por iniciativa propia.» Iba a «ganar un montón de dinero y terminarían sus apuros}>. Lo único que hada falta era tener una buena idea comercial, inventar algo que pudiera patentarse como el proverbial clip sujetapapeles: un tónico, un cepillo para el pelo. Por fin se le ocurrió la gran idea. Observando las colillas, se dio cuenta de que generalmente las personas sólo fumaban la mitad del cigarrillo. Era claro que sólo les apetecía la mitad. Patentaría una maquinilla de cortar-boquilla que cortaría los cigarrillos por la mitad y permitiría fumarlos como era debido. El público se percataría de la lógica del invento y lo compraría por millones. Sometería a las compañías tabaqueras. Podría dictarles sus propias condiciones, decirles «Soy un poder», un «dictador absolutm>. Curran siempre había sido víctima de sueños de grandeza, en los buenos tiempos y en los malos. Sabía que el hecho de que continuara soñando con estos castillos en el aire únicamente podía indicar que la enfermedad continuaba. Por suerte, un psiquiatra maravilloso le salvó. El doctor Carlsen siempre se preocupaba por sus pacientes. Era amigable y atento, pero firme. Hablaba claro, evitando todos los eufemismos tontos sobre «nervios» o «exceso de trabajo», así como la frase paternalista «a usted no le ocurre nada malm>, que con frecuencia utilizaban médicos bienintencionados pero equivocados. Nunca le quitó importancia a la enfermedad de Curran, pero siempre le infundía esperanza y le convencía de que había una luz en el extremo
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del túnel. Con dulzura y firmeza a la vez, Carlsen hizo que Curran se librara de sus delusiones. Insistió en que contemplara su porvenir con realismo. Sí, Curran debía volver al mundo, porque la gente tiene que aprender a valerse por sí misma: «Debo ayudarme a mi -· mismo a recorrer la senda de la recuperación». (Por supuesto, en '· caso de apuro siempre podria volver al hospital de Saint Charles.) Sí, Curran podía irse, pero no antes de que llegara el momento oportuno. Sí, Curran tenía que trabajar, pero debía buscarse un trabajo apropiado, que fuera físico en vez de mental. Carlsen le ofreció inspiración. Los doctores le decían que recordara cómo el general Grant había vencido su problema con la bebida, que pensara en cómo Lincoln había superado su depresión. Pero Carlsen también le daba consejos prácticos. Lo que necesitaban los enfermos era ayuda ! en vez de simples consejos. Al final, Curran fue dado de alta. Encontró un empleo de ascensorista (analogía en el mundo real de la delusión de volar). Seguían acosándole las dudas y la depresión. Pasaba sus ratos libres escribiendo todos sus males, redactando cartas interminables de explicación y acusación, sumido en un mar de lástima de sí mismo y vitupera. ción, girando alrededor de su «miedo al fracaso». Perdió el empleo. ,! Pero esta vez tenía fuerza en lugar de desesperación. Un amigo le ·_, encontró un empleo mejor. Ahora podía hacer trabajo de oficina, utilizar su talento en vez de malgastado, comido por el miedo y la duda. Curran puso a su autobiografía espiritual el título de A mind restored. Las afinidades con el título de Clifford Beers son patentes. No está claro si Curran conocía la vida de Beers, pero sus propias .. recomendaciones en el último capítulo recuerdan mucho la filosofía de Beers. ¿Cómo podemos aprender de su experiencia y vencer esta ~ maldición terrible de la enfermedad mental?, pregunta. Sobre todo, la sociedad requiere un conocimiento científico mejor de la dolencia, así como unas actitudes más comprensivas. El estigma debe ceder su puesto a la comprensión. El reconocimiento y el tratamiento precoces son importantísimos (en sus tiempos de sueños de grandeza Curran había soñado con usar sus beneficios para montar una cadena \~ de clínicas de tratamiento precoz). Había que acabar con los asilos privados que no hacían más que desvalijar a los pacientes. La res' puesta a la insania era crear más hospitales mentales, pero éstos :~ tenían que ser buenos y bien llevados. El camino para avanzar tam.i bién estaba en m¡tnos del propio enfermo. Era un.a solución que ern.·
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pezaba a ser tan norteamericana como el pastel de manzana. De la persona enferma dependía que abandonase sus sueños y «aprendiera a afrontar la realidad». A tal efecto, lo que se necesitaba sobre todo era <(consultar con un psiquiatra»; puede «ahorrar años de aflicción». Curran pensaba en Carlsen. Éste era quien le había ayudado a «encontrar el camino de vuelta a la normalidad». Carlsen le dio a Curran su regla de oro: «Debo aprender a ajustarme al mundo en vez de esperar que el mundo se ajus_te a mí». Una vez devuelto a la normalidad, «me siento tan privilegiado al ver que me invita a continuar en comunicación con él». Curran, al igual que tantos otros pacientes norteamericanos a partir del período de entreguerras, empezaba a descubrir que la clave de la salud mental estaba en manos del terapeuta. Y su misión, como recalcó Curran, era, sobre todo, restaurar la «normalidad». De esta forma el fracaso se transformó en éxito. Más aún que A mind that found itself, el libro de Curran, A mind restored, era -como decía la introducción- «una historia alegre» que brindaba «un mensaje de aliento» a los que desesperaban de «volver». Horatio Alger podfa tener razón. Después de todo, los finales felices podían estar a la orden del dfa.
se presentaron. Una era un viejo que se llamaba Burt; otra, un chico llamado Nicky; y la tercera, una figura de marginado que llevaba el nombre de Hinton. Eran «manipuladores de ganchos». Su misión en la vida consistía en clavar sus ganchos a seres humanos (o «cosas», como los llamaban en la jerga de los manipuladores). Una vez «enganchadas», las cosas podian controlarse. Los manipuladores de ganchos -y había muchós más aparte del ttío, con el que O'Brien trabó conocimiento a lo largo de los seis meses siguientes- empezaron a darle instrucciones. Tenía que dejar su empleo; debía hacer un viaje largo en un autobús de la empresa Greyhound {los manipuladores tenían un acuerdo especial con la dirección de la Greyhound que les permitía controlar a las c9sas de forma especialmente eficaz cuando éstas viajaban en los autobuses de la empresa). O'Brien estaba «enganchada», era una muñeca, una marioneta sometida por completo a los dictados de los manipuladores. Sin embargo, el control de los manipuladores se hallaba también sometido a una compleja lucha pot el poder. Porque resultó que los manipuladores estaban organizados en numerosos grupos y bandas distintos, que a menudo rivalizaban unos con otros. Estos grupos comúnmente «se limitaban a devoratse unos a otros», si bien se encontraban bajo la jurisdicción última de un ayuntamiento de manipuladores dotado de poderes punitivos soberanos. Manipuladores rivales se le aparecieron a O'Brien o, con mucha mayor frecuencia, se manifestaban por medio de voces; sus instrucciones soHan revo· carse mutuamente; luchaban por la «carta» que les permitiría manipularla a ella. O'Brien pasaba gran parte del tiempo huyendo de un grupo, esperando que otro la protegiera, viviendo peligrosamente. Porque, al igual que los mortales acosados por los dioses griegos, las cosas eran los juguetes de los manipuladores. Éstos podían atormentar y torturar a las cosas de diversas maneras sancionadas por las leyes del mercado, y el manipulador que mayor éxito obtuviera -el que provocase la mayor reacción emocional por parte de la cosa- era el que recibía más puntos. Cuando O'Brien protestó le recordaron que estos juegos no eran diferentes de los que jugaban los seres humanos, ni de lo que éstos les hacían a los animales irracionales. Las cosas eran los perros de los manipuladores. Durante medio año O'Brien huyó de ciudad en dudad, de hotel a habitación alquilada a autobús de la Greyhound, siempre bajo Jas órdenes de sus siniestros jefes. Finalmente, encontrándose en Califor-
En las tres obras que. hemos visto hasta el momento, el diálogo entre la locura y la normalidad norteamericanas ha transcurrido por entero en la buena y anticuada mente consciente. La razón y la voluntad se han visto agredidas, pero han salido triunfantes. Sin embargo, el siglo del inconsciente freudiano también ha visto cómo este diálogo transcurría bajo tierra. «Barbara O'Btien» -se trata de un seudónimo- era una mujer de negocios que trabajaba en la oficina de una gran organización. Era eficiente y ambiciosa, y estaba bien pagada. Deseosa de saber cómo se triunfaba en los negocios, se dedicó a observar la politiquería de la oficina. A lo largo de un período de varios años, tuvo ocasión de ver que detrás de la afabilidad, de la economía política del hombre que trabajaba para una organización se escondía la ley de la jungla. Era la mentalidad de las fieras que se devoran unas a otras. Cada ejecutivo era un «manipulador» que trataba de clavar sus ganchos a los enemigos. La tortuosidad maquiavélica devenía una segunda natu.. raleza. O'Brien se mantuvo al margen de todo esto y perdió oportunidad es de ascender. Una mañana, al despertar, vio tres figuras extrañas. Las figuras
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nía, un manipulador le dijo que se pusiera en comunicación con un sacerdote que -como, al parecer, hacen ahora los sacerdotes_:_ la mandó a un psiquiatra de un hospital mental del estado. El psiquiatra le pidió perdón por no poder admitirla (en aquellos momentos el estado seguía una política consistente en no ingresar a los enfermos en instituciones), pero la puso en contacto con un psicoanalista freudiano de origen europeo. Éste le dijo que padecía esquizofrenia y que si las voces no desaparecían pronto, tendrían que aplicarle un tratamiento de choque. Al tercer día se separaron. O'Brien se encontraba por fin en el camino de la recuperación, aunque continuaba aturdida (su consciente era una «playa seca» que sólo de vez en cuando era bañada por refrescantes olas de pensamiento). En un momento de claridad se fijó en un anuncio de La muerte de un viajante. Todavía distaba mucho de encontrarse bien. Acudió a su analista en busca de mejor comprensión y de ayuda práctica. El analista demostró ser menos que ideal. Entre otras cosas, cuando las asociaciones libres de O'Brien no le satisfacían, «se impacientaba y enfurecía»; dijo que «iba a arrancárselo a la fuerza». (Más adelante O'Brien leería que «el esquizofrénico, que es especialista por derecho propio en el significado del comportamiento irreal e impropio, detecta rápidamente esta clase de conducta en otras personas, especialmente en los psiquiatras»; a O'Brien le hizo grada la idea de volver las tornas.) En segundo lugar, cuando hubo comenzado a ahondar en las causas del trastorno esquizofrénico de O'Brien, el analista y la analizada se enemistaron mucho. O'Brien tenía su propia teoría convincente sobre el significado de su acceso de delusiones. Podía ver con gran claridad el paralelo entre lo que había experimentado conscientemente . en la oficina y la dominación por parte de fuerzas siniestras, que maniobraban en busca de poder, que ella había sufrido durante Jos seis meses anteriores. Ambas cosas obedecían a las leyes de la «competencia»: «Los manipuladores habían sido hombres de negocios». El analista quitó importancia a lo que O'Brien decía. No, la raíz de sus males se encontraba en
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nalmente con nadie». O'Brien puso objeciones. «El analista, irritado, descargó un golpe sobre la mesa. "Un punto de vista típico de mujer. Y es una tontería, ¿me oye?, ¡una tontería! Las mujeres no se entienden a sí mismas."» (Es evidente que acababa de leer lo que escribiera Freud sobre Dora.) O'Brien siguió resistiéndose. El analista se puso más furioso. «Lo único que no alcanzaba a comprender . . . era por qué, con seis meses enteros a su disposición, mi inconsciente no se había enzarzado en varios miles de discusiones sobre la sexualidad.» Para compensarlo, quiso que le hablara de sus sueños (O'Brien creyó que buscaba la confirmación de que padecía alguna represión sexual). O'Brien se fue a casa y tuvo un sueño. Soñó que estaba comiendo en un restaurante y que acababa de descubrir que su acompañante era un «extorsionista de tercera clase». Al contarle el sueño al analista, éste enmudeció: <
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a salirse con la suya.» Todos estos actos dirigidos por Algo salieron bien. Como diria O'Brien, en el lenguaje vulgar a estas cosas las llamarían «cotazonadas» o «intuiciones». Cualquiera que fuese el términa empleado, el inconsciente estaba dirigiendo su vida con bastante astucia. O'Brien leyó todo lo que encontró sobre la esquizofrenia. Abundaban las interpretaciones de su causa y de su naturaleza; se encontró con que entre los psiquiatras se libraba una guerra de todos contra . todos, como diría Hobbes. De modo que hizo una introspección y formuló una comprensión experimental de su propio caso que tuviera sentido a la luz de la paradoja norteamericana. Se había hecho mujer favorecida con un talento excepcional: por ejemplo, en la redacción inglesa y las matemáticas. Había sido alabada por su talento, pero la rareza del mismo había despertado suspicacias entre parientes y educadores en la comunidad rígida y restringida donde pasara la adolescencia. Debido a las presiones, había optado por conformarse públicamente, al mismo tiempo que se aferraba a su inconformismo privado a costa de dividirse a sí misma en compartimentos. Se había vuelto una experta en acatar órdenes sin chistar, pero vivía con el temor de convertirse en una «inadaptada», o de que la denunciaran como tal. Sus reacciones de espanto al ver la actuación de los manipuladores de ganchos habían servido para que su temor a la vida saliera a la superficie. Su episodio de esquizofrenia la obligó a afrontar su temor y a suplantarlo con una saludable ira. En este proceso, el manipulador inconformista, Hinton, obviamente había estado con ella en todo momento. O'Brien había aprendido a hacer valer sus derechos y ahora sabía que podía competir. La esquizofrenia había hecho de ella una mujer más completa, sana y prudente. Gracias a manipulado· res inconscientes A mind that found ítself había recibido un giro nuevo. Hubo, sin embargo, una bonita coda. Ya restablecida y viviendo en California, O'Brien consiguió otro empleo de oficina. ¿Qué encontró en él? «B quería el puesto de A. C y D planeaban hacerse con el puesto de B en cuanto éste hubiera conseguido acabar con A; ambos ayudaron a B a poner en práctica su programa. ¡Dios mío!, me dije, ¿toda la gente del mundo de los negocios es así?» Esto era peor que la última vez. Al menos en su estado natal los manipuladores de ganchos pedían perdón por sus bárbaras actividades. En California los asesinos se mostraban todos tan «indiferentes».
O'Brien vio lo que había detrás de la falsa filosofía de la vida empresarial. «"Afronta tu entorno, niégate a huir de él, ajústate a él, afronta sus batallas con realismo": en lo que a mí se refiere, todo esto es música celestial . . . Las indicaciones de lo que quizá yo seda andando el tiempo eran claras. Bastaba echar un vistazo a mi alrededo pata verlas.» En vista de ello, hizo la única cosa sensata que podía hacer. Dejó el empleo: «El día en que presenté la dimisión me sentí un poco triste. Me pregunté si algún día llegada a ser realista de verdad. Decidí, quizá con un exceso de optimismo, que si observaba cuidadosamente, nunca lo sería».
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11. EL DIOS TERAPÉUTICO Por supuesto, el análisis freudiano ortodoxo también arraigó en el Nuevo Mundo. Entre el elenco de farsantes monstruosos que pueblan la muy aubiográfica novela de Sylvia Plath La campana de cristal ( 1963 ), sólo una persona aparece como humana y solícita: la doctora Nolan, psicoanalista. La heroína, Esther Greenwood, pasa por el libro fría y altiva entre sus contemporáneos -son horriblemente superficiales y estúpidos-, pero, al mismo tiempo, consumida por la envidia que le inspira el éxito de los mismos. Los sentimientos que en ella despierta su padre, fallecido hace ya mucho tiempo, fluctúan entre el amor y el odio; nacen de una sensación global de abandono. En el caso de su madre, siempre exigente y llena de reproches silenciosos, siente un resentimiento inexpresable· que aflora a la superficie transformado en culpabilidad. Sólo la doctora Nolan comprende; sólo la doctora Nolan acepta. Finalmente, Esther logra desahogar la rabia que le hace sentir su madre. «La odio -dije- y me quedé esperando el golpe. Pero la doctora Nolan se limitó a sonreírme como si algo le hubiera complacido mucho.» Para Esther, la doctora Nolan se convierte en la «madre buena» que sustituye a la «madre mala» biológica, y la novela termina con una nota optimista, con la heroína recuperándose de un intento de suicidio gracias a la psicoterapia. La campana de cristal, publicada cuando faltaban sólo unas semanas para que la propia Sylvia Plath se suicidara, da una buena idea de la experiencia positiva de la «buena psicoterapia» vivida por la propia autora. En 1953, después de su primer intento de quitarse la vida, a los veinte años de edad, Plath babia sido sometida brevemente a mala psiquiatría, que la había bombardeado con insulina, tratamientos
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de. choque ~ fármacos. Sin embargo, no había tardado en ponerse baJ? I,os cutdados de la doctora Ruth Beuscher. Experimentó una mejorta enorme. «La quiero mucho», escribió a su madre en 1954. Después de casarse con Ted Hughes en 1956 en 1958 Plath acudió de nuevo a Beuscher para recibir más terapfa. Como indican las anotaciones detalladas en sus Diarios, estos encuentros posteriores resultaron experiencias inmensamente ricas y estimulantes. En el plazo de unos meses Plath produjo algunas de sus mejores poesías. Tal vez la terapia hizo de comadrona. Plath aceptaba con entusiasmo las explicaciones de la doctora: «Tengo la sensación de aprender tanto de ella». Beuscher la ayudó a a~:onta~ ~os tumultos s~~t;rráneos que habían precipitado su depreston. sutctda y le permttlO expresar sus verdaderas emociones por med10 de la poesía. La terapia y el arte se fundieron. Sus mejores poemas de 1959 -«Electra on azalea path», «The beekeeper's daughter», «Te colossus»- captan la voz de la «hija mala» que está furiosa con su familia. A su padre, que había muerto cuando ella tenía sólo ocho años, lo presenta como un tirano autoritario y rígido. Sin e:nbargo, lo~. anhelos ambiguos, semejantes a los de Electra, que insptra en la htJa también.aparecen expresados. En La campana de cristal Esther únicamente es feliz mientras su padre vive. Si el padre se transforma en mito, la madre se convierte en víctima propiciatoria. El blanco primario de los poemas de Plath en esta época, así como de sus diarios contemporáneos, es su madre. Al igual que padre, también a ella la presenta como una persona poderosa, dom:nadora y co?troladora. Entre los dos niegan a la hija espacio prop10 para resptrar. Pero, a diferencia del padre, que había sido francamente autoritario, la madre manipula por medio del sacrificio personal desinteresado y estimulando los sentimientos de culpabilidad. Se impone valiéndose de su modestia. En efecto, le dice a Sylvia: sé humilde, sumisa, obediente como yo, o serás una mala hija. Estos poemas ofrecen específicamente Ja solución de un problema que Plath le había planteado a Beuscher. Plath quería escribir y no podía. Al mismo tiempo, albergaba malos sentimientos para con su madre, pero no podía expresarlos. Beuscher consideró que los dos «bloqueos» eran simbióticos. Tal como Plath anotó en sus diarios la analista le explicó: '
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Estás tratando de hacer dos cosas incompatibles este año. 1. Mortificar a tu madre. 2. Escribir. Para mortificar a tu madre, no escribes, porque tienes la sensación de que debes darle las historias a ella, o que ella se apropiará de ellas. ... Asi que no puedo escribir. Y la odio porque no escribir le hace el juego y arguye que tiene razón, fui una tonta en no enseñar, o hacer algo seguro, cuando aquello por lo que he renunciado a la seguridad no existe. Los escritos de Plath volvieron a ocuparse una y otra vez de estas trampas. Equivalen a una expresión sostenida de su propia ira contra los padres, sobre todo la madre, y una exploración de su propio sentido confuso del yo en relación con su niñez y su crianza. ¿Hasta qué punto era hija de su madre? Es claro que creía que la terapia era terapéutica. También consideraba que escribir era «mi salud»; la poesía era la curación por la escritura. Creía que por medio de estas dos cosas se descubriría a sí misma y alcanzaría la catarsis. Pensaba estar liberándose (¿a la libertad por la locura?). ¿Era así? ¿O acaso lo que Plath consideraba «per-elaboradón» era todo una ilusión, un simple caso de «actuación», de repetición? Cualquier solución sencilla, huelga decitlo, sería demasiado fácil. Lo que parece claro es que Plath albergaba una fe real en la empresa básica del psicoanálisis. Al fin y al cabo, en La campa!ta de cristal Esther se somete a la terapia, por medio de ella P,uede expresar el odio a su madre, y se recupera. Para Plath, sacar a la superficie emociones reprimidas del inconsciente y lanzarlas al mundo era la clave tanto de la terapia como de la poesía. En cierto momento pensó en la posibilidad de doctorarse en psicología clínica. Además, comprobó que las doctrinas específicas de la ps~cología clínica le ofrecían los instrumentos que necesitaba. Le proporcionaron conceptos ya hechos. Cuando la doctora Beuscher cambia la hora de una cita, Plath comprende el significado real de lo que hace la d~c tora: se está «reteniendo simbólicamente». El freudismo proporciO· naba un lenguaje mediante el cual su padre pasa a ser la explicación de todo: «Si realmente pienso que maté y castré a mi padre, ¿cabe que todos mis sueños de personas deformadas y torturadas fuesen mis visiones culpables de él o temores al castigo?». Sobre todo, le proporcionó argumentos para vindicar sus actitudes ante su madre. La madre podía convertirse en la vfctima propiciatoria perfecta. Al reanudar la terapia, escribió: «Esta semana he sido más feliz que
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durante los últimos seis meses ... Es como si R. B. [es decir, Ruth Beusched al decir "te doy permiso para odiar a tu madre" dijera también "te doy permiso para ser feliz". ¿A qué viene esta relación? ¿Es peligroso ser feliz?». Plath lee a Freud y éste le brinda más iluminación sobre por qué la madre es la culpable de su bloqueo mental. La raíz de éste era «Un impulso asesino transferido de mi madre a mí misma: la metáfora "vampírica" que usa Freud, "agotando el ego"; éste es exactamente el sentimiento que tengo y que me impide escribir: las garras de mamá». Como señala acertadamente Jeffrey Berman, en sus tiempos de estudiante Plath s~ había dedicado a ser una hija perfecta. Ahora se dedicó a ser la perfecta analizada, se dedicó a su analista perfecto, una «figura materna permisiva», a la que deseaba dedicar su primer libro. Plath acometió con gran entusiasmo sus actividades terapéuticas: «Voy a trabajar de firme, a poner en duda, a examinar a fondo la porquería y las tonterías y a permitirme sacar el máximo provecho de ello». Nos es del todo imposible saber hasta qué punto sus soluciones -las acusaciones implacables contra sus padres- fueron verdaderamente su propio «autodescubrimiento» o en qué medida le fueron sugeridas por la doctora Beuscher; y, en este último caso, ¿se trataba simplemente de alusiones burlonas o fueron propuestas con el entusiasmo intimidante con que Freud informó a Dora? Cabe preguntarse si en todo esto la doctora Beuscher, que no era mucho mayor que Plath, no estaría resolviendo sus propias «tonterías» familiares. La visión de sus padres como ogros, ¿había ocupado un lugar en el inconsciente de Plath desde el principio? ¿O la plantó la analista? Merece la pena examinar un ejemplo concreto. La campana de cristal concluye con dos conocimientos que liberan de forma casi mágica a la heroína: su sustentadora relación terapéutica con la doctora Nolan y el suicidio de su odiosa rivallésbica, Joan Gilling (que es enemiga de tener hijos y partidaria de seguir una carrera). A Plath la fascinaban los álter egos y es claro que quiso que Esther y Joan aparecieran como dobles. El mensaje es, al parecer, que el elemento homosexual que hay en Esther debe ser sustituido, incluso eliminado, antes de que pueda convertirse apropiadamente en una mujer madura y triunfante. En tal caso, es un reflejo perfecto del punto de vista freudiano ortodoxo. ¿El análisis ha adoctrinado a Plath hasta el punto de empujarla a sacar semejante conclusión?
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En este sentido reviste u11 interés especial el comentario que sobre Plath hace Jeffrey Berman. Porque arguye que, al rechazar a su propio doble en la novela, Plath revela un punto flojo: creía erróneamente que la Esther psicoanalizada del final de la novela estaba sana. No era así. Había cometido el error de dividir y rechazar allí donde, con mayor percepción, debería haber unido e incorporado. Berman arguye que la explicación de este errot se encuentra en el hecho de que Esther-Sylvia padecía «narcisismo patológico¡>, tal como lo definía el doctor Otto Kernberg, psiquiatra. Berman traza el carácter de una narcisista así: es una persona pomposa que al mismo tiempo se odia a sí misma, es hipercrítica, despreciando y a la vez envidiando a los demás, hambrienta de amor y, pese a ello, incapaz de darlo, una perfeccionista condenada a imperfecciones. Resumiendo a Kernberg, Berman explica las fuentes de tal narcisismo: sobre todo, tener una madre exigente, lo que produce una niñez de privación y agresividad que conduce a sentimientos de matricidio e infanticidio, etcétera. Mira por dónde: la descripción se ajusta perfectamente a Plath y a su madre. La consecuencia implícita es que, recalcando la rivalidad edípica y no acertando a resolver el narcisismo de Plath, la comprensión que Plath y Beuscher alcanzaron en sus análisis era superficial; necesita ser sustituido por uno mejor, el cual, por así decirlo, de haber sido propuesto entonces, habría dado un pronóstico más sano. Berman critica a Plath por colocar a la doc· tora Nolan en un pedestal como maga omnipotente. Mutatis mutandis, no obstante, la interpolación de Berman nos recuerda a Freud reescribiendo el apéndice del caso de Dora. Una vez más, el psicoanálisis les dice a las mujeres lo que quieren, lo que deberían pensar del lesbianismo. Podríamos ver aquí que el psicoanálisis exige una segunda oportunidad. ¿Hay un sinfín de futuros para las ilusiones? Tal como ha comentado Elaine Showalter, puede que el psicoanálisis fuera sencillamente un callejón sin salida en lo que se refiere a comprender los dilemas de las mujeres, la enfermedad femenina. Plath se encontró con que las exigencias rivales de escribir, de su propia sexualidad, de ser madre, en un mundo de hombres ejercían sobre ella una presión intensa. ¿Quedar atrapada en una psiquiatría patriarcal que la atrapaba en su propio pasado era lo que realmente necesitaba?
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Muchos escdtores de este siglo se han sometido a la psicoterapia. Unos pocos, como Plath, han hablado de ella con entusiasmo. Muchos, como Philip Roth, han mantenido una distancia irónica. Algunos se han mostrado francamente hostiles. Charlotte Perkins Gilman había conocido la cura de reposo de Weir Mitchell. Éste le dijo que nunca más volviera a coger una pluma. Gilman empezó a sentir un antagonismo implacable ante los que «se entrometían en la mente». Como mujer y feminista, juzgaba ofensivo el convencimiento de Freud de que la liberación sexual se encontraba en el fondo de la solución: . era «el resurgir del culto fálico expuesto ante nosotras con la solemne fraseología del píscoanálisis». Lo que es indiscutible, con todo, es que gran número de «autobiografías espirituales» del presente siglo se han escrito partiendo del lenguaje y las suposiciones de la psiquiatría dinámica, sobre todo freudiana, y .muchas de ellas cuentan con detalle la historia de los encuentros analíticos. Tenía trastornos; me sometí al análisis freudiano; y ahora estoy mejor: he aquí una letanía constante. Empieza por el propio Freud, la primera persona que es curada de una psiconeurosis grave por Freud y por las técnicas del psicoanálisis. No es mi propósito hacer aquí una aportación a los debates que siguen celebrándose entre los historiadores y los psiquiatras en torno a la evaluación de Freud y su obra. No hablaré de si el psicoanálisis freudiano es ciencia verdadera o si, de hecho, es una terapia eficaz. No exploraré si las crónicas históricas de los orígenes y la evolución del psicoanálisis que ofrecen el propio Freud y sus seguidores son en su mayor parte fidedignas o si, como han afirmado Sulloway y otros, son esencialmente «leyendas». En vez de ello, examinaré a Freud como a todos los demás personajes del presente libro, como a una persona que sufrió un trastorno mental y que posteriormente contó la historia de su vida. Freud publicó su Autobiografía en 1925, cuando tenía sesenta y ocho años y creía estar mutiéndose de cáncer. Partiendo de su nacimiento en 1856 en la ciudad morava de Freiberg, el libro nos dice que la familia se trasladó a Viena cuando Freud tenía cuatro años Y nos h~bla de los éxitos resonantes que obtuvo en la escuela y que le empujaron a tomar la decisión de estudiar medicina. El antisemit~~mo que e::-.istía :ntre los _doctores le acostumbró a la «no aceptactom>, 1~ ,cual, segun nos dtce, le fue útil para aceptar los rechazos que sufno durante toda la vida. Freud cuenta en el libro sus estudios
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con Brücke de 1876 a 1882, el reconocimiento creciente que obtuvo como neurólogo en ciernes y el período fructífero que pasó con Charcot en París en 1885. Al volver a Viena, contrajo matrimonio con la mujer que tuvo la «culpa» de que «no fuera ya famoso a tan temprana edad»: unas vacaciones que había pasado antes con ella habían impedido que se le reconociese el mérito del descubrimiento de la anestesia local a base de cocaína. «No le guardaba ningún rencor a mi prometida.» Freud volvió de París entusiasmado con las investigaciones de la histeria masculina que llevaba a cabo Charcot. Presentó un informe sobre ellas ante la Sociedad de Medicina de Viena. Recibió (nos cuenta) una acogida totalmente hostil. A causa de ello, no tardó en verse «excluido» del laboratorio de Meynert: «Me vi obligado a unirme a la oposición». ' Así que tuvo que empezar a ejercer la medicina particularmente. Trató a algunos neuróticos, al principio por medio de la hipnoterapia. Al cabo de un tiempo colaboró con Josef Breuer, quien, reconociendo la enorme importancia de los factores ínconsc~entes, creó la técnica consistente en tratar la histeria de conversión por medio de la hipnosis y la «catarsis». Su obra conjunta Estudios sobre la bisteria (fue publicada por primera vez en 189.3 y apareció como libro en 1895) encontró «falta de comprensión» y <~una rotunda repulsa». El pusilánime Breuer «se sintió herido», pero Freud «se lo tomó a risa». A partir de aquel momento, Freud tuvo que arreglárselas solo: «no pudo librarse» de la pérdida de la amistad de Breuer. Con sus propios recursos y ante la «incredulidad y las contradicciones», Freud erigió los grandes pilares teóricos de su templo científico, «las teorías de la resistencia y de la represión, del inconsciente, de la importancia etiológica de la vida sexual y de la importancia de las experiendas infantiles». Freud insiste en que estas verdades no las descubrió especulando, sino científicamente, gracias a una intensa experiencia clínica. La formulación de las mismas había exigido de su capacidad que reconociera y rectificase un error cardinal. Se habia convencido de que la raíz de las neurosis estaba en conflictos sexuales reprimidos. Algunos pacientes le dijeron que de niños habían sufrido agresiones sexuales por parte de sus padres. Freud les babia· creído («Suspendiendo a propósito mis facultades críticas para conservar una actitud receptiva y libre de prejuicios»). Fue un error. Pronto dio con el significado «correcto»: las historias que contaban los pacientes
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no eran más que «fantasías desiderativas». De este modo «tropezó» con el complejo de Edipo. Al hacerlo, sin embargo, se había cargado de «indignación» y «contradicciones» por sus esfuerzos. Más o menos en la misma época perfeccionó la técnica de asociación libre que «garantiza» la objetividad del análisis al hacer que <
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tendencioso. Freud evoca el mito del héroe crucificado, luchando conuna ctónica que ningún psiquiatra dinámico aceptaría literalmente tra fuetzas superiores, repudiado y ridiculizado por el mundo, aban,., siquiera por un momento. donado por muchos de sus antiguos amigos y aliados, pero finalmen, Lo que llama doblemente la atención es el silencio absoluto de te triunfante y vindicado. Sus pretensiones de originalidad son exor· :' Fre~~ sobre el h_e,cho de ~ue él _mismo, durante varios años imporbitantes, pero al mismo tiempo omite siquiera la más leve mención tant1s1mos, padecto lo que el comunmente denominaba una «neurosis» de influencia y colaboradores clave. Así, no dice ni una· palabra de la Y lo que su entusiasmado discípulo y biógrafo Ernest Jones llamó fructífera amistad intelectual y emocional que durante ·el decenio de ·: «una psiconeurosis muy considerable», un < "[ (se veía obligado a pedirle a Breuer que le prestase dinero). Desde el trabajos -sobre la histeria masculina, por ejemplo- fueron recibidos .i, momento mismo de la conferencia sobre la histeria masculina que con con indiferencia o frialdad. Pero eso no es cierto. Como ha demostratan poco éxito dio en octubre de 1886, se había sentido repudiado do Sulloway, dichos trabajos fueron muy comentados, a menudo por los doctores académicos de Viena, y se había aislado de ellos. favorablemente. En sus momentos más optimistas Freud era capaz de jactarse de su Estas cuestiones, empero, no son lo que nos interesa en estos mo· «espléndido aislamiento», pero eso no puede ocultar el hecho de que mentos. Sin embargo, hay dos extremos que vienen al caso. En primer le perturbaba que en el mundillo médico le tuvieran por un «monolugar, resulta curioso que la autobiografía de Freud no tenga ni pizca . maníaco», o que Breuer acabase creyendo que sufría «insania moral de freudiana. Nos brinda una crónica muy somera de su vida externa, o paranoia científica». Trataba principalmente a neuróticos, valiéndose pues aparece dedicada casi por completo a su ciencia, al ejercicio de de la hipnoterapia: era, en conjunto, una profesión arriesgada y Freud la misma y a sus ideas. No dice absolutamente nada de su madre y se deprimía al ver que sus grandes avances científicos tenían, de apenas da detalles de su infancia. De su esposa habla una sola vez hecho, escaso éxito terapéutico (a decir verdad, sus pacientes <
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fobia que le inspiraba viajar en tren. Otros -por ejemplo, el temor a no pasar de los cuarenta años, o, de modo más general, su Todesangst, sus «delirios de muerte»- estaban relacionados con manifestaciones de síntomas físicos de enfermedad. Freud padecía frecuentes migrañas, que a veces duraban tres días. Los senos le causaban problemas, tanto antes como después de ser operado por Fliess. Sobre todo, tenía preocupantes síntomas cardíacos: «la arritmia más violenta», acompañada de sensaciones de constricción, espasmo, disnea, palpitaciones, dolores fulgurantes en el brazo izquierdo, ardores, pulso irregular, etcétera. A veces atribuía sus problemas cardíacos a alguna enfermedad interna (Max Schur, que más adelante sería su médico, opinaba que la causa podía haber sido una trombosis coronaria en una arteria pequeña). Con frecuencia culpaba de ellos a su aguda adicción a la nicotina; fumaba veinte cigarros al día y los intentos, bajo la guía de Fliess, de librarse de ese hábito nunca obtuvieron un éxito duradero. Por ot~a parte, es por lo menos verosímil argüir, como hace E. M. Thornton, que Freud, pionero de la utilización de la cocaína en el decenio de 1880, seguía tomándola. Esta posibilidad explicaría varios de sus síntomas, no en menor medida los arrebatos de euforia que puntuaban su pesimismo, y el hecho de que cuando acababa de cumplir los cuarenta Freud, al parecer, confesó que había abandonado toda actividad sexual. Pero los trastornos de Freud también eran en parte psicogénicos. A principios del decenio de 1890 se enfrascó muchísimo en el estudio de la histeria y trabajó incansablemente en busca de una solución de los problemas «sobrehumanos» de la misma. Pero cada descubrimiento parecía traer consigo una repulsa, a cada avance lo seguía una retirada, cada solución creaba nuevos misterios. Con Breuer comprobó que la histeria tenía sus raíces en recuerdós, que frecuentemente procedían de la niñez. Revivir estos recuerdos hacía desaparecer los síntomas histéricos. Este descubrimiento hizo que Freud se preocupara cada vez más por la etiología de las neurosis. De 1893 en adelante, los encuentros clínicos le indicaron que era un trauma específicamente sexual que se traducía en síntomas histéricos, y al mismo tiempo la intensa fertilización cruzada,· el toma y daca entre Freud y su álter ego, Fliess, le convenció aún más de que la sexualidad infantil era un hecho real. Con todo, a medicla que Freud seguía avanzando. con el «Íncubo» del análisis, sus concepciones daban la impresión de ser cada vez más
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descabellad" Y confus:L los orígenes de todos los casos neuróticos, Breuer no pudo mostrarse de acuerdo ·i con él y se produjo la escisión entre los dos a causa de la cual Freud se sentiría traicionado y amargado de modo permanente. Peores cosas habría. .1 A partir de 1895 Freud se mostró convencido de haber desvelado los misterios de la histeria. La experiencia clínica con sus pacientes femeninas había señalado, con creciente claridad, un origen específico , constante: el trauma sexual. En efecto, a resultas de las técnicas freuS> dianas para sacar recuerdos del inconsciente, todas parecían hablarle de alguna agresión sexual en 1a niñez (violación seducción acoso ...... ' ) por parte del padre. Freud se tranquilizó 'a sí mismo' dicién-' etcetera J dose que él no les sugería esta solución a las pacientes, sino que éstas la presentaban espontáneamente. Se sintió inmensamente excitado -pero también aprensivo-- a causa de su extraordinario descubrimi.ento (<, En la primavera de 1896 publicó su «teoría de la seducción», primero en francés y luego en alemán, y la presentó en una reunión de la Sociedad Psiquiátrica de Viena. Encontró una «acogida gélida por parte de los asnos»: los doctores vieneses no vieron ninguna razón para transformar decentes padres de familia en pervertidos, basándose sencillamente en las acusaciones no probadas de muchachas histéricas. Freud adoptó aires de desafío («pueden irse todos al infierno»), pero se disgustó muchísimo. Sólo con Fliess podía compartir sus verdaderos sentimientos. De hecho, Freud llevaba ya algunos años embelesado con el neuroanatomista de Berlín y a veces dirigía sus cartas a él con las palabras «Querido mago»; asimismo se reunía de vez en cuando con él para celebrar ardientes «congresos». Más adelante reconocería que en toda esta admiración había un elemento de «desordenado sentimiento homosexual» (<
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excéntricas (Freud dijo de él que era «aún más fantasista que yo»). Al tratar de llegar a la raíz de las disfunciones sexuales femeninas, atguyó que había una equivalencia entre la nariz y la vagina y la expuso detalladamente en su libro Bezíehung zwischen Nase u1zd weibl. Geschlechtsorgan (Las relaciones entre la nariz y los órgan~s sexuales femeninos) (1902). También persuadió a Freud de la reahdad de los períodos masculinos (el ciclo masculino duraba veintitrés días) y de la menopausia masculina. Las teorías favoritas de Fliess obligaron a Freud a sumirse en una mayor excentrici~ad ~ient!fi~a. En un plano más concreto, le hicieron pasar ~or un ~p~s~dio clímco sumamente demoledor. Freud tenía una pac1ente h1stenca llamada Emma Eckstein, cuya neurosis atribuía a la masturbación. Siguiendo la teoría de Fliess sobre la «neurosis nasal refleja», Freud opinaba que la nariz de Emma Eckstein era la fuente de su actividad ~astur batoria. El tratamiento que habitualmente recomendaban Fhess . y Freud consistía en la aplicación de una dosis de cocaína a la nanz, pero en este caso Freud accedió a que Fliess llevara a cabo una operación antimasturbatoria en la nariz de la paciente. . La operación se efectuó en febrero de 1895. El resultado fue casr fatal. Debido a un tremendo error quirúrgico, Fliess dejó inadvertidamente medio metro de gasa en la cavidad nasal de la mujer. Cuando finalmente se la extrajeron, Emma sufrió una hemorragia violenta, «no tenía pulso, y casi se murió». Incapaz como siempre de sopor:~r la vista de la sangre, Freud huyó del quirófano. Emma no murto, pero se recuperó muy lentamente. La reacción ,d~ Freqd fue ~~struc tiva. Escribió varias cartas a Emma con el proposlto de tranqmhzarla, al principio haciéndose totalmente responsable del disparate. «P~r supuesto nadie la culpa a usted», escribió el 8 de marzo; fue sencillamente' un «percance». De todos modos, para empezar no debería haber animado a Fliess a practicar la operación. Luego, en una serie de cartas que escribió en abril, mayo y junio de 1896, Freud modificó su coartada para Fliess. Ahora arguyó que Fliess no tenía la culpa de lo ocurrido, precisamente porque toda la culpa la había tenido Emma Eckstein. La causa de la hemorragia había sido la reacción histérica de la mujer, su «anhelo», su necesidad de provocar una crisis para llamar la atención. En abril de 1896 Freud asegura a Fliess: «Los episodios de hemorragia fueron histéricos». La fantasía de Freud ha ido un poco más allá cuando llega el mes de mayo: «sangró de anhelo», «tenovó las hemo-
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rragias como medio infalible de despertar nuevamente mi afecto». La viva imaginación de Freud continuó trabajando esforzadamente. En junio ya le dice a Fliess: «no hay duda de que sus hemorragias se debieron a deseos». En enero de 1897, su racionalización del episodio ya presentaba la forma definitiva: «en lo que se refiere a ]a sangre, eres completamente inocente», le dice a Fliess para tranquilizarle. Freud sugirió que cabía considerar a Emma como el equivalente exacto de una de :r aquellas brujas de siglos anteriores. Las brujas afirmaban ser victimas de posesión diabólica; en realidad, sin embargo, no eran más que unas histéricas que inventaban cuentos para incriminar a otras. «¿Por qué las confesiones [de las brujas] bajo tortura se parecen tanto a lo que dicen mis pacientes sometidos a tratamiento psíquico?», preguntó Freud a Fliess. Así pues, Emma, igual que las brujas, había atraído sobre sí su destino con su imaginación perversa. Freud añadía que comprendía muy bien «la severa terapia de los jueces de las } brujas». ' La mitificación que hace Freud del episodio casi fatal sufrido por Emma Eckstein es importante. Porque demuestra que la fantasía empezaba a ocupar un lugar importantísimo en su sistema explicativo, en parte, al menos, porque habfa tenido que inventar una mentira colosal para proteger a su camarada. Porque la explicación de la enfermedad de la paciente estaba en los propios deseos internos de ésta y no en los actos externos ejecutados en ella. Pero Emma Eckstein -según ha argüido de forma convincente Masson- era precisamente una de las pacientes que le habían contado a Freud que de niña habían sido víctimas de abusos. En otro tiempo Freud había dado crédito a esas historias. Pero ahora, ya no. Quizá todas las historias que contaban las pacientes eran fantasías. En la primavera de 1896 había creído de forma desafiante en su «teoría de la seducción» (es decir, la hipótesis de que los padres habían agredido a sus hijas, produciendo con ello la histeria posterior). Pero sus actividades teorizantes comenzaban a quedar desfasadas, pues al mismo tiempo que culpaba a los padres en este sentido, también echaba la culpa a Emma Eckstein. Algo tenía que ceder. Durante 1897 la confianza de Freud en la , <
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Freud nunca lo reconoció textualmente, había vuelto a la opinión del academicismo médico (la que con tanto desprecio rechazara dieciocho meses antes) de que lo que contaban las jóvenes eran simples fantasías histéricas. Ahora se encontraba metido en un mar de dudas («No lo digas en Gath», * le dijo, bromeando, a Fliess); de hecho, hasta 1905 no se sintió capaz de reconocer en público su tremendo fracaso. Freud jamás ofreció una explicación muy satisfactoria de por qué abandonó su escandalosa teoría de los abusos paternos, limitándose a decir que se había derrumbado bajo «la improbabilidad y las con· tradicciones» de la propia teoría. Al fin y al cabo, «costaba creer que actos pervertidos contra los niños fuesen tan generales)>; lo que venía a decir más o menos, empleando otras palabras, que los padres meredan más crédito que las hijas histéricas. Y los historiadores tradicionales de mentalidad psicoanalítica nunca han considerado que el giro de noventa grados que dio Freud planteara problema alguno, ya que representó pasar del error a la verdad. Después de todo, fue precisamente el abandono de la teoría «errónea» (un acto, según Steven Marcus, de «valor personal e intelectual») lo que puso la primera piedra de la verdadera ciencia del psicoanálisis, preparando el camino para el descubrimiento del complejo de Edipo. Procede, con todo, dar algunas explicaciones. Jeffrey Masson ha sugerido que el caso Eckstein creó al menos el clima propicio al cambio de Freud (que Masson, dando la vuelta a la habitual hagiografía freudiana, considera como una «falta de valor»). La necesidad de Freud de proteger a su único aliado íntimo significó simbólicamente absolver al hombre y acusar a la mujer de ser un semillero de fantasía. Sin duda intervino también otro factor. El padre de Freud murió en octubre de 1896. Tras el fallecimiento de su propio padre, Freud pudo abandonar sus complejos sentimientos negativos para con los padres e identificarse más fácilmente con la autoridad paterna. . A decir verdad, la muerte del padre agravó mucho el trastorno de Freud. Éste albergaba sentimientos muy ambiguos para con su padre, y no era el menor motivo de ello la ambivalencia para con su propia descendencia judía. La muerte de Jacob fue una sacudida; se vio «arrancado de las raíces» y durante mucho tiempo se sintió
* Gath era una de las siete ciudades reales de los filisteos. Seguramente se trataba de un chiste privado de Freud y Fliess. (N. del t.)
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«inconsolable». Poco a poco, eli el transcurso de 1897, Freud comenzó a sufrir «parálisis intelectual» periódica. Con frecuencia se encontraba en las «profundidades». En junio ya podía escribir: «He pasado por algún tipo de experiencia neurótica». La pérdida del padre le hizo replegarse en sí mismo, empujándole al autoanálisis («el principal paciente de quien me ocupo soy yo mismo»), por medio del cual revivió su niñez y pretendió aceptar por completo los residuos de sus emociones para con sus padres. Sulloway ha argüido que este proceso no empezó en serio hasta el otoño de 1897, pero hay indicios claros de que comenzó mucho antes y llevó aparejada la exploración de los sueños, así como largos intentos de interpretarlos en las cartas que escribió a Fliess. Freud dijo que estaba entrando en un «capullo y el cielo sabe qué clase de criatura saldrá de él». Lo que salió finalmente al cabo de aquellos meses en que fue «tan interesante para mí mismo» puso los cimientos conceptuales del psicoanálisis. Porque sus rec:uerdos, sueños e introspecciones exculparon totalmente a sus padres de cualquier propósito sexual relacionado con su yo infantil. «El viejo no interpreta ningún papel activo en mi caso», dijo Freud a Fliess en octubre de 1897. De hecho, en la medida en que Freud hubiera sido objeto de atención sexual en la niñez, esa atención había sido obra de una nodriza, la «originadora primaria» de su iniciación sexual. A decir verdad, el intenso e .íntimo autoescrutinio de Freud no había .inculpado a sus padres, sino a sí mismo. El núcleo del complejo de Edípo fue revelado por primera vez a Fliess en una carta del 15 de octubre de 1897: Me he encontrado, también en mi propio caso, con estar enamorado de mi madre y celoso de mí padre, y ahora lo considero un acontecimiento universal en la primera infancia, aunque no sea a edad tan temprana como en los niños a quienes han hecho histéricos. Si esto es así, podemos comprender el poder de absorber de Edipo rey, a pesar de todas las objeciones que la razón pone a la presuposición del destino ... Todos los que formaban el público fueron una vez un Edipo en ciernes en la fantasía y cada uno de ellos retrocede horrorizado del cumplimiento del sueño que aquí se trasplanta a la realidad, con la cantidad completa de represión que separa su estado infantil del presente.
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Las historias clásicas nos dicen que lo que surgió de su «capullo» psiquiátrico fue el fundador del psicoanálisis, armado con el complejo de Edipo. Pronto aparecieron obras germinales como, por ejemplo, La interp1·etación de los sueños. Así pues, la nueva ciencia nació realmente de un trauma mental y de un proceso de autocuración por medio del psicoanálisis. Ernest Jones sugirió que fue una enfermedad creativa: «Que aquel hombre se liberase recorriendo un sendero que ningún ser humano había pisado jamás, mediante la tarea heroica de explorar su propia mente consciente: eso es de lo más extraordinario». Desde luego, como se ha sugerido en el presente libro, nada que fuese muy insólito había en que la gente saliera de una crisis espiritual portando descubrimientos de valor incalculable para el género humano: en aquellos mismos momentos Daniel Schreber salía de una crisis similar y proclamaba su propia religión nueva. Para semejantes personas, un credo cardinal es la idea de que todos los demás seres humanos se encuentran atrapados sistemáticamente en redes de delusión de las que han sido liberados por la crisis mental. Lo que parece de todo punto indiscutible es que a medida que el autoanálisis de Freud fue avanzando, mayor fue su confianza intelectual, más sano se sintió y -gradualmente- más disminuyó su absoluta dependencia emocional de Fliess. Conscientemente o no, Freud recapituló la experiencia del chamán de una fase de aislamiento intenso a la que seguía la salida armado de nuevos poderes. Al igual que Daniel Schreber, Clifford Beers, George Trosse y John Perceval, Freud salió de su trastorno convertido en un hombre con una misión, portador de un evangelio para el mundo. El legado de la neurosis de Freud fue una extraordinaria grandilocuencia intelectual. A menudo se comparaba con Moisés, Aníbal, Edipo, Alejandro, Napoleón: era un conquistador.* Su autoanálisis había revelado verdades universales. No había descubierto el complejo de Freud, sino el complejo de Edipo. Los orígenes de la neurosis ya no debían imputarse a la seducción por parte del padre, sino a deseos que el recién nacido albergaba en su interior. Desde entonces, a pesar de las sutilezas y refinamientos posteriores, el psicoanálisis ha mostrado lo que el mismo Freud dijo que era una monotonía extraordinaria en su preocupación por las figuras paternas y las riva-
lidades sexuales infantiles. Todos los casos que Freud publicó son variaciones sobre un único tema elemental, una sola escena originaria. Basta echar un vistazo al lenguaje mismo y a la construcción dramática de tales casos para ver que Freud se sentía empujado a sonsacarles las reminiscencias edípicas a sus pacientes (el propio Fliess había comentado: «el lector de pensamientos [Freud] lee sólo sus propios pensamientos en los ajenos»). Y a pesar de ello, en un sentido importantísimo, Freud no se consideraba típico, sino único. Él mismo comentó de paso que «el verdadero autoanálisis es imposible: de lo contrario, no habría enfermedad [neurótica]». Dicho de otra manera, si uno poseyese la capacidad de analizarse a sí mismo, uno empezaría por no ser neurótico. Sin embargo, Freud se autoanalizó y lo hizo a su propia satisfacción. Pero el de Freud fue el primer y el último autoanálisis freudiano. En lo sucesivo todos los análisis los llevaría a cabo el mismo Freud o psicoanalistas preparados y analizados por él, etcétera, siguiendo una sucesión apostólica ininterrumpida (es digno de ser notado que Freud psicoanalizó personalmente a su propia hija, a su Antfgona, Anna). ¿Cómo, pues, reaccionaban al análisis las personas que padecían psiconeurosis?
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En español en el original. (N. del t.)
Uno de los detalles más raros de los cuarenta años y pico que duró el ejercicio del psicoanálisis por Freud es que tomó nota detallada de sólo cuatro de sus propios casos. No es de extrañar, pues, que únicamente tengamos una levísima oportunidad de ver desde ambos lados lo que sucedía en cada caso concreto de la terapia freudiana. Quizá lo notable es que tengamos información sobre algún caso. Hay uno, sin embargo, que sobresale entre los demás: el del «hombre de los lobos». Este paciente se sometió a cuatro años de análisis con Freud, de 1910 a 1914, y Freud dio a conocer el caso en un informe de más de cien páginas. El «hombre de los lobos» publicó luego sus propias memorias con licencia psicoanalítica. Aparecieron en un volumen con una introducción de Anna Freud, un estudio de salud psíquica por parte de su analista subsiguiente, Ruth Mack (Brunswick), que, al igual que Anna, había sido analizada por Freud, y algunos detalles personales de Muriel Gardiner, a quien había analizado Mack. (Más adelante el «hombre de los lobos» diría que habían suprimido sus propios recuerdos.) Finalmente, en el decenio de 1970, contraviniendo las prohibiciones expresas de los freu20.- PORT!lR
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dianos, el <>? ¿Cómo había que interpretarlas?
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La clave de todo residía en un sueño que, al parecer, el «hombte de los lobos» había tenido cuando contaba unos cuatro años de edad: Soñé que era de noche y que me encontraba acostado en mi cama. (La cama estaba instalada con los pies hacia la ventana; enfrente de la ventana había una hilera de nogales viejos. Sé que era invierno cuando tuve el sueño, y que era de noche.) De repente la ventana se abrió sola y quedé aterrado al ver que había unos lobos blancos sentados en el nogal grande enfrente de la ventana. Había seis o siete. Los lobos eran completamente blancos y paredan más bien zorros o perros pastores, porque tenían la cola grande como los zorros y tenían las orejas alzadas como los perros cuando prestan atención a algo. Presa de gran terror, evidentemente de ser devorado por los lobos, chillé y desperté. La labor de Freud con este sueño «se prolongó varios años» (se veian una hora diaria, seis días a la semana, por lo que cabe que la neurosis de Sergius tardara más de mil horas en «per-elaborarse» ). Para comprender la «neurosis infantil» que había detrás del sueño y que éste expresaba, Freud se valió de mucho material asociativo que el <. Freud interpretó este sueño como encarnación del recuerdo de una experiencia real de una «escena originaria» que (dedujo Freud) el paciente había vivido a la edad de un año y medio. Cada uno de los componentes del sueño podía a su vez descifrarse. Mediante el truco común de la transformación en lo contrario que seguía el inconsciente, que fuera de noche e invierno significaba que en el momento de la experiencia traumática era de día y verano. La ventana abriéndose representaba el despertar del «hombre de los lobos». En cuanto a los seis o siete lobos de poblada cola, Freud, recurriendo a una larga y compleja serie de deducciones, probó que eran el recuerdo transformado del paciente, el recuerdo de ver a sus dos progenitotes
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copulando. El cambio de número lo exigía da resistencia como medio de distorsión». Freud había inferido de otras fuentes que el «hombre de los lobos» deseaba eróticamente a su padre. Por consiguiente, en el sueño el lobo representaba esencialmente un padre castrador. Además, el paciente conocía un cuento infantil en el que salía un lobo sin cola (es decir, castrado). Semejante castración era una idea aterradora y para «sobrecompensar» este terror, el inconsciente infantil del paciente se había visto obligado a dotar a todos los lobos de colas extraordinariamente pobladas. La quietud de los lobos en el sueño significaba (mediante asociación inversa) el movimiento agitado de la copulación. La blancura de los animales era (por asociación directa) la blancura de los paños menores de sus padres. La posición erecta de los lobos significaba que la copulación se efectuaba a tergo, desde atrás, more fe¡·arum. Resumiendo: el significado verdadero del sueño de los seis o siete lobos blancos inmóviles era angustia de castración. Durante la infancia el «hombre de los lobos» -como en las interpretaciones de Freud de los casos de Christoph Haitzmann y Daniel Schreberhabía albergado el deseo latente de que su padre lo sodomizara. Pero el inconsciente le había advertido que este apetito podía satisfacerse sólo sí pagaba el precio inaceptable de la castración. La angustia no resuelta que aquel sueño expresaba había conducido a su «neurosis obsesiva». Y ésta a su vez había llevado a sus desviaciones sexuales de índole neurótica en la edad adulta. Porque al «hombre de los lobos» sólo le excitaban sexualmente las mujeres de clase baja y nalgas voluminosas y sólo podía obtener satisfacción sexual de las mujeres penetrándolas desde atrás. . El «hombre de los lobos» (según él mismo diría más adelante) había acudido a Freud en busca de consejo sobre si debía casarse o no con Therese, la enfermera, cuya procedencia social era muy inferior a la suya: la familia del paciente se oponía a esa relación. Sin duda había hablado extensamente con Freud sobre sus preferencias sexuales. Sin duda Freud creyó que éstas habían manifestado espontáneamente que se basaba en su angustia de castración tal como la reveló el sueño de los lobos inmóviles (es decir, sus padres copulando). El principio del análisis freudiano nos llevaría a espetar que la revelación al paciente de la fuente de su neurosis infantil sirviera para curarla. Por lo tanto, el <'hombre de los lobos» debería haberse
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curado de su dependencia y de lo que es claro que Freud consideraba su aberración sexual. ¿Ocurrió así?
La respuesta es afirmativa según los psicoanalistas que más adelante aportaron sus comentarios al volumen de las memorias del paciente. Tanto Ruth Mack (Brunswick) como Muríel Gardiner afirmaron que, en esencia, Sergius había sido «curado» por Freud: «los resultados positivos del análisis del "hombre de los lobos" son en verdad convincentes», comentó Gardiner. Cierto es que un pequeño
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era «peligrosa», potque, de hecho, la terapia se convertía en tu vida. En vista de ello, ¿qué pensaba el «hombre de los lobos» de los psicoanalistas que albergaban la fantasía de haberle curado? Se mos· tró amargado en el caso de Muriel Gardiner, que incluso había tra· tado de impedir que hablase con Obholzer. Recordaba a Mack con cierto desprecio: «Presté tan poca atención a lo que me dijo». No era el menor motivo de su desagrado el que Mack siempre estuviera criticando a su esposa, Therese («no tiene ni pizca de guapa», «no le conviene a usted», le había dicho). Durante una sesión la psicoanalista había expresado unas cuantas ideas raras acerca de la costumbre del paciente de masturbarse. :f:l respondió: «(La analista] estaba fantaseando ... qué tontería. [La analista] también inventaba cosas a veces». Cuando ella diagnosticó que sufría «paranoia», el paciente se ofendió tanto, que se puso bien sólo para hacerla rabiar. Muy diferentes eran los sentimientos del «hombre de los lobos» para con Freud. Admiraba mucho las sinceras intenciones buenas de su padre sustitutivo. Pero Freud se engañaba con frecuencia y, en todo caso, era un fanático ciego que «sobrevaloraba su labor». El paciente había aceptado la autol'idad de Freud en muchos aspectos, lo cual había sido un tremendo error. Dejando aparte todo lo demás, Freud, a quien sólo interesaba lo «individual», era terriblemente candoroso en lo relativo a las cosas del mundo. Así, cuando al estallar la revolución rusa el «hombre de los lobos» quiso volver a su país para proteger sus bienes, Freud le dijo que se quedara en Viena. El paciente se quejaba de que ésta había sido la causa de que perdiera su fortuna. Más adelante, al darle Freud dinero, Sergius sospecharía que lo hacía a impulsos de un sentimiento de culpabilidad. Sin embargo, al echar la vista atrás, cercano ya el fin de sus días, dos cosas le parecían importantes al «hombre de los lobos». En primer lugar, el análisis que hiciera Freud de las fuentes infantiles de sus neurosis era poco válido. A juicio del paciente, la raíz de sus problemas sexuales no estaba en su padre, sino en su hermana. La compleja reconstrucción freudiana del sueño de los lobos que tuviera en la infancia no tenía el menor sentido en Io que a él se refería. Desde luego, no se correspondía con ninguno de sus recuerdos. Era, en todo caso, inverosímil por la ignorancia que denotaba. (¡Quién podía imaginar que un matrimonio ruso de su clase social haría que su hijo de corta edad durmiera en la misma habitación que sus padres! Sergius siempre había dormido con su niñera.) En conjunto,
~1 «hombr~ de los lobos» preguntó qué explicaban todas aquellas , lllterpretacwnes de sueños: «Que yo pueda ver, nada. Freud sitúa el origen de todo en la escena originaria que él extrae del sueño. Pero esa escena no aparece en el sueño ... Es terriblemente rebuscado». En todo caso, la pteocupadón de Freud por la naturaleza neurótica de las prodivida~es del paciente (su necesidad del coitus a tergo) estaba muy desencammada. A pesar de lo que Freud diera a entender la primer~ vez que copuló con su futura esposa, Therese, no la penetrÓ desde atras; en vez de eso «ella se sentó sobre mi». Sergius preguntó en broma a Obholzer si se trataba de una forma de «sentarse a enjuiciar» el psicoanálisis. Desde luego, el «hombre de los lobos» había llegado a depender mucho de la autoridad de Freud, pero la reconstrucción que éste hizo de los primetos años de su vida no tenía ningún sentido. En todo :aso, ¿qué utilidad tenía toda aquella arqueología mental? Porque, en realidad, el psicoanálisis no le había ayudado a resolver ninguna de sus dificultades. Era posible seguir los problemas hasta llegar a su raíz, pero ¿por qué iba eso a reducir el sufrimiento? «Todo es mucho más complicado de lo que creen los psicoanalistas.» Sesenta a~os antes, había tenido el impulso de enamorarse de mujeres difíctles, locas, de baja estofa. Seguía teniéndola ahora. Tenía que depender de alguien. Todavía sentía esa necesidad. Y eso se debía en gran parte a que Freud había insistido en ejercer su autoridad. El «hombre de los lobos» recordó que a veces, cuando Freud le explicaba las cosas, él le respondía: «Muy bien, estoy de acuerdo, pero voy a comprobar si es correcto». Y él decfa: «No lo haga. Porque, en cuanto empiece a examinar las cosas críticamente, su tratamiento no llegará a ninguna parte». Es claro que no debemos tomar literalmente ni el «hombre de los lobos» de Freud, ni el de Mack ni el del propio «hombre de los lobos». Sin embargo, el Sergius anciano, con todas sus delusiones sobre sí mismo, poseía un sentido humano de la ironía de la vida. Respondiendo a su relato, Obholzer comenta: «Es verdaderamente muy divertido. Le pido perdón por reírme». Y él contestó: «Sí es divertido». '
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El «hombre de los lobos» fue pionero del arte del análisis como modo de vida; vivió de sus neurosis. Este arte ha sido desarroUado siglo, sobre todo en Norteamérica en $tan m~~ida en el presente . . ...... '
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mde ha pasado a formar parte del mundo de chiste de Philip Roth, 'oody Ailen y otros. En el caso de un profesional norteamericano próspero de la posguerra, John Balt, se convirtió también en un :>do de morir. Nacido a finales del decenio de 1920, hijo de padres judíos de 1eva York, Balt se graduó en Yale y se dedicó a escribir. Su esposa, aire, también judía, quería trabajar con niños. El matrimonio se ;taló en California, donde Balt tuvo mucho éxito escribiendo guÍo· s para la televisión. Claire estaba firmemente convencida de que las personas moder· s y responsables debían darse a sí mismas una buena base «bíblica» psicología y psiquiatría. Le dijo a su marido: «Es un tema fascinte. Mucha gente cree que nunca puedes librarte de tus orígenes nenas que te sometas a algún tipo de psicoanálisis». Balt no estaba 1 seguro; a Claire «no le gustó mi punto de vista». Llegaron a una .ución que satisfaciera a los dos y siguieron un curso de clásicos de psiquiatría: Un libro que seleccionamos, Fífty minute hour, de Robert Lindner, cautivó mi imaginación, que hasta entonces nada sabía de las cosas que se trataban en el libro. Leí algo de Theodore Reík, la biografía de Freud por Jones, la Psicopatología de la vida cotidiana, de Freud, así como su Interpretación de los sueños. Y otro libro que luego tuvo consecuencias especiales: Lectures on psychomtalytic psychiatry, de A. A. Brill. La vida en California tenía sus tensiones. Balt trabajaba mucho :a que nada faltase a la familia, que iba aumentando; los suegros ambos vivían cerca y con frecuencia se entrometían en su intimi1; los niños requerían mucho tiempo. Claire se convenció de que aba fracasando como esposa y como madre («No he sido yo mis»), y decidió que necesitaba ver a un psiquiatra. Balt se opuso principio, pero accedió cuando Claire le dijo que lo deseaba más ~cualquier otra cosa («Quiero que seas feliz», dijo Balt). El anaa freudiano dijo que Claire necesitaba mucha ayuda y le hizo 1er que el análisis duraría de dos a cinco años, cuatro o cinco veces t semana. Balt se puso a trabajar todavía más, en parte para pagar los bonoíos del analista. Pero tuvo algunos fracasos profesionales y empezó 1erder la fe en su capacidad. El resultado fue que en 1960 también
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él se sometió a psicoanálisis, al principio de modo esporádico, pero en 1962 ya iba al psicoanalista cuatro veces a la semana. Se trataba de un tal doctor Edward Grossler, que era freudiano estricto. Grossler le explicó a Balt que la razón de que se sintiese fraca· sado era el hecho de que su esposa se sometiera a análisis. El problema de Balt era que se sentía abrumado por la culpabilidad. Esta culpabilidad era una repetición de sus impulsos edfpicos. Era necesario per-elaborar éstos. La raiz de sus problemas eran los deseos incestuosos que le inspiraba su madre. Estos deseos, por supuesto, habían provocado un miedo de castración que (según se deducía de las interpretaciones de la psicopatología de la vida cotidiana de Balt) seguía poseyéndole. Así, por ejemplo, cuando tenían invitados a cenar y Claire servía menudillos de pollo, el doctor Grossler los interpretaba simbólicamente como los testículos de Balt, es decir, la prueba, a ojos de todos los invitados, de su castración. El doctor Grossler hizo que Balt se esforzara mucho en ahondar en su sentimiento de castración. El análisis se convirtió en una obsesión para Balt, que creía que «todo lo que pasa aquí es lo más importante de mi vida». Todo tenía un significado que giraba en torno a las confesiones hechas en el diván: «Cuando Claire y yo hacíamos el amor, después tenía que comentarlo en el diván; y de esta manera empecé a comparar gran parte de mi relación con ella, incluso en la cama, con la forma en que el analista lo evaluaría». Debido a la preocupación del análísís, perdió su capacidad de trabajar. Ya no conseguía vender sus guiones. Los ahorros de la fami· lía se esfumaron (en dos años se gastaron 20.000 dólares en psicoanalistas). Y Balt estaba cada vez más convencido de ser un fracasado. Grossler incluso le dijo que las sesiones terapéuticas no iban bien: «Ha fracasado en el análisis también». Una vez Balt se mostró respondón: «Puede que haya fracasado usted. Puede que se haya equivocado en algo». Grossler replicó: «No me he equivocado en nada». Otra derrota. «Empapado en psicopatología -recordó Balt-, me había convencido de que q1.1ería destruirme a mi mismo.» Balt estaba hecho trizas. Se sentía totalmente inútil, padecía insomnio, no podía pensar, no podía escribir, se comportaba de forma extraña. Creía que el hecho de que Claire tuviera un empleo estaba «castrándole»; quería que Claire estuviera en casa, que fuera una «buena madre». Empezó a cogerse el pene en presencia de Claire y a gritar; «¡Castrado! ¡Castrado!»,
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Finalmente, hacia las postrimerías de 1962, después de cerca de un año de análisis, agredió físicamente a Claire y se lo llevaron a una clínica psiquiátrica privada, donde permaneció una semana. En ese momento el doctor Grossler decidió unilateralmente poner fin al tratamiento y Balt acudió al doctor David Blutman, que no creía en el análisis, sino ¡en el tratamiento psicoterapéutico a base de fármacos. Le recetó seis clases diferentes de tranquilizantes y píldoras para dormir. «Estábamos arruinados.» Balt había perdido la esperanza y se consideraba un eunuco enano. Llamaba desesperadamente por teléfono al doctor Grossler, pero el analista se limitaba a cóntestarle: «¿Por qué no se busca otro doctor?», y una y otra vez lo mandaba de nuevo a Blutman. Al final, totalmente fuera de sí, Balt agarró un cuchillo de cocina, acusó a Claire una y otra vez de haberle castrado y le infligió cuarenta y nueve cuchilladas. Mientras aguardaba que le juzgaran por asesinato, Balt se veía torturado incesantemente por unas voces que sonaban en su cabeza. Primero oía la voz del doctor Brill, seguida a los pocos instantes por la de Grossler y la de Blutman: anunciaban que iban a matarle, a hacerle la autopsia y a disecar su cerebro. Se encontraba indefenso ante semejantes tormentos. Tenía la esperanza de declararse «inocente» alegando que había sufrido una «conmoción psicoanalítica». El tribunal declaró que no estaba en condiciones de alegar nada y ordenó que de momento fuese ingresado en el asilo del condado. Allí fue tratado por otro psiquiatra, la doctora Keszi, cuyo método era más conductista. Con la ayuda de la doctora, Balt consiguió salir de la vorágine de desesperación, ensimismamiento y odio a sí mismo en que le había sumido el tratamiento psicoanalítico. Logró darse cuenta de cómo las sesiones en el diván le habían empujado a ensimismarse, a divorciarse de la realidad; cómo le habían infantilízado y, por medio de la sugestión, le habían dado un vocabulario de conceptos (fijación a la madre, complejo de castración, etcétera) que habían inutilizado por completo su mente y sus emociones. La doctora Keszi no quiso hacerle de madre. Tampoco quiso permitirle que se absolviera de la responsabilidad de sus actos echando toda la culpa al psicoanálisis. La doctora insistió en que había tenido y seguía teniendo la posibilidad de elegir. No era prisionero de su madre, de su infancia o de sus psiquiatras. Su vida estaba en sus propias manos. Balt se recuperó. Compareció a juicio, pero fue declaradp inocente
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por causa de insania. Después de acceder a continuar sometiéndose a terapia, le pusieron en libertad. Seguía albergando rencor contra Grossler, puesto que en el juicio éste se había negado a reconocer conexión alguna entre el empeoramiento de su ex paciente y los efectos del psicoanálisis. Al cabo de un tiempo, Balt tropezó casualmente con Grossler. Sostuvieron una conversación incómoda. Y entonces, sorprendentemente, un gesto que yo nunca había esperado, Me apretó el brazo derecho justo por encima del codo. Supongo que con el gesto quiso expresar un deseo para el futuro y una disculpa, quizás, una disculpa que no podía expresarse con palabras. Me alejé y él me siguió con la mirada, y entonces, creo que independientemente, ambos supimos algo que antes no sabíamos. En su relación conmigo, había habido un toque de locura por su parte también.
CONCLUSIÓN
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sentarlos a todos como víctimas pura y simplemente de la psiquiatría. P?cos de los autores locos que hemos estudiado fueron perseguidos directamente por los doctores: en medida mucho mayor, su situación se debía a los sistemas y estructuras que se construyeron para ocuparse de la locura y que crearon una rígida dicotomía entre pacientes (alienados) y psiquiatras (alienistas). Muchos de los escritores qúe hemos estudiado tenían ideas muy peculiares de la realidad. Lo que escriben no puede tomarse en sentido literal, y sería una estupidez colocarse sencillamente «del lado» 12. CONCLUSiúN de los insanos. Es obvio que, en todo caso, algunos de ellos poseían una personalidad tan vigorosa, que la locura los hizo aún más fuerO Major, tandem parcas, Insane, minori. tes. El caso de John Perceval es tristísimo. Pero basta leer un poco entre las líneas de su Narrative para ver que llevó de cabeza a los del HoRACIO, Lib. II, Sermón 3 asilo Brislíngton, y no en menor medida, en sus períodos belicosos, debió de infligir muchos daños físicos, así al personal como a los deEl presente libro no aboga por ninguna causa; tampoco alberga más pacientes. De modo parecido, ·la joven Dora demostró ser una propósitos palpables en relación con sus lectores. En el primer caso <. contrincante dura para Freud, a la vez que el «hombre de los lobos» su objetivo es llamar la atención sobre un conjunto de escritos que sabía muy bien cómo vivir a costa del psicoanálisis y, al final, hacer en su mayor parte han sido olvidados: las memorias de los locos. que siguiera pareciendo todo bastante absurdo. Contando y analizando un reducido número de ellas, he pretendido Dicho de otro modo, somos testigos de unas relaciones elusivas, demostrar que constituyen un rico archivo de experiencias humanas. extraordinariamente complicadas. Típicamente, la psiquiatría dispone Su testimonio da una dimensión nueva a las historias que generalde los grandes batallones (después de todo, controla las camisas de mente se cuentan sobre la evolución de la psiquiatría y de los asilos· ' ' fuerza y las máquinas de terapia de electrochoque), pero la locura es para insanos. La historia de las ideas y prácticas psiquiátricas se ha un ejército clandestino que no reconoce ninguna regla y que sabe escrito convencionalmente como una saga de buena psiquiatría contra cómo hacer la guerra sucia. Y, presidiendo todo esto, actúa también mala psiquiatría. Raras veces se reconoce de forma suficiente que los , .. un conocimiento de la locura. CJifford Beers, cazador furtivo transverdaderos protagonistas son los doctores y los pacientes, y que el formado en guardabosque, termina de nuevo en el asilo creyendo, verdadero tema es la compleja gama de sus encuentros. El libro ha en su estado final de locura-cordura, que todos los doctores psiquiáargüido que existe una «historia desde abajo» que necesita contarse . .:> -: tricos son unos farsantes. A menudo, los autores cuyas obras he comentado han sido víc- < · Lo que he procurado expresar principalmente es que los locos <. timas en el sentido correcto de la palabra, es decir, seres inocentes -o, lo recalcaré una vez más, las personas locas que terminaron esque sé han visto dominados por quienes poseían más poder que ellos. cribiendo sobre la vida de la locura y que, por desgracia, constituyen Para estas personas locas, escribir su propia historia era la única mauna minorfa muy poco representativa- pueden comunicar historias nera de conservar la identidad o, de hecho, de responder combatiendo; sobre ellos mismos, historias que tienen su propio sentido, y que, para al menos mentalmente. Los locos fueron víctimas de toda suerte de> ello, se valen del universo de lenguaje, metáforas, modismos y símseres. Sus opresores inmediatos existían principalmente sólo en su bolos que articulan los mismos cuerdos. Los ·tocos hablan de padres > cerebro, aunque, por lo común, eran análogos a ogros que existían y madres, de Dios y de reyes y de demonios, de ondas de choque y· en la sociedad, en la cultura. Eran víctimas de ellos mismos además .de inspiración, justamente igual que los cuerdos, aunque con fre9-e víctimas de otras person!ls. Sobr~ todo, sería derpasi!ldo fácil pr~-<. cuerda los matices son diferentes (o, como recalcó Perceval, en },
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locura las palabras adquieren unos significados levemente diferentes). Esto da un cariz distinto a la afirmación que tan a menudo se <\. ha hecho a lo largo de los siglos en el sentido de que la locura es radicalmente incoherente, ininteligible, sin sentido. No pocas veces, si las palabras y el comportamiento de los locos parecen peculiares, o su interpretación es difícil, ello se debe a que se priva a la persona loca del entorno esperado y aprobado para llevar una vida normal, y de los oyentes normales, preparados para escuchar. Tal como recalcaron Perceval y muchos otros, si se coloca a una persona en un manicomio, se le impide tener contactos normales, se la encadena y (sobre todo) se la trata como sí fuera imposible comunicarse con ella, lo que se hace es crear un loco, un monstruo que es hijo de la imaginación de quienes la colocan allí. De forma parecida, una vez / un neurólogo ha examinado su propia psique y ha visto en ella los fantasmas del amor y del odio para con sus padres, toda persona que luego se eche en su diván no tendrá sentido para él hasta que reconozca que en su propia cabeza también hay fantasmas parecidos. Todos tenemos fantasmas en la cabeza. Cada acto de concepción, cada e.."rplícación, análisis, intento de comprender la historia, es una expresión de nuestras ideas preconcebidas, además de ser (cabe espec rar) la verdad. También hace que nuestros prejuicios afloren a la superficie. Sería engañarnos a nosotros mismos decir que estos prejuicios no existen. Así, obviamente, ningún lector habrá tomado en sentido literal la afirmación con que empieza esta conclusión. Puede, sin embargo, que su ironía haya servido para algo. Puede que haya sugerido que, después de Freud, ningún autor puede dar por sentado que sus profesiones serán respetadas; se encuentra a merced· de fuerzas de dentro y de fuera, fuerzas que ·él no puede controlar (como dijo Sterne: «Harías bien en decírselo a ·tu médico»). Los que escriben sobre autobiografía no pueden librarse de la .autobiografía. Puede que también haya sido otro recordatorio de que no hay ninguna lectura definitiva de un texto, ningún autor privilegiado, ningún lector privilegiado. Los textos están a disposición de cualquiera. Yo he ofrecido una interpretación. Tengo que dejar mi interpretación a los interpretadores, mi análisis a los analistas~ Los recordatorios de las salas de espejos llamadas «relativismo» y el «problema de la reflexividad» tal vez indiquen que la psiquiatría no ha conseguido del todo encontrarle sentido a la locura. Esto no es ningún crimen. Como ha recalcado Karl Popper, ninguna ciencia
CONCLUSIÓN
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ha captado la verdad en seguida, sentándose luego a disfrutar de la conquista. Lo que puede que históricamente haya sido un crimen es la presteza con que ciertos psiquiatras individuales, y en ciertos sentidos toda la profesión, respaldados por el mandato de la sociedad, se han encargado de la tarea de clasificar a los locos, afirmando que poseen las respuestas apropiadas. ¿Acaso los verdaderos fantasistas no han sido los psiquiatras que han afirmado poseer la llave maestra de la locura? La verdad es que a menudo estas teorías y terapias han resultado ser sólo un corcel de guerra :filosófico útil para imponerse a la resistencia y las protestas. Con demasiada frecuencia la psiquiatría ha pontificado y excomulgado a Ios locos de la sociedad humana, incluso cuando sus propios gritos y quejas eran humanas, demasiado humanas.
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SUGERENCIAS DE LECTURA 1. INTRODUCCIÓN El presente libro toca una inmensa variedad de debates importantísimos sobre la situación de la psiquiatría; su valor como ciencia y como terapia en la actualidad; y su aplicabilidad a la comprensión de personas y sociedades del pasado. El libro no aborda directamente muchos de estos aspectos ni pretende aportar nada a ellos, pero es muy importante conocerlos hasta cierto punto. Durante la última generación se ha celebrado un gran debate sobre la posición actual de la psiquiatría. Las corrientes de la «antipsiquiatría» han puesto en duda la realidad objetiva de la «enfermedad mental» y han dado a entender que, en mayor o menor medida, se trata de un invento represivo de la sociedad o de Ia psiquiatría (o de ambas). Han sugerido al historiador que la historia de la locura y la psiquiatría deberían considerarse, no como una saga de progreso científico, sino como la extensión de la ·vigilancia social. Las afirmaciones y valoraciones más importantes sobre estos puntos de vista se encuentran en los escritos de Thomas S. Szasz. Véanse en particular Law, liberty and psychíatry (Macmillan, Nueva York, 1963); The manufaCture of madness (Paladín, Londres, 1972) [hay traducción castellana: La fabricación de la locura, Kairos, Barcelona, 198!2]; The myth of mental illness (Granada, Londres, 1972); The age of madness: the history of involuntary hospitalization presented in selected texts (Routledge & Kegan Paul, Londres, 1975); The therapeutic state: psychiatry in the mirror of curren! events (Prometheus Books, Buffalo, Nueva York, 1984). También son valiosas'•.:· ~~. ed., Critica[ psychiatry: the politics of mental health (Pengúin, armonasworth, 1981) [hay traducción castellana: Psiquiatría critica. La política de la salud me11tal, Crftíca, Barcelona, 1982]; Peter Sedgwick, Psycho politics (Pluto Press, Londres, 1982); y la más reciente: ~1?\~~r:f
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a ellos. Entre las defensas inteligentes de la empresa de la psiquiatria moderna cabe citar J. K. . , Reasoni1z.,g about madness (Oxford University Press, Londres, 1978); Anthony .~~ Psychiatry in dissent: controversíal s, 1976), ! la más reissues in thought and p~a~.!f_s~(!,'~'{J~F?¡;l;:d;,,_. ciente y polémica: ~:~2t};i~y.'t.¡]'it:onie"' ; The realtty of mental illness (Cambridge University Press, Cambridge, 1986). Un intento de adaptar las percepciones de la moderna psiquiatría dinámica y del psicoanálisis a la comprensión histórica ha sido la psicohis~oria. Mis objetivos en el presente libro son muy diferentes de los que tienen los psicohistoriadores. He intentado principalmente meterme dentro de la cabeza de la persona loca y entender en sus propios términos, desde dentro, lo que ha dicho y pensado. La psicohistoria, en cam?io, s: i~t:· <. resa ante todo por la dimensión inconsciente del comportamiento mdivrdual y colectivo en el pasado, por lo que los actores no sabían sobre ellos mismos y no hubieran reconocido (se hubiesen «resistidm> a recono~er). La psicohistoria cuenta con celosos defensores tales como Lloyd DeM~use en su The new psychohistory (Psychohistory Press, Nueva York, 197)) y Peter Loewenberg en su Decoding the past: the psychohístorical approach (Alfred Knopf, Nueva York, 1983); así como con defensores más moderados tales como Peter Gay en su Freud for historians (Oxford University Press, Nueva York y Oxford, 1985). David E. Stannard, Shrinking history: on Freud and the failut·e of psychohistor-y (Nueva York y Oxford, 1980), ha argüido, en cambio, que la psícohistoria es palabrería vana. En mi opinión, los argumentos de los escépticos se han apuntado éxitos palpables en la medida en que han conseguido demostrar que Jos defensor~s son culpables de efectuar especulaciones espurias a falta de pruebas satisfactorias, así como de descuidar determinadas formaciones culturales para favorecer a conceptos psíquicos universales presupuestos (tales como los conflictos edípicos). Los estudios retrospectivos de grandes personajes del pasado (Moisés, Leonardo, etc.) que hizo el propio Freud poseen .sólo verosimilitud novelesca. De hecho, determinada escuela de comentaristas pib freudianos (por ejemplo, Steven Marcus, F~eud and th~ c~lture of psychoanalysis [Allen and Unwin, Londres, 198.:>]) parecen .I~VItarnos ~ tratar las crónicas de los pacientes del propio Freud en el divan como s1 fueran en esencia cuentos soberbios. No obstante, si se emprende con los controles apropiados, la. psicohistoria puede ser un valioso método de investigación: buenos ejemp~os de ella son Christopher Hill y Michael Shepherd, «The case of Anse Evans: a historico-psychlatric study», Psíchological Medicine, 6 (1976), pp. 351-.358, y John Demos, Entel'tailzing Satmt: witchcraft and the culture of early New England (Oxford University Press, Nueva York Y Oxford, > 1982). El presente estudio se inspira esencialmente en crónicas autobiográ-
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SUGERENCIAS DE LECTURA
:ficas publicadas por personas (supuestamente) locas. Sólo en lengua inglesa las hay a cientos y muy pocas de ellas han sido examinadas alguna vez por los historiadores. Sin duda el estudio más completo de este género (y de las obvias y múltiples vicisitudes que plantea la interpretación de tales textos) se encuentra en D. A. Peterson, «The Iiterature of madness: autobiographical writings by mad people and mental patients in England and America from 1436-1975» (Tesis de doctorado, Universidad de Stan· ford, 1977), e idem., ed., A mad people's history of madness (University of Pittsburgh Press, Pittsburgh, 1982), donde también se encuentra una bibliografía muy completa. No pretendo haber examinado más que una minoría muy pequeña y poco representativa de tales textos.
patholog}•, trad. de A. M. Espinosa (Harvill, Londres, 1955), y su Curación de la palabra ~la antigüeda~ (Antl]f~,go~1 Barcelon~, 1987): Fenómenos paralelos en elt_-g se estud1an en ,~ «
2.
HABLAN LA LOCURA Y LA PSIQUIATRÍA: UN DIÁLOGO IDSTÓRICO
En este capítulo se estudian aspectos selectivos de la evolución de las actitudes occidentales ante los locos y del crecimiento de la psiquiatría dentro de la civilización occidental. Para estudios más exhaustivos, véanse
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T he history of psychiatry: an evdi'~~t~~""at~pfy~'b7J!;i~:th;ught ·~;;J tice from prehistoric times to the present (George Allen & Unwin, Lon· dres, 1967); I. Galdston, ed., Historie derivations of modern psychiatry (McGraw-Hill, Nueva York, 1967); J. G. Howells, ed., World history of psychiatry (Brunner/Mazel, Nueva York, 1968); y G. Zilboorg, A history of medica! psycbology (W. W. Norton, Nueva York, 1941). Todos los títulos citados son obras de psiquiatras y en la actualidad están anticuadas. actualizado, así como consciente de la historioUn «Psychiatry in its historical context», en~~:.>:---eds., Handbook of psychíatry, 1: general psychot..rutno:ria¡~e University Press, Cambridge, 1983 ). Valiosas perspectivas culturales cruzadas se ofrecen en Arthur Kleinman, Social origins of distress and disease: depression, neurastbenia and pain in modern China (Yale University Press, New Haven, 1986), y Carney Landis y Fred Met· tler, Varieties of psychopathological experience (Holt, Rinehart & Wínston, Nueva York, 1964). Más satisfactorios son análisis a menor escala. La evolución de la idea de la mente y sus enfermedades entre los griegos la han examinado Bennett Simon, Mind and madness in ancient Gt·eece (Comell University Press, Ithaca, 1978); E. R. Dodds, Tbe Greeks and the irrational (University of California Press, Berkeley y Londres, 1951); H. North, Sophrosyne: self-knowledge and self-restraint in Greek literature (Comell University Press, Ithaca, 1966); Pedro Lafn Entralgo, Mitzd and body: psychosomatic
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SUGERENCIAS DE LECTURA
century (Routledge & Kegan Paul, Londres, 1969). En lo que se refiere a la faceta religiosa, es importante Daniel B. Shea, Jr., Spiritual autobiography in early America (Princeton University Press, Princeton, 1968). Este capítulo trata de indicar cómo una de las funciones de la psiquiatría ha sido intensificar 1a división entre los cuerdos y los locos. Esto se ha hecho evidente en los estereotipos de 1a locura, para los que deben verse Sander Gilman, Seeing tbe insane (Brunner/Mazel, Nueva York, 1982) y Hans Mayer, Outsiders: a study in life and letters (MIT Press, Cambridge, Massachusetts, 1984). También es visible en la construcción clínica de las relaciones entre el paciente y el doctor tal como demuestra ~~!11-~~~. <{Insanity and the loss of self: the moral insanity conttoversy revtstt », Bulletin of the History of medicine, 49 (1975), pp. 87101, y en su Technicians of tbe finite (Greenwood Press, Westpoint, Connecticut, 1982).
truous (Durham French Colloquíes, 1, Durham University Printing Unit, Durham, 1987). · El mejor estudio, con mucho, de Jorge III es Ida Macalpine y Richard Hunter, George III and the mad business (AJlen Lane, Londres, 1969), que contiene un estudio crítico de interpretaciones anteriores; C. P .. Chenevi:x:-Trench, The royal malady (Longman, Londres, 1964), tamb1en merece consultarse. Ambas obras contienen introducciones a diversas interpretaciones psiquiátricas de valor dudoso del caso del· rey Jorge. La crónica contemporánea más completa que se ha publicado es el diario de Robert Fulke Greville: F. M. Bladon, ed., The diaries of Robert Fulke Greville (John Lane at the Bodley Head, Londres, 19.30). También tiene un valor incalculable Charlotte Barrett, ed., Diary and letters of madame D'Arblay (Frances Burney) 1778-1840, 6 vols. (MacwJllan, Londres, 1905), vol. IV. El caso de James Tilley Matthews se describe en John Haslam, Illustrations of madness (Rivingtons, Londres, 1810). Poco se ha escrito sobre Matthews; véanse, sin embargo, M. D. Altschule, Orígín of concepts in human behavior: social and cultural factors (Halstead Press, Nueva York, 1977), y $@lll!IIB~!ii)'$«"Under the influence": Mesmerism in England», Hístory Today (septiembre de 1985), pp. 22-29. También Hasla11_1 me~ece mayor atención. Un estudio e introducción útil aparece en Dems Letgh, Tbe historical development of Brítisb psychiatry, vol. I (Pergamon, Oxford, 1961). Mi crónica sobre Cristián VII de Suecia se la debo casi en su totalidad a la doctora Christine Stevenson, que está trabajando en este campo. Le estoy muy agradecido por Ia generosidad con que. ~e prestó su ma;:erial. También es útil W. F. Reddaway, <{King Chnsttan VII», Engltsh Historical Review, 31 (1916), pp. 59-84.
.3.
LocuRA Y PODER
Freud se interesaba muchfsimo por las relaciones enti:e la psique y el poder, como atestigua la frecuencia con que se comparaba con Moisés, Alejandro Magno y otros conquistadores.* Desde entonces el análisis de las neurosis de líderes individuales y de la psicopatologfa colectiva ha sido una preocupación central de la psiquiatría y de los psicohistoriadores y quizá donde se le ha prestado mayor atención es en el estudio que Wilhelm Reich hizo de la psicodinámica del fascismo. Por lo tanto, es raro que sean relativamente pocos los análisis históricos sencillos que han examinado las dimensiones lingüísticas y culturales de los «Sueños de grandeza» de los locos. Huelga decir que la vanidad y la insolencia de las presunciones de grandeza han preocupado mucho a los estudiosos de la literatura. Obras valiosas en este sentido son Robert Folkenf!ik, ed., The Engtish hero> 1660-1800 (University of Delaware Press, Newark, 1986), e Isabel Grundy, Samuel Jobnson and the scale of greatness (Leicester Uníversíty Press, Leicester, 1986). Las tradiciones consistentes en ima~i nar el mundo al revés son, desde luego, centrales. Véanse M. Bakthm, Rabelais anrf bis world, trad. de H. Iswolsky (MIT Press, Cambridge, Mass., 1968); y Christopher Hill, Tbe world turned upside down (Penguin, Harmondsworth, 1978), así como el comentario sobre el rey Lear en L. Peder, Madness in literature (Princeton University Press, Princeton, 1980). Para la locura y la revolución, véase Roy Porter, <{Monsters and madmen in eighteenth-century France», en D. Fletcher, ed., The mons-
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En .español en el original. (N. del t.)
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4.
LOCURA Y GENIO
El genio y la locura han estado asoci~dos de manera a.mbigua Y discutida desde la antigüedad. Buenos estudios de los cambiOs de las rel~ ciones así como introducciones a la bibliografía, se ofrecen en G. Tonelh, «Geni~s: from the Renaissance to 1770», en Dictionary of the Hístory of Ideas, en edición de P. Wiener'(Scribners, Nueva York, ~973~, ':ol. II, pp. 293-297; N. Willard, Le génie et la folie (Presses Umversrtrures de France, París, 1963); y G. Becker, The mad ?enius co~t~oversy <.Sage, Beverly Hills, 1978); esta última obra es especralment~,utll como .mtro.ducción al vasto estudio fin de siecle de la degenerac10n del geruo. El equivalente para obras literarias, desde un punto de ~ista. en s~ ma~or parte psicoanalítíco 1 se en~;ut;nn;a ~n L, Feder, Madnesnr¡ ltt'P'atme (Pnn-
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c7ton University Press, Princeton, 1980); y más brevemente en S. Cunnmgham, «Bedlam and Parnassus: eighteenth-century reflections» en B. Harris, ed., Eighteenth-Century Studies, 24 (1971), pp. 36-55. Los 'conceptos cambiantes de Ia .ima~inac~ón _en relación con la insania se explican en J. Engell, The creatzve zmagmatton (Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1981 ). James Carkesse publicó sus versos en 1679 con el título de Lucida In~e;~alla: containing divers miscellaneous poems (Londres, 1679). La edzczon moderna a cargo de M. V. DePorte (University of California Press L?s Ángeles, 1979) contiene una valiosa introducción. Las expresione~ dispersas de ~~ocura» de .~ílliam Blake se encuentran en G. Keynes, The complete wrttmgs of 'V!tlltam Blake (Oxford University Press, Londres, 1?66);. ~ara contextuahzar los comentarios biográficos, véanse J. Bronowski, Willzam Blake and :he Age of Revolution (Routledge & Kegan Paul, Londres, 1972); Jack Lmdsay, William Blake (Canfrolico Press Londres 1978); Ymás ampliamente William B. Ober, «Madness and poet~y: a not~ on Collins, Cowper and Smart», en Boswell's Clap and other essays (Southern Illinoi~ U~iversity Press, Ca~bondale, 1979). M. Byrd, Visits to Bedlam (Untverstty of South Carolma Press, Columbia, 1974) contiene una buena crónica de la locura y Ia poesía georgianas. La biografía más completa de John Ciare es ]. W. Tibble y A. Tibble, John Ciare: a life (Cobden Sanderson, Londres, 1972). Los versos de Ciare se evalúan en M. Storey, The poetry of ]ohn Clare (Macmillan Londres, 19?4); y E. Robinson, ed., ]ohn Clare's autobíographical writing; (Oxford y~rversrty ~ress, Oxford, 1983). El mejor estudio de la poesía que escnbro en el asilo es Geoffrey Grigson, ed., Poems of ]ohn Clare's madness (Routledge & Kegan Paul, Londres, 1949). La mejor crónica e introducción de la dolencia mental de Schumann es, con mucho, Peter Ostwald, Schumann: music and madness (Víctor Gollancz, Londres, 1985). Ostwald hace un repaso de escritos anteriores sobre el tema. Un ejemplo de una tradición psiquiátrica de interpretación más antigua es el breve artículo de W. R. Bett, «Robert Alexander Schumann (1810-1856), a manic"depressive genius», en Medica! Press (25 de julio de 1956), p. 105. Una biografía completa, aunque bastante efusiva y parcial, de Nijinski es Richard Buckle, Nijinsky (Penguín, Harmondsworth, 1975). Su diario fue editado por su esposa: Romola Nijinski, ed., The diary of Vaslav Nijinsky (Víctor Gollancz, Londres, 1937). Hay algunas páginas interesantes en Colín Wilson, Beyo1td the outsider (Pan Books, Londres, 1965). Existe una enorme cantidad de literatura que trata de analizar si determinados escritores y artistas estaban «locos» o neuróticos o ·no, así como numerosísimos intentos de diagnosticar a tales personas por medio del análisis retrospectivo de su poesía, sqs novelas, et¡;;, (El ~énero que cf!bri¡¡
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denominar «la poesía como paciente»). Gran parte de estos escritos tienen un interés puramente periférico para el presente libro, pero dos obras recientes tratan este problema de un modo particularmente sensible en lo que se refiere a aquella vieja favorita que es Virginia Woolf: Roger Poole, The unknown Virginia Woolf (Harvester Press, Londres, 1978) [hay traducción castellana: La Virginia Woolf desconocida, Alianza Editorial, Madrid, 1982], y Stephen Trombley, «All that summer she was mad»: Virginia Woolf and her doctors (Junction Books, Londres, 1981). El ensayo de Charles Lamb titulado «The sanity of true genius», en G. E. Hollingsworth, ed., Lamb: the last essays of Elia (Everyman, Londres), sigue siendo digno de consultarse. Para un estudio reciente de los intentos de Freud de descifrar la creatividad, véase Trosman, Freud and the imaginative world (The Analytic Press, Hillsdale, Nueva Jersey, 1985).
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LOCURA RELIGIOSA
El problema sobre la relación exacta entre las condiciones espirituales poco comunes y la psicología anormal es ~~tiguo y no se ha .r~suelto. Clásica y todavía fundamental como evaluacton es la obra de William James, Varieties of religious experience: a study in human nature (Longmans, Londres, 1902) [hay traducción castellana: Variedades de _la experiencia religiosa, Península, Barcelona, 1985]. Hasta :finales del stglo XVII el pensamiento europeo acepta por lo general que la insania posí~lei?e?te, incluso comúnmente era fruto de poderes de otro mundo, as1 dtvtnos como demoníacos. A ~artir de aquella fecha, se pusieron cada vez más objeciones basadas en argumentos manifiestamente religiosos, científicos y psiquiátricós y, de modo menos manlñesto, sociopolíticos. Estqs fenó~enos se estudian de forma excelente en muchas de las obras que hemos cttado en el capítulo 2, y también en Judith S. Neaman, Suggestion of the devil: the origin of madness (Anchor Books, Nueva York, 1975); M. Sc:eech, «Good madness in Christendom», en W. F. Bynum, Roy Porter y Mtchael Shepherd, eds., The anatomy of madness, 2 vols. (Tavistock, Londres, 1985), vol. I, pp. 25-39; M. MacDonald, Mystical Bedlam (Cambridge University Press, Cambridge, 1981), y los otros escritos suyos que se citan en el capítulo 2; D. P. Walker, Unclean spirits: possession and exorci:m in France and England in the late sixteenth and early seventeenth centtmes (Scolar Press, Londres, 1981); K. V. Thomas, Religion and the decline of magic (Penguin, Harmondsworth, 1973); y R. D. Stock, The holy and the daemonic from Sir Thomas Browne to William Blake (Princeton Uni· versity Press, Princeton, 1982). Gran parte del capítulo 2 del libro .de Roy Porter Mind-forg'd manacles (Athlone Press, Londres, 1987) analrza
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SUGERENCIAS DE LECTURA
HISTORIA SOCIAL DE LA LOCURA
estos cambios en Inglaterra. De los estudios relativos a la naciente tradición de la autobiografía espiritual se habla brevemente en el apartado que corresponde al capítulo 2. La autobiografía de Trosse fue publicada en 1714 con el título de The life of the reverend Mr. George Trosse, late miníster of the Cospel in the city of Exon, who died Januaty 11th, 1712/13. In the eighty second year of bis age, written by himself and publish'd according to bis order (Richard White, Exon, 1714). La edición moderna de A. W. Brink (The life of the reverend Mr. George Trosse: written by hímself, and published posthumously according to his order in 1714 (McGill - Queen's University Press, Montreal, 1974) contiene ensayos que analizan esta obra desde los puntos de vista psiquiátrico y religioso. Sobre Haitzmann no se ha escrito extensamente. Freud analizó la crónica de su propia posesión en «A neurosis of demoniaca! possession in the seventeenth century», que se encuentra fácilmente en sus Collected papers, vol. IV (Hogarth Press, Londres, 1925), pp. 436-473 ); la evaluación más completa en inglés, que se opone vigorosamente a Freud, es Ida Macaipine y Richard Hunter, eds., Schizophrenia, 1677: a psychiatríc study of an illustrated autobiographical record of demoniaca! possession (William Dawson, Londres, 1956 ). La obra de William Cowper titulada .Memoir of the early life of Willíam Cowper, Esq. se publicó en 1816. Maurice Quinlan ofrece una edición moderna; véase «Memoir of William Cowper: an autobiography», Proceedings of the American Philosophical Society, 97 (1953). Véase también M. Quinlan, William Cowper (University of Ivünnesota Press, Minneapolis, 1953 ). Se encuentran evaluaciones del lugar que ocupaba la locura en la vida de Cowper en M. Golden, In search o/ stabílity: the poetry of William Cowper (Yale University Press, New Haven, 1969), y C. A. Ryskamp, William Cowper of the Inner Temple, Esq. (Cambridge University Press, Cambridge, 1959). Las cartas de Cowper son una lectura esencial. Véase la admirable nuev~ edición a cargo de James King y Charles Ryskamp, The letters and prose writings of Wil!iam Cowper, 4 vols. (Ciarendon Press, Oxford, 1979-1984). Para el doctor Cotton y el tiempo que Cowper pasó en el asilo, véase F. J. Harding, «Dr. Nathaniel Cotton of St. Albans, poet and physician», Herts. Countryside, 23 (1969), pp. 4648; B. Hill, «"My little physician at St. Albans". Nathaniel Cotton 17051788», Practitioner, 199 (1967), pp. 363-367; y Richard Hunter y J. B. Wood, «Nathaniel Cotton, M. D., poet and physician», Kíng's College Hospital Gazette, 36 (1957), p. 120. La vida de Kit Smatt presenta paralelos importantes con Cowper. Sobre Smart, véase A. Sl:lerbo, Christopher Smart (Michigan State University Press, East Lansing, 1967); y K. Williamson, The poetic works of Christopher Smart (Oxford Universíty Press, Oxford, 1980).
6. MUJERES
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LOCAS
últimamente ha aparecido un impresionante conjunto de obras que examinan minuciosamente Ias relaciones entre la locura, Ias mujeres Y la psiquiatría desde varios ángulos. Desde un punto de vista socíopsiquiátr!co y crítico, ~~efi, W omen and madness (Doubieda~, Gard:n Clo/, Nueva York, 1972) continúa siendo un buen punto de parttda. Juhet Mrt· chell, Psycboanalysis and feminism (Allen Lane, Londres, 1974) [hay traducción castellana: Psicoanálisis y feminismo, Anagrama, Barcelona, 1976] representó un intento vigoroso, aunque sin espera~a~ de hacer comp~tib~e el psicoanálisis freudiano tradicional con las asptraaones y la conaencta feministas; Jane Gallop, The daugbter's seduction: feminism and psycboanalvsis (Cornell University Press, Ithaca, 1982) se ha ocupado de cuestion~s parecidas desde un punto de vista más crítico. Las crónicas de es~i toras sobre las ambigüedades de su propia postura como autor~s ha.n s~do estudiadas con sensibilidad por P. M. Spacks, Tbe female zmagmatwn (Georo-e Allen & Unwin, Londres, 1975); B. Hill Rigney, Madness and sexual politics in the femínist novel (University of Wisconsin Press, Madison, 1978); ·~Jim~~~@\ The ;nad~om_an in the att_ic: t~e woman writer and the nineteenth-century zmagznatwn (Yale Unrverstty Press, New Haven, 1979) y, sobre todo, por Elaine Showalter. Véase .su A literaturé of theit· own: British women novelists from Bronte to Lessmg (Princeton University Press, Princeton, 1977); ídem., «Syphilis, sexu~I~ty, and the :fin de siede», en Ruth Yeazell y Neil Hertz, eds., Sex, poltttcs, and scíence in the nineteenth-century novel: essays from the English Ins· titute (Johns Hopkins University Press, Baltimore, 1986), pp. 88-115, y The female malady (Pantheon, Nueva York, 1986). . . . . La biografía de Margery Kempe se encuentra en vanas ediciOnes, mcluyendo la edición en Penguin Classics a cargo de B. A. Windeatt, Tbe b~ok of .Margery Kempe (Penguin, Harmondsworth, 1985), cuy~ texto ha sido modernizado. La interpretación católica se brinda en Katherme Cholmeley, Margery Kempe, genius and mystic (Longman, Green, Londres, 1?47); un enfoque psicoanalítico se propone en T. Drucker, «The mala1se of Margery Kempe», New York State ]ournal of Medicine, 72 (1972), pp. 2.911-2.917; y el trasfondo histórico se estudia en R. W. Chambers, «
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Baltimore, 19.35), defiende con la mayor fuerza el argumento de que las brujas eran mujeres que · . Dicho argumennclean spirits: possession to encuentra apoyo and exorcism in in the late sixteentb century and early seventeenth Londres, 1981), pero es desmentido en esencia por en «The role of mental illness in the European witch hunts of the sixteenth and seventeenth centuries: an assessment», ]ournal of the History of the Behavioral Sciences, 13 (1977), pp. 337-351. El debate más amplio en torno a la interpretación de la histeria se estudia en -Hysteria: the history of a dísease (Chicago University Press, Chicago, 1945). Una excelente crónica histórica convencional de un famoso proceso por brujería es Paul Boyer y· Stephen Nissenbaum, Salem possessed: the social origins of witchcraft (Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1976}. El libro de John Demos Entertaining Satan: witchcraft and the culture of early New England (Oxford Uníversity Press, Nueva York y Oxford, 1982) examina a esas brujas desde el punto de vista tanto del historiador social convencional como del psicohistoriador (aunque éste se interesa principalmente por el conflicto preedípico ). El análisis que hace Freud de Dora en The standard edition of the complete psychological works of Sigmund Freud, 24 vols., trad. del alemán bajo Ia direcdóri general de James Strachey, en colaboración con Anna Freud, ayudados por Alix Strachey y Alan Tyson (Hogarth Press y el Institute of Psychoanalysis, Londres, 1953-1974), voL VII, es el locus dassicus para la moderna interacción de las mujeres y la psiquiatría [hay traducción castellana de las Obras completas en Biblioteca Nueva, Madrid, 19733]. Ha dado origen a una respuesta feminista-psiquiátrica-literaria muy diversa, gran parte de la cual es objeto de una antología o comentario en Charles Bernheimer y Claire Kahane, eds., In Dora's case: Freud, hysteria, feminism (Columbia University Press, Nueva York, 1985). De forma más general, véase Sarah Kofman, The enigma of woman: ·woman in Freud's writings (Cornell University Press, Ithaca, 1985). Mary Barnes y Joseph Berke son los autores conjuntos de Mary Bames: two accounts of a journey through mad1tess (Penguin, Harmondsworth, 1971 ); el caso comenta con sensibilidad en Showalter, The female maiady de Barnes (véase más arriba).
se
7.
3.31
HISTORIA SOCIAL DE LA LOCURA
DE
TONTOS A EXTRAÑOS
Las personas marginales, las víctimas propiciato.rías y los extraños privilegiados han recibido mucha atención últimamente. Un estudio fértil y profundo qué se ocupa de los melancólicos, los negros, las mujeres, los
judios y los homosexuales es ~(i,:, Outsíders: a study in life and letters (MIT Press, Cambridg~;~~~~~·t984). Como crónica de la estigmatizaci6n debería leerse al lado de E. Dudley y M. E. Novak, eds., The wild :nan within (University of Pittsburgh Press, Pittsburgh, 1972); y los dos libros de Sander Gílman, Seeing the insane (B~n:r/Mazel, Nueva Yoí:k, 1982), y Dílference and p_athology (Cornell Uruversxty Press, Ithaca y Londres, 1985). ~-~ The fool: his social and líterary history (Faber, Londres, 1935), ?~m~ The ~ocia! his~ory of the fool (Harvester Press, Brighton, 1984), proporcronan IntroducciOnes a las ambigüedades de hacerse el tonto. Una muestra de las payasadas verbales la brinda J. Wardroper, Jest upon jest (Routledge & Kegan Paul, Londre.s, 1970). Los conven · · os literarios e intelectuales que hay debaJO se examinan en· ·'tn, «Folly, melancholy and madness: a study in shiftíng styles of medica! analysis and treatment, 1~~0-16!5», en ~· S. Kinsman, ed., The darker vision of the Renaissance (Umverslty of California Press, Berkeley, 1974); W. Kaiser, Praisers of folly (Victor Goll~cz, Londres, 1964); Rosalie Colíe, Paradoxia epidemica (Princeton Umversity Press, Princeton, 1966); y M. Screech, Ecstasy and the praise of folly (Duckworth, Londres, 1980). Un enfoque psicoanalítico de 1~ tontería se describe en Phyllis Greenacre, Swift and Carwll: a psychologzcal study of two lives (International University Press, Nueva York, 1955). Cruden ha encontrado un bi6grafo moderno, E. Oliver, The eccentric lije of Alexander Cruden (Faber, Londres, 1934). Lo mejor es voi;rc:r a sus propios y entretenidos escritos: Alexander Cruden, The London-cztzzen exceedingly injured: or, a British Inquisition display' d, in an account of the unparallel'd case of a citizen o/ London, bookseller to the late Quem, who was in a most unjust and arbitrary manner sent on the 23rd March last, 1738, by one Robert Wightman, a mere stranger, to a prfv~te madhouse (T. Cooper, Londres, 1739); idem, Mr. Crudm greatly tn¡ure~: an account of a trial between Mr. Alexander Cruden bookseller to the late Queen, plaintif, and Dr. Monro, Matthew Wright, John ?swa!d, ~nd J ohn Davies, defendants: in the court of the Common-Pleas tn "':est~zns te1· Hall July 17, 1739, o1t an action of trespass, assault and zmp~zson ment: the said Mr. Cruden, tho' in bis right senses, ha~ing, bee~ un¡ustly confined and barbarously used in the said Mattbew Wngh: s przvate ma~ house at Bethnal Green for nirze weeks and six days, tzll he_ made hzs wonderful escape, May 31, 1738. To which is added a sur~rism~ acc?unt of severa! other persons, who have been most unjustly conzmed tn prwate madhottses (A. Injured [sic], Londres, 1740). Sus postenores roces con el manicomío se describen en The adventures of Alexander the Correctot·, wherein is give1z an account of bis being tmjustly sent ~o Cbelse~a, and of bis bad usage dttring tbe time of bis Chelsea·Campatgn ... wzth,. al! ar;r:ozmt of the C~elsea-.tk11d111í2ies, or the private places for the cottfme-
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SUGERENCIAS DE LECTURA
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HISTORIA SOCIAL DE LA LOCURA
ment of such as are supposed to be deprived of the exercise of their reason {El Autor, Londres, 1754). Una biografía temprana es «Memoirs of Alexander Cruden», que se encuentra en A complete concordance to the Holy Scriptures of the Old and New T estament; or, a Dictionary and alpbabetical index to tbe Bible (Dodd, Mead, Nueva York, 182.3). No es este el lugar apropiado para explorar interpretaciones rivales de Nietzsche ni para ofrecer una guía introductoria de la obra inmensa de dicho filósofo. Eso es precisamenté lo que proporciona, en el contexto de la evolución general de la moderna filosofía «irracionalista», \Valter Kaufmann en su obra Nietzsche, philosopher, psychologist, antichrist (Princeton University Press, Princeton, 19745}. El libro de Ronald Hayman Nietzsche: a critica! life (Weidenfeld & Nicolson, Londres, 1980) es una biografía extensa; y Nietzsche: imagery and thought, en edición de Malcolm Pasley (Methuen, Londres, 1978), contiene varios ensayos pertinentes, incluyendo uno del propio Pasley titulado «Nietzsche's use of medica! terms», que es estimulante y habla de la lucha heroica de Nietzsche por la salud. De Artaud hay dos buenas biografías intelectuales en inglés: Bettina L. Knapp, Antonin Artaud: man of vision (Swallow Press, Chicago, 1969), y Ronald Hayman, Artaud and after (Oxford University Press, Oxfotd, 1971). Una oportuna introducción a sus escritos es Antonin Artaud, Antonin Artaud anthology (City Lights -Books, San Francisco, 1965). La sucesión de Nietzsche a Artaud se examina en Michel Foucault, Historia de la locura en la época clásica (FCE, Madrid, 1979).
8.
DANIEL SCHREBER: LA LOCURA, EL SEXO Y LA FAMILIA
Existe ahora una abundante literatura en inglés sobre Schreber que se ocupa de él principalmente desde el punto de vista psicoanalítico más que histórico. Ida Macalpine y Richard Hunter han traducido y editado sus memorias con el título de Daniel Paul Schreber: memoirs of my nervous illness (William Dawson, Londres, 1955) [hay traducción castellana: Memorias de un neur6pata, Argot, Madrid, 1985]. Su edición incluye una crítica muy importante del análisis retrospectivo de Freud, que se encuentra con el título de «Psycho-analytíc notes on an autobiographícal account of a case of paranoia (Dementia Paranoides) (1911)», en The standard edition of the complete psychological works of Sigmund Freud (véase más arriba), vol. XII, pp . .3-84. Entre los estudios más interesantes de la dolencia de Schreber desde el marco interpretativo creado por Freud se encuentran Austin McCawley, «Paranoia and homosexuality: Schreber reconsidered», New York State Journal of Medicine, 71 (1971), pp. 1.506-151.3; Philip M. Kitay, «Symposiuln on "Reinterpretation~ of the Schreber Case;
Freud's theory of paranoia"l>, Intemational Joumal of Psycho-Analysis, 44 (196.3), pp. 191·194; Arthur C. Clark, «Übservations of paranoia and their relationship to the Schreber casel>, ibid., pp. 195-200; Jule Nydes, «Schreber, parricide and paranoid masochism», ibid., pp. 209-212; Robett B. White, «The Schreber case reconsidered in the light of psychosocial concepts», ibid., pp. 213-221. El resumen de estas opiniones que se cita en mi texto es de Philip Kitay y se encuentra en las pp. 222-22.3. La literatura clínica sobre Schreber continúa proliferando y en su mayor parte sanciona, aunque refinándola, la postura básica de Freud en el sentido de que Schreber representa un caso de la vinculación esencial entre la paranoia y la homose:¡,:ualidad suprimida. P~ra un nuevo ejemplo recic:;nte, véase Robert H. Klein, «A computer analysts of the Schreber memoirS», Journal of Nervous and l'J.ental Disease, 162 (1976), pp . .37.3-.384, que a su vez ha generado más literatura. Las historias clínicas correspondientes a la hospitalización de Schreber se comentan en Franz Baumeyer, {, Journal of the American .Psychoa~:~lytzc Assoctatt,on, 8 (1960}, pp. 492-499. Niederland ofrece su mformacton sobre los metodos p~dago gicos del doctor Schreber, que equivalían a una ~ortura,. como u.n mteresante conjunto de datos históricos sin ninguna mfluenoa esencral en la veracidad del análisis de Freud, que él acepta. Morton Schatzman,. en cambio a diferencia de la élite freudiana, formula la osada afirmación de que' lo que el padre de Schreber realmente le h~zo a su _hijo pudo ~e~er cierta influencia en el subsiguiente estado psíqutco de este. La c:om~a más completa de Schatzman se encuentra en Soul mur~e_r: persecutzon m tbe family (Allen Lane, Londres, 197.3) [hay traduccto~ .cast~llana: El asesinato del alma. La persecuci6n del niño en ~a famtlta, Stglo ~I, Madrid 19792]. Schatzman utiliza algunas de las 1deas que R. D. Lamg desarrolló en el decenio de 1960 acerca de la psícopatología de la familia. Véanse, entre otros escritos, R. D. Laing, The politics of the family and other essays (Vintage Books, Nueva York, 1972) y Aaron Esterson Y R. D. Laing, Sanity, madness, and the family (Penguin Book.s, Harmondsworth, 1970), y para una crítica extensa ~el conce~to f~eudtano. complejo de Edipo, G. Deleuze y F. Guattan, El A11tt-Edzpo. Capttalzsmo y esquizofrenia, Paidós, Barcelona, 1985.
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SUGERENCIAS DE LECTURÁ
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HISTORIA SOCIAL DE LA LOCURA
}OHN PERCEVAL:
LA LOCURA CONFINADA
. Ocupa un lugar central en la explicación del caso de Perceval la ascensión del asilo de locos en Inglaterra, así como la preocupación por sus abusos que expresaron tanto los pacientes como el público en ~eneral. 'cas excelentes de estos aspectos se encuentran en ~~ . The trade in lunacy: a study o/ prívate madhouses in England itt the eighteenth and nitJeteenth centuries (Routledge & Kegan Paul, Londres, 197~)J.~,Aulfu.~w Scull, Museums of madness (Allen Lane, Londres, 1979); :fl~~ The prerogative of asylumdom (Garland, Nueva York, 1982); y los escritos de Kathleen Jones: Lunacy, !aw and conscience, 1744-1845 & Kegan Paul, Londres, 1955); Mental bealth and
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Paul, Londres, 1960), y
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Sobre el , : . , véase lunacy: the and wrongful confinement», en Andrew Scull, ed., Madhouses, mad-doctors and madmen (Athlone Press, Londres, 1981), pp. 3.39-362. Entre los ejemplos primerizos de la literatura de protesta de los pacientes en Inglaterra se cuentan las obras de Alexander Cruden (véase en el capítulo 5); Samuel Bruckshaw, One more proof o/ the ini· quitous abuse of private madhouses (para el autor, Londres, 1774), y su The case, petition attd address of Samuel Brucksbaw, who suffered a most severe imprisonment for very near the whole year ... (para el autor, Londres, 1774); y William Belcher, Address to humanity, containing a letter to Dr. M01¡ro, a receipt to make a lunatic, and seize bis estates and a sketch of a true smiling hyena (a costas del autor, Londres, 1796). En el siglo XIX, Richard Paternoster, The madhouse system (Londres, 1841) y Herman Charles Merívale, Ll:fy experiences in a lunatic asylum, by a sane patient (Chatto & Windus, Londres, 1879) escribieron obras influyentes en este género. La protesta de Perceval contra Brislington y Ticehurst apareció en J. T. Perceval, A narrative of the treatment received by a gentleman, during a state of mental derangement, 2 vols. (Effingham Wilson, Londres, 1838 y 1840). Ha sido reimprimida en una edición condensada en un solo volumen por G. Bateson, Perceval's narrative: a patíent's account of bis psychosis (Morrow Paperback, Nueva York, 1974). La introducción de Bateson trata a Perceval a la vista de la teoría moderna del «dilema» e interpreta en esencia que se curó a sí mismo. Por extraño que parezca, poco se sabe de la vida de Perceval, o siquiera de sus actividades en la Sociedad de Amigos de los Supuestos Locos: para estos pormenores, véanse Richard Hunter e Ida Macalpine, «John Thomas Perceval (180.3-1876), patient and reformen>, Medical History, 6 (1961), pp. 391-.395; y N. Hervey, «Advocacy or folly: The Alleged Lunatics' Friend Sodety, 1845-63»,
Medica! History, 30 (1986), pp. 254-275. Denis Gray, Spence1· Perceval, the evangelical prime ministe1· (Manchester University Press, Manchester, 196.3) es una excelente biografía de su malhadado padre. Las preocupaciones de Perceval es necesario verlas sobre el trasfondo del evangelismo y la familia de comienzos del si%lo ~IX. Funda~ental e? este sentido es Ford K. Brown, Fathers of tbe Vzctomms (Cambndge Umversíty Press, Cambridge, 1961); también es estimulante G. Rattray Taylor, The angel makers (Secker & Warburg, Londres, 197.3); e? un.plano más general, véase Lawrence Stone, The jamily, sex and marrzage t!t E~- . gland 1500-1800 (Weídenfeld & Nicolson, Londres, 1977). La historia de Perceval merece compararse con las relaciones entre James Mill y su hijo, John Stuart: véase Bruce Mazlish, James and John Stuart Mill: . father and son in tbe nineteenth century (Basic Books, Nueva York, 1975).
10. EL
SUEÑO NORTEAMERICANO
Se ha hablado muchísimo de la paradoja de por qué, durante el presente siglo, los Estados Unidos de América, que parecen ser la sociedad más individualista y que más confía en sí misma, han pasado a ser una de las que más necesita diversas formas ~e tera~ia personal, Y más deb,e a éstas. Obviamente, cabe que la paradoJa sea solo aparente. Estos fenomenos se describen y evalúan desde diversos ángulos en F. y R. Castel y A. Lovell, La sociedad psiquiátrica avanzada. (Anagr~ma, Barcelona, 1980); G. Grob, Mental illtzess and Amerzca1z soczety 1875-194r (Princeton Universíty Press, Princeton, 1983), y Anthon~ Ciare, Now let s talk about me (BBC Publications, Londres, 1981). Chnstopher Lasch ha escrito extensamente sobre la matriz sociocultural general. Véase su The culture of 1tarcissism: American life in an age of diminisbing expectations (Abacus Press, Londres, 1980). La terapia como cultura se co;nenta de modo estimulante en Philip Rieff, The trittmp o/ the therapeutzc (Chatto & Windus, Londres, 1966). . . Clifford Beers fue esencialmente un autor de un solo hbro. A ntmd tbat fotmd itself (edición utilizad~: Doubleday, ~a~e~ Gard:n City, ~ueva York, 1923) fue un éxito impresionante. En vemtrctnco anos se h1c1eron veintidós ediciones. La biografía clásica de Beers es la excelente obra de Norman Dain, Clif!ord W. Beers: advocat: for th~ ittsane (Univetsit~ _of Píttsburgh Press, Pittsburgh, 1980). Para mformac16n sobre las cond1ci?" nes reales de los internados en asilos, véase A. Deutsch, The mentally zll in Ameríca (Columbia University Press, Nueva York, 1949). Se han pubilcado docenas de cr~nicas de la vida :n. el moderno hospital mental norteamericano. Las mas famosas son cromcas noveladas de.
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HISTORIA SÓ(;IAL
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DE- LA
LOCURA
SUGERENCIAS DE LECTURA
experiencias reales: Mary Ward, The snake pit (New American Library, Nueva York, 1973); Ken Kesey, One flew over the cuckoo's nest (Penguin, Harmondsworth, 1976) [hay trad. castellana: Alguien voló sobre el nido del cuco, Planeta, Barcelona, 1986]; y «Hannah Green» (Joanna Greenberg), I never promísed you a rose garden (New American Library, Nueva York, 1964), bien analizada por Jeffrey Berman, The taiking cure: literary representations of psychoanalysis (Ne~~JC9~~--P'RiY,~i.~,:J'!,~,~~ 12 York, 1985). No menos importante ~-· : ';<;;. "·- 'ai:
11. EL DIOS TERAPÉUTICO Los escritos eruditos sobre la vida, las obras y las ideas de Freud proliferan a un ritmo que no tiene paralelo; sería fútil intentar hacer aquí una evaluación detallada de los mismos. La autobiografía de Freud se ha publicado en The standard edition of the complete psychological works of Sigrmmd Freud (véase más arriba), vol. XX. La biografía clásica sigue siendo Ernest Jones, Sigmund Freud: life and work (Hogarth Press, Londres, 1953-1957) [hay traducción castellana: Vida y obra de Sigmund Freud, Anagrama, Barcelona, 1981], pero se trata de una obra hagiográfica y expurgada y es preciso complementarla con la lectura de Max Schur, Freud: living and dying (Hogarth Press y el Institute of Psychoanalysis, Londres, 1972) [hay traducción castellana: Sigmund Freud. Enfermedad y mente en su vida y su obra, Paidós, Barcelona, 1980]; R. W. Oark, Freud: the man and the cause (Jonhathan Cape, Londres, 1982); Frank J. Sulloway, Freud; biologist o/ the mind (Basic Books, Nueva York, 1979); y J. M. Masson, The assault on truth: Freud's suppression of the seduction theory {Farrar, Straus & Girous, Nueva York, 1983) [hay traducción castellana: El asalto a la verdad, Seix-Barral, Barcelona, 1985], aunque estas últimas dos son tendenciosas, cada una a su manera. Durante mucho tiempo la élite freudiana permitió solamente que se publicaran versiones muy expurgadas de la correspondencia de Freud con Flie.ss, que tan importante es para comprender el estado anímico de Freud en el decenio de 1890. Esta correspondencia está ahora por fin a nuestra dispo-
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sición en J. M. Masson, ed., The complete letters of Sigmut1d Freud to , lYJ'ilhelm Fliess 1887-1904 (Belknap Press, Cambridge, Mass., 1985). Masson y Sulloway han recalcado acertadamente que el punto de vista ortodoxo que propuso Jones, según el cual Freud «descubrió» los principios básicos del psicoanálisis a resultas de las profundas percepciones íntimas que obtuvo de su propio autoanálisis, oculta tantas cosas como revela. Una dimensión importante del asunto consiste en la historia más amplia del inconsciente. Meticuloso, aunque más bien reverente, es William J. McGrath, Freud's díscovery of psycboanalysis (Cornell University Press, Ithaca, 1986). Véanse también H. F. Ellenberg, The discovery of the unconscious: the history and evolution of dynamíc psychiatry (Basic Books, Nueva York, 1971) [hay traducción castellana: El descubrimiento del inconsciente, Gredos, Madrid, 1976 ); y L. L. Whyte, The u11conscious before Freud (Tavistock, Londres, 1962). Para una crónica tendenciosa de Freud y la cocaína, véase E. M. Thornton, The Freudian faltacy (Paladín Grafton Books, Londres, 1986). La crónica de Freud del caso del «hombre de los lobos» se encuentra en la Standard edition (véase más arriba), vol. XVII. Las memorias del propio «hombre de los lobos», publicadas entre las crónicas de sus psicoanalistas, aparecen en M. Gardiner, ed., The wolf-man and Sigmund Freud (Penguin, Harmondsworth, 1973 ). Sus conversaciones posteriores están en Karin Obholzer, The wolf-man sixty years after (Routledge & Kegan Paul, . Londres, 1982). La historia de la vida de John Balt se ha publicado con el título de By reaso11 of insanity (Panther, Londres, 1972). Los puntos de vista de Sylvia Plath se han reconstruido a partir de The bell jar {Heinemann, Londres, 1963) [hay traducción castellana: La campana de cristal, Edhasa, Barcelona, 1982], y The journals of Sylvia Plath, en edición de Ted Hughes y Frances McCullough (Dial Press, Nueva York, 1982). Me ha parecido muy estimulante la interpretación que con· tiene Jeffrey Berman, The talking cure: literary representations of psychoanalysis {New York University Press, Nueva York, 1985).
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ÍNDICE ALFAB:ÉTICO
íNDICE ALFABÉTICO abandono sexual, penitencia de Kem· pe, 151 Abney, Elizabeth, 181 actitudes de la Iglesia hacia la locura en los siglos xvr-xvrr, 29-31 actitudes occidentales hacia la locura: desarrollo de, 20-60; literatura referente a, .322-325 Addington, H., 76 adicción a la terapia, 172 Adler, A., 64 Allen, doctor Matthew, 91, 92, 113 anglicanismo, 242 anorexia nerviosa, 149 antipsiquiatría, antipsiquiatras, 15; literatura referente a, 320 !.ristóteles, 89 Armstrong, señor, 274, 275, 276, 277 Artaud, Antonio, 13, 197-202; literatura referente a, 3.32 arte y locura, 90-118, 202 asilos, véase instituciones asociación libre, 295 Asociación Nacional para la Protección de los Insanos, 267 Austen Riggs, asilo, 269 autobiografías espirituales, 57 ayudantes, personal (asilos), defectos y abusos de, 251, 26.3, 264 Baker, sir George, 67, 68, 69 Balt, Claire, 312, 313, 314, 315 Balt, John, 59, 312, .315 Banay, doctor Ralph, 271
Barham, Peter, 17, 54 Barnes, Mary, 168-174; regres1on infantil de, 172; culpabilidad de, 170,
171 barreras en la comunicación, 51-54 Bateson, Gregory, 238 Battie, William, 253 Bauer, Ida (Dora), 56, 159-165, 168, 317 Beauchamp, señora, 55 Bedlam y bedlamitas, 50, 62, 183 Beers, Clifford, 49, 5!, 60, 227, 259, 261-272, 281, 317; literatura referente a, 3.35 Beers, George, 268, 269 Beers, William, 268 Belcher, Willíam, 40, 46, 232 Berke, Joseph, 168, 172·174 Berkeley, obispo, 241 Berman, Jeffrey, discusión sobre Plath, 291, 292 Bethlem, 50, 51, 72, 84, 91, 184, 232; confinamiento de Matthew en, 8485 Bethnal Green, asilo, 179, 185 Beuscher, doctora Ruth, 289, 290, 291, 292 Billington, Sandra, 176 Binswinger (doctor), asilo de, 190 Birkbeck, doctor G., 84, 85 bisexualídad universal, concepto de Fliess de, 296 Blake, William, 93-94; literatura referente a, 326
Bleuler, Eugen, 54, 103, 107 Bleuler, Manfred, 38 Bloomingdale, asilo, 269 Blutman, doctor David, 314 Brahms, J., 101-102 Brever, Josef, 203, 294, 297, 298, 299 Brill, doctor A., 312, 314 Brislington, asilo, 235, 246, 253, 317 Brothers, Richard, 51 Brown, Ford K., 144 Bruckshaw, Samuel, 58, 231 brujas, .30; caracterizadas como histéricas y neuróticas, 158; literatura referente a, 329; según Freud, equivalentes de las, en el siglo xx, 301 Brunswick (Mack), Ruth, 305, 309, 310, .311 Bunyan, John, 46, 128 Burckhardt, Jacob, 47 Burke, Edmund, 63, 79, 82 Burney, Fanny, 66, 68 Burton, Robert, 27, 64, 122, 148 Butler, Samuel, 22, 245 Byron, «reencarnación» de Ciare como, 114, 115
campana de cristal, La (Plath), 288, 289, 290, 291 Carkesse, James, 90, 92; literatura referente a, .326 Carlsen, doctor, 280, 281, 282 Carr, sir Henry, 23.3 Castlereagh, lord, 6.3 castración: amenaza, miedo de Balt, 213; de Haitzmann, 124, 125; de Schreber, «afeminación» interpretada como, 215, 216; del «hombre de los lobos», .307, 308; uso terapéutico de la, 216 catolicismo, 44 causa de la locura, teorías griegas, 25-
26 Ciare, John, 109-116; literatura refe_/ rente a, 326 Clive, Robert, 70 Clutterbuck, doctor, 84-85 Coleridge, Samuel Taylor, 142
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Collins, William, 92 Comité Nacional por la Higiene Mental, 266, 267 ' complejo de Edipo, 238, 292, 31~; de Haitzmann, 124, 126; de Schreber, 206, 215, 225; descubrimiento por Freud del, 295, 302, 30.3, 304 «comportamiento escritor», 52 comunicación hablada, restricciones a la, 52 concepto de locura según los antiguos griegos, 26 Connecticut State Asylum, Hospital ·para Insanos, 259, 264, 271 Corrector, Alexander Cruden como el, 186-187 Cotton, doctor Nathaniel, 139, 140 Cowper, William, 49, 92, 9.3, 118, 133145, 186, 240; literatura referente a, 328 Cristián VII, rey, 77; literatura refe· rente a, 332 cristiandad, cristianismo, 26-31, 118145; actitudes hacia la locura, 26-31, 148; filosofía, 4445; locos relacionados con, 118-145; véase también religión; nombres específicos de tipos de cristianismo cristianismo evangélico, 118, 132, 140, 242, 243, 257; conversión de Cowper al, 137; literatura referente a, 3.35 Cristo, visión de Margery Kempe de,
151-154, 155 Cruden, Alexander, 51, 59, 177-189; literatura referente a, 3.31 cuáqueros, cuaquerismo, creencias de Fox y Perceval, 252-254 cura y recuperación: actitudes históricas hacia, .32, .34-.36; de Cowper, 129; de Jorge III, 74; de Perceval, 255-257; véase también terapia Curran, Jim, 58, 59, 277-282 Chabot, Barry, 226, 227 Charcot, J. M., 147, 168, 205, 294 Chelsea, asilo, 180, 185
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'.:. ....-/ HISTORIA SOCIAL DE LA LOCURA
Chiurugi, V., 35 Cholmeley, Katherine, 155 Christíansen, 79
dadaísmo, 200
Dark Lantern, A (Robins), 168 Defoe, Daniel, 231 «delirios de muerte» de Freud, 298; véase también hipocondría Delmas, doctor, 201 delusiones: discusión de Moore acerca de sus, 276; persecutorias de Schreber, 220, 221; véase también sueños Dementia praecox, véase esquizofrenia Demos, John, 158 Descartes, René, 106 diablo, Satanás, 120, 158; de Cowper, 136-138; de Haitzmann, 120-128 passim; de Kempe, 152, 155, 157; de Trosse, 130, 132 Diaghilev, Serge, 10.3 Dios, Schreber atacado por, 209, 324; véase también religión doctores, médicos, 6.3, 64, 65; véase también nombres específicos; médicos de locos Dora, véase Bauer, Ida drogas: pesadillas acrecentadas por, 140-141; terapia, historia, 33 Drucker, Trudy, 156-157
Ecce Ho111o, 196, 197 Eckstein, Emma, .300-.301, 302 edad de la razón, la, 29, 30, .31, 37 Ellis, Havelock, 205 enfermedades psicosomáticas, 112; véase también hipocondría Erasmo, Desiderío, 28, 119, 183 Erikson, Erik, 239 escritores bajo psicoterapia, 293 escritos autobiográficos, 57-60; desarrollo, 46-47; literatura referente a, .321-322; véase tambibt escritos de locos
escritos de locos, 52, 53; para evitar caer en la desesperación, 141; véase también escritos autobiográficos Espíritu Santo, hablando a través de la boca de los hombres, 234 Esquirol, J. E. D., 63 esquizofrenia, dementia praecox, .37, 52, 54, 79; de Barnes, 171, 173; de Nijinsky, 103, 107; de O'Brien, 284, 285, 286; de Schreber, 204, 206, 212, 217, 228; de Schumann, 103; ideas de Laing sobre la, 170 estereotipos de la locura, 324; litera· tura referente a, 324; masculinos, 148 Esterson, doctor Aaron, 171, 173 Eusebio, imaginado por Schumann, 98 familia: literatura referente a, 335; problemas de Perceval con la, 233, 244-249, 257; véase también padre; madre Feder, Liliane, 16 Ferdíere, doctor, 201 Ficino, Marsilio, 89 filosofía, 45; griega, 25, 43, 61, 89 Flechsig, doctor Paul Emil, 20.3, 204, 209, 213, 216, 220, 224 F1iess, William, 205, 2!5, 296, 298· 302, .30.3, 304 Florestan, imaginado por Schumann, 98 Foucault, Michael, 1.3, 29, .31, 57, 80 Fox, Charles James, 63, 68 Fox, doctor Edward Long, 235, 237, 245, 246, 250, 252, 254, 255 Frame, Janet, 166 Freud, Sigmund, 15, 38, 42, 55, 56, 108, 147, 191, 266, 29.3-.311; ame· ricanización de, 261; autobiografía de, 293, 295-312; Bauer/Dora y, 159-165; desconfianza de Virginia Woolf hacia, 88; «hombre de los lobos» y, 56, 305-.311, 317, 337; el caso Haitzmann examinado por, 122-125, 128; el caso Schreber examinado por, 203-206, 213-216, 219-
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INDICE- ALF ABE'l'ICO
220, 221, 225, 239; literatura referente a, 337; sobre el genio, 89
Gachet, doctor, 202 Gardiner, Muriel, .305, 309, 310 genio y locura, 88-117; literatura referente a, .326 Gilman, Charlotte Perkins, 167, 293 Glastonbury, manicomio de, 130, 131 Gollop, señora, 1.30, 131 «gran confinamiento, el», 31 Gray, Thomas, 93 Greenwood, Esther, 288, 292 Greville, Charles, 134 Greville, Robett Fulke, 69, 70, 73, 74, 75 griegos (antiguos): actitudes hacia la locura, 2.3-26, filosofía, 25, 4.3, 61, 89; literatura referente a, .322 Grigson, Geoffrey, 109 Grossler, doctor Edward, .313, .314, 315
Haitzmann, Christoph, .30, 58, 119~128, 308; literatura referente a, .328 Hamlet, de Shakespeare, 107 Harcourt, lady, 70 Hartford, Retiro de, 263, 265 Haslam, John, 55, 85, 86 Heberden, doctor William, 134 Heberden, doctor William (el Joven), 75 hipnotismo, 87; véase tambié11 mesmerismo hipocondría: de Ciare, 112; de Freud, 293, 297-298; de Haitzmann, 122; de Nietzche, 193; véase también en· fermedades psicosomáticas histéricos e histeria: actitudes de Freud hacia, 160, 163, 164, 294, 297, 298, .302; brujas clasificadas como, 157· 158; de Bauer/Dora, 160, 163, 164; investigaciones de Charcot so· bre, 294; Kempe clasificada como, 157; literatura referente a, .329; mu-
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jeres clasificadas como, 157-158, 160, 163, 164, 260, 301 Hobbes, Thomas, 121 hombre de los lobos, el, 56, 305-312, .317; literatura referente a, 3.37 Homero, héroes de, 2.3, 25 homosexualidad, sentimientos homosexuales: de Freud, 299; sugerida en Haitzmann, 12.3, 124; sugerida en Perceval, 2.39; sugerida en Schreber, 125, 204, 205, 214, 216, 220; véase también lesbianismo hospitales, véase instituciones Humano, demasiado ht1111a11o, 195 Hume, David, 45 Hunter, Richard, 66, 74, 125, 219
idiota, El (Dostoyevski), 107 imaginación, 90 individualismo, .32.3 infantilización de locos, institucional, 250 insania puerperal, de Kempe, 146, 150 Inskip, 180, 185, 187 instituciones, hospitales, asilos, manicomios, etc.: antes del siglo XVIII, 27, .32, 230; defectos, criticas y abusos, 36, 59, 185, 230-258 passim, 263, 264, 265, 267, 272, 276; en el siglo xx, modernos, 36; en los siglos XVIII y XIX, 31, 35, 230~258; e.:~periencia de Schreber en, 228; literatura referente a la vida en, 335; mujeres internadas para con· trolarlas, 166, 2.31, 260; privados, 184, 231; véase también nombres específicos interés médico y teorías acerca de la locura, 33, .36-37, 63 irracional, amenaza de lo, 30 James, William, 269 Joachim, 101 Johnson, doctor Samuel, 23, 93, 184 Jones, Ernest, 38, 312 Jordan, Edward, 158
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HISTORIA SOCIAL DE LA LOCURA
Jorge III, rey, 33, 65-77, 79; literatura referente a, .325 Joyce, Mary, 113 Juliana de Norwich, 152 Jung, Carl, 55 K., Herr y Frau, 159-165 Kempe, Margery, 28, 57, 58, 146, 149157; literatura referente a, 329 Kernberg, doctor Otto, 292 Keszi, doctora, 314 Kingsley Hall, 168, 172, 173 Kitay, Phílip, 219 Kraepelin, Emil, 12, 37, 54, 103 Krafft-Ebing, Richard, 205 Kreuzlingen, asilo, 107, 108 Kroll, Jerome, 20
Laing, R. D., 54, 168-169, 170, 171 Lee, Nathaniel, 14 legitimación del suicidio por Montesquien, 1.34 lenguaje de los locos, 53 lenguas, hablar en, 234 lesbianismo, 165; en la novela de Plath, 291 Ley 12 de la reina Ana (1714), 179180 Life {Kempe), 149-157 passim Liverpool, lord, 83, 84 Locke, John, 30, 35, 45, 250 locura, definición de, 20-22 Lowe, Louisa, 166 Lloyd, James Hendrie, 13.3 Macalpine, Ida, 66, 74, 125, 219 Macawley, doctor Austin, 204 MacDonald, Michael, 128, 147 Mack {Brunswick), Ruth, 305, 309, .310, 311 Madden, R. R., 1.34 madre, problemas inducidos por la: de Barnes, 174; de Plath, 289-292;
véase también complejo de Edipo Malthus, Thomas, 77 manfa: de Beers, 263, 264, 265; trastorno «masculino», 148 manicomio, véase instituciones Mariazell, 120, 121, 122 Masson, Jeffrey, 301, 302 Matthews, James Ti!Iey, 55, 80-87, 210; literatura referente a, 325 Mayer, Hans, 176 médicos de locos, 34, 6.3, 65, 70; autobiografías críticas, 58 mejoría de la insania, véase cura; terapia melancolía: como trastorno «masculino», 148; de Cowper, 137 Memorias (Schreber), 204-227 passim Mesmer, Franz Anton, 81 mesmerismo, 81-84, 86 Metcalf, Urbane, 84 metodismo, 1.32 métodos, terapias, conductas morales, .34, 80, 94, 250 Meyer, Adolf, 270 mind in chains: the autobiography o/ a schizophrettic, The {Moore), 273 mind restored, A (Curran), 281, 282 mind that found itsel/, A (Beers), 261, 265 . misión divina, sentido de Schreber de su, 211 Mitchell, doctor Weir, 167, 293 Mohius, Paul, 103, 191 Monro, doctor James, 179 Monro, doctor John, 72 Monro, doctor Thomas, 232 Montaigne, 89 Moore, William L., 272-277 More, Hannah, 81 «Movimiento de Oxford», 242 Movimiento por la Higiene Mental, 261, 266, 268, 269; misión del, 270 mujeres, 88, 146-175, 282-287, 288292; control a través de su ingreso en instituciones, 166, 231, 260; li· teratura referente a, 329-330; locas, 88, 146-175; «transformación» de
ÍNDICE ALFABÉTICO
Schreber en, 209, 210, 211, 216, 226, 227; véase tambié~t brujas Napier, Richard, 128, 147 narcisismo, de Plath, 292 Narratíve (Perceval), 51, 227, 237, 238, 239, 243, 252, 257, 258, 317 neurastenia, 22, 166, 168, 260, 262 neurosis, 22, 33, 89; brujas clasificadas como, 158; de Freud, 297, 304; demonológica, 124; véase también diablo; etiología, ideas de Freud sobre, 298, 304, 306, 308, 310; tratamiento, 38 Newington, doctor Charles, 236, 245 Newton, John, 133 Nietzsche, Friedrich, 104, 105, 106, 189-197; literatura referente a, .332 Nietzsche contra Wlagner (Nietzsche), 194 Nijinsky, Vaslav, 37, 49, 10.3-108; literatura referente a, 326 Nin, Anais, 197 niños, asaltos sexuales de los padres a los, 299, .302; véase también regresión infantil Nolan, doctora, 288, 291, 292 Nydes, 220 Obholzer, Karin, 308, 310, 311 O'Brien, Bárbara, 57,. 59, 282-286 órganos sexuales y nariz, relaciones entre, ideas de Fliess acerca de, 300 Ostwald, Peter, 100 padre (problemas relacionados con), 123-126, 162, 221-226; sentimientos de Freud a la muerte de su, 302; teorías freudianas sobre las agresiones sexuales del, 299, 302; véase tambié11 complejo de Edipo Pain, señora, 178 paranoia, 220; de Schreber, 204, 213, 219, 225; del «hombre de los lo· bos», 310 Pearson, John, 81
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Pembroke, lady (Eiízabeth Spencer), 75 Pepys, sir Lucas, 67, 71, 85 Pequeño Hans, 225 Perceva], John, 35, 40, 51, 56, 57, 227, 23.3-258, 267, 317, 318; literatura referente a, 334 Perceval, Spencer, 233 personal (asilo), defectos de/abusos de, 251, 263, 264 Peterson, Dale, 18 Pinel, doctor Philippe, 35, 80, 94 Pitt, William (el Viejo), 63, 69, 72, 74, 83 Plath, Sylvia, 288-293; literatura referente a, 2.37 Platón, 24, 38, 61, 89 .poder y locura, 61-87; literatura referente a, 324-325 poetas locos, 91, 109-117, 13.3-145, 202 porfiria, de Jorge III, 66, 74 Prichard, doctor Thomas, 115-116 Prince, Morton, 56 protestantismo, 44 providencialismo, de Cruden, 186 psicoanálisis, desarrollado por Freud, 295, 301, 302, 303, 304 psicoanalistas y analistas, opiniones del «hombre de los lobos» acerca de, .310 psicohistoria y psicohistoriadores, literatura referente a, 321-324 psicosis: de Barnes, 172, 174; de Schreber, 213, 214, 219, 221, 222, 223 psicoterapia, véase terapia psiquiatría, 48-56; desconfianza hacia la, 41, errores de la, 52; escuela degeneradonista, 37; historia, rafees de la, 14, 16, 32, 34, 37, 39, 43; literatura referente a, 330; y el yo, 48-56 Pulszky, Romola de, 103, 106, 107 racionalidad, 24
Rake's Progress (Hogarth), 50, 63
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HISTORIA SOCIAL DE LA LOCURA
razonar: en estado de locura, 18; sobre la locura, 2343 Redding, Cyrus, 114 Reforma y Contrarreforma, 30 regresión infantil, de Barnes, 172 Reich, William, 64 Reil, 35, 94 relaciones entre la nariz y los órganos sexuales femenbtos, Las (Fliess), 300 religión y locura, 27-31, 45, 46, 118145, 148-157; autobiografías y literatura, 57, 327-328; en hombres, 118-145, 1n-189 passim, 212, 235, 237, 241-248 passim, 257; en mujeres, 148-157, 171; véase también religiones espedñcas. retorno de lo reprimido, 57-60 Revolución Cient.Hica, la, 45 Revolución francesa, psicopolftica de la, 80-82 Richarz, doctor Franz, 95, 101, 102 Ritter, Alfons, 225 Robín, Elizabeth (A dark lantern), 168 Rodez, asilo, 201 romanticismo, 46, 93·118 passim Roth, Martín, 20 Rousseau, Jean Jacques, 45 Rush, Benjamín, 63 Ryle, doctor Anthony, 155 Sade, marqués de, 87 Saint Albans, asilo, 139 Saint Charles, hospital mental, 279 Saint Luke, asilo, 184 Satanás, véase diablo Savage, sir George, 167 Schatzman, Morton, 42, 221, 222, 223, 224, 225 Schreber, doctor, 222, 223; literatura referente a, 3.3.3 Schreber, Daniel, 33, 42, 51, 55, 57, 124, 125, 128, 203-229, 304, 308; literatura referente a, 332-333 Schumann, Oara, 99-102 Schumann, Robert, 37, 51, 95-103; literatura referente a, 326
segregación de los perturbados, 42, 50; véase tambiétl instituciones Sergius P. (el «hombre de los lobos»}, 56, 305-311, .317; literatura referente a, 337 sexo: ideas de Fliess sobre, 296; ideas de Freud sobre, 298-311 passim; y Dios, 155, 156; y el diablo, 155, 171; y el origen de la neurosis, 205; véase también bisexualidad; homo· sexualidad; lesbianismo. Showalter, Elaíne, 292 Simon, Bennett, 24, 25 Skrimshire, doctor Fenwich, 109 Smart, Kit, 184; literatura referente a, 328 Smollett, Tobías, 48 Smyth, Ethel, 88 Sociedad de Amigos de los Supuestos Locos (Alleged Lunatics' Friend Society), 236, 267 Somatización, 22 Sonnenstein, asilo, Schreber en, 209, 212, 228 Southcott, Joanna, 51 Spacks, Patricia, 128, 144 Spencer, Elizabeth, 75 Sterne, Laurence, 46, 48, 182, 318 Strickland, Agnes, 116 Struensee, J. F., 78. sueño norteamericano, el, 259-287; literatura referente a, 335 sueños: de Perceval, 238, 239; .interpretaciones de Freud, 162; véase también delusiones suicidio, intentos y deseos de: de Beers, 262; de dos hermanos de Beers, 269; de Cowper, 137, 142; de PJath, 288; legitimado por Montesquieu, 134 Sulloway, F., .303 surrealismo, 199 Swift, Jonathan, 48, 62, 163 Szas~, doctor Thomas S., 21, 159 Tasso, T., 89 Taylor, John, 110, 113
ÍNDICE ALFABÉTICO
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teatro, actitudes de Artaud hacia el, víctimas, los locos como, 316-317 Von Arním, Frau, 102 199 Teedon, Samuel, 142 teoda de la seducción de Freud, 299, W ard, Ned, 18.3 302 terapia, tratamiento (psico-), 288-315; · Warren, Richard, 67, 68, 69, 71, 72, adicción a, 172; de electrochoque, 73, 74, 75, 76 Weber, doctor, 209, 212 de Artaud, 201; de neurosis, 37; drogas, 33; escritores bajo, 293; Weber, Max, 44 Welsford, Enid, 176 historia, 34 Thomas (Jean), hogar de reposo de, Wesley, 133 Wharton, Goodwin, 49 167 Wieck, Clara, 99-102 Thornton, E. M., 298 Wieck, Friedrich, 99 Ticehurst House, asilo, 236 Wier, Johannes, 158 Tolstoi, Leo, 106 tontos y extraños, 176-202; literatura Wightman, 179, 187, 189 Wild, Isabella, 180 referente a, 331 Wilkes, John, 182 Toulouse, doctor Edward, 198 Willis, reverendo Frands, 65, 66, 70transferencia, 164 77, 82 Tristam Shandy (Sterne), 46 Trosse, George, 30, 57, 58, 119, 122, Willis, doctor John, 66, 71-77 passím 128-132, 186; literatura referente a, Willis, Robert Darling, 76, 85 Willis, Thomas, 76 328 Tuke, terapia moral de los, 35, 80, Withers, Phllip, 70 Wolfe, Tom, 261 94, 250 Woolf, Virginia, 37, 88, 168 Wraxall, F., 79 Unwin, reverendos Morley y Mary, Wright, asilo de, 179, 185 140 ;;.. ... valor positivo de la locura, 28 Van Gogh, estudio de Artaud sobre, 197, 202 varones puritanos, biografías espirituales de, 148
Yo: identidad y, 4348; psiquiatría .y el, 48-56 Zeitgeist, 205, 219 Zilboorg, Gregory, 158