Título: El beso del kelpie © Sylvia North Diseño de portada: Kelly Dreams Copyright Copyright imagen: i magen: Konradbak/Fotolia Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Todos los derechos reservados.
Ryodan Mackenzie Mackenzi e es un hombre «especial». «especi al».
Cuando regresa a casa, después de una corta ausencia, y se encuentra con una yegua moribunda en su orilla del lago Morar, no duda ni un instante en salvarle la vida con su «don». Pero lo que jamás imaginó fue que aquel animal resultara ser un kelpie, un ancestral espíritu acuático. Nairna se le termina el tiempo.
Después de sobrevivir a la crueldad de los suyos, sabe que su destino es como un callejón sin salida del cual nadie puede salvarla. Así que, cuando ese irresistible y exasperante hombre se le cruza en el camino, sabe que esta será su última oportunidad de ser feliz. ¿Cómo no caer en la tentación? Una mágica y dulce historia de amor a contrarreloj en el incomparable marco de las Highlands escocesas.
Índice Capítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Capítulo 8 Capítulo 9 Capítulo 10 Capítulo 11 Capítulo 12 Capítulo 13 Capítulo 14 Capítulo 15 Capítulo 16
Prólogo El último golpe terminó por quebrar los pocos huesos que parecían continuar intactos. —Alto. La seca orden bastó para que todo parara parara de inmediato. inmediat o. Con una sonrisa arrogante, Angus observó cómo el cuerpo caía desmadejado a sus pies en el mismo instante en que sus subordinados lo soltaron, dando por finalizado su trabajo. El impacto resonó en sus oídos como justicia justici a divina. Le gustaba ese sonido. Dedicándole Dedicándole una mirada mi rada de desdén, le asestó un puntapié en el costado al amasijo de carne maltratada para así darle la vuelta y poder observar aquel rostro apenas desfigurado por la paliza. Tal vez la edad lo estaba volviendo magnánimo, pensó mientras admiraba la obra de sus hombres. Sí, debía de ser eso, porque hasta a él mismo le costaba explicar cómo en un rapto de generosidad les había ordenado que, hicieran lo que hicieran, respetaran al máximo sus facciones, permitiendo que tan sólo le asestaran un par de golpes aquí y allá. Nada de importancia, nada irreversible. No podía decir lo mismo del resto de su cuerpo. Abstraído en parte por los placenteros recuerdos de lo que acaba de suceder, se limpió con el pulgar el fino reguero de sangre que comenzaba a secarse en su labio inferior. No había esperado una resistencia tan fiera de semejante alfeñique, de hecho, le había resultado hasta estimulante el que hubiera sido capaz de asestarle un derechazo en toda la cara. Golpe que ni siquiera logró moverlo del sitio pero que a su víctima le valió unos nudillos rotos y una lluvia de golpes indiscriminados por doquier. Sus ojos resbalaron por el cuello que ostentaba marcas de asfixia y soltó un ronroneo de satisfacción. Los dedos quedarían impresos durante días en la blanquecina piel, huellas púrpuras que le recordarían la consecuencia de su rebeldía, eco silencioso de lo cerca que se había hallado de la muerte. De todos modos, no le había gustado el tener que refrenar el excesivo entusiasmo de uno de sus hombres que, poseído por la excitación de la paliza, se había desmandado hasta casi llegar a quebrar el pequeño cuello entre sus manos, obviando sus órdenes más que claras.
Continuó el recorrido descendente hasta el pecho que se movía arriba y abajo penosamente, prueba de que apenas un escaso hilo de aire sostenía aquella miserable vida. Quiso regodearse en el dolor, pero ni siquiera fue capaz de extraerle un quejido de los inertes labios cuando le asestó un último últim o golpe en el costado. Ahora Ahora no era mucho mejor mej or que una marioneta a la cual le hubieran cortado las cuerdas. Ladeando la cabeza, observó con detenimiento el guiñapo en que se había convertido el kelpie y permitió que una ola final de satisfacción lo envolviera al tiempo que sentía cómo los bordes de su ruda boca tironeaban hacia arriba, dibujando en su rostro una macabra máscara de complacencia. Durante su silenciosa inspección nadie se movió, nadie habló. Ni siquiera osaron respirar. Todos esperaban una indicación suya, un simple gesto que les dijera qué era lo l o que debían hacer a continuación. —Coged el cuerpo y tiradlo tir adlo donde os plazca plazc a —escupió —escupi ó las palabras palabr as con desprecio—. Le daremos daremos tiempo ti empo para reconsiderar su… negativa. Apoyando las manos en las caderas, apartó los ojos de la visión de su obra y los clavó en sus subalternos. Sí, aquello sería una lección para todos, pero sobre todo para el despojo quebrado y ensangrentado que yacía delante suyo. Le enseñaría que él y el clan lo eran todo; vida y muerte. m uerte. Y si era inteligente, escogería vivir.
Capítulo 1 —¡Maldit —¡Mal ditoo chucho infernal i nfernal!! La voz de Cam tronó alta y clara al otro lado de la línea telefónica. De hecho, pensó Ryodan mientras intentaba no reírse, todavía la escucharía a la perfección aunque separara el móvil a tres metros de distancia. Él y medio Glasgow. Tal Tal era la fuerza pulmonar de su amigo. Había muy pocas cosas que pudieran sacar a Cam de sus casillas hasta hacerlo gritar de tal modo que cualquiera en un radio entre Morar y Fort William fuera capaz de escuchar su indignada diatriba sin perderse ni una coma. Para su desgracia, Snow era una de ellas. —Te —Te lo juro, Ryo, ¡por mi santa madre madr e te t e lo l o juro! jur o! La próxima próxim a vez que tu apestoso chucho vuelva a asustar de muerte a mis ovejas voy a coger la escopeta y meterle un balazo en el medio y medio de su puñetero trasero peludo. ¡Ah, demonios! Le estaba costando un mundo no estallar en carcajadas. No cuando le resultaba tan extremadamente sencillo el imaginar a su encolerizado amigo escupiendo espuma por la boca, al tiempo que el rostro se le tornaba tan rojo que bien parecería estar a un paso de sufrir un colapso cardiaco. Bueno, quizá lo de la espuma fuera excesivo, pero sí era cierto que escupía al hablar cuando se cabreaba, al menos lo suficiente como para necesitar un chubasquero si estabas demasiado cerca. —Cam, respir r espiraa —intent —i ntentaba aba sonar s onar concil c onciliador, iador, pero per o no le l e quedaba más remedio que reconocer que a veces su perro era demasiado, incluso para él mismo—. Venga, hombre. Ya sabes que a Snow le gusta jugar con tus pequeñuelas. Además, hasta ahora nunca les ha hecho daño y dudo mucho que esta vez haya sido diferente. —Están estresadas, estr esadas, Ryodan. ¡Tengo un jodido jodi do rebaño de ovejas estresadas! —ladró—. ¿Entiendes eso? —Creo que nunca he visto vist o una oveja estresada estr esada por culpa de un cachorro juguetón. —La risa le burbujeaba hasta tal punto que le resultaba penoso aguantarse aguantarse las ganas de doblarse en dos y darle rienda ri enda suelta. —¿Y tú eres ere s el veterinar veter inario? io? —Caballos en exclusiva, excl usiva, por si no lo recuerdas r ecuerdas.. —Vete —Vete a la mierda, mie rda, ¿quieres? ¿quier es? La cuestión cuest ión es que ni metiéndol met iéndoles es un lobo en el redil estarían tan frenéticas.
—Exagerado. Al final no pudo evitarlo y se le escapó un ligero bufido divertido, logrando hacer subir un grado más la ya de por sí alta temperatura del cabreo de su amigo. —Al menos hazme el favor f avor de no reírte, reí rte, capullo capull o insensible insens ible.. Se tragó un nuevo estallido de risa y se limitó a sacudir la cabeza con una sonrisa plasmada en los labios. Aquello era vocabulario ligero, tratándose de Cam, así que tampoco estaba tan extremadamente enfadado. Todavía. —Y te lo advier a dvierto, to, si mis ovejas empiezan empi ezan a quedarse queda rse calvas c alvas por culpa cul pa del salvaje de tu perro… Emitió un chasquido y rodó los ojos hasta ponerlos casi en blanco. A veces su amigo podía llegar a ser tan dramático... —Cam, es imposibl im posiblee que se queden calvas por un sustito sust ito de nada. Además, estamos en julio. ¡No hace tanto tiempo que las has esquilado! Si por no tener, no tienen ni lana que comerse. —¡Me da igual! igual ! Advertido Adverti do quedas, si les pasa cualquier cualqui er cosa… ¡tendré algo más que palabras con alguien! —Pues espero que hayas aprendido aprendi do a ladrar ladr ar en estos tres días, porque parece ser el único idioma que entiende enti ende Snow. Snow. — Ja Ja, ja. ¡Qué gracioso! Dejó que Cam se desahogara soltando cuantas imprecaciones se le ocurrieron —a cada cual más florida que la anterior— y, cuando creyó que volvía a estar medianamente sereno, le preguntó dónde se había metido el culpable de aquella llamada telefónica. Aunque casi lo suponía. Y es que puede que la obediencia no fuera el fuerte del cachorro, pero tonto no era; por ello le resultaba fácil presuponer que, por la cuenta que le tenía, se habría evaporado en el aire al primer alarido de Cameron. —Ni lo sé ni me importa im porta —fue la respuesta respues ta que recibió—. reci bió—. Pero supongo que habrá huido con el rabo entre las patas hasta tu casa. Ese pequeño demonio es listo como él solo y sabe que si quiere conservar íntegro su pellejo pellej o lo último últi mo que debe de hacer es quedarse quedarse cerca de mí. mí . Había postergado la sesión de disciplina y buenos modales vendiéndose a sí mismo la cómoda mentira de que, encontrándose inmerso hasta las cejas en trabajo, no tenía tiempo para tratar con cachorros traviesos; pero ya no podía esperar más. La excusa que había esgrimido a lo largo de tantas semanas no era cierta, ya no. Así que tendría que
ocuparse de una vez por todas de cierto problema llamado Snow, problema que había estado bailoteando delante de sus narices durante demasiados meses. —La culpa es tuya, no debiste debist e encasquetárme encasquet ármelo. lo. Te dije que no tendría tiempo para entrenarlo como es debido. —¿Perdón? Tuvo que apartar el móvil a una distancia prudencial para evitar que su amigo le perforara el tímpano. —Olvida lo l o que acabo de decir. decir . Tenía que intentar implantar algo de obediencia en la sesera de la inquieta bola de pelos antes de que a Cam le diera un infarto la próxima vez que tuviera que dejarlo a su cargo. —Vamos, no te t e hagas el e l duro —dijo, —dij o, regresando regr esando al tono concili conc iliator atorio. io. —Te —Te veo venir. No sigas siga s por ahí, Ryodan. No me vas a aplacar, a placar, no en esta ocasión. El tono indignado de su amigo le seguía resultando tan sumamente divertido como la primera pr imera vez, daba igual cuántos años pasaran. —En el fondo lo adoras. A fin de cuentas, cuentas , es el vástago de tu queridísima Maya. —¡Maya es una santa! sa nta! Por favor, favor , no blasfem blas femes. es. Cam y su perra se querían con locura. Hasta tal punto que sus hermanos —y él también— solían tomarle el pelo acerca de su recalcitrante soltería diciéndole que, ya que aquella era la relación más larga y estable que había tenido en sus treinta y tres años de vida, bien podría presentar una propuesta de ley en el Parlamento para así legalizar su unión de una vez por todas. Sobre todo viendo que a este paso no lograría encontrar una mujer con el suficiente aguante como para soportarlo a él y a sus ovejas. ¿El resultado de aquellas chanzas? Siempre era el mismo; una mirada fulminante de Cam que, farfullando sobre su pinta de cerveza, los llamaba putos enfermos y les advertía que, si sentían alguna clase de aprecio por sus partes nobles, más les valdría irse a darle la murga a una mujer, porque mucho hablaban de él pero estaba comprobado que el resto alardeaba más de lo que mojaba. —Hombre, nos hemos levantado levant ado un poco sensibl se nsibles es hoy, ¿eh? ¿e h? —Repito, ni la l a menciones menc iones siquie s iquiera. ra. —Ni que estuviéra estuv iéramos mos hablando de la virgen virge n María, Marí a, en serio. seri o. —Era
superior a él dejar pasar la oportunidad de aguijonearlo un poco—. Además, no debe de ser tan santa como predicas cuando se dejó preñar por el primer Casanova que cruzó por tus tierras. Si me hubieras hecho caso y la hubieras castrado, como a Bram… —Da igual, igual , esto no se trata tra ta de mi Maya, sino de ese engendro de Satanás. —Lo escuchó tomar aire antes de volver a la carga—. Nunca más, Ryo, lo digo en serio. La próxima vez se lo dejas a Brian, pero conmigo no vuelvas a contar. —Es la quinta quint a vez que lo dices, dices , Cameron —le recordó—. recor dó—. Tu problema es que no sabes decir que no. —Pruébame. —Pruébam e. —Sabes de sobra que estás, estás , ¿cómo decirlo?, decir lo?, genéticamen genéti camente te incapacitado para decir «no». Intentó mantener la seriedad. —Sin ir más lejos, lej os, creo recordar recor dar que la última últi ma vez que le dijiste diji ste la palabra mágica a alguien fue a Katie Fraser durante la fiesta de invierno del primer año de universidad. De hecho, lo recuerdo como si hubiera sido ayer… Fue proponerte uno rapidito en el asiento trasero del coche y casi mearte encima de la emoción. —Sentía un nuevo ataque de risa en ciernes —. Tuviste uvist e que ir corriendo corri endo al baño para no quedarte quedart e en evidencia evidenci a y cuando saliste le dijiste que no… ¡Sólo porque estabas tan be… bebido que no habías sido capaz de encon… encontrártela! Sus carcajadas resultaban atronadoras, incluso para él mismo. —Te —Te diste dist e de cabezazos contra contr a la pared durante durant e una semana sema na —dijo —dij o enjugándose una una lágrima lágrim a fruto de su desenfrenado ataque de risa. Al otro lado de la línea se hizo el silencio durante unos segundos que parecieron interminables, antes de que Cam soltara un abrupto «Que te follen, Mackenzie» y el inconfundible pipipipi pipipi pi diera la conversación por terminada. ¡Pues si que se había levantado sensible aquella mañana! m añana! *** —Hogar, dulce hogar. Ni siquiera había tenido tiempo para aparcar el todoterreno detrás de las cuadras cuando un Shetland blue merle se abalanzó sobre el vehículo como un poseso. Ryodan reconoció a Snow en esa bola de pelos difusa que
correteaba alrededor del vehículo dando brincos a la vez que ladraba de manera ensordecedora. —Menuda bienvenida bi envenida —murm — murmuró uró para sí. Bajó la ventanilla, asomó la cabeza y le gritó que se estuviera quieto si no quería terminar sus días convertido en una nada apetitosa hamburguesa perruna por obra y gracia de una de las pesadas ruedas del cuatro por cuatro. Entonces, como por milagro, el inquieto cachorro le hizo caso y se sentó obediente sobre sus cuartos traseros a una distancia prudencial; eso sí, sin cejar ni un instante en su atronadora cacofonía de ladridos. Con un suspiro suspiro de alivio ali vio por estar al fin de regreso, apagó el motor mot or del Land Rover negro y abrió la puerta para salir del cálido interior. El día había sido cuanto menos bochornoso y no podía esperar a entrar en la casita, casit a, despojarse de la sudada ropa y darse esa más que ganada ducha ducha de agua fresca. O puede que se regalara un chapuzón en la zona del lago que acotaba sus tierras; a fin de cuentas, los vecinos más próximos estaban a casi dos millas de distancia, lo que le permitía darse el lujo de nadar desnudo en el Morar. Inmerso en estos pensamientos, apenas le dio tiempo a depositar un pie en el suelo s uelo cuando se vio arrollado arroll ado por un sobrexcitado Snow. Snow. —¡Buff! —Prorrumpió —Prorr umpió tras tra s exhalar exhal ar todo t odo el aire a ire de los pulmones pulm ones al ser derribado de golpe cuan largo era sobre los asientos del t odoterreno. Sintió cómo el freno de mano se le clavaba inmisericorde en la espalda y manoteó en el aire para sacarse de encima al perro, sin resultado alguno. Le sorprendía la fuerza de aquel ejemplar ejempl ar de once meses; de hecho, a veces le parecía que su tamaño era superior superi or al que en realidad ostentaba. —¿Se puede… saber… sa ber… qué mosca m osca te t e ha picado? pi cado? Snow lo mantenía preso bajo su peludo cuerpo, apoyando las patas delanteras con firmeza sobre sus pectorales, y le ladraba como si la vida le fuera en ello. —En serio, seri o, ¿qué demonios demoni os te pasa? —le espetó espet ó mientra mie ntrass se incorporaba a duras penas sobre los codos—. Me cuesta creer que todo este espectáculo sea debido a que me has extrañado—. Sospechando de su extraña conducta, entrecerró los ojos y le dedicó al cachorro una mirada suspicaz—. ¿Se trata de una de tus maniobras de distracción? ¿Qué has hecho esta vez, condenado travieso? Cuando lo liberó, se incorporó por completo en el asiento del
conductor y, con un brazo apoyado en el reposacabezas y otro en el volante, observó al pequeño maniaco durante unos silenciosos sil enciosos segundos. —Estoy cansado, c ansado, bola bol a de pelos pe los —gimió —gimi ó estentór est entóreament eamentee en el e l precis pr ecisoo instante en que el perro cerraba las fauces en la pernera de sus Levi’s y comenzaba a tironear con todas sus fuerzas—. ¿Por qué no vas a buscar tu pelotita y juegas contigo mismo un rato? Al final, resignado, descendió del Land Rover intentando no pisarlo en el proceso. ¡Que lo condenaran si acertaba a comprender qué le pasaba! —Para —ordenó al ver que seguía seguí a tirando ti rando de él—. ¡He dicho que pares! —el tono seco y autoritario de su voz sólo logró que se detuviera durante un breve instante antes de volver a la carga con renovado ahínco, como si pretendiera pastorearlo. Aquella absurda situación amenazaba con colmar el vaso de su paciencia, pensaba mientras se dejaba arrastrar por Snow. En el fondo ya no sabía si el perro quería jugar, si se había vuelto loco de remate o si, por el contrario, intentaba decirle algo. Fuera lo que fuera, decidió que se dejaría llevar por un rato más, a ver si conseguía comprender algo de todo aquel desatino. —No me habrás tomado toma do por una oveja, ¿verdad, chico? Porque te aseguro que este no es el momento más oportuno para sacar a relucir tu instinto natural. ¿Es que no tuviste suficiente esta mañana con las de Cameron? Tiraba de él con ímpetu, arrastrándolo consigo a un ritmo sorprendentemente rápido. Tenía que reconocerle que era persistente. Iban a paso tan vivo que, de hecho, ya habían dejado la casita casi ta de paredes blancas atrás y se dirigían hacia el lago. El sol estaba bajo en el horizonte y los colores del atardecer preñaban por completo el despejado cielo ciel o de verano. Alzando la vista, calculó que a lo sumo quedarían unos buenos cuarenta minutos de luz, a lo mejor un poco más, y lo que menos le apetecía era malgastarlos con Snow. Quería un poco de paz, una buena ducha y un vaso de whisky, whisky, ¿era tanto pedir? Fue al poco rato, cuando comenzó a vislumbrar la brillante superficie del lago, que el cachorro lo soltó al fin y, emitiendo un último y estridente ladrido, le dio la espalda para salir disparado hacia la orilla. Entonces comprendió. Una idea peregrina logró cruzar la neblina de cansancio que empañaba su mente. ¿Y si la conducta errática del perro no era un
capricho, sino que más bien se debía a que quería decirle algo? al go? Snow escogió ese momento para volver sobre sus pasos y ladrar con una insistencia cada vez más exasperante. Echándose Echándose a correr, alcanzó al Shetland y lo siguió si guió en su desenfrenada carrera hacia la orilla, frenando en seco y casi derrapando sobre la arenisca y la gravilla gravill a cuando vio la causa de todo aquel revuelo. —¡Oh, joder! joder ! Cubrió los últimos metros y se dejó caer al lado de una imponente yegua blanca que yacía casi sin vida con la mitad del cuerpo en el agua y la otra fuera. —Por todos los… ¡Jo-der ¡ Jo-der!! Emitiendo un ladrido que sonaba a satisfacción por el deber cumplido, Snow se sentó a su lado y lo miró mi ró con cara de «te lo dije». —Lo siento, si ento, bola de pelos pel os —musit —m usitóó mient m ientras ras acariciaba acari ciaba la cabeza del cachorro—. Todo este tiempo tú intentabas decirme que algo no iba bien y yo… Suspendida en el aire, su otra mano tembló durante un segundo antes de tomar una inspiración profunda, para imbuirse de una tranquilidad que no sentía, y proceder a posarla sobre el cuello cuell o de la yegua. Cerró los ojos y la acarició, permitiendo que el cuerpo del equino le contara todo aquello que necesitaba saber. Las imágenes de los daños invadieron su cabeza como los fogonazos del flash de una cámara fotográfica. Huesos rotos, demasiados huesos rotos. Hemorragia interna. Desgarros. Era sorprendente que siguiera viva. Alzó los párpados en un intento por huir del dolor del animal, de la visión de aquella carnicería interna. —¿Pero cómo…? cóm o…? ¿Quién…? Se llevó las manos a la cabeza y, tras hundir los dedos en su espeso cabello negro, lo mesó pensativo. Una parte de él bullía de cólera mientras la otra intentaba comprender cómo una yegua en tan precario estado había terminado dentro de sus tierras, en la orilla del lago nada menos. Tan alejada de la carretera, en el caso de que aquel estropicio hubiera sido a causa de un atropello accidental. «No. No. Imposible. Es un animal demasiado pesado como para que alguien lo haya arrastrado hasta aquí. Precisamente hasta aquí». Conmocionado, dejó caer las manos sobre su regazo sin romper el contacto visual con la yegua ni un instante. ¡Que lo condenaran si aquello
no parecía cosa de brujería! Nada tenía ni pies ni cabeza. —Bola de pelos, vamos a necesitar necesi tar ayuda —le comentó coment ó al cachorro, cachorr o, que lo observaba curioso con ese par de expresivos ojos azul veteado—. Y puede que lo que voy a decir no te haga mucha ilusión después de lo que pasó esta mañana, pero tendremos que recurrir a Cam y sus hermanos si queremos mover a esta chica hasta las cuadras. Extrajo el móvil del bolsillo de los Levi’s, abrió la tapa y pulsó la tecla de marcación rápida. —Ahora esperemos esper emos que se le haya pasado pasa do el cabreo o mucho me temo tem o que será capaz de ignorar la llamada —suspiró al tiempo que le dedicaba una mirada llena de reproche a Snow que, emitiendo un gimoteo, se tumbó en la arenisca y procedió a cubrirse la cabeza con las patas delanteras—. Sí, avergüénzate, saco de problemas. Cam respondió con un molesto «¡Qué!» al cuarto timbrazo. —Tengo una emergenci eme rgencia. a. —Más te t e vale, vale , porque yo tengo t engo una cita ci ta —escupió. —es cupió. —No te molestar mole staría ía si no lo fuera. fuera . —Se frotó frot ó el rostro rost ro con la mano libre—. Ven lo antes posible con tus hermanos, tengo a una yegua en estado lamentable y necesito moverla. ¿Cuánto estimas que tardaréis en llegar a mi casa? Casi podía escucharlo hacer cálculos mentales. —Están desperdig des perdigados ados y tendré t endré que ir i r a recogerl r ecogerlos. os. ¿Media ¿Medi a hora? —Ok. Cortó la conversación cerrando la tapa del móvil y lo guardó de nuevo en el bolsillo. Si Cam cumplía con su estimación eso le dejaba tan sólo con el tiempo justo para arreglar lo más gordo y estabilizar el precario estado del animal. El trabajo más minucioso y delicado tendría que esperar. —Bien —murmur —m urmuróó a la l a vez que colocaba una mano ma no en el cuello cuell o y otra otr a sobre el lomo—, ahora vamos a hacer un poco de magia, chica del lago — Inspiró hondo—. Puede que esto nos duela a los dos, pero tengo que hacerlo para que puedas ver otro amanecer, preciosidad. Y yo quiero que lo veas, así que no me decepciones y lucha. Lucha con todas tus fuerzas porque yo también pienso hacerlo.
Capítulo 2 Ryodan se frotaba las manos por enésima vez contra los sucios Levi’s en un intento por mitigar de algún modo el desagradable hormigueo que experimentaba desde bien entrada la madrugada. m adrugada. «Tranquilo, Mackenzie, respira hondo y no pierdas de vista el norte», se dijo a sí mismo mientras las extendía ante su torso sólo para volver a comprobar de nuevo que el temblor persistía. ¡Maldición! Lo había dado todo para salvarla, hasta el extremo de vaciarse casi por completo, y ahora aquel jodido temblor, el más brutal de los que había sufrido hasta el momento, lo estaba volviendo medio loco. Tenía que serenarse, pero su mente seguía inmersa en los recuerdos de la noche pasada, atrapada en un bucle constante que le hacía revivir una y otra vez cada detalle. Algunos eran claros, otros, en cambio, tan difusos como si los observara a través de un cristal opaco. Recordó cómo se había hecho cargo de lo peor antes de que llegaran Cam y sus hermanos, cuánto les había costado trasladarla hasta las cuadras con el mayor de los cuidados posible… Y, no sin cierto remordimiento, se volvió a ver a sí mismo cuando se abalanzó sobre Kevin como un salvaje sólo porque este había tenido la desafortunada idea de comentar en voz alta que más valía acabar con la agonía del animal y pegarle un piadoso tiro, ya que difícilmente pasaría de esa noche. Él no era así, no perdía los estribos de esa manera. Pero, según escuchaba las palabras saliendo de su boca, algo en él había hecho clic y, para cuando se quiso dar cuenta, estaba encima de un sorprendido Kev, agarrándolo con inusitada violencia por el cuello de la camisa y gritando cosas que no lograba recordar con claridad. Todo esto mientras lo zarandeaba una y otra vez. Fue necesario que intervinieran Brian y Cam para que su hermano pudiera salir de allí de una pieza, sin contar que a su amigo le había costado lo suyo arrastrarlo hasta la otra punta de la caballeriza para calmarlo y lograr que se focalizara en lo importante. No le había reprochado nada, pero a él sólo le había bastado un cruce de miradas con los graves ojos azul grisáceo de su camarada para saber lo que pensaba de todo aquello. Más le valdría tener preparada la disculpa del siglo para cuando volviera a ver a Kev.
—Hombre, te t e ves fatal f atal.. La voz de Brian lo trajo de regreso al presente. Introduciendo las temblorosas manos en los bolsillos del pantalón, hizo un ademán con la cabeza para que no se quedara en la entrada y lo observó penetrar en las cuadras, junto a otra persona. Aunque se encontraban a contraluz, y la claridad le molestaba hasta el punto de obligarlo a entrecerrar los ojos, reconoció de inmediato a su acompañante. Era Cameron. Por supuesto, ni rastro del gemelo de Brian; lo cual resultó ser un alivio ya que no se sentía en forma para comenzar a bañarlo en disculpas. —Corrijo —Corrij o — declaró decl aró parándose par ándose frent f rentee a él—. él —. Te ves hecho mierda. mie rda. —¿Me lo dices o me lo cuentas? cuentas ? —espetó —espet ó con la voz rota por el cansancio—. Tu hermanito sigue siendo la flor misma de la cortesía y los buenos modales, ¿eh, Cam? —señaló sin dejar de mirar al aludido—. ¿Acaso no le enseñaron de pequeño que antes de nada hay que saludar como es debido? Su amigo se encogió de hombros, cruzó los brazos sobre el amplio torso, cubierto con una camiseta gris de manga corta, y emitió un bufido elocuente. Al instante, un mechón cobrizo cayó sobre su frente tapándole el ojo izquierdo, mechón que sacó de en medio con un fuerte resoplido. —No creo que cambie cambi e mucho el resultado resul tado —replicó —repl icó Cameron con socarronería—. Pero probemos. Se aclaró la voz con un ligero carraspeo y le dedicó la mejor de sus sonrisas torcidas. —¡Buenos días, días , rayito rayi to de sol! ¿T ¿Tee has mirado mi rado en el espejo espej o esta mañana? Porque das pena. —Meneó la cabeza y lo obsequió con una evaluadora mirada al más puro estilo jurado de Factor X o Britain’s Next Top Model —. —. ¿Y qué es eso que huelo? hue lo? —Incli —I nclinó nó el torso t orso hasta ha sta que tuvo la la nariz a un palmo de su cuello y procedió a olfatearlo al igual que un Foxhound olisquearía el rastro de su presa—. ¿ Eau d’homme? Tio, conoces la existencia de cierto artilugio llamado ducha, ¿verdad? Es un avance de la humanidad sorprendente y además muy fácil de usar. Te metes debajo de esa cosita que llaman regadera, abres el grifo del agua y… —Te has olvidado ol vidado de un paso import i mportante ante —apuntó —apunt ó Brian, que se había habí a apoyado contra la puerta del box de Mayhem, su semental negro, y le estaba dando algo sospechosamente parecido a un terrón de azúcar mientras disfrutaba de las pullas de su hermano—. Primero hay que
desnudarse. Cam observó a su amigo de pies a cabeza, valorando también el estado de su ropa, que era horrible. —Naaah... Que se meta met a tal y como está, está , así mata mat a dos pájaros pájar os de un tiro y se ahorra la lavandería. —No es por nada, pero tengo t engo lavadora lav adora y sé s é usarla. usarl a. No como otros. Aquello no pareció impresionar a Cam que lo miró como diciendo «¡No me digas!». —Chicos, ha sido todo un detalle detal le por vuestra vuestr a parte part e el que os hayáis pasado por aquí para ¿criticar mis pintas?, pero por qué no os vais un poquito a la mierda y me dejáis trabajar en paz, ¿eh? Estaba de un humor no apto para socializar. Acababa de pasar por una de las noches más largas y agotadoras de su vida, apenas era capaz de sostenerse en pie —mucho menos de controlar el temblor de sus manos— y le dolían hasta las pestañas. Resumiendo, que el horno no estaba para bollos. —En el caso de que comprendáis compr endáis el concepto de trabajo, tra bajo, claro clar o — añadió. Cerró los ojos y se pellizcó el puente de la nariz con fuerza mientras los recuerdos lo asaltaban de nuevo. ¡Infiernos! Hubo un momento hacia las tres de la madrugada en el que realmente llegó a pensar que la perdía. Unos minutos eternos durante los cuales, a pesar de que ella había demostrado ser una chica fuerte y combativa, sintió que su vida se le escurría de entre las manos. «Sea quien sea el hijo de puta que ha perpetrado semejante salvajada, merece ser apaleado hasta la muerte. Porque esto no es un accidente, Ryo. No lo es», le había dicho Cameron con la voz teñida de ira. Y tenía razón. Aquello no había sido fortuito, sino una sádica y retorcida tortura ejercida sobre un pobre animal indefenso. ¿Acaso aquel aquel anónimo cabrón desconocía la existencia de la palabra «piedad»? —Eh, Ryo, regresa. regres a. No pudo evitar sacudirse bruscamente bajo el contacto de la recia mano de Cam sobre su hombro, como si aquel mero toque lo hubiera quemado. —Está bien, está bien —le musitó musi tó este con voz aplacadora aplac adora mientr mi entras as levantaba ambas palmas en son de paz—. Estábamos de coña, no te lo tomes a mal. Tan sólo queríamos ahuyentar un poco la mierda que llevas
encima, nada más. Exhaló aire lentamente y sintió que todos los músculos de su cuerpo se destensaban uno a uno. Ni siquiera era consciente de en qué momento los había contraído hasta rayar el límite del dolor. Tal vez llevaba así toda la noche y ni siquiera se había percatado, de tan consumido que estaba por la preocupación. —Yo… Lo siento. Las palabras salieron de sus labios como com o un suspiro. —Hey, —Hey, no hay motivos mot ivos para disculparse discul parse —aseguró Brian dándole un puñetazo amistoso en el hombro que le arrancó un sentido «aay»—, blandengue. No te me estarás convirtiendo en una tierna damisela, ¿verdad? Enderezó por completo su casi metro noventa de estatura y le dedicó una mirada de te-vas-a-comer-mi-puño-con-patatas que consiguió que Brian se arrimara arrim ara a su hermano hasta quedar hombro con hombro. —¿A quién llam l lamas as tú t ú damisela dami sela,, zanahoria ? —Niños, niños. —Cam impuso im puso un poco de calma—. calm a—. Parece mentira ment ira,, tan creciditos y tan inmaduros. —Mira —Mir a quién fue a hablar —le soltó solt ó Brian a su hermano, herm ano, enarcando una ceja—. El que montó ayer la tragedia griega del siglo a costa de Snow y las ovejas. —No me lo recuerdes, recuer des, ¿quieres? ¿quier es? Por cierto, cier to, ese pequeño hijo hij o de Satanás hace muy bien en no asomar el hocico porque todavía me tiene contento. —Hermanito, —Hermani to, eres er es una reina r eina del de l drama. dra ma. Por suerte, todavía le l e quedaba una pequeña pequeña reserva de reflejos refl ejos que usó para apartarse a tiempo antes de verse metido en el meollo de la reyerta. Porque Cam no tardó ni un parpadeo en rodear el cuello de su hermano pequeño con su enorme brazo e inclinarlo hacia delante para proceder a arrastrarlo por media cuadra mientras le frotaba sin piedad con los nudillos la pelirroja pelir roja cabeza rapada al uno. —Ayayayay —Ayayayay —gimió —gim ió Brian mientra mie ntrass intentaba int entaba soltarse— solt arse—.. ¡Estate ¡Esta te quieto, capullo! —Aprende a respeta re spetarr a tus t us mayores. ma yores. —Cam, suéltalo, suélt alo, hombre —intercedi —int ercedió—. ó—. En serio, seri o, todavía todaví a tengo cosas que hacer y no me sobra el tiempo, tiem po, precisamente. Extrajo la mano del bolsillo y se la pasó por la cara antes de mirar
hacia el primer box de las caballerizas, donde la yegua seguía postrada sobre un confortable lecho de paja. Anoche no había querido arriesgarse a llevarla hasta las instalaciones de la «clínica». Cameron le pasó un brazo por los hombros y le dio una pequeña sacudida para imbuirle imbuirl e ánimo. Sus ojos lo decían todo. —Esa chica te tiene ti ene acojonado hasta la médula. médul a. Nunca te había visto vist o así, Ryo. Sí, su preocupación por ella rozaba lo irracional. Siempre había sido sumamente protector con los caballos que trataba, pero con ella… Algo en su interior había gritado «mía» desde el primer instante y sentía que no podía perderla por nada del mundo. m undo. —Es especial, especi al, ¿eh? ¿ eh? —Sí. —Sonrió con una mezcla mezcl a de pesar y cansancio—. cansanci o—. Supongo que es de locos. —Un poco —dijo Brian. Se separó de los hermanos Macdonald y avanzó hasta la puerta cerrada del primer cubículo. Era como si un imán tirara de él, no podía alejarse de su lado. —¿Cómo ha pasado la noche? —le preguntó pregunt ó Brian aproximándose aproxi mándose con las manos de nuevo en los bolsillos del pantalón. Su preocupación era sincera, podía verlo en los ojos azules y el rictus de la l a boca. —Sin cambi ca mbios. os. Está Est á estable est able pero es e s como com o si no estuviera est uviera aquí —«más bien parece encontrarse en algún lugar lejano lej ano al que no consigo llegar», fue lo que no dijo en voz alta—. Otro animal en su lugar estaría ya muerto, pero ella… —Es una luchadora luchador a —concluyó Cam por él, al tiempo tie mpo que apoyaba los antebrazos sobre el filo de la puerta y observaba el interior del box. Los tres se quedaron callados, observando como el costado de la yegua subía y bajaba con cada leve respiración. respiraci ón. Ella era la cosa más bonita que alguna vez hubiera visto, pensó. Sus formas fluidas y delicadas escondían una gran fuerza; la blancura casi irreal de su pelaje estaba salpicada por pequeñas motas de color gris perla en el lomo, tan diminutas que tenías que fijarte mucho para poder verlas; las crines parecían cortinas de seda sobre el aristocrático cuello. ¿Y qué decir de esa cabeza de formas perfectas? —¿Qué clase de yegua es? —indagó Brian, Bri an, rompiendo rom piendo el silencio. sil encio. —¿Me creerías creer ías si te dijera dij era que no tengo ni la más remota rem ota idea? —le
contestó, sin dejar de mirarla ni por un instante—. Es como si hubieran cogido lo mejor de cada raza y la hubieran confeccionado a medida. Soberbia, imponente… hermosa. A su lado, Cameron se giró hasta apoyarse de espaldas contra la puerta. Afuera el aire de la soleada mañana traía consigo hacia el interior de las cuadras el embriagador aroma de las Highlands en verano, junto con el trinar de alguna al guna que otra ave posada posada en la copa de los árboles cercanos. —Se recuperará. recuper ará. Clavó sus ojos verdes en los azul grisáceos de su amigo al escucharlo aseverar con tal rotundidad. Se encontraba en parte sorprendido y en parte orgulloso de que Cam tuviera tanta fe en sus habilidades con los caballos. Y eso a pesar de que no sabía de dónde procedía su «buena mano» con ellos. —Pero para que se recupere recuper e —añadió agarrándolo agarr ándolo con fuerza fuerz a del brazo mientras lo arrastraba al exterior— tú tienes que estar en óptimas condiciones, porque Dios es testigo de que esa yegua te necesita como el aire que respira ahora mismo. —Amén, hermano. herm ano. —Del mismo mi smo modo que sabe que a mí sólo se me dan bien las ovejas —agregó después, des pués, como com o colofón colof ón a la frase. fras e. —Eso no hace falta falt a que lo jures jur es —se carcajeó carcaj eó Brian, que iba unos pasos por detrás de ellos—. Creo que tu cita de anoche ya lo comprobó en carnes propias y seguramente no querrá repetir la experiencia. —¿Y tú qué sabes, sa bes, cabeza cabez a de zanahoria? zanahor ia? —Sé muchas cosas, hermanit herma nitoo —aseveró —asever ó Brian, guiñando un ojo con mofa. —Sois un maldit mal ditoo par de cotorras. cotor ras. —O los frenaba frena ba o en menos de lo que canta un gallo los tendría enzarzados en una nueva batalla de pullas—. ¿Por qué no dejáis de abofetearos verbalmente y me hacéis el favor de echarle un ojo a todo esto —señaló los alrededores con un movimiento de cabeza, haciendo especial hincapié en las caballerizas— mientras yo me ducho y como algo para poder aguantar hasta la l a noche? Brian, que ya los había alcanzado y caminaba a la par que ellos, extrajo las manos de los bolsillos y, deteniéndose en mitad del camino hacia la casita, las puso sobre las caderas mientras lo miraba como si le acabara de salir una segunda cabeza.
—¿Y para qué hemos venido si no? —Señaló a su hermano—. herma no—. Brian tiene el día libre y nada importe que hacer. —Porque tú lo digas, no te jode… —mascull —masc ullóó entre entr e dientes dient es el aludido. —Pues bien me lo podríais podrí ais haber dicho desde el principi prin cipio, o, pedazo memos. —Chasqueó la lengua sin parar de caminar—. Me habéis hecho perder un tiempo muy valioso. Cameron le dedicó una mirada de soslayo y su voz descendió un tono y medio cuando tomó la palabra. —¿Quieres que te deje de je al imbécil im bécil de mi hermano, herm ano, para que te eche e che una mano mientras descansas un rato, o prefieres que te dé una patada en el trasero y me lo lleve de aquí con viento fresco? —¿Es una pregunta pre gunta tram t rampa? pa? —No debe de estar tan mal cuando todavía todaví a saca fuerzas fuerz as para dar réplicas irónicas i rónicas —subrayó Brian—. Y deja de insultarme, insultarm e, mamón. —¿Ryodan? —¿Ryodan? —Cam ignoró a su hermano herma no pequeño y, tras tra s pararse, parar se, se cruzó de brazos a la espera de una respuesta. —Ve —Ve a atender a tus t us queridas quer idas ovejas antes de que te dé un síncope por haber dejado a Kev a cargo. —Entrecerró los ojos con malicia y le dedicó una sonrisa ladina a Brian—. Ya me encargaré yo de hacer buen uso del cabeza de zanahoria aquí presente. El interfecto comenzó a quejarse agriamente, harto de que siguieran llamándolo así a sus veintiseis años, pero ni él ni su hermano le hicieron el más mínimo caso. —Puedo traert tra ertee la correa corre a de Bram, si quieres quier es esclavizar escl avizarlo lo como es debido. Poniendo los ojos en blanco, intentó no reírse, pero falló. A veces su amigo era incorregible. —No me des ideas, i deas, Cam. No me des ideas. i deas. *** De lo primero que tuvo conciencia Nairna fue de sentirse como si todo su ser flotara en una balsa de aceite. Sus miembros permanecían laxos, sin atender a las órdenes que les enviaba el cerebro instándoles a que se movieran, y su interior se hallaba inexplicablemente calmo, como el mar después de una furiosa tempestad.
¿Estaba muerta? Tal vez esa era la razón de que su carne pareciera haberse despegado de los huesos, de que las oleadas de dolor se hubieran mitigado hasta ser sólo el eco sordo y lejano que se estrellaba en aquellos momentos contra su piel, haciéndola hormiguear. Quiso abrir los ojos, pero sus párpados tampoco parecían dispuestos a colaborar. Temblaron una, dos veces, antes de alzarse con pesadez y revelar ante sus iris medianoche un escenario de sombras diluidas carentes de forma aparente. ¿Era aquello la muerte? ¿Un estado de semi-consciencia que la mantenía atrapada atr apada en una calma angustiosa, rodeada de informe oscuridad? Volvió a intentar moverse, pero lo único que consiguió fue que un gemido floreciera de sus labios. Entonces, articuló lo que creyó un susurro quedo pidiendo ayuda y que, sin embargo, no fue más que un siseo sin sentido que le hizo pensar que aquella no era su voz. Pero sí lo era, sólo que estaba desgarrada por los gritos de dolor que habían brotado desde lo más hondo de su garganta mientras la golpeaban una vez, y otra, y otra… y otra. Hasta que el dolor la arrastró arras tró a la nada. Dolor. Angus. La voz de él resonó en su cabeza, taladrándola sin cesar con las mismas tres palabras: «iniciación o muerte». Llevaba años inmersa en la negación de su naturaleza, intentando olvidar lo que era hasta que llegó el día en que ya no pudo huir por más tiempo de su destino. Porque, mal que le pesara, era un kelpie y, como tal, se debía a su clan y tradiciones, lo que implicaba que o abrazaba la única vida que podía vivir o aceptaba la muerte. Tan sencillo y a la vez tan complicado. «Iniciación o muerte». No, todavía no estaba muerta. Él les había ordenado que no la mataran, lo había escuchado con prístina claridad. Pero, sin embargo, se sentía como si en realidad lo estuviera y si eso era cierto… Quiso llorar, pero ya no le quedaban lágrimas. Una parte de sí sentía alivio al saber que, si realmente había fallecido, al fin era libre; la otra chillaba hasta deshacerse en sangre por la injusticia que ello suponía. Porque ella ansiaba continuar con vida, lo deseaba con desesperación, y al mismo tiempo sentía puro terror al pensar que no existía rincón en el mundo en el cual ocultarse de ellos, que tarde o temprano volverían para llevársela. Y entonces… No quería quería aquello, no podía ser como ellos. ell os.
«Iniciación o muerte». La imagen de la grotesca sonrisa de Angus cuando la agarró con crueldad por la melena, inclinándole la cabeza hacia atrás en un ángulo tan dolorosamente imposible que casi no le permitía respirar, logró que se le erizara hasta el último vello del cuerpo. El brillo sádico que había visto en los ojos masculinos todavía le arrancaba sudores fríos, pero rememorar aquella lengua húmeda deslizándose por su garganta, lamiendo con gozo el hilillo de sangre que fluía hasta perderse en el valle entre sus senos… Eso revolvió sus entrañas hasta casi hacerla vomitar. Había rogado por el dolor, prefiriendo un millar de veces la lluvia de golpes a la humillación y el asco de él tocándola, susurrándole al oído palabras horrendas que le congelaban la sangre en las venas. Sí, cualquier cosa mejor que el miedo que le generaba el imaginarlo tomándola. «No pienses que tu vida será más sencilla tras la iniciación, kelpie rebelde, porque te mentirías. Debes de saber que te quebraré y lo disfrutaré. Oh, sí… Serás mi puta yegua de cría, me llamarás Señor y dejarás que te monte hasta que me harte. Te usaré a placer y luego… Ya pensaremos algo adecuado para una zorra como tú». t ú». Sacudió la cabeza con violencia, en un intento arrojar lejos aquella voz martirizante, y entonces fue consciente de las sensaciones que la rodeaban. La tibieza que besaba su piel, el lecho de paja bajo su cuerpo. Y el olor. Ese olor que lo inundaba todo la llenó de horror e hizo que se le paralizara el corazón. ¿Kelpies? ¿Kelpies? «No, Dioses, no». Pero según este inundaba sus fosas nasales, se percató de que se trataba de un olor mucho más terrenal que nada tenía que ver con las notas aromáticas de los kelpies. Estas eran diferentes, pertenecían a simples caballos. «¿Dónde estoy?». Reunió fuerzas y se dio la vuelta hasta ponerse boca abajo. Parecía que los miembros comenzaban a responder un poco, aunque todavía los sentía torpes y pesados. Otro impulso y logró mantenerse sobre sus manos y rodillas, a pesar de que el temblor de los muslos amenazaba con hacerla caer de bruces. «Hazlo, levántate», se decía a sí misma, insuflándose ánimo. Pero era inútil ya que sus piernas no parecían ser capaces de sostener el peso de su cuerpo, al menos no de pie.
Con un quedo sollozo, avanzó como buenamente pudo en la oscuridad, guiándose por el tacto de lo que parecía una pared de madera. No llevaba recorridos ni tres metros cuando vio un borrón blanco y gris que se movía detrás de lo que parecía otra pared de madera, sólo que esta no llegaba hasta el suelo. Rápidamente, intentó enfocar la imagen pero sus ojos no parecían estar por la labor. Todo era tan terroríficamente borroso a su alrededor… «No estás muerta», le musitó una vocecilla en su interior «pero lo estarás si no te pones a salvo pronto. Tienes que huir de este condenado lugar, sea cual sea, antes de que los hombres de Angus regresen a por ti». El borrón se movía con mayor frenesí e incluso le pareció escuchar un ruido extraño proveniente del otro lado. Haciendo acopio de la mermada voluntad que le quedaba, volvió a intentar levantarse, pero cuando parecía que al fin lo iba a lograr todo empezó a girar a su alrededor y sintió que las fuerzas la abandonaban por completo. «Diosa, ayúdame», fue su último pensamiento antes de caer en la oscuridad del olvido.
Capítulo 3 Ryodan despertó sobresaltado cuando algo impactó con fuerza contra su costado. Tras incorporarse de golpe en el colchón, ahogó una maldición al tiempo que tanteaba la mesita de noche en busca del interruptor para encender la pequeña lámpara. —¡Qué cojo…! —Frunció el ceño al ver a Snow sobre la cama—. cama— . Esto es el colmo y lo sabes. ¡Son las tres de la madrugada! ¿Por qué no puedes dormir al igual i gual que los chuchos normales? El animal pareció contrito durante una milésima de segundo, pero a continuación emitió un ladrido capaz de perforarle los tímpanos a cualquiera y tiró de la sabana con la que se cubría, dejando expuesta su desnudez al fresco de la noche. —Por lo l o que más m ás quieras qui eras —rezongó todavía todaví a medio m edio dormi dor mido do al tiempo tie mpo que se dejaba caer de nuevo sobre el colchón—, dime que no ha ocurrido nada raro porque dudo mucho que sea capaz de ponerme en pie. Se protegió de la luz de la lámpara pasando el antebrazo izquierdo sobre los ojos y se rascó el pecho ligeramente salpicado de vello negro con la otra mano. Snow ladró de nuevo, reclamando su atención, y con un resoplido dejó que los brazos cayeran a los costados, dándose al fin por vencido. —Vale, vale. val e. Ya voy. El perro descendió de la cama de un salto y lo esperó sentado sobre la alfombra. Movía la cola con impaciencia de un lado a otro y sus despiertos ojos parecían gritarle gritar le «sal de ahí de una vez y sígueme». Tras dar un bostezo que casi le disloca la mandíbula, se levantó de la cama y recogió del suelo el pantalón que había usado durante el día y que ni siquiera se había molestado en depositar sobre la silla cuando se desnudó. Así Así de agotado estaba. Decidió no gastar tiempo en buscar los bóxers y se lo puso tal cual, limitándose a subir la cremallera para que no se le cayeran por el camino. Podía ignorar el botón. —Vamos, bola bol a de pelos. pel os. Veamos qué pasa esta e sta vez. ve z. Con un brinco, giró sobre sus patas y se esfumó esfum ó delante de sus narices. Podía escucharlo atravesar el pequeño pasillo y bajar por las escaleras. Había días en que envidiaba envidiaba el vigor del animal. Se lo encontró en la entrada de la cocina, rascándose el lomo contra el
marco con gustoso placer. Alzó Alzó la vista y vio la puerta que comunicaba con el patio trasero abierta de par en par. Juraría que la había cerrado. —Alguna vez me tendrás tendr ás que explicar expli car cómo demonios demoni os te las apañas para abrirla. El perro le respondió con dos ladridos cortos y estridentes, salió al ardín y emprendió la carrera hacia las cuadras. Él corrió tras Snow como alma que lleva el diablo. Separó una de las hojas de la puerta de acceso y tomó la lámpara que siempre dejaba colgada justo a la derecha de la entrada. Así, en el caso de que tuviera que revisar algo por la noche, siempre podía echar una ojeada sin perturbar demasiado el descanso de los animales. Luego miró a su alrededor en busca del cachorro. No estaba lejos. lej os. De hecho, se había parado enfrente del portón del primer cubículo y estaba lamiendo… —No puede ser —casi —c asi graznó. gr aznó. Una mano. Por debajo de la puerta asomaba una delicada mano femenina de dedos gráciles. La palma estaba vuelta hacia arriba y Snow la lamía con infinita ternura mientras emitía algún que otro gimoteo lastimero. Dio dos amplias zancadas y, sin atreverse a mirar todavía el interior, apartó con cuidado al perro y, tras una honda inspiración, abrió el cubículo. —Mierda. —Mier da. Allí, desmadejado en el suelo, estaba el cuerpo desnudo de una mujer. Sus facciones se hallaban medio ocultas por una revuelta melena tan imposiblemente rubia que casi parecía blanca. Su primer impulso fue dejarse caer a su lado y buscarle el pulso. Tardó tres interminables segundos en percibirlo firme y estable bajo las yemas de sus dedos. «Viva, está viva». El alivio lo invadió por completo, seguido de cerca por el desconcierto. —Un momento, moment o, si ella ell a está est á aquí, ¿dónde se encuentr e ncuentraa el animal? anim al? Aquello no tenía ni pies ni cabeza. La yegua no se podía haber volatilizado en el aire y los caballos lo habrían alertado con sus relinchos si algún extraño hubiera entrado en las cuadras. ¿Entonces? Su mente tardó medio minuto en susurrarle la respuesta: se trataba de un único ser. —No. No, no, no, no, no.
Paralizado ante la revelación, sintió que su corazón se saltaba un latido. Si esa mujer era la yegua que había salvado, la misma que había encontrado a la orilla del lado, entonces… —De ninguna manera maner a —murmuró, —murm uró, negando una y otra vez con la cabeza—. No. ¡No! «Sólo puede ser una cosa y lo sabes». Tenía que tratarse de un mal sueño. Sí, era eso, todavía estaba dormido y aquello era una extraña ensoñación sin sentido alguno. Para asegurarse de ello, se pellizcó y el mordisco de dolor le dejó claro que estaba despierto y bien despierto. despiert o. —Esta mujer muj er no puede ser lo que creo que… ¡Imposibl ¡Im posible! e! Esos seres únicamente existen en los libros y en la imaginería popular. ¡No son reales! «Sabes que no, no, porque entonces tú mismo serías serí as una ficción». No es que no creyera en esas cosas, pero el mero hecho de pensar que ella era lo l o que pensaba que que era le provocaba unas ganas terribles de echarse a reír como un histérico. —Bola de pelos —musitó —musi tó mientra mie ntrass atraía atr aía a Snow por el cuello cuell o hacia su costado y lo acariciaba con una tranquilidad que no sentía, en un intento por aplacar los temblores que lo sacudían—. Si nunca has visto un kelpie, que sepas que lo estás haciendo ahora mismo. Y que lo mataran en aquel preciso instante si no era la mujer más hermosa que había visto vist o nunca. *** La oscuridad tiraba de ella con fuerza, la arrastraba ar rastraba hacia las l as profundidades mientras combatía con denodado esfuerzo para salir a flote. Tenía miedo. Miedo de que la engullera, de que la dejara a merced mer ced de los otros. De repente, en medio de todo aquello, Nairna sintió que alguien la tocaba y se aferró a ese tenue contacto como si fuera un salvavidas. Al principio no era más que un roce suave, una caricia dulce en su mejilla mejil la que le recordó al tacto t acto de unos dedos curtidos por el trabajo. Luego, experimentó un calor envolvente que la ceñía con cuidado y que, poco a poco, la acercaba a una pared sólida sobre la cual pudo apoyar la sien. Alguien la abrazaba y poco le importaba que aquello fuera real, un sueño o un delirio, porque era lo único que impedía que el olvido la
devorara por completo. Creyó escuchar los firmes y lejanos latidos de un corazón al tiempo que algo húmedo y áspero le hacía cosquillas en la mano. m ano. Justo cuando parecía que comenzaba a ascender, otro impetuoso tirón la arrastró de nuevo hacia el abismo. Era como si estuviera unida a la oscuridad con un hilo invisible, uno que no sería liberado tan fácilmente. Estaba pensando que nada la salvaría cuando escuchó una voz grave y profunda que parecía hablarle al oído, que la arrullaba con la cadencia de las tierras altas e insuflaba tranquilidad y seguridad en su espíritu. Una voz que le susurraba «quédate conmigo». O eso creía, ya que todo se fi ltraba de modo vago en su embotada cabeza. Ebria por las agradables sensaciones, se permitió el lujo de flotar en el inusitado mar de protección que la envolvía mientras el eco grave se repetía una y otra otr a vez, proporcionándole sosiego. «Estás bien, estás a salvo. Quédate conmigo». *** La luz del amanecer se filtraba con pereza a través del ventanal del dormitorio de Ryodan que, recostado sobre el viejo butacón de su padre, era incapaz de despegar los ojos de la visión de aquella desconocida dormida en su cama. Pensó en cómo tenerla desnuda entre sus brazos durante apenas un puñado de minutos había bastado para que la sensación de ese voluptuoso cuerpo contra el suyo se hubiera grabado a fuego en su sistema. Unas formas inolvidables que habían despertado en él un apetito que creía satisfecho, pero que en realidad parecía haber estado adormecido durante toda su existencia. Un hambre voraz, cuya existencia desconocía que albergaba, que lo excitaba y estremecía a partes iguales. Ahogó un gruñido. Una parte de él le gritaba que era un sátiro y que debería de avergonzarse por tener tales pensamientos acerca de una mujer que yacía indefensa en su cama. En cambio la otra quería acercarse a ella, apartar las sabanas que la cubrían y arroparla, protegerla con su cuerpo y calentarla piel con piel. «No, «No, quieres hacer más m ás que eso». Sí, era cierto. Deseaba experimentar plenamente la deliciosa sensación de aquellas curvas femeninas llenando las palmas de sus manos,
anhelaba volver a aspirar su aroma embriagador, ansiaba probar su sabor y hundirse en ella. Quería degustarla de mil maneras distintas y eso no estaba bien. O sí lo estaba. Ya no lo sabía. Por norma, era capaz de controlar sus instintos, pero ahora se veía arrollado por pensamientos pensami entos y emociones desatadas que colisionaban colisi onaban con un desmedido instinto protector cuya procedencia desconocía. ¿O era posesividad? La palabra «mía» volvió a sonar alta y clara en su interior, al igual que el día anterior. Lo acosaba y, a pesar de que lo intentó, no fue capaz de discernir que parte de él la repetía una y otra vez, como si de un jodido mantra se tratase. t ratase. ¿Su cuerpo, su alma, su corazón? Se echó las manos a la cabeza y quiso aullar hasta quedarse afónico, gritar hasta conseguir acallar las voces que pugnaban por volverlo loco, que tiraban de él en direcciones opuestas. Estaba hecho un auténtico auténtico lío, lí o, uno excitado y culpable. Bonita Bonita mezcla. «¿Qué me pasa? ¿Por qué no puedo dejar de mirarla o de sentir esta rabiosa dicotomía?». Pero sobre todo, se preguntaba por qué la deseaba del modo en que lo hacía, por qué experimentaba esa desbocada necesidad primaria y salvaje que hacía que su sangre ardiera espesa y el aire no le llegara a los pulmones. De repente, ella se agitó en sueños, resquebrajando un poco más su ya de por sí maltrecho control al emitir un gemido gutural y revolverse entre la ropa de cama, revelando sus torneadas piernas. No lo soportaba más. Tras levantarse del asiento como si tuviera un resorte, se mesó el espeso y desordenado cabello negro con una maldición suspendida en los labios y una más que creciente erección entre entr e las piernas. Tenía… No. Debía abandonar aquellas cuatro paredes antes de que cometiera alguna estupidez, pero el simple hecho de pensar en hacerlo hacía que algo se oprimiera en su interior. Ninguna mujer, jamás, le había provocado una reacción tal en sus treinta y tres años de vida. Había sido presa de la lujuria en muchas ocasiones, sí, pero aquello era diferente. Ella era diferente. «Como para no serlo. Es un kelpie, ¿recuerdas?». ¡Qué los demonios se lo llevaran!, tenía un jodido canto de sirena bajo su mismo mism o techo, un poderoso poderoso imán. «Lárgate de la habitación ahora mismo. Céntrate en el trabajo, como
harías cualquier otro día, y deja a Snow vigilándola. Así, en caso de que despierte…». Sí, era lo mejor. De ese modo podría alejarse de ella durante un rato, sin sentir remordimientos por dejarla sola, y la separación le ayudaría a volver a pensar con claridad. Salió al pasillo y silbó dos veces. Aquella señal solía funcionar en la mayoría de las ocasiones, al menos mientras el cachorro no pensara que lo que estaba haciendo era infinitamente más interesante que acudir a su llamada. No tardó mucho en oír al perro correr por el piso inferior y subir a toda prisa las escaleras. Para cuando se quiso dar cuenta, Snow se había abalanzado sobre él y, apoyado en sus muslos con las patas delanteras, le reclamaba con entusiasmo su dosis de caricias matutinas. —Eres un pequeño mimoso mi moso —le reprochó reproc hó con una sonrisa sonri sa en los labios—. Espero que no te importe hacer de guardián durante un rato — dijo inclinándose sobre él mientras le rascaba las orejas tal y como sabía que le gustaba. La expresión de placer del animal lo decía todo—. Tengo algunas cosas en las que pensar, aparte de tareas por hacer, y necesito que alguien se encargue de mantener un ojo sobre nuestra imprevista huésped. ¿Eres tú ese perro? Un ladrido alegre y el movimiento eufórico de la cola fue toda la confirmación que necesitó. —Buen chico. Lo premió con varias caricias más y la promesa de una suculenta golosina a la vez que le hacía comprender que debía de ir en su busca si ella despertaba. Lo último que necesitaba era una mujer asustada deambulando por sus propiedades. —Ella despierta despie rta,, tú me avisas. avisa s. ¿Lo has entendido? entendi do? —El cachorro cachorr o ladeó la cabeza y le dedicó lo que parecía el equivalente a una sonrisa perruna con la lengua fuera—. Supongo que sí —suspiró—, o al menos eso espero. Tras darle una palmadita cariñosa en la cabeza, lo obligó a bajarse de sus piernas y se encaminó al piso inferior con la idea de prepararse un té bien cargadito. Al llegar al pie de las escaleras recordó que se había olvidado de coger una muda de ropa limpia. Echó una ojeada de evaluación a los pantalones que llevaba puestos y se convenció de que tendrían que valer
por ahora, porque no tenía la más mínima intención de volver a entrar en el dormitorio. dormitori o. Ya buscaría en el cesto de la ropa r opa sucia alguna camiseta camiset a que no estuviera demasiado asquerosa, o puede que siguiera tal y como estaba. Total… Mientras se abrochaba el botón de los pantalones, del cual no se había acordado desde que se los puso de madrugada, sintió que alguien lo observaba desde el piso superior. Alzó la mirada sobre el hombro y se encontró con que Snow seguía parado en lo alto de las mismas, aparentemente muy entretenido entret enido en lo que estaba haciendo su dueño. dueño. —¡A qué esperas, esper as, vamos! vam os! —lo —l o apremió. aprem ió. Esperó hasta que el perro entró en el dormitorio. Sólo entonces se permitió dirigir de nuevo sus pensamientos a tareas más mundanas, como ordenar un poco por por aquí y por allá, all á, atender el pequeño huerto y preparar el recibimiento del nuevo «cliente» al que tendría que tratar durante los próximos días. Sí, aquello lo mantendría ocupado gran parte de la mañana y lo obligaría a focalizar su mente en tareas que nada tenían que ver con el problema que yacía en su cama, escaleras arriba. Sin ropa. Cualquier cosa mejor que pensar en… —Mierda. —Mier da. … ella. «Genial, «Genial, ya has vuelto a hacerlo de nuevo, imbécil». im bécil». *** La mañana estaba siendo especialmente calurosa. Hilos de sudor descendían por su espalda mientras removía la paja fuera del último box para cambiarla por una remesa limpia. Ya había hecho la cama de sus dos caballos y sólo quedaba por arreglar ese cubículo, el que ocuparía Bonnie Blue cuando lo trajeran hacia las cuatro de la tarde, tal y como había concretado con su dueño, por lo que era imperativo que todo estuviera en perfecto estado de revista revist a para cuando llegara. Apoyado en el mango de la horca, se limpió el sudor de la frente con el reverso de la mano sin quitarse el guante y observó a Mayhem y Pax que a su vez lo miraban a él como si fuera una gran fuente de diversión. diversi ón. Estaba seguro de que Cam apenas los había sacado fuera de las cuadras durante un rato y ahora se veían inquietos y con ganas de desfogarse.
Hizo una nota mental para acordarse de sacarlos a estirar las patas usto después de que el señor Braxton se hubiera ido y Bonnie Blue estuviera debidamente acomodado. Ellos necesitaban trotar en libertad y a él le vendría bien echar una buena galopada a lomos del impulsivo semental. Volvió a su trabajo y, entre palada y palada de paja, recordó la conversación telefónica que acababa de tener con Cameron media hora antes. Se sentía mal al mentirle a su mejor amigo, pero no era como si no lo hubiera estado haciendo desde hacía años. A fin de cuentas, no podía invitarlo a unas rondas de cerveza y soltarle en algún punto entre la segunda y la tercera un «por cierto, soy el último de una larga estirpe de descendientes de la diosa Epona». ¡Ja! Pagaría por ver la cara de Cam en ese momento. Seguramente su primera reacción sería escupir la bebida, pero apostaba su cabeza a que la siguiente sería llamar al loquero. No, mejor continuar como hasta entonces. La mentira de aquella mañana atenía a la yegua que, ¡oh, sorpresa!, había resultado ser un kelpie. El caso es que había estado tan ensimismado en los cientos de pensamientos que colapsaban su cerebro que no lo había visto venir. ¡Demonios! Ni siquiera tenía inventada una buena excusa para ustificar la repentina desaparición del animal. —¿Y cómo lo está haciendo hacie ndo nuestra chica chi ca hoy? —¿Qué chica? —Hombre, —Hombre, a veces estás más espeso que de costumbre, ¿eh? —se burla Cam al otro lado de la línea telefónica—. La yegua, Mackenzie. Hablo de la yegua. Oh, joder. Tiene que inventarse algo sobre la marcha y más le vale que sea convincente. —Umm… —Umm… Ah… Se la han llevado. llev ado. —Y lo dices tan campante. ¿Cómo que se la han llevado? llevad o? ¿Quién? ¿Cuándo? Se da una patada mental en el culo. A veces es un maldito genio, pero de los despropósitos. A ver cómo sale de esta. —Sí. Estaba muchísimo mejor y entonces vino el señor Braxton —«otra mentira, menti ra, hoy te cubres de gloria»— glori a»— con su potro de carreras y dijo di jo que le interesaba el ejemplar para su… eh… programa de cría y entonces… entonces… se la llevó.
¡Genial! Si Cameron se traga esa historia de mierda que acaba de sacarse de la manga sin duda se tratará tr atará de alguna especie de milagro. —¿Y tú la dejaste dej aste ir? ¿Así, sin si n más? —¿Por qué le resulta a su amigo tan sorprendente?— Perdona por el disfemismo, Ryo, pero ese animal te tenía bien agarrado por las pelotas. ¡Jesús…! Si eras todo posesión y sobreprotección a su alrededor. Jamás te había visto así, en serio, jamás. ¿Y ahora me dices que se la l a vendiste o cediste o regalaste —llámalo «x»— al señor Braxton? ¿El mismo tipo que posee tantos caballos en sus caballerizas que más parece que los fuera cagando? cagando? Se hace un pesado silencio. Una parte de él quiere desahogarse y contarle toda la jodida verdad sobre la yegua y sobre él mismo, pero la otra le dice que lo que más le conviene es mantener la boca cerrada si no quiere que su amigo lo tome por un demente. —No lo entiendo, Ryodan. Que me aspen si lo hago. —Ya somos dos —masculla entre ent re dientes. dient es. —¿Has dicho algo? —Dije que era lo mejor. mejor. ¿Una yegua? ¿Teniendo ¿Teniendo a Pax y Mayhem M ayhem en la misma cuadra? Imagínate la locura que sería cuando pasara el celo. No, no. Lo último que tengo en mente es dedicarme a la cría. ¿Para qué otra cosa la conservaría? —No deberías de haber desechado la posibilidad posibi lidad tan rápido. Piénsalo, Mayhem está muy solicitado. solic itado. No hay temporada en la que no te llamen varias personas interesadas en que cubra a sus yeguas y, aunque al rincipio tampoco las tenías todas contigo cuando lo adquiriste, finalmente ha resultado ser una inversión muy lucrativa. ¿Por qué no dar el paso lógico y criar y vender tus propios potros? La yegua era una auténtica preciosidad. Puedo imaginarme con facilidad las crías tan increíbles que habrían tenido juntos. —No es lo mismo. Mayhem fue un golpe del destino desti no al que he terminado sacando cierta rentabilidad, pero ¿meterme en el negocio de la cría? No —desecha la idea—, es demasiado trabajo y sabes que me crispa tener empleados pululando a mi alrededor. Trabajo mejor solo. —Más le vale cortar la conversación de inmediato, la incomodidad que le genera el mentir no hace más que crecer y crecer—. Y hablando de ello, ¿no tienes cosas que hacer? —Sip. —Entonces deja dej a de pegar la hebra hebr a conmigo y haz algo productivo. product ivo.
Al final la mentira que se había inventado deprisa y corriendo había colado. Ahora únicamente tenía que pensar en algo con la suficiente consistencia para justificar la presencia de la chica en caso de que Cameron, o uno de sus hermanos, se dejara caer por allí de improviso. Cosa que sucedería en cualquier momento. Las malas costumbres nunca se perdían. Acababa de agregar paja nueva a la futura cama de Bonnie Blue, y se disponía a carretear los desperdicios al exterior, cuando un grito atronador que parecía provenir del interior de la casita desgarró la apacible mañana. Dejando todo tal y como estaba, salió de las cuadras y corrió en la dirección de la cual provenía. ¿Es que nunca nunca se iban a terminar term inar los sobresaltos? sobresalt os?
Capítulo 4 «Tan sólo es un perro», se repetía para acallar el desbocado bum-bum de su corazón. No es que hubiera tenido contacto con muchos de aquellos seres a lo largo de los años como com o para hacerse una idea de su carácter. car ácter. De hecho, cero era la cifra más aproximada. Pero, a pesar de que ahora mismo parecía más un manso corderito que la bestia peligrosa que había pensado que era cuando la despertó, no estaba por la labor de comprobarlo. Al menos no por el momento. Y es que despertar y encontrarse nariz con hocico — bastante húmedo, por cierto— con aquella cosa peluda no era lo que se había esperado. Sobre todo cuando la había besado hasta cubrirla de babas. —Vamos —Vamos a llevarnos lle varnos bien, amiguit ami guitoo —le dijo dij o mientra mi entrass retrocedí ret rocedíaa hacia una de las esquinas del dormitorio. Intentaba por todos los medios mantener la dignidad tapando su cuerpo desnudo con la sábana que había arrancado de la cama—. Tú te quedas en tu parte de la habitación, yo lo hago en la mía y todos tan contentos. ¿Qué te parece? El problema residía en que en algún momento tendría que bordear el colchón que los separaba para salir de allí y, para su desgracia, el perro se interponía entre ella y la puerta. «No puedes tenerle miedo a un animal que es más pequeño que tú», se burlaba una vocecilla en su interior. Sí, bueno, puede que su tamaño fuera inferior pero a cambio poseía una dentadura capaz de desgarrar la l a carne sin problemas. Y desde luego, no entraba dentro de sus planes el que hiciera presa pres a en la suya. Seguían observándose el uno al otro cuando alguien más entró en escena. Un hombre alto, de hombros anchos y presencia enérgica que parecía empequeñecerlo todo con su presencia. Un hombre que, entre resuello y resuello, la mirada de tal manera con sus intensos ojos verdes que se sintió sonrojar casi al instante. Ni siquiera estaban lo suficientemente cerca y aún así la turbaba y la hacía sentir pequeña y delicada. A pesar de todo, no le tenía miedo, lo que no dejaba de resultarle irónico. Y aunque desconocía el por qué, algo dentro de ella le susurraba que confiara en él, que no le l e haría daño. El desconocido inspiró profundamente y apoyó las manos a ambos lados del marco de la puerta, adoptando un aire casual. El mechón negro
que caía sobre su frente le otorgaba un aire de peligroso atractivo y ella no pudo, ni quiso, evitar recorrerlo recorrerl o de la cabeza a los pies. ¡Dulce, Diosa! Todo en él se le antojaba grande a pesar de que su tamaño no era superior al de muchos de los kelpies con los que había tenido trato. Con un barrido de su mirada pudo adivinar los músculos trabajados que se escondían bajo la sucia y sudada camiseta, recios y fibrosos. f ibrosos. —Despertaste. —Desperta ste. «Al fin» parecían las palabras que quedaban por añadir. Su cuerpo se relajó al reconocer en la voz masculina aquella otra que le había servido de salvavidas mientras creía ahogarse en la oscuridad. —¿Snow te asustó? asus tó? Le hablaba como lo haría con un caballo asustado, imprimiendo serenidad a sus cadenciosas palabras, embrujándola con su tono grave y profundo. Todo su ser se hizo eco del cambio efectuado en el lenguaje corporal de él, que le dejaba claro que no había nada que temer. —Bola de pelos, ven aquí a quí —le ordenó al perro sin romper el contacto contact o visual con ella ni por un instante—. Ahora— insistió cuando este pareció ignorar su orden y se hizo el remolón. remol ón. Con un gracioso movimiento de su adorable cola, el animal se aproximó a su dueño y procedió a sentarse en el hueco en uve que había entre las piernas del hombre, mirándolo con sus almendrados ojos azul veteado como si se tratara de alguna especie de dios. Entonces, el desconocido descendió hasta ponerse en cuclillas y, aprisionándolo con los muslos como si quisiera evitar que se moviera, desvió la mirada de ella al can mientras lo acariciaba con lentitud. Aquellas manos grandes y fuertes subían y bajaban por el peludo cuello, yendo a veces a parar hasta el pecho de Snow —así lo había llamado él, ¿no?—. Lo tocaba con morosidad, como si quisiera tomarse todo el tiempo del mundo, y sus caricias causaban que el animal entrecerrara los ojos y jadeara con la lengua fuera. Por todos los… La cara de felicidad del perro era comparable al extraño hormigueo que ella comenzaba a sentir en ciertas zonas de su cuerpo al permitir que su desbocada imaginación fantaseara acerca de cómo sería sentir esas manos expertas sobre la piel. Continuaba atrapada por la cadencia de las hipnóticas caricias cuando el hombre volvió a hablarle, disculpándose por el susto que le había dado
su mascota. —Aunque pueda parecer mentira ment ira,, es un buen perro. Un poco alocado, alocad o, mimoso y desobediente en ocasiones, pero incapaz de hacerle daño a una mosca. Créeme. Dándole un golpecito en el costado, le susurró a Snow que se fuera al ardín para que no la intimidara con su presencia y el perro, no sin cierta reticencia, terminó t erminó por hacerle caso y abandonó la habitación. «Ya no es el animal lo que me intimida, sino tú. Tú que con tu mera presencia no me permites pensar con claridad. ¡Oh, Diosa! ¡Qué me hace este hombre!». —Mackenzie —Mackenzi e —dijo el desconocido desconoci do de repente, repent e, sacándola sacándol a de sus pensamientos y atrayendo su atención de nuevo hacia él—. Mi nombre es Ryodan Ryodan Mackenzie. ¿Y el tuyo? Seguía tan confusa por todo lo que pasaba, por todo lo que sentía, que creyó que no daría encontrado la voz. —Yo… Nairna. Me llamo lla mo Nairna. Nair na. —Nairna ¿qué más? —Sólo Nairna. Nair na. —Bien, sólo Nairna —se enderezó cuan alto alt o era y le dedicó una abrasadora sonrisa—. Puedes llamarme llamar me sólo Ryodan. Era el chiste más malo que había escuchado en mucho, mucho tiempo, pero a pesar de ello se descubrió a sí misma riendo con un sonido tímido. —Ah, ahí está —musitó —musi tó él a la vez que se unía a su hilari hil aridad—. dad—. Me preguntaba cómo sonaría tu risa. —Una pregunta absurda, ¿no crees? cree s? —¿Por qué? Además, Además , no es lo único que me he preguntado pregunt ado acerca de ti. ti . La sonrisa se esfumó de tu rostro con la misma rapidez con la que llegó. Tragó saliva con fuerza al notar cómo la incomodidad formaba una pelota molesta en su garganta. —A veces es mejor mej or no formul f ormularse arse tantas tant as cuestiones, cuest iones, podrías podría s termi ter minar nar sin las respuestas res puestas pertinentes y entonces ¿de qué habría servido? Él apoyó el costado en el marco, cruzó los brazos sobre el pecho y la observó con la cabeza ladeada, al igual que lo había hecho Snow con anterioridad. ¿La evaluaba de algún modo? ¿Tal vez pensaba en la primera pregunta que quería lanzarle? Precavida, se ajustó la sábana con la que cubría su desnudez todavía más alta, casi hasta el cuello, sólo por si los
pensamientos masculinos estaban yendo por otros derroteros. —Sea como fuere —replicó —repl icó él ignorando ignor ando el gesto que acaba de hacer —, prefiero prefi ero una pregunta pregunt a sin respuesta respues ta a una mentira ment ira.. —Se encogió de hombros—. Así que tú eliges: llegado el momento puedes responderme con la verdad o puedes reservarte la información. Porque no pienso ahorrarte el interrogatorio. —Chasqueó la lengua—. De todos modos deberías de saber que tarde o temprano lograré hacerte desembuchar; es cuestión de tiempo, nada más. —Estás muy seguro. se guro. —Siempre. —Siem pre. ¿Arrogante? Vaya, vaya… De repente la habitación giró a su alrededor. Temerosa de perder el equilibrio, echó una mano a la pared mientras con la otra seguía aferrando la improvisada túnica que revestía su cuerpo. Sintió que un sudor frío le perlaba la piel y le fue imposible el evitar estremecerse cuando un intenso escalofrío le recorrió la espalda como si fuera un rayo. «Débil, me siento tan súbitamente débil…». Había cerrado los ojos y las piernas amenazaban con no sostenerla cuando notó que unos brazos fuertes la tomaban por la cintura y por detrás de las rodillas, alzándola del suelo como si fuera tan liviana como una pluma. —Está bien, bi en, tranquil tr anquila. a. Te tengo, chica del lago. l ago. Entonces, apoyada contra el seguro puerto que era el pecho de Ryodan, Ryodan, terminó termi nó por desmayarse. *** Podría terminar por acostumbrarse a llevarla desmayada entre sus brazos de un lado a otro, pensó Ryodan mientras se acercaba a la cama y la depositaba en ella con cuidado. Luego, inclinado sobre ella, no se contuvo y le rozó la mejilla y la barbilla con los nudillos antes de ajustar bien la sábana alrededor, al tiempo que pensaba en que tendría que buscarle algo decente con lo que vestirse, ¿pero el qué? Tal Tal vez se las apañara un día o dos usando alguna de sus amplias camisas a modo de vestido, pero eso no dejaba de ser un mal apaño temporal. Un parche que no haría desaparecer el problema de vestuario. Además, por muy tentador que resultara el tenerla correteando
por la casa vestida con nada más que una insignificante camisa, debía de ser práctico. Sobre todo por el bien de su salud mental y de su paz espiritual. Se rascó el mentón mientras sopesaba que tan buena idea sería llevarla a Fort William de compras. A fin de cuentas, no era como si supiera cuánto tiempo ti empo pensaba quedarse en su casa, ¿no? Tal Tal vez se largara en cuanto se sintiera recuperada r ecuperada y entonces… «¿De verdad la dejarías irse así, sin más?». No, de ninguna manera. Que lo condenaran, pero esperaba que Nairna quisiera quedarse allí con él. Quizá una o dos dos semanas. «Quizá «Quizá para siempre». si empre». ¡Alto! ¿De dónde acababa de salir eso? Él no era un hombre de compromisos y tampoco estaba interesado en ellos. Además, no era tan sencillo encontrar a esa supuesta «compañera» por designio cuasi divino; la única que llegaría a comprender y aceptar lo que él era, lo que serían sus hijos. Esas féminas no brotaban del suelo como champiñones, precisamente. «Bueno, piénsalo. No es como si ella no fuera también un bicho raro, ¿no crees? Uno incluso más rarito rar ito que tú». Por un disparatado momento se permitió pensar en ello para desecharlo casi al instante. Un Sanador y una kelpie. ¡Ja! No, eso estaba fuera de toda discusión. discusi ón. Además, Además, ¿por qué pensaba en ello siquiera? Bajó la vista hacia el rostro de la mujer y sorprendió a su traicionera mano acariciando la suave melena, jugueteando con los largos mechones y enredando los dedos en ellos. Se apartó de Nairna como si hubiera tocado una hoguera. ¿Qué era esa mierda que sentía en el pecho, esa extraña opresión que le robaba el aliento? Quería golpearse contra la pared para comprobar si el impacto le aclaraba las entendederas, porque ya nada tenía sentido. ¡Nada! Se frotó el rostro con fuerza y gimió para sus adentros, cansado de combatir aquel tumulto t umulto de emociones que pugnaban por apoderarse apoderarse de él. Volvería al trabajo. Sí, era lo mejor. Y mientras se extenuaba con su rutina diaria, pensaría cómo demonios sobreviviría a tan rocambolesca situación sin cometer ninguna tontería, como perder la cabeza por ella. ***
Se despertó a la caída de la tarde con un persistente martilleo en las sienes. A pesar de que las molestias del resto de su cuerpo habían mejorado de modo ostensible, no podía decir lo mismo de su cabeza. El dolor parecía no querer abandonarla por completo. Con un quedo quejido, Nairna se incorporó en el colchón con lentitud, plegó las piernas y, cerrando los ojos, se abrazó a las rodillas. Después, apoyó la barbilla en ellas y dejó que los sonidos que provenían del piso inferior le llenaran los oídos. Por el continuo ir y venir de pasos dilucidó que Ryodan estaba inmerso en alguna actividad domestica. Ese hombre parecía una fuente inagotable de actividad, a tenor de los ruidos r uidos que escuchaba. Se abandonó al arrullo de aquel zumbido laborioso durante un tiempo, sonriendo para sus adentros al escucharlo hablar con el perro, que le respondía de cuando en vez con sonoros ladridos. A pesar de que no entendía lo que le decía, ya que su voz llegaba a la habitación siendo apenas un murmullo, se solazó en su tono grave y cadencioso. La voz de Ryodan le resultaba muy relajante y, los dioses sabrían por qué, le hacía sentir segura. Con un aleteo de sus espesas pestañas, elevó los párpados y escudriñó el dormitorio de cabo a rabo, familiarizándose con todo lo que la rodeaba. Y en esas se encontraba cuando vio una camisa azul que reposaba sobre el respaldo del viejo butacón que estaba en un rincón de la estancia. Prendido al bolsillo de la prenda con un alfiler, había un pequeño pedazo de papel garabateado. Curiosa, se sentó en el borde de la cama y se envolvió con la sábana, antes de levantarse y dirigir sus pasos hasta el lugar dónde se encontraba la camisa. Inclinándose un poco, deslizó los dedos sobre la apurada caligrafía de Ryodan Ryodan y leyó para sí el escueto mensaje m ensaje que había escrito: «Póntela». Frunció el ceño. Esperaba que bajo aquel imperativo no se ocultara un mandón, porque ella tenía por costumbre desafiar u obviar cualquier orden que se le diera. Una conducta incorrecta de la cual era consciente y que le hacía pensar en Snow, que parecía compartir el mismo problema, con una sonrisa. Tras echar un rápido vistazo a la puerta entreabierta por encima del hombro, para cerciorarse de que no había nadie cerca, dejó caer la sábana a
sus pies y tomó la prenda entre las manos. El tejido era agradable al tacto, fresco, y no pudo evitar hundir la nariz y aspirar con fruición el aroma a limpio que desprendía la camisa, un aroma salpicado de matices de enebro salvaje que le hizo recordar Isley. Se le escapó un suspiro de profunda satisfacción cuando se la puso y sintió la suave y sugestiva caricia de la prenda sobre su piel desnuda. Le gustaba la sensación, pero principalmente la complacía de manera singular el saber que llevaba puesto algo que le pertenecía a él, algo que había estado en contacto con su cuerpo fibroso del mismo modo en que ahora lo estaba con el suyo. Su imaginación se disparó y se sorprendió a sí misma evocando sensuales escenas en las que Ryodan la acariciaba sobre la tela, torturándola hasta la suplica, o en las que procedía a desabotonar la camisa con dolorosa lentitud, lamiendo y besando cada centímetro de piel revelado. Imágenes que la ruborizaban y humedecían, excitándola sin medida. Aquellos Aquellos pensamientos, pensami entos, unidos a la reacción de su cuerpo, la turbaban. Nunca había sentido nada parecido por uno de sus congéneres, ni siquiera por Ian —que había sido su único y traicionero amante—; conque sentirlo ahora, en sus circunstancias actuales, y precisamente por un humano… Se había obligado a apartar aquellas ideas de la cabeza y apenas comenzaba a abrochar la camisa cuando cayó en la cuenta de que en el butacón también había algo más, otra prenda que parecía un pantalón corto pero que en realidad resultó ser… —Ropa interior inte rior.. —Bizqueó—. De verdad ver dad pretende pret ende que me m e ponga su… Sujetó el bóxer por la cinturilla elástica con ambas manos y lo levantó hasta tenerlo a la altura de la cara. No iba a desecharlo sin haberlo probado primero, máxime cuando tenía todo el aspecto de ser confortable, pero le resultaba chocante el cubrirse con aquello. Un pedazo de tela que había sido básicamente diseñado para cobijar ciertas partes de la anatomía masculina, no de la femenina; fem enina; y en este caso en concreto, de la de Ryodan. Se le escapó una risita risit a cuando probó la adaptabilidad de la prenda y su mente volvió a divagar por territorios nada apropiados. No era una mojigata, pero tenía que admitir que su escasa experiencia en lo tocante a los machos y todo lo que los rodeaba la debía de hacer lucir como una boba. A fin de cuentas, sólo había llegado a intimar con un
espécimen del sexo opuesto, kelpie para más señas —y nada adepto a la ropa de ninguna clase—, lo que reducía a nada su conocimiento acerca de la lencería masculina y de cómo se veía en un sujeto de carne y hueso con todo el equipamiento pertinente. Para su pasmo, no le costaba demasiado fantasear acerca de Ryodan luciendo aquel trapito, aunque sospechaba que su imaginación se quedaba corta en ciertos... aspectos. Intentando guardar la formalidad, se puso la prenda y se sorprendió de lo cómoda que era. Vale, se le ajustaba un poco en el trasero, pero tenía que admitir que la sensación general era peculiarmente agradable. Tras colocarse bien la camisa, procurando que el faldón tapara lo máximo posible el bóxer, inspiró hondo y salió de la habitación. Se había hartado de estar allí metida y pensaba ponerle remedio de inmediato. Acababa de llegar a la escalera y se proponía bajar el primer escalón, cuando la autoritaria voz de Ryodan Ryodan la congeló en el sitio. —¿Se puede saber sa ber qué pretendes pr etendes?? Parpadeó estupefacta. —Ahm… ¿Bajar las escal e scaleras? eras? —¿¡Es que te t e has vuelto vuel to loca!? l oca!? Lo observó subir subir las escaleras de dos en dos y se enderezó toda repleta de dignidad. Entonces, en cuanto él se detuvo un puñado de escalones más abajo, quedando a la misma altura, le dedicó una significativa mirada. —Te —Te recuerdo recuer do que te desmayaste desma yaste esta mañana y que, no hace ni cuarenta y ocho horas, estabas más muerta que viva. —«¿Sólo cuarenta y ocho? ¿Cómo es posible?»—. Con que perdóname si ves que me pongo en plan sobreprotector y eso, pero uno de los dos tiene que usar el sentido común con el que vino equipado. Entornó los ojos presa de una súbita indignación y apretó los dientes hasta casi hacerlos rechinar. —Te —Te lo traduzco tra duzco por si no has captado el mensaje: mensaj e: tú-no-vas-atú-no- vas-a-bajar bajar-las-escaleras. ¿Quién se creía que era para hablarle así? —No vayas por ahí —le —l e advirti advi rtióó mientr mi entras as sentía sent ía cómo c ómo el enfado hacía ha cía que su dolor de cabeza ascendiera un grado en la escala, pasando de «moderadamente soportable» a «realmente molesto». Ryodan Ryodan alzó las cejas y se cruzó cr uzó de brazos. —No te t e atrevas atre vas a usar ese tono conmigo conmi go —le clavó el dedo con saña
en el sólido pecho para remarcar sus palabras—, ni me trates como si fuera una niña que no sabe lo que hace, ni mucho menos se te ocurra darme órdenes como a tu perro. Él parecía no sentir dolor alguno. ¿Es que acaso estaba hecho de acero o qué? —Mujeres —Mujer es —lo —l o escuchó farful f arfullar lar.. ¡Aquello era el colmo! Levantando la mano, la apoyó en el hombro de Ryodan con toda la intención de apartarlo bruscamente de su camino y así bajar de una vez por las escaleras. Pero en cambio se encontró con la muñeca aprisionada en un férreo puño y una mirada verde que le advertía que, si era inteligente, no se enzarzaría en una guerra que tenía perdida ya de antemano. —Puedo decírtel decír teloo de otro modo si quieres, quier es, pero eso no va a cambiar cambi ar el resultado. —¡No me digas, señor abusón! —Forcejeó —Forcej eó con nulos resultados—. resul tados—. Y qué piensas hacer, ¿ah? ¿Retenerme ¿Retenerme aquí arriba arr iba hasta que se te antoje? —Yo —Yo no he dicho di cho eso. —La expresión expr esión de Ryodan se ablandó un ápice á pice y ella vio cómo la comisura de su boca se alzaba, amenazando con esbozar una devastadora sonrisa—. Si mal no recuerdo, mis palabras exactas fueron «tú no vas a bajar las escaleras». Lo que no lo harás, al menos no por tu propio pie. Y dicho esto, él se inclinó y, después de apoyar el hombro contra su estómago, la levantó de sopetón, cargándola como si fuera un saco de patatas. Con un grito, ella se aferró como buenamente pudo a su amplia espalda, agarró a puñados el ruedo de la camiseta y se revolvió en una fútil muestra de resistencia cuando él la apuntaló contra su cuerpo y le pasó un brazo por la cintura al mismo tiempo que la sostenía con el otro por detrás de las rodillas. Furiosa, se tragó la indignación a duras penas y permaneció quietecita mientras Ryodan giraba y comenzaba a descender escalón a escalón con cuidado, pero sin acusar el peso extra. Al estar en tan precaria situación no podía hacer nada, no sin que entrañara cierto peligro para ambos. Pero palabra de kelpie que, en cuanto tuviera los pies sobre suelo firme, se tomaría represalias.
Capítulo 5 Ryodan percibía la irritación que bullía bajo la piel de Nairna como si fuera una olla a presión. De todos modos, ¡qué demonios!, aquella mujer realmente se lo había ganado a pulso con los constantes acicates de su espíritu imprudente. ¿Es que no se daba cuenta del peligro que suponía descender un simple tramo de escaleras en su inestable estado? Todavía lo asombraba que, apenas habiendo acabado de pasar lo peor y con el desvanecimiento tan reciente, tuviera fuerzas para pretender hacer tonterías por la casa adelante. Quizá debería de haber cedido al primer impulso que sintió cuando la vio en lo alto de las escaleras, atándola a la cama hasta que estuviese cien por cien seguro de que no iba a volver a caerse redonda al suelo en cualquier momento. «Mmm… Interesante idea». Alto, alto. Más le valía no seguir por ese camino. No cuando la tenía sobre el hombro. No mientras sentía el modo en que esos pechos llenos presionaban su espalda. Y desde luego no cuando la curva de su redondo trasero se encontraba a la distancia de una miradita de reojo o, mejor todavía, de una caricia furtiva. Tan sencillo como deslizar hacia abajo la mano con la que la mantenía sujeta por la cintura y… «Frena que te estrellas, Mackenzie». Intentó pensar en otra cosa mientras descendía los últimos escalones, como por ejemplo la cena. La cuestión era que se acercaba la hora de prepararla y no tenía ni la más remota idea de con qué iba a alimentar a Nairna. ¿Algas? Aunque Aunque tampoco es que tuviera de eso en casa. «¿Qué «¿Qué comerá un kelpie?». Interesante cuestión, sin duda. El problema residía en que, por mucho que quisiera acabar con todo el asunto del secretismo, no podía formularle esa o alguna otra pregunta a bocajarro, como quien habla del clima o del estado de las carreteras. No, tenía que armarse de paciencia y esperar que ella le confesara su verdadera naturaleza en cualquier momento, a ser posible más pronto que tarde, ya que no le entusiasmaba demasiado la idea de verse forzado a ponerla entre la espada y la pared. Aunque, ahora que lo pensaba, no le importaría lo más mínimo cambiar la metafórica espada por... «¡Joder!», pensó al tiempo que se propinaba una patada mental. «Para
ya de llevarlo todo al terreno sexual. ¡Ni que llevaras años sin hacerlo! Demuestra que todavía tienes control sobre tu libido». En esas estaba cuando se dio cuenta de que acababa de llegar al final del trayecto. No quería soltarla pero reconocía que no podía dilatar mucho más en el tiempo el estallido de furia del cuál sería victima una vez la liberara. Con deliberada lentitud, la tomó por la cintura con ambas manos y procedió a deslizarla por su cuerpo, centímetro tras delicioso centímetro, deleitándose en cada suave roce como si fuera el colmo del erotismo. Y realmente lo era, si no que se lo preguntaran a su incipiente erección que protestaba confinada tras la opresiva cremallera del pantalón. En su trayecto descendente, los dulces senos de Nairna rozaron su espalda, su hombro, su torso… El contacto era pura electricidad y cada toque enviaba más y más sangre a su entrepierna, así que, para cuando el vientre femenino acarició su miembro, este estaba tan duro que él experimentó lo que era agonizar de deseo hasta bordear el dolor. Tuvo que armarse de montañas de fuerza de voluntad para apartarse de ella en cuanto se aseguró de que sus pies estaban lo suficientemente estables como para mantenerla en pie sin problemas. A la vez que rezaba para que no notara su estado de excitación, retrocedió uno, dos pasos, sintiendo que la distancia le helaba la acalorada piel y le devolvía un poco de cordura. Sólo entonces se fijó de verdad en el aspecto que lucía Nairna, toda ella una hermosa furia envuelta en azul, con la melena alborotada cayendo en cascada por la espalda, las mejillas sonrojadas, los brazos en jarra y los ojos medianoche chispeantes, amenazando tormenta. Se tragó una carcajada cuando reparó en la nota que había prendido con un alfiler en el bolsillo de la camisa y que ella parecía haberse olvidado de quitar. —¡Tú! —exclamó —exclam ó furibunda furi bunda mientr mi entras as lo apuntaba con un dedo acusador—. Pedazo de mandón, avasallador, arrogante… —Parecía tener problemas para encontrar los adjetivos adj etivos adecuados—. Eres, eres… —¿Encantador? —¿Encantador ? ¿Adorable? ¿Adorable ? ¿Sexy? —¡Agh! —gritó —grit ó con los dedos de sus finas fina s manos crispados, cri spados, tal y como si quisiera estrangularlo con ellas—. ¡Insufrible! —¿Sabes? —señaló al tiempo ti empo que se acercaba acerc aba a ella ell a con parsimonia parsi monia —. Esa nota prendida prendi da al bolsill bolsi lloo de la camisa cami sa me está distrayendo dist rayendo hasta tal
punto que no puedo concentrarme en la solidez de tus… —«insultos»— argumentos. Se paró a escasos palmos de distancia de ella y, sin querer evitarlo, alzó la mano derecha y trazó las letras una y otra vez sin romper el contacto visual con los ojos de Nairna ni por un instante. Ojos que habían pasado de la furia a la estupefacción est upefacción en un único parpadeo. La observó temblar de manera casi imperceptible cuando recortó la distancia en otro medio palmo. —Debería quitárt quit ártela ela —susurró, —susurr ó, aunque en aquel momento mom ento no era la nota lo que tenía en mente—. ¿Quieres que te la quite, quit e, Nairna? *** Acostada en la cama, Nairna miraba el techo color beige de la habitación sin ser capaz de dormir. Cada vez que lo intentaba se veía acosada por horribles pesadillas de las que despertada agitada, asustada y dolorida. Pesadillas en las que rememoraba constantemente todo lo que le habían hecho Angus y sus guardias, hasta el punto de que volvía a sentir el dolor de todos y cada uno de los golpes que le habían infringido. Apoyando las manos sobre el vientre, entrelazó los dedos y desvió sus pensamientos hacia lo que había acaecido horas antes. En el modo en que Ryodan la había arrastrado a un incómodo estado de excitación para luego dejarla varada en la orilla de la necesidad y el anhelo. —Debería de quitártel quit ártela. a. ¿Quieres que te la l a quite, Nairna? Maldito Maldit o hombre, hombre, piensa al tiempo que se mordisquea mordisquea el labio para evitar gemir un incondicional «sí». Juraría que en aquel momento a lo último a lo que se refería era a la dichosa notita prendida a la camisa. No si se fía del peculiar brillo de sus increíbles ojos verdes o de la dura excitación que ha creído percibir cuando la ha deslizado por su cuerpo apenas minutos antes. Ryodan, que sigue s igue jugueteando j ugueteando con c on el ridículo ridíc ulo pedacito pedac ito de papel, está desestabilizando sus ya de por sí poco estables nervios, arrastrándola de un extremo a otro del amplio espectro de las emociones que la embargan. Se tiene que recordar que está enfadada con él, pero el tenerlo tan cerca no le ayuda ni una pizca. Las palabras de recriminación mueren lentamente en sus labios cada vez que el cálido aliento masculino se
derrama sobre su rostro. ¡Dioses! Parece que él se aproxima más y más, robándole el aire y la capacidad de pensar en ninguna otra cosa que no sea su oh-tan-besable boca o sus dedos acariciando la nota de papel, tan peligrosamente cerca de su pezón. Se lame los labios, deseando, ardiendo por ese beso que nunca termina de llegar. A cambio recibe un gruñido de Ryodan, ronco y animal, que le eriza la piel y consigue humedecerla humedecerla todavía más. Toda ella tiembla de anticipación mientras las pupilas de él se dilatan hasta amenazar amenazar con engullir casi por completo el iris. Piensa que tan sólo s ólo tendría t endría que elevarse ele varse un poquito poquit o sobre la punta de los pies para que sus labios toquen los de Ryodan. Una distancia tan equeña que promete un placer tan… —Estoy hambriento. —El tono íntimo ínti mo de su voz le arranca una nueva n ueva oleada de estremecimientos—. ¿Tú no? «Sí, sí, sí», grita su cuerpo. «Oh, sí, terriblemente». —Un poco —contesta —contes ta en cambio, c ambio, a la vez que entreabre e ntreabre los labios en una muda invitación. —Estupendo —musita Ryodan con una sonrisa—. sonris a—. Porque, ahora ahor a que a me he encargado del asunto del papelito, creo que podríamos ir a la cocina y echarle un vistazo a la nevera, ¿no crees? Aquello es un anticlí ant iclímax max en toda regla. Un segundo antes se ahogaba en la inminencia de un tórrido beso y al siguiente él se aparta, mostrándole el papel y el alfiler que sostiene en sus manos con aire triunfal. Parpadea sorprendida. ¿Cómo lo ha hecho? Al momento mira hacia abajo, al bolsillo de la camisa, sin poder creérselo. A fin de cuentas no es como si el tejido hubiera estado lo suficientemente separado del montículo montículo de su pecho. Más bien al contrario. «¡Demonio de hombre! Tiene las manos de un experto ladrón».
Después de eso, él había actuado con una enervante normalidad, tanteando sus hábitos alimenticios para preparar una cena que le gustara y hablando sobre lo que había hecho a lo largo del día, dí a, como si se s e conocieran de toda la vida. Todo ello mientras se deslizaba de un lado a otro de la cocina, ya fuera para poner la mesa o atender los fogones. f ogones. Se había vuelto a poner en guardia porque esperaba que en cualquier
momento, entre bocado y bocado, Ryodan comenzara a atosigarla con preguntas. Pero él nunca llegó a hacerlo. Tal vez porque no sentía tanto interés como le l e había hecho creer o quizá porque… «Lo sospecha». No, imposible. No le había mostrado ningún indicio de su naturaleza que pudiera haberlo hecho llegar a la conclusión de que no era tan humana como él. «Pero ¿y si lo has hecho y no lo recuerdas? No puedes estar tan segura». No, no. Si Ryodan tuviera la más remota idea de lo que ella era no revolotearía a su alrededor con tanta tranquilidad. Los kelpies no tenían muy buena fama, precisamente. Intranquila, dio media vuelta en la cama, colocándose de cara a la puerta. —Sé que estás ahí, Snow —articul —art iculóó en voz baja al ver el hocico del animal que asomaba por el estrecho est recho hueco que que dejaba la puerta entreabierta entreabi erta —. Entra, anda. El filo se abrió un poco, revelando la cabeza del can, y luego otro poco más, lo suficiente para que este entrara en el dormitorio. —¿Tampoco puedes pued es dormir? dorm ir? Snow inclinó la l a cabeza a un lado y la miró con canina elocuencia. —Ven, nos haremos harem os compañía. com pañía. No le tenía miedo. Ya no. Era ridículo sentirlo tratándose de un animal tan inofensivo como afectuoso, sobre todo cuando se había tomado la molestia de conquistarla con un alarde de perrunas atenciones durante la cena, buscando sus carantoñas y proporcionándole las suyas con sincero cariño. El cachorro pareció dudar un instante antes de terminar por aproximarse a la cama y subir al colchón col chón de un brinco. brinco. Ella dejó que se acomodara a su lado antes de poner la mano sobre el lomo peludo y empezar a acariciarlo con movimientos perezosos, gozando de su tacto suave y reconfortante. Permanecieron así, en silencio, hasta que, en algún momento próximo al alba, ambos cayeron profundamente dormidos. ***
Ryodan se los encontró pegados el uno al otro cuando entró en la habitación apenas una hora después del amanecer. Se disponía a dejarle a Nairna una muda de ropa, junto con una nueva nota en la que le decía dónde podría encontrar tanto el desayuno como a él, cuando se vio sorprendido por por la tierna t ierna escena. No le hacía gracia que Snow durmiera en la cama con ella, básicamente porque si el cachorro terminaba por acostumbrarse y adquiría este nuevo y molesto vicio a él le costaría sangre, sudor y muchos cabreos volver a meterlo en cintura. Tras echar un último vistazo a la pareja de bellos durmientes, bajó a la cocina a comer algo antes de meterse de lleno en el trabajo del día. Engullía su tercera tostada con mantequilla cuando recordó que en algún lugar de la biblioteca que hacía tiempo había improvisado en el salón había un librito sobre folklore escocés. Después de limpiarse las manos contra la tela del pantalón de faena y de sacudirse las migajas que habían caído sobre su camiseta negra de cuello pico, se encaminó al salón, taza en mano, con la idea de dedicarle unos minutos a cierta lectura que prometía ser, cuanto menos, interesante. No le costó mucho localizar el pequeño volumen y, una vez lo hubo depositado sobre la mesita, se sentó en el sofá y comenzó a hojear su contenido mientras tarareaba t arareaba una cancioncilla entre sorbo y sorbo de café. —¡Ajá! —exclamó —excla mó triunfant tri unfantee al encontrar encontr ar la entrada entr ada que buscaba—. Aquí Aquí estás. est ás. Sus ojos se deslizaron por el texto con suma rapidez, al tiempo que asimilaba lo que podía ser potable y desechaba todo aquello que, dada su propia experiencia como «mito», «mit o», podría ser calificado califi cado de fabulación de una mente demasiado proclive a la exageración y el surrealismo. «Esto es encantador», se dijo divertido. Al parecer había curado y dado cobijo bajo su techo a un espíritu maligno, un caballo acuático que se entretenía seduciendo humanos para luego arrastrarlos consigo hacia las profundidades con la única finalidad de asesinarlos por placer. La naturaleza supuestamente maligna de estos seres no le era desconocida, pero no podía decir lo mismo de ese instinto asesino que se les atribuía. «¿Piensas matarme, chica del lago?». El libro también señalaba que los más peligrosos eran los kelpies de
agua dulce. Estos, al contrario que sus congéneres de agua salada, no se contentaban sólo con ahogar a sus víctimas sino que habían adquirido la peculiar costumbre de devorarlas, desechando únicamente las entrañas del desafortunado jinete. —Puede que no les resulten resul ten tan sabrosas sabros as como el resto rest o —bufó con guasa—. A lo mejor debería de dejarle a Nairna un filete crudo para desayunar. Solía usar su humor negro para quitarle hierro a cualquier asunto espinoso que se le plantara delante de las narices. No, ella no era peligrosa. Algo en su interior, puede que su sexto sentido, le decía que no era una asesina a sangre fría sino una víctima, una a la que quizá tendría que proteger. Cerró el libro y lo devolvió a su lugar. Lo último que necesitaba era que Nairna tuviera conocimiento de sus investigaciones. No quería que aquel inocente acto los llevara a un malentendido de indescifrables consecuencias. Recogió la taza de la mesita y, mientras regresaba a la cocina, se dijo que tarde o temprano lograría que ella se abriera y le contara todo ya que si, como sospechaba, su vida corría peligro… Entonces iba a necesitar toda la información que le pudiera proporcionar para ayudarla. Porque esa horrible paliza no parecía algo aleatorio y sus entrañas le decían alto y claro que, quien fuera que lo hubiera hecho, no dejaría dejaría el asunto ahí.
Capítulo 6 Llevaba media mañana en las cuadras, ocupado en tratar a Bonnie Blue, cuando Ryodan decidió que ese era un momento tan bueno como cualquier otra para sacar a Pax y Mayhem afuera y proporcionarles su limpieza diaria. A él le gustaba cepillarlos hasta dejarlos primorosamente relucientes. Además, necesitaba abrazar ese instante de paz e introversión que le proporcionaba el hacerlo para despejar su mente de los pensamientos que lo hostigaban. Todos relacionados con ella. Si fuera un hombre dado a dejarse llevar por la preocupación ahora mismo le estaría dando rienda suelta sin ningún tipo de pudor, porque el no poder sacársela de la cabeza ni un mísero minuto no era en absoluto normal. Más bien resultaba desquiciante. Y no era porque no lo hubiera intentado, que lo había hecho en repetidas ocasiones, pero parecía como si ella se le hubiera metido bajo la piel de una manera extraña y perturbadora. Poniéndose manos a la obra, sacó primero a Pax y lo ató en un punto lo suficientemente alejado del que tenía previsto para Mayhem. No porque le fueran a dar problemas en el caso de que los colocara próximos el uno del otro, al menos nunca los habían dado, pero prefería no tentar a la suerte después de los días de mierda que llevaba ll evaba encima. «A fin de cuentas, evita la ocasión y evitarás el peligro». Regresó al interior a por el semental, que parecía más inquieto que de costumbre, y se alegró de haber decidido separarlos. Allí donde Pax era tranquilidad, Mayhem podría ser calificado, sin temor a equivocarse, de bomba de relojería. Y aunque a él no le importaba en absoluto lidiar con el carácter arisco del animal, le gustaba curarse en salud cuando había terceros de por medio, ya fueran personas o animales. Lo tomó por la cabezada de cuadra y lo obligó a mirarlo a los ojos durante un largo minuto al tiempo que le acariciaba el cuello y le hablaba sin palabras. Sus dones con los caballos eran muchos y variados, pero de uno de los l os que más disfrutaba sin duda era de esa muda conversación que podía mantener con ellos. Era como si se leyeran mutuamente la mente. Por no hablar de que el hecho de que ellos le franquearan la entrada a los entresijos de su cuerpo y de su alma, permitiendo que alcanzara sus más profundos recovecos, le hacía sentir humilde y agradecido. Porque la
confianza que aquellos nobles animales depositaban en él, para que los ayudara y sanara era un auténtico regalo. Uno hermoso sin el cual ya no era capaz de concebir concebir su existencia. exist encia. Más tranquilo tras comprobar que el estado de Mayhem no se debía a nada particularmente preocupante, le dedicó al semental una cariñosa palmada y lo hizo caminar cami nar fuera de su box. La mañana era bastante cálida y algunos tímidos rayos de sol asomaban a través de las nubes algodonosas mientras una fina brisa corría en el ambiente. Tras atarlo en su sitio, se cercioró de que tenía todo lo necesario para empezar la tarea: escarbacascos, almohaza, rasquetas, gamuza, esponja, grasa para los cascos… Y aunque ninguno de los dos estaba embarrado ni excesivamente acalorado, decidió igualmente que ambos agradecerían que les diera un refrescante manguerazo, por lo que fue a acoplar la goma a la boca de riego así como a buscar los escurridores que necesitaría para secarlos más rápido. Concluyó que empezaría por Mayhem, así que lo mojó y secó para luego proceder a limpiarle los cascos con el escarbacascos. Le gustaba la meticulosidad y el orden de todo el proceso; primero la pata delantera izquierda y luego la trasera del mismo lado para pasar de inmediato a hacer lo mismo con las del lado derecho. —Vamos, —Vamos, amigo, ami go, no te muevas tanto. tant o. No hay motivos moti vos para estar esta r tan inquieto así que relájate y disfruta de tu sesión diaria de spa. ¿Te traigo un mojito y el último número de Playhorse para que se te haga más ameno? Lo cepilló con energía, llevándose con cada movimiento la suciedad del caballo así como sus pensamientos acerca del kelpie que dormía en su cama. Y como en ese momento se sentía generoso, no le importaría nada invertir más de los cinco minutos habituales que solía necesitar cada día. Iba a coger la rasqueta de goma cuando sintió una presencia a su espalda. No tenía que girarse para saber que era Nairna, porque su cuerpo entero se había tensado de un modo que sólo ocurría cuando ella estaba cerca. —¿Habéis dormido dormi do bien? —le preguntó pregunt ó sin hacer contacto contact o visual visua l al tiempo que volvía a la limpieza del semental—. Espero que Snow no haya resultado ser una molestia molest ia más que una compañía. Ronca a veces, ¿sabes? —No lo fue. El timbre de su voz le provocó un placentero escalofrío por toda la
espalda. —De hecho, me ayudó a dormir. dorm ir. «Si me lo hubieras pedido te habría proporcionado un método mucho más efectivo para ayudarte a dormir». Con la rasqueta en la mano izquierda y el cepillo en la derecha, comenzó el habitual baile de movimientos: circulares y enérgicos, lineales y descendentes, circulares y enérgicos… —¿Puedo ayudarte? ayudart e? Tuvo que controlarse para no respingar cuando sintió el roce de su aliento entre los omoplatos. Tan silenciosa como un gatito, se había colocado prácticamente pegada a su espalda sin que él se hubiera dado cuenta. Casi se estremeció al sentir cómo se aferraba a sus hombros para encaramarse por encima del derecho y asomar la cabeza para así poder mirar lo que hacía. Sólo que él era demasiado alto para ella y lo único que a duras penas despuntaba era su naricilla. —¿Con Mayhem? Mayhem ? No lo creo —respondió —respondi ó volviendo volvi endo a la tarea tar ea sin mirarla ni por un segundo—. Además, deberías de apartarte —recalcó sus palabras con un ligero empujón—. Ahora mismo no tiene un momento muy zen que digamos y no me gustaría que, a causa de una imprudencia perfectamente evitable, te hiciera daño. Debería de haber añadido que rara vez lo estaba, pero eso no importaba en ese momento. Lo único que tenía en mente era mantenerla apartada del semental, por si acaso; porque él podía aplacarlo en un parpadeo con el mero toque de sus manos en caso de que se pusiera difícil, pero ella… Como queriéndole dar la razón, Mayhem se revolvió inquieto e intentó propinar un bocado a lo primero que se le cruzara cr uzara por delante. —¿Ves? Mejor Mej or ve junto j unto a Pax y… Demasiado tarde. Nairna ya estaba delante del animal y le ahuecaba el carrillo carrill o con su pequeña pequeña y delicada mano. Se quedó congelado en el sitio sin saber muy bien qué hacer, las manos con la rasqueta y el cepillo todavía posadas sobre el dorso del animal. La imagen que componían era cuanto menos curiosa. Algo así como la bella y la bestia, sólo que, irónicamente, en este caso los adjetivos podían ser hasta intercambiables.
«Que «Que me maten…». Finalmente se fijó en el aspecto que ella presentaba con las ropas que le había dejado en la habitación por la mañana temprano. El curvilíneo cuerpo de Nairna estaba cubierto por la amplia camiseta gris y el enorme pantalón de faena de tirantes color caqui. Las perneras le venían tan imposiblemente largas que se las había tenido que envolver en lo que parecían docenas de vueltas hasta dejar las pantorrillas al descubierto. No llevaba calzado —nada de lo que pudiera tener en casa le quedaría bien— y los dedos de los pies parecían curvarse de gozo con cada nueva caricia que le daba al animal. Por un momento sintió sinti ó envidia de Mayhem. «Maldito bastardo afortunado…». No le habría importado para nada ser él el causante de aquel placer capaz de curvar tan adorables dedos, en lugar de su cuadrúpedo amigo. —Pero si es un amor —ronroneó ella ell a al tiempo ti empo que bajaba la cabeza del semental y apoyaba su sonrosada mejilla contra la sien. Mayhem parecía haberse disuelto alrededor de Nairna cual dulce azucarillo en una taza de té, haciendo que a él le resultará complicado reconocer en ese dechado de blandura al temperamental ejemplar que solía ser. «Parece que ya no eres el único que ha perdido el norte por ella, ¿eh?». La estampa del enorme animal siendo arrullado por la pequeña kelpie le robó el corazón muy a su pesar. —No deja que nadie más que yo se le acerque. Jamás Jamá s —murmuró —murm uró desconcertado mientras dejaba caer al suelo la rasqueta y el cepillo—. Bueno, y Brian. Pero eso es porque ese cabeza de zanahoria descerebrado se dedicó a sobornarlo con terrones de azúcar y pedazos de manzana desde el primer día. Nairna rió con el rostro hundido en las crines del semental. —«El corazón cora zón tiene ti ene razones raz ones que la l a razón no entiende». enti ende». —Pascal —articuló —arti culó con admiraci admi ración. ón. «Vaya, «Vaya, un kelpie cultivado». —Pero me m e parece parec e a mí m í que, al menos m enos en el e l caso ca so de Brian, Bri an, lo único que empuja a nuestro amigo son las motivaciones estomacales. Amor interesado, a eso es a lo que huele. —Hubo un tiempo tie mpo en el que era joven e ingenua, un tiempo ti empo en que
pensaba que el amor interesado también podía ser una forma de afecto como cualquier otra —pronunció con un dejo de pena—. Y que incluso podía llegar a derivar en amor auténtico. —Disiento —Disient o —rebatió —rebat ió a la vez que se cruzaba de brazos—. ¿Qué sucedió? «¿Tú qué crees?», parecieron decir sus ojos. —Que las ulterior ulte riores es motivaci mot ivaciones ones que se ocultaban ocult aban terminar term inaron on por destruirlo todo. Sea lo que fuere lo que hubiera ocurrido, el recuerdo comenzaba a empañar ese momento de distensión que habían logrado forjar. Y no podía permitirlo. —A pesar de que se trata trat a de una charla charl a interesant int eresante, e, estimo esti mo que lo mejor será dejarlo correr por hoy porque no tengo el espíritu para discusiones tan trascendentales. —Lástima —Lásti ma —una comedida comedi da sonrisa sonri sa iluminó il uminó sus facciones, facci ones, alejando alej ando los aires de trist t risteza—. eza—. Hubiera Hubiera sido entretenido. entreteni do. Quizá Quizá en otra ocasión… ¿Un kelpie y un humano parlamentando acerca de la naturaleza del amor? Dadas las inclinaciones carnívoras de los suyos la conversación sería más que interesante. —Sí, tal t al vez en otra otr a ocasión. ocasi ón. No acababa de decir esto cuando sintió un golpe en las pantorillas que casi logró desestabilizarlo. Mientras tragaba una maldición, bajó la mirada hacia el suelo y vio a un alegre Snow que asomaba la cabeza por entre el hueco de sus piernas entreabiertas. —Vaya, —Vaya, el que faltaba. fal taba. Demasiado Demasi ado ocupado en asaltar asalt ar camas de madrugada y seducir a mujeres indefensas como para acordarse de venir a trabajar, ¿eh? El cachorro contestó con un ladrido burlón y lo abandonó para ir a sentarse al lado de Nairna, bien pegado a su pierna. Aquello era surrealista. De hecho, debía de tratarse de algún extraño encantamiento de seducción kelpie porque la situación que tenía ante sí no era para nada normal. Se rascó la barba de un día, que no se había afeitado por pura pereza, mientras veía como Mayhem y Snow babeaban por por ella. ell a. «Corrección», se dijo a la vez que miraba hacia Pax. «A todos se les cae la baba». El alazán observaba la escena con ojos anhelantes. No tenía que sumar
dos más dos para saber que, si lo soltaba, no tardaría ni un segundo en largarse al trote para unirse al feliz grupito. Metió las manos en los bolsillos del pantalón y rodó los ojos. Si Nairna tenía el mismo efecto sobre Mayhem y Pax que el que había demostrado tener sobre Snow… Bueno, entonces no habría poder humano o divino capaz de separarlos de ella. «¡Mira quién fue a hablar! Como si a ti no te costara tampoco». *** Era divertido ayudar a Ryodan con los caballos. Pax era pura serenidad y Mayhem, a pesar de su supuesto espíritu rebelde y ardoroso, resultó ser un auténtico tierno. Nairna no podía evitar reír mientras Snow brincaba y corría alrededor de Ryodan y ella, llenando el aire de ladridos alegres y jugueteando entre las patas de los resignados corceles, que parecían estar sobradamente acostumbrados a sus majaderías. Hacía tiempo que no compartía esa silenciosa camaradería, o que se sentía tan bien. Tan relajada y segura. Tan feliz. Él limpiaba y engrasaba los cascos del semental mientras ella le daba un pulido final al alazán con la gamuza. Y mientras lo hacía, observaba el modo en que los músculos de Ryodan se contraían y distendían con cada movimiento, embebida de la imagen de él ejecutando con rapidez y eficacia una tarea que debía de haber realizado reali zado cientos, miles mil es de veces. El sudor hacía tiempo que le había humedecido la espalda de la camiseta, que se marcaba a la perfección contra la seductora anchura de sus hombros, aflojándose poco a poco según descendía en dirección a la cintura. Ahogó Ahogó un gemido cuando sus ojos recayeron en el prieto trasero. t rasero. ¡Dulce, misericordiosa Diosa! Le hacía a una desear ahuecarlo con las palmas de las manos y apretarlo un poco, lo justo para comprobar si era tan duro como aparentaba. «¿Sólo?». También quería saber cómo era su torso. Deseaba tocarlo y reseguirlo con las yemas de los dedos, de arriba abajo y vuelta a empezar. ¿Sería lampiño al igual que el de los kelpies? No si hacía caso del atisbo de ligero vello negro que asomaba por el cedido cuello en pico de la camiseta. ¿Y su
tacto, sería suave o áspero? «Olvídalo, no debes pensar en ello». Pero no podía evitar seguir preguntándose si sus piernas estarían cubiertas por la misma clase de fino vello negro de sus antebrazos. «¿Y su sexo?». Tuvo que reprenderse. No estaba bien, pero su cabeza no podía dejar de darle vueltas a la idea y, a falta de haberlo visto, se imaginaba el modo en que luciría desnudo. «No sigas por esos derroteros». Sentía la garganta reseca y las mejillas mejil las encendidas, y Ryodan Ryodan debió de darse cuenta porque paró su actividad y la observó con los ojos entrecerrados. —Te veo acalorada. acal orada. —Un poco —repuso dándole dándol e la espalda. espald a. —Al final fina l el calor ha termi ter minado nado por apretar. apret ar. Pensaba que el día no abriría, pero mira el cielo. Un sol de justicia brillaba sobre sus cabezas, pero no era ese el culpable de su considerable subida de temperatura sino el hombre que, a escasos metros de distancia, la volvía loca con su mera presencia. ¿Exudaba esencias afrodisiacas o qué? Porque ella jamás había sido el manojo de hormonas alteradas que era ahora. Iba a decirle que regresaba a la casa cuando un potente chorro de agua impactó en su costado. —¡Ah! —gritó —grit ó a la vez que giraba girab a para encarar a su agresor, recibiendo un nuevo manguerazo. —Esto te ayudara —aseguró él mientra mi entrass la perseguía perseguí a a lo largo del cercado. —¡Para! —suplicaba —supli caba entre ent re risas, ri sas, intent i ntentando ando huir—. huir —. Ya no tengo calor. ca lor. ¡Para! Él cerró el paso del agua, tiró la manguera al suelo y le dedicó una mirada apreciativa a su obra. Estaba empapada de pies a cabeza y el ardor por Ryodan se había ido, dejando paso a la conmoción por lo l o que acababa de hacerle. —Serás imbéci i mbécill —mascull —m ascullóó entre entr e dientes—. dient es—. ¡Mir ¡ Miraa lo que has hecho! —No me dirás dir ás que no estás e stás fresquit fres quita. a. Pero tranqui t ranquila, la, no tienes t ienes por qué agradecérmelo. Era un hombre imposible y aunque quería enfadarse con él no era
capaz. Pero en cambio, sí que podía darle un poco de su propia medicina, ¿verdad? Aprovechó que estaba distraído recogiendo los enseres de limpieza para coger la manguera, abrir el paso del agua y apuntar la boquilla contra el amplio torso en el instante en que él se giró para atender a su llamado. Cuando el chorro impactó de lleno en su objetivo, se carcajeó triunfal a la vez que exclamaba exclam aba «diana». —Creo que no sabes lo que acabas de hacer hace r —le —l e dijo di jo él é l con c on voz grave gr ave y enronquecida—. Si piensas que voy a jugar limpio, estás muy equivocada. —Avanzó un paso amenazador tras otro hacia ella—. Corre, pequeña, porque cuando cuando te coja… coj a… Con un grito soltó la l a manguera y puso pies en polvorosa. Nunca había sido tan feliz. *** Ian observaba la bucólica escena oculto tras un árbol. La postalilla barata de familia feliz le causaba un profundo asco, tanto que hasta sería capaz de vomitar. Se mordió la cara interna de la boca con furia para reprimirse y no salir de su escondite, cargársela al hombro y arrastrarla al lugar que pertenecía; entre los suyos, en el lecho de Angus y luego, nuevamente, en el suyo. El sabor metálico de la sangre le inundó el paladar, igual de imperioso que las ganas que tenía de aplastar al humano, y se tuvo que recordar por qué estaba allí; cumplir órdenes. Angus había sido muy meticuloso a la hora de dar las instrucciones: localizarla y asegurarse de que continuaba con vida, nada más. Por el momento sólo quería saber que su juguetito se encontraba en buen estado, así como el lugar al cuál tendrían que ir a buscarla el gran día. Lo demás parecía interesarle poco o nada. No así a él, que sentía cómo se lo llevaban los demonios al verla corretear junto a ese hijo de perra. No le importaba que Angus se fuera a beneficiar del placer de poseerla antes de regalársela para su uso y disfrute. Podía obviar ese pequeño detalle. Pero lo que no soportaba era la idea de que ese humano le pusiera un mísero dedo encima, contaminando con su fétida carne la del kelpie. Su kelpie.
Porque era suya. Suya. Él y sólo él la había protegido con su vida cuando el clan se convirtió en una piscina de tiburones sedientos de sangre. Él y sólo él la había poseído cuando ella se le entregó con los ojos cerrados. A su manera la había amado am ado y a su manera lo seguía haciendo. Por eso hizo lo que hizo, porque a sus ojos únicamente existía existí a un modo. Golpeó el árbol. Lo sacudió puñetazo a puñetazo, sin sentir dolor alguno a pesar de que las astillas se le clavaban en la carne profundamente. También hizo caso omiso a la sangre que brotaba de las heridas, oscura como el vino. Paciencia. Debería de armarse de paciencia y esperar a que su tiempo terminara por llegar. Sólo entonces, cada una de las decisiones que había tomado, cada uno de los actos que había ejecutado por y para ella, adquirirían pleno sentido. Y sólo entonces, Nairna comprendería al fin que todo, absolutamente todo, había sido por su bien. *** Regarla había sido una decisión absurda. Ryodan lo sabía, pero en aquel instante fue lo único que brotó de su subconsciente, lo único lo suficientemente loco y chocante como para sacarlos a ambos de golpe de la asfixiante atmósfera de deseo que los rodeaba, tan densa y pesada que volvía irrespirable el aire a su alrededor. ¡Infiernos! El modo en que ella lo había mirado, como si quisiera desnudarlo y pasarle la lengua por todo el cuerpo cual chupa-chups, había sido demasiado para él. Y, lo peor, le había hecho desear que lo hiciera. Allí mismo, en ese preciso instante, ¡y a la mierda todo lo demás! Cerró los ojos y respiró hondo. Necesitaba serenarse, pero no podía. Era igual que estar a punto de saltar por el borde de un precipicio, las mismas mism as desbocadas emociones bombardeando sus sentidos. Y entonces, para su perplejidad, rezó. Lo hizo porque era consciente de que tan sólo sería preciso un mínimo gesto para acercarse a ella y un simple roce, por muy pequeño que este fuera, para hacerlo explotar. Y aquello le causaba pavor porque temía que, si seguía espiándola por el rabillo del ojo mientras ella se lo comía con la mirada, no podría contenerse ni un segundo más y cometería una locura.
Seguía el hilo a estos pensamientos cuando de repente, sin saber muy bien cómo, vio la manguera en su mano. Parecía que su subconsciente había tomado el control de la situación. Lo siguiente que supo a continuación fue que la estaba mojando y, mientras lo hacía, esperó que aquello rebajara un poco la tensión que los envolvía. Cosa que hizo. Porque, a su manera, aquel acto tan tonto e infantil los había distraído de esa marea primaria que comenzaba a envolverlos. Con lo que no había contado era con el espíritu vengativo de Nairna. Y así, lo que en principio parecía un juego inocente, terminó por volver a hacer subir la temperatura de su sangre, espesándola al tiempo que hacía salir a la luz del sol el depredador que hibernaba en él. Y corrió y corrió tras ella. La persiguió hasta la casa dónde finalmente, apenas franqueada la puerta, logró darle caza agarrándola por la cinturilla del enorme pantalón. Ella trastabilló, se precipitó hacia delante y le hizo perder el equilibrio, terminando ambos estrellados contra el suelo del pequeño pasillo de entrada, muertos de la risa. Resollaba. En parte por culpa de la imprevista carrera y en parte porque sentirla debajo de él, toda curvas y suavidad, le robaba el ali ento. Entonces ocurrió. Las risas se fueron desvaneciendo a la vez que ellos se volvían más y más conscientes del cuerpo del otro y él pudo ver cómo los ojos medianoche de Nairna se oscurecían hasta convertirse en dos ardientes pozos negros. —Corres tan rápido rápi do como un jodido jodi do caballo caball o de carreras carr eras —murmuró —murm uró en un intento por huir de aquella red de excitación excitaci ón que los tenía atrapados. Ella le respondió con un fruncido de nariz a la vez que le sacaba la lengua. Fue peor. Al instante todo él se focalizó en su boca y un único pensamiento se reveló en su mente, uno que le instaba a unir sus labios con los de ella y devorarla. Descendió el rostro un poco y sus alientos se mezclaron, luego otro poco más y las puntas de sus respectivas narices se tocaron. Sintió las manos de Nairna deslizarse por sus costados, ascendiendo hasta rodear su espalda… y supo que estaba perdido. Que lo condenaran, condenaran, pero iba a besarla. besar la.
Capítulo 7 Se ahogaba. Tan simple como eso. Se ahogaba y Ryodan, maldito fuera, prolongaba la agonía de manera cruel. Estaban tan cerca el uno del otro que era imposible que circulara un miserable hilillo de aire entre sus cuerpos. Sentirlo sobre ella, acunarlo entre sus piernas, era mejor de lo que amás podría haber imaginado. im aginado. Y notar todos aquellos músculos m úsculos tensos, esa piel ardiente… Ah, ninguna fantasía haría justicia a la realidad. Y aún así no era suficiente. Quería más. Entreabrió los labios y los resiguió con la punta de la lengua, mojándolos hasta dejarlos jugosos y brillantes. ¡¿Cuántos incentivos necesitaba ese hombre para besarla, caray?! Al parecer ninguno más, porque en ese instante él se movió en una exasperante y lenta aproximación que, esperaba, terminaría por borrar las escasas pulgadas que separaban sus bocas. «Por favoooor…». Estaba tan exasperantemente cerca de saber cómo se sentían sus labios, a qué sabían, que cada segundo que pasaba sin que hubiera sucedido le hacía desear gritar hasta quedarse ronca. «¡Ah, Diosa!». Y entonces ocurrió. La punta de la lengua de Ryodan tocó brevemente su labio superior y ella pensó que moriría si no le daba más. —Nairna… —gruñó, haciéndole haciéndol e sentir senti r cada miserabl mi serablee letra let ra de su nombre sobre la sensibilizadísima piel de sus labios. «Hazlo, hazlo, hazlo, ¡hazlo, maldita maldi ta sea!». —¿Llego en mal m al moment m omento? o? *** «¡La madre que lo parió!». Se levantó de encima de Nairna como si le hubieran puesto un jodido resorte. Lo estaba viendo todo rojo, muy rojo. Sentía una cólera asesina que subía desde lo más hondo de sus entrañas y le quemaba las venas como si alguien les hubiera prendido fuego. Tuvo que recordarse que aquel aguafiestas, maestro de la
inoportunidad, era su querido amigo Cameron. Su camarada, su cómplice y su confesor cuando estaba lo suficientemente bebido como para que no fuera necesario usar el sacacorchos para extraerle las palabras. Simple y llanamente, Cam. Y, sin embargo, ¿por qué quería lanzarse sobre él y molerlo a golpes por su inesperada aparición? «Porque te acaba de regalar un doloroso caso de pelotas azules, por eso». —¿No tienes tie nes nada mejor mej or que hacer que aparecer aparece r sin llamar ll amar?? —le reprochó mientras le l e lanzaba dardos envenenados envenenados con la mirada. —Lo siento sien to —fue la réplica répl ica de Cam que, con las manos incrustada incr ustadass en los bolsillos, miraba sin ningún reparo a Nairna—. Aunque te recuerdo que generalmente no suelen importarte mis sorpresivas apariciones. — Sonrió con socarronería, volviendo la vista hacia él para observar su también desaliñado desali ñado aspecto—. Al Al menos no demasiado. No le quedó más remedio que comerse la agria respuesta que se le había venido a la boca y apretar los dientes hasta hacerlos rechinar. ¡Demonios! Incluso le palpitaba como loco el musculo de la mandíbula. —¿No vas a presentarnos? present arnos? —le soltó solt ó su amigo ami go con descaro descar o a la vez que hacía un gesto con la cabeza hacia Nairna que, sentada en el suelo, parecía intentar recomponer la fachada de serenidad que había perdido. —Sí, claro cl aro —repuso —r epuso mient m ientras ras le l e extendía ext endía la l a mano y tiraba ti raba de ella ell a para que se levantara—. Cam, esta es Nairna. —La miró con una muda disculpa en los ojos y prosiguió las presentaciones—. Nairna, este impresentable es Cameron Macdonald. —Amigo, supongo —musitó —musi tó ella ell a al tiempo ti empo que adecentaba adecent aba su desbaratada presencia. —Sí, bueno… En ocasiones oca siones logra que me lo replant re plantee. ee. «Como ahora ahora mismo». mi smo». —¡Oye! —protestó —prot estó el aludido aludi do con expresión expresi ón ofendida, of endida, llevándose ll evándose una mano al pecho—. Eso ha sido tan innecesario i nnecesario como doloroso. Era un pésimo actor. ¡Sobreactuaba todo el tiempo! tiem po! —Y yo que venía para preguntart pregunt artee cómo lo llevas lle vas después de que la chica del lago l ago te haya abandonado… abandonado… Pero, hey, perdona si mi preocupación te ha molestado. «Te mato, yo te mato». Reculando un poco para que Nairna no pudiera verlo, levantó la mano
en horizontal hasta posicionarla justo delante de su garganta y la movió con gestos exasperados hacia uno y otro lado, como si se estuviera cortando el cuello. Más le valía a Cam captar el significado de todo aquel despliegue de aspavientos, porque si no terminaría la mañana con un puño — concretamente el suyo— incrustado de lleno en su monumental bocaza para ver si así aprendía de una vez por todas a no ser tan insufriblemente indiscreto. —Ahm… Esto… Creo que he metido met ido la pata —farfull —far fullóó este, este , contrito contri to —. Aunque no sé cómo. cóm o. «¡No me digas, genio!». Era un hecho: hecho: iba a matarlo. m atarlo. —¿De qué estáis está is hablando? Mejor Mejo r dicho, ¿de qué habla él? — preguntó Nairna con alarma, más pálida de lo usual, mientras apuntaba a Cam con el dedo gordo. —De nada, de nada —declaró —decla ró antes de que su amigo ami go tuviera tuvie ra ocasión ocasi ón de meter más la pata—. Delirios de Cameron, cosas sin importancia y eso. Las cejas de Nairna se arquearon con escepticismo pero, para su tranquilidad, dejó correr el asunto. —Entonces será mejor mej or que os dé privacidad priva cidad para que podáis podái s hablar ha blar de vuestras… cosas sin importancia. —Le dedicó a Cameron una tenue sonrisa—. Ha sido un placer conocerte. Creo… —Eh…, lo mism m ismoo digo. La observaron alejarse lentamente por el pasillo y apenas acababa de desaparecer en el interior de la cocina cuando su amigo se giró hacia él y le dedicó una mirada que decía a las claras «no-entiendo-una-mierda». —¿Se puede saber qué coño te pasa? —le preguntó pregunt ó entre entr e susurros susurr os como si de repente tuviera miedo de que a las paredes les hubieran brotado orejas. —No sé a qué te t e refier ref ieres. es. Se cruzó de brazos y rezó por segunda vez en menos de media medi a hora, en esta ocasión para Cameron lo dejara estar. Pero no parecía que fuera a tener tanta suerte. ¡Maldita fuera su mala sombra! —Mi culo que no lo sabes. ¿A qué ha venido ese momento mom ento en plan Reina de corazones? ¿O era Sleepy Hollow? Jesús… —Se mesó el cabello hacia atrás con las dos manos—. Parecía que te estabas serrando la cabeza o algo por el estilo.
—Déjalo correr c orrer.. —¡Ni de coña! Quiero una explicación expli cación y la quiero quier o ahora, así que ya puedes empezar a soltarlo todo por esa boquita. —Apuntó con el pulgar hacia la cocina por encima del hombro—. Y con «todo» va incluida la identidad y las razones de la presencia en esta casa, que nunca antes había sido mancillada con presencia femenina alguna, de esa mujer de la que amás me habías hablado antes. —¡No me jodas! j odas! ¿Es ¿ Es que un hombre hombr e no puede tener t ener secret s ecretos? os? «Condenado «Condenado metomentodo». m etomentodo». —¡No! Y ahora desembucha. des embucha. Puso los ojos en blanco y pensó en que había ocasiones en las que su amigo le recordaba a un puñetero grano en el trasero. A veces demasiadas. *** ¡Había faltado tan poco! Apenas pudo saborear aquel primer roce cuando de repente todo se vino abajo cual castillo de naipes gracias a la tan oportuna aparición del amigo de Ryodan. ¿Cameron ¿Cameron se llamaba? l lamaba? —Gracias, —Gracias , Cameron Camer on —rezongó enfadada. enf adada. Sentada en una de las sillas de la cocina, exhaló un largo suspiro de conformismo. Sentía todo su ser tenso, desde la punta de los pies hasta el extremo del pelo más m ás largo de su cabeza. —Además, quién me mandaría mandar ía venir aquí en vez de irme irm e derechita derechi ta a la habitación. A ver, ¿quién? —bufó mientras separaba el empapado frente de la camiseta de su torso—. Al menos habría podido quitarme toda esta ropa mojada. Aunque tampoco era como si estuviera retenida allí, claro, pero no quería salir e irrumpir en mitad de la conversación de esos dos, la cual llegaba hasta la cocina en susurros apagados. Apenas un zumbido incoherente. ¿Y qué había ocurrido antes en el pasillo? Todo había sido tan raro… Juraría que Ryodan hasta se había puesto nervioso por lo que había dicho su amigo. Además, la manera tan abrupta con la que dio por zanjado el asunto, escurriendo el bulto, no la convencía ni un poquito. Al contrario, más bien le hacía pensar en que algo olía olí a a chamusquina. «Y yo que venía para preguntarte cómo lo llevas después de que la
chica del lago te haya abandonado…». abandonado…». Se preguntaba quién era esa misteriosa «chica del lago». ¿Su novia, su amante? ¿Tan importante había sido en la vida de Ryodan como para que su amigo tuviera que preocuparse por él? Y mientras se formulaba estas cuestiones, la ira la embargó con tanta intensidad que amenazaba con echar profundas raíces en su ánimo. Revolviéndose incómoda en el asiento, terminó por apoyar el codo en la pulida superficie de madera de la mesa para luego posar la barbilla en la palma de la mano. Era oficial, se estaba volviendo completamente majara. Tenía que ser eso, porque no encontraba ninguna otra explicación que explicara la razón de esos celos que la reconcomían. Porque la ira provenía de ahí, eso estaba claro. Horrorizada, contempló la marejada de emociones y pensamientos que se enredaban sin ton ni son en su interior y quiso golpearse contra la pared por ser tan estúpida. est úpida. ¿Cuál ¿Cuál era su problema? problem a? Debería de centrar todas sus energías en buscar una salida a sus actuales dificultades en vez de malgastarlas malgastarl as en con quién estaba o dejaba de estar Ryodan. Ryodan. Pero no podía engañarse a sí misma; le importaba y mucho. Si no, qué sentido tenía sentir lo que sentía, ¿eh? Ese sofocante ardor prendido en el pecho que le hacía desear marcarlo como suyo y… Respingó sobre el asiento. Comenzaba a asustarse de verdad al ver el camino que tomaban sus pensamientos. Porque ella no era así, no se volvía una bestia territorial por el primer desconocido que le inflamaba un poco la sangre. Dioses… El asunto era serio. Su vida corría un serio peligro y, en vez de buscar una salida, ella perdía su valioso tiempo en sentir cosas que en ese momento mom ento estaban est aban absolutamente fuera de lugar. Y todo porque Ryodan Ryodan tiraba de ella de un modo irracional, espoleando una parte de su ser que desconocía. Hasta entonces. ¿Qué iba a hacer? Si instinto siempre le había dictado cuál era la mejor opción cada vez que se encontraba ante una encrucijada, pero en esta ocasión su voz parecía haber enmudecido, como si supiera que había llegado al final de su trayecto y que ya no había nada que hacer. Y si en otro momento hubiera escogido la vía fácil —escapar sin mirar atrás—, algo le decía ahora que quizá había llegado el tiempo de parar y encarar la realidad. Una que la llevaría derecha a la muerte, porque la iniciación
amás había entrado dentro de sus planes. Era algo a lo que se negaba en rotundo. «Pero una huída te haría ganar días, puede que incluso semanas. sem anas. No es la primera prim era vez que logras darles esquinazo». Eso era cierto, pero en aquella ocasión no había estado sola, sino que tenía a Ian a su lado, siendo su apoyo, su amparo, su refugio… Y un traidor. Cerró los ojos con fuerza para evitar que las lágrimas brotaran descontroladas por el súbito dolor que la embargaba al recordar lo sucedido. ¡Qué tonta había sido! A Ian le había bastado con llegar a ella en su hora de mayor necesidad, llenando sus oídos con mentiras y vanas esperanzas, para lograr que creyera en él. Y ella lo había creído, ¡tan desesperada estaba! Había depositado en él su fe y su confianza, a ciegas, llegando incluso a entregársele. Y todo para terminar siendo traicionada del modo más vil y rastrero. Dos guardias del clan la agarran con fuerza fuerz a por los brazos mientras ella le escupe a Ian las palabras, con los ojos inyectados en sangre. —¿Qué te dieron? ¿Qué te prometieron, prometi eron, bastardo? bastar do? Se impulsa violentamente contra él pero la férrea sujeción a la que la someten los kelpies le imposibilita el moverse del sitio. No si no quiere terminar con los hombros dislocados. —¿Qué podía ser tan importante para hacerme esto, para hacernos esto? ¡Respóndeme, Ian, maldita sea! No te ocultes detrás de ellos, ¡da la cara, cobarde! Compórtate como el macho que creía que eras y dime la verdad.
Pero él no le había revelado nada y dudaba mucho que llegara a conocer sus motivos en un futuro próximo. —¿Qué voy a hacer? —Hundió el rostro rost ro en las manos y ahogó un sollozo—. ¡Oh, Diosa! ¡Ayúdame, ¡Ayúdame, por favor! Me siento tan t an perdida y estoy tan asustada… —¿Se puede saber sa ber qué te t e pasa, niña? ni ña? Se levantó de la silla asustada y se llevó una mano al pecho, sintiendo que su corazón acababa de saltarse un latido. ¿Qué les pasaba a las visitas de Ryodan? Si todos eran tan condenadamente sigilosos como Cameron y
esta desconocida, no le cabía duda alguna de que terminaría muriendo a causa de un infarto y no a manos de Angus y sus secuaces. Parpadeando sorprendida, vio cómo la recién llegada, una mujer de cabellos color miel m iel que no aparentaba más de sesenta sesent a años, se sentaba en el asiento que estaba enfrente y le dada un rápido repaso a su desastrado aspecto. —No te quedes de pie, querida querid a —le dijo dij o mientra mi entrass cruzaba las manos sobre el regazo. Sus ojos, enmarcados por unas pulcras cejas, eran tan asombrosamente claros que casi parecían cristalinos; y su rostro largo y de líneas severas, apenas señalado por las arrugas, estaba enmarcado por una melena rizada que había domeñado con un sencillo recogido a la altura de la nuca. Asimismo poseía una nariz recta, aristocrática, flanqueada por pómulos altos y una boca de labios finos Le hizo caso y volvió a sentarse en la silla, pensando en que la manera en que la miraba le recordaba a su abuela. Un incómodo silencio planeó sobre sus cabezas hasta que la desconocida volvió a formular la misma pregunta. —Na… Nada, señora —respondió —r espondió tit t itubeante. ubeante. —Si fuera verdad, no tendrías tendr ías esa expresión expresi ón de tribulaci tri bulación ón —señaló —señal ó —. Y sin embargo em bargo ahí está. está . El brillo tenaz que vio en sus ojos le recordó al de Ryodan. ¿Serían parientes? —¿Sabes? —musitó —musi tó con aire air e confidente confi dente al tiempo ti empo que se inclinaba incl inaba hacia delante y le clavaba su penetrante mirada—. Conozco un método para ahogar esa congoja que sientes. Quiso protestar, pero la mujer la frenó en seco con un elegante gesto de negación. —No intentes int entes discutirl discut irloo siqui s iquiera. era. Soy vieja, vi eja, querida; querid a; a veces ve ces creo que demasiado. —Rió como si lo que acababa de decir fuera una broma privada —. El caso cas o es que hace hac e mucho, mucho tiem t iempo po que sé leer l eer a los demás. dem ás. Antes de continuar, le dedicó una enigmática sonrisa que hizo que se le marcaran las l as arrugas de un modo adorable. —Confía en mí, mí , no hay nada que no pueda arreglarse arregl arse con una taza de té y una conversación con la persona adecuada. Se recostó en el asiento y colocó las mangas de su vestido con aire
despreocupado. Aunque, ahora que se fijaba, parecía una túnica más que otra cosa. —Y ahora hazme hazm e caso y prepáranos pr epáranos un té. Si tan sólo supiera cómo, quiso decirle, pero las palabras se le atascaban en la garganta en presencia de esta mujer. mujer . —No te preocupes, preocupes , querida. quer ida. —¿Acababa de guiñarle guiñar le un ojo?—. oj o?—. Yo Yo sé cómo. Tú limítate limít ate a hacer lo que yo te diga. ¡Pero si no le había dicho ni una palabra! ¿Cómo había adivinado que…? Con un suspiro de cansancio, apartó a un lado estos pensamientos y procedió a seguir las instrucciones que le daba la buena mujer que, por cierto, conocía al dedillo la caótica organización sin sentido de la cocina de Ryodan Ryodan —lo cual reforzaba la hipótesis hipótesi s de la parentela, ¿no?—. Acababa de encender el fogón e iba a poner encima la tetera llena de agua, tal y como le había dicho, cuando escuchó a su espalda unos sonidos que sólo podían ser pasos de perro, a los que siguió un femenino gorjeo cariñoso. Entonces giró y la vio rascando la tripa de Snow que, carente de todo pudor, se había espatarrado panza arriba en el suelo de la cocina para recibir sus atenciones con cara de auténtico deleite. —Y bien, ¿cuándo piensas piensa s decirm de cirmee tu t u nombre? nom bre? —le preguntó pregunt ó con una mirada de soslayo—. Espero que no pretendas que lo adivine, porque podría llevarnos un rato. —Nairna. Me M e llamo ll amo Nairna. Nair na. —Tienes —Tienes un bonito bonit o nombre, nombre , querida queri da —y añadió con una sonrisa sonri sa misteriosa—: Muy adecuado. —Volvió su atención al cachorro—. Puedes llamarme tía Epona. —¿Cómo la diosa? diosa ? Su sonrisa se ensanchó aún más. —Sí, querida, quer ida, como c omo la l a diosa. dios a. *** Como interrogador Cameron era una pesadilla de la cual resultaba difícil escapar. Tanto que le había costado otro puñado de mentiras sacárselo de encima. ¡Demonios! La lista de embustes parecía no hacer otra cosa más que crecer y crecer, sin control aparente. Cómo detestaba aquello…
Hubiera preferido mil veces no tener que inventarse historias como quien extrae ridículos conejitos blancos de la chistera, pero la farragosa insistencia de su amigo le había llevado a un callejón sin salida del cual sólo podría salir recurriendo a su odiada faceta de embustero profesional. Pero ahora que se había desembarazado de Cam —que en realidad había venido a recordarle que esa noche tenían sesión de póker en su casa —, tenía t enía ante sí la desagradable desagr adable tarea tar ea de mirar mi rar a Nairna Nair na a la cara sin que la la culpabilidad por lo sucedido se reflejara en su rostro en toda su condenada magnitud. Y es que, aunque no se arrepentía completamente por lo que había estado a punto de ocurrir en el suelo de la entrada, si lo hacía de la incómoda situación que ella se había visto obligada a soportar a causa del inoportuno de su amigo. Conque tendría que disculparse por la vergüenza que Cameron le pudiera haber hecho pasar y por casi haberla… haberla… ¡Infiernos! Por mucho que quisiera suavizarlo la realidad es que sabía que la hubiera follado allí mismo, en el suelo de la entrada, de no ser por la aparición de Cam. Porque, era absurdo mentirse, mentir se, aquello no se podría haber limitado a un puñado de besos, por muy tórridos que estos hubieran sido. No cuando en su interior sabía que cualquier contacto medianamente íntimo entre ellos estaba destinado a terminar con la clase de sexo salvaje y sudoroso que le habían susurrado al oído sus más oscuras fantasías desde el primer instante en que la vio bajo su forma humana. Apoyó la espalda contra la pared del pasillo y resbaló por ella hasta quedarse en cuclillas, con los antebrazos apoyados en los muslos, al tiempo que pensaba que quizá ese era el momento de dejar de combatir contra aquella inexplicable reacción que le provocaba Nairna y permitir que ocurriera lo que tuviera que ocurrir. Ya lidiaría luego con las consecuencias. Ladeando la cabeza, miró hacia la puerta cerrada de la cocina y pensó si estaría muy mal huir de lo inevitable durante un ratito más. Lo suficiente para calmarse y reorganizar sus pensamientos. Bueno, eso y realizar las mil tareas que una hora antes no eran prioritarias pero que en ese momento se le antojaban de grandísima importancia. «Cobarde». Con un gruñido se levantó de sopetón y, mirándose la puntera de las botas de trabajo, reunió los ánimos necesarios para terminar con aquella ridícula situación de una vez por todas. Al fin y al cabo, no podía ser tan complicado, ¿verdad? Además, ¡qué coño!, era un hombre hecho y
derecho. Avanzó un par de pasos y se detuvo mientras se decía que tampoco pasaba nada por ir a terminar de engrasarles los cascos a Pax y Mayhem y dejar eso para luego. Total… No le llevaría nada el hacerlo. Pero no, lo mejor era ir hasta la cocina y hablar con Nairna. «Sin cometer ningún desatino como besarla o follarla encima de la mesa, por favor». Caminó hasta la puerta e inspiró con fuerza cuando puso la mano en el picaporte y la abrió con una determinación que no sentía. Todo ello para terminar encontrándose, estupefacto, ante la gota que colmaría el vaso. «¿Alguien tendría la amabilidad amabili dad de pegarme un tiro, por favor?».
Capítulo 8 ¡Aquello era el colmo! —¿Es que nadie es capaz de utili uti lizar zar un teléfono? tel éfono? — rugió Ryodan al tiempo que le clavaba cl avaba a Epona Epona una mirada furibunda. —Ya —Ya sabes que a mí no me gustan esos cacharrit cacharr itos, os, cariño cari ño —replicó —repl icó la aludida mientras se llevaba una humeante taza de té a los labios para ocultar su sonrisa. ¡Qué mañanita! Primero Cameron y ahora su tátara-tátara-etc-abuela. ¿Qué sería lo siguiente? ¿Todo el jodido panteón celta bebiendo cerveza y asando un ternero en su jardín? jardí n? ¿Y qué era eso que estaba en el plato? pl ato? —¡Lo has vuelto vuelt o a hacer! —tronó—. —tronó —. ¡Has saqueado mi tarro de las galletas! Daba igual dónde lo escondiera, ella siempre lo encontraba y no paraba de comer su dulce contenido hasta que dejaba el suministro bajo mínimos. mínim os. ¡Agh, dioses! dioses! Que se los quedara quién los entendiera. —No seas tan avaro, cariño cari ño —gorjeó —gorje ó ella ell a ante la atónita atóni ta mirada mi rada de Nairna, que observaba el cruce de acusaciones como si fuera una espectadora del torneo de Wimbledon—. El deber de todo buen anfitrión que se precie es ofrecer lo mejor a sus invitados. —Tú misma mi sma lo has dicho; ofrecer. ofrec er. El problema proble ma es que algunos invitados no son capaces de esperar y se sirven ellos solitos. sol itos. Epona depositó la taza sobre el platillo con un gesto elegante y cogió una de las carísimas galletas para, a renglón seguido, proceder a comérsela con delicados mordisquitos justo enfrente de sus narices. —Te refieres refi eres a esos glotones gl otones de los Macdonald, Macdonal d, claro. cla ro. —Claro, claro clar o —convino —convi no con retint ret intín ín a la l a vez que se s e sentaba se ntaba de golpe gol pe en la única silla que quedaba libre y la observaba degustar el dulce con regodeo—. Porque Porque tú nunca lo has hecho. La diosa extendió la mano hacia él y palmeó la suya con exasperante dulzura, al igual que se hacía con un niño que estaba teniendo una pataleta. ¿Es que nunca se iba a terminar la mañana? No sólo lo habían interrumpido en el preciso instante en que al fin iba a besar a Nairna, dejándolo más tenso que la cuerda de un violín, sino que ahora su divina tátara-tátara-etc-abuela —cuyas visitas jamás terminaban sin el consabido discurso de «perpetúa mi legado»— se estaba comiendo sus galletas favoritas. Galletas que costaban un riñón y parte del otro, por cierto.
—Sólo son dulces, dul ces, Ryodan, no hay por qué sulfur su lfurarse. arse. No era eso lo que lo hacía subirse por las paredes, sino esa molesta costumbre que tenían todos de inmiscuirse en su vida. Especialmente ella. Cansado, desvió la mirada hacia Nairna que, con ojos refulgentes de diversión, se tapaba la boca con la mano en un intento por no estallar en risas. Epona se levantó del asiento mientras se sacudía las migajas de las manos con toda su divina dignidad. di gnidad. —Vayamos —Vayamos a lo important impor tante. e. —Se aclaró aclar ó la garganta gargant a sonoramente, sonoram ente, para atraer su atención—. Parece ser que ha surgido un tema importante sobre el cual tenemos que hablar. «¿Ah, «¿Ah, sí? Pues me m e entero ahora». El leve gesto de la diosa apuntando hacia Nairna fue suficiente para ponerlo en guardia. Se había dado cuenta. ¡Claro, cómo no iba a hacerlo! Nada podía podía ser ocultado ocult ado a ojos de una diosa por mucho m ucho tiempo. *** Sentado junto a Kev en las escaleras del porche de la casa que compartía con su hermano Cam, Ryodan saboreaba los primeros sorbos de una cerveza bien fría mientras le daba vueltas a la conversación que había mantenido con su tátara-tátara-etc-abuela. No había sido larga, cosa que siempre agradecía. Ella era de esa clase de personas —perdón, diosas— que odiaba los circunloquios, así que cuando tenía que decir algo importante lo soltaba sin más. Nada de paños calientes, directa al grano. Sin embargo, el resto del tiempo adoraba ponerlo frenético hasta lograr hacerlo subirse por las paredes. «Ten cuidado, Ryodan. Un kelpie es algo serio. No te atrevas a uguetear bajo ningún concepto o alguno de los dos, o ambos, saldréis muy mal parados». Observó el cielo sobre sus cabezas, cuajado de estrellas, y sonrió para sí al recordar el gesto de indignación de Epona cuando le aseguró que no había sometido a Nairna a ninguna clase de horrible interrogatorio. «Un pequeño tanteo sin relevancia, querido, nada más. La muchacha no sufrió daño alguno, te lo aseguro; tan sólo le pregunté unas cuantas cosillas. Todo muy inocente… Pero, por supuesto, no dio grandes frutos. Es tan hermética como tú».
—Hola, hola, caballeros caball eros —saludó con alegría alegr ía Brian, que se aproximaba por el camino—. ¿Todo bien? El gemelo de Kev les dirigió una mirada preocupada a ambos. Aquel era su primer contacto desde el encontronazo que habían tenido la noche que fueron a ayudarlo con la yegua, y tanto a metomentodo como a zanahoria parecía inquietarles que no hicieran las paces. —Todo —Todo bien —respondió —respondi ó su hermano herm ano a la vez que depositaba deposit aba la botella de cerveza en el escalón y sacaba un cigarro del bolsillo de la camisa—. Y ahora vete adentro con Mamá Gallina —lo exhortó—. Tanto revoloteo me está poniendo de los nervios. Brian pasó al lado de su gemelo y le asestó una colleja. coll eja. —Siempre —Siem pre tan cordial, cordi al, hermanit herm anito. o. —Y huyó al interior inte rior de la casa antes de cobrar la suya. —Gilipoll —Gili pollas… as… —mascull —ma scullóó Kev. Sin acrit acr itud, ud, claro. clar o. Como siempr si empre. e. Tuvo que ocultar su burbujeante risa llevándose la botella a los labios para que el agraviado no le dedicara una mirada de censura. Le sentaba fatal que se rieran de él. —¿La pipa de la paz? —Arqueó una ceja pelirroj peli rrojaa y le mostró most ró el cigarro que sujetaba con el pulgar y el índice—. Lo siento, sólo me queda este. —Sí, claro, cl aro, me m e vendrían vendrí an bien un u n par de caladas c aladas.. Y así continuaron en silenciosa camaradería, pasándose el cigarro cada cierto tiempo, hasta que Cam vino a buscarlos para iniciar la partida de póker. Fue una noche divertida. Desplumaron a Brian, que no paraba de lloriquear cada vez que perdía una nueva mano; hablaron de deportes hasta que les salieron callos en la lengua y vacilaron a Cameron acerca de su última cita, de la cual no quiso soltar prenda. Estuvieron así hasta un poco antes de la medianoche, momento en el que decidieron que habían tenido más que suficiente. Además, todos tenían trabajo al día siguiente y no podían permitirse robarle demasiadas horas al sueño. Hacía poco que acababa de llegar a casa, y apenas le había dado tiempo a quedarse en camiseta y bóxer, cuando escuchó un grito desgarrador proveniente de su dormitorio. Entonces lo dejó todo, salió en tromba al pequeño pasillo del piso superior, abrió la puerta de la habitación contigua y, y, tras encender la luz, l uz, se aproximó al colchón en menos de lo que
se tarda en parpadear dos veces. —Nairna, Nairna —la llamó ll amó mientra mie ntrass la tomaba tom aba por los hombros y la la sacudía con suavidad—. Shhh… Soy Ryo. —Ella se revolvía entre sus manos, gimoteando palabras que no entendía—. Es una pesadilla, sólo una pesadilla. —Se sentó a su lado y la levantó hasta apoyarla contra su pecho —. Vamos, despierta despie rta —musitó —musi tó contra contr a su pelo a la vez que le frotaba frot aba la espalda, en un intento por calmar su agitado agit ado estado. Supo que estaba de regreso en el preciso instante en que todo su cuerpo se relajó contra el suyo con un quedo quedo sollozo de alivio. —¿Quieres contarme contar me que era eso e so tan ta n horrible horri ble que estabas estaba s soñando? — Depositó un pequeño beso en su coronilla—. Si hablas de ello se disipará antes. Al menos a mí m í me funcionaba de pequeño —aseguró. —aseguró. Se abrazó a él con fuerza y la sintió sinti ó negar contra su hombro. —Como quieras quier as —exhaló resignado—. resi gnado—. Pero me pones difícil difí cil el ayudarte si no me m e cuentas nada. Y yo quiero hacerlo, pequeña. Le puso los dedos bajo la barbilla y la obligó a erguir el rostro y mirarlo directamente a los ojos. —Por favor, favor , háblame. hábla me. Dime Dim e qué pasa. pasa . Deslizó los pulgares por sus mejillas, barriendo con las yemas las lágrimas calientes que había derramado mientras estaba inmersa en el terror de la pesadilla. Luego, con suavidad, la besó en la sien y la acunó entre sus brazos. —Yo… —balbuceó Nairna—. Nair na—. Yo soy… Podía percibir su lucha interna. Para él era patente que una parte de sí misma quería contárselo todo mientras que la otra se mostraba esquiva y recelosa, como si le costara confiar lo suficiente para dar el paso final. Ella boqueó como un pez fuera del agua varias veces, incapaz de emitir sonido alguno, para luego terminar por cerrar la boca hasta formar una obstinada línea. «Está bien, si no queda otro remedio…». —Puedo ponértel ponér teloo fácil. fác il. —Le enmarcó enma rcó la l a cara car a con las manos—. manos —. ¿Qué pasaría si te t e dijera que sé lo que eres? —reveló en tono confidente. La reacción ante sus palabras no se hizo esperar; fue rápida y brusca. Nairna intentó apartarse con el rostro demudado por el terror y él intentó sostenerla con la fuerza suficiente para evitar que se replegara, pero sin ocasionarle daño alguno. —No, no te asustes. asust es. —Se agitaba agit aba tembloro tem blorosa sa bajo su agarre—. agarr e—. Te
uro que antes de hacerte daño me cortaría un brazo —le aseguró, pero sus palabras no lograron sosegarla—. ¿Acaso no te he demostrado que no tienes nada que temer de mí? Ella volvió a tirar hacia atrás en un intento por marcar distancias y a él no le quedó más remedio que dejarla ir. Quizá fuera mejor así, pensó mientras ella se levantaba de la cama y se acercaba a la ventana. Nairna apoyó la palma abierta de la mano en el cristal y miró a través de él, permitiendo que el quedo llanto sacudiera su cuerpo. Era pura fragilidad. Entonces se abrazó a sí misma y dejó caer la cabeza hacia delante con un quejido. —¿De verdad lo l o sabes? ¡Demonios! No le gustaba aquello. Se había dicho que no lo haría, harí a, que no la colocaría en una posición tan vulnerable, pero sentía que el tiempo se les estaba agotando; sobre todo después de su conversación con Epona. Epona. «Vendrán a por ella, Ryodan. Los clanes son muy estrictos en cuanto a sus leyes y costumbres y poco importará lo que ella quiera; se la llevarán. Y tú, querido mío, no podrás hacer nada para para impedirlo». impedir lo». —Eres un kelpie. kel pie. Lo dijo de un tirón, como si quitara un esparadrapo, y sus palabras cayeron como un mazazo que hundió la habitación en un insondable silencio. Y en ese preciso instante, deseó no haber hablado, pero ya no podía seguir evitando la realidad. —Nairna, por favor, dime dim e algo. ¡Lo que sea! —y añadió con desesperación—: Insúltame si quieres. Para su sorpresa, ella se dio la vuelta y rió con los ojos rojos por el llanto. Era una risa triste, pero al menos era algo más de lo que tenía segundos antes y estaba agradecido por ello. ell o. —Ni siquiera siqui era sé por qué me río —balbució —balbuci ó mientr mi entras as sorbía sorbí a sonoramente por la nariz—. Debo de haber perdido el norte. —No —aseguró él a la vez que se s e aproximaba aproxi maba poco poc o a poco, bordeando bor deando el colchón—. Es culpa mía. Me gustar portarme portarm e como un payaso delante de las kelpies guapas y llorosas. llor osas. Es una debili debilidad. dad. Esta vez no supo si ella reía o lloraba. Pudiera ser que ese sonido tan extraño se debiera a que hacía ambas cosas a la vez. —Sin duda soy una kelpie kelpi e llorosa, ll orosa, pero ¿guapa? ¿gua pa? —negó y se limpi li mpióó el llanto—. Te falla la vista, Mackenzie. Había cerrado la distancia que los separaba, de tal modo que podría
tocarla con tan sólo extender el brazo. —Veo —Veo perfectam perfe ctamente ente —afirmó—. —afi rmó—. Eres hermosa, herm osa, Nairna. Tanto que me cortas la respiración. La vio retener el aire en su pecho durante unos segundos. Luego, con una mojada sonrisa en la boca, dejó que este escapara por entre sus labios con lentitud. Ella ni siquiera era consciente de lo arrebatadora que era y eso lo volvía un poquito más loco de deseo. —¿No te import i mporta? a? —le preguntó pregunt ó con repentina repent ina tim t imidez. idez. —¿El qué? —Que sea… kelpie. kel pie. Parecía que le costaba decirlo, como si su propia naturaleza fuera una dolorosa espina clavada en su garganta que se hundía un poco más cada vez que lo decía en voz alta. —No me importa im porta.. —Entonces lo supo, supo que se lo diría—. dirí a—. Siempre y cuando a ti no te importe im porte que yo sea un Sanador. Sanador. —¿Un…? —Sacudió la l a cabeza, perpleja—. perpl eja—. No puede ser. s er. Parpadeó presa de un encantador pasmo y él quiso reír a carcajadas. Bueno, quedaba claro que ella sabía lo que era, así que al menos se ahorraba las largas y aburridas explicaciones. —Oh, sí, lo soy. ¿Cómo si no crees que pudiste pudist e sanar tan rápido? rápi do? — Alzó las manos y las agitó divertido antes de volver a dejarlas caer a cada costado—. Eran un manojo de temblores para cuando pude terminar. Estabas tan mal aquella noche que llegué a pensar que te perdía, chica del lago. —Chi… chic… ¿Yo ¿Yo soy la chica acerca de la cual hablaba Cameron esta mañana? —Para ser se r más má s exactos, exact os, él se refería ref ería a la yegua. —Introdujo las manos en los bolsillos y se encogió de hombros—. Cuando te encontré a la orilla del lago todavía estabas bajo tu forma animal y tuve que llamar a Cam para que viniera con sus hermanos a echarme una mano. A él le encanta bautizar a todo bicho viviente, pero la culpa de que te llames así es mía. —Pero entonces… ent onces… yo… —No fue hasta veinticuat veint icuatro ro horas después que cambiaste, cambi aste, Nairna. — Sacó la mano del interior del bolsillo y se la pasó por la nuca al tiempo que inspiraba hondo—. Imagínate mi sorpresa al encontrarme una bonita mujer en lugar de la yegua a la que había salvado la vida.
*** Pasaron la siguiente hora sentados en el colchón, el uno al lado del otro, pero sin tocarse en ningún momento. Hablaron largo y tendido acerca de su misteriosa aparición, de su curación, de lo que Cameron y sus hermanos creían saber… Incluso Ryodan tuvo tiempo para preguntarle acerca de lo que ella y su tía Epona habían tenido ocasión de hablar mientras tomaban el té en la cocina. —Nada del otro otr o mundo —aseguró—. Pero ¿realment ¿real mentee es tu tía? tí a? — Sentía curiosidad por la estrambótica mujer. —Algo así —fue la única explicación expli cación que le dio—. Es… un complicado asunto de familia, por decirlo de algún modo. —Ajá. —Se miró mi ró las manos que mantenía mant enía entrelazada entr elazadass en el regazo —. Es un poco… rara. r ara. Él se carcajeó con ganas y le aseguró que «rara» era el adjetivo más light con el que podría ser calificada. Se sentía más ligera después de que se hubieron sincerado en gran medida el uno con el otro. Liberada en cierto sentido, porque todavía quedaban cosas que no podía contarle, que no quería contarle. Aunque el hecho de haberse haberse abierto un poco la había aliviado ali viado bastante. —Todavía no me m e puedo creer cr eer que seas s eas un Sanador. Sanador . —Todavía no me m e puedo creer cr eer que no n o te lo l o creas —bromeó —brome ó él. —Muéstrame —Muést rame.. —Fue consciente consci ente de que su voz sonó al igual que la l a de una niña que pide que le muestren un truco, pero le daba igual—. Haz que me lo crea, vamos. —¿Me estás está s lanzando un reto? ret o? —preguntó —pregunt ó él elevando elevan do las cejas con diversión. —Algo así. así . Se giró sobre el colchón, poniéndose poniéndose de lado, y dobló las piernas hasta pegarlas a su torso con cuidado, para que la camiseta de Ryodan que usaba como prensa de dormir no revelara más m ás de lo necesario. Después las abrazó y lo miró expectante. —Umm… —Pareció —Pareci ó pensárselo pensárs elo mientr mi entras as se daba golpecitos golpeci tos en la barbilla con el índice—. í ndice—. Puedo enseñarte esto. Abrió los botones de la camiseta blanca sin cuello, empujó el tejido hacia abajo y le mostró un diseño que le era muy familiar, uno que él tenía
plasmado sobre la parte superior del pectoral izquierdo. —La marca m arca de la Diosa —murmuró —murm uró al tiempo ti empo que estiraba esti raba la mano y la dibujaba con la punta de los dedos sin poder evitar el impulso—. Pero esto bien podría ser un simple tatuaje —lo provocó. —Entonces tendré tendr é que proporcionart proporci onartee una prueba irrefut irr efutable, able, ¿no crees? Sus miradas se encontraron y sintió que una potente corriente la atravesaba. Quiso apartar la mano, pero él la atrapó al vuelo entre las suyas y la mantuvo sobre la marca. —No te asustes asust es —le susurró—. susurr ó—. Esto impresi im presiona, ona, pero no duele. Los humanos no pueden pueden sentirlo, en cambio cambi o tú sí. Al instante sintió un extraño calor en la mano que él retenía, una sensación a la que le siguió un hormigueo que le produjo cosquillas. Y entonces lo vio. Inicialmente sólo era uno, pero luego aparecieron más. Eran como hilos de luz expandiéndose por su brazo, hilos dorados que ascendían y ascendían hasta que lograron alcanzar cada rincón de su cuerpo, iluminándolo por dentro. Levantó la vista y lo vio sonreír. ¡Es increíble!, quería decirle, pero se encontraba embargada por la emoción de lo que sucedía, de lo que sentía. Cerró los ojos para concentrarse mejor en la sensación. No era un cosquilleo exactamente, sino que parecía como si cientos de pequeñas lenguas cálidas la recorrieran por debajo de la piel. Y la experiencia resultaba extravagante, intensa… erótica. Porque era él, tocándola con su poder, penetrando en su cuerpo con su mágico don. Alzó los parpados y vio que Ryodan se había inclinado un poco hacia delante, su rostro puro deseo contenido mientras mientr as la observaba. —Quiero besart bes artee —expuso él con vehemencia. vehem encia. —Quiero que me m e beses. beses .
Capítulo 9 Y lo hizo. Un segundo antes sus labios se habían sentido desnudos y solitarios y luego… luego él los cubrió con los suyos y el mundo entero se sacudió. Fue delicado y agresivo, perezoso e impetuoso, trascendental y mundano. Ryodan asaltó su boca de todas las maneras posibles, envolvió su lengua con sensuales caricias, lamió sus labios son suaves toquecitos para luego morderlos con exquisito ardor. Y volvió a zambullirse de nuevo con un gruñido de éxtasis, haciéndola gemir mientras ella lo envolvía con sus piernas, hundía la mano libre en sus espesos cabellos negros y le arañaba la marca del torso. Jamás había sentido nada igual. Era como beber de una fuente de agua fresca cuando creías que morirías de sed. ¡No, era mejor! No había comparación que le hiciera justicia a aquellos besos. Y entonces, cuando se aferraba con más avidez, él rompió el contacto y se separó con la respiración agitada. agit ada. —Se mío. mí o. —Incluso —Incl uso ella ell a se sorprendió sorpr endió al escucharse escuchar se decirlo decir lo en voz alta. —Nairna —gimió —gim ió su nombre, nombre , cerrando ce rrando los ojos por un instant i nstante—. e—. No sabes lo que pides. —Sí lo l o sé. —Pequeña, has pasado por mucho en muy poco tiempo ti empo y no deberías deberí as de tomar decisiones precipitadas. —Le acarició con ternura allí donde su barba de dos días le había rozado la piel—. La vulnerabilidad y el deseo no son una buena combinación a la hora de pensar en dar un paso semejante. —Te —Te advertí advert í una vez que no me tratar tra taras as como si fuera una niña — masculló al tiempo que dejaba caer las manos sobre las sábanas y las agarraba a puñados, molesta. —Y no lo hago —suspiró —suspir ó con cansancio—. cansanci o—. Es sólo que creo que deberías consultarlo con la almohada. —No, no es eso. —Sentía —Sentí a una opresión opresi ón horrible horri ble en el pecho—. Tú no me deseas. O al menos no me deseas lo suficiente. sufici ente. Él pareció tragarse un exabrupto y la miró como si fuera a perder los estribos de un momento a otro. —¡Que no te deseo! —Le tomó tom ó la mano derecha y la colocó sobre su
entrepierna—. Dime si esto no es deseo, maldita sea. ¡Dímelo! Notó bajo la palma la dura evidencia de lo que sentía por ella — caliente, palpitante— y quiso acariciarla, ahuecarla en su mano, reseguirla con la yema de los dedos… Pero él la privó de aquel contacto y se levantó del colchón con rapidez. —Te —Te deseo, Narnia. Más de lo que he deseado jamás jam ás a otra mujer. muj er. — Señaló el colchón—. Y te aseguro que si todavía sigues sentada en esa cama, y no yaciendo de espaldas conmigo profundamente enterrado dentro de ti, es porque soy un estúpido. Uno cuyo sentido de la honorabilidad le dicta, en este momento tan inoportuno, que debe darte tiempo para reflexiones sobre lo que me estás pidiendo —su voz se tornó más profunda —. Porque te juro que en el momento mome nto en que digas que sí te follaré foll aré hasta conseguir que grites mi nombre y olvides el tuyo. Y lo haré durante cada puñetero día que tengamos. Así que piénsalo, durante toda la noche si es preciso. El intenso ardor de sus ojos verdes era lascivo. l ascivo. —Porque mañana m añana —añadió—, —aña dió—, decidas lo que decidas, decidas , no habrá vuelta vuelt a de hoja. Será todo o nada. *** Salió del dormitorio como alma que lleva el diablo. Con cada paso que daba abría más y más la brecha de la distancia que precisaba para serenar su exaltación y no tomarla del modo en que tanto lo necesitaba. No le importó abandonar la casa en camiseta y calzoncillos. Total, no había vecinos que pudieran verlo y dudaba mucho que Snow se llegara a escandalizar a su perruna manera en el caso de que se tropezara tr opezara con él. —Hablando del rey de Roma. —Silbó para atraer atr aer la atención atenci ón del cachorro, que acababa de emerger de entre los robles—. Ven aquí, bola de pelos. Era una noche despejada de luna llena y la clara luz del satélite permitía caminar sin gran problema en el exterior. Se agachó hasta quedar en cuclillas y recibió a Snow entre sus brazos, permitiendo que lo cubriera de babosos besos por toda la cara durante un ratito. Pero todo en exceso cansaba, por lo que pronto se vio levantando el mentón en un intento por eludir las húmedas muestras de afecto.
—Quieto, que me vas a tirar. ti rar. Sus palabras resultaron proféticas porque el perro no tardó ni un segundo en desestabilizarlo y tirarlo al suelo. —Está bien, yo también tam bién te quiero, quier o, bola de pelos —le aseguró al tiempo que intentaba agarrarlo por el collar para que parara de ponerlo perdido de babas—. No es necesario que me bañes en amor, en serio. ser io. Logró incorporarse hasta quedar sentado sobre el fresco césped con el animal medio recostado contra él. Entonces, derramó su aliento sobre la peluda cabeza mientras le rascaba detrás de las orejas y le pidió que fuera bueno y se limitara a dormir sobre la alfombra del dormitorio y no en la cama. —Ahora vete —le ordenó nada más levantarse levant arse del suelo—. Necesito Necesit o darme un chapuzón en el lago. Pero Snow no se movió del sitio sino que, por el contrario, se sentó a sus pies y lo miró con ojillos de «yo también quiero» a la vez que movía la cola con entusiasmo. Por ello, no lo quedó más remedio que señalar la casa y añadir un firme «a solas» que le valió un gruñido de fastidio acompañado de una expresión de pocos amigos. ¡Qué lo condenaran si a veces no parecía más m ás persona que perro! Una vez se cercioró de que el animal le l e había obedecido, caminó hasta la orilla oril la del lago que bañaba sus tierras y, sin si n esperar ni un segundo más, se desembarazó de la camiseta y los calzoncillos, procediendo a sumergirse lentamente en las frías aguas. Enfrente, las laderas no eran más que sinuosas formas oscuras recortadas contra el profundo y estrellado cielo escocés; y la luna, soberbia y llena, incidía sobre la apacible superficie del Morar, tiñendo de plata las ondas empujadas por el levísimo aire. Los sonidos de la noche lo envolvían según seguía su avance hacia el interior y pronto el agua, que comenzaba a enfriar su cuerpo enardecido, lo cubrió hasta la altura de las caderas. Con un suspiro, dobló las rodillas y se hundió durante unos segundos para luego erguirse de golpe y frotarse el rostro con energía, limpiándose los restos de baba de Snow. A continuación decidió tumbarse sobre la superficie del lago l ago y dejar que las aguas lo acunaran con su plácido arrullo. Al fin sentía que su cuerpo volvía a abrazar la serenidad. Los músculos se relajaban, la respiración se tornaba casi superficial, la piel se sensibilizaba bajo la húmeda caricia del Morar y el corazón refrenaba su
ritmo hasta tal punto que los latidos se le antojaron rumores lejanos dentro de su pecho. No supo cuánto tiempo permaneció así, desconectado del mundo, de todo lo que lo rodeaba, r odeaba, sintiéndose fundido y en paz. «Nairna». El nombre era un eco en su mente, uno que despertó a su cuerpo de nuevo, volviéndolo consciente del deseo que seguía agazapado en las venas y que hizo que tardara poco en acusar la respuesta. Deslizó su mano por el vientre hasta alcanzar su miembro, que ya estaba duro de nuevo, y rodeó la erección con los dedos, ahuecándola en la palma al principio para luego apresarla con mayor firmeza e iniciar un lento movimiento ascendente desde la base hasta la punta. Las caderas siguieron el gesto a la vez que se sacudían suavemente sobre la superficie del agua. Entonces, rodeó el glande en una lenta, exasperante caricia circular, e imaginó que no eran sus dedos ni la palma de su mano lo que torturaban su miembro de ese modo, sino las manos de Nairna. Su boca, su lengua. Descendió despacio y volvió a subir, esta vez un poco más rápido y duro. Alternó los movimientos parsimoniosos con otros violentos y vertiginosos mientras sus jadeos y gruñidos de placer se mezclaban con los sonidos nocturnos. Su pene palpitaba desbocado bajo el impasible agarre de sus dedos y el corazón amenazaba con salírsele del pecho. Ya no estaba flotando en el agua sino en la sublime marea de un abrasador deseo; y las ondas lo empujaban cada vez más y más alto, enredando el dolor y el placer en una única sensación que le quemaba las entrañas. Entonces, a través de los ojos del ensueño erótico, la vio entre sus piernas. Con una mano sostenía su erección con delicadeza mientras deslizaba la lengua con gatuna pereza sobre la dura suavidad. Los ojos le brillaban entornados, disfrutando del poder que ejercía sobre él, y con la otra mano trazaba delicados patrones en la piel de su muslo, de su ingle, de su cadera… Ardía preso de su fantasía a la vez que deslizaba la mano por el pene con febril brusquedad. Más rápido, más fuerte. Más, más, más. La sangre tronaba en sus oídos, sentía cómo el orgasmo se arremolinaba en sus testículos y entonces…
*** Nairna tuvo que morderse el labio inferior con fuerza para no gemir en voz alta. —Oh, Diosa… Él flotaba desnudo a la orilla del lado y su piel parecía relucir como plata bajo la luz de la luna. No sabía muy bien qué le había empujado a seguirlo, pero ahora poco le importaba porque, oculta tras un árbol, observaba embelesada a la par que excitada cómo Ryodan Ryodan se daba placer. Envolvía su virilidad con la mano y la mecía. Primero con lentitud y luego cada vez más rápido, sólo para volver a ralentizar el ritmo poco después. Era hermoso, como ningún otro macho u hombre que hubiera visto antes, y los movimientos ávidos de su cuerpo mientras se satisfacía hablaban a gritos del poderoso control que estaba ejerciendo para no terminar en ese preciso instante. Alargaba el éxtasis como si quisiera construirlo poco a poco, embestida tras embestida. Recordó el modo en que la había besado, en cómo su lengua resbaladiza y caliente había buscado la de ella. Pensó en sus sensuales empujes antes de enredarla en un pequeño remolino de labios, lenguas, adeos y frenesí. Pero también había sido dulce y cuidadoso, deslizándose con ternura por su boca, suave y lento. Tan poderosa y excitantemente masculino y seguro. Escuchó su grito desgarrado y vio como el orgasmo lo sacudía con pequeños temblores espasmódicos. Habría dado lo que fuera porque hubiera sido su mano, m ano, y no la de él, la que lo hubiera llevado a la cima del éxtasis. Quería sentir las palpitaciones de su eyaculación contra la palma, su semen sem en empapándole los dedos. —Ryodan… Había algo rematadamente bello en verlo atrapado en su liberación. Era mucho más que erótico, era… perfecto. Él era perfecto y todo era perfecto cuando estaba con él. Su sexo se estremeció y sintió que la humedad resbalaba por sus muslos.
Se encontraba más allá de la excitación, pero no quería introducir su mano entre las piernas y buscar un alivio que la haría sentir vacía y triste. Lo quería a él, profundamente enterrado en su interior. Y se prometió que mañana lo tendría, y pasado, y al siguiente... Hasta que vinieran a por ell a. *** —No deberíamos deberíam os de esperar es perar más —protes — protestó tó Ian Ia n profundament profunda mentee molesto— mol esto—.. Carece de todo sentido. Angus negó y emitió un bufido de diversión. Ah, su subalterno era un kelpie demasiado impulsivo y solía tomar las peores decisiones cuando permitía que ese ímpetu se adueñara de sus sentidos, llevándolo a actuar sin medir las consecuencias. Pero el tiempo lo templaría, si es que no terminaba antes con su paciencia. —¿Tanta —¿Tanta prisa pris a tienes? ti enes? —se burló—. Poco importan imp ortan unos días más cuando vas a disponer de décadas e incluso siglos para follártela hasta quedarte seco. Pero no antes de que sea mía —le recordó con el ceño fruncido. Ian se envaró. Pudo ver cómo la ira contraía su cuerpo y hacía que su respiración se acelerara, moviéndole las aletas de la nariz. No entendía esa obsesión. Sí, Nairna era bonita, en cierto modo, y sin duda sería adorable quebrar ese espíritu indómito hasta convertirla en una dulce y sumisa kelpie, pero para él no era más que el medio para un fin: el poder. —No estarás esta rás enamorado enamor ado de esa pequeña zorra, zorra , ¿verdad? —escupió —escupi ó a la vez que esbozaba una mueca de asco—. Sólo tiene utilidad para una cosa. «Y es precisamente para lo que la pienso usar». La preñaría en cuanto ella pasara por la iniciación con el único propósito de conseguir un heredero de la última línea de sangre pura del clan que lo consolidara como laird indiscutible. A fin de cuentas, no había matado a todos sus adversarios, incluida la familia de Nairna, para nada. Y una vez lo hubiera hecho, al contrario de lo que le había prometido a Ian, no se la entregaría tal y como le había hecho creer. Noooo. Se divertiría con ella hasta que no fuera más que un despojo y luego la mataría. Era el único modo. Viva resultaría demasiado peligrosa. ¿Y en el caso de que se siguiera negando en rotundo a pasar por la
iniciación? Bueno, entonces tendría que matarla y buscar una vía alternativa, como el terror y los derramamientos de sangre. Estos solían dar siempre buenos resultados, pero eran métodos agotadoramente sucios y él empezaba a aburrirse de tener t ener que desgarrar gargantas aquí y allá. Fuera cual fuese la opción que Nairna escogiese, el fin sería el mismo; la muerte. Pero todavía le convenía que Ian creyera que la recibiría como regalo a su lealtad tarde o temprano. —No me has respondido. r espondido. ¿Estás enamorado enamor ado de ella? el la? Podía escucharlo rechinar los dientes. —No, mi laird. Puto mentiroso. La amaba de un modo retorcido y enfermizo, estaba seguro de ello, pero no le importaba lo que pudiera sentir por ella. Se limitaría a usar en beneficio propio cualquiera que fuera la naturaleza de su obsesión por ella. —Eso espero, porque no quiero tonterí tont erías. as. Tu lealtad leal tad es mía mí a y sólo mía. —Sí, mi m i laird. —Actuarás cuando yo lo diga, no antes. a ntes. —Sí… mi m i laird. Esbozó una una sonrisa de satisfacción. satis facción. «Más te vale, Ian, porque no dudaré en arrancarte el corazón de cuajo si no resulta ser así». *** Nairna despertó bien avanzada la mañana y descubrió que sobre el viejo butacón había un par de bolsas repletas de ropa. Lo primero que pensó fue que alguien debía de haber ido de compras muy temprano. Lo segundo, que no podía esperar más para ver su contenido. Con burbujeante ilusión, tomó ambas y volcó todo su contenido sobre la revuelta superficie de la cama. Había unos pantalones vaqueros, dos camisetas, una blusa, un jersey fino, un vestido, un par de sandalias de tiras y otro de playeros, tres conjuntos de ropa interior inter ior y… Se sonrojó al tomar entre sus dedos los tirantes de la escueta prenda. ¡Más le valía dormir desnuda! Porque aquello no tapaba apenas nada y lo poco que cubría se vería a través de la traslucida tela. Hizo una bola con el tejido que introdujo en el fondo de una de las
bolsas. ¡Por los Dioses! Seguía resuelta a convertirse converti rse en la amante de Ryodan, no necesitaba ninguna clase de empujón bajo la forma de ropa de dormir sexy. La consulta con la almohada no había conseguido que cambiara de opinión, sobre todo después de lo que había presenciado en el lago. Cogió un conjunto de lencería y el vestido y los llevó consigo al cuarto de baño donde procedió a darse una ducha refrescante y desenredarse la larga melena hasta convertirla en una cortina suave y maleable. Cuando salió de allí, vestida con su ropa nueva, se sintió imbuida de femenina seguridad. El vestido de finos tirantes era rojo y le caía hasta justo encima de las rodillas. Delicados ribetes ri betes blancos adornaban el ruedo y el escote, así como la parte inferior de los pechos. Giró sobre sí misma mientras sentía la frescura de la madera bajo sus pies descalzos a cada vuelta que daba. La tela se le pegaba al cuerpo y su cabello flotaba a su alrededor, al rededor, provocándole provocándole cosquillas allí al lí donde se rozaba con la piel desnuda de los hombros y la espalda. Rió como una niña pequeña y no paró de girar y girar hasta que dio un pequeño traspiés a causa del incipiente mareo. Aquella noche había tomado la decisión de aceptar lo ineludible y abrazar su destino con la promesa de que disfrutaría de sus últimos días de vida junto a Ryodan. A fin de cuentas, se merecía un poco de la felicidad que le había sido si do negada durante tantos años. Y él no tenía que saberlo, no tenía que ser conocedor de lo que pasaría después. Le propondría un trato; sería suya, sin trabas, pero llegado el momento él la dejaría marchar, sin intervenir. Porque no podría salvarla aunque empeñara su vida en ello y lo último que querría sería que ellos le hicieran daño por intentar perpetrar perpetr ar un estúpido acto de heroicidad. Ryodan tendría que tomar lo que le ofreciera hoy. El mañana no importaba. *** Entró en la casa con paso apurado. El señor Braxton le llamaría de un momento a otro para saber cómo evolucionaba Bonnie Blue y él se había olvidado por completo del teléfono
móvil durante toda la mañana. Recordaba que que lo llevaba ll evaba consigo cuando bajó a la cocina a desayunar, sí, pero debió de habérselo dejado olvidado allí porque, por mucho que hiciera memoria, mem oria, no conseguía acordarse de que lo hubiera cogido después. después. Abrió la puerta de la cocina y, efectivamente, allí estaba, sobre la mesa. Así que lo recogió y lo introdujo en el bolsillo trasero del pantalón de trabajo mientras mi entras pensaba acerca de lo que le diría a Braxton. La lesión de Bonnie ya era historia. No le había supuesto un gran esfuerzo sanar al animal, que apenas había necesitado un par de toques de sus manos; el problema era que parecía demasiado agotado como para reincorporarse a su programa de entrenamiento entrenami ento en una semana. El descanso era necesario para que la recuperación del ejemplar fuera completa, y si permitía que lo volvieran a someter a las exigencias a las que se veía sometido para que continuara su fulgurante ascenso entonces… Bonnie Blue explotaría y quizá ya no habría modo de recuperarlo. El problema residía en hacerle entender a su dueño que un poco de terapia de tranquilidad y reposo era imperativa para el animal. Acababa de salir de la cocina, perdido en sus pensamientos, cuando tropezó de bruces con Nairna Nairna en el pasillo. pasil lo. —¡Eh! —exclamó —exclam ó a la vez que la asía por los hombros hombro s para estabilizarla e impedir que se cayera—. No tan deprisa, chica del lago. Entonces se dio cuenta. Llevaba puesto un bonito y veraniego vestido rojo y toda ella resplandecía, desde dentro hacia fuera. Se fijó en las sandalias de estrechas tiras de cuero que le cubrían sus bonitos pies, dejando los deditos al aire. Maldita sea, ¿desde cuándo le ponían los dedos? —¿De dónde ha salido sali do esta ropa? —preguntó —pregunt ó al tiempo tie mpo que señalaba señal aba su vestimenta. —Dímelo —Dímel o tú. Ella le dedicó una juguetona sonrisa que le hizo experimentar un caliente cosquilleo en la base del estómago. ¡Era tan condenadamente preciosa! —No lo sé, por eso te t e lo pregunto. pr egunto. —Pero ¿no fuist f uistee tú? Negó y se puso a caminar alrededor de Nairna, observándola desde todos los ángulos. Fue justo cuando estaba a punto de cerrar el círculo de pasos que cayó
en la cuenta de quién había sido la anónima benefactora. —Epona —murmuró —murm uró estupefact est upefacto. o. —¿Tu tía? tí a? Vaya… «Y por lo que más quieras, ¡consíguele algo de ropa! No está bien que ande por ahí con esas prendas horribles. ¡Es un kelpie, no un marimacho!». —Ya —Ya ves —se encogió de hombros—. hombros —. Debes de haberle haberl e caído muy bien, porque ir de compras no es precisamente su s u hobby favorito. favorito. —¿Y cómo pudo entrar ent rar y salir sali r de la l a casa sin que te dieras di eras cuenta? c uenta? Volvió a encogerse encogerse de hombros y se rascó la mandíbula. m andíbula. —He estado estad o en las cuadras la mayor parte del tiempo, ti empo, así que era fácil. De nuevo la recorrió con una mirada de apreciación. ¡Infiernos! Esas piernas eran criminales. Podía imaginarse lo bien que quedarían enroscadas a su cuerpo mientras él la penetraba sin cesar. «Y qué si se lo ha pensado mejor, ¿eh? Podría decirte ahora mismo “no, gracias” e irse por esa puerta para siempre». —Ryo. —¿Mmm-hmm —¿Mmm -hmm?? —articul —art iculóó con aire air e distra dis traído. ído. —Tengo una respuesta res puesta.. Aquellas tres simples palabras lo tensaron de pies a cabeza y lograron que ella tuviera su total t otal y abnegada atención. Nairna se lamió el labio inferior con coquetería y toda su sangre salió disparada como un torrente hacia su entrepierna. Imaginarse esa lengua en él… ¡Uff! —Pero antes de dártela dárt ela tengo que hacerte hacert e una propuesta. propuest a. ¿Quieres oírla?
Capítulo 10 «Tendré que irme pronto. No puedo darte una fecha exacta, pero no te mentiré. Puede que únicamente nos queden días y de ti depende cómo los pasemos». Nairna le había formulado una propuesta muy simple: sería su amante durante el tiempo que les quedara juntos y a cambio él no haría preguntas y la dejaría ir sin más cuando llegara el día. Sin ataduras, sin compromisos. Sin futuro. En cualquier otro momento se habría subido a bordo de un salto, sin dudar. A fin de cuentas, ¿a qué hombre no le aplaudirían hasta las orejas al escuchar las palabras «sexo» y «sin compromisos» en la misma frase? Sobre todo cuando cuando lo decía una mujer como ella. el la. Pero Ryodan dudaba dudaba que pudiera conformarse con unos pocos días. Él. El hombre de «soy demasiado joven para atarme, chica», el que no quería nada serio, ahora se descubría deseando que ella se quedara. Allí. Con él. De modo indefinido. Quiso preguntarle qué pasaría al final, cuando tuviera que abandonarlo, porque ese presentimiento machacón seguía ahí, diciéndole que fuera lo l o que fuese no sería nada bueno. Pero no lo hizo. hi zo. Y no porque no se estuviera muriendo de curiosidad, sino porque necesitaba que ella se abriera por completo de una jodida vez y se lo contara todo de motu roprio. ¿Tan difícil era? —Sin preguntas. pregunt as. —Pero… Posa las yemas de los dedos sobre sus s us labios, labios , acallándolo. acallándol o. —Repito, sin s in preguntas. La propuesta es clara c lara y sencilla. sencil la. ¿La tomas t omas o la dejas?
La tomaría, ¡y al infierno todo lo demás! Ya vería cómo solucionaría los escollos que pudieran presentarse llegado el momento. —Al anochecer, en la l a orilla orill a del lago. El beso que deposita deposit a en la comisura de su boca, aupada contra él de untillas, es breve y sensual y le hace desear agarrar su melena a puñados, ara evitar que se aleje, y prolongar el contacto.
Todo en ella lo excita. Su aroma, su cabello, su voz, su piel tan suave cálida… —Si apareces, aparece s, seré tuya. t uya.
Según se acercaba el anochecer más nervioso se ponía. Recién duchado y afeitado, se había puesto un pantalón negro y una camisa blanca que terminó por arremangar a la altura de los codos. Ropa de cita para una cita, aunque no fuera a ser la típica cena a la luz de las velas, regada con vino y palabritas bonitas. Hacía horas que no la veía, cosa que no ayudaba a apaciguar su estado de ánimo, y aunque intentaba calmarse paseando de un extremo a otro de la habitación de invitados, no lo conseguía. Miró el reloj que estaba encima de la mesita de noche. ¿Desde cuándo las agujas se movían con tan exasperante lentitud? Esperó y esperó, hasta que la luz del sol apenas fue una franja amarilla y anaranjada en el horizonte. Y entonces salió del dormitorio con paso apurado. Se secó el sudor de las palmas de las l as manos contra el pantalón pantal ón a la vez que pensaba que la situación era de locos. ¡Si estaba más nervioso que su primera vez! *** —Gracias, —Gracias , gracias, graci as, gracias gr acias.. Nairna elevó su agradecimiento a los cielos al verlo aparecer por el sendero que llevaba al lago. Iba descalzo, con los pulgares enganchados a las presillas de un pantalón negro, y silbaba una alegre tonada con aparente despreocupación. Mentiroso, pensó. Todo en él era puro fingimiento en ese instante, lo sabía. Porque podía no conocer los vericuetos de su mente, pero en cambio sí era capaz de leer el lenguaje de su cuerpo. Y este le decía que la necesidad lo tenía tan atrapado como a ella. Ryodan paró a pocos metros de distancia y le dedicó una mirada que la hizo entrar en combustión. Ya no silbaba, tan sólo la observaba con intensidad, en silencio, logrando que quisiera gritar de la impaciencia por su inmovilidad. ¿Quería jugar? Jugarían.
Fijó sus ojos medianoche en los verdes de él y, sin romper el contacto visual en ningún momento, elevó la mano derecha hacia el hombro contrario con desquiciante lentitud y empujó el tirante del vestido con suavidad, haciendo que cayera. Después deshizo el camino, resbalando los dedos por encima del pecho y acariciando el inhiesto pezón por encima del tejido, hasta que la mano m ano volvió a colgar en el costado. Repitió lo mismo con el otro tirante, dejando que el vestido cayera a sus pies con un sensual susurro, y sonrió complacida al verlo tragar con fuerza, ya no tan impasible como com o segundos antes. Allí estaba. De pie, frente a él. Tan Tan desnuda como lo estuvo la primera prim era mujer que había pisado la faz de la tierra. Y se sintió increíblemente poderosa. Porque Porque era ella la l a que había provocado provocado que la respiración de él se acelerara, la que desbocaba su corazón y la que hacía que sus pupilas se dilataran ardientes de deseo, como en ese preciso momento. Entonces le dedicó una última mirada coqueta y le dio la espalda, encaminándose hacia el agua al mismo tiempo que pasaba la mano por la nuca y apartaba su larga y rubia melena hasta hacerla caer por encima del hombro. Juraría que lo escuchó retener el aire en los pulmones cuando sus caderas se balancearon insinuantes a cada nuevo paso que daba, pero no volvió la vista atrás. Ni siquiera cuando el sonido de pasos sobre la gravilla de la orilla le indicó que él se acercaba, o cuando moduló su nombre en un susurro con esa voz ronca y sexy que le calentaba cal entaba las entrañas. entr añas. El acento un poco más marcado de lo habitual. Tampoco entonces miró atrás. Por el contrario, avanzó hasta que el agua le lamió la curva inferior de los pechos y dio otro paso hasta que cubrió sus oscurecidos y apretados apret ados pezones. Caminó y caminó hasta zambullirse por completo, sin dejar rastro de ella en la superficie. *** Lo que la visión de aquel cuerpo, pero especialmente del respingón trasero, le había hecho al suyo debería de estar penalizado de algún modo porque, ¡jo-der!, lo l o había puesto tan cachondo que que dolía. Una mísera caída de tirante había bastado para que toda su aparente serenidad se fuera a tomar viento de inmediato. Pero lo que le había hecho
perder el equilibrio, lo que de verdad había logrado tambalearlo, fue su desnuda, voluptuosa anatomía moviéndose de esa manera tan rematadamente caliente. Eso y el aura de descarnada sexualidad que exudaba por cada poro, intoxicándolo hasta volverlo loco de deseo. Tan arrebatadoramente segura y poderosa que le habría bastado con dar un simple paso en su dirección para hacerlo caer rendido de rodillas. Pero no lo había hecho. Todo lo contrario. Se alejó de él. Caminó sin dudar hacia el interior del Morar y desapareció. Y aunque las aguas del lago eran bastante claras, no lograba verla por ningún lado. Impaciente, se aproximó a la orilla lo suficiente como para mojarse los dedos de los pies y oteó la serena y tornasolada superficie en busca del más nimio indicio que le pudiera indicar dónde estaba. Pero no logró ver absolutamente nada. «Mierda». Allí estaba, tan caliente como el infierno y más solo que la una; pero ella no se manifestaba. ¿Acaso pretendía matarlo de insatisfacción sexual? Entonces sucedió. Oyó un leve chapoteo en el agua y… ¡Condenada ¡Condenada juguetona! ¡Había cambiado cambi ado de forma! —Ven, chica del de l lago l ago —la instó i nstó con c on el índice—. í ndice—. Sé buena y acércat acé rcate. e. La yegua trotó hacia él, emergiendo poco a poco de entre las aguas como una visión de otro mundo, y, cuando se paró justo enfrente, le propinó un travieso empujón en el brazo con el hocico. —Déjame tocarte, tocar te, Nairna, Nai rna, o no podré podr é comunicarm comuni carmee contigo. conti go. Ella obedeció. Se apoyaron el uno contra el otro, frente con frente, y esperó paciente hasta que percibió cómo bajaba las barreras de defensa de su mente, confiando en él. Y en ese instante la acarició, deslizó sus manos por el blanquecino pelaje, a ambos lados del elegante cuello, y penetró en sus pensamientos hasta hast a que escuchó su dulce voz. —Estás demasiado vestido. ve stido. —Y tú, pequeña, demasiado cuadrúpeda par a mi gusto. —Desnúdate. —Cambia de forma.
Escuchó sus risas. —Tú primero.
Y dicho esto le mordió la camisa y tiró de ella con cuidado un par de veces, instándolo a que la complaciera. —Eres un poco mandona.
—Mira quién qui én fue a hablar.
Accediendo a su petición, retrocedió un paso, extrajo el faldón de la camisa de la cintura del pantalón y la desabotonó sin prisa pero sin pausa, revelando su torso. Ella hizo ademán de querer agarrar la prenda de un mordisco, pero él la evitó y le dedicó una mirada provocadora mientras se desembarazaba de la camisa y la dejaba caer al suelo. —Ni se te ocurra acercar acerca r esos dientes dient es a los pantalones pantal ones —le advirtió advirt ió con gesto severo—. No hemos llegado hasta aquí para tener ahora un absurdo accidente que eche todo por por tierra, tier ra, ¿no crees? Una enérgica enérgica sacudida de crines fue toda la l a respuesta que recibió. —Consideraré —Considera ré eso es o como un «estoy «e stoy de acuerdo». Le guiñó un ojo mientras posaba las manos en la cinturilla del pantalón, atrayendo su atención para la parte final del striptease . Botón, cremallera, abajo y afuera. Cuatro gestos rápidos y estaba tan desnudo como ella lo había estado minutos antes, porque ni siquiera se había tomado la molestia de ponerse ropa interior. Total… Ella se movió a su alrededor. Le rozó la espalda con el hocico, le azotó el trasero tr asero con una atrevida sacudida de su cola y terminó term inó donde había comenzado; delante de él. Sólo que esta vez le ofreció la grupa en una muda invitación. —¿Qué pretendes? prete ndes? No irás irá s a deshacerte deshacer te de mí ahora, ¿verdad? — preguntó medio en broma, medio receloso—. Porque después de ponerme tan cachondo lo mínimo sería darme un pequeño alivio antes de pasar a palabras mayores, como el ahogamiento. Ella ni siquiera parpadeó. Se quedó quieta en el sitio, manteniendo el ofrecimiento hasta que al final él se acercó, agarró las crines con una mano y se encaramó sobre la grupa de un salto, con una fluidez que dejaba claro que había ejecutado ese mismo movimiento miles de veces. —Está bien, bi en, ya estoy es toy aquí. aquí . ¿Y ahora qué? El «ahora qué» fue un brusco giro que los llevó al trote derechitos hacia el interior del lago. —Ah, no —mascull —masc ullóó cuando el agua la cubrió cubri ó más m ás allá all á de los flancos fla ncos —. ¡No irás ir ás a hacer hace r lo l o que yo pi…! Lo hizo. Corcoveó hasta que lo derribó y luego desapareció de nuevo en lo profundo del Morar. Emergió a la superficie casi al instante y nadó hacia la zona en la que
el agua no le llegaba más allá del ombligo. Entonces resopló al mismo tiempo que se apartaba los mechones de pelo mojado de delante de los ojos y pensó que si aquello era algún extraño ritual de apareamiento kelpie no quería ni pensar en qué sería lo siguiente. —Nairna, por favor, deja de jugar. Me tienes ti enes donde querías, quería s, entonces ¿por qué haces esto? —Porque es divertido divert ido —musitó —musi tó ella ell a surgiendo surgi endo cual ensueño a dos metros de él, de nuevo bajo su forma humana—. Porque necesitaba saber que confías en mí a pesar de lo que soy. soy. —El arrebol cubrió sus mejill m ejillas—. as—. Y porque… es abrumador. —¿El qué? —Tú. Yo —se sinceró—. sinc eró—. El deseo. Todo. Se quedaron callados, incendiándose con la mirada, hasta que ambos se movieron a la vez dando un paso en la dirección del otro. Las gotitas de agua resbalaban por la piel de Nairna y la hacían brillar bajo la luz l uz crepuscular. Y mientras las veía lamer su cuerpo en su descenso de regreso al lago, sintió envidia de ellas y quiso ser una, para así recorrerla del mismo modo. —Estás… seguro —lo —l o dijo dij o apenas con c on un hilo hil o de voz, escondiendo es condiendo los l os matices de una pregunta detrás de cada letra. —He venido —señaló —señal ó la evidencia—. evidenci a—. Pero si te acercas acerca s un poquito poquit o más te demostraré la firmeza de mi determinación. Ella rió y avanzó dos pasos más a la vez que un brillo de repentina timidez parecía empañar sus ojos. —¿Sabes? —Ahora fue su momento mom ento de ofrecerl ofrec erlee una salida—. sali da—. Si no quieres no tienes que... —Oh, pero quiero quie ro —lo interrum int errumpió—. pió—. Ni te t e imaginas im aginas cuánto. *** Ni siquiera había terminado de hablar cuando deslizó la mano por la superficie del agua, en dirección a él. El cuerpo le temblaba de deseo y se moría por tocarlo. Necesitaba acariciar la piel que recubría sus músculos, deslizar los dedos por el fino vello negro que espolvoreaba sus pectorales y que descendía en una estrecha línea en dirección a su miembro erecto. ¡Dulce, misericordiosa Diosa! Él era un sueño hecho realidad, uno del
que no querría despertar en lo que le restara de vida y en el que se perdería gustosa mañana, tarde y noche. Ryodan imitó su gesto y alargó la mano hacia ella en un lento deslizamiento sobre el agua, hasta que las yemas de sus respectivos dedos se encontraron a mitad de camino y el roce la hizo sentir como si acabara de ser atravesada atr avesada por un rayo. Con un suspiro, continuaron el movimiento uniendo dedo con dedo, falange a falange, hasta que las palmas se fusionaron en una y la respiración se les atascó en el pecho. Observó su mano, tan pequeña al lado de la de él, y su cabeza se disparó con mil y una preguntas. —No pienses, pienses , pequeña —la instó inst ó mientr mi entras as entrel ent relazaba azaba sus s us dedos a los l os de ella con una expresión hambrienta en la mirada—. Sólo siente. A mí. A ti. Siéntenos, Nairna. Pero sobre todo, siente cómo te adoro. Tiraron el uno del otro hasta que no hubo aire o agua alguna entre ellos, únicamente piel, calor y el aroma especiado de su excitación. Entonces ella elevó sus labios hacia los de él, que descendió hasta que ambos quedaron prendidos boca con boca y aliento con aliento en un beso lánguido y decadente que le hizo hervir la sangre y la despojó de todo, excepto del anhelo carnal de ser poseída por ese hombre. Desprendieron sus manos y las posaron sobre el cuerpo del otro. Mientras Ryodan rodeaba su nuca y su cintura, profundizando el beso con un gruñido animal, ella desplazó las palmas de las manos, abiertas como estrellas de mar, por los hombros para luego reseguir las formas de su masculino torso, sintiendo cada ondulación de los músculos de su abdomen, hasta sumergirlas bajo el agua. Él siseó contra sus labios cuando lo tomó entre las manos, acariciando la dura longitud con sensual abandono, y ella ronroneó al sentirlo deslizar la palma por la redondez de su trasero, tr asero, avanzando y avanzando avanzando hasta que se perdió entre sus piernas, yendo a parar al centro mismo de su feminidad anhelante de atención. La lengua de Ryodan dio un nuevo giro en el interior de su boca a la vez que dibujaba los labios de su sexo con dedos diestros. Su respuesta fue ceñirlo con más fuerza, jadeando contra él e iniciando un lento sube y baja a lo largo del palpitante miembro. —Quiero probart pr obartee —gruñó él en e n su oído oí do con voz ronca después de spués de dar por terminado el beso con un mordisco—. Me muero por conocer tu sabor,
por lamerte entre las piernas hasta que colapses. Atrapó el lóbulo de la oreja entre sus dientes y tiró de él con suavidad. Con un gemido, ella se restregó con hambrienta necesidad contra la mano que Ryodan mantenía enterrada entre sus muslos, instándolo a que la penetrara con los dedos, a que la liberara de ese creciente torbellino de fuego y anhelo que se arremolinaba en su vientre. —Pero también tam bién quiero quier o besar tus pechos —agregó—, introduci int roducirr esos hermosos y suculentos pezones en mi boca y chuparlos hasta que grites por la intensa necesidad de ser penetrada. Por mí, sólo por mí. Un dedo se aventuró dentro de ella a la vez que él trazaba círculos apretados en su clítoris con el pulgar. Con un grito, soltó el pene de Ryodan y se colgó de su cuello, rodeándole la cintura con una pierna y hundiendo el rostro contra el pectoral que tenía la marca de la diosa. —Mueve las l as caderas cader as para mí, pequeña. Busca tu t u placer. place r. Hizo lo que decía y onduló el cuerpo persiguiendo con frenesí esa creciente tensión que se forjaba en el interior de su sexo, al mismo tiempo que ceñía con las paredes de su vagina el dedo que la invadía una y otra vez. —Por favor… favor … Le rogó entre gemidos que no parara de penetrarla o de acariciar de su pulsante clítoris por nada del mundo. Y cuando ya no fue suficiente, le suplicó que introdujera otro dedo más. —Así, preciosa preci osa —la espoleó mientra mi entrass cernía cerní a la boca sobre la suya—. Regálame tu orgasmo, Nairna. Córrete contra mi mano. m ano. Y, apretándose contra él, gritó su liberación a la noche a la vez que se asía al cuerpo masculino con fuerza, hasta casi tatuarle las medias lunas de las uñas en la espalda. Todo esto mientras sentía como las violentas y devastadoras sacudidas amenazaban con consumirla consumirla por completo. —Necesito —Necesit o estar esta r dentro de ti —gruñó él aupándola en sus brazos y llevándola a la orilla—. Ahora. *** Se sentía como un animal sediento s ediento de sexo. Quería tenerla de todas las maneras posibles y lo quería ya. No podía esperar más para zambullirse en su ceñido sexo y cabalgarla hasta el
límite. Tenía que llegar con ella, derramarse en ella… marcarla como suya. La depositó de pie, en la hierba, y la besó con ardor mientras mientr as le hundía las manos en el cabello y restregaba su pene contra el suave vientre femenino. De repente, ella rompió el beso y comenzó a descender por su cuerpo, besándole la mandíbula y la nuez, mordisqueando sus tetillas, lamiendo los abdominales… Bajando y bajando hasta que él salió de golpe de la borrachera de lujuria que le ofuscaba la mente y la frenó justo cuando se cernía sobre su erección, dispuesta a engullirla. —No, pequeña —negó mientra mie ntrass le acariciaba acari ciaba la mandíbula mandí bula con los nudillos—. No ahora. Se arrodilló frente fr ente a ella y le l e dio un suave beso en la punta de la nariz. —Ahora mismo mi smo sólo puedo pensar en una cosa y es introducirm intr oducirmee entre tus piernas y… Sobraban las palabras. La tumbó sobre la hierba y la besó y acarició por todos lados, hasta que ambos estuvieron tan calientes y ansiosos que sus caderas ondularon la una contra la otra, buscándose, rogando en silencioso vaivén por la unión total. —Joder, voy a… Ábrete más, necesito… necesi to… Hazlo, por favor. fav or. Pero ella no abrió más los muslos sino que giró debajo de él, quedando bocabajo, y elevó su trasero respingón hasta posicionarlo a la altura de su duro y ansioso miembro. —¡¿Qué…?! No. —La giró a la posición posic ión anterior—. anter ior—. No la primera prim era vez. La tomó por los muslos y se los separó con cuidado hasta que estuvo maravillosamente acunado por ellos. —Puede que eso sea lo normal norma l entre entr e los tuyos, pero conmigo conmi go no va a ser así. —Se restregó contra la húmeda entrada sin dejar de mirarla a los ojos ni por un instante—. Pienso poseerte en todas las posturas imaginables —le aseguró—. Y sí, esa será una de ellas; pero aquí, ahora, necesito tenerte así. Apoyó los antebrazos a cada lado y le enmarcó el rostro con las palmas mientras introducía la cabeza del pene en el calor de su sexo. —Quiero ver tu cara car a en todo t odo momento, mom ento, pero pe ro sobre sobr e todo cuando c uando sientas sie ntas los primeros temblores del orgasmo. Y quiero que veas la mía, que me veas moverme dentro de ti, correrme dentro de ti. Tan profundamente
dentro… de ti. Y mientras hablaba empujaba con suavidad y lentitud, traspasando el umbral de su resbaladiza vagina con un movimiento continuo y fluido, hasta que llegó a la mitad y entonces se impulsó con fuerza en su interior, llegando hasta el fondo y gritando junto con ella. Era tan jodidamente bueno… Lo mejor. Sin poder hilar un solo pensamiento más, dejó que su cuerpo tomara el control total y se meció contra ella, moviendo las caderas con la presión y el ritmo necesarios para construir el placer progresivamente, a fuego lento. Y mientras lo hacía, la miraba a los ojos. Se ahogaba en ella y en las emociones desatadas que lo azotaban sin piedad al tiempo que la penetraba una y otra vez, cambiando la cadencia de sus embestidas y dejándola suspendida en el borde de un clímax ardiente y salvaje, como el que él sentía fraguándose en sus testículos. Siguió así hasta que, jadeando contra su oído, ella se enroscó a su cuerpo como una boa y lo obligó a moverse más rápido y más duro, quebrando su control. Entonces supo que estaba perdido y, rugiendo su nombre, empezó a mover las caderas con creciente agresividad, imprimiendo un nuevo y castigador ritmo que le derritió el cerebro. —Oh… joder… El orgasmo lo asaltó con una fuerza inusitada. Explotó en sus testículos y le subió por la columna, como si alguien acabara de acercar demasiado una llama a un reguero de pólvora, volándole la cabeza y haciendo que eyaculara eyaculara con violencia entre gruñidos de éxtasis. éxtasi s. Sin parar de moverse, introdujo una mano entre sus cuerpos y acarició a Nairna, enviándola directa al clímax. —Creo… creo que me he muerto muer to —resolló —resol ló al cabo de unos largos lar gos minutos, incapaz de levantar la cabeza del hombro de ella o de salir de su interior. —No lo creo —aseguró mientr mi entras as reía reí a por lo bajito baji to y le acariciaba acari ciaba sensual los costados resbaladizos por el sudor—. Aunque percibo cierta rigidez que… La ondulación de las femeninas caderas le arrancó un quejido a mitad de camino entre el dolor y el placer. Todavía estaba demasiado sensible. —Piedad, mujer muj er insaciabl insac iablee —gimió —gim ió a la vez que la inmovili inmov ilizaba zaba con
su cuerpo—. Por lo que más quieras, chica del lago, dame unos minutos más antes de continuar. Nairna deslizó ambas manos por su espalda y lo acunó entre las piernas, ronroneando de satisfacción. Le esperaba una larga, larga noche.
Capítulo 11 Se desperezó con un bostezo y sonrió para sí mientras miraba el techo del dormitorio dormitori o como una boba. ¡Había sucedido! Y como todavía se sentía como en una nube, tuvo que pellizcarse para comprobar que era real y no un sueño. sueño. Con un gorjeo de dicha, giró hasta colocarse de costado, apoyada a medias en la espalda de Ryodan, que yacía adormilado boca abajo, y se deleitó rozando la línea de la masculina columna con las puntas de los dedos. Un toque ligero como la caricia de una pluma que logró que él se estremeciera y exhalara un bufido. —Estás dormido dormi do —le musit m usitóó muy bajit baj itoo al oído. oí do. —Mmm-hmm —Mmm -hmm.. —¿Total —¿Total y profundament prof undamentee dormido? dorm ido? —Le propinó propi nó un tier t ierno no mordis m ordisco co en la oreja para comprobarlo—. Vaya, parece que sí. Sintiéndose traviesa, decidió que ese era un buen momento para explorar su cuerpo. A fin de cuentas, rara vez se quedaba quietecito el tiempo necesario para que ella pudiera recrearse a placer. Con cuidado de no despertarlo antes de tiempo, viajó en sentido descendente, estudiando cada músculo, cada centímetro de piel, mientras se embriagaba con su aroma y su sabor. Y continuó, hasta que llegó a los muslos entre los cuales entrevió los testículos salpicados por el mismo vello azabache que espolvoreaba sus piernas y que se sentía tan bien cuando le rozaba la enardecida piel. Incorporándose en el colchón, se sentó a horcajadas sobre los atléticos muslos de Ryodan y se solazó en las magnificas vistas de las que se disfrutaba desde esa posición. Dormido boca abajo, completamente desnudo, con el rostro vuelto hacia la ventana y un brazo encima de la almohada y el otro debajo, era toda una visión. Cautelosa, se inclinó un poco hacia delante y le apartó con delicadeza los mechones alborotados que le tapaban el ojo, sonriendo al escuchar los suaves ronquidos que salían de su boca entreabierta. Entonces, como si un duendecillo juguetón la hubiera espoleado, posó las palmas sobre el duro trasero de Ryodan y las deslizó con morosidad hacia arriba, extasiada en la fuerza que emanaba de su cuerpo, hasta que finalmente llegó a la nuca, donde le hundió los dedos en el pelo con una
exhalación gozosa. ¡Ah, bendita sensación! Sentía que la felicidad era una frágil pompa que crecía y crecía en su interior inter ior a cada segundo que pasaba pasaba con él. Retozó con su espeso cabello un rato y luego deshizo el camino, en esta ocasión trazando una línea imaginaria de lunar a lunar. ¡Dioses, qué hombre tan hermoso era! Incluso perdido en la profundidad del sueño seguía despidiendo esa aura de poderosa masculinidad que tanto la excitaba. Se le escapó una risita de pura satisfacción al evocar los detalles de lo que le había hecho durante la noche pasada, de las maneras en que la había conducido a la locura una y otra vez. Después de lo sucedido a orillas del lago, la arrastró a la casa donde, incapaces de llegar más lejos, la tomó contra la pared del pasillo con indómita intensidad, enterrándose en ella tan hondo y con tanto ímpetu que llegó a pensar que la partiría en dos. ¡Y qué orgasmo! Fue incluso mejor que los dos anteriores, tanto que su descontrol le valió a Ryodan unas bonitas marcas de arañazos en la espalda que luego, ya en la cama, mimó una a una. —Fue bueno, ¿eh? Ryodan observa la fina línea del arañazo que asoma por su hombro hombro mientras recupera el aliento tras su nuevo encuentro amoroso. amoroso. —Arrogante presuntuoso —lo reprende reprende a la vez que le cubre la enorme sonrisa de satisfacción con la mano—. Podría haber sido mejor — lo provoca. —Es probable… La verdad es que creo que todavía no te he hecho gritar lo suficiente, pero lo solventaré la próxima vez. —¡Ryo! ¿Quién es ahora ahor a el insaciable? insac iable?
Y lo hizo. La volvió a poseer dos veces más, en ambas ocasiones en el dormitorio, y para cuando terminaron, absolutamente exhaustos, estuvieron de acuerdo en que era una bendición el no tener vecinos cerca porque, según él, los gritos de su último últ imo orgasmo habían sido si do ensordecedores. ensordecedores. Dio por finalizado el recorrido por la masculina espalda en el instante en que llegó a los graciosos hoyuelos que estaban justo encima de aquel delicioso trasero. «Mmmm… Tan sumamente apetitosos…».
Con un ronroneó, se inclinó y les dedicó sendos besos para luego trazar círculos a su alrededor con la punta de la lengua, logrando que a él se le pusiera la carne de gallina. — Admí Admítel teloo —gimió —gim ió adormi ador milado—. lado—. A las hembras hembr as de vuestra vuestr a especie espe cie os encanta matarnos a nosotros, pobres mortales, mort ales, a base de polvos. El tono quejumbroso y agotado de su voz la hizo reír con ganas. —¿Alguna queja, caballero? cabal lero? —indagó al mismo mi smo tiempo tie mpo que le propinaba un ligero pellizco en cada nalga. —No, milady —gruñó dando un respingo—. ¿Y vos? —Sólo tengo t engo algo que qu e decir, decir , pero no es e s una queja. quej a. —¿Ah, sí? —Le dedicó una mirada mi rada de reojo por encima encim a del hombro —. ¿Y qué es? Recostándose sobre él, lo cubrió con todo su cuerpo y lo besó justo debajo de la oreja antes de decírselo. —Quiero más… m ás… Mucho más… m ás… Ryodan emitió un sonido medio estrangulado y echó una mano hacia atrás, propinándole una grácil palmadita en el trasero antes de agarrárselo. —Tengo que trabajar tr abajar —le recordó. r ecordó. —Lo sé. —Aunque no quiero —rezongó. —Eso también tam bién lo l o sé —rió —r ió contra cont ra su cuell c uello. o. Permanecieron así unos minutos, acariciándose en uno al otro sin decir nada más, hasta que él rompió el silencio. —Yo… —Yo… Nunca me pasó esto. —Intentó —Inten tó darse la vuelta vuelt a y ella ell a se incorporó sobre las rodillas para permitírselo—. Es… Es… —Sacudió la cabeza y la atrajo hacia sí, sentándola sobre su bajo vientre e inclinándola hasta que reposó la mejilla contra su pecho—. Te deseo incluso más que ayer o anteayer. —La envolvió con codicia entre sus brazos—. Es como… No lo sé. —Mientras le hablaba acariciaba su melena con aire distraído—. Es como si tenerte me hubiera vuelto adicto a ti. ¿Entiendes lo que quiero decir? Porque ni yo mismo sé muy bien lo que siento, lo que me haces sentir. —Me pasa lo mismo mi smo —musitó —musi tó tras depositar deposit ar un suave beso en su pectoral, sobre la marca de la diosa. —Me muero, muer o, mi m i chica del lago. —Le acunó ac unó el rostro rost ro entre las manos y la miró con desgarrador anhelo—. Lo siento a cada segundo que paso sin estar dentro de ti, sin besarte. —Le acariciaba los labios con los pulgares,
tierno y arrebatador—. Parece como si… No encuentro el modo de decirlo apropiadamente, pero… No se trata sólo de sexo, ¿verdad? Tú también sientes esta… esta cosa que… Quiso cerrar los ojos, pero aquella mirada verde prendida a la suya se lo impedía. No podía huir. —No… no lo sé. Es tan extraño… ext raño… —Bueno, lo averiguarem averi guaremos os —prometi —prome tióó besándola besándol a en la sien—. Y ahora… —¡¿Qué haces?! haces? ! —exclamó —excl amó perplej per plejaa cuando él la tumbó t umbó con un súbito súbit o giro, atrapándola bajo su duro cuerpo. —Prepararme —Prepara rme para desayunar, des ayunar, ¿qué si no? Entonces le separó las piernas y descendió, posicionándose entre ellas, para a continuación devorarla hasta quedar ahíto. *** Trabajó como un loco el resto de la mañana para adelantar las tareas diarias y así poder disfrutar de toda la tarde con Nairna. Debía de haberlo hechizado de alguna manera, porque a cada minuto se descubría con una sonrisa en los labios mientras pensaba en ella, en lo que habían hecho y en lo que pensaba hacerle después. ¡Demonios! Debería de sentirse exhausto tras lo de anoche, como si le hubiera pasado por encima una apisonadora o algo por el estilo, esti lo, pero no era así. Su maldito cuerpo se endurecía sólo con pensar en ella y suplicaba por más. Más Nairna, más sexo con ella, más de esa agitación inclasificable que experimentaba antes, durante y después de cada nuevo asalto. ¿Se trataba de un capricho o era algo más? Una parte de él temía la respuesta, se amedrentaba ante la idea de ponerle etiquetas a lo que tenían, a lo que sentían el uno por el otro. Por eso prefería no darle demasiadas vueltas al tema por el momento, sobre todo cuando pensaba en la temporalidad de su acuerdo. Sin duda eso era lo peor, porque si las emociones que lo habían embargado, que todavía lo embargaban, no se diluían pronto… Entonces la separación sería una puta agonía. Y él no quería eso, porque él no era así. No se obsesionaba con ninguna mujer hasta el punto de volverse loco ante la l a idea de perderla. «Hasta ahora». ¿Por qué se tenía que ir? ¿Qué era eso tan horrible, capaz de demudar
por completo su rostro, rostr o, que no le quería contar? Porque incluso anoche lo había percibido en el instante mismo en que alzó las barreras de su mente para dejarlo pasar. No tardó ni un parpadeo en darse cuenta de que una parte de Nairna seguía acotada por los l os muros de un pequeño bastión inexpugnable en el que salvaguardaba todos sus pequeños, oscuros secretos. «¿Por qué, pequeña?». Ni siquiera había intentado penetrar las defensas. No habría estado bien, no cuando ella había dado un paso al frente en ese sentido, brindándole su confianza y permitiéndole entrar dentro de su mente. No le quedaría más remedio que hallar una vía alternativa, demostrarle de algún modo que se había ganado el privilegio de conocerlo todo acerca de ella. Sólo que el tiempo, ese mamón imparable, corría en su contra. El móvil vibró en el interior del bolsillo del pantalón, reclamando su atención. Por lo visto se había olvidado que anoche lo había silenciado y lo había dejado tal cual. Con un rápido movimiento, lo extrajo, abrió la tapa y leyó el SMS que acababa de recibir. Era de Cam. —¡Será…! Que qué tal le iba con su amiga, le preguntaba el puñetero cotilla. ¿Y a él quién le había dado vela en ese entierro? entierr o? Tecleó la respuesta a una velocidad vertiginosa y se la envió incluso a sabiendas de que aquello alimentaría más su curiosidad, pero no podía arriesgarse a las inesperadas apariciones de su amigo. No mientras Nairna estuviera allí, porque malgastar más del tiempo estrictamente necesario en otra cosa que no fuera ella —y con eso se refería su trabajo— no tenía cabida dentro de sus planes. «¿Me estás expulsando de manera temporal de tu vida? ¡No me lo puedo creer! O_o», fue la réplica que recibió apenas tres minutos después. «El caso es que no sé si sentirme despechado por haber sido relegado a un segundo puesto a causa de Miss camiseta mojada o si, por el contrario, felicitarte porque al fin pareces haber mojado :-P». —¡Será capullo! capull o! —dijo —dij o entre entr e dientes dient es mientr mi entras as volvía a introducir int roducir el móvil en el interior del bolsillo—. Pues no pienso picar. Esta vez tus provocaciones van a caer en saco roto, así que jódete y quédate con las ganas de saber.
*** Al mediodía tenía tal antojo de dulce que Ryodan decidió complacerla elaborando el único postre que aseguraba saber hacer: tarta de chocolate. Y lo hicieron, al menos la parte del bizcocho. Los problemas llegaron cuando Ryodan preparaba la crema de chocolate que usaría para cubrir y rellenar el bizcocho que en ese momento estaba a desprender un olor celestial mientras se horneaba. —Esas manitas mani tas —la reprendió repre ndió al tiempo tie mpo que le asestaba asest aba un suave golpe en los dedos con la cuchara con la que removía la mezcla—. Si te la comes no habrá nada que ponerle al bizcocho. Y no queremos eso, ¿verdad? Se relamió la punta del único dedo que había logrado embadurnar en el dulce contenido del bol. —Golosa. Le sacó la lengua con descaro y, haciendo caso omiso de sus advertencias, repitió la jugada. —¡Quieta! —¡Quiet a! —Protegía —Prote gía el bol bajo el brazo como si salvaguardar salva guardaraa las oyas de la corona escocesa—. ¿Me prometes que pararás si te doy un poco? —Umm… Puede. Ryodan Ryodan enarcó las cejas medio exasperado. —Bueno, vale. vale . —Se cruzó cr uzó de brazos br azos y le dedicó un mohín—. mohí n—. Lo haré. har é. ¿Contento? —Sí. Y ahora sé buena y haz lo que yo te diga o te quedarás con las ganas. La obligó a apoyarse contra la mesa de la cocina y a poner las manos sobre su superficie, allí donde pudiera verlas. Luego, con un movimiento que a ella le pareció rematadamente sexy, hundió el índice en la mezcla del bol y lo meneó en círculos hasta que le pareció que estaba lo suficientemente impregnado del dulce mejunje. —Abre la boquita, boquit a, preciosa, preci osa, y deja esas manitas mani tas quietas quiet as o meteré met eré el dedo en la mía y disfrutaré de esto por ti. Con un suspiro de resignación, abrió los labios y aguantó la respiración hasta que él introdujo el índice en su boca. Entonces, los cerró en torno al dedo y lo lamió y chupo con ruidosa fruición, poniendo cara de
éxtasis cuando el exquisito sabor a chocolate negro impactó im pactó en sus pupilas. —Más —gimi —gi mióó en el mismo mi smo insta i nstante nte en que liberó li beró a Ryodan. —No —fue la tajante taj ante negati ne gativa va que recibi re cibió. ó. —Por favooooor. favooooor . —Eres imposibl imp osiblee —mascull —masc ullóó introduci int roduciendo endo de nuevo el dedo en el bol—. La última, ¿entendido? Ella asintió con impaciencia y cerró los ojos cuando volvió a abrir la boca para recibir la deliciosa golosina. Sólo que esta vez no fue capaz de estarse quieta y, justo cuando él iba a retirar el dedo, le atrapó la mano y continuó chupándoselo chupándoselo a la l a vez que jadeaba de placer. —Nairna, si s i sigues si gues así… así … no… no termina ter minarem remos os la tarta. tar ta. —Sé mi tarta tar ta —susurró —susurr ó contra su boca, dándole un pecaminoso pecami noso beso con sabor a chocolate mientras introducía i ntroducía los dedos en el bol—. ¿Quieres? Se apartó y le dibujó los labios con la mezcla para luego limpiárselos con la lengua, lamiendo gustosa cada milímetro de piel hasta dejarla limpia. Y luego repitió lo mismo pero en el cuello, haciéndelo temblar de excitación con cada húmeda pasada. Ryodan depositó el bol sonoramente en la mesa, la agarró por el trasero y la encaramó sobre la fría superficie. Todo mientras la besaba poseído por una febril lujuria. —Sí, quiero quier o —murmuró —murm uró entre beso y beso antes de apartarse apart arse para quitarse la camiseta y tirarla por encima del hombro—. Seré tu tarta. — Desabrochó el pantalón y lo arrastró junto con los calzoncillos hacia el suelo, desembarazándose de las prendas de una patada—. Cómeme, pequeña. *** Nunca cocinar había sido tan divertido, pensó Ryodan, aunque con Nairna de por medio debería de haber supuesto que podrían terminar haciendo cualquier cosa menos la tarta. No se consideraba un Gordon Ramsay, pero al menos podía presumir de que las recetas que sabía elaborar, que no eran demasiadas, le salían de maravilla. Prueba de ello era que el mejunje que había terminado lamiendo de los pechos de Nairna le había sabido a pura gloria. Aunque tal vez, más que por lo bien que pudiera haber realizado la mezcla se debiera a que la estaba probando sobre ella.
¡Maldición! Casi se había corrido cuando le embadurnó la erección, por no hablar del preciso instante en que ella lo engulló por completo, lamiendo hasta el más nimio resto que pudiera haber quedado pegado a su miembro. Entonces no le quedó más remedio que echar mano de todo su control para no tener que avergonzarse por terminar tan rápido como un adolescente virgen. La tortura había sido criminal, ¡pero qué dulce resultó devolverle la ugada! Ya no digamos penetrar en su caliente y resbaladizo sexo y embestirla hasta el delirio encima la mesa de la cocina, pegajosos de chocolate y sudor. La sobrecarga sensorial había sido tal que colapsó sobre ella, incapaz de moverse ni aunque lo hubieran obligado a golpe de látigo. Salvo que no fue necesario porque Snow decidió que ese era el momento ideal para aparecer en la cocina reclamando reclam ando su pienso. ¡Mierda! Se había olvidado de alimentar al pobre perro.
Capítulo 12 Esa misma noche, tras un ardiente paréntesis en el sofá del salón, en mitad del cual terminó sentada a horcajadas sobre Ryodan, se tumbaron de costado en la cama, cara a cara, y hablaron durante horas. —Creo que sabes más cosas de mí que yo de ti —le recrimi recri minó nó él mientras deslizaba la mano por la curva de su cintura—. Algo nada justo, si se me permite el señalarlo. —Quizá porque tu vida vi da es más m ás intere i nteresante sante que la mía. m ía. —Mentirosa —Menti rosa —le pellizcó pell izcó el trasero tra sero y ella ell a dio un respingo—. respi ngo—. Nada tiene de interesante la mía. Hijo único de unos padres desnaturalizados que han decidido irse de vacaciones a Italia en el peor de los momentos, dejándome abandonado a mi destino —dramatizó—; licenciado en veterinaria a saber muy bien por qué, porque desde siempre me he limitado a mis habilidades divinas, que a fin de cuentas han sido el pan de nuestra familia desde tiempos inmemoriales. —Torció el gesto con aire pensativo —. ¡Ah, sí! Y soltero. solt ero. Que no se nos olvide. olvi de. Ese es un punto muy importante. —Sin duda —afir —a firmó mó ella ell a con c on sorna—. sor na—. Hablas Habl as tan bien de esos es os padres pa dres desnaturalizados que me haces lamentar el no poder conocerlos. —Quédate y lo harás —en su voz parecía parecí a haber cierto cier to tinte ti nte de ruego —. Te adorarían adorar ían nada más conocerte. conocert e. —No sigas por ahí, Ryo. —Está bien bi en —se rindió—. r indió—. Venga, cuéntame cuénta me cosas cos as sobre sobr e ti. ti . —Pregunta. —Pregunta . —¿Y qué pasa con el e l trat t rato? o? —Puedes hacerlo hacerl o —rió—. —ri ó—. Únicamente Únicament e debes tener en cuenta ciertos cier tos límites. —Le dibujaba el labio inferior con el dedo cuando él lo atrapó—. ¡Ay! Cuidado con los dientes. —Se estremeció en el instante en que él lo succionó e hizo hi zo retozar su lengua alrededor—. Venga, Venga, pregunta. Puede que te responda y todo. Ryodan dejó ir el dedo, no sin antes propinarle un mordisquito, y arrimó más el rostro, hasta que quedaron nariz con nariz. Entonces deslizó la mano que todavía mantenía en su cintura hacia atrás y le empujó el trasero con la fuerza suficiente para aproximarla a él y poder así enredar las piernas del uno con las del otro. ot ro. —Esto está mejor mej or —apuntó—. Y ahora, empecemos empec emos por algo facili faci lito to
—hablaba sin dejar de jar de tocarl toc arla, a, creando cre ando un ambient am bientee íntimo ínt imo y acogedor a su alrededor—. ¿Dónde naciste? —En un loch. — Ja Ja, ja . Muy graciosa, chica del lago. Sé más concreta. —Ness. Nací en el lago l ago Ness. —¿Y es cierto cie rto lo l o del archif a rchifamos amosoo y legendario legenda rio monstr m onstruo? uo? Lo miró con perplejidad. ¡Humanos! Debería de haber supuesto que eso sería lo primero que saldría a colación en el preciso momento en que desvelara su lugar de origen. —A Nessie le sienta sient a fatal fat al que hablen de ella ell a en esos términ tér minos os —le aclaró—. Es una chica encantadora, aparte de una íntima amiga, con la que he pasado noches muy divertidas. Así que cuidadito. Ese fue el turno de Ryodan para mirarla con perplejidad. ¿Sangraría si lo pinchara? —Bromeas —dijo con esceptici escept icismo—. smo—. Me estás est ás tomando tom ando el pelo. Ella negó y le dejó algo de tiempo para asimilar con calma lo que le acababa de contar. —A ver si lo he entendido entendi do bien. Tú conoces al mons… —corrigió —corri gió de inmediato sus palabras al ver el modo en que fruncía el ceño—. Digo que conoces a Nessie. Que, por cierto, es un «ella». ¿Hasta ahí todo bien? — Asintió, animándolo a continuar—. Y aseguras que, además, es tu amiga y que ¿os habéis ido de juerga o algo por el estilo? ¿Desde cuándo los seres mitológicos, o como quieras llamarlos, se van de parranda? —Nessie es la mejor mej or compañera compañer a que puedes tener para ir de pubs, amén de ser una ligona incurable. ¡Lo que me pude reír con ella y sus estrafalarios métodos de conquista! —Sonrió con nostalgia. —Que me maten m aten —mascull —m ascullóó Ryodan—. Nessie existe exist e y es una ligona. ligon a. —Y con un gusto muy peculiar peculi ar en cuanto a hombres. hombre s. De hecho, creo que Cam y ella se gustarían. —¡Quita, —¡Quita , quita! quit a! —soltó —sol tó espantado—. es pantado—. La haría harí a salir sal ir huyendo derechit dere chitaa al fondo del lago. Se sacudieron presos de un desenfrenado ataque de risa. Las carcajadas eran tan intensas que tuvo que sujetarse la barriga con ambas manos mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas. —Eres cruel. cr uel. —No, pequeña, pe queña, soy realist real ista. a. —Emitió —Emit ió un sentido senti do suspiro—. suspir o—. Quiero a Cameron, en serio. Es mi mejor amigo y blablablá, pero eso no quita el
reconocer que es un maldito desastre en lo tocante a las mujeres. Ninguna dura el tiempo suficiente. —Pobre… Ryodan encogió un hombro como diciendo «que le vamos a hacer» y continuó con sus preguntas, siempre bordeando los temas prohibidos de refilón, sin entrar en materia. Ella le habló de su familia, de otras criaturas que había conocido, de cómo era la vida de un kelpie… Lo que no le contó fue el horror de la otra cara de la moneda, de lo que eran capaces de hacer los suyos. Pero especialmente corrió un velo de mutismo acerca de todo lo que tuviera que ver con la iniciación, porque sabía que su curiosidad se resistiría a dejar pasar el tema de largo y no había otro modo de hablar al respecto que no fuera con la cruda y desnuda verdad por delante. Algo que estaba fuera de toda discusión. —Háblame de él —le pidió tiempo ti empo después, tras tra s haber hecho una pausa en la conversación durante la cual la había besado hasta hacerle sentir como si su alma estuviera bailando una jiga con su corazón—. El otro día, cuando estábamos con los caballos, me diste a entender que alguien te había hecho mucho daño. La expresión de su rostro demudó por completo. Ian era un tema espinoso, uno que tocaba muchos de los hilos prohibidos. Aunque suponía que, siempre y cuando tuviera cuidado y midiera las palabras con sensatez, no tendría por qué haber peligro. Se sentó apoyando la espalda contra el cabecero de la cama, atrajo las piernas hacia sí y se abrazó a ellas mientras él se apoyaba en un antebrazo y la miraba expectante. —Se llamaba ll amaba Ian. Tuvo que armarse de coraje para continuar. De De repente, decirlo decir lo en voz alta ya no parecía tan sencillo como había creído. —Y digo «se llamaba» ll amaba» porque, aunque sigue con vida, para mí no es más que el cadáver de un recuerdo que jamás debió haber llegado a existir. existi r. Ryodan deslizó la mano por su pantorrilla, infundiéndole ánimo. Su contacto cálido y tierno era un bálsamo que tenía el poder de derretir el hielo que amenazaba con aprisionar su corazón en ese momento. —El clan cl an era un pandemónium pandem ónium.. Un nuevo laird se había alzado con el poder y sofocaba toda posible rebelión en su contra a golpe de derramamientos de sangre. —Tragó saliva con fuerza para intentar
deshacer el incomodo nudo que se le estaba formando en la garganta—. Él y sus subalternos, su guardia pretoriana, destruyeron a toda mi familia, por lo que de la noche a la mañana me descubrí sola y en medio de una guerra sin cuartel, a merced de cualquiera. Así que huí. Salí corriendo de allí a la primera oportunidad que tuve y él… él me m e ayudó. —¿Lo conocías? conocías ? —Sí, más o menos. No se trataba tra taba de un completo compl eto extraño. extr año. Era… Lo estaban formando para ser algo así como uno de los guardaespaldas de la familia. Intentó no llorar al recordar lo que les habían hecho, pero las imágenes de los cuerpos destrozados yaciendo en charcos de sangre estaban grabadas a fuego en su memoria. Siente que alguien la coge del brazo y tira de ella, arrastrándola por el suelo teñido de carmesí. —No puedes quedarte aquí. aquí . —Oh, Ian. ¿Qué les han hecho? ¿Por qué? —Angus no permitirá permitir á que nadie con una sola onza de sangre pura pur a se interponga en su camino. Has tenido suerte, la muerte no te ha tocado. Todavía. —Entonces sácame de aquí antes de que tenga oportunidad de hacerlo.
—Ahora no hago más que preguntarm pregunt armee hasta dónde pudo llegar lle gar su traición. —Crees que pudo tener algo que ver en el asesinato asesi nato de los l os tuyos t uyos —no era una pregunta. Tuvo que inspirar profundo varias veces para aligerar la opresión que sentía en el pecho antes de poder proseguir con el relato relat o de los hechos. —Tal vez. ¡Qué importa im porta ya! Sucedió, Sucedi ó, eso es todo —la —l a voz le temblaba tem blaba de rabia e impotencia—. Masacraron a mi familia, Ian me traicionó — escupió su nombre como si fuera un dardo envenenado—. Me arrastró consigo en un periplo sin fin. Primero de lago en lago y después, cuando estos se volvieron demasiado peligrosos, de ciudad en ciudad. ¿Te imaginas lo que supuso eso? Estar rodeada de acero y cristal, de asfalto y ruido infernal… Y en medio de aquel horrible caos sólo lo tenía a él. —El llanto amenazaba con desbordarla—. Me sentía tan desamparada que
terminó por convertirse en mi mundo e incluso llegué a pensar que me quería. ¡Logró que me lo creyera! —prorrumpió en una amarga carcajada —. Confié en e n él, con c on mi vida y con mi cuerpo. Una lágrima se escapó y Ryodan se la secó con rapidez, acercándola a él mientras mi entras trataba de tranquilizarla. —Shh… La obligó a tumbarse de nuevo a su lado y la rodeó con todo su cuerpo, arrullándola con palabras de consuelo, caricias dulces y tiernos roces de sus labios. —Olvídalo —Olvídal o —susurró —susur ró contra cont ra su s u pelo pel o tras tr as deposit depos itar ar un breve beso be so en la coronilla—. No debería de haberte empujado a recordar. Es culpa mía. —No, no lo es. El pasado habría ha bría seguido ahí de todos modos, hubieras hubier as preguntado o no. A fin de cuentas, no es algo que se pueda dejar atrás con facilidad. —Pero sí es algo en lo que puedes intentar int entar no pensar —sugirió—. —sugir ió—. Y eso es lo que voy a hacer ahora mismo. —¿El qué? —Lograr que te olvides olvi des de todo y de todos, al menos durante durant e lo que queda de noche. Y lo hizo. Alejó los malos recuerdos y creó otros nuevos mientras la amaba y adoraba. Porque así era como la hacía sentir entre sus brazos: amada. *** Hacia las cinco y media de la tarde del día siguiente, Ryodan recibió la llamada de un bastante alterado alt erado Gregor MacLeod. MacLeod. Por lo visto una de sus yeguas se había puesto de parto y el asunto se complicaba por momentos. —¿Habéis contactado cont actado con Jonah? El señor Eriksen era el veterinario que se encargaba de prácticamente todos los animales de la zona y llevaba muy mal que alguien metiera las narices en lo que él consideraba como su territorio. De hecho, no era la primera vez que se enzarzaban en una discusión a causa de lo que Eriksen consideraba «intrusismo profesional». Daba igual cuantas veces le dijera que él también tenía un título, o que incluso llegara a mostrárselo, porque el resultado era siempre el mismo.
—Sí, pero está est á atendiendo atendi endo una urgencia urgenci a en otra granja granj a y no creo que llegue a tiempo. Lo que menos necesitaba era meterse en problemas, pero Gregor sonaba realmente desesperado. —Por favor, favor , Ryodan, no puedo perder per der a esa e sa yegua. —Está bien, iré. Dame un par de minutos mi nutos para arreglar arre glar las cosas por aquí y te prometo que saldré escopeteado hacia tu granja. Pero antes necesito que me prometas algo. —Lo que sea. —Si el e l viejo viej o Jonah Jona h termi te rmina na asomando as omando la nariz, nari z, tendrás t endrás que vértel vér telas as tú tú con él. No quiero más pleitos absurdos con ese hombre. ¡Es peor que un grano de pus en el culo! —Hecho. En cuanto colgó, y aunque sabía que no lo necesitaría porque con su don sería más que suficiente, preparó todo lo imprescindible para esos casos y lo introdujo en el maletero del Land Rover. ¡Todo fuera por guardar las apariencias! Luego entró en la casa con paso acelerado y buscó a Nairna para explicarle la situación. —Voy contigo. No era un ofrecimiento. —¿Segura? Tiene pinta de que la noche será de perros perr os y el asunto puede ir para largo. —No pienso quedarme quedarm e aquí cuando puedo acompañarte acompa ñarte.. Además, quizá te sea útil. Hubo un tiempo en que asistí a varios partos kelpie. —Eso tienes ti enes que explicár expl icármel meloo por el camino. cami no. —Trato. —Le guiñó un ojo. oj o. —Pues ya que estás tan decidida, decidi da, ve a cambiar cambi ar esa blusa y las sandalias por la camiseta y los playeros —la instó dándole una palmadita en el trasero—. ¡Ah! Y coge una de mis sudaderas del armario, por si acaso. Puedo equivocarme, pero estoy casi seguro de que pasaremos frío esta noche. La observó subir las escaleras a velocidad de vértigo. vérti go. —Te —Te espero en el todoterre todot erreno no —gritó —grit ó para que lo oyera desde el dormitorio. Una vez en el exterior, se encontró con Snow que, sentado al lado del mir aba con expresión compungida. compungida. Land Rover, lo miraba
—No me mires mi res así, as í, bola bol a de pelos. pel os. Ya sabes que no puedes venir. Se agachó frente al cachorro y le acarició el lomo con afecto antes de rascarle detrás de las orejas tal y como a él le gustaba. —Te —Te aseguro que estarem esta remos os de regreso regre so antes de que tengas oportunidad de echarnos de menos. Nairna apareció corriendo en ese momento. Llevaba una sudadera verde bajo el brazo y una sonrisa de oreja a oreja iluminándole i luminándole la cara. car a. —Lista. —List a. —Eres rápida. r ápida. Cerró la puerta una vez ella se hubo acomodado en el asiento del acompañante y rodeó el vehículo para dirigirse dirigirs e al suyo. Ya tras el volante, se inclinó sobre su bella copiloto y procedió a ponerle el cinturón de seguridad. —No soy una inútil inút il —se quejó—. quej ó—. Puedo hacerlo hacer lo por mí misma. mis ma. —Lo sé, tan ta n sólo es una excusa. excus a. —¿Para qué? —Para hacer hace r esto. est o. Entonces le sujetó la melena a la altura de la nuca, le tiró de la cabeza hacia atrás con suavidad y asaltó su boca. *** ¡Dioses! Aquel hombre sabía cómo provocar un cortocircuito neuronal con un simple beso. Aunque, Aunque, para ser justos, just os, de simple no tenía nada. La sometió usando con maestría esos labios tan increíblemente suaves que tenía, ejerciendo la presión exacta al tiempo que le tanteaba la entrada de la boca con pequeñas incursiones de su lengua resbaladiza y caliente. Entonces, en el instante en que la tuvo dónde y cómo quería, procedió a lamerla con osadía para luego retirarse dejándola anhelante. Hasta que dejó de lado las sutilezas y empujó, abriéndose paso a quemarropa y enredando lengua con lengua en un baile lascivo que la tuvo húmeda y febril en menos de lo que se tarda tar da en chasquear los dedos. —Bien —murmuró —murm uró satisfecho sati sfecho tras separarse separa rse y comprobar comproba r el desastroso estado en que la había dejado—. Espero que eso te mantenga lo suficientemente caliente hasta que volvamos. —Te odio, hombre hom bre insufr i nsufribl ible. e. Lo apuñaló con sus ojos medianoche, frustrada. Ahora se pasaría las
horas sufriendo en silencio las consecuencias de ese beso e imaginando mil y una maneras perversas de vengarse. —No, mi dulce kelpie kelpi e —le llevó ll evó la contraria contr aria al tiempo ti empo que se abrochaba su cinturón de seguridad y encendía el motor de coche—. Me deseas. Mucho. —Metió la marcha atrás y le lanzó un beso provocador—. Pero yo lo hago todavía más. Recuerda eso. *** Durante el trayecto le preguntó a Nairna acerca de los partos a los que había asistido. Necesitaba relajar el cargado ambiente que había generado con ese impulsivo beso y no había mejor manera de hacerlo que con una charla intrascendente. —Me hace mucha ilusión il usión volver a presenciar presenc iar el nacimient nacim ientoo de un potrillo. —Nunca hubiera podido imaginar im aginar que los tuyos daban a luz bajo su forma animal. —¿Por qué? —No sé —se encogió de hombros—. hombros —. Supongo que como humano veo más normal nuestro modo que el… —se interrumpió—. Creo que estoy diciendo una soberana gilipollez. —Entiendo que te choque, pero per o la cuestión cuesti ón es que se nos prohíbe dar a luz bajo forma humana. Ahora Ahora fue su turno t urno de preguntar por qué. —Costumbres —Costumbr es arcaicas arc aicas imposibl im posibles es de erradi er radicar, car, me m e temo. tem o. Emitió un bufido despectivo. —Querrás decir de cir chorradas. chorra das. Le dedicó una mirada de soslayo que decía a las claras «tampoco te pases». ¿Era sensación suya o Nairna se movía en un mar de contradicciones? Por un lado tenía la sensación de que parecía querer desvincularse de todo lo que implicaba ser un kelpie pero al mismo tiempo, tal y como acababa de pasar en ese preciso instante, se molestaba cuando ponía en entredicho sus arcaicas costumbres. Quizá sólo se tratara del eco del adoctrinamiento, de los remanentes de unos preceptos asimilados a pies juntillas con el discurrir de los años, pero no por ello dejaba de ser menos chocante. A todo esto, hablando de
años, ¿cuántos tenía? Ya estaban entrando en las propiedades de Gregor MacLeod y podía ver las luces de la casa, por lo que se apuró a formularle la l a pregunta. —¿Qué edad tienes? ti enes? —¿Qué? —graznó notoriam notor iamente ente sorprendida—. sorpr endida—. Créeme, no quieres quier es saberlo. —Oh, sí. Ahora inclus i nclusoo más que antes. antes . —Su expresión expres ión le l e había picado aún más la curiosidad—. Desembucha. —Te saldrás saldr ás de la l a carreter carr etera. a. —No lo haré. —¿En años humanos? hum anos? —Él asintió—. asint ió—. Setenta Set enta y siete. siet e. Pisó el freno de golpe y hasta el fondo, tan fuerte que pensó que saltarían los airbags del Land Rover. —¿Qué has dicho? dic ho? En ese momento escuchó a través de la ventanilla parcialmente baja la voz de una mujer que lo llamaba y no tuvo tiempo a reaccionar. Para cuando se quiso dar cuenta, Amy había abierto la puerta de su lado, se había lanzado a sus brazos y, rodeándole rodeándole el cuello, cuell o, musitaba con fervor: —¡Oh, Ryo, te he echado e chado tanto ta nto de menos! m enos! Se quedó petrif petrificado icado y sin saber qué hacer. «Esto no está pasando». Temeroso de lo que se pudiera encontrar, miró a Nairna de soslayo y se asustó por el brillo bri llo que vio en sus ojos. «Jo-der». En momentos así, apestaba ser él.
Capítulo 13 Nairna se ahogaba dentro del vehículo. —Caminaré —Caminar é el resto rest o del camino cami no —le comunicó comuni có a Ryodan con una serena sonrisa que no podía ser más falsa—. Adelántate tú. —Señaló a la chica con la cabeza—. Y llévala contigo, parece que necesitáis poneros al día. —Pero… No le dio oportunidad de decir nada más. Salió al exterior, reprimiendo las ganas de dar un sonoro portazo, y se abrazó a sí misma mientras emprendía el camino hacia la casa. La temperatura había caído de modo ostensible y el aire le erizaba la piel con su roce frío frí o e impersonal. Al parecer él tenía t enía razón cuando aseguró aseguró que aquella sería una noche de perros, sólo que parecía que para ella iba a serlo por razones muy distintas a las meteorológicas. —Vamos, Nairna, Nair na, sube. Ryodan había bajado del todo la ventanilla y conducía con la atención dividida entre ella y el camino, adecuando la velocidad del todoterreno a la de sus pasos. En sus ojos verdes podía ver el desconcierto y la súplica peleándose el uno contra la otra por ocupar el primer prim er lugar. Desvió la mirada de él a la chica, que ahora ocupada el asiento del copiloto, y pensó que quizá era mejor así. Aunque aquello la estuviera matando lentamente. —Prefiero —Prefi ero estirar esti rar un poco las piernas, pierna s, gracias graci as —aseguró con voz seca a la vez que volvía a mirar al frente—. No pierdas el tiempo y ve a atender a esa yegua. Pudo ver por el rabillo del ojo que él estaba disconforme, pero que lo dejaría correr. Al menos por el momento. Los observó alejarse por el camino a toda velocidad y según la distancia crecía entre ella y el vehículo más difícil se le hacia el no dar rienda suelta al monstruo que la reconcomía por dentro. Porque de repente estaba tan celosa que quería llorar, gritar… agarrar a esa mujer de los pelos y sacarla a rastras rast ras del asiento del todoterreno. De la vida de Ryodan. Ryodan. Se abrazó con más fuerza, hundiendo las uñas en la carne con desesperación, y ahogó un sollozo. No tenía ningún derecho. Ninguno. Él no era suyo y el acuerdo que le había hecho aceptar, tras el cual ella misma se había escudado, era claro en
todos los aspectos. Entonces, ¿por qué ahora quería más? ¿Por qué no podía tolerar la mera idea de que todo estaba llegando a su fin? ¿De que él pasaría página en los brazos de otra mujer, tal vez esa misma, en cuanto ella se hubiera ido para siempre? —Proponérselo —Proponérs elo fue f ue un error. err or. Un gran, terribl terr iblee error. err or. Se mordió los labios y secó con furia una lágrima traicionera que acababa de deslizarse por su fría mejilla. ¡Dioses…! Se sentía morir. A la desazón que ya experimentaba desde esa misma mañana, cuando percibió que alguien la observaba mientras jugaba con Snow en el jardín, ahora se le sumaban los celos y el súbito reconocimiento de que sentía algo más que deseo o afecto por Ryodan. Lo amaba. La verdad cayó en su ánimo como un pesado mazo. Aquel no era el mejor momento para enamorarse de nadie. Había cometido una locura al permitir que él se filtrara en su sistema, paulatinamente, pensando que estaba a salvo de sus propios sentimientos, y ahora… Ahora lo amaba. E iba a morir. Las lágrimas comenzaron a brotar incontroladas, mojando sus mejillas mejil las e inundándole la boca con su regusto salado. —Por favor, f avor, Diosa, arranca arra nca esto es to de mí. mí . Haz que no lo ame. No me des un motivo más para que la muerte resulte todavía más dolorosa. Pero el sentimiento quedó ahí, anidado en su pecho, enraizado en su corazón. Se aproximaba a la casa y, con un suspiro, se secó el llanto y recompuso su fachada de serenidad como buenamente fue capaz. A fin de cuentas, Ryodan no debía saber, no podía sospechar. Se dijo que mantendría el trato tal y como se lo había propuesto en su momento y, llegada la hora, recordaría la pasión que habían compartido en el instante en que exhalara su último aliento, llevándose ese amor a la tumba. Pero, sobre todo, apartaría de su ánimo los celos caníbales que la devoraban. Quizá él ya tuviera sustituta para llenar el vacío que ella iba a dejar en su cama, pero se juro que mientras siguiera allí sería ella, y no esa desconocida, la que le haría el amor y lo besaría hasta dejarlo sin aliento. ***
—Por lo que más quieras, quiera s, déjalo déjal o trabaj t rabajar ar en paz —le reprochó reproc hó MacLeod M acLeod a su hermana. Ryodan acarició el abultado vientre de la yegua y le susurró palabras de tranquilidad mientras intentaba ignorar la presencia de Amy prácticamente pegada a su espalda, al igual que lo había hecho antes en el Land Rover. ¿Dónde ¿Dónde se había metido Nairna? ¿Qué estaría pensando? Aquella mirada rota que había visto en sus ojos medianoche tras la irritación inicial se le había clavado en el medio y medio del pecho como una estaca. Le había hecho lo último que hubiera deseado en su vida; daño. Y a pesar de que lo sucedido había estado más allá de su control, sentía la dolorosa presencia del remordimiento hundiendo sus dientes en él. Se irguió con un suspiro suspendido en los labios, enderezó los hombros y dio media vuelta para hablar con Gregor, que se retorcía las manos preso de la preocupación. —Está bien, saldrá saldr á adelante adela nte —le aseguró al tiempo ti empo que se acercaba, acerca ba, evitando a Amy, y le pasaba un brazo por lo hombros—. Ambos lo harán —. Lo zarandeó zarande ó un poco, instándolo inst ándolo a relajar rela jarse—. se—. Tan sólo necesito necesi to que me dejéis trabajar en ella a solas. Tanta tensión alrededor la está afectando. Apremió a Gregor hacia la puerta. Cuanto antes pudiera solucionar lo que iba mal, mejor para todos. —Fuma un piti pi tillo llo por mí, mí , ¿quieres? ¿quier es? Y si ves a Nairna, dile dil e que entre, entr e, por favor. —No sé cómo voy a agradecerte agradece rte esto —musitó —musi tó el hombre hombr e un poco más tranquilo tr anquilo a la vez que le l e estrechaba la mano m ano con vigor—. Lo que que haces por… —Es mi deber, nada na da más. más . Pero si todavía todaví a tienes ti enes esa es a moto… mot o… —Sí, sí. sí . ¿Cuándo la necesi ne cesitas? tas? —¿Mañana por la mañana? m añana? Te la l a devolveré devolve ré pasado pas ado sin demora. demor a. —Como si la quieres qui eres una semana. sem ana. Agarró con fuerza el hombro de Gregor y le musitó un «no es necesario» tras el cual le propinó un amistoso empujón en dirección al exterior. —Amy, sal —la instó i nstó su s u hermano. herm ano. —Espera un minut m inuto, o, Amy, tengo te ngo que hablar habla r contigo. cont igo.
Miró a Gregor con un mudo «¿te importa?» en sus ojos, a lo que él respondió con un encogimiento de hombros. En cuanto quedaron a solas, ella se le acercó, demasiado para su gusto, e intentó rodearle nuevamente el cuello. Pero esta vez lo vio venir y, con cuidado, la sujetó por las muñecas, evitando así que lo abrazara, y la obligó a bajar los brazos. —Durante todo este tiempo ti empo lo he dejado estar esta r pensando que tarde tar de o temprano se te pasaría —hablaba sin aflojar su agarre—, pero veo que no es así. Amy parpadeó con turbación y perdió su sonrisa seductora de un plumazo, cambiándola por una de incomodidad. i ncomodidad. —Fue una noche, nada más que eso. Y de verdad que siento sient o el tener que ser brusco contigo, pero pareces estar empeñada en no dejarme otra salida. —Pero… —Una noche, Amy. Amy. Y ya hace tres tre s años desde entonces e ntonces.. ¿No te parece que ha quedado quedado bastante claro mi nulo interés en ti? ti ? Mierda, ¿estaba haciendo pucheros? ¡Cómo odiaba estas situaciones! —Para colmo colm o estaba esta ba bebido. —Movió la cabeza de un lado a otro, pesaroso—. Ya sé que no es excusa, pero no hubiera sucedido de haber estado sobrio. Y lo sabes. —Ryo, estos dos últim últ imos os años en Aberdeen han marcado m arcado un u n antes y un después. He cambiado. Intentó soltarse, pero él no se lo permitió. No quería que lo tocara. No quería que ninguna otra lo hiciera, salvo sal vo Nairna. Nairna. ¿Dónde estaba? Se volvería loco si no la veía pronto. Necesitaba explicarle todo aquel desatino, necesitaba que lo abrazara y lo besara, que le dijera que lo quería tanto como él a ella. ¡Infiernos! ¿De dónde había salido eso? Él no era de lo que se enamoraban. —No, no has cambiado. cambi ado. Al menos no en lo que me concierne. concier ne. —La miró con lastima—. No significó nada. Mételo en la cabeza de una vez por todas. —Es por ella, el la, ¿verdad? ¿ verdad? Aquello parecía no tener fin. Supo al momento que atacaría a Nairna porque creía que se interponía entre algo que realmente no existía. —¿Qué es? ¿T ¿Tuu novia? —sus palabras palabr as destilaban desti laban rencor—. rencor —. Ah, no,
me olvidaba de que el gran Mackenzie sólo tiene follamigas. —No vayas va yas por ahí, te lo advierto. advier to. —La soltó solt ó antes de que el enfado lo empujara a hacerle daño—. Esa mujer es algo que tú jamás podrás llegar a ser. Es buena, dulce y la… «¿Quiero? ¿Amo?». —Cállate. —Cállat e. —Le tapó la boca con la mano, suplicante, supli cante, impidi im pidiéndole éndole seguir hablando—. Calla, por Dios te lo pido. Me haces daño. —Tú misma mi sma te lo provocas —le aseguró tras tra s retira ret irarla rla para poder hablar—. Tú con tu actitud eres la que me empujas a decirte cosas hirientes. Amy se apartó dando un paso hacia atrás, visiblemente dolida, y él esperó que terminara por darse cuenta de una vez y para siempre que «ellos» nunca fue una posibilidad. —Tienes razón. r azón. Respiró aliviado. Al fin y al cabo, más valía con tres años de retraso que nunca, ¿no? —¿Al menos me dejarás dejar ás decirte decir te adiós como es debido? —preguntó —pregunt ó con voz melosa. Entrecerró los ojos, sospechando por su repentina sumisión. —Depende de la clase clas e de… Ni siquiera pudo terminar la frase porque de repente la tenía encima, rodeándolo como un pulpo y besándole en la boca de tal forma que le hizo daño. La agarró por la cintura e intentó apartarla de buenos modos, obteniendo nulos resultados. Entonces forcejeó con ella, pero se aferraba a él de semejante manera que parecía que no le quedaría más remedio que usar la fuerza bruta para conseguir quitársela de encima. —Vete —Vete —rugió mientra mi entrass la apartaba apart aba con un violento viole nto empujón, empuj ón, toda paciencia ya perdida—. No le diré nada a tu hermano acerca de toda esta mierda, pero vete de una jodida vez y no vuelvas a hablarme hablarm e o a acercarte a mí jamás. ¿Entendido? *** Cruzaba la puerta del edificio que albergaba las cuadras cuando los vio. —No… —Tuvo —Tuvo que taparse tapar se la boca con las manos para ahogar el gemido de horror que pugnaba por salir—. salir —. ¡No!
Se estaban besando. Ella lo rodeaba, aferrada a él en un abrazo apasionado, mientras Ryodan la sujetaba por la cintura con sus grandes manos. Manos que habían recorrido su cuerpo desnudo decenas de veces aquellos días, que la habían acariciado y tocado hasta la saciedad, llevándola al orgasmo. Las mismas que le habían proporcionado cariño y consuelo cuando lo había necesitado. Y ahora… Ahora era esa la que las sentía a su alrededor, la que disfrutaba de su embriagadora masculinidad focalizada en aquel beso, en aquel abrazo. Incapaz de soportarlo por un segundo más, salió de allí con un sollozo atascado en la garganta y corrió. Corrió hasta que tropezó de bruces con Gregor, que apenas apenas un minuto antes le había dado el aviso de Ryodan. —¿Estás bien? —Sí, es sólo que… —Hizo un gesto gest o con la l a mano, m ano, como com o si apartara apart ara las l as palabras. —Iba a dar una pequeña vuelta vuelt a mientra mi entrass Ryodan atiende ati ende a la yegua. —Sonrió avergonzado—. avergonzado— . Por lo visto, vist o, estima esti ma que necesito necesi to serenarme serena rme un poco. ¿Te apetece venir? La invitación no podía haber llegado en mejor momento, bendito fuera. —Sí, por favor. Él extendió la mano, le tomó la suya y se la colocó en el brazo mientras le dedicaba una sonrisa comprensiva. —Te —Te daré un rápido rá pido tour. t our. —Le guiñó un ojo con compli com plicidad—. cidad—. A mí me servirá de distracción y a ti… Bueno, al parecer los dos necesitamos algo de paz ahora mismo. Caminó a su lado, apoyándose en él para no desmoronarse a causa de las oleadas de dolor que le provocaba lo que acababa de presenciar. —Gracias —musitó —musi tó mientra mie ntrass se alejaban alej aban con paso ligero li gero de las cuadras y avanzaban hacia otra de las edificaciones que conformaban la granja—. Eres un buen hombre, Gregor MacLeod. —Y Mackenzie es un bastardo bast ardo afortun af ortunado ado —creyó oírle oí rle decir. decir . *** —Pedí un poco de tiempo tie mpo a solas, solas , pero no tanto tant o —mascull —masc ullóó Ryodan ligeramente enfadado mientras controlaba que el parto siguiera su curso natural.
No le había llevado mucho tiempo arreglar el problema y, por suerte, tanto la yegua como el potrillo parecían no haber sufrido ningún daño en apariencia irreparable que pudiera precisar de sus poderes a posteriori. Así que, si todo proseguía como hasta ese momento, pronto Gregor podría añadir un nuevo y sano potro a sus cuadras. Sacó de nuevo el reloj que había guardado en el bolsillo y le echó un vistazo por sexta vez en el último cuarto de hora. —Esto es increíbl incr eíble. e. Cuarenta y ocho minutos habían transcurrido desde que expulsara a Amy de allí, cuarenta y ocho minutos en los que no había tenido noticia alguna de Gregor o de Nairna. Y aunque podía prescindir del primero, no podía decir lo mismo de la segunda. ¿Por qué de repente relacionaba la palabra «amor» con ella? ¿Por qué le había asqueado tanto el beso de Amy cuando en otras circunstancias únicamente le hubiera resultado indiferente? «Porque las circunstancias han cambiado de verdad. Porque sientes por Nairna más de lo que estás dispuesto a admitir». ¡Demonios! Comenzaba a acojonarse. Se sentía perdido en una maraña de emociones y sentimientos, incapaz de encontrar el hilo adecuado que que lo condujera fuera de aquel intrincado intri ncado laberinto. ¿Era más que deseo? ¿Podría haberse enamorado de ella tan rápido, hasta el punto de que toda su felicidad futura pareciera haberse focalizado en una única mujer? —¡Si soy s oy alérgico alér gico al compromis compr omiso! o! —No deberías, deberías , ella ell a es magníf m agnífica. ica. Giró, medio avergonzado de haber sido pillado hablando consigo mismo mism o en voz alta, y vio a Gregor apoyado en la puerta del box, cruzado de brazos y pies. —No sé de qué me hablas —mascull —masc ullóó mient m ientras ras desviaba desvi aba la l a mira m irada da de nuevo a la yegua. —Tú mismo. mis mo. ¿Todo bien bi en aquí? —Sí. Creo que será rápido. rápi do. —Gracias a Dios —exhaló—. Si quieres quier es ir a hablar con ella, ell a, está sentada afuera. Caminó hasta que quedar a la altura de Gregor y le preguntó por qué no le había enviado a Nairna. —Lo hice, pero salió sali ó casi al instante. inst ante. Visiblem isi blemente ente alterada, alt erada, he de
añadir. Así que decidí llevármela a dar una vuelta por la propiedad para tranquilizarnos un poco mutuamente. Le clavó su mirada gris repleta r epleta de reproche antes de continuar. —Mira, —Mir a, no sé en qué extraña extr aña movida movi da pretende pret ende embarcart embar cartee Amy, pero per o lo que sí sé es que esa chica —señaló con el pulgar hacia la puerta— es estupenda y está hecha mierda por algo que vio aquí dentro. Quiso darse de cabezazos contra la pared porque sólo había ocurrido una cosa que pudiera provocar tal reacción. Y se apostaba el cuello a que ni siquiera se había quedado el tiempo suficiente para ver cómo la rechazaba. —Yo —Yo me ocupo de sacudirte sacudi rte de encima encim a la mierda mi erda de mi hermana herm ana — suspiró con fastidio—. fastidi o—. A fin de cuentas, cuentas, no es la primera pri mera vez que tengo que hacerlo por otro pobre desgraciado y me temo que tampoco será la última. Pero tú tienes que hacerme un favor. —Lo que sea. —Sal ahí fuera, habla con ella. ell a. Y, por lo que más quieras, quiera s, no la cagues. Dándole las gracias, salió de las cuadras dejando a la yegua en compañía de su propietario. A fin de cuentas, Gregor había asistido a partos suficientes como para saber qué hacer sin necesidad de tener un veterinario pegado a su cogote ahora que todo iba bien. bi en. Además, Además, en caso de que algo se pusiera feo de verdad tan sólo tendría que pegar un grito y él acudiría en un abrir y cerrar de ojos para solucionarlo. Nada más poner un pie en el exterior, la vio sentada en un viejo banco de madera que estaba acoplado a la pared, absorta en sus pensamientos. Entonces, inspirando con fuerza, caminó hasta ella, se colocó a su lado con la espalda apoyada en la pared, e intentó hablar como si nada hubiera ocurrido. —¿Ya no quieres quier es ver el parto? par to? —Parece que he perdido perdi do las ganas. —Así, de repente. r epente. —Sí. Ni siquiera lo miraba. Mantenía los ojos fijos en algún punto lejano, callada e inmóvil. Quiso decirle que le chillara, que se lo echara en cara, incluso que le pegara. Cualquier cosa menos eso, pero no fue capaz. —Nairna, yo… El silencio se acomodó entre ellos, el los, amenazando con volverlo loco.
—Además, no me m e necesit nec esitas as —le soltó solt ó ella el la de repente r epente.. Intent In tentaba aba sonar s onar indiferente, pero él percibía el dolor que subyacía bajo las palabras—. Te vales de sobra con tu don —y con un ligero temblor tem blor añadió—: Y la tienes ti enes a ella. —Te —Te quiero a ti, maldit mal ditaa sea —espetó —espet ó cansado de todo aquello—. aquell o—. Te quiero a ti allí, a mi lado, disfrutando conmigo de ese milagro que es la llegada al mundo de una nueva vida. Se colocó frente a ella, que seguía con la mirada clavada en la nada, evitando la suya, y se arrodilló. —Te —Te quiero a ti y a tu mirada mi rada brillant bril lantee de ilusión il usión —susurró —susur ró apremiante—. Te quiero a ti y a tu entusiasmo. Te quiero a ti allí porque sin ti no sería lo mismo. La aprisionó en el banco, apoyando las manos a cada lado de la gastada madera mientras la observaba sin ocultar ya ninguna de las emociones que lo acosaban, que lo sacudían. —Mírame, —Mír ame, pequeña —su voz era un rumor suplicante—. supli cante—. Por lo que más quieras, mírame. Me estás destrozando. ¡Mírame! —Ya —Ya te estoy esto y mirando, mir ando, Ryodan —murmuró —murm uró a la vez que desviaba desvia ba la vista hacia él. —No lo estás está s haciendo. —Se aproximó aproxi mó a ella, ell a, hasta casi tocarle tocar le la nariz con la suya—. Mírame, por favor… f avor… Entonces lo hizo, lo miró de verdad, y al instante sus ojos medianoche se anegaron con lágrimas calientes y saladas, lágrimas que él bebió una a una, con adoración y reverencia. —Ella no es nada, tú lo eres todo. —Sentía —Sentí a la garganta gargant a tan seca que tuvo que tragar saliva para poder continuar—. No la besé, lo hizo ella. Yo no quería, te lo juro. La aparté de mí lo antes que pude. Nairna levantó la mano, como si fuera a acariciarlo, pero luego vaciló durante lo que le pareció una eternidad y terminó por bajarla. Entonces, él la atrapó al vuelo y depositó un dulce beso en la palma. palm a. —¿Me crees? cr ees? —Llámame —Lláma me loca, l oca, pero per o lo hago. —¿Puedo besarte? besart e? —solicit —soli citó, ó, a sabiendas sabie ndas de que moriría mori ría en cierto cier to modo si ella se negaba—. Hay cosas que me siento incapaz de explicar con palabras, pero tal vez mis labios sobre los tuyos sean más elocuentes. —Jamás —Jamá s has tenido t enido que pedirm pe dirmee permiso. perm iso. ¿Por ¿ Por qué ahora? ahor a? —Porque quiero quier o hacerlo hacerl o bien, porque quiero quier o que tú lo quieras quier as como
yo lo quiero. Porque… ¿Puedo? ¿Puedo? Por favor. —Sí. —Gracias —gimió —gim ió contra su boca antes de fusionar f usionar sus labios labi os con los de ella. Y así, sin palabras, le dijo todo lo que desbordaba su corazón, esperando que fuera capaz de entender y aceptar. Esperando que, al menos, sintiera por él la mitad de lo que él sentía por ella.
Capítulo 14 Habían regresado bien entrada la madrugada con una sonrisa en los labios y las manos entrelazadas. Ryodan apenas se había despegado de ella, salvo en el momento del parto, e incluso entonces, mientras se aseguraba de que todo marchaba como era debido, la buscó con la mirada a cada instante. inst ante. El cielo comenzaba a teñirse con las primeras luces del amanecer cuando él la condujo con una ternura indescriptible a un orgasmo estremecedor que hizo que se le empañaran los ojos. Y es que la había amado de tal manera, había tocado su alma de tal modo, que se sentía conmovida. Más tarde, yacían de costado sin poder dormir, acoplados el uno al otro como cucharitas, compartiendo en silenciosa quietud caricias y el sereno retumbar de sus corazones. Y a través de la ventana abierta de par en par veían la plácida superficie del Morar mientras escuchaban el rumor de los pájaros en las copas de los árboles. La fresca brisa matinal que entraba desde el exterior secaba la fina pátina de sudor que cubría sus cuerpos ahítos y les enfriaba la enardecida piel, haciéndola temblar por el cambio de temperatura. —Así está mejor mej or —murmuró —murm uró Ryodan contra contr a su cabello cabell o después de haberlos cubierto con la ropa de cama al mismo tiempo que recorría moroso sus curvas. Con un ronroneo, se pegó más a él, acomodando el trasero en el nido caliente de su entrepierna, entrepi erna, y cerró los ojos con una sonrisa de felicidad. feli cidad. Puede que su tiempo estuviera llegando a su fin, pero sin duda se llevaría consigo los mejores recuerdos. *** —Vamos, dormil dor milona ona —canturreó —cant urreó Ryodan sentado en el borde bor de del colchón. Rió cuando Nairna rezongó en sueños y se dio la vuelta sin hacerle el más mínimo caso. Por lo visto tendría que ser más persuasivo si quería sacarla de la cama antes de la hora de la comida. —Venga, es hora de salir sal ir de debajo de las sábanas, s ábanas, chica chi ca del lago. Destapándola, se inclinó y le dio pequeños mordiscos en la oreja que lo único que lograron de ella fueron ronroneos y algún que otro suspiro.
Entonces, aproximó los labios y, rozándola con su aliento, le susurró al oído que tenía una sorpresa esperándola fuera. —¿Sorpresa? —¿Sorpres a? —Parpadeó adorablement adorabl ementee adormila adorm ilada—. da—. ¿Qué sorpresa? —Si te t e lo dijer di jeraa ya no lo l o sería. serí a. La azuzó con un cachete cariñoso que fue respondido con un quejido, al cual replicó a su vez con un sutil pellizquito que logró hacerla respingar fuera de las sábanas. —Hombre perverso per verso —protest —pr otestóó mientr mi entras as salía sal ía de la l a cama. cam a. Era un hecho: adoraba su culito respingón. r espingón. —Llévate —Llévat e contigo cont igo al baño ese es e conjunto conj unto azul de ropa r opa inter i nterior ior que tanto t anto me gusta —indicó—. A falta de un bañador, tendrá que servir. Tras arrastrarla al cuarto de baño, se despidió de ella con un breve beso y un «hasta ahora» antes de bajar por las escaleras silbando con patente regocijo. No podría negarlo aunque quisiera. No después de lo de anoche. Estaba enamorado, hasta las trancas, y a pesar de que la sensación era nueva y algo desconcertante nunca se había sentido mejor en toda su vida. De hecho, era como si le hubieran suministrado un chute en vena de felicidad. Ahora tendría que encontrar la manera de mantenerla para siempre a su lado, porque Nairna se le había metido de tal modo bajo la piel que ya no se veía capaz de concebir concebir la l a vida sin ella. Su sonrisa se agrandó tanto que pensó que se le partirían las comisuras de la boca. ¡Si es que lo l o tenía embobado! Pasó por la cocina para cerciorarse por sexta vez que todo estaba li sto. Se había levantado una hora antes para preparar una cesta de picnic, aunque lo que había consumido gran parte de su tiempo fue la búsqueda de la manta-mantel que su madre le había endilgado años atrás y que parecía haber escogido el peor momento para jugar al escondite. Tras hacer el recuento de comida y enseres, salió al exterior y aspiró el aroma de las tierras altas al tiempo que apoyaba las manos sobre las caderas y se imaginaba la cara que pondría Nairna en cuanto viera la sorpresa que le tenía preparada. —¿Y ahora vas a desvelar desvel ar al fin el mister mi sterio io mister mis terioso ioso o pretendes pret endes prolongar el suspense hasta lograr que me muerda las uñas de la impaciencia?
Se dio la vuelta y la visión de ese precioso cuerpo cubierto únicamente por su conjunto de ropa interior favorito le hizo tragar duro. Siempre conseguía dejarlo sin respiración, daba igual cuantas veces la viera. —Ven —Ven conmi c onmigo. go. —La cogió de la l a mano m ano y entrel ent relazó azó sus dedos con los l os de ella—. Está en el lago. Atravesaron el jardín a paso apresurado y bajaron por el camino que conducía al Morar. Allí, en la orilla, les esperaba la moto acuática biplaza que le había pedido prestada a Gregor la noche anterior. —¿Qué es eso? —preguntó —pregunt ó intri i ntrigada gada al tiempo tie mpo que la señalaba—. señal aba—. No he visto nada parecido en mi vida. Sonrió satisfecho al confirmar que le iba a proporcionar una primera vez que le encantaría. Acercándose a la moto, tomó el chaleco salvavidas que estaba encima del asiento y la llamó, instándola a que se acercara para que se lo pudiera poner. Cosa Cosa que hizo rápidamente mientras mi entras le explicaba expli caba qué iban a hacer. —¿Me dejarás dejar ás llevarl lle varlaa un ratit rat ito? o? —Sus ojos se ilumin il uminaron aron presos de una súbita excitación. —Umm… Puede —Le guiñó un ojo—. Si eres buena chica, claro. clar o. Y ahora ven, montemos en ella. —Espera —lo frenó—. Tú no tienes t ienes uno de estos —señaló, tocando el chaleco que le acababa de poner. —Gregor, que fue quien nos ha dejado la moto, moto , sólo tenía tení a una. Pero no te preocupes, no voy a hacer cabriolas peligrosas así que no correré peligro alguno. Tú limítate a disfrutar. Empujó la moto lejos de la orilla, hasta que el agua le llegó casi por la cintura, y se montó con rapidez. Luego, le extendió una mano a Nairna y la ayudó a subir, esperando a que se hubiera acomodado tras él para indicarle que debía de pegarse a su espalda y rodearle la cintura con los brazos. —¿Cómoda? — indagó al tiempo tie mpo que se colocaba el sistema sist ema de hombre al agua en la muñeca. —Nerviosa, impacient im paciente. e. ¡Apúrate! ¡Apúrat e! Rió ante su franca exaltación y accionó a fondo el mando del estrangulador antes de pulsar el botón de arranque. Luego, con calma, fue reduciendo el recorrido del primero hasta terminar accionando ligeramente el acelerador.
—¡Ay, —¡Ay, nos movemos! movem os! —chilló —chil ló emocionada emoci onada y asustada, asust ada, agarrándose agarr ándose a él con más fuerza. Al principio procuró ir a una velocidad más bien moderada, permitiendo que Nairna se acostumbrara a las sensaciones y al movimiento de la moto sobre el agua, pero luego, en cuanto notó que ella había perdido todo recelo, le metió met ió un poco de caña al acelerador. —Oh, Ryo. ¡Es sensacional sensac ional!! Su entusiasmo era contagioso y quiso dar unos cuantos giros sólo por el placer de escucharla gritar. Avanzó por la superficie del Morar, mostrándole las casitas y granjas que había más adelante, en Bracorina y Bracara, para luego dar media vuelta y enfilar en dirección contraria hacia Brinacory antes de regresar al punto de partida. —¿Me enseñarás enseñar ás para que pueda pued a llevar l levarla la un rati r atito? to? —le pidió pidi ó cuando cua ndo paró la moto a escasa distancia dis tancia de la orilla—. ori lla—. ¿Puedo, puedo? puedo? Se giró para mirarla a la cara y soltó una carcajada al verla aletear las tupidas pestañas con un aire a medio camino entre la seducción y la inocencia. —No sé yo… —Por favoooooor —suplicó —supli có a la vez que le acariciaba acari ciaba el torso tors o desnudo, poniéndolo poniéndolo un poco más caliente calient e con cada roce. —Está bien bi en —capitul —capi tuló—. ó—. Pero un poco, nada más. má s. Ejecutaron un baile de movimientos y contrapesos para intercambiar los sitios sin desmontar y en seguida se encontró pegado a la espalda de Nairna, con aquel dulce trasero acunado entre los muslos mientras le mostraba cómo se manejaba la moto. —¿Entendido? —¿Entendi do? —Creo que sí. sí . —Ante todo no te pongas nerviosa. nervi osa. —Le acarició acari ció la barbilla barbil la y luego bajó las manos hasta colocarlas en la cintura de ella—. Estoy aquí, contigo. Nada puede puede salir mal. m al. Los primeros metros los avanzaron como a trompicones, así que terminó por poner las manos sobre las de ella e, insuflándole confianza, la guió. Al cabo de unos minutos casi parecía que hubiera estado encima de una moto acuática toda su vida. Poseía una extraña pericia natural que le hizo sentir lo suficientemente seguro como para apartar las manos,
rodearle la cintura y disfrutar del paseo. —¿Qu… qué haces? —jadeo —j adeo ella el la cuando cuan do sintió sint ió sus caricias cari cias por debajo debaj o del chaleco. —Pasarlo —Pasarl o bien —murmuró —mur muró juguetón—. juguet ón—. Mira Mir a al frente frent e y sigue conduciendo. Se volvió más osado y se permitió que los dedos fueran un poco más allá, introduciéndose dentro de las delicadas braguitas para ir en busca de la deliciosa intimidad de Nairna. —Ryo —gimió —gimi ó su nombre nom bre con voz ronca. De repente ya no se movían sobre la superficie del lago, por lo que él hundió más y más la mano dentro de la prenda, perfilando los labios de su sexo y esparciendo la humedad por la carne inflamada de deseo. —No puedo evitarlo evit arlo —gruñó en su oído mientr mi entras as le acariciaba acari ciaba la entrada, dibujando círculos cada vez más pequeños hasta que, finalmente, deslizó dos dedos en su interior—. interi or—. Quiero poseerte a todas horas. Me haces arder, me vuelves loco. l oco. No me dejes nunca, pequeña. pequeña. Le abrió el chaleco con la mano que le quedaba libre y resbaló la palma abierta por el cuello, las clavículas, el valle entre sus pechos… Le deslizó el sujetador hacia abajo y rodó los pezones entre los dedos, haciéndola jadear y saboreando el modo en que se retorcía en sus brazos. —Te —Te quiero quier o ahora. —Se bajó la cinturil cint urilla la del bañador y extrajo extr ajo su pulsante erección—. Quiero estar dentro dentr o de ti. Profundo. Hasta Hasta el fondo. Le apartó la entrepierna de las braguitas a un lado y la hizo auparse del asiento lo suficiente para poder penetrarla. —Agárrate. —Agárrat e. Fue bueno, tan bueno… Puro delirio. Resbaló en su interior hasta que su miembro estuvo completamente envuelto en su calor y la tomó con movimientos lentos y largos, llegando con cada acometida hasta lo más hondo de su sexo y gruñendo al sentir cómo lo ceñía con las resbaladizas y ardientes paredes de su vagina. La tomó embestida tras embestida, acariciando su clítoris con suaves pasadas del pulgar que alternaba con otras rápidas y rabiosas mientras era recompensando con lascivos gemidos y jadeos femeninos que lo encendieron todavía más, poniéndolo imposiblemente duro. —Quiero más, quiero que me lo des todo —bramó —bram ó a la vez que intensificaba las penetraciones. —Ryo… No puedo más.
—Córrete —Córret e conmigo, conmi go, amor. amor . Dame tu t u placer, place r, dámelo dám elo todo. t odo. Entonces se perdió por completo. El clímax fue tan demoledor que sintió que perdía el sentido y se derramaba entero en ella. No con su semen, sino con su alma. Con su amor. —¿Crees que podrás podr ás mantenert mant enertee sobre sobr e el asiento asie nto mientra mi entrass regresa r egresamos mos a la orilla? —preguntó poco minutos después, todavía enterrado en su interior. —Mmm-hmm —Mmm -hmm.. Nairna se apoyó contra su pecho, desmadejada, y ronroneó satisfecha mientras él los llevaba de vuelta a casa. *** El día era como com o un sueño. La sorpresa, aquel maravilloso paseo coronado con ardiente sexo, el picnic bajo la sombra de los robles… Y no se había quedado sólo ahí, porque Ryodan la había amado de nuevo encima de la manta, mientras el sol caía lentamente desde su cenit, para luego vestirla con una de sus camisas y arroparla entre sus brazos. Habían hablado de naderías, intercalando besos y palabras, sintiéndose saciados y alegres. Luego habían reído como críos mientras ugaban con Snow a lanzar la pelota. Pelota que Ryodan, perverso, enviaba siempre muy lejos para, según sus palabras, poder arrullarse sin tener a la bola de pelos retozando a su alrededor. Acariciaba la marca de la diosa con la mano introducida bajo la camiseta que Ryodan Ryodan se había puesto, cuando la acerada voz de Ian penetró penetr ó en su oído, haciendo que que se levantara de golpe de la manta. mant a. Había llegado la hora que tanto temía. —Tenían —Tenían que enviarte enviar te a ti, ti , precisame preci samente nte —escupió —escupi ó al tiempo ti empo que se interponía entre los dos hombres—. hombres—. ¿Te ¿Te has convertido en su maldito heraldo, Ian? —El sarcasmo sarca smo no te sienta sient a —le devolvió devolvi ó la estocada estoc ada verbal, verbal , chasqueando los dedos. Al instante aparecieron a cada lado dos de los guardias de Angus, igual de desnudos y amenazantes que él a pesar de que sus cuerpos todavía chorreaban agua del lago. Casi se había olvidado de su tamaño descomunal, del feroz gris
tormenta de sus ojos inyectados en sangre y de aquellos cabellos tan oscuros como el azabache. —Ryodan —Ryodan —susurró —susurr ó por encima encim a de su hombro hombr o al sentir senti r su presencia presenc ia contra la espalda—. Recuerdas la promesa que me hiciste, hicist e, ¿verdad? —No pienso… —Cúmplela. —Cúmplel a. —Sinti —Si ntióó sus fuertes fuert es brazos rodeándola, rodeándol a, protegi pr otegiéndola—. éndola—. ¡No, suéltame! Y pase lo que pase, no hagas nada. Ian dio un paso hacia el frente, furioso, y la señaló con el índice a la vez que clavaba su mirada mir ada asesina en Ryodan. —Ella. Es. Mía. Mí a. —Tranquil —Tranquilo, o, chico poni —respondió, —respondi ó, manteniéndol mant eniéndolaa contra contr a su pecho, con una provocadora frialdad que hizo que al kelpie se le hincharan las venas del cuello—. No hay por qué alterarse. —¡Quítale —¡Quíta le las l as manos m anos de encima, enci ma, escori es coria! a! Los ánimos se estaban encendiendo de un modo peligroso y ella temió por lo que Ian pudiera ser capaz de hacer. —Tendrás que matarm mat arme, e, kelpie. kel pie. —La palabra pal abra sonó so nó como un insult i nsulto. o. —¡Ryo, no! —Será un placer pl acer —rugió —r ugió Ian I an con una sonris son risaa complacida. compl acida. Y de repente se desató el infierno en la tierra. Ryodan la apartó a un lado con brusquedad, olvidando la promesa que le había hecho, y se abalanzó contra el kelpie, que le sacaba casi una cabeza, al mismo tiempo que este lo hacía contra él. El choque fue brutal y tras el los golpes y gruñidos lo inundaron todo, rompiendo la quietud de la tarde. La sangre saltó cuando Ryodan le asestó un puñetazo en la cara a Ian, hundiendo el puño en la nariz del kelpie. Este se tambaleó por dos segundos antes de lanzarse de nuevo sobre su contrincante con renovada furia, atizándole un derechazo en las costillas que hizo que crujieran sonoramente. —Separadlos —Separadl os —ordenó —or denó a los subalternos subalt ernos de Angus, que se limit lim itaban aban a disfrutar de la lucha cruzados de brazos—. ¡Me queréis a mí, no a él! Tomad lo que habéis venido a buscar y dejad en paz al humano. —Unos cuantos huesos rotos no le harán daño —se carcajeó carcaj eó el más corpulento de los dos con una mueca siniestra que arrugó la cicatriz que le cruzaba el rostro, dándole un aspecto todavía más grotesco. —O un cráneo abiert abi ertoo —añadió el otro. ot ro.
—¡Sois unos perturbados! pertur bados! —gritó —grit ó mient m ientras ras se tragaba tra gaba las l as lágrimas lágri mas de rabia e impotencia al saberse atada de manos. La pelea continuaba en toda su crudeza y ella supo que Ryo estaría en serios aprietos más temprano que tarde si no hacía algo en ese mismo instante. A fin de cuentas, Ian era un asesino con todas las letras y quemaría todas las oportunidades de su enemigo hasta tenerlo agotado. Conocía lo suficiente sus tretas. Entonces, aburrido de sus juegos de carnicero, se tiraría sobre la garganta de Ryodan, desgarrándosela con su monstruosa dentadura de kelpie. Alguien debía de frenar aquella locura y ese alguien sería serí a ella. —¡Parad! El sonido de los puños estrellándose contra la carne continuaba inclemente, al igual que el de los huesos astillándose. Incluso podía escuchar con terrorífica claridad los resuellos de Ryodan, cada vez más agotado. —Ian, para de una vez —chilló —chil ló cuando vio que lo derribaba derri baba y se disponía a desenfundar sus mortíferos dientes—. ¡Para! Me quieres a mí, no a él. Pero la ignoró por completo. Incapaz de soportar aquello un segundo más, emitió un estremecedor alarido a la vez que se abalanzaba sobre la espalda de Ian. Se le subió encima y lo golpeó con todas las fuerzas que logró reunir, hasta que él se revolvió y la tiró al suelo sin ningún miramiento. —Sujetad —Sujet ad al humano —ordenó, limpiándos lim piándosee la comisura comi sura de la boca con el dorso de la mano tras escupir al suelo sangre mezclada mezcl ada con saliva. —¡Tú! —vomitó —vomit ó a la vez que se acercaba acerca ba a ella ell a con la muerte muer te escrita escri ta en sus ojos inyectados en sangre. La expresión que vio en su rostro la aterró hasta la médula. Reaccionó reculando, arrastrándose por el suelo sin dejar de mirarlo ni por un instante, temerosa tem erosa de lo que pudiera hacer a continuación. Ian parecía fuera de sí. —Puta zorra barata barat a —rugió cogiéndola cogiéndol a por el pelo y zarandeándola zarande ándola sin piedad—. Tenías que follártelo. Tenías que revolcarte como la guarra que eres con un inmundo, i nmundo, asqueroso humano. Tiraba de ella hacia arriba, elevaba su brazo más y más, alzándola dolorosamente del césped mientras le arrojaba las palabras a la cara. —No te atrevas atr evas a negarlo. negarl o. Apestas a él, a su semill semi lla. a. —Le propinó
otro tirón sin parar de hablar—. De todas las criaturas posibles, tenías que aceptar en tu coño a un jodido humano, ¿verdad? ¿Es que acaso no podías caer más bajo? La agarró por la garganta con la mano que tenía libre y se la estrujó hasta cortarle la respiración casi por completo. —L… lo… hi… hi … hice. Se le nublaba la vista por la falta de oxigeno y comenzaba a ver puntitos negros danzando delante de sus ojos. —¿Hiciste —¿Hicis te el qué? —Ca… caer… m… m … más… más … ba… baj…o. baj …o. Ian aflojó un poco la mortífera mort ífera presión presi ón y le preguntó cuándo. cuándo. —Con… tigo. La respuesta a sus palabras fue feroz. La soltó de golpe, haciendo que cayera sobre sus rodillas, y le cruzó la cara de un violento manotazo, partiéndole el labio inferior y enviándola de bruces contra el suelo. Aturdida por el dolor y la falta de aire, recibió inmóvil las patadas que le propinaba por todo el cuerpo. No le importaba morir, ese había sido su destino desde el principio. Únicamente le preocupaba lo que pudieran hacerle a Ryodan. Si algo le sucediera por su culpa, no podría soportarlo. Alzó la vista y lo vio sólidamente reducido por los dos kelpies. Se revolvía como un animal salvaje, provocándose más daño, mientras gritaba preso de la impotencia. Sólo que ella no era capaz de entender el qué, porque sólo podía escuchar el tronar de la sangre en sus oídos y el sonido de los golpes estrellándose estrell ándose contra su carne. —Ian. Quieto. Quiet o. ¡Ahora! La lluvia de patadas cesó de repente y sintió como una helada corriente la recorría de un extremo al otro de la espina dorsal al reconocer aquella voz. Había algo peor que morir a manos de su ex amante y era hacerlo en las de Angus. Angus.
Capítulo 15 Ryodan pensaba que aquel bastardo hijo de puta le debía de haber reventado algo, porque sentía que su interior era gelatina de vísceras con tropezones de huesos. ¡Maldito fuera! No parecía haber tenido suficiente con él porque, en ese instante, la había emprendido con Nairna que, hecha un ovillo sobre la hierba y sin emitir quejido de dolor alguno, resistía con estoicismo la miríada de patadas que el kelpie le propinaba. Su insensato coraje le estaba costando caro y, aunque se sentía orgulloso del arrojo que había demostrado, ahora en lo único en que podía pensar era en que si no encontraba pronto un modo de librarse de las dos bestias que lo retenían y la socorría, la terminaría perdiendo. Se revolvió de nuevo como un animal salvaje e incluso llegó a asestarle una patada a uno de sus captores, pero con nulos resultados. A cambio, recibió un golpe en la cabeza que casi lo envió derecho a la inconsciencia. Entonces, sin saber muy bien qué más hacer, increpó a Ian en un intento por provocarlo para que volviera su ira sanguinaria hacia él . Si tenía que morir para salvarla lo haría gustoso. Cualquier cosa antes que seguir presenciando impotente aquella brutal paliza. —Ian. Quieto. Quiet o. ¡Ahora! Un cuarto kelpie entró en escena, desnudo y chorreando agua como los otros tres. Era incluso más inmenso y destilaba un aura oscura e intimidatoria que hizo que la sangre se le l e congelara en las venas de sopetón. Por suerte, Ian paró al instante. Resoplaba furioso por haber sido interrumpido mientras cerraba los puños con tanta fuerza que enseguida su sangre resbaló desde la palma, cayendo sobre el césped gota a gota. Tensó el cuerpo al ver que el recién llegado se acercaba a Nairna y, agachándose a su lado, le apartaba el pelo de la cara antes de pasar los dedos sobre el corte del labio inferior. —¿Se ha negado? —articul —art iculóó las palabras palabr as sin mirar mi rar a nadie en concreto. —No, mi laird —fue la parca replica repli ca de Ian. —Entonces, explícame explí came por qué cojones la golpeabas, golpeabas , porque creo recordar que fui bastante conciso a la hora de dar las directrices. Los dos kelpies que lo sostenían se rieron, provocando que Ian se
pusiera rojo. Quizá por la humillación, quizá por la rabia. O puede que por ambas juntas. —Está claro clar o que si quieres quier es algo bien hecho has de hacerlo hacerl o tú mismo mi smo —rezongó el que llamaban ll amaban laird al tiempo que les dedicaba a sus subalternos una mirada colérica—. ¿Y ese? —Lo señaló curioso al reparar en su presencia—. ¿Qué pinta el humano en todo t odo esto? —Permiso —Permi so para hablar, mi laird —solicitó el kelpie que estaba a su derecha, el que tenía el rostro atravesado por una fea cicatriz—. Parece ser que es el… juguetito sexual de… No terminó la frase, simplemente se limitó a alzar una ceja en dirección a Nairna, que continuaba desmadejada sobre la hierba. El jefe de aquel grupo de sicarios lo miró a él, luego a ella y, finalmente, al todavía furioso Ian. Entonces, emitiendo una horrible carcajada capaz de ponerle a cualquiera los pelos de punta, aplaudió dando lentas palmadas cargadas de mordacidad. —Menudo vodevil, vodevil , Ian. —Se irguió irgui ó cuan largo era y se cruzó de brazos—. Eres un pedazo de mierda incapaz de controlarte, una vergüenza para los tuyos. —Mi… —¡Silencio! —¡Sil encio! —Alzó una mano para acallarl acall arlo—. o—. No quiero quier o oírte, oírt e, ni siquiera quiero saber que sigues aquí. Me das asco. Ian desenfundó otra vez los dientes, o más bien debería de decir que los alargó, y emitió un gruñido amenazador que el otro kelpie ignoró por completo. Aquello Aquello se estaba poniendo feo. Muy feo. *** Nairna sintió que alguien la agarraba por debajo del brazo y la obligaba a ponerse en pie con un seco tirón. tir ón. Sus piernas apenas la sostenían, por lo que tuvo que hacer un esfuerzo supremo para que las rodillas no se doblaran y la llevaran consigo de regreso al suelo. —Espero que al menos la paliza pali za haya servido servi do para aclarart aclar artee las ideas —mascull —masc ullóó Angus mientr mi entras as le apretaba apret aba la mandíbula mandí bula con la otra mano, prácticamente manteniéndola erguida con la fuerza de esta—. No quiero perder más tiempo, así que vayamos al grano. —La miró con dureza—.
¿Iniciación o muerte? —¿De qué está est á hablando, habla ndo, Nairna? Angus le giró el rostro hacia Ryodan y pudo ver que ya no lo retenían los otros dos kelpies, aunque lo mantenían bajo estrecha vigilancia a una distancia prudencial. En algún momento, lo habían obligado a ponerse de rodillas y le habían maniatado con los brazos a la espalda, retorcidos de un modo doloroso. Su cara y su cuerpo eran un lienzo cubierto de golpes, sangre y arañazos. —Vaya, —Vaya, vaya… Tu juguetito juguet ito quiere quier e interveni int ervenirr —rió —ri ó entre entr e dientes dient es Angus a la vez que le aproximaba los asquerosos labios a la mejilla y le daba un lascivo lametón que hizo que Ryodan se revolviera frenético—. ¿Qué me dices, zorrita? ¿Quieres iniciarte con él? Se sacudió angustiada con un «no» atorado en la garganta. Jamás lo haría. —Umm… Sientes Siente s algo por él —murmuró —mur muró casi para sí el kelpie—. kelpi e—. Lo veo en tus ojos. ¡Por eso sólo lo hace más divertido! —Se carcajeó de nuevo—. Venga, Venga, muéstrame cómo lo l o seduces, bonita. Arrástralo a su fin. La soltó y le dio un empujón en dirección direcci ón a Ryodan. Ryodan. Avanzaba con pasos temblorosos, apenas capaz de sostenerse en pie. Su cuerpo dolorido difícilmente le respondía y, débil como se sentía, cuando llegó a donde él estaba cayó de rodillas con el rostro arrasado en lágrimas. —Perdóname —Perdónam e —balbució—. —balbuci ó—. Esto no tendría tendr ía que haber sido así. ¿Por qué rompiste tu t u promesa? ¿Por qué? —Porque te amo, maldita mal dita sea. Te amo tanto tant o que estoy dispuesto dispues to a cualquier cosa con tal de retenerte a mi lado. Se le escapó un sonoro sollozo ante la declaración de Ryodan. ¡Oh, Diosa! Él la amaba. ¡La amaba! —Tambi —También én te t e amo. am o. —Le acari ac arició ció la l a magull m agullada ada meji m ejill lla—. a—. Por eso voy a dar mi vida por la tuya. Tapándole la boca con la mano, silenció su protesta y comenzó a hablar con rapidez. —Seré lo más concisa concis a posible posibl e porque no tenemos tenem os tiempo ti empo —bajó el volumen de la voz hasta el nivel de un susurro—. En mi mundo, al llegar a lo que vosotros podríais considerar la mayoría de edad, se nos insta a pasar por una transición denominada «iniciación». Para ello, tenemos que
seducir y matar a nuestro primer humano, lo que nos convierte en kelpies adultos y, por ende, asesinos. Pero yo me negué, por eso Angus Angus ordenó que me dieran una paliza y me dejaran a mi suerte por unos días. En su obsesión, pensó que cambiaría de parecer, pero se equivocaba. Porque si antes no estaba dispuesta a matar a un humano anónimo, ahora lo estoy menos todavía ya que quiere que te mate a ti t i —ahogó un sollozo. —Mátame —Máta me —musit —m usitóó contra contr a su mano. m ano. —No, jamás. jam ás. Vivirás, ivi rás, ¿me oyes? Te amo con toda mi alma alm a y voy a granjearte una salida sali da para que continúes con vida. —¡No! —No tienes t ienes opción, Ryo. Al menos permite permi te que mi muerte muer te no sea en vano. Vive, sé feliz —casi no podía hablar y las lágrimas le caían como torrentes por el rostro—. Me has dado algo más grande que la vida. Me has regalado tu amor, y por eso te doy las gracias. Pero no me llores, por favor. Tan sólo recuerda que te estaré esperando en la otra vida el tiempo que sea necesario. Y dicho esto lo besó con dulzura antes de proceder a agarrarle el cuello de la camiseta y desgarrar el tejido hasta dejar a la vista la marca de la diosa en su pectoral. —No lo l o mataré, mat aré, ni a él ni a nadie —le dijo dij o a Angus al tiempo ti empo que se ponía en pie de manera precaria y lo enfrentaba con una resuelta mirada—. Tendrás que acabar conmigo, mi laird. Pero no podrás tocar al humano. Entonces, señaló la marca y los kelpies emitieron un murmullo de estupor que la hizo sonreír satisfecha, porque con esa revelación acababa de convertirlo en intocable, salvándole la vida. Ni siquiera Angus cometería la locura de desafiar a una divinidad poniéndole un dedo encima a su descendiente. —¡Bastardo —¡Basta rdo incompet i ncompetente! ente! Angus se dio la vuelta con brusquedad nada más barbotar el insulto y golpeó a Ian hasta derribarlo. Luego, lo miró con desprecio y le lanzó un escupitajo que fue a caer sobre el rostro del kelpie. —¡No vales para nada! ¿Y creías creí as que te la cedería cederí a en cuanto hubiera hubier a obtenido de ella lo que necesito? No, te mentí. Pensaba matarla. Jamás se la regalaría a un mierda como tú. «Ahora «Ahora comprendo muchas m uchas cosas». El rostro de Ian demudó ante aquella confesión y, preso de una ciega furia criminal, se levantó de un salto y se precipitó hacia Angus con la
clara intención de matarlo. Pero este era mucho más rápido y fuerte y no le dio siquiera la oportunidad de tocarlo. Con un pavoroso pavoroso gruñido, se lanzó contra contr a la yugular de su agresor y se la desgajó de un mordisco, haciendo que el cuerpo de Ian cayera inerte sobre la hierba mientras se desangraba hasta morir entre los espantosos sonidos del barboteo de los chorros de sangre espesa que brotaban de su garganta. —Se acabaron las medias medi as tintas. ti ntas. Vosotros osotr os —dijo —dij o a la vez que señalaba a sus guardias—, cogedla. La ajusticiaremos como es costumbre entre los nuestros. —Dando media vuelta, encaró a Ryodan—. Y tú… Tienes suerte, humano. Deberías de haber compartido destino con ese pobre infeliz, pero al final parece que vivirás para contarlo. Y sin más, lo dejó fuera de combate de un certero golpe y la arrastraron hacia el lago. *** Para cuando Ryodan volvió en sí, las únicas evidencias que quedaban de todo lo acontecido eran su camiseta hecha trizas y la sangre que empapaba la hierba. No había rastro del cadáver de Ian, que había desaparecido al igual que los demás. «Nairna». Cerró los ojos con fuerza, pero eso no pudo evitar que las lágrimas comenzaran a brotar una tras otra. La había perdido. Para siempre. Había perdido a la mujer que amaba más que a nada en el mundo, la misma que se había condenado a sí misma y le había regalado a cambio la vida. Una existencia que no quería vivir sin ella. Gritó presa del dolor. Primero aullando su nombre y después llamando a Epona hasta que creyó que le sangraría la garganta y se quedaría sin voz. —Te lo advertí. advert í. Te dije que vendrían v endrían a por ella. el la.
La escuchó dentro de su cabeza con la misma claridad que si la tuviera delante. —¡No la puedes puede s dejar deja r morir m orir!! —Puedo, pero la cuestión cuest ión es, ¿lo permitirás per mitirás tú? t ú?
—Tienes —Tienes que hacer algo —casi le exigió—. exigi ó—. Jamás Jamá s te he pedido nada,
pero hoy te lo ruego. r uego. Sálvala. —Ryodan, ¿eres consciente conscient e de lo que me pides? Algo semejante no uede ser hecho sin dar nada a cambio.
—Toma mi m i vida, vi da, entonces ent onces —ofreció. —ofr eció. —No. Tendrá que ser otra otr a cosa —dijo tajante. t ajante.
—Lo que sea. —¿Seguro?
—¡Sí! —He aquí el trato, Ryodan. Escucha con atención. at ención. Salvaré a tu kelpie la llevaré a un lugar seguro seguro donde será feliz y estará a salvo por el resto de sus días. A cambio, permitirás que busque a tu compañera, la elegida, y te unirás a ella —suspiró antes de continuar—. Recuerdas lo que eso implica, ¿verdad? El vínculo será instantáneo y la amarás a ella y solamente a ella. Para siempre, Ryodan. Y olvidarás a todas las demás. No odrás combatirlo, combatirlo, sucederá lo quieras o no.
Había olvidado por completo la parte en que perdería todo rastro de memoria acerca de las anteriores mujeres que hubieran pasado por su vida. ¡Demonios! Olvidaría a Nairna. El mero hecho de pensarlo le causaba un infinito dolor. —Es un pequeño precio preci o a pagar, ¿no crees?
Tuvo que asentir. Si ella se había sacrificado con su vida, él lo haría salvándola a pesar de que la perdería para siempre, sólo que de un modo distinto. —Hazlo. —¿Seguro?
—Sí, maldi m aldita ta sea se a —rugió—. —rugi ó—. ¡Hazlo! La voz de Epona Epona se silenció sil enció en su cabeza. Volvía a estar sólo. Con un silbido medio desinflado, llamó a Snow. Necesitaría ayuda para liberarse de las ataduras y luego… Luego se arrastraría hasta la casa y llamaría a Cam. A la mierda los secretos. Había llegado la hora de contárselo todo a su mejor amigo. Además, necesitaría su hombro para pasar por tan amargo trago y no martirizarse pensando que pronto Nairna estaría lejos, a salvo, y que él… Él la habría perdido en todos los sentidos senti dos posibles. ***
Cameron entró como una exhalación en el salón con la botella de whisky en la mano. Lo había llamado nada más entrar en la casa y su amigo se había pasado la mitad de la conversación mascullando maldiciones y la otra media asegurándole que estaría allí antes de que le diese tiempo a recitar dos veces el himno him no de Escocia. Bueno, tenía que reconocer que había sido bastante rápido, pero no lo suficiente como para que no le hubiera dado tiempo a recitar, cantar y hasta aullar el himno nacional varias veces. Si hubiera tenido humor para ello, claro. —¡Puta mierda! mi erda! Cam abrió los ojos de tal manera al ver su estado que temió que se le fueran a salir de las órbitas. Sí, sin duda debía de estar est ar muy guapo. —Conduces como una abuela abuel a —le reprochó, r eprochó, tira t irado do en el sofá. —No me jodas, Mackenzie, Mackenzi e, le pisé todo lo que pude. Además, tus crípticos balbuceos sólo consiguieron asustarme como la mierda. ¡No entendía nada de lo que decías! Conduje con ellas de pajarita todo el camino. —Al menos captaste capta ste lo l o de la botella. botel la. Su amigo se acercó, observándolo bien, y emitió un silbido al comprobar su lamentable estado de cerca. Luego, procedió a apartar al cachorro de encima del sofá para poder sentarse a su lado. l ado. —Pareces un cromo. crom o. ¿Desde cuándo te t e dedicas dedica s al boxeo? —¿Podrías —¿Podría s abrir abri r esa botella botel la de una jodida jodi da vez, por favor? —gimió —gim ió a la la vez que intentaba incorporarse con un gruñido de dolor—. Terminé lo que quedaba de la mía cinco minutos antes de que llegaras y necesito otra copa con suma urgencia. A fin de cuentas, no podría contarle todo lo que tenía previsto si antes no se armaba con un poco de coraje líquido. l íquido. Cam miró el vaso y la botella vacía que estaban en el suelo, a los pies del sofá, y arqueó las cejas de tal manera que le pareció que se fundirían con el nacimiento del pelo. Volvió a emitir un largo silbido y le dedicó una mirada inquisitiva. —Entera no, imbécil im bécil.. Estaba por la l a mitad. mi tad. —Aún así. así . —Lo miró m iró confuso—. ¿Qué ha sucedido, sucedi do, Ryo? No entendí nada de lo que balbuceaste por teléfono. Únicamente lograste acojonarme
de mala manera. Inspiró con un poco de fuerza y el simple hecho de hacerlo logró que las costillas le propinaran un latigazo de dolor. —Es una larga la rga histor hi storia. ia. —Tengo —Tengo toda t oda la l a noche —le aseguró asegur ó al tiempo tie mpo que abría abr ía la botella botel la que había traído—. Pero espero que el relato valga la pena, porque tuve que robarle el whisky a Kev y me matará en cuanto se entere. —Le compraré compr aré dos. dos . O una caja caj a entera ent era —balbuci —ba lbucióó alzando alz ando el vaso para par a que le sirviera. Tomó un par de tragos y, con un suspiro de algo parecido al alivio, se fundió contra el sofá. —¿Y bien? —inquiri —i nquirióó Cam antes ant es de probar pr obar su bebida. —Necesitaras —Necesit aras un par de esas antes de empezar, empez ar, hazme caso —le indicó mientras señalaba la copa. Su amigo iba a preguntar por qué, podía verlo en sus ojos, pero en cambio optó por encogerse de hombros y hacerle caso metiéndose por el gaznate las dos copas de un tirón. —Dispara. —¿Cómo llevas ll evas el tema tem a paranormal paranor mal?? —Depende del día. ¿Tú qué crees? crees ? —le —l e espetó es petó sarcásti sarcá stico—. co—. No irás irá s a contarme que te fuiste de birras con el monstruo del lago Ness y que terminasteis envueltos en una pelea callejera, ¿verdad? —No —masculló—, —masc ulló—, pero conozco a alguien algui en que sí lo ha hecho. Irse de birras con Nessie, digo. Y tú también. *** Ryodan Ryodan se despertó a la mañana siguiente siguient e con una resaca infernal. En algún momento de la noche, después de que Cam se bebiera bastante más de media botella a causa de la impresión que le habían causado sus revelaciones, habían logrado subir por las escaleras y terminar en su dormitorio. ¿Cómo? No tenía ni la más repajolera idea y, sinceramente, tampoco quería saberlo. Lo único que quería en ese momento era sacarse de encima el sobaco sudado de su amigo y darse una ducha. Luego bebería un litro de café bien cargado para ver si era capaz de ahogar un poco los efectos de la borrachera.
—Dime que lo he soñado —gimió —gim ió Cam en cuanto lo sintió sint ió moverse mover se en el colchón. —No. —Mierda. —Mier da. Parpadeó con un conato de sonrisa en los labios que terminó siendo una mueca de dolor cuando la claridad incidió en sus ojos y le hizo sentir como si se los hubieran atravesado at ravesado con agujas. —Y que lo digas. di gas. Intentó levantarse un par de veces, pero ambas quedaron en eso, intentos. Entonces, con un gemido de rendición, se dejó caer de nuevo de espaldas sobre el colchón. Sólo que al menos esta vez no tenía la apestosa axila de su amigo encima de la nariz. —Así que te t e vas a casar. casar . Hablaban en susurros, con un brazo cruzado sobre el rostro para evitar la claridad de la mañana. —No me queda de otra. —Ella me gustaba —la voz de Cam sonaba pastosa—. pastos a—. Para ti, digo. No la llegué a conocer como es debido, pero tuve ese pálpito cuando la vi, ¿sabes? Creo que hubierais hubierais sido si do apestosamente felices feli ces de… —Cam. —¿Qué? —Cállate. —Cállat e.
Capítulo 16 Dos días. Habían transcurrido dos malditos, eternos días y daba gracias a su trabajo y a Cam porque habían sido las únicas razones que consiguieron que no se pasara las horas enchufado a una botella para anestesiarse y huir del dolor. Ni siquiera había querido mirarse al espejo cuando se vistió con su kilt media hora antes. Se lo había encontrado el día anterior sobre la cama de la habitación de invitados, porque no se sentía con fuerzas como para intentar dormir en la suya. Demasiados recuerdos, demasiadas emociones. Cada vez que entraba en ese dormitorio era como si le arrancaran otro pedazo de corazón. Las prendas estaban primorosamente extendidas sobre las sábanas y encima de ellas había una escueta nota escrita en unos familiares trazos dorados que lo requería a presentarse a la orilla del Morar a la caída del sol del día siguiente. Y allí estaba, toqueteándose el kilt de manera compulsiva debido a la mezcla de nervios, impaciencia y miedo que lo sacudían hasta el punto de casi volverlo loco. ¡Demonios! Quería que aquello terminara de una vez por todas, pero al mismo tiempo deseaba que el tic-tac del reloj se congelara para poder seguir recordando. Para poder recordarla. A su alrededor todo era sereno y brillante. De los árboles colgaban diminutos puntitos de luz que se mecían levemente a causa de la ligera brisa y algo tintineaba en las ramas más altas, lejos del alcance de su vista. Sonaban como campanillas, campanillas , dulces y melódicas. Fijó sus ojos por un instante en el círculo ritual dentro del cual se oficiaría la ceremonia. Las flores y hierbas entrelazadas con maestría desprendían un suave aroma que en otras circunstancias le habría parecido embriagador y hasta relajante, pero que en ese momento obtenían el efecto contrario, crispándole los nervios. Y algunas velitas titilaban a sus pies, con sus llamas parpadeantes por el efecto del aire oscilando de un lado a otro. Suspirando, entrelazó las manos a la espalda y dejó que sus ojos vagaran por la calmosa superficie del lago en cuyas aguas se reflejaban los últimos rayos de sol que lograban penetrar a través de la espesa masa de nubes grisáceas que cubrían en cielo. Un cielo a juego con su estado de
ánimo. «Pensaré en ti, amor. Lo haré durante cada segundo de la ceremonia hasta que la bendición final te borre de mi memoria. Y en mi corazón, será contigo con quien me esté est é casando. Sólo tú. Ahora y siempre». Continuaba absorto en sus pensamientos cuando una voz cadenciosa le habló al oído por encima de su hombro derecho, haciéndolo respingar por lo inesperado de la interrupción. —¿Nervioso? A su tátara-tátara-etc-abuela le debía de haber hecho mucha gracia su sobresalto, porque reía sin pudor alguno. Todavía tenía la mano sobre su desbocado corazón y los ojos como platos cuando empezó a reprenderla por haberle dado un susto de muerte. —Quieres matarm mat arme, e, admíte adm ítelo. lo. —Siempre —Siem pre tan exagerado, querido queri do —chasqueó la lengua, como quitándole hierro al asunto, y caminó con pasos pausados a su alrededor, hasta que estuvieron cara a cara—. Tienes un aspecto terrible. terribl e. Le agarró el mentón con el índice y el pulgar y le giró el rostro hacia la derecha y la izquierda al tiempo que observaba con detenimiento el estropicio que la falta de descanso debía de haber causado a su rostro. Eso y las marcas de la pelea. —Supongo que apenas has dormido. dorm ido. —Supones bien. bie n. Volvió a chasquear la lengua, esta vez con desaprobación. —Entonces lo mejor mej or será que llevemos lle vemos a cabo la ceremonia cerem onia antes de que te caigas desmayado a los pies de la novia, ¿no crees? Le extendió la corona elaborada con ramitas de hiedra y otras hierbas y lo instó a ponérsela mientras ella bendecía y consagraba el círculo ritual. Se sentía ridículo y juraría que se vería como tal con esos hierbajos encasquetados en la cabeza. Sin ocultar su mal humor, se cruzó de brazos y apretó los labios hasta hast a que se convirtieron en una línea severa. —Por lo l o más sagrado, Ryodan. ¡Pon otra cara! Cualquiera Cualquier a que te t e viera vie ra ahora mismo pensaría que te están llevando al cadalso. —Podría decirse decir se que sí. s í. Epona le clavó una mirada capaz de convertir la lava más ardiente en cubitos de hielo, pero él ni se inmutó. De todos modos, como no quería enfadarla, esbozó una sonrisa falsa que le valió un cariñoso cachete en la mejilla y un murmurado «igualito que tu padre».
Resignado, dejó que lo colocara dentro del círculo como ella quería y esperó, con la mirada perdida en el Morar y las manos cruzadas delante del kilt, a que apareciera la novia. —Respira, —Respira , te estás e stás poniendo azul az ul —le —l e aconsejó aconsej ó Epona entre entr e dientes. dient es. Acababa de tomar una honda inspiración cuando sintió a su futura esposa avanzando a su espalda con unos pasos tan lentos y livianos que apenas sonaban sobre la hierba. No pudo mirarla cuando se colocó a su lado. No se sentía capaz. Además, quería mantener el rostro de Nairna fijo en su mente hasta el final y sabía que no podría hacerlo si miraba a la que estaba predestinada a ser su compañera. Tampoco quería pensar en cómo Epona debía de haberla convencido para participar en toda esa locura. A fin de cuentas, ella no lo había visto amás, o eso suponía. En fin, que lo mirara por donde lo mirara, era una situación apestosa que no hacía sino reafirmar su ya asentada opinión acerca de las bodas amañadas. am añadas. La voz de Epona se le antojaba como un zumbido lejano mientras convocaba a los espíritus de los cuatro puntos cardinales y a sus respectivos elementos a la vez que los hacía girar dentro del círculo. Respondía a cada una de sus preguntas con un «sí, lo haré», pero su voz era mecánica y ausente porque en realidad su cabeza estaba en otro sitio, con otra mujer. Y a pesar de que el dolor que le generaban esos pensamientos era insoportable, los prefería antes que cualquier otra cosa. Antes que nada. Entonces llegó el momento de la unión de manos y ya no pudo abstraerse en su mundo interior por más tiempo. Tendría que encarar a la mujer que se convertiría en pocos minutos en su amada esposa, en la única mujer de su vida. Y tendría que tocarla. Resignado, dio media vuelta y la observó. No podía ver sus facciones o las formas de su cuerpo bajo el velo ceremonial y la holgada túnica que la cubrían casi por completo, pero su tamaño, el tono de la piel, la delicadeza de sus manos… Todo le recordaba a Nairna, lo que sólo conseguía que su corazón llorara lágrimas de sangre. «Debo «Debo de estar perdiendo el norte, porque la veo en todo t odo y en todos». Reunió fuerzas y tomó la exquisita mano derecha con la suya para luego hacer lo propio con la izquierda, quedando así entrelazadas, creando el símbolo del infinito.
El contacto fue electrizante. Una corriente poderosa pasó del uno al otro y todo su ser se sacudió. Su cuerpo y su alma reconocían a su compañera y reaccionaban como era de esperar. Tuvo que cerrar los ojos y ahogar un gemido cuando Epona ató la tela del tartán alrededor de sus manos entrelazadas y los exhortó a hacer sus uramentos. Ni siquiera era capaz de escuchar su propia voz mientras articulaba las palabras, mucho menos la de ella. Tan sólo podía oír el rugido de la sangre que corría rauda por sus s us venas. El final se acercaba, lo sabía, y con él perdería todo recuerdo de la única mujer que había amado con todo lo que tenía. Sólo que después de que Epona los desatara y bendijera ya no sería Narnia la razón de su existencia y el latir de su corazón, sino esta otra. Una desconocida que había nacido para ser su compañera predestinada y a la que estaría estarí a unido de por vida por lazos indelebles. Al igual que le había ocurrido ocurri do a su padre, y al padre de su padre… Así Así hasta el primero de todos t odos ellos. Alzó los parpados y fijó su mirada en el vasto Morar durante unos segundos, antes de deslizarlos sobre su ya casi esposa. A través de sus manos todavía unidas experimentaba una extraña atracción que fluía del uno al otro, como trazando un círculo entre ambos. Una sensación que le era extrañamente familiar. Tanto que resultaba hasta perturbadora. Entonces, cuando Epona desató el tartán y comenzó a recitar la bendición final, él focalizó todos sus sentidos en Nairna una vez más, porque en el preciso instante en que la última palabra fuera dicha su recuerdo se desvanecería para siempre. Su ritmo cardiaco se disparó al escuchar el inicio de la frase final y un sudor frío le corrió por la espalda. —Ryodan, —Ryodan, puedes descubrir descubri r el rostro rost ro de tu esposa y darle darl e vuestro vuestr o primer beso de casados. Parpadeó a la vez que las miraba a ambas, desconcertado. Todavía era capaz de recordar a Nairna, así que algo debía de haber ido rematadamente mal durante la l a ceremonia. A no ser que… La sospecha lo golpeó al igual que si hubiera recibido un puñetazo en el plexo solar. Emitiendo un sonido ansioso, le arrancó la corona y el velo a su ya esposa y sintió que la tierra temblaba bajo sus pies cuando vio un rostro
que conocía mejor que el suyo propio. —Hola, Ryo. ¡Maldición! Se había quedado sin habla. Tenía ante sí a Nairna, más bella que nunca, ¡suya por completo y para siempre! ¿Y qué hacía él? Boquear como un pez fuera del agua, sintiéndose el mayor bobo de toda Escocia. Aunque Aunque un bobo extremadamente feliz. feli z. —Por lo más sagrado, muchacho —exclamó —exclam ó exasperada exasper ada Epona—, ¡di algo! No pudo. Intentó articular las palabras, pero de su boca únicamente brotaban sonidos incoherentes. Aunque la sonrisa que adornaba su rostro en aquel momento debería de ser lo l o bastante elocuente. Nairna reía de manera deliciosa, toda ella resplandeciente de amor y felicidad. Entonces, le tomó con arrebato el rostro entre las manos y, bajando su boca hasta la de ella, la besó con dulzura, ternura y pasión. Y en ese roce de labios y lenguas volcó todo lo que era, toda la desesperación de la que había sido presa los pasados días, así como el inmenso amor que lo desbordaba desde lo más hondo de su ser. —Creo que podría podr ía desmayar de smayarme me ahora a hora mism m ismoo —musitó —mus itó contra contr a su boca con voz ronca cuando rompieron el beso. —Hazlo —dijo —dij o ella ell a con una sonrisa sonri sa a la vez que lo agarraba agarr aba por las solapas de la chaquetilla—. chaquetill a—. Ahora Ahora estoy aquí, te sostendré. Jamás Jam ás volveré a apartarme de tu lado. —Júralo —Júral o —le pidió. pi dió. —Creía que eso había quedado claro clar o durante durant e la ceremonia cerem onia —los interrumpió interrum pió Epona—. En En serio, muchacho, m uchacho, ¿dónde ¿dónde tenías la l a cabeza? —En ti —le confesó a Nairna al tiempo tie mpo que se llevaba ll evaba sus delicadas deli cadas manos a los labios y los l os besaba con fervor—. Pensaba en ti a cada segundo. —Para ser un hombre hom bre que no creía creí a en el e l amor o el compromis compro miso… o… me me sorprendes, Ryodan Mackenzie. Enarcó las cejas sorprendido antes las palabras de su esposa. ¿Quién le había dicho que él…? Desvió la mirada hacia su tátara-tátara-etc-abuela, que sonreía con malicia y sin parecer sentirse ni un poquito culpable por haber jugado con él. Bueno, con ambos. —Lo dicho, eres igualito igual ito que tu padre. —Sus hombros hombr os se sacudían sacudí an presos de la hilaridad—. No habrías reconocido a tu compañera ni aunque
te hubiese mordido en el trasero. —Bueno, lo hizo —admiti —admi tióó él entre entr e toses en un intento int ento por velar las palabras. —¡Ryodan! —Lo hiciste, hici ste, señora Mackenzie. Mackenzi e. —Le guiñó el ojo divertido diver tido al ver como sus mejillas se cubrían de un precioso tono sonrosado—. ¿A qué viene ahora ese sonrojo? Como todavía continuaba aferrada a las solapas de su chaquetilla, únicamente tuvo que dar un tirón para acercarlo más a ella. —Porque estamos esta mos delante delant e de una Diosa —le aclaró, aclar ó, hablando entre dientes—. Así que compórtate. —Al menos m enos ella ell a me m e tiene t iene un poco de respet r espeto, o, no como otros otro s —espetó —es petó la aludida mientras le lanzaba una mirada de reproche. —Está bien… bi en… Abuelita . —¡Serás…! —¡Serás …! *** Nairna no podía parar de reír al verlos enzarzados en lo que parecía otra de sus reyertas habituales. Eran tan feliz que sentía que debería de pellizcarse para cerciorarse de que aquello era real y no un sueño que se disolvería con las primeras luces del amanecer. —Lo que me gustaría gustar ía saber ahora es… ¿Cómo? —solicit —soli citóó Ryodan con patente curiosidad. Entre ambas le relataron lo que había sucedido desde el mismo instante en que se la llevaron aquel día. Cómo Epona había interpelado por ella ante los kelpies, usando sus derechos divinos para efectuar una reclamación sobre su persona en el preciso instante en que iban a llevar a cabo la segunda parte del ceremonial de ejecución. —¿Segunda parte? part e? —Sí, querido —le contestó contes tó Epona—. A un kelpie kel pie sentenciado sente nciado a morir m orir primero se le desposee de su naturaleza, convirtiéndolo en un simple humano. Porque para ellos no hay nada peor o más humillante que eso. Luego, se escoge a un ejecutor de entre las figuras más preeminentes del clan que será el encargado de ahogar al reo hasta la muerte, al igual que hacen con los humanos. Eso si luego no lo devoran, claro, ya que hablamos
de kelpies de agua dulce. Pudo ver que su esposo se sacudía a causa de un escalofrío escalof río de horror y pensó que comprendía muy bien lo que sentía ante el relato de tales atrocidades. Porque había estado cerca, tan cerca… Pero en cambio seguía viva, gracias a la intervención divina, y estaba unida a él para siempre. —¿Y el tipo ese, el laird? Supongo que le darías su merecido a ese cabrón. —Angus no entraba entr aba en el trato, tra to, Ryodan —señaló —señal ó Epona—. Pero para tu paz espiritual te diré que no fue necesario que tomara cartas en el asunto puesto que sus propios guardias se encargaron de ello. La miró de hito en hito, sin comprender. En sus ojos había una muda pregunta a la espera de respuesta. —Si un laird promete algo ha de cumplirlo —le aclaró—. Es ley entre los kelpies que la palabra dada por un jefe de clan es inviolable, así que cuando Angus admitió abiertamente delante de dos de los suyos que había engañado a Ian… Epona le aseguró a Ryodan, al igual que había hecho con ella anteriormente, que nunca más se tendrían que preocupar por los kelpies. Ahora era tan humana como él y gozaba de la protección que se extendía desde sus descendientes a sus respectivas compañeras. —En fin, fi n, mis m is pequeños, estimo esti mo que ha llegado ll egado el momento mom ento de dejaros dej aros a solas para que podáis arrullaros sin mi molesta presencia. Había empezado a desaparecer, y su marido la estaba ciñendo para darle un nuevo beso, cuando Epona se volvió a materializarse de golpe y le dijo a Ryodan que se había olvidado de comentarle que había hablado con sus padres aquella misma mañana para contarles todo. Y que su madre estaba muy, pero que muy enfadada porque hubiera tenido la osadía de planear su boda estando ella ausente. —¡Pero si s i yo no planee pl anee nada! ¡Fue tu t u culpa! —Eso se s e lo tendrás tendr ás que decir tú a ell e llaa —le contestó contes tó entre entr e risas—. ris as—. Yo Yo de ti iría preparando una segunda boda para cuando regresen de Italia —y poniéndose algo seria añadió—: Por cierto, no es que quiera presionarte, pero ahora tienes una fértil esposa de veintiocho años. Ya te imaginas a dónde quiero llegar, ¿verdad? Y dicho esto, se evaporó delante de sus narices con una sonora carcajada. —Estamos —Estam os metidos met idos en un lío. lí o. Y no me refiero refi ero sólo a la insinuación insi nuación
del bebé. —No, tú lo estás e stás.. ¡Yo ni siquier si quieraa conozco a tus padres! padr es! —Se supone que eres mi esposa —protestó—. —prote stó—. Y que como c omo tal has de compartirlo todo conmigo. —Menos las encerronas encerr onas divinas divin as —señaló—. —señal ó—. No creo haber hecho un uramento al respecto. La atrajo hacia él y la besó hasta que logró hacerla olvidarse de todo y de todos. El mundo ya no existía, tan sólo su amado esposo y el placer que la embargaba al estar entre sus brazos. —No sé cómo pude no darme cuenta de que eras tú todo este tiempo. ti empo. De que el deseo y el ansia de posesión que sentí desde el primer segundo eran debidos a que tú eras mi compañera predestinada. predesti nada. Le rodeó la cintura con los brazos, propinándole una cariñosa palmadita sobre el trasero cubierto con el kilt, y apoyó la cabeza en su duro pecho con un un suspiro de dicha y una amplia sonrisa en los labios. —Supongo que porque no te mordí m ordí el trase t rasero ro con la l a suficient sufi cientee fuerza. fuer za. Se rieron hasta que las lágrimas amenazaron con empañarles los ojos. —¿Quieres intentar inte ntarlo lo de nuevo? —sugirió —sugir ió él con un sugestivo sugest ivo movimiento de cejas. —No tendrás tendr ás que proponérmel proponér meloo dos veces —le aseguró asegur ó a la vez que levantaba el ruedo de la túnica y echaba a correr en dirección direcci ón a la casa. —Te —Te amo —musitó —musi tó él entre risas ris as y resuellos resuel los cuando la atrapó atr apó en el pasillo, prácticamente a los pies de la escalera—. Para siempre. —Y yo a ti, ti , mi Sanador. Y yo a ti. t i.
Table of Conte Con tents nts Capítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Capítulo 8 Capítulo 9 Capítulo 10 Capítulo 11 Capítulo 12 Capítulo 13 Capítulo 14 Capítulo 15 Capítulo 16