Agradecimientos
No me sería posible dedicarme a lo que más me gusta sin el apoyo y los ánimos de unos amigos maravillosos. Cada uno de vosotros es un regalo especial en mi vida por el que estoy muy agradecida. A Len Barot, por permitirme ser «escritora»; tienes mi cariño más sincero. Hace que el corazón me salte de alegría. Y a toda la familia de Bold Strokes, que lee, pellizca, masajea y mejora mi producto imperfecto: os doy
las gracias. Para la doctora Shelley Thrasher: muchas gracias por tus consejos (sutiles y no sutiles), tus sugerencias y tu amabilidad. Me has ayudado a ver mi trabajo con nuevos ojos. A todas las lectoras que me apoyan y me animan a escribir: gracias por comprar mi historia, visitar mi página web (www.powellvk.com), enviarme correos electrónicos y venir a las firmas de libros. ¡Hacéis que mi «trabajo» sea mucho más divertido!
A las cuatro mujeres fantásticas con las que compartí unas vacaciones de esas que pasan solo una vez en la vida: Dawn S.
Chaney, Julia HuffJerome, Carole Morse y Carol Place. Gracias por los recuerdos.
CAPÍTULO UNO La pesada lluvia londinense sonaba como si cayeran perdigones contra el casco de aluminio del pequeño jet privado. Zak Chambers se esforzaba por no sobresaltarse cada vez que una ráfaga de viento hacía bambolearse el avión sobre la pista de asfalto. Normalmente los espacios cerrados no la incomodaban, pero los ruidos parecidos a disparos la ponían nerviosa. Pegó la espalda a la pared junto a la portezuela abierta y observó el exterior. Tras comprobar que todo
parecía normal en el amanecer de Heathrow, se agarró de ambos lados de la puerta y se inclinó hacia fuera, con la esperanza de que las afiladas gotas de lluvia que le caían sobre la cara y el pecho le devolvieran cierta sensación de control sobre su pequeña parcela de universo. Zak se pasó los dedos por el espeso cabello corto, para intentar enterrar los sentimientos indeseados que la atormentaban desde hacía días, pero enseguida se riñó por aquel momento de debilidad y devolvió su atención al avión. Su nueva clienta llegaría en menos de media hora y todavía tenía que cargar provisiones y repasar el
plan de vuelo antes de que aquella lujosa habitación de hotel estuviera lista para volar. Subió la última caja de agua embotellada de la plataforma de carga, con cuidado de no aspirar otra bocanada de aire nocturno cargado de los humos del jet. Según el capitán Stewart, aquella misión iba a ser más parecida a unas vacaciones que a un trabajo. Cierta empresaria samaritana quería construir una escuela primaria para los niños de las tribus de la sabana africana y ella tenía que escoltarla hasta allí. Recordaba claramente las palabras de Stewart: «Será coser y cantar, Ebony. Ir y volver,
dinero fácil. Tómate unos días libres y diviértete». Pero aquel no era el tipo de misión para la que la habían entrenado en la Compañía y en el que había destacado durante los últimos doce años. Catorce meses antes se había colado en la vida de una brillante joven que tenía un futuro prometedor, Mark 235. Si la llamaba por su verdadero nombre la convertiría en una persona de carne y hueso, y Zak quedaría capada profesionalmente. Tenía que seducir a 235 y determinar en qué medida había vendido secretos gubernamentales. En el tiempo que estuvieron juntas, 235 fue acusada de espionaje, introducida
en las listas negras del gobierno y tuvo que enfrentarse a cargos penales. Y durante todo ese tiempo, Zak fingió ser una amante devota, que la apoyaba y la comprendía, hasta que descubrió que a Mark 235 le habían tendido una trampa. Entonces, en contra de la política de la Compañía, Zak permaneció en la misión hasta limpiar el nombre de 235 y solo después se marchó. Aun así, el sabor amargo del engaño todavía le ardía en la garganta al recordar el dolor en el rostro de la otra mujer cuando se fue del apartamento anunciando sin más que se había terminado. En su línea de trabajo no siempre
era posible dar explicaciones, pero en aquella ocasión Zak había querido hacerlo de verdad por primera vez. Y también por primera vez habría necesitado cargar las pilas, reparar sus defensas dañadas y recuperar el control de sus maltrechas emociones, pero no había tenido tiempo. No se sentía lista para otro encargo, y menos uno que potencialmente pudiese remover sentimientos pasados. Puede que Stewart notase que cada vez estaba más descontenta con los trabajos que atentaban contra sus valores fundamentales de manera sistemática. A lo mejor lo que intentaba era darle el respiro que
tanto necesitaba. Aun así, ¿por qué aquella misión en África? Sobre todo cuando Stewart sabía el vínculo agridulce que tenía con el continente y su gente. Habían pasado tres años y no tenía ninguna prisa en volver, ni siquiera durante unas horas. En África, demasiadas cosas podían ir mal y a menudo así era. Zak cargó el resto de los bultos de la plataforma, incluido su gastado petate de piel negra. Aquella bolsa de 40x60 contenía todo lo que poseía y le importaba. La llevaba consigo a todas partes: si no estaba en la bolsa, no lo necesitaba. Hacía menos de cuarenta y ocho horas que se había dado un
último baño en el océano Índico, en la costa oeste de Australia, había hecho la bolsa y había dejado el único lugar al que había llamado hogar en su edad adulta. Aunque había sido el emplazamiento de una misión, casi había empezado a sentirse como en casa. Así pues, quizá lo que Zak necesitaba era precisamente un paréntesis. El tiempo podía ser tu amigo o tu enemigo, y por el momento ella quería tiempo para aminorar un poco la marcha y darse margen para recomponerse y decidir lo que quería en realidad. Lo cierto era que nada ni nadie la retenía en Londres, París ni
ningún otro lugar en donde hubiera estado por su carrera, así que África era un sitio tan bueno como cualquier otro para buscar respuestas. Después de todo, allí era donde habían nacido las preguntas. Zak cogió el manifiesto de vuelo y fue comprobando una vez más que lo tenía todo, al tiempo que se preguntaba cómo sería la mujer a la que iba a acompañar. El jefe le había dado muy poca información sobre la clienta y el piloto tampoco soltaba prenda, por mucho que hubiera intentado sobornarlo con una jugosa cantidad. Se había limitado a sonreír y a decirle: «Hay cosas que tienes que
experimentar por ti misma». Después de meter la bolsa debajo del asiento que estaba justo detrás del piloto y más cerca de la salida, Zak se deslizó por la barandilla mojada e hizo una comprobación rápida del exterior del avión. Lo único que deseaba era tener un vuelo de nueve horas tranquilo durante el cual pudiera centrarse y prepararse para la misión. Necesitaba tiempo para enterrar sus sentimientos por Mark 235 y por África en lo más hondo de su mente. Terminó el repaso, se metió bajo la panza del avión y subió los escalones mientras calculaba mentalmente los minutos de soledad de los que
disfrutaría antes de volver a estar de servicio. —Muy pocos —murmuró, justo cuando el chaparrón arreciaba y la calaba hasta los huesos, coincidiendo con la llegada de una limusina blanca a la pista—. Siempre son demasiado pocos. *** —Por amor de Dios, Rikki, déjame cerrar la mampara —farfulló Sara Ambrosini, librándose de las garras de su amante para apretar el botón de la pantalla de separación y dedicando al chófer una sonrisa de disculpa. —A la mierda. Necesito un polvo de
despedida. A la mierda con África... Rikki se arrancó la camisa y se subió la falda en un solo movimiento, señalando a la conductora con la cabeza. —Una de las ventajas de contratar a los amigos es que Lois ya nos ha visto desnudas antes. —Pero no en el asiento trasero de mi limusina de empresa. Rikki se sentó a horcajadas sobre el regazo de su compañera y le cogió la mano. —Tócame, nena. Sara dejó que Rikki la guiara hacia el punto deseado entre sus piernas y no pudo sino preguntarse dónde había
estado el ardor de su amante la noche anterior. La noche que habían pasado juntas tras un vuelo de seis horas desde Nueva York no había sido tan íntima como a Sara le habría gustado. Rikki se había empeñado en pasar la tarde en La Guarida, un local de lesbianas que se había puesto de moda, en lugar de tener una cena romántica de despedida en casa, como Sara esperaba. Y esta, una vez más, se había doblegado a sus deseos. Sara deslizó los dedos al ardiente interior de Rikki y se sorprendió, como siempre, de encontrarla ya tan mojada y caliente. Rikki movía la cabeza adelante y atrás, perdida en sus
caricias, y la larga melena rubia le bailaba sobre los firmes pechos como si fuera una bufanda al viento. Se frotó contra la mano de Sara, se tocó sus pechos y se pellizcó los pezones hasta gritar. Se correría en unos segundos y Sara se preguntó, no por primera vez en los últimos tiempos, para qué la necesitaba Rikki. Era muy capaz de satisfacerse sola o, si las habladurías tenían algún fundamento, de encontrar a alguien que lo hiciera por ella en ausencia de Sara. Sin embargo, Sara había decidido no creer los rumores. Rikki y ella llevaban juntas nueve meses y estaban pensando en formalizar un
compromiso más serio. Parte de ese compromiso conllevaba comprar una casa y, finalmente, ser socias en el negocio, así que la confianza era esencial. Rikki no soportaba estar sola, pero Sara tenía que creer que respetaría la relación que tenían. —Oh, sssí, nena, sí, eso es —Rikki restregó su sexo sobre la mano de Sara una vez más y se desplomó sobre ella —. Eres la mejor. Empezó a vestirse sin darle tiempo a responder. Entonces se detuvo un momento, como si se lo pensara dos veces, antes de alargar la mano hacia los botones de la blusa de Sara con poco entusiasmo.
—¿Y tú qué, nena? —Estoy bien. Además, ya casi hemos llegado al aeropuerto. No hay tiempo. En realidad no estaba bien. Había querido pasar una velada tranquila, las dos solas, despedirse. Lo que necesitaba era sentirse conectada a Rikki, compartir una intimidad de verdad, y no echar un quiqui en el asiento trasero de una limusina. Pero como también quería que la última noche que pasaron juntas fuera memorable para Rikki, había cedido. —Maldita África. ¿Por qué precisamente África de entre todos los sitios perdidos del mundo?
—Ya sabes por qué. Es la última voluntad del testamento de mi madre. Tengo que ir. En aquel momento Sara tenía serias dudas sobre marcharse y rezaba por que su vuelo se retrasara, ya que así al menos tendría más tiempo para convencer a Rikki de que todo saldría bien. Estiró la mano para consolar a Rikki, pero esta evitó la caricia. —Volveré antes de que puedas echarme de menos. —Ya. Rikki trazó un círculo con la mano en el vaho de la ventanilla y contempló el cielo encapotado de Londres haciendo un puchero. Estaba
distanciándose. Para ella, que la dejaran sola fuera el tiempo que fuera era igual a ser abandonada y era motivo suficiente para disculpar cualquier cosa. Así era, al menos, cómo justificaba su mal comportamiento. —Te pedí que vinieras, ¿te acuerdas? —Ya, claro. ¿Y qué iba a hacer yo en medio del desierto sin agua corriente ni aire acondicionado? —Te estás poniendo melodramática. Te enviaré un billete de avión para que vengas a visitarme cuando esté instalada. Ya verás. —Pero en esa parte no has estado. —Rikki se arrimó a Sara y la besó
suavemente en los labios—. Prefiero malo conocido. Tú date prisa en volver. —Lo haré. —Sara abrió la mampara —. Lo, ¿llamas al jet y les dices a qué hora llegaremos, por favor? —Sí, jefa. —Y no me llames jefa. —Cuando estoy trabajando eres la jefa, jefa —sonrió Lois, mientras cogía el móvil. Al cabo de diez minutos llegaron al hangar y esperaron a que la lluvia amainara un poco. Rikki le acarició la mejilla a Sara y le pasó una pierna sobre el muslo. —No quiero que nos peleemos antes de que te vayas. —Frotó la pelvis
contra el firme cuádriceps de Sara—. Joder, eres preciosa, ¿te lo había dicho últimamente? —prosiguió sin aguardar respuesta—. Tienes las curvas más perfectas que he visto nunca. Los pechos del tamaño justo para metérmelos en la boca, y cuando me monto encima de ti es como cabalgar sobre un corcel salvaje. Sara notaba el calor de Rikki concentrándose entre sus piernas a través de la tela de los pantalones del traje. —¿Qué estás haciendo? —Solo te recuerdo lo que dejas atrás... durante meses. Le cogió los pechos a Sara y los
masajeó mientras se frotaba perezosamente contra su pierna. —Y ay, Dios, me encanta cuando llevas el pelo hacia atrás como ahora. Pareces una diablilla pecosa inocente que se muere por que se la follen. En ese momento, Lois golpeó la ventanilla para llamar su atención y el ruido resonó por toda la limusina. Sara empujó a Rikki para que saliera de encima y abrió la ventanilla unos centímetros. Lois estaba fuera con un paraguas y su equipaje. —Lo siento, jefa, pero tienes que irte ya. —Mierda —farfulló Rikki, y se frotó la entrepierna—. Y yo que ya
estaba poniéndome contenta otra vez —le dedicó a Sara una sonrisa traviesa —. Te acompaño hasta el avión. Mientras se acercaban al jet, Sara se fijó en una figura en la escalera. Silueteada en la penumbra del interior del avión, la desconocida parecía un fantasma, indistinguible como si estuviera hecha de niebla. Cuando Rikki y ella subieron al avión, la guía dio un paso a un lado y se transformó en una mujer arrebatadora, de pelo oscuro, empapada por la lluvia. Llevaba la camiseta como si se la hubieran pintado con espray, marcándole los pechos y los pezones turgentes, y le chorreaba agua de los pantalones
militares hasta formar un charco en torno a sus botas recién enceradas. Incluso a la luz parecía una sombra, salvo por el brillo de su piel marfileña y el resplandor de su mirada, que era como si la luz se reflejara en una pieza de metal. Aquellos ojos gris oscuro cautivaron a Sara y al mismo tiempo la sobrecogieron. Parecían capaces de ver a través de embustes y fachadas y desnudar el alma de las personas. El rostro de la mujer parecía tan delicado y bruñido como el de una muñeca de porcelana. Era alta y de musculatura fina, lo cual contrastaba con el look de teniente O’Neil, que le daba un aspecto
más amenazador. Sara no pudo apartar la mirada hasta que Rikki le dio un codazo desde detrás. —Sara Ambrosini —se presentó, y le tendió la mano, pero la mujer ignoró el gesto y la saludó con una inclinación de cabeza. Al pasar por su lado, Sara notó que olía a lluvia fresca y a sal marina. Aspiró sus dos fragancias favoritas y se preguntó cómo lograba mezclarlas y exudarlas de una manera tan sugerente. —Zak Chambers. Bienvenidas a bordo, señoras. La mujer tenía acento estadounidense, aunque había cierto
color en su habla que Sara no acababa de localizar. Tenía una voz profunda y aterciopelada, como el retumbar lento de un tambor de piel, y el tono le arrancó un escalofrío. El chillido agudo de Rikki resonó estridente en la pequeña cabina. —¿Estás de coña? Suena como una pistola alemana defectuosa. ¿Lo pillas? ¿Z-a-k Chambers? Eso sí, burlarse de su nombre no fue impedimento para que Rikki se acercara para inspeccionar la mercancía. Le dio un buen repaso a Zak, deteniéndose en cada músculo y cada curva el tiempo necesario. —Diría que tú no tienes nada
defectuoso. —Rikki, por favor... Sara trató de pararle los pies a su novia ultracelosa, cuyo autocontrol sexual, ya de por sí bastante laxo, parecía haber desaparecido por completo. Rikki miraba a toda mujer atractiva que se le ponía a tiro, incluso con Sara delante, y esta ya se había acostumbrado porque se había convencido a sí misma de que, si Rikki la quisiera engañar, no sería tan obvia. Además, en aquel caso, ¿quién iba a culparla? La verdad es que Zak Chambers era preciosa: alta, esbelta, misteriosa y peligrosa. Era el tipo de mujer con el que una fantaseaba, pero
que temía llegar a conocer. Acostarse con una mujer como aquella solo podía acabar con deshidratación, malnutrición y combustión espontánea. «¿En qué estoy pensando? Rikki está flirteando y yo estoy cachonda.» —Estás empapada, ¿eh? —Rikki se pegó contra el costado de Zak como una lapa, le pasó la mano por el pecho y se detuvo justo bajo la cintura. Entonces, como si quisiera asegurarse de tener toda su atención, se llevó la mano a su entrepierna—. Yo también. Sara observó cómo reaccionaba Zak al descarado coqueteo con una mezcla de interés, vergüenza y placer curioso.
Aquella mujer había evitado estrecharle la mano, pero en cambio permitía una violación de su espacio personal con clara intención de seducción. En lugar de apartarle la mano a Rikki, Zak se limitó a observarla con ojos vacíos de toda emoción. Parecía que incluso su cuerpo se hubiera apagado, porque se le habían dejado de marcar los duros pezones, como si hubieran perdido la sensibilidad. Al notar la falta de efecto en Zak que tenían sus esfuerzos, Rikki dio un paso atrás. —¿Llevas pistola? No he encontrado ninguna, a no ser que esté en algún sitio donde no haya buscado.
—Tenía la impresión de que era una misión de guía, no de protección. ¿He sido informada erróneamente? —No, estás en lo cierto —aclaró Sara. —Quiero decir que, si fuera necesario, podrías protegerla, ¿no? — insistió Rikki. Zak miró a Sara con la misma seguridad con la que contestó. —Sí, podría. Pero no sabía que serían dos. —Ah, no. Rikki no viene. Solo soy yo —apuntó Sara, que se sintió culpable de inmediato al darse cuenta de que la idea le resultaba de lo más atractiva.
—A lo mejor tendría que repensármelo —dijo Rikki, comiéndose a Zak con los ojos una vez más. Sara observó los gestos concisos de la mano que Zak intercambió con el piloto antes de anunciar: —Tendrá que decidirse pronto. Despegamos en cinco minutos. Se echó a un lado y cogió el equipaje de Sara en un solo movimiento. A continuación se dirigió a la parte trasera del avión. Rikki ladeó la cabeza y observó a Zak deslizarse como una modelo profesional por la pasarela. —Jesús. Qué pedazo de hembra. No me importaría viajar con ella donde
fuera. Pero no habla mucho, ¿no te parece? Sara cabeceó. —¿Es que tú solo piensas en el sexo? —Claro que no. También pienso en la falta de sexo, mientras no estés. — Se arrimó a Sara y le dio un largo y profundo beso mientras le apretaba las nalgas y le metía el muslo entre las piernas. A Sara no le cupo duda alguna de que, si se lo permitía, Rikki se la follaría allí mismo. —Para. Rikki emitió un gruñido insatisfecho y se apartó.
—No me gusta despedirte cachonda, sobre todo con una tía que está tan buena como acompañante —musitó, indicando a Zak con la cabeza. —Al contrario de lo que piensa una de nosotras, las lesbianas no nos sentimos atraídas por todas las mujeres. —Ya sabes que yo solo tengo ojos para ti. —Rikki besó a Sara y se encaminó hacia la puerta—. Te llamaré, nena, siempre que pueda. Te quiero. —Espero que sea verdad. Mientras la veía bajar las escaleras, Sara se sintió tremendamente culpable. Antes de volver, sabría si
Rikki y ella tenían algún futuro, porque el detective privado que había contratado la ayudaría a resolver la cuestión. Sus amigos insistían en que Rikki le había sido infiel desde el principio, pero Sara quería creer que se equivocaban.
CAPÍTULO DOS Sara Ambrosini seguía diciéndole adiós con la mano a su novia florero cuando Zak cerró la escotilla y aseguró el cierre. Había bastado un vistazo a la melena rubia, la minifalda, las uñas de cinco centímetros y los pendientes de aro para saber todo lo que había que saber. Si a aquello le añadías el intento de seducción de tan mal gusto delante de su novia, estaba más claro que el agua: era un putón. ¿Cómo lograban aquel tipo de mujeres tener parejas aparentemente inteligentes? Y aquella
se había llevado la palma, porque se acostaba con una ricachona. Fuera como fuera, la vida sentimental de su nueva clienta no era asunto suyo. —Siéntese, por favor, señora Ambrosini —Zak indicó la parte trasera del avión—. He llevado sus cosas allí para que esté más tranquila. —Preferiría sentarme aquí —dijo Sara, y señaló el asiento que había al lado de la bolsa de Zak—. Normalmente es mi asiento. —Por supuesto, el avión es suyo. Zak fue a coger su bolsa justo cuando Sara se movía para detenerla. Instintivamente, Zak la esquivó. Era la segunda vez que aquella mujer
intentaba tocarla y la segunda que evitaba el contacto. Había sido muy maleducado negarse a darle la mano al conocerse, y lo de retroceder aquella segunda vez era grosero y rayano en la paranoia. Tenía que salir del estado de ánimo en el que se encontraba y centrarse en el trabajo. Era un encargo como cualquier otro, y su clienta merecía que fuera profesional. Sara le dedicó una mirada de escepticismo. —Si no le importa, creo que tenemos que hablar del viaje. Y será difícil si nos sentamos una aquí y la otra al fondo del avión. Era una petición inocente, pero
aquella mujer tenía algo que hacía que a Zak se le dispararan todas las alarmas. Puede que fuera el resplandor ambarino de su cabello al reflejar la luz tenue de la cabina lo que la hacía tan atractiva. O la larga trenza que le caía hasta media espalda como si fuera una serpiente a la espera lo que la hacía tan seductora. Posiblemente, el traje italiano a medida color verde esmeralda que se ajustaba tan bien a sus curvas tenía algo que ver en lo que la hacía tan cautivadora. O la calidez de sus ojos marrón oscuro, como chocolate caliente sobre una bola de helado; o su voz, que la arrullaba como si fuera la suave y tranquilizadora
marea del océano. Cortó aquella línea de pensamiento allí mismo. Muy bien, era una mujer preciosa, pero había estado con muchas mujeres atractivas y había sido capaz de comportarse como la profesional que era. Rikki era la prueba más reciente. Sin embargo, su incomodidad con Sara era mucho más simple y, si pensaba con la cabeza en lugar de dejarse llevar por sus desbocadas emociones, las razones también resultarían obvias. Una mujer como Sara Ambrosini siempre conseguía lo que quería. Su riqueza y su vida privilegiada la hacían incapaz de sentirse identificada con la gente que sufría penalidades y
de darle importancia a las cosas que la tenían de verdad. Claramente, Rikki era uno de sus trofeos. Una mujer que exudaba sexo de una manera así de vulgar y estaba de caza continua decía mucho de su dueña. Si Sara creía que Rikki le era fiel era idiota, pero, si no lo creía, también lo era por acostarse con alguien tan por debajo de sus posibilidades. Fuera como fuera, Sara era una idiota rica y Zak decidió llevarle la contraria solo por principios. —Dejemos la charla para después. Necesito descansar. Acabo de terminar otro encargo. Eso mismo, así se estaría un rato
callada. Zak volvió a alargar la mano hacia su bolsa, pero Sara desplazó su sinuoso cuerpo a un lado y le bloqueó el paso. Las dos mujeres se quedaron muy cerca y fue como si la cabina del avión engullera cualquier posibilidad de retirada. Los ojos castaños de la pelirroja se encendieron y se tornaron de un negro turbio. Se irguió en toda su estatura, que era al menos ocho centímetros menor que el metro ochenta que medía Zak, y la retó con la mirada. Incluso se le oscurecieron un poco las pecas que tenía en la nariz al sonrojarse. Puede que su clienta fuera algo más que una cara bonita con mucho dinero. Un carácter tan
inflamable solía ser señal de una pasión o creencia muy fuerte por algo. Esperó a la explosión que precedían el humo y las chispas. —Señora Chambers, siento mucho que tenga una agenda tan apretada, pero tenemos asuntos que discutir. Tengo preguntas sobre el viaje y se la ha contratado en contra de mis deseos, por cierto, para responder a esas preguntas y para servirme a modo de innecesaria y, en mi humilde opinión, terriblemente cara, guardaespaldas. Lo menos que puede hacer es contestar unas simples preguntas. ¿Le parece mucho pedir? Mientras Sara Ambrosini hacía una
pausa para tomar aire, Zak replicó. —No. Pero sin dar muestras de haberla oído, Sara continuó con su diatriba. Todo parecía indicar que tenía muchas ganas de desahogarse: —He estado en África muchas veces en la vida y me siento perfectamente capaz de arreglármelas sola. Mi familia iba de vacaciones a Mombasa y sus alrededores. Aunque entiendo que Mombasa no es la sabana, creo que podré moverme y comunicarme lo que sea necesario para cumplir mis objetivos. Y además... Se interrumpió, como si por fin hubiera procesado la respuesta de Zak.
—¿No? ¿Ha dicho que no? Por poco que le gustase, Zak tenía que admitir que aquella mujer iba a ser su jefa hasta que llegasen a su destino, así que era mejor que empezara a acostumbrarse a recibir órdenes de la señora Paganini. Si lo que quería era que contestara a sus preguntas de inmediato, Zak le daría el gusto. Era típico de los ricos no tener en cuenta las necesidades de nadie más salvo las suyas propias. —He dicho que no. No es mucho pedir que le dé la información que precisa. Y tiene razón. Usted no tiene por qué pagar mis errores. Su aclaración cogió a Sara a
contrapié y esta recuperó la palidez de las mejillas con un profundo suspiro. Su atractivo cuerpo bien proporcionado adoptó de nuevo una pose cordial, en lugar del modo de pelea. —Fantástico. ¿Quiere cambiarse de ropa antes? No puede estar muy cómoda con esa ropa mojada. Mientras tanto haré café. —Como usted quiera, señora Ambrosini —contestó Zak, que cogió por fin su bolsa y se dirigió al baño. —Tutéame, por favor. ¡Me llamo Sara! —le gritó esta, antes de que desapareciera. Zak regresó a la cabina cuando el piloto estaba dando las instrucciones
para el despegue, vestida con ropa seca idéntica a la que acababa de quitarse. Sara estaba sentada con el cinturón de seguridad abrochado, en su asiento preferido junto a la ventana. Zak se sentó en el asiento que daba al pasillo, en el lado opuesto a su clienta y al asiento que había tenido intención de ocupar en un principio, evitando la mirada interrogativa de Sara. «No pienso justificarme. Tampoco es que pueda. Por alguna razón, no puedo estar cerca de esta mujer.» Sus alarmas internas seguían sonando, pero Zak estaba demasiado cansada para analizar lo que significaban. Apoyó la cabeza en el
respaldo y se concentró en disfrutar del zumbido hipnótico de los motores del jet mientras despegaban. Sara Ambrosini no tardaría en monopolizarla. —¿Señora Chambers? —Sí —respondió Zak sin abrir los ojos. Llevaba días sin dormir y tenía la esperanza de poder echarse una pequeña siesta. Con eso bastaría: unos pocos segundos y estaría como nueva. —¿Puedo llamarte Zak? —Sí. —¿Podemos hablar ahora? Lo dijo con tono precavido, lo cual era un cambio importante respecto a su arrebato de antes. Zak abrió los ojos
a regañadientes y se volvió hacia ella. —Sí. —No eres muy habladora, ¿verdad? —Solo lo necesario. Sara la estudió con una mirada cálida que hizo que Zak se removiera en su asiento, incómoda. Claramente la falta de descanso estaba afectando a sus sentidos; eso sin mencionar que tenía que dormir un poco antes de llegar o no serviría para nada. —¿Qué quieres saber? Sara se estiró en el pasillo que las separaba, y su aroma a perfume de vainilla mezclado con sexo reciente alcanzó a Zak. —Antes que nada, quiero pedirte
disculpas por Rikki. Zak sacudió la cabeza para quitarse de la mente la imagen de Sara y su amante rubia sudorosas mientras lo hacían. —No es necesario. Ninguna mujer debería disculparse por el comportamiento de su amante. Zak calló, porque lo que quería decir en realidad era que una mujer que se comportara como lo había hecho Rikki delante de Sara no la merecía, pero era irrespetuoso y degradante tanto para ellas como para su relación y Zak no era nadie para opinar así. Sara pareció darle vueltas a las palabras de Zak antes de continuar.
—Puede que eso sea cierto, pero diría que paso mucho tiempo haciéndolo. Y ya que estoy postrándome ante ti, siento haberte saltado al cuello antes. Ha sido muy poco profesional y no había ninguna necesidad. Me gustaría explicarme. —No tienes por qué. —Pero lo necesito. —Sara se mordió el labio inferior y los ojos castaños se le llenaron de lágrimas. Se retorció la trenza que le colgaba por la espalda, como para distraerse un poco y poder seguir hablando—. Mi madre murió el año pasado. —Lo siento. Zak conocía aquel tipo de dolor.
Había perdido a su padre hacía tres años y el recuerdo todavía le parecía muy reciente. Era como tener un cuchillo en el corazón, clavado hasta el fondo y envenenado con culpabilidad. —Gracias. Estábamos muy unidas. Cuando murió, dejó una serie de voluntades en su testamento que tengo que cumplir antes de recibir su herencia. La última es esta escuela en la sabana africana. No es que me importe cumplir los deseos de mi madre, pero no los entiendo. Parecen una especie de minipruebas para mí, y estoy suspendiéndolas todas miserablemente. Es como si quisiera empujarme a algo. Cuando se
construya la escuela, tengo que quedarme en África para ayudar a matricular y a enseñar a la primera clase. Tengo un negocio del que ocuparme. ¿Acaso no lo sabía? Zak se alegraba de que la última pregunta de Sara fuera retórica, porque no tenía ni idea de qué contestar ni de qué hacer con todas las emociones que emanaban de la angustiada mujer. Por fortuna, Sara hizo de tripas corazón, y del pesar pasó de nuevo a un estado de leve enfado. —Así que tengo que cargar con la incertidumbre de lo que mi madre quería en realidad, lo que intenta decirme desde la tumba, sobre si puedo
o no confiar en mi chica... Es igual, vamos a olvidar eso. Y encima mi abogado me dice que voy a llevar una canguro para el viaje —miró a Zak, contrita—. Lo siento, pero entenderás que estaba un poco sensible. Por supuesto, eso no es excusa para pagarlo contigo. Zak esperaba no tener que contestar a eso tampoco, porque en su opinión Sara estaba un poco más que sensible. Ojalá cuando se tranquilizara también tuviera menos ganas de hablar. Estaba bastante segura de que no podría soportar ocho horas de cháchara ininterrumpida. —No hace falta que contestes, pero
¿aceptas mis disculpas? —Por supuesto. A veces, Zak odiaba que su trabajo la hubiera convertido en una persona introvertida por necesidad. Cuando otra persona estaba siendo sincera y se mostraba vulnerable con ella, quería decirle algo profundo que la consolara, pero las palabras se le atragantaban, porque se emocionaba demasiado y corría el riesgo de quedar expuesta. Por eso se refugiaba en la personalidad fuerte y callada, que era más indicada para su profesión. —También siento lo de que no quería contratarte —la mirada de Sara vaciló y se sonrojó.
—¿Es cierto? —Técnicamente sí. Sara se arrimó a Zak con los brazos extendidos. Era un gesto que indicaba que era una persona emocionalmente expresiva. No había nada en Sara que no gritara a los cuatro vientos que era una mujer abierta, sincera y sensible. Y en el interior de Zak, no había una sola célula que no gritara: «Cuidado». —Como te comentaba, he estado en África muchas veces y no necesito ningún guardaespaldas. La empresa ha insistido, por el seguro. Pero tengo que poder estar en contacto con la gente, hablar de sus problemas con libertad y que parezca al menos que entiendo y
comparto sus preocupaciones. ¿Qué van a pensar si aparezco flanqueada por una G.I. Joe? No te ofendas. —Pero tú... —No he estado nunca en la sabana ni cerca de animales salvajes, eso es cierto. ¿Pero tan poco civilizado puede ser? —Mucho. Tienes que pensar en las fieras, los insectos, las serpientes, el tiempo, la comida y el agua, la ropa, el alojamiento, la seguridad y el clima político —enumeró Zak, contando con los dedos. Sara la miró con curiosidad, divertida. —¿Quieres decir que puedes
protegerme de todo eso? A lo mejor estaba equivocada y sí que necesito tus servicios —le sonrió a Zak con una chispa traviesa en los ojos. Zak reflexionó sobre lo que había dicho y le pareció menos gracioso que a ella. Tenía que hacerle entender que vivir en África era algo serio y apremiante, para prepararla para lo que pudiese pasar. —Bueno, puede que muchas de esas cosas no dependan de ti, pero tienes que saberlas y estar lista. Hasta un error inadvertido puede salir caro o resultar peligroso. Sara se desabrochó el cinturón de seguridad y se sentó al lado de Zak.
—Siento si te incomoda, pero no me comunico bien de lejos. Soy de familia italiana y lo hablamos todo de muy cerca. La distancia es una barrera que no tolero muy bien. —Ya veo. Tener a Sara tan cerca la distraía; su voz era como un licor dulce que le corría por las venas e imposibilitaba cualquier tipo de resistencia, y su perfume al moverse era de vainilla y azúcar. El hecho de estar comparando a su nueva clienta con un elixir alcohólico y un dulce era la prueba de que estaba más cansada de lo que pensaba. Sus sensores internos estaban funcionando mal en su modo más
básico y aquello era arriesgado. Tenía que centrarse y recordar las reglas. Su misión era mantener a salvo a Sara pese a sí misma, ser objetiva y mantenerse a distancia. Sin embargo, como todos los ricos, Sara Ambrosini parecía pensar que las únicas reglas que tenía que seguir eran las suyas propias. —Nos estamos saliendo del tema. «Y tú estás demasiado cerca.» —¿Ah, sí? Bueno, pues adelante si quieres prepararme para el viaje durante las próximas ocho horas, pero no te ofendas si me duermo. Los detalles aburridos no son mi fuerte. Eso sí, si quieres que nos contemos
cosas de nuestras vidas soy toda oídos. —No —replicó Zak, con más vehemencia de la que había previsto antes de darse cuenta de que Sara hablaba medio en broma—. ¿Has estado alguna vez en el distrito de Narok de Kenia? —No es tan fácil distraerme, pero te seguiré la corriente por ahora. ¿Dónde está? Zak tomó nota mental de que su clienta era muy perspicaz. —Es adonde vamos. Talek Gate, para ser exactos, justo al salir de la reserva de los masáis mara. Es donde vas a montar tu escuela, según creo. ¿No es así?
—Sí, sí, tienes razón. Pero no sabía que lo llamaban Nanook o lo que quiera que hayas dicho —se encogió de hombros, como para pedir perdón—. Oye, Zak, yo... La interrumpió el agudo timbre del teléfono del avión y Sara se echó hacia delante para descolgarlo de su soporte de pared. Zak no pudo evitar fijarse en su perfecto y redondeado trasero, apoyado en equilibrio precario al borde del asiento. Su trabajo consistía en llevar a aquel culito perfecto, aquellos pechos de aspecto delicioso y aquella larga y pelirroja melena hasta su destino sanos y salvos, sin que aquella mujer independiente y emotiva
perdiera ninguna de esas cosas por el camino. Empezaba a pensar que aquella no iba a ser una misión tan relajada como Stewart le había descrito. —Ey, hola, Rikki. Solo ha pasado una hora, ¿ya me echas de menos? — Sara le hizo un gesto con el índice a Zak y fue hacia el fondo del avión. Zak reclinó el asiento, cerró los ojos y se durmió en cuestión de segundos, con el sonido tranquilizador de los susurros de Sara de fondo en la cabina del avión. Mark 235 la miró incrédula, con los ojos anegados en lágrimas. —¿Por qué? Te necesito tanto... por
favor, dime por qué. —Se ha acabado y ya está, Gwen. *** Sara terminó de hablar con Rikki y volvió a su asiento de puntillas. En la hora larga que se había pasado hablando, había oído a Zak farfullar incoherentemente. Seguramente su estirada acompañante estaba intentando dormir. Nunca había visto a nadie descansar tan mal. Movía la cabeza a lado y lado y no dejaba de murmurar cosas entre dientes. Sara inclinó la cabeza para ver si oía lo que decía, pero no fue capaz de descifrar
nada de lo que parecía un galimatías de frases en otros idiomas. Una mujer tan arrebatadora como aquella debía de tener secretos que le quitaban el sueño, pero era demasiado cerrada como para revelarlos, ni despierta ni en su agitado sueño. Intrigada, Sara escrutó el rostro de su nueva empleada sin tener que fingir o dar explicaciones. Incluso en reposo, el cuerpo entrenado de Zak se veía tenso, listo para entrar en acción. Tenía unas piernas largas y esbeltas, estiradas como las de una potranca recién nacida. De caderas estrechas y pechos menudos que eran todo músculo, no había nada que la
estorbara para moverse. Incluso sus finos dedos, cerrados en un puño sobre su regazo, se tensaban de cuando en cuando, como si luchara con un enemigo invisible. ¿Qué podía ser tan amenazador como para atormentar a Zak mientras dormía? ¿Sería algo de su pasado? ¿De su trabajo? ¿Y de qué trabajaba Zak exactamente? Seguro que no se pasaba la vida escoltando a gente rica por el mundo. Aquel tipo de trabajo no requería habilidades o entrenamiento especiales y no cabía duda de que Zak había formado parte de un programa disciplinado durante años. Tenía aire militar y sentido de la dedicación. A lo mejor era una
mercenaria de baja que le estaba haciendo un favor a un amigo. Sara tenía muchas preguntas sobre la mujer a la que habían confiado su seguridad. Después de todo, lo poco que sabía seguro no era demasiado útil. La empresa la había contratado sin su consentimiento y era insultantemente cara. Se suponía que tenía una reputación intachable y había pasado mucho tiempo en África. Todo aquello lo había sabido a través de su abogado, Randall Burke. También había supuesto unas cuantas cosas por sí misma: Zak Chambers era, ya fuera por naturaleza o por decisión, una persona muy celosa de su intimidad.
Tenía una capacidad de autocontrol tremenda que llegaba hasta el punto de inhibir las reacciones naturales de su cuerpo, como había evidenciado el intento fallido de seducción por parte de Rikki. O su escolta tenía una vida muy peligrosa o le preocupaba algún tema pendiente de su pasado. También parecía desdeñar particularmente a los ricos, aunque podía ser que fuera algo personal contra Sara. Si no, ¿por qué había rechazado a propósito estrecharle la mano al conocerse y luego había dejado que Rikki le metiera mano? Aunque le resultaba duro, Sara había aceptado que las mujeres fuertes e interesantes no
solían sentirse atraídas por ella. Si lo hacían, solía ser solo por su dinero. Ahora bien, si Sara era sincera, tenía que admitir que sentía curiosidad intelectual por Zak Chambers. La gente a la que no le gustaba hablar, especialmente sobre sí misma, la intrigaba. Una mujer así seguro que tenía una amante, o varias, distribuidas por todas partes del mundo. Y ella tenía a Rikki. No le hacía daño a nadie alegrándose la vista con un especimen completamente inalcanzable como su escolta. Probablemente, Rikki incluso lo aprobaría. Sara paseó la mirada sobre el torso de Zak, hasta llegar a sus gruesos y
jugosos labios. Los tenía entreabiertos y se entreveían sus blanquísimas paletas, ligeramente separadas. Tenía el pelo negro como el carbón, corto y muy rizado. Sara imaginó que, si lo llevase largo, le caería sobre los hombros en forma de tirabuzones. Los rasgos contraídos de Zak estaban ahora mucho más relajados que antes y se le notaban ojeras por el cansancio. Sara deseó poder eliminar los signos de estrés y fatiga del cuerpo de Zak, pero enseguida reprimió su impulso de cuidarla. Aquella mujer ni quería ni necesitaba nada que pudiera ofrecerle. «Mientras lo recuerdes, todo irá bien.»
¿Por qué siempre la intrigaban las mujeres reservadas e inaccesibles que no sentían el menor interés por ella? ¿Y por qué acababa con mujeres arrogantes que no tenían los pies en el suelo, más pegajosas que independientes y tirando a infieles? La recorrió un escalofrío que le alcanzó la entrepierna, sin apartar la mirada de Zak. —¿Has terminado? —preguntó esta, sin abrir los ojos. —¿Terminado? —saltó Sara, roja de vergüenza. —De mirarme. Zak se removió en el asiento, apoyó el codo en el reposabrazos y la barbilla
en la palma de la mano. Atravesó a Sara con sus ojos azules y esta se sintió desnuda bajo su mirada. —Creía que estabas dormida. —Obviamente. Zak sonrió, algo que casi no había hecho desde que se habían conocido. Fue como si se le iluminara toda la cara, inocente y expectante. Sara deseó que sonriera más a menudo. Sin embargo, su expresión amistosa se desvaneció casi tan deprisa como había aparecido. —¿He dormido mucho rato? —No has dormido casi nada. Estabas un poco inquieta. ¿Tienes muchas cosas en la cabeza? —se
interesó Sara, al tiempo que se esforzaba por meter en vereda su díscola mirada y sus inadecuados pensamientos. —Gajes del oficio, supongo. Sara no dejaba pasar una oportunidad cuando se la ponían en bandeja. Además, tenía la impresión de que Zak Chambers no le pondría muchas más como aquella. —¿Y a qué te dedicas exactamente, dices? La mirada mordaz que le dedicó Zak de entrada le puso un nudo en el estómago, pero al poco suavizó su expresión y evaluó a Sara con serenidad.
—Dejémoslo en que me dedico a la seguridad. Sara quiso pedirle más detalles, pero sabía que el tema estaba zanjado. —¿Te apetece un café? —ofreció. Se levantó y fue a la pequeña cocina de la parte trasera del avión—. Déjame adivinar: solo, ¿verdad? Zak asintió y sus seductores labios se curvaron ligeramente en un amago de sonrisa. —¿Quieres que te comente el plan de viaje para que puedas hacer los cambios que te parezcan? —Claro —accedió Sara, mientras servía el café. —Cuando lleguemos a Mombasa,
conseguiré más provisiones, comprobaré nuestro vuelo y organizaré nuestros suministros para el transporte y para la construcción una vez que lleguemos a Talek. Te dará tiempo a hacer un poco de turismo o ir de compras o lo que hagas. Sara se plantó delante de Zak con dos tazas de café y una mirada incendiaria. —¿Ir de compras o lo que haga? ¿Tienes la menor idea de lo sexista e intolerante que suena eso? —montó en cólera, pese a la expresión de sorpresa de Zak—. Alguien en tu posición tendría que tener más cuidado con ese tipo de comentarios.
¿Desprecias a todos los ricos o solo a los que somos pelirrojos? Zak levantó los brazos en gesto de rendición, pero Sara estaba embalada. —¿O hay algo más en mi aspecto que te desagrade? Porque no me conoces lo bastante como para criticarme de esa manera. El rostro de Zak pasó del asombro a la distancia que solía llevar a modo de máscara, y Sara se dio cuenta de que había dicho algo que no debía o, al menos, había estado cerca. Abrió la boca para disculparse pero, cuando el avión atravesó unas turbulencias, se inclinó repentinamente y la hizo tropezar. Las dos tazas de café
acabaron sobre el regazo de Zak y Sara cayó hacia delante, de rodillas, agitando los brazos en busca de algún asidero. Agarró lo que tenía más cerca: los firmes pechos de Zak. Cuando por fin se estabilizó, estaban tan cerca que notaba el aliento cálido de Zak en la cara. Se humedeció los labios resecos como si se preparara para besarla y la idea la sobresaltó. Aunque se esforzaba por incorporarse y soltarla, el avión estaba ascendiendo y las fuerzas G la tenían inmovilizada donde estaba. Maldijo y bendijo a las fuerzas de la naturaleza que habían causado aquel inesperado giro de los acontecimientos.
Tan súbitamente como se había echado hacia delante, el avión se niveló otra vez y Sara salió despedida hacia el asiento. Le hacía cosquillas todo el cuerpo y decidió atribuir la sensación al cambio brusco de altitud. —Lo siento. ¿Estás bien? ¿Te he quemado? Zak asintió y luego negó con la cabeza a modo de respuesta, pero había cambiado algo en su actitud. Sara la miró a los ojos y fue testigo de cómo el color gris tormenta se fundía como si fuera fuego líquido. Por un instante, su rostro estoico adoptó una expresión de ansia sexual teñida de miedo tan intensa que Sara tuvo que parpadear.
Al abrir los ojos de nuevo, Zak había vuelto a levantar sus defensas. Durante un segundo, había vislumbrado algo que claramente Zak Chambers no había deseado mostrarle. —Espero que lleves otro traje de ninja en la bolsa. —Va a tener que encontrar a otra guía lo antes posible, señora Ambrosini.
CAPÍTULO TRES Zak se metió apresuradamente en el baño, que al menos era un lugar seguro y aislado, para cambiarse de ropa y rezar por que se le pasaran los calores. Tras quitarse la ropa manchada de café, contempló sus pechos desnudos. Casi esperaba ver la huella de las manos de Sara marcada a fuego sobre la piel. Aunque hubiera sido sin querer, al tocarla así Sara no solo la había usado como apoyo, sino que le había provocado una sacudida física sorprendente y demasiado placentera.
El contacto había encendido más de lo que Zak estaba preparada para sentir: una indeseada chispa de deseo. Los sentimientos sin resolver que había enterrado tras su última misión debían de estar filtrándose entre los muros de contención: no había ninguna otra explicación lógica. Ni siquiera Gwen le había despertado una reacción tan fuerte y tan deprisa. Aunque aquello había sido trabajo. Al darse cuenta de lo absurdo que era aquel pensamiento, Zak se refrescó la cara con agua fría. Sara Ambrosini también era trabajo, al menos de momento. Aquel encargo no iba a funcionar para ninguna de las dos. Al
parecer, no dejaba de cabrear a la emotiva pelirroja y la curiosidad interminable de la extrovertida Sara ponía a prueba su paciencia. A diferencia de Rikki, que era fácil de manejar, Sara era un desafío continuo. Zak estaba acostumbrada a los ataques frontales de mujeres como Rikki, a sus insinuaciones sexuales y a las tácticas que iban directas al grano. Los sentimientos no desempeñaban ningún papel en la ecuación, y su curiosidad terminaba en la cama. Zak trataba con mujeres así a diario. Tanto sus cuerpos como sus deseos eran tan superficiales y huecos como ellas, y ya se había cansado de buscar el placer en
físicos tan poco inspiradores y en personalidades que no sabían cómo complacerla. Sin embargo, las mujeres como Sara Ambrosini no usaban estrategias tan descaradas. Se acercaban como si no pretendieran nada y se dedicaban a atraer a sus amantes potenciales con sensibilidad y delicadeza. El arma que escogían eran las emociones, y eso sí se abría paso directo hasta el corazón. La curiosidad era una distracción encantadora destinada a recabar información y asegurar la posición de fuerza. Y a diferencia de los figurines acartonados a los que estaba acostumbrada, Sara tenía un cuerpo
creado para la tentación y la seducción. Tenía curvas donde Zak estaba plana y era poco favorecida. Era suave donde Zak tenía músculos de acero. Su cuerpo era sustancia pura y, al igual que las emociones que Zak había leído en sus ojos, rebosaba potencial más que peligroso. Estaba acostumbrada a aquel tipo de tácticas en el contexto de su trabajo y sabía cómo arreglárselas, pero que una mujer como Sara mostrara interés emocional por ella, incluso si solo era en su cabeza, la aterrorizaba. La Compañía no le había proporcionado las herramientas ni el entrenamiento para esquivar a una oponente tan
formidable y poco común. Su última misión era prueba de ello. La prolongada exposición a Gwen en el contexto de su «relación» había minado sus defensas, y Zak había quedado debilitada. Era el peor momento para verse absorbida por otra vorágine emocional. Nunca había reaccionado de aquella manera ante alguien que acabara de conocer. Otras misiones de larga duración en el pasado la habían agotado hasta el punto de causarle alucinaciones. Puede que, en aquella ocasión, el síntoma fuera físico. Fuera lo que fuese lo que estaba sucediendo entre Sara y ella, y ya se debiera a la fatiga, al miedo o a
un simple choque de personalidades, tenía que acabar. Para poder dar un servicio de escolta en África, aunque fuera temporalmente, tenía que estar al cien por cien. Ya había demasiadas distracciones inherentes como para sumarle otra, así que, si Sara no organizaba un relevo, lo haría ella misma. Una vez tomada la decisión, Zak se remetió la camiseta limpia en los pantalones militares. Cuando la suave tela le rozó los pezones, gimió involuntariamente al recordar cómo Sara le había agarrado los pechos. Cerró las piernas para contener la corriente súbita de excitación y apoyó
la frente en la fría pared espejada del baño. Perdió la noción del tiempo mientras luchaba por redirigir la energía que se había acumulado entre sus piernas a una parte de su cuerpo más funcional. Cuando se sintió lo bastante cómoda para volver a caminar, abrió la puerta y regresó a su asiento sin mirar a los ojos a su clienta. Sara estaba otra vez al teléfono, en la parte de atrás del avión. A juzgar por el tono meloso de su voz, debía de estar hablado con Rikki. Zak apoyó la cabeza en el reposacabezas y decidió que, al menos, fingiría dormir. El vuelo todavía iba a durar varias horas más y esperaba poder descansar, sin
distracciones y sin nuevos enfrentamientos. —Muy bien, cariño. Yo también te quiero. La despedida de Sara reverberó por la cabina con más claridad que el resto de la conversación. A continuación reinó un silencio inquietante durante varios minutos, hasta que Zak la oyó pulsar el teclado del teléfono para hacer otra llamada. No estaba preparada para lo que vino a continuación, aunque lo hubiera pedido ella misma. —¿Randall? Sí, estamos volando. Necesito que sustituyan a la guía lo antes posible. Los detalles no
importan, digamos simplemente que no va a funcionar. En su voz había una nota de tristeza y su tono era más resignado que triunfante. Al parecer, su interlocutor también quería discutirle las órdenes. —Por amor de Dios, tú también no. Hazlo y punto —le pidió con cansancio, colgó y volvió a marcar. La petición de Sara hirió a Zak en su sentido del orgullo y del deber. No había pedido nunca que la apartaran de una misión y nunca habían tenido que sustituirla en ningún encargo. Era como si hubiese fastidiado la misión. Sabía que iba a pasar, que tenía que pasar, pero la realidad la golpeó con
sabor a fracaso, como si el fallo hubiera sido ella. No era capaz de dominar sus sentimientos en la posición en la que se encontraba con su clienta; al menos lo suficiente para terminar el trabajo. La siguiente conversación de Sara fue completamente diferente. Le cambió el tono de tenso y profesional a solícito y amistoso, mientras intercambiaba historias personales con alguien que, claramente, era un amigo cercano. Lo único que quería Zak era un poco de soledad. Mientras se sumía en un estado de duermevela, la voz de Sara se tornó melódica. Sus tranquilizadores susurros y su suave risa casi le resultaban relajantes, como
si fueran un audiolibro. A Zak empezaron a pesarle los párpados, con la alegre charla de fondo en algún rincón de la consciencia, hasta caer dormida. Algo más tarde, un sonoro rugido en el exterior del avión devolvió a Zak a la realidad. El pequeño jet se bamboleaba y se balanceaba por culpa de una tormenta. Al abrir los ojos, se encontró con Sara sentada a su lado, agarrada al asiento con tanta fuerza que los nudillos se le habían quedado blancos. Se le veía en los ojos que estaba aterrorizada. —No me gustan las tormentas, sobre todo cuando estoy en una,
atrapada en un cilindro de aluminio. Eso no puede ser bueno. Palideció y las pecas que tenía en el puente de la nariz destacaron sobre la piel blanca como si fueran diminutos guijarros. —En realidad, estos tubos de aluminio son bastante seguros. —Eso es fácil de decir para ti, señorita Ninja sin medo. —Se tapó la boca y soltó una risilla—. Perdón, quería decir pedo. Digo miedo. Supongo que no ha sido muy buena idea lo de los chupitos de vodka. Pero en su momento lo parecía. Zak no pudo disimular una sonrisa. Había muy poca gente que admitiera
sus miedos con tanta tranquilidad. —Relájate. La tormenta pasará pronto. —Relájate tú. Yo estoy tensa. Háblame o algo. —Sara compuso una mueca seria y la señaló con el dedo, acusadora—. ¡Oh! Me olvidaba. Tú no hablas. —¿Por qué no hablas tú? —Vale, ya lo has conseguido. ¡Has abierto la caja de Pandora de los Ambrosini! Voy a hablar hasta que se te caigan esas orejitas tan monas que tienes. Soltó el asiento, se quitó la chaqueta del traje y la dejó doblada en el respaldo, encima de su cabeza. Luego
volvió a acomodarse y entrelazó el brazo con el de Zak sobre el apoyabrazos. Fue un gesto tan natural e inocente que Zak estuvo a punto de poner la otra mano encima. El impulso la recorrió como un escalofrío al darse cuenta de lo que había querido hacer, y retrajo los músculos. —Lo olvidaba, tampoco se supone que pueda tocarte —murmuró Sara, que empezó a apartarse. —No pasa nada, tú habla. Zak suponía que lo mínimo que podía hacer era mantener distraída a Sara mientras durasen las turbulencias, pero la ajustada camiseta de color crema que le marcaba los pechos la
desvió de su objetivo inicial. Los pechos bonitos eran uno de sus fetiches personales, pero es que aquellos eran espectaculares. Bajo la fina tela, los pechos de Sara eran como copas de helado rebosantes, con una cereza encima. Mucho mejor para chupar. A Zak se le calentó la sangre al imaginarlo y se humedeció los labios instintivamente. —¿Me estás mirando las tetas? Los ojos castaños le chispearon, y Zak distinguió las vetas verdes en sus profundidades de fuego líquido. —No —mintió Zak. —Seguro que sí. Todo el mundo lo hace. Parece que es el único atributo
que me salva. —Se acurrucó contra el costado de Zak, metiendo las tetas entre ellas—. Te gusto. No quieres, pero no lo puedes evitar. Lo veo en tus ojos. Incluso ebria, Sara la miraba con tal intensidad que Zak tuvo que apartar la vista. Puede que su clienta tuviera parte de razón; verdaderamente era encantadora, atractiva e inteligente, pero aquella clase de pensamientos no hacían más que embarrar las claras aguas de la vida profesional de Zak. Lo mejor era no reconocerlo. —A ver, ¿dónde estaba...? Ah, sí, estaba hablando. Soy hija única, no lo habías imaginado, ¿verdad? Me porto
muy bien. Mis padres, que en paz descansen, eran geniales. I-ta-lia-nos, pero muy poco italianos, según se mire. Odiaban la violencia. Muy poco mafiosos, ¿eh? Eran como hippies flower-power, veinte años más tarde. »Siempre estábamos rodeados de familia, en vacaciones, en todas las ocasiones especiales. Siempre, en cada comida. Comer solos era casi sacrílego. Lo compartíamos todo. Si cualquiera de mis primos tenía una espinilla, se enteraba toda mi familia y la mitad del vecindario. Cuando salí del armario, tuvimos una gran reunión comunitaria, con comida y bebida, para discutirlo. Tuve que oír hasta el
hartazgo cómo descalificaban a toda mujer que pudiera potencialmente convertirse en mi pareja. El avión descendió de repente y un relámpago horadó la oscuridad tras las ventanillas. Sara chilló, se agarró el estómago con una mano y le clavó las uñas a Zak en el brazo con la otra. —Mierda... —No pasa nada, sigue hablando —le dijo Zak, dándole palmaditas en la mano hasta que dejó de hundirle las uñas. —Odio esta mierda. Bueno, pues mis padres hicieron su fortuna con el aceite de oliva y el petróleo. Lo primero venía heredado de mi
tatarabuelo en Italia, pero mi padre quería diversificarse y se metió en el negocio del petróleo cuando el mercado estaba bajo. Fue un movimiento inteligente. Cuando era pequeña, lo común era que los niños fueran al colegio en Europa, y pasé mucho tiempo viviendo en culturas diferentes, haciendo de voluntaria en los centros comunitarios y aprendiendo idiomas. Cuanto más hablaba Sara de su familia y la vida que habían llevado juntos, más sobria estaba, como si se tratara de recuerdos demasiado importantes como para hablar de ellos con irreverencia.
—Mi padre murió de un ataque hace cinco años. Lo había dejado todo dispuesto para que a mi madre y a mí no nos faltara de nada, así que nosotras lo convertimos todo en empresas filantrópicas. Ya sé que te sonará tonto, pero para mí significa mucho... lo que hago. No obstante, en sus palabras faltaba convicción y sus ojos decían algo muy diferente. ¿Qué podía faltarle a aquella mujer en la vida? Era perfecta bajo los estándares contemporáneos: tenía poder, una buena posición, riqueza y mujeres más que dispuestas a lanzarse a sus brazos. Y, pese a todo, Sara parecía triste y perdida de un modo
que Zak no lograba entender, hasta que cayó en la cuenta de que las dos eran iguales. Ella también estaba huyendo a África para reexaminar su vida; a las dos les faltaba una conexión en sus vidas. Le complacía y al mismo tiempo le preocupaba que Sara y ella compartieran algo tan esencial. Entonces se percató de que Sara la miraba, a la espera de que contestase a su comentario anterior. —A la gente debería importarle lo que hace. Es lo que nos define. Sara se la quedó mirando fijamente, como si acabara de decir algo único y profundo, digno de consideración. —Tienes toda la razón.
—Señoras, llegaremos a Mombasa dentro de diez minutos. Prepárense para el aterrizaje. —Has conseguido que sobreviva a la tormenta. Ni me he dado cuenta de que se había terminado. Gracias. Sara le soltó el brazo a Zak, le llevó la mano a la mejilla y le dio un beso fugaz en los labios. Zak se quedó tan sorprendida que no tuvo tiempo de apartarse ni de esquivar el beso. La caricia y los labios de Sara se fundieron con su piel como si estuvieran hechos de lluvia sobre tierra cuarteada. Deseó poder congelar el momento en el que sus labios se unieron y beberse la suavidad de la
boca de Sara. Había sido un simple gesto de agradecimiento, pero tan espontáneo y auténtico que le llegó al alma. Ella casi nunca recibía muestras de afecto que no estuvieran calculadas para conseguir algún resultado. Sara retiró las manos y se las llevó a los labios como si se hubiera quemado. —Lo siento mucho, yo... Zak volvió la cabeza, porque no confiaba en sí misma para hablar. Aquella mujer estaba removiendo cosas que Zak prefería no tocar y lo estaba haciendo con infinita delicadeza. Tras las ventanillas, la oscuridad retrocedía, atravesada por rayos ocres de sol. El cielo estaba
decorado con capas de múltiples colores, desde el negro azabache a los tonos berenjena, cerúleo y blanco. Las aguas turquesa del océano Índico eran casi invisibles bajo una noche que se resistía a terminar. Zak se alegraba de que la sabana de los masáis mara no se viera al aproximarse al aeropuerto internacional Moi. Le vendría bien un día más antes de reencontrarse con el paisaje que había sido para ella más hogar que el suyo y lidiar con los sentimientos que le despertaba aquel sitio. Le cosquilleaba la piel de expectación, se le llenaron los ojos de lágrimas y algunas le rodaron mejillas
abajo. Se las enjugó enseguida con el dorso de la mano y se abrochó el cinturón para aterrizar. Aunque ya no tuviera trabajo, Zak iba a quedarse en África, pues tenía preguntas sin responder y asuntos que arreglar. *** Sara fue a su asiento original y se preparó para aterrizar. Le ardían los labios del beso y trataba de encontrarle la lógica a lo sucedido. Ella era propensa a las demostraciones de afecto, y el beso había sido un impulso nacido de la pura alegría de estar viva, una muestra de agradecimiento a la mujer que había
sabido cómo tranquilizarla. Rikki no era capaz de aplacar sus miedos y solía optar por hacerla callar como si fuera una niña. En cambio, Zak había entendido que si la hacía hablar sin parar la distraería lo suficiente. Había sido un beso banal, así que ¿por qué había sabido a algo más? Mientras se ajustaba el cinturón, miró de reojo a la misteriosa mujer del otro lado del pasillo. No había respondido al beso en absoluto y se limitaba a mirar por la ventana, como si no hubiera pasado nada, pero cuando le había tocado los pechos sin querer había reaccionado de un modo muy diferente. Su respuesta intelectual
había sido muy clara: «encuentra a otra guía». ¿Cómo podía una persona tan cerrada emocionalmente ser lo bastante perceptiva como para intuir cómo aplacar sus nervios durante una crisis? Observó la nuca de Zak un buen rato, como si pudiera absorber la respuesta mediante osmosis. Se la veía muy concentrada en el amanecer sobre Mombasa durante la aproximación al aeropuerto. Por la ventanilla se colaba un suave resplandor que arrojaba un arcoíris de luz a su alrededor. Zak inspiró hondo y se limpió el rastro de una lágrima que le brillaba en la mejilla. Sara resistió el impulso de
consolarla, porque sabía que una mujer tan celosa de su intimidad ni lo aceptaría ni lo apreciaría. Aunque Zak llevaba un teléfono por satélite de última generación como si fuera un apéndice, no le había sonado ni una sola vez. Apenas hablaba si no era para responder a una pregunta directa o para dar instrucciones. Para ella, controlar las emociones era como respirar. Pero la cota de malla de aquella mujer tenía grietas que Sara había vislumbrado ya en dos ocasiones, y rara vez se equivocaba con la gente. ¿Qué habría causado que Zak se emocionase de una manera tan impropia de ella?
Cuando las ruedas del tren de aterrizaje tocaron tierra y el avión se deslizó por la pista, Sara supo que quizá nunca sabría la respuesta.
CAPÍTULO CUATRO Zak visualizó la realeza al ver al piloto y al chófer tropezar entre ellos para llevarle el equipaje a Sara. Los que orbitaban en la galaxia de los ricos debían de estar acostumbrados a humillarse de aquella manera. Ella no iba a caer en la trampa, se dijo, al bajar del avión y respirar el cálido aire africano. El edificio pequeño y sucio que hacía las veces de terminal sería considerado primitivo bajo los
estándares occidentales, pero era uno de los lugares con más movimiento de Kenia. Había briznas de hierba espigada que sobresalían de las grietas del gastado asfalto y el pavimento estaba lleno de baches, como si fuera un adolescente con acné. El tiempo se ralentizó hasta cobrar un ritmo más manejable, a la vista de la calma con la que se movían los trabajadores. Se echó el petate al hombro y bajó las escaleras. —¿Conoces a ese chófer? —le preguntó a Sara. —Lo envía el Hotel Serena de Mombasa. Siempre lo hacen cuando vengo.
—Quiero decir si confías en él. —Claro, lleva años trabajando en el hotel —le dedicó una mirada escéptica —. No seas tan paranoica. —Bien. ¿Te importa coger dos habitaciones cuando llegues? Yo prefiero en la segunda planta, con vistas al océano. Te veré allí más tarde, ahora tengo que arreglar unos temas de equipo y de suministros. Sin esperar una respuesta, Zak se metió en el taxi más cercano. Allí por fin pudo respirar hondo sin que la seductora fragancia de Sara le inundara los pulmones. Cuando el taxi arrancó, comprobó que las vistas y los olores de Mombasa eran más o menos
como los recordaba. El aire apestaba a alcantarillado desbordado, a demasiados cuerpos hacinados y al rastro de humo de madera quemada. Olores, en definitiva, nada tentadores. Aquella isla de setecientos mil habitantes hervía de actividad, sobre todo alrededor de las zonas turísticas y los bulliciosos puertos de importación y exportación. Le llegaron ecos de conversaciones en swahili, árabe, chino e italiano. La mezcla de dialectos diferentes le era tan familiar que le resultaba tranquilizadora, aunque al mismo tiempo le perturbaba al recordarle la historia de disidencia que permanecía a modo de corriente
intangible bajo la convivencia de aquellas gentes. África era un continente de contrastes, conflictos y contradicciones. Zak reflexionó sobre el viaje en avión con Sara: una de cal y otra de arena. ¿A su futura exclienta siempre le costaba tanto llevarse bien con la gente, o el problema era Zak? Realmente no sería de mucha ayuda dejarla tirada en el aeropuerto con una explicación tan pobre, pero Zak no podía contarle que era persona non grata en el Hotel Serena desde que había estado allí por trabajo tres años antes. Explicárselo la obligaría a darle más información de la que podía
divulgar. Ni podía, ni debía ni iba a contarle a Sara muchas cosas. Era la regla número uno de la Compañía: no admitir nada, no insinuar nada, no decir nada. Cuanto menos supiera Sara, más seguras estarían las dos. Pensar así entristecía a Zak, que contempló el paisaje por la ventanilla mientras otro pedazo de su alma se encerraba en sí mismo. El taxista recorrió a paso de tortuga las calles atiborradas de tenderetes que vendían de todo, desde pollos vivos a baratijas. Los agresivos vendedores se metían en la estrecha calzada y el tráfico de doble sentido era precario. Una niña pequeña echó a correr al lado
de su coche. —Señora, mira. Señora, compra. Veinte dólares americanos —gritó, mostrándole un puñado de collares de cuentas con una sonrisa radiante en sus rasgos oscuros. Zak le dio unos cuantos billetes pero no aceptó el artículo. Luego la vio correr hasta el coche de delante. Admiraba la determinación y la ingenuidad de los africanos. En aquella cultura, los niños ayudaban a sus familias desde los seis años. Con sus tareas domésticas, llevando agua al huerto, quitando malas hierbas o pastoreando las cabras colaboraban en la economía familiar y fortalecían los
lazos familiares y de comunidad que tan vitales eran para sus tradiciones. El recuerdo de sus vacaciones familiares anuales en África cuando era niña le inundó el corazón de unos sentimientos que hacía años que no se permitía. Sus padres y ella interactuaban como si fueran piezas de un instrumento de precisión. Ella calmaba y entretenía a los niños que venían a la clínica provisional de su padre mientras su madre y él atendían sus necesidades médicas. Su papel había sido tan vital que por un tiempo había considerado seguir los pasos de su padre en la medicina. Sin embargo, sucumbió a los
esfuerzos salvajes de reclutamiento de la Compañía, sus promesas de causas justas, viajes y generosas primas. Cuando empezó a trabajar con ellos, su relación con sus padres se desintegró. Las visitas entre misiones tenían que ser breves y en localizaciones sin riesgo para que todo el mundo estuviera a salvo. A lo largo de los años, la relación tan cercana que habían mantenido sufrió las consecuencias de su carrera profesional y desde la muerte de su padre solo había visto a su madre dos veces. Al volver a aquel país, sintió mucho más profundamente el dolor de la pérdida.
—¿Adónde vamos, señora? El taxista se había detenido en medio de la calle, aguardando sus indicaciones. Ella le indicó la siguiente parada y se pasó las horas siguientes rogando, regateando, sobornando y pagando a múltiples vendedores hasta hacerse con todo lo que llevaba apuntado en su lista de suministros. A media tarde, fue al hotel, satisfecha de haber hecho todo lo que estaba en su mano para que el viaje de Sara hacia el interior transcurriera con éxito. Al llegar al Hotel Serena de Mombasa, observó las instalaciones del complejo estilo aldea swahili, con sus paredes blanqueadas, las vigas de
manglar y los jardines repletos de buganvillas. Era un entorno ideal para la relajación y el romance. Por desgracia, su misión no incluía ni lo uno ni lo otro. Evitó a los solícitos empleados y atravesó el vestíbulo hasta el servicio que había al lado de la piscina. Allí se puso unos pantalones cortos con la camiseta, se quitó las botas y cogió una botella de agua con gas y un ejemplar del Daily Nation de camino a la playa. Allí, dejó la bolsa contra el tronco de un cocotero, hundió los dedos de los pies en la arena caliente y se tumbó. Nada más acomodarse, la acosaron los emprendedores locales como si fueran
mosquitos. Todo el mundo tenía algo que vender. Ella los echó, pero enseguida se arrepintió. Quería ayudarlos a todos, pero ni todo el saldo de sus generosas cuentas bancarias serviría para marcar la diferencia en la desigualdad económica de África. Cuando los nativos perdieron interés, contempló el paisaje por primera vez sin tener como objetivo reconocerlo ni evaluarlo, sencillamente para apreciarlo. La cálida brisa marina la acariciaba con su intenso aroma a pescado y a algas. Los matices turquesa de las aguas multicolores del océano Índico se extendían ante ella, con los dhows
flotando perezosamente con sus antenas, a la espera de más pasajeros. Los turistas se balanceaban a lomos de los camellos que los transportaban a la orilla. Los windsurfistas se deslizaban sobre la superficie del refulgente océano como si fueran gaviotas abalanzándose sobre su presa. Había una mujer con un biquini verde claro que casi se fundía con el mar turquesa al fondo y le llamó la atención. Flexionaba y estiraba los brazos grácilmente cortando las olas, mientras el viento y la espuma del mar le salpicaba la tonificada figura. Sin duda, aquella mujer había trabajado duro para dominar el deporte, porque
no era fácil adquirir un control y una fuerza como aquellas. La contempló dar unas vueltas más antes de regresar a la orilla. Al acercarse, Zak se dio cuenta de que aquella mujer era Sara Ambrosini. Esta deslizó la tabla en la playa y se agachó para bajar la vela a la arena. El biquini que llevaba era casi transparente, pero Zak no necesitaba transparencias para apreciar los generosos pechos y las redondeadas caderas que había admirado en el avión. Si se inclinaba solo un poco más, se le saldrían los deliciosos senos del biquini y le alegraría el día a todo el complejo turístico. Zak notó como la
parte baja del abdomen le empezaba a arder y humedecía la entrepierna. Maldijo su debilidad, sacudiéndose de una patada brusca la arena de los pies. ¿No podía Sara ser más discreta? Zak había aprendido a pasar por el mundo en la sombra y es como se sentía cómoda, pero al parecer a Sara no le iba lo de pasar desapercibida. No podía permitirse ser vista con Sara o, al menos, no podían tomarse demasiadas confianzas en público. Zak abrió el periódico y se escondió tras las páginas, con la esperanza de que Sara no la hubiera visto. Leyó por encima la primera plana y luego pasó a la sección local, ojeando las noticias
sin demasiado interés hasta que un titular en negrita captó su atención: «TITUS WACHIRA AL FRENTE DEL DISTRITO DE NAROK». Las chispas de excitación que había sentido al observar a Sara se convirtieron en irritación al leer el artículo. No había sabido nada de Wachira en los últimos tres años, aunque le había pedido a sus contactos que la mantuvieran informada periódicamente. Pensaba en él todos los días: era el hombre al que culpaba de la muerte de su padre. El hecho de que Wachira no solo siguiera en el cuerpo de policía sino que lo fueran a ascender era como hurgar todavía más
en la llaga. El dolor que asociaba a aquel país todavía no se había desvanecido, sino que estaba fresco y parecía no tener fin. La abrasaba como un fuego descontrolado en la aridez de la sabana. Arrugó los extremos del papel y lo hizo trizas. —¿Malas noticias? —Sara se había plantado delante de ella, goteando agua sobre la arena. Zak dio un salto tan repentino que Sara retrocedió un paso. —¿Cuál es mi habitación? — preguntó Zak. —Habitación 210, con vistas al océano, como deseabas.
—¿Me das la llave, por favor? —Bueno, ¿sabes lo que estaba pensando? —Sara invadió su espacio personal como si quisiera contarle un secreto de estado al oído—. ¿Qué te parece si disfrutamos de la playa el resto de la tarde? Hasta te desafiaré a una carrera de windsurf si así te llama más. Me da a mí que te gusta la competición. Luego podemos cenar en el restaurante al aire libre. Tienen música en directo. ¿Qué te parece? —¿No me puedes dar la llave y ya está? ¿Por qué le costaba tanto a aquella mujer contestar a una pregunta tan sencilla?
El entusiasmo se esfumó del rostro besado por el sol de su empleadora. —Solo pensaba que, como únicamente vamos a estar aquí una noche, podríamos pasarlo bien. —La llave. —Aquel intercambio estaba empezando a atraer más atención de la que Zak podía permitirse. —Está en recepción, con mi equipaje y mi bolso. —¿Has dejado tu bolso en recepción sin vigilarlo? —¿Qué mosca te ha picado? La recepcionista me conoce y me vigila las cosas. Tenía muchas ganas de meterme en el agua, así que me cambié
en el baño de la piscina. Voy a por la llave y nos vemos en la habitación. —Muy bien. Pero intenta ir con más cuidado. Ya no estamos en Kansas. De camino a la hilera de edificios de techos planos, empezó a pasársele el enfado. Había pagado con Sara el disgusto de la noticia del periódico. Algo así no era propio de ella y era muy poco profesional. También le dolía más de lo que debería la expresión decepcionada de Sara. Puede que luego intentara compensarla de alguna manera. Después de todo, la carga emocional que había traído con ella a África no era culpa suya. ***
—Y después de mañana ya no seré tu problema —musitó Sara, mientras veía a Zak escabullirse por el lateral del edificio, como si fuera una espía. Recogió el periódico arrugado que había estado leyendo Zak y escaneó las páginas. Como no encontró nada relevante, lo tiró a una papelera de vuelta al vestíbulo. Al cabo de unos minutos, se había registrado en el hotel y seguía al botones hacia su habitación. Cuando se marchó el empleado del hotel, Sara vio a Zak en el descansillo de las escaleras que había al lado de sus habitaciones. Aquella mujer tenía la desagradable costumbre de
desaparecer y reaparecer sin aviso. —Aquí tienes tu llave. —Sara se la dio sin hacer más comentarios y empezó a cerrar la puerta de su propio cuarto, pero Zak interpuso un pie para detenerla. —Me preguntaba si querrías que cenáramos juntas en tu habitación. Tiene muy buenas vistas del océano y seguramente podremos escuchar la música desde ahí. Sara la miró con incredulidad. Zak la había hecho callar como si fuera una cría irresponsable y ahora quería cenar. Parte de ella quería gritar: «Y una mierda», pero en lugar de eso se oyó a sí misma decir: «Claro».
—Genial. Pide lo que quieras. Volveré dentro de una hora. —Zak fue a darse media vuelta, pero en el último momento se detuvo—. ¿Te parece suficiente tiempo? —Claro. Sara cerró la puerta y se riñó en voz alta. —¿«Claro»? Ya sueno tan poco comunicativa como ella. ¿Por qué no le habré dicho que no? Siguió preguntándose lo mismo una y otra vez mientras se duchaba y tardaba mucho más de lo necesario en elegir qué ponerse. Se decidió por unos pantalones cortos de lino beis y una blusa de algodón de manga corta, color
verde claro. «No es una cita», se recordó. Pidió su plato de langosta preferido del menú, que se sabía de memoria, y pensó en lo que le gustaría a Zak. Seguramente, cuando estaba en modo ninja podría masticar hasta la puerta labrada de madera de la habitación sin demasiada dificultad, pero no tenía ni idea de lo que preferiría en un entorno más conciliador. Finalmente se decidió por un plato de mar y montaña con ensalada. Mientras esperaba al servicio de habitaciones, llamó a Rikki al móvil. Había tanto ruido de fondo al otro lado de la línea que casi no la oía.
—¿Rikki? ¿Rikki, estás ahí? —Sí, nena, estoy aquí. ¿Qué pasa? —Casi no te oigo, parece que estás en una fiesta. ¿Dónde estás? Se produjo una larga pausa. —Estoy en casa de Lois. Ha invitado a unos amigos. Espera, que salgo. El ruido disminuyó un poco. —Me extraña que Lois no te haya echado. Ahí son más de la una de la mañana. Sara creía que su chófer era más responsable. Nunca había oído que estuviera de fiesta hasta tan tarde en un día de cada día. —No creo que tarde mucho. ¿Tu guardaespaldas ya te ha entrado?
Al reflexionar sobre la pregunta, la recorrió la sorpresa y algo más. —No digas tonterías. —Entonces no es tan lista como pensaba. Oye, nena, ¿puedo llamarte dentro de un rato? La gente empieza a irse. —Sí. Ahora voy a cenar, pero luego estaré libre. —Vale. Te quiero. Sara iba a responder, pero se cortó la llamada. —Yo también te quiero. Comprendía que a Rikki no le gustara estar sola, pero ¿no podía llenar el tiempo con su familia, haciendo algún voluntariado o
simplemente leyendo un libro? ¿Por qué todo tenían que ser fiestas? Sin embargo, Rikki era así y Sara ya tenía más o menos aceptado el hecho. Salió al balcón y dejó que la brisa marina hiciera volar su memoria. La última vez que había estado allí había sido con su madre, un año antes, para evaluar las recomendaciones de emplazamiento para la escuela. En lugar de visitar las localizaciones posibles, su madre había insistido en usar a un grupo de consejeros y promotores que estuviera familiarizado con el interior del país. Que no quisiera involucrarse debería haberle dado alguna pista de que
pasaba algo, pero su madre le había asegurado que todo iba bien. Durante su estancia, su madre había estado menos activa que de costumbre, sus conversaciones eran más introspectivas y el modo en que se preocupaba de Sara, demasiado maternal. ¿Por qué no había sabido ver que estaba enferma, que se moría de cáncer? Con la típica cabezonería de los Ambrosini, escogió combatir la enfermedad sola y sin medidas extraordinarias. Sencillamente quería vivir la vida al máximo hasta el final. Aquel era el tipo de determinación que hacía que Sara saliera adelante día a día. El deseo de honrar a sus padres
viviendo una vida placentera y feliz estaba relacionado con todo lo que tocaba. Hacía que las excusas y la negatividad la sacaran de quicio, porque ella estaba hambrienta de vivir la vida con pasión y entusiasmo y era generosa con su tiempo y su dinero. Pensó en Rikki y cómo encajaba en su proyecto de vida. Ciertamente no era el tipo habitual de Sara: demasiado femenina y frívola. Su relación supersexual pero sustancialmente vacía tampoco era lo que había imaginado, pero a Sara no le habían funcionado las mujeres «de su tipo», así que se había desviado a propósito, a ver si obtenía mejores resultados.
Regresó a la habitación y se dijo que su creciente decepción con Rikki no tenía nada que ver con la creciente fascinación que sentía por Zak Chambers. Llamaron a la puerta tres veces; su compañera para la cena había llegado y, al abrirle, Sara se quedó boquiabierta. Zak esperaba bajo la luz tenue de teas árabes del pasillo, con unos pantalones cortos tejanos descoloridos y una camiseta de tirantes de color turquesa que hacía que su piel pareciera aún más brillante y le chispearan los ojos al reflejar el color. Ya estaba atractiva de riguroso negro, pero Sara no había estado
preparada para la belleza sin pretensiones que se había plantado en su puerta. —Eres preciosa. La cara que puso Zak le confirmó que el último pensamiento le había salido en voz alta. —Es mi cruz por ser tan extrovertida. Suelto lo primero que se me pasa por la cabeza. Zak sonrió. —¿Puedo entrar? —señaló la habitación. Sara se dio cuenta de que llevaba varios segundos plantada en la puerta, comiéndose a Zak con los ojos sin reparo alguno. Ruborizada, se hizo a
un lado. —Por supuesto. Lo siento. Te lo digo muchas veces, ¿verdad? —¿Que soy preciosa o que lo sientes? —No te burles de mí. A Sara le gustaba bromear con Zak y verla sonreír. Su rostro se transformaba y, en lugar de su acostumbraba mueca de preocupación, adoptaba una expresión relajada, radiante y de mirada traviesa. —Lo de que lo siento. Me paso mucho tiempo pidiéndole dinero a la gente, así que lo de disculparme me sale natural. Invitó a pasar a Zak con la mano y
admiró sus andares felinos hacia el lanai. —La cena llegará enseguida. Como si la hubieran oído, llamaron a la puerta en ese instante y a los pocos minutos tenían la cena preparada en el balcón con vistas al océano. Zak le sacó la silla y aguardó hasta que se sentó, cosa que a Sara le pareció de lo más galante y romántico. Era un gesto increíblemente sencillo, pero se le antojaba íntimo de un modo que nunca había sentido con Rikki. A lo mejor era porque no se imaginaba a Zak Chambers en ningún otro contexto que no fuera como molesta guardaespaldas antisocial a sueldo. Sin
embargo, era amable; había más bajo aquella fachada artificial deliberada. Pensó en Rikki con una punzada de culpabilidad cuando Zak llenó sus copas de vino. —Gracias por todo esto —le dijo Zak, atacando gustosamente la ensalada. —Ha sido un placer —contestó Sara, porque lo había sido de verdad. Quería preguntarle a Zak por qué la había invitado a cenar de repente, pero decidió que bastante era que lo hubiera hecho. Además, seguramente no le contestaría. A lo largo de la cena, Zak parecía conforme con que la velada transcurriera en silencio, pero había
muchas cosas que Sara quería saber y no perdió la oportunidad. —¿Está todo listo para ir al interior? —Sí. —¿Has encontrado todos los suministros? —Sí. Aquello no estaba funcionando como esperaba. —¿Hay algo que necesite saber? —No. Las respuestas monosilábicas empezaban a ponerla de los nervios. Quizá era el momento de un cambio de estrategia. —¿Puedo hacerte una pregunta? Ya
sé, es lo que estoy haciendo. —Claro. —¿Qué te ha molestado tanto del periódico esta tarde? Bingo. Zak apretó la mandíbula y dejó el tenedor junto al plato muy lentamente. —Puede que haya un pequeño problema con el emplazamiento, pero no es nada de lo que tengas que preocuparte. Pondré al día al nuevo guía cuando llegue. Sara se encendió al ver que ignoraba su pregunta. —Señora Chambers, no soy ninguna princesita inculta a la que haya que proteger de la verdad. Hablamos de mi
proyecto, mi trabajo, y espero estar totalmente informada de cualquier complicación posible. Y además, estoy harta de que tomes decisiones unilaterales en mi nombre. Ya es bastante malo que hayas decidido marcharte sin motivos reales, a no ser que te parezca un delito un roce accidental. Si me afecta a mí o a mi proyecto, espero ser consultada. ¿Puedes entender y aceptar eso? —Sí. La amabilidad que Sara había visto en ella poco antes se había esfumado, y en su lugar se había instalado en su rostro una mirada penetrante y fría. —Así, pues, ¿cuál es ese problema
potencial? —Un funcionario del gobierno podría causar problemas. —¿Titus Wachira? —¿Qué sabes de Wachira? —No eres la única que sabe leer. La expresión de Zak se volvió más seria, con el ceño fruncido y las patas de gallo más marcadas alrededor de los ojos. —Tienes que prometerme que no tendrás tratos con Wachira bajo ningún concepto. —¿Por qué es tan terrible? No es más que un policía. —Como poco, Wachira es un burócrata corrupto que busca solo su
propio beneficio. Y si nos ponemos en lo peor, es capaz de matar. Es peligroso, no tiene escrúpulos. Tú dirás. Pero prométemelo, por favor. El tono apremiante de su petición le llegó muy hondo a Sara. Estaba claro que había pasado algo entre ellos y parecía más personal que profesional. —Prometo intentarlo. Supongo que tendré que encontrar la manera de evitarlo si intenta desbaratar los planes de la escuela. —¿Nunca te ha dicho nadie que eres muy tozuda? —Yo prefiero llamarlo fuerte. Es otra maldición familiar, como lo de soltar lo primero que se nos ocurre —
bromeó Sara, con la esperanza de que Zak dejara de darle vueltas al peliagudo asunto de Wachira. —Eso es lo más parecido a una promesa que voy a sacarte, ¿verdad? — murmuró Zak. Cortó un buen pedazo de filete, se lo metió en la boca y lo masticó como si fueran cristales. —Sí. El cuerpo de Zak emanaba tensión contenida, rígida como estaba en su silla, moviendo la comida por el plato sin aparente intención de comérsela. Sara quería mejorarle el humor y volver a disfrutar de su increíble sonrisa. Sirvió más vino para las dos y preguntó:
—¿Cómo es que te pusieron ese nombre, Zak? ¿Hay una larga historia familiar detrás? Zak guardó silencio unos segundos, con la contradicción interna pintada en el rostro, pero Sara se mostró paciente y esperó con su sonrisa más solícita. —Mi padre tenía un sentido del humor muy retorcido. Los comebiblias que iban predicando por Kenia estaban estudiando el Libro de Zacarías en el Antiguo Testamento cuando yo nací. Se empeñó en llamarme Zakaria. Tiene que ver con Dios y con sentir la llamada. —Te pega, como si fueras un alma
antigua pero muy de mundo al mismo tiempo. —Satisfecha por haber logrado extraerle una pizca de información personal a Zak, volvió a probar fortuna —: ¿Ya habías estado en Mombasa? —Sí. —¿Trabajo o placer? —Aburrido trabajo. ¿Por qué no me cuentas tu mejor recuerdo de Mombasa? Ya habían vuelto a las respuestas sucintas y las tácticas evasivas. Fuera como fuese, si relatarle sus experiencias en Mombasa la ayudaba a relajarse y a abrirse un poco, Sara estaría encantada de recitar su infancia entera.
—Estaría entre los siete y los veinticuatro años. A los siete años, mi padre me enseñó a hacer windsurf. Me dijo que había nacido para ello, porque tenía una percepción increíble a la hora de controlar los elementos cuando salía al agua. Todavía siento el mismo subidón cuando estoy entre las olas. Ahora mismo es el único momento en el que siento que controlo mi vida y estoy haciendo algo más que soltar dinero. —Sara calló, horrorizada de haberlo dicho en voz alta—. Ya está otra vez la maldición. Zak le prestaba una total atención y Sara tenía la impresión de que la escuchaba de verdad.
—Cuando tenía veinticuatro años fue la última vez que viajé con mi madre por placer, no por negocios. Paseamos por la ciudad vieja y por Fuerte Jesús. Los muros tienen noventa centímetros de grosor y nos imaginábamos cómo debía de ser vivir ahí para la gente. Sobre todo, hablábamos durante horas sobre el mundo, lo absurdo de la violencia, el hambre y los niños necesitados. Algunas de las mejores conversaciones que he tenido en la vida han sido con mi madre. Sara hizo una pausa y notó que los ojos se le llenaban de lágrimas. —Ahora me toca a mí disculparme.
—Zak se echó hacia delante con las manos sobre la mesa, como si quisiera consolarla—. Perdona por hacerte recordar cosas tristes. Sara se enjugó una lágrima de la mejilla. —No son cosas tristes. Son algunos de los recuerdos más felices de mi vida. Lo triste es que ya no podremos crear nuevos. Al mirar a Zak a los ojos, Sara vio reflejado en ellos su propio dolor. Aquellos pozos de agua acerada, normalmente inescrutables, estaban helados por el pesar. Sin pensarlo, Sara le cogió las manos. La piel bajo sus palmas estaba caliente; los músculos,
firmes, le vibraban como si la corriente entre las dos fuera algo tangible. La recorrió un cosquilleo, como si le hubiera dado calambre al tocar algo cargado de electricidad estática en invierno, y se sintió acalorada y confusa. Cada parpadeo de las largas pestañas de Zak le enviaba mensajes contradictorios. Uno la invitaba a acercarse, el siguiente le advertía que se alejase. Le apretó las manos un poco más. —Entiendes el dolor del que te hablo, ¿verdad? Ante de que tuviera tiempo de darse cuenta de que había cometido un error, Zak se puso en pie.
—Mañana tenemos que madrugar. Yo tengo que estar en el aeropuerto a las cuatro para recoger los suministros que he encargado hoy. Te veo allí a las seis. Cuando Sara llegó a la puerta, Zak ya se había fundido con las sombras. Se quedó mirando la oscuridad mientras se frotaba las manos para saborear el eco de la sensación de tocarla. «Qué mujer más frustrante. No sé por qué me importa.» Pero lo que la hizo sentir peor fue lo que pensó a continuación: que después del día siguiente seguramente no volvería a ver a Zak nunca más.
CAPÍTULO CINCO Zak se movió con precisión controlada, arrimándose centímetro a centímetro a la mujer que dormía a su lado. Era el sigilo personificado. Amoldó las piernas al hueco de las rodillas de su amante y se acercó todavía más. El vello de su cuerpo se estiró como si quisiera salvar la distancia que las separaba. Su objetivo era estar todo lo pegada posible sin despertarla, y estaba tan cerca que el deseo de tocarla era casi insoportable.
Agachó la cabeza y aspiró el aroma de su piel color caramelo, tersa y apetitosa sobre su figura exquisita. El olor a sexo y sudor aún impregnaba su cuerpo, como un recordatorio de sus actividades de la víspera. Notó que le aumentaba la presión en la entrepierna al recordar sus juegos eróticos. Bajó más la cabeza, inhaló su enrarecido aliento matutino y enseguida le entraron unas ganas terribles de besarla. Zak solo se permitía aquellos momentos de intimidad imaginaria en las horas previas al amanecer. Mientras la mujer dormía a su lado, ella fantaseaba con que tenían una relación de verdad. Sin embargo, no se la merecía a ella ni a aquel sueño. Había usado su cuerpo como un
arma de seducción durante tanto tiempo que las respuestas programadas habían dejado de distinguirse de las emociones reales. Todo lo que rodeaba a su presencia en aquel lugar era mentira. —¿Me vas a besar o te vas a pasar la mañana mirándome? Al volverse hacia Zak, sus largos mechones azabaches se derramaron sobre la almohada y se volvieron de color cobrizo oscuro. Su cara redondeada, nariz tirando a chata y ojos castaño oscuro se convirtieron en un rostro en forma de corazón, nariz respingona cubierta de pequitas y ojos de color chocolate con vetas verdosas. Poco a poco, el rostro de Gwen se transformó en el de Sara, que le sonreía y
esperaba que la besase. Zak retrocedió de un salto y se cayó bruscamente al duro suelo de azulejos de la habitación del hotel. Se había sumido en un sueño inquieto en el sofá hacía solo una hora. Tras salir huyendo de la habitación de Sara, se había reñido por ir a cenar con ella. Se lo había propuesto porque se sentía culpable, y un simple momento de debilidad casi la había llevado a divulgar información personal. Había algo en la voz de Sara cuando hablaba de sus padres que le llegaba a Zak muy dentro. Era raro ver un amor y una devoción así en aquellos tiempos, sobre todo en las familias. Le
recordaba a cómo solía ser su propia familia. La falta de control de Sara sobre su vida también le tocaba la fibra sensible, porque era como si compartiesen un vínculo: una búsqueda mutua de la parte de sí mismas que faltaba. Sin tener en cuenta las repercusiones, había mirado a Sara a los ojos, partida entre la necesidad de establecer una relación verdadera y el temor a hacerlo. Su única esperanza era que Sara no pudiera ver cuánto deseaba confiar en ella. Cuando le había tocado las manos, el contacto no solo había reverberado por todo su cuerpo, sino que había alcanzado un
rincón de su interior intacto desde hacía años. En su vida de antes no habría dudado en explorar los sentimientos contradictorios que le despertaba aquella seductora mujer. Pero en su vida de antes tampoco habría hecho daño a una persona como Gwen, ni siquiera porque fuera su trabajo. Aunque sabía que Gwen no estaba enamorada de ella, tenían una conexión, una confianza que se había roto. Cuando más dejaba su vida en segundo plano por motivos de trabajo, más se sentía como un instrumento de la Compañía, en lugar de una persona. ¿Los sentimientos podían atrofiarse
por desuso? Podía ser que la falta de sueño tuviera algo que ver con aquella incursión tan improductiva en el terreno introspectivo. Lo único que tenía que hacer era recordar durante unas cuantas horas más que no conocía lo bastante a aquella mujer para sentir algo por ella que no fuera exasperación. Un día más y sería libre. Después podría aclarar las emociones residuales, descansar y coger un encargo que la agobiara menos. Emergió del lío de la manta con la que se había tapado y se dirigió al baño. Tras una ducha caliente, Zak estaba en el aeropuerto a las cuatro y lo tenía
todo listo cuando Sara llegó a las seis. Su clienta llevaba un traje de safari muy adecuado, así que no fue necesario sermonearla sobre la ropa blanca nuclear ni de colores chillones que atraían a los animales y los insectos. Ni los pantalones militares ajustados y la blusa color caqui ni la ligera chaqueta eran nada del otro mundo, pero aun así se granjeó las miradas apreciativas y los comentarios en swahili de los trabajadores del aeropuerto. Zak le dio los buenos días con un gesto de cabeza, pero cargaron el equipaje y se acomodaron en el avión sin cruzar palabra. En el vuelo de
cuarenta y cinco minutos de Mombasa a la pista de aterrizaje de Keekorok, en la reserva nacional de los masáis mara, Sara no hizo gala de la energía que había tenido durante el vuelo desde Londres. Se la veía retraía y preocupada. Aunque el cambio le hacía la vida más fácil a Zak, esta también se sintió decepcionada. Había esperado que su último día fuera a ser cordial y a estar lleno de nuevas experiencias para Sara, pero aquello seguramente era lo mejor. Cuanto menos significativas fueran sus interacciones, menos recuerdos tendría que olvidar o tratar de ocultar. ***
Sara miró a Zak, completamente vestida de negro, al tomar asiento en el avión. Se preguntaba qué la habría impulsado a tocarla la noche anterior en la cena. Desde que lo había hecho, Sara se sentía desequilibrada y confusa. Aquella mujer distante y evasiva no se parecía a nadie que hubiera conocido nunca, pero tenía algo que la intrigaba. Su sentimiento de culpabilidad católico había hecho acto de presencia y había intentado llamar a Rikki dos veces, aunque en ambas ocasiones tuvo que dejarle un mensaje. Luego su espíritu de católica reformista se rebeló. No había hecho nada malo. Sencillamente se había
acercado a Zak en un momento de dolor compartido, cuando esta había bajado la guardia. Su conexión había sido breve, pero tangible. Que ahora no le dirigiera la palabra debía de ser su castigo, pero de alguna manera le daba la impresión de que había valido la pena. Al mirarla a los ojos del color del acero y saber que la comprendía, se había sentido más justificada que nunca. No obstante, la conexión había sido frágil y al cabo de unas horas Zak Chambers saldría de su vida. El avión inició el descenso y Sara miró por la ventanilla por primera vez desde el despegue. Una vasta
extensión de tierra anaranjada y matorrales se extendía hasta el horizonte, y una manada de ñus salió huyendo espantada por el rugido de los motores. De vez en cuando un árbol solitario rompía la uniformidad de la planicie. Había líneas que se entrecruzaban en todas direcciones sobre la sabana y, a medida que ellos descendían, estas se convirtieron en senderos. Intentó distinguir algún signo de civilización cuando el avión se acercó a tierra firme. —¿Dónde está el aeropuerto? — preguntó, con voz forzada e inusualmente tensa. —Ahí delante. El aeropuerto de
Keekorok. —Pero no veo nada, salvo... —Uno de los senderos se convirtió en una carretera de un solo carril llena de baches y grietas, flanqueada por rocas y arcilla roja, con un arbusto y una manga catavientos—. Ay, Dios mío. Las ruedas tocaron tierra y Sara se agarró de los reposabrazos para que no le castañetearan los dientes. —Esto tiene que ser broma... Le pareció oír una carcajada suave de Zak justo antes de que una nube de polvo engullera el avión. Hundió las uñas en la tela del asiento hasta que le dolieron los dedos. Al menos, si el avión no podía frenar enseguida,
tendría mucho espacio para ir en punto muerto. Intentó mirarlo por el lado bueno y, para cuando quiso darse cuenta, el avión se había detenido. A la izquierda de la pista improvisada había una plataforma de cemento con dos bancos sin respaldo en una marquesina de lata. De una construcción de piedra y barro pendía el letrero de los baños para damas y caballeros. —Podrías haberme avisado — refunfuñó. Pero Zak ya se dirigía a la puerta. —No veo nuestros camiones con los suministros. Eso querrá decir que tu nuevo guía tampoco ha llegado. Ve llamando a tu gente a ver qué ha
pasado mientras recojo nuestras cosas. —Sí, mi ama. Sara la saludó militarmente en un gesto burlón y llamó a Randall. Cuando acabó de hablar con él, salió del avión. Zak estaba bajo la marquesina, con los brazos en jarras y mirando el avión, expectante. Sara inspiró hondo y estuvo a punto de ahogarse con el polvo seco que aún flotaba en el aire. El cielo era de un azul purísimo, sin una sola nube, y la temperatura era primaveral. Había dos personas merodeando cerca de los baños, pero no veía a nadie más: ni coches, ni casas, nada más que la vasta sabana. Bajó al suelo y fue lentamente
hacia Zak. —¿Esto es el aeropuerto? —Zak asintió—. Mi abogado dice que el guía tendría que estar aquí con los suministros, pero parece evidente que no es así. —¿Cómo se llama el guía? —Roger Kamau. Zak sacó el móvil del cinturón, pulsó las teclas y habló en un idioma que Sara no reconoció, si bien por la entonación del dialecto le salía bastante natural. La cadencia familiar que había reconocido en el habla de Zak al conocerse era un deje africano. ¿Qué más había que no sabía de Zak Chambers y probablemente nunca
llegaría a saber? En cuanto Zak colgó, le preguntó. —¿Qué idioma era ese? —Swahili. Vendrán a buscarnos dentro de unos minutos. Te daré la latitud y longitud de dónde pernoctaremos cuando lleguemos, para que se las puedas enviar a tu guía. A lo mejor nos encuentra por la mañana. —¿Que van a venir a buscarnos? ¿Qué has hecho, llamar a un taxi en el medio de la nada? Zak le dedicó una sonrisa traviesa. —Algo así. A lo mejor quieres usar el baño antes de que nos pongamos en marcha —indicó con la cabeza el primitivo edificio de piedra—. Será
una hora de camino, pero te parecerán cuatro. Sara evaluó las opciones que tenía. —Creo que esperaré. —Como quieras, pero no pienses que eso va a ser mejor. Dicho lo cual, Zak se sentó en la plataforma elevada de cemento de la marquesina, estiró los pies en el suelo y se reclinó contra un poste. —¿Qué significa eso? —Que como no tenemos nuestros suministros, tendremos que pasar la noche en el camino, así que el alojamiento no es que vaya a ser precisamente de cinco estrellas. Sara se sentó al lado de Zak en el
suelo y la observó. Había desaparecido parte de la tensión que normalmente contraía su rostro de alabastro con arrugas de preocupación. Sin embargo, la hipervigilancia del cazador y la presa seguía presente en el modo que paseaba la mirada a un lado y a otro. De hecho, estaba sentada como un muelle a punto de saltar. —Te encanta este país, ¿verdad? —¿Por qué dices eso? —Estás un poco más relajada. No me malinterpretes: todavía estás más revolucionada que los motores de un jet antes de despegar, pero algo ha cambiado. Cuando Zak siguió contemplando
los alrededores, Sara pensó que ignoraría por completo su comentario. —Es más fácil ver si algo se acerca en la sabana. Las amenazas no vienen camufladas en forma de amigos o socios amistosos. La vida consiste sencillamente en grados de peligro que varían. —Eso suena un poco pesimista. Cuando miro a mi alrededor, veo potencial. Parece hermoso, abierto y salvaje. Casi puedo saborear la emoción. La gente a la que he conocido en Mombasa a lo largo de los años siempre ha sido amable, trabajadora y deseosa de ayudar. Nadie descansa, nadie da por sentado lo que tiene.
Supongo que en la sabana será lo mismo. ¿Qué peligro puede tener? —No pueden permitirse dar por sentado nada. Tienen que trabajar día a día solo para sobrevivir. —A medida que hablaba, los ojos de Zak refulgían con intensidad. Su voz ronca subió una octava y las palabras brotaron de sus labios sin esfuerzo—. La clase media está empezando a surgir en África desde hace muy poco. Normalmente o eres rico o eres pobre, y los ricos quieren que siga así. En un entorno socioeconómico tan desequilibrado, el peligro es algo inherente, eso sin mencionar los intentos del gobierno corrupto de engañar a todo el mundo.
—Tenía razón, te apasiona este sitio. Es bueno saber que sientes ese tipo de pasión por algo. Empezaba a preocuparme por tu alma, Ninja. — Sara sonrió y le dio un golpecito a Zak con el hombro—. Ojo, o empezaré a pensar que eres una persona agradable. —¡Ndugu, ndugu! —Una nube de polvo se movía hacia la plataforma desde la sabana y una voz llamaba desde el interior—. Ndugu. Zak y Sara se levantaron y se volvieron hacia el vehículo que se acercaba. —¿Qué dice? —Dice «hermana» en swahili. Es
Ben, nuestro conductor. El jeep de color óxido todavía no había frenado del todo cuando un joven saltó del asiento del conductor y se abalanzó sobre Zak. Era alto y delgado, como ella, fibrado pero no musculoso. Su piel color chocolate estaba cubierta de polvo del camino. Sus altos pómulos, la frente despejada y el cabello trenzado con cuentas quedaban complementados con un shuka rojo liso anudado a la cintura. —¡Jambo! Estás en casa. Le dio a Zak un abrazo de oso, la levantó en volandas y giró con ella como si pesara menos que una pluma. —Ben, no puedo respirar.
La soltó, pero aún bailotearon un rato más, lanzando puñetazos en broma como si fueran niños en un patio. Así que aquella era Zak Chambers sin riendas. Tenía las mejillas sonrosadas por la emoción; era como si el azul de sus ojos se fundiera con el del vasto cielo; su radiante sonrisa era auténtica y el pequeño espacio entre las paletas le daba un aspecto casi infantil. La vitalidad emanaba de ella como el calor emana del sol ardiente. Era exquisita. Cuando el entusiasmo por el reencuentro se apaciguó un poco y ellos se quedaron mirándose sin más, Sara carraspeó y dio un paso adelante.
—Ah, sí, Ben, esta es la señora Sara Ambrosini, mi clienta durante el día de hoy. Sara, este es Ben Owenga. —Encantada de conocerlo, señor Owenga. —Señora Ambrosini, me llaman Ben. —El notable acento de las consonantes al hablar le daba un aire cálido y hospitalario. Tenía un ritmo casi musical—. Solo Ben. —Y yo soy Sara. —Percibía la generosidad de aquel joven y le cayó bien enseguida—. ¿Eres amigo de Zak? Zak le lanzó una mirada de advertencia. La hora de las celebraciones había pasado.
—Eso tendrá que esperar; tenemos que irnos. —A nuestra aldea. Sois invitadas — sonrió Ben, cuyos dientes brillaban como si fueran estrellas en su rostro oscuro. Mientras Ben y Zak cargaban el equipaje y los bultos, Sara se dijo que era muy afortunada por pasar su primera noche inmersa en aquella cultura. Estaba impaciente por aprenderlo todo de la vida en las zonas rurales, en donde estaría su escuela. Seguro que la gente de la aldea de Ben había conservado algunos de los modos de vida tradicionales, aunque hubieran modernizado otros.
Lo que seguro que no se había modernizado eran las carreteras, si es que podían llamarse así. No tenían señales, ni indicadores ni límites de velocidad. El camino polvoriento que seguía Ben apenas era lo bastante ancho para que pasaran dos vehículos, pero no habían visto ningún otro coche desde que habían abandonado la pista hacía treinta minutos. Cada bache, grieta y socavón la sacudía como un martillazo. No había ni un solo punto del gastado asiento trasero que ofreciera un mínimo acolchamiento. Se aferró de las agarraderas que había a los lados para intentar estabilizarse mientras Zak y
Ben hablaban animadamente en swahili, como si no les molestase nada de nada. En un momento dado, Ben se volvió hacia ella. —¿Te gusta masaje africano? —¿Masaje? Más bien parecía una tortura. —Sí, gratis. Su sonora carcajada resonó en el vehículo y Sara sonrió pese a su dolorido trasero. El aire caliente entraba a raudales por las ventanillas y traía consigo una renovada pátina de polvo naranja. Buscó en la consola algún botón para poner el aire acondicionado, sin éxito. De repente, dio gracias por que Rikki hubiera
preferido no acompañarla, ya que, si el resto del viaje se parecía a aquello, habría sido difícil mantener el optimismo con las quejas continuas de su pareja. Cambió de postura en el incómodo asiento y miró a un grupo de hombres a un lado de la carretera, que formaban una fila como si bailaran la conga. Cada uno de ellos blandía o un pico o una azada al mismo tiempo, siguiendo un ritmo silencioso. —¿Qué hacen esos hombres? —Plantan cable de fibra óptica para que llegue Internet —explicó Ben—. Muy buen trabajo. Empiezan al amanecer, terminan a la noche.
—¿Y adónde van esos? —señaló el flujo incesante de gente a ambos lados de la carretera—. ¿Hay algún festival? Llevan bolsas y cestas llenas de cosas. A Sara le parecía un desfile colorido dirigiéndose a un destino en la distancia. —Algunos van a trabajar, otros a vender artículos en la ciudad. Empiezan muy temprano. —Increíble. ¿Hasta los domingos? —dijo Sara, casi para sí misma. —Cada día. Cuando volvió a prestar atención al interior del coche, se dio cuenta de que Zak la miraba con expresión divertida, como si fuera una adolescente
preguntona. —Ya casi hemos llegado a la aldea. Al cabo de unos minutos llegaron a la cima de una pequeña colina desde donde se veía la sabana extendiéndose kilómetros y kilómetros por todos lados. Una cerca de ramas de arbustos de espino rodeaba varias chozas de barro de un metro y medio de altura. Un grupo de hombres ataviados con coloridos ropajes y cuentas estaba reunido fuera de la cerca, bajo la única sombra que proporcionaba una acacia. Los niños pequeños jugaban al pillapilla en el interior de la cerca, mientras que las mujeres estaban sentadas a la sombra, en sus chozas,
ocupadas con algún tipo de trabajo manual. A Sara le extrañó aquel desvío cultural, dado que Zak se había mostrado de lo más impaciente por llegar a su destino. —Estamos en casa —anunció Ben, aparcando el jeep y agitando los brazos con orgullo para abarcar el humilde asentamiento—. Karibu. Bienvenida. Sara trató de contener la conmoción y mostrarse amable y apreciativa al bajar del vehículo, pero al parecer fracasó miserablemente. —Cierra la boca, señora Ambrosini —le susurró Zak desde detrás—. Respira y no des manotazos a nada que sea más grande que tú.
Le agarró el brazo a Zak, la atrajo hacia ella y habló en voz baja. —¿Dónde vamos a dormir? —Ben nos ha ofrecido una de sus cabañas. Es un honor. —¿Una de sus cabañas? —Sí, tiene tres. Una para cada esposa. —Seguro que tiene que haber algún hotel o algún hostal cerca. No me gustaría molestar a nadie. Sara había ido de acampada muchas veces y era bastante capaz de adaptarse a la mayoría de las cosas, pero aquel entorno daba un significado nuevo a la expresión «sin comodidades». Zak, por su parte, parecía estar disfrutando
mucho con su inquietud. —Me temo que no. Además, sería un insulto rechazar su invitación. —¡Ebony! —gritó una voz femenina. Sara la buscó y vio a una mujer alta de piel color moca que corría hacia Zak con los brazos abiertos. La tela roja que llevaba enrollada a modo de vestido apenas le cubría los generosos pechos, que estaban a punto de salirse con cada paso que daba. —Ebony. —Imani —susurró Zak, que también echó a correr. Se detuvieron cuando estaban a un brazo de distancia. Imani miró a Zak a los ojos y alzó las manos para tocarla.
Zak retrocedió un poco, pero Imani volvió a avanzar hacia ella. La tensión de Zak se desvaneció cuando Imani le puso las manos en las mejillas con delicadeza. Ninguna de las dos habló durante varios segundos, mientras Imani examinaba el rostro, el cuello, los brazos y las manos de Zak. El afecto con el que la acariciaba parecía muy cercano. Sara quiso apartar la mirada para darles un poco de intimidad, pero fue incapaz. Cuando Imani acabó su inspección, le levantó los brazos a Zak y se los puso en la cintura. Se abrazaron con fuerza e intensidad como si fueran amantes que llevaran mucho tiempo separadas. Era
evidente que aquellas dos eran buenas amigas. El dolor que sentía Sara en el vientre no tenía ningún sentido. Tras lo que le pareció una eternidad, las mujeres se separaron y fueron hacia ella cogidas del brazo. Zak las presentó, aunque tan solo apartaba los ojos de Imani los mínimos segundos imprescindibles. —Imani es la hermana de Ben. Su padre es el jefe de la aldea. Le conocerás luego en la celebración. La mujer era incluso más espectacular vista de cerca. Aunque tenía la piel algo más clara que Ben, la semejanza era obvia. La tenía inmaculada, sin imperfecciones, sus
labios eran gruesos y tenía los ojos del color de una canica dorada. Llevaba el oscuro y rizado pelo muy corto, parecido a como lo tenía Zak, y al sonreír todo su cuerpo irradiaba hospitalidad. Sara entendió de repente la atracción de Zak, pero no el vínculo que compartían. La caricia de aquella mujer parecía haber transformado a Zak. Ya no tenía los hombros y la espalda tan rígidos como siempre, sino que se la veía relajada. Zak, que siempre rehuía el contacto físico, se aferraba a Imani como si fuera lo único que la mantenía a flote. En lugar de vigilar los alrededores como había hecho desde el
primer momento, ahora no le quitaba ojo de encima a la mujer que tenía al lado. Sara se tragó una oleada de celos, porque habría deseado ser el objeto de la atención de Zak, y asintió, cautivada aún por los cambios que observaba en ella y por la familiaridad y confianza que había entre las dos. Estaba segura de que su relación era de amistad y nada más, ya que la homosexualidad era tabú en África, sobre todo en las zonas más tradicionales, pero de repente no quería dejar allí a Zak mientras ella se adentraba en la sabana. —Vamos a ver a los demás —le dijo Zak, y echó a andar hacia el interior de
la aldea. Los niños se agolparon a su alrededor, con un halo de moscas alrededor de las cabecitas. Les tiraron de la ropa y se rieron cuando Zak e Imani se dirigieron a ellos en su idioma nativo. Toda la aldea se alineó para darles la bienvenida. Era evidente que Zak conocía a varios de los mayores y a algunos de los niños. Todos la llamaban Ebony. Cuando Ben regresó, le traía a Zak su bolsa. Ella la abrió y se sentó en el suelo calentado por el sol. Los niños saltaron sobre ella y lanzaron gritos de placer cuando sacó lápices de colores y papeles y se los dio.
Estando Zak ocupada, Sara se sentó con Ben en una esterilla de paja que había extendido en el suelo. —¿Hace mucho que conoces a Zak? —Ah, sí, señorita. Vino a nosotros de niña. —¿De niña? No lo entiendo. —Su familia vivía en nuestra aldea tres meses cada año para ayudar con medicinas. Yo, Imani y Ebony éramos muy jóvenes. Es familia —explicó con su amistosa y tranquilizadora cadencia de voz. —¿Por qué la llamáis Ebony? —Imani la llamaba Ebony. Ella cuenta historia. Mientras Zak e Imani jugaban con
los niños, Ben le contó anécdotas de cómo había sido crecer con la desgarbada niñita blanca como parte de su familia masái. Hubo otros que se reunieron en torno a ellos y compartieron sus propios recuerdos sobre la entusiasta y tozuda pequeña que quería hacerlo todo. El idioma le costaba, pero al segundo año ya lo hablaba con fluidez. Las mujeres le enseñaron a cocinar, a hacer collares de cuentas para venderlos en el mercado y a ayudar a construir las cabañas de estiércol y orina de vaca. Los hombres eran más reacios a compartir sus costumbres tribales, pero año tras año Zak retornaba aún
más decidida a aprender. Al final la dejaron construir armas, usar la lanza y cuidar del ganado. A los quince años, que era la edad en la que los masáis consideraban que los adolescentes varones se convertían en hombres, a Zak le permitieron cazar con los guerreros. Había sido la primera vez que una mujer participaba en una caza de una tribu masái. A medida que oía todas aquellas historias, Sara se hizo una imagen mental mucho más clara de Zak. Su fuerza de voluntad había contribuido sin duda a integrarla con los masáis. Al aprender a vivir de la tierra, se había vuelto más
autosuficiente. Su desdén por la riqueza y las posesiones materiales era obvio a la luz de que todo lo que necesitaba lo llevaba en su viejo petate. Su amor por aquella tierra y sus gentes estaba tan arraigado en ella como lo estaba el calor a la sabana. Pero ¿de dónde había salido la mentalidad de lobo solitario? Estaba claro que aquella gente valoraba mucho la familia y la comunicación. A lo mejor tenía alguna relación con su familia natural. —¿Así que Zak ha venido cada año desde que era pequeña? —le preguntó a Ben. —No en tres años, ahora. Hasta
entonces, cada año. —¿Qué pasó? —se interesó. Sabía que Zak creería que estaba cotilleando, pero no pudo contenerse. Ben la miró con sus grandes y marrones ojos y su expresión se llenó de tristeza de repente. Desvió la mirada hacia la sabana. —Ella debe contar historia. La respuesta le sonaba igual que las evasivas de Zak, pero viniendo de Ben le pareció que era una cuestión de respeto. Su cariño por Zak era palpable. Ella le sonrió justo cuando un grupo de mujeres y hombres mayores se congregaban a su alrededor.
—¿Dónde están los chicos jóvenes? —Cuidan del rebaño, a veces muy lejos de aldea. Vuelven de noche. Le explicó las responsabilidades de los jóvenes en la tribu mientras Sara contemplaba a Zak y a Imani con los niños. Parecían un dúo profesional, alternando diversión con directrices. De vez en cuando Imani le rozaba el hombro a Zak o le tocaba la mano y se miraban a los ojos un segundo. Cuantas más cosas sabía Sara de Zak Chambers, más preguntas tenía. —Hora de preparar fuego. Ben se puso en pie y dijo algo en swahili. Las mujeres se pusieron a recoger ramitas y troncos en el área
cercana y los apilaron en el hoyo para la hoguera que había en el centro del cercado. —Viene noche, también animales. Sara estaba tan enfrascada con las historias sobre Zak que no se había percatado de que transcurría el día. El enorme sol naranja se hundía en la planicie y pintaba el cielo con un contraste de rojo y azul. La vasta expansión de tierra absorbió la puesta de sol con reverencia y serenidad, a diferencia de los anocheceres contra la silueta recortada de las ciudades. Nunca había visto nada con tanta vida, aunque no hubiera nada que se moviera hasta donde le alcanzaba la
vista. La enormidad de la puesta del sol casi la dejó sin aliento. A medida que la luz se desvanecía en el firmamento, los sutiles cambios de color y atmósfera la embelesaron. Era una vista magnífica y, de repente, sintió la necesidad de compartirla con alguien que le importara. Llamó a Rikki al móvil, sin preocuparse por la diferencia horaria ni el coste, porque estaba deseosa de disfrutar aquel momento maravilloso con su amante. Nunca se había sentido tan conectada a la enormidad del universo y quería experimentarlo con la persona que compartía su vida. A cada tono de llamada que pasaba sin
que descolgara, su entusiasmo fue desapareciendo. Cuando saltó el contestador, colgó. —Hace que te des cuenta de lo insignificante que somos en el conjunto de todo, ¿verdad? —comentó Zak, a su espalda, mientras contemplaba cómo el último rayo de luz se escurría del cielo. —No había visto nada tan bonito en la vida. Realmente te hacer mirar las cosas con perspectiva. —Deberíamos acercarnos al fuego. La ceremonia está a punto de empezar. —¿Ceremonia? —La danza tradicional de bienvenida masái. Luego comeremos y
descansaremos. Todos los miembros de la tribu se habían cambiado las ropas ordinarias del día a día por ropas más coloridas y festivas mientras ellas contemplaban el anochecer. Los hombres se habían puesto a un lado del fuego y las mujeres en el otro y empezaron a tararear un zumbido rítmico combinado con un cántico y un eco. Los hombres saltaron hacia arriba y las mujeres sacudieron los collares de cuentas que llevaban al cuello y cocearon el suelo. Zak se sentó con Sara en el suelo y le explicó lo que significaban las ropas de colores, las cuentas, las armas y cada paso del
baile. La energía y el respeto por la danza perfectamente coreografiada recorrían los cuerpos de los participantes. Los tambores resonaban en lo más hondo del pecho de Sara y el cántico evocó imágenes de sus ancestros primitivos realizando el mismo ritual. Estaba cautivada por la cultura, el jolgorio y las reacciones de Zak. Se la veía fascinada. Golpeaba dos palos contra una piedra al ritmo de los tambores y movía los labios como si entonara en silencio el cántico y el eco. Era lo más animada que había visto a Zak Chambers desde que la conocía. La vida en aquel lugar la llenaba. Sara
lamentó que terminaran la música y el baile. Trajeron la comida al fuego, el jefe la bendijo y sirvieron primero a los ancianos. Mientras esperaban su turno, Zak se acercó a Sara y le susurró: —La carne es gallina de Guinea, así que debería estar bien. El ave sabía a pato asado y la pasta de maíz parecía pan de maíz triturado. Era una comida deliciosa, o puede que sencillamente estuviera hambrienta después de todo lo que habían hecho aquel día. Cuando terminaron de comer, todos se sentaron alrededor del fuego y fueron bebiendo de una calabaza que pasaba de mano en mano.
Al llegarle el turno a Sara, Zak le dijo: —Yo que tú lo pasaría. —Bueno, tú no eres yo y yo no quiero parecer desagradecida. Además, quiero probarlo todo. Dio un buen trago y enseguida se arrepintió. El intenso sabor a hierro se le pegó a la lengua y casi le entraron arcadas. Apenas podía tragar el rancio potingue sin vomitarlo. Debió de notársele en la cara, porque Zak le dedicó una sonrisa de «te lo dije». Cuando fue capaz de articular palabra, le preguntó. —¿Qué es eso? —Leche y sangre de vaca. Es un alimento básico y un gusto adquirido.
Sara se notó palidecer y se le revolvió el estómago, tanto por saber lo que había bebido como por su sabor. Vio como Zak e Imani bebían un poco del repugnante elixir y pensó que se desmayaría. Ellas rieron juntas y se pusieron a hablar animadamente en swahili, seguramente sobre ella. Cuando la calabaza acabó de pasar por el círculo, el grupo empezó a romperse. Las parejas se reunieron y desaparecieron en sus cabañas con sus hijos. El jefe Owenga, Ben, Imani y Zak se pusieron a discutir algo que sonaba importante en swahili. Ben le pasó a Zak un papel doblado y, cuando ella lo abrió, se tensó de repente.
Aunque Sara no entendía de lo que hablaban, reconocía el tono de enfado de Zak. Imani le puso la mano en el brazo, como si quisiera calmarla, e indicó a Sara con la cabeza. Siguieron hablando entre susurros, hasta que los faros de dos coches iluminaron el campamento. Los vigilantes nocturnos masáis acompañaron hasta la aldea a un hombre bajo y rubicundo y a un africano. —Soy Roger Kamau, el nuevo guía —se dirigió a Sara—. He traído dos vehículos y los suministros. Randall le envía saludos. Tras una ronda de presentaciones,
Zak le ofreció a Roger un sitio junto al fuego para discutir el traspaso, como ella lo llamaba. Sara la escuchó explicarle los detalles preliminares y se dio cuenta de que su asociación estaba siendo terminada. Puede que fuera solo que se sentía desamparada en el medio de la nada, pero la idea de confiar su seguridad a aquel hombre le revolvió el estómago casi tanto como beber sangre de vaca. —¿Hablas swahili? —preguntó Sara, con la esperanza de encontrar cualquier excusa para mandarlo de vuelta por donde había venido. Puede que Zak fuera irritante y cabezona, pero al menos Sara se sentía segura a
su lado. —No, pero no creo que eso vaya a ser un problema. El idioma principal de África es el inglés. —Estaremos en la sabana —apuntó Sara, empecinada—. Me sentiría más a gusto con un hablante nativo. —Zak la miró, interrogativa—. Podemos hablarlo por la mañana, no me encuentro muy bien. La pócima lechosa le dio otra vuelta en el estómago. —Por supuesto, señora Ambrosini. Roger se levantó cuando lo hizo Sara y le dio las buenas noches. Cuando se alejó del fuego, Sara cayó en la cuenta de que no tenía ni idea de
adónde iba. Antes de que le diera tiempo a volverse para preguntar, Zak e Imani la flanquearon. —Allí —dijo Imani, señalando una choza cerca de la parte trasera de la aldea. Le dedicó a Zak una mirada que Sara estaba demasiado cansada y enferma para interpretar y se marchó. Zak fue con ella a la cabaña y levantó la piel de animal que cubría la entrada para dejarla pasar. —Ya sé que no es exactamente a lo que estás acostumbrada, pero solo será una noche. La zona de dormir está a mano izquierda al entrar. Alguien mantendrá el fuego encendido durante
la noche, así que no pasarás frío. Te recomiendo que duermas con la ropa puesta. —Estaré bien. ¿Dónde vas a dormir tú? —Yo haré las rondas. —¿No vas a descansar? Zak negó con la cabeza. —Tampoco se me da muy bien. Ah, y no salgas del cercado bajo ningún concepto. Los espinos, el fuego y los guardias están ahí por un motivo. De vez en cuando los animales salvajes atacan las aldeas. —Buenas noches. Sara agachó la cabeza, entró en la choza y se inclinó para orientarse en la
oscuridad. El pequeño fuego que había a la derecha de la entrada emitía un humo que salía por un agujero en el techo. Se atragantó con la densa humareda y se abanicó con la mano para poder respirar aire puro. Por la mañana olería igual que una salchicha ahumada. A la izquierda había una pared de barro a media altura que separaba parcialmente el área de la entrada del espacio para dormir. Sobre el duro suelo de tierra compacta había extendida una piel de animal a modo de lecho. Toda la estructura era más pequeña que el armario que tenía en casa. Sara dio gracias por llevar
pantalones y manga larga y se hizo la nota mental de comprobar que no se llevaba polizones al día siguiente. Se quitó la chaqueta y la usó a modo de almohada para intentar ponerse cómoda en el diminuto espacio. Sus intentos de sueño se vieron interrumpidos por las náuseas, que la obligaron a salir tambaleándose de la cabaña, y las voces, cada vez más altas y acaloradas, a lo largo de la noche. *** Cuando Zak creyó que Sara dormía, sacó el papel doblado que le había dado Ben y se lo entregó a Roger Kamau. Estaban sentados a solas junto al
fuego, así que se sintió segura para interrogarle. —¿Has visto esto? Roger examinó el papel en la penumbra. —Es una copia del permiso de conducir de Sara, su pasaporte y su tarjeta de la seguridad social. Su mirada saltó del campamento al fuego. Claramente evitaba mirarla a la cara. —No he preguntado lo que era. Eso es evidente. ¿Lo habías visto antes? Roger cambió de postura. Era una táctica para ganar tiempo y encontrar una mentira plausible. Aquellos documentos solo habían estado lejos
de Sara una vez durante aquel viaje. Parecía ser que el personal del Hotel Serena Mombasa no era tan leal como ella creía. —Sí lo has visto. ¿Dónde? Se metió la mano en el bolsillo y sacó un papel idéntico. —Me los dieron cuando me asignaron el trabajo —¿Por qué? —No estoy seguro. —Roger palideció. A aquel hombre no se le daba bien mentir deprisa. —¿Vives en Nairobi? —Sí —contestó él, precavido. —¿Quién te dio esta información? —Mi jefe. Trabaja para el Servicio
de Parques Nacionales. El abogado de la señora Ambrosini le llamó porque necesitaba reemplazar a un guía. —¿Y? —Zak empezaba a impacientarse con aquel juego del gato y del ratón. —Supongo que quería estar seguro de que encontraba a la persona correcta. Zak le rodeó la garganta con las manos en un abrir y cerrar de ojos. Él la miró con ojos como platos y el rostro enrojecido mientras luchaba por respirar. —Voy a darte una última oportunidad para contestar a mis preguntas y luego te daré de cena a la
primera fiera que encuentre de caza esta noche. ¿Entendido? Esperó a que asintiera y le soltó. Roger inspiró hondo unas cuantas veces y recuperó el color de la cara. —Alguna gente del gobierno quiere que este proyecto fracase. El papel ha sido distribuido por todas partes, como advertencia a aquellos que la ayuden en su empresa. —¿Qué tiene el gobierno en contra de una escuela que no les costará nada? —No están en contra de la escuela ni de la Fundación Ambrosini. Aquello solo dejaba una posibilidad, y Zak cerró los puños para controlar la ira.
—¿Entonces qué? Dilo. —La oposición es doble. Primero es algo personal contigo. Parece que tienes a un enemigo muy poderoso en el gobierno keniata. —Entonces estás de suerte, Kamau, porque tu trabajo consiste en sustituirme. Y tu lealtad se debe en primer y único término a Sara Ambrosini. ¿Cuál es el segundo problema? —No conozco bien los detalles, pero sé que hay opositores ricos y con mucha influencia que tienen hambre de tierras. —Tu trabajo es cuidar de la señora Ambrosini. Si me entero de que le has
fallado, sea como sea, te perseguiré hasta los confines del mundo. ¿Me has entendido? A Kamau se le movió la prominente nuez al tragar saliva. —Sí. —Entonces nos entendemos. Buenas noches. Zak fue con Ben, que estaba en la entrada del campamento. Él le pasó su lanza y su garrote, para efectuar el relevo de la guardia, antes de dirigirse a su cabaña. —Buena guardia, Ebony. Era la primera vez que estaba a solas desde que había llegado y disfrutó de la noche. Mientras
patrullaba el perímetro de la aldea, fue pasándose la lanza de mango labrado de mano en mano y se acordó de cuando talló su propia arma, hacía años. El olor a tierra quemada se mezclaba con las señales de presencia humana y la capa de humo de madera que flotaba en el aire. El cielo estaba abigarrado de estrellas, cuyo brillo no quedaba enmascarado por las luces artificiales de la civilización. En la lejanía, el chillido musical de una hiena rompió el silencio con su tono modulado. Parte de la emoción de África eran los sonidos salvajes de los animales que sobrevivían gracias al instinto. La adrenalina la recorrió al
reconocer el desafío y el potencial que aquel país siempre había representado para ella. Definitivamente, el giro en los acontecimientos era un verdadero reto. Se sentía como si hubiera dado un salto en el tiempo y se encontrara tres años antes. Un hombre corrupto en un cargo de poder fue el causante de la muerte de su padre. Nunca se había demostrado, pero lo sentía en las tripas. Ahora quería... ¿qué?, ¿prohibirle la entrada a Kenia o eliminarla por completo? ¿Y qué era lo de la competición por la tierra? ¿Quién estaba detrás de aquello y por qué? Antes había salido del país por
deferencia a los deseos de su madre y al recuerdo de su padre. ¿Esta vez también iba a marcharse sin más? Daba gracias a que la decisión de dejar el encargo de Sara no tuviera nada que ver con aquellas noticias. Lo mejor para el proyecto de la escuela y para Sara en persona era que no estuviera involucrada. No quería ponerla en peligro, así que no podía explicarle por qué sería arriesgado seguir con ella. Ben y los demás vigilarían a Kamau y se asegurarían de que cumplía con sus obligaciones. Haría que Stewart investigase lo del problema de las tierras y allanara el camino para la construcción. Lo mejor
para todos era que se marchara. Al rodear la parte de atrás del campamento, Zak detectó movimiento dentro del cercado. Se puso en cuclillas detrás de un frondoso arbusto de espino y aguzó el oído. El sonido de arcadas y vómitos le confirmó que Sara seguía con el estómago revuelto. Zak la dejó hacer, para permitirle un poco de intimidad, y cuando Sara regresó a la choza ella enterró el vómito para que no atrajera a los animales. Estaba casi de vuelta en la entrada cuando un vehículo arrancó y dio marcha atrás levantando una nube de polvo y grava. Al ver alejarse los faros traseros del camión, Zak sintió
que la invadía el miedo.
CAPÍTULO SEIS A la mañana siguiente, Sara al despertar tenía el estómago cerrado y calambres en las piernas. Intentó estirarlas, pero le fue imposible en aquel espacio tan pequeño. La asaltó un extraño aroma a estiércol, basura y humo. Entonces recordó dónde se encontraba y lo que había pasado la noche anterior. Tenía el aliento rancio y enrarecido, como el aire que respiraba. Se estremeció al recordar el potingue repugnante que había bebido y las desagradables consecuencias.
Después de aquello podría soportar cualquier cosa. —Se ha ido. ¿Qué vas a hacer? — oyó que preguntaba una voz masculina en el exterior de la choza. —Ya no es problema mío, Ben. —A Sara se le puso la carne de gallina al oír la voz grave de Zak—. Sara, ¿estás despierta? Ella movió los labios para responder, pero no le salió la voz. Tenía la lengua pegada al paladar. Emitió un gruñido. —Ajá. —Te he dejado un poco de agua para beber y para lavarte junto a la puerta. Tenemos que hablar urgentemente.
Sara oyó alejarse a Zak y a Ben; se levantó y cogió las dos botellas y el pequeño barreño de agua tibia que le habían dejado fuera. Se bebió una botella de golpe, aunque temiera vomitar de nuevo, porque estaba deshidratada. Decidió no plantearse lo que debía de vivir en el barreño y se lavó la cara con el agua turbia. Aquello la despejó. Con la segunda botella se cepilló los dientes y la lengua hasta que los notó casi normales. El sol despuntaba justo en el horizonte cuando Sara apartó la piel que cubría la entrada de la choza. El cielo del este estaba estriado de sombras apagadas de color naranja,
rosa y lavanda que bañaban el campamento con una película de luz, como si fuera de gasa. La aldea zumbaba como una colmena y Sara tenía ganas de quedarse a mirar cómo todas y cada una de las actividades, en apariencia no relacionadas, se iban transformando en la vida cotidiana de aquella gente tan hacendosa, pero Zak, con el pelo mojado y vestida con un atuendo ninja limpio de color gris, se abalanzó sobre ella como un tren de mercancías. Empezó a hablarle ya mientras caminaba. —Tienes que llamar para que te envíen a otro guía. —Buenos días a ti también —
replicó Sara. Zak se paró delante de ella y la observó con una mirada penetrante de color azul, como los vientos ardientes de África. —Estás pálida y seguramente deshidratada de vomitar. Bebe mucha agua. —Eres de lo más zalamera de buena mañana. —Sara meneó la cabeza como si no la hubiera oído bien—. Pero rebobina. ¿Por qué necesito a otro guía? —Se ha ido. Se ha largado en mitad de la noche. —¿Kamau? —Cuando Zak asintió, Sara se tranquilizó por primera vez
desde que le había conocido la víspera —. ¿En serio? Qué mal —musitó, sonriendo. —Debo suponer que tienes un plan B, ya que sonríes ante este giro de los acontecimientos. A aquellas alturas, Ben e Imani se habían acercado a ellas y aguardaban a que contestara. —Creía que te ibas a quedar. —No. Al responder tan deprisa, cogió a Sara por sorpresa, que había esperado al menos que tuviera que pensárselo. —¿Por qué? Todavía estás enfadada por que te tocase los... —Por supuesto que no —la
interrumpió Zak, frunciendo el ceño con irritación—. Sencillamente, no es posible. —Cualquier cosa es posible si lo deseas. Si tengo que esperar a que Randall encuentre a otro sustituto, iremos retrasados antes de empezar. ¿Por qué no te lo piensas un poco? Te necesito, Zak. Ben e Imani, que escuchaban la conversación en silencio, miraron a Zak. —Lo siento, no puedo. Zak dio media vuelta y se alejó. Sara fue a seguirla, pero Imani alzó la mano para detenerla. —Ya voy yo.
—Es la mujer más tozuda y estrecha de miras que he conocido. ¿Qué problema hay? Si es cuestión de dinero, le pagaré más. Había sido una pregunta retórica, pero Ben cambió el peso de un pie a otro en el suelo polvoriento y contestó. —Ebony no quiere tu dinero. Quiere que tú segura. —Estaré más segura si se queda conmigo. Al menos la conozco, un poco, y me siento cómoda a su lado. Ben miró alternativamente a Sara y a Zak, como si se debatiera internamente. —Ella sabe cosas que tú no. Es más seguro sin ella.
Si el amigo de Zak creía que estaría más segura sin ella, era evidente que había pasado algo terrible desde que habían llegado. Las objeciones que Zak había puesto al trabajo hasta entonces no habían tenido nada que ver con el peligro, sino más bien con que le fastidiaba la tarea. Observó a Zak e Imani mientras hablaban, aunque no entendiera nada de lo que se decían. Al principio Zak hablaba con ella tranquilamente, pero de repente se envaró y adoptó una postura más defensiva. Al cabo de unos minutos apretó los puños, subió el tono y habló con más vehemencia. Lo único que distinguía Sara era una palabra que
usaba Imani y que Zak repetía mirando hacia ella. Mpenzi. —¿Qué significa mpenzi, Ben? Él miró al suelo, como si se avergonzara, y se alejó. *** La partida de Roger Kamau no había aplacado los temores de Zak. Era previsible, pero no una buena noticia. No le habían impresionado ni su carácter ni sus habilidades. Sabía que Sara le pediría que se quedase. Zak había tomado la decisión de marcharse deprisa, aprovechando la conmoción y el alboroto, pero ahora tendría que pensar mejor cómo hacer las cosas,
evaluar la amenaza de manera objetiva y, lo que más miedo le daba, analizar sinceramente sus sentimientos. Aquella mujer le despertaba emociones incómodas que no tenían el menor sentido. Su mera presencia era una distracción y su insistencia la molestaba hasta el punto de la irritación, pero su capacidad para pedir exactamente lo que quería, que al principio la agobiaba, había llegado a despertar en Zak una necesidad patética y perruna de cumplir sus deseos. En compañía de Sara, su armadura parecía fundirse y eso era una tendencia muy peligrosa, especialmente en un país tan
despiadado. Con una sola idealista en la sabana había ya demasiado, así que le convenía no perder el norte. Cuando Sara le pidió que se quedase y le dijo que la necesitaba, su espíritu protector resurgió. Fue como en el avión durante la tormenta, en donde había sentido el impulso de decir que sí y proteger a Sara de todo mal. Sin embargo, en esta ocasión la amenaza era ella: Wachira no tenía miramiento alguno por ahorrar daños colaterales. Los ojos de Sara eran cálidos y suplicantes y la atraían de un modo demasiado seductor. Zak rehusó y se alejó antes de que Sara se diera cuenta de sus reservas,
pero Imani la conocía mejor que Sara y vio lo que trataba de ocultar. —¿Por qué la rechazas, Ebony? —le preguntó Imani. —Ahora soy parte del problema. Kamau prácticamente ha admitido que hay una vendetta en mi contra. Y Wachira me odia, así que cualquiera cercano a mí es un objetivo. Además, ya sabes lo difícil que es para las mujeres viajar solas. —Eso nunca te había importado antes. Si te preocupa, llévate a Ben. Él sabe los años que no has estado. Él necesita más trabajo. —Se acercó a Zak y bajó la voz hasta hablar entre susurros—. ¿Por qué te resistes? Ella
es como tú. Te importa. No era una pregunta. Imani veía cosas que nadie más veía, siempre había tenido aquel don. Fue Imani la primera en darse cuenta de que los sentimientos de Zak hacia ella iban más allá de la amistad. Las largas conversaciones de camino al río para buscar agua ayudaron a Zak a aceptar su lesbianismo, aunque le rompió el corazón entender poco a poco que, por culpa de sus tradiciones culturales, Imani no podía corresponderla. Habían sido amantes en todos los sentidos salvo el físico, compañeras, confidentes y un punto de apoyo mutuo, firme y constante a lo largo de
los años. Cuando Zak necesitaba escapar, solía volver a África y a Imani. —No es eso —trató de explicarle Zak—. Es decir, sí, es como yo, pero... —¿Tu amante, mpenzi? —No, no mpenzi. Tiene a otra persona. —Te importa. Te brilla en los ojos, Ebony. —Es que me preocupo por ella, eso es todo. La mirada penetrante de Imani la dejó clavada en el sitio, hasta que Zak tuvo que bajar los ojos. —No vuelvas a hacerlo. No separes el corazón del cuerpo. Mata demasiado lento.
Imani regresó a la aldea y Zak dio una vuelta para intentar tomar una decisión. Quería ayudar a Sara y quería conocerla mejor, pero ¿valía la pena ponerla en peligro para satisfacer sus deseos egoístas? ¿Por qué todas sus decisiones tenían que conllevar elegir entre dos opciones que eran buenas y malas al mismo tiempo? Sara vio que Imani se mezclaba con el resto de los aldeanos atareados con el día a día y Zak se quedaba en la entrada de la aldea y echaba a andar de un lado a otro, levantando nubecillas de polvo con cada paso. Emanaba conflicto. A Sara le constaba que Zak
tenía una historia tormentosa. Estaba adherida a ella, igual que el polvo naranja de aquella tierra se pegaba al sudor. No quería causarle más problemas ni pesares en la vida, pero al mismo tiempo no quería hacer aquel viaje sin ella. Se sentía sola y vulnerable en un país sin muchas comodidades, y lo único que conocía era a Zak. Incluso siendo frustrante, arrogante y fría, había logrado que Sara se sintiera segura. Y aquello era casi tan aterrador como los peligros de la sabana. Se acercó a Zak y dijo: —Lo siento. Llamaré a Randall enseguida. No quiero causarte más
percances. Zak se volvió con una mezcla de dolor y tristeza en el rostro. —Es que no sería seguro que te acompañase más lejos. —¿Por lo menos puedes decirme por qué? —Es mejor que no lo haga. —Entonces tendré que suponer que tiene que ver con Wachira. Cuando el nuevo guía llegue, su despacho será mi primera parada. Tengo que saber a qué me enfrento. La piel marfileña de Zak palideció todavía más. —Me lo prometiste. —No hice tal cosa. Te dije que
intentaría no meterlo en esto. Pero si existe algún tipo de peligro, tendrá que saberlo, ¿no? —Ya te lo he dicho: él es parte del problema. Sara se le acercó un poco más y le acarició el brazo. Zak se retrajo al principio, pero luego se relajó y se dejó tocar. —Necesito a alguien en quien pueda confiar. Es verdad, no te conozco muy bien, pero creo que cumplirás tu contrato. Podemos jugar a poner guía y quitar guía durante días antes de encontrar a un sustituto adecuado. Sea lo que sea lo que haya entre Wachira y tú, estoy dispuesta a enfrentarme a
ello a tu lado, con todo el peso de la Filantrópica Ambrosini cubriéndote las espaldas. —No puedo pedirte que hagas eso. Es mi problema. —El azul cobalto de sus ojos se suavizó al sostenerle la mirada a Sara—. Te pondría en peligro y no podría vivir con eso. —¿Y podrías vivir con que me comiera un león o me violara una banda de criminales que merodee por ahí?¿Te resultaría más sencillo? Lo dudo, porque te gusto. Zak puso una mueca de dolor. —No digas esas cosas. —Entonces dime que te quedarás. No quiero chantajearte ni hacerte
sentir culpable, pero si funciona lo haré. Admito que no soy la clienta ideal e intentaré hacerlo mejor. Pero por favor, no me dejes aquí sola. Zak paseó un poco más, arriba y abajo, reflexionando sobre la petición de Sara. Cuando por fin se detuvo frente a ella, Sara contuvo la respiración. —Me quedaré con una condición. —La que sea. —Tienes que hacer todo lo que te diga, sin excepciones. Sara no reprimió una sonrisa de diablilla. —Suena mucho más prometedor de lo que esperaba.
¿Estaba negociando o coqueteando? —Hablo en serio. —Ya, siempre es así. Muy bien, haré lo que tú digas. —Sin pensarlo, abrazó a Zak cariñosamente y notó que se envaraba—. Lo siento —se apartó—. Te estoy muy agradecida y te prometo intentar portarme bien. —Recoge tus cosas. Nos marcharemos después de desayunar. Y me gustaría pedirle a Ben que venga con nosotras. Está más al día sobre la región. Además, tiene una camioneta y necesitamos otro vehículo. ¿Te parece bien pagarle? —Por supuesto. —Sara hizo una pausa, preguntándose si su hermana
también se uniría a ellas, en caso de poseer algún talento que Zak necesitara para el viaje. La idea le inquietaba, pero no quería darle vueltas a por qué—. ¿E Imani? —¿Qué pasa con ella? —¿También nos acompañará? —Aquí tiene responsabilidades. —¿Marido e hijos? —No. Zak se dirigió hacia el camión cargado con suministros que había traído Kamau la noche anterior. Mientras se alejaba, Sara trató de sacar algo en claro de sus sentimientos. Le aliviaba que Zak se quedase, pero al mismo tiempo su insistencia por
lograrlo la confundía. Seguro que había hombres capaces de hacer el trabajo, pero quería y, si era sincera consigo misma, necesitaba a Zak por motivos que no alcanzaba a dilucidar. Sencillamente las tripas no le permitían dejarla marchar, y eso la hacía sentir culpable. Rikki y ella eran pareja y no iba a engañarla, así que ¿por qué sentía aquella conexión intangible con una mujer a la que apenas conocía? ¿Y por qué la amistad de Zak e Imani le parecía tan íntima y amenazadora? Puede que el calor, la deshidratación y las náuseas estuvieran jugándole una mala pasada, pero ahora al menos
tendría más tiempo para aclararse. Zak se iba a quedar con ella unos cuantos días más y no se le ocurría nada más agradable que someterse a los deseos de aquella misteriosa y atractiva mujer. En sentido figurado, por supuesto. Después de desayunar, Sara volvió a intentar hablar con Rikki, sin éxito, y le dejó otro mensaje. Llevaban un día entero sin hablar y aquello no era propio de Rikki, que necesitaba estímulos y muestras de afecto continuos. Como Sara solo podía proporcionarle lo segundo desde la distancia, lo primero le preocupaba. Se despidió de todos los de la aldea y fue al camión, en donde Zak y Ben
hablaban en voz baja. Cuando dio la vuelta a la esquina del vehículo, Zak escondió algo a su espalda. —¿Más secretos? ¿Qué tienes ahí, Chambers, armas de destrucción masiva? La cara de Zak lo dijo todo. —¿Armas? ¿Necesitamos armas? Zak sacó una amenazadora y larguísima arma, que parecía salida de una película de Rambo. Tenía un cargador colgando de la parte de abajo, con suficiente munición como para barrer la aldea. Ben llevaba un par de pistolas de mano que guardó enseguida en la faja de su shuka. —¿Has usado un arma alguna vez?
—le preguntó Zak. —No. ¿De verdad crees que será necesario? —contestó Sara, consciente de que miraba las armas con ojos como platos. —No quiero arriesgarme. Olvida que las has visto. Podríamos meternos en problemas muy serios si alguien sabe que las tenemos. —Me pregunto por qué —musitó Sara, mientras cargaba su equipaje en la parte trasera de la camioneta y trataba de regular su desbocado ritmo cardíaco. Imani corrió hacia ellos agitando un paquetito envuelto con hojas. —Comida para el camino.
Se lo dio a Ben, lo abrazó y le dijo en voz baja algo en swahili. Luego abrazó a Zak, pero a ojos de Sara no fue un abrazo casto y familiar como el que le había dado a su hermano, sino que le pareció demasiado cercano e íntimo como para sentirse tranquila. Cuando se separaron, Imani le acarició la mejilla a Zak y le habló en inglés. —Cuídate, mi Ebony. Le estrechó la mano a Sara y le deseó buen viaje. Sara quería indignarse, pero no tenía ningún derecho. ¿Qué culpa tenía Imani? No era fácil tener con alguien una cercanía como la que compartían aquellas dos mujeres. Había sido cosa
de años y de quién sabe qué peripecias el forjar aquel vínculo. Se avergonzó de sentir celos de un modo tan infantil. Porque aquello era exactamente lo que pasaba: estaba celosa. —¿Dónde me siento? —quiso saber Sara, mirando los dos camiones. Ben le sonrió. —En la compañía, con Ebony. Zak le aclaró a qué se refería mientras se ponía al volante del camión de los suministros. —Quiere decir el asiento del acompañante, conmigo. Llegaron a su destino en Talek Gate en menos de cuatro horas. Se trataba de una amplia extensión de hierba
junto al río Talek. Sara no estaba segura de cómo Zak sabía que habían llegado, porque aquel trozo de tierra en particular tenía exactamente la misma pinta que el resto del paisaje en kilómetros a la redonda, pero la señal del GPS y un repaso al mapa la dejó conforme. El propio río era más un criadero de mosquitos que una corriente de agua, pero intentó conservar el optimismo. Al menos esa noche no dormiría en una choza de estiércol y orina. Los tres montaron una enorme tienda de campaña, que serviría de comedor y dormitorio de Ben. Como telón de fondo, un grupo de babuinos
protestaron contra la invasión desde sus posiciones elevadas en las acacias de la ribera opuesta del río. Sara organizó las provisiones en el área de la cocina mientras Zak y Ben levantaban otra tienda de lona, seguramente para dormir, aunque Sara solo veía que hubiera una. Zak pareció darse cuenta de lo mismo, regresó al camión y empezó a rebuscar entre el equipo restante. —Malditas incompetentes. ¿Dónde está la otra tienda? Les pedí específicamente dos grandes y una pequeña. Ben se encogió de hombros y siguió descargando bultos.
—En el comedor no hay sitio para las cosas y para los dos. A Sara la recorrió una sacudida de excitación al pensar «supongo que tendrás que dormir conmigo», y resultó que lo dijo en voz alta. Tanto Ben como Zak se volvieron hacia ella. Ben asintió, como si fuera lo más lógico del mundo, mientras que Zak negaba enfáticamente con la cabeza. —Tenemos que ir a Talek Town y hacer correr la voz sobre el proyecto de construcción para atraer trabajadores. Miraré si encuentro otra tienda. Claramente no la convencía la idea de pasar la noche en la misma tienda
que Sara. —¿Qué pasa, Ninja? ¿Te da miedo que te muerda? A juzgar por la mirada incendiaria que le lanzó Zak, no le veía la gracia. —Tenemos trabajo que hacer antes de que anochezca. Montaron el fogón del campamento y una pequeña caldera para calentar agua para bañarse. Ben la aprovisionó de madera y encendió un fuego, luego llenó de agua el contenedor de la parte de arriba y la dejó calentándose mientras estaban en Talek. La carretera principal estaba más cerca del campamento de lo que había imaginado Sara, a solo unas decenas de
metros tras una pendiente. Como el resto de los senderos que había visto hacer de carreteras, se trataba de una tira estrecha de tierra apisonada llena de baches. En el trayecto a la ciudad, vio varias casuchas de cemento con techos de hojalata que se levantaban en medio de la nada. En los patios vacíos había niños con poco o nada de ropa que los saludaban con la mano y les gritaban, aunque el polvo que levantaba su vehículo absorbía sus palabras. Los mayores o apartaban la mirada o directamente los ignoraban. Algo más adelante encontraron a un grupo de gente reunida alrededor de la carcasa de algún animal. Algunos
hablaban por el móvil mientras otros cortaban pedazos de carne con enormes cuchillos y machetes. —¿Qué hacen? —quiso saber Sara, evitando mirar la carnicería. —Seguramente un coche habrá atropellado a la vaca —explicó Zak—. Todos los que viven en los alrededores vienen a llevarse la carne. Si la dejasen ahí se estropearía enseguida por el calor. No tienen neveras, así que llaman a sus amigos y parientes y todo el mundo cena bien esta noche. La visión de todas aquellas manos teñidas de carmesí, los pedazos de carne cruda y el olor metálico de la sangre fresca la marearon. Le volvió a
la boca el sabor metálico de la delicatessen de la noche anterior y reprimió una arcada. Decidió pensar en otra cosa que le trajera menos recuerdos. Necesitaba desesperadamente hablar de algo que no fuera lo que acababa de ver. Una hilera de viejos postes de telégrafo se erguían como soldados rotos, algunos aún firmes, mientras que otros se inclinaban hacia el suelo. Los cables que colgaban de sus extremos se balanceaban con el menor soplo de viento. —¿Qué pasó con los postes de telégrafo? —Los elefantes los usaban para
rascarse. La imagen le arrancó una sonrisa a Sara. Cuando se acercaron a una fila de chabolas de hojalata al lado de la carretera, Zak anunció: —Hemos llegado. Sara observó los precarios edificios pintados de brillantes colores y trató de verlos como tiendas. —¿Esta es la ciudad? —Sí, piensa en ella como un mercadillo o una feria de segunda mano. Ben hizo un gesto de cabeza hacia un grupo de hombres que había en el umbral de las tiendas. —Iré a buscar trabajadores.
—No te separes de mí, por favor — indicó Zak a Sara cuando bajaron del vehículo. Mientras su guía buscaba otra tienda para dormir en las diferentes construcciones de la hilera de chabolas, Sara trató de identificar lo que vendían y los precios. Le dolía la cabeza de tener que convertir los chelines keniatas a dólares. Las dos se dieron por vencidas y volvieron al camión justo a la vez que Ben. —Correrán la voz —les dijo, mientras montaba—. Los materiales llegarán mañana y empezaremos a trabajar. Es el último día de descanso. Mientras conducía, Ben se puso a
cantar una animada canción africana y Zak, para sorpresa de Sara, se le unió. —Jambo, jambo bwana. Habari gani? Hakuna matata. Después de la primera estrofa, Zak se lo tradujo a Sara. —Hola, saludos, señor. ¿Qué hay de nuevo? Ningún problema. La observó interactuar con Ben y se maravilló de lo diferente que era aquella Zak de la mujer que había conocido en el avión. Estaba mucho más relajada y animada; era una persona llena de vitalidad y emoción y brillaba desde dentro. Qué fácil sería llegar a sentir algo por aquella Zak Chambers. Los dos amigos siguieron
cantando la pegadiza melodía y Sara se aprendió la letra, así que pronto se pusieron a cantarla los tres a la vez, sin parar de reír mientras se daban otro de aquellos «masajes africanos». Al llegar a la cima de la pendiente que había cerca del campamento, dejaron de cantar de golpe. Su pequeño campamento junto a la orilla del río era un hervidero de actividad. Había varios vehículos aparcados alrededor de las tiendas y policías con uniformes azules registrando sus provisiones. Habían vaciado las cajas sobre el suelo y sus ropas estaban desperdigadas por los arbustos cercanos como si fueran espantapájaros.
Zak bajó del camión de un salto y echó a correr a toda velocidad hacia los policías, gritándoles en swahili. —No bueno —murmuró Ben.
CAPÍTULO SIETE Los policías keniatas apuntaron a Zak con sus AK-47 y le dieron el alto. Ella se quedó inmóvil al darse cuenta de que hablaban en serio y que no tendrían ningún problema en dejarla hecha un colador. —¡De rodillas, las manos detrás de la cabeza! ¡Ahora! Zak obedeció y le vino a la mente una imagen de su padre en la misma posición. Escrutó el rostro de los agentes, buscando a Wachira, y al no encontrarlo se sintió algo menos
amenazada. —¿Qué hacéis aquí? Acabamos de llegar. No hemos hecho nada malo. Por el rabillo del ojo vio que Sara y Ben se aproximaban y quiso gritarles que se quedaran donde estaban. La expresión de Sara era una mezcla de horror y furia. —Silencio. —El teniente de la patrulla dio un paso adelante—. Sabemos quiénes sois y cuándo habéis llegado. No necesitamos ningún motivo para estar aquí. Estáis en nuestra tierra. Sin romper el contacto visual con el hombre, Zak se esforzó por sonar todo lo tranquila que no estaba. A los
autoritarios africanos no les gustaba que se cuestionara su poder, por lo que era mejor táctica echar mano de la deferencia. Además, tenía que apaciguar los ánimos antes de que Sara se pusiera a dar voces sobre la injusticia social y la opresión. —Tiene razón, señor. Pero ¿por qué registran nuestras cosas? El hombre no cambió de expresión, pero les hizo un gesto a sus hombres para que bajaran las armas. —Buscamos una identificación para verificar vuestra documentación y vuestro objetivo aquí. —Si me lo permite, teniente... Lo siento, no sé su nombre.
—Puedes llamarme teniente. Ni la policía ni los militares llevaban placas con sus nombres; Zak suponía que era otro método para evitar que se presentaran quejas. —Sí, teniente. Si me permite levantarme, le enseñaré mi identificación y mis amigos harán lo mismo. Les indicó a Ben y a Sara que la imitaran. A juzgar por la cara de Sara, quería hacer algo más que enseñar su identificación, pero Zak le lanzó una mirada de precaución. —Adelante —respondió él. Zak se puso de pie y evaluó la situación en su conjunto. El teniente
era un hombre enorme, tanto en altura como en anchura, y parecía todo músculo. Tenía la piel tan oscura que parecía absorber la luz tenue del atardecer. Sus ojos negros, muy juntos, no mostraban el menor signo de vida y tenía la nariz ancha y los labios enormes. Aquel hombre tenía que ser uno de los esbirros de Wachira. Compartían la misma falta de respeto y de educación hacia los demás seres humanos. Lo acompañaban seis agentes, armados hasta los dientes. Aquello era más que una comprobación de documentación. Habían venido a demostrar algo. Cuando Zak y los demás les
entregaron sus pasaportes, tres oficiales se los llevaron a sus vehículos y el teniente se dirigió a Sara. —¿Así que usted es la Ambrosini esa que quiere construir una escuela para nuestros niños pobres y desfavorecidos? El hecho de que la reconociera sin haber mirado siquiera los pasaportes todavía preocupó más a Zak. Sara inspiró hondo y dejó escapar un suspiro tembloroso. Zak fue a contestar por ella, pero Sara la acalló con un ademán. —Sí, señor. He visitado su país en numerosas ocasiones a lo largo de los años y quería ayudar. ¿Qué mejor
manera que educando a los niños?, ¿no le parece, teniente? Él la miró descaradamente de arriba abajo antes de contestar: —Sí, claro, los niños. Pasaron unos segundos de silencio tenso hasta que sus hombres regresaron con los pasaportes y los oficiales se reunieron, entre susurros. Uno de ellos agitó un pasaporte hacia Zak y el teniente la fulminó con su opaca mirada, antes de dirigirse de nuevo a Sara. —Parece que tenemos un pequeño problema. —Me pregunto cuál puede ser — inquirió Zak, ya sin preocuparse por
las implicaciones de su tono. Se le acercaron varios de los hombres del teniente, adoptando una postura más agresiva. —Le hablaba a la señora Ambrosini —gruñó el teniente, sin apartar la atención de Sara—. No nos consta ningún permiso de obra ni planos para la escuela en nuestros archivos y no hay registro de que haya pagado las tasas para empezar la construcción. Zak hizo ademán de acercarse al teniente, pero los agentes la rodearon de inmediato. —Entiendo, más dinero. Aquello tenía la firma del usurero de Wachira por todos lados. Si podía
ganar unos billetes de más y al mismo tiempo sacarla de quicio, se daba por satisfecho. Sara le tocó el brazo, suplicándole con la mirada que guardara silencio. —Teniente, pagué las tasas y rellené todo el papeleo, pero entiendo que a veces las cosas se traspapelan. ¿Me permite sacar las copias de mi equipaje? Como es natural, es mi intención cumplir la ley. Su voz era suave y aterciopelada, como si en lugar de permiso para buscar documentación le estuviera pidiendo una cita para cenar. Al parecer estaba funcionando, porque una leve sonrisa se le dibujó al
teniente en las comisuras de los labios. —No aceptamos copias, solo originales, y no parece que estén en la oficina. —Entonces podría darme un poco de tiempo para rectificar el problema. Me ocuparé de ello a primera hora de la mañana. —No desearíamos parecer poco razonables. —Gracias, señor —contestó Sara. Tras un gesto de cabeza de su líder, los agentes volvieron a sus vehículos. El teniente dio un palmetazo al lado del jeep en el que iba cuando ya se alejaba y se detuvo en seco. Señaló a Zak, pero le habló a Sara.
—Búsquese usted a otra guía, señora Ambrosini. Esta será una carga para usted y para su escuela. El convoy arrancó levantando una nube de polvo, llegó a la cima de la colina y desapareció de la vista. Sara le lanzó una mirada incendiaria a Zak, con los brazos en jarras. Zak supuso que se avecinaba una de sus diatribas, pero no se sentía con ánimos de escucharla. —Ya te dije que esto no era buena idea. —Se puso a ordenar la ropa y las provisiones esparcidas por el suelo. Sara la siguió—. Déjalo estar —le dijo Zak por encima del hombro—. Y mantente alejada de ese hombre.
Mañana me ocuparé del permiso y de la tasa. —Tú no me das órdenes, Zak. Sara no sonaba ni crítica ni enfadada, sino que hablaba con el mismo tono controlado y tolerante del que había hecho gala con el teniente. ¿Cómo podía una mujer que solía ser tan ampulosa y emocional estar así de calmada? Tenía todos los motivos del mundo para estar furiosa, porque Zak la estaba poniendo en peligro a ella y a su proyecto y encima le hablaba como si fuera una adolescente rebelde. Zak no quería ver en sus ojos las preguntas y acusaciones, pero no le quedaba más remedio que enfrentarse a ella. Sin
embargo, en lugar de la recriminación que esperaba hallar, en el rostro de Sara no vio más que preocupación. Frenó su habitual réplica a la defensiva, al darse cuenta de la imposible posición en la que había puesto a su clienta. —Tienes razón, pero estuviste de acuerdo en hacer lo que yo dijera. —Eso fue antes de saber a qué nos enfrentábamos. —Sigues sin tener ni idea. —Entonces, ilústrame. Me lo merezco —afirmó Sara, en pos de Zak mientras esta seguía recogiendo sus pertenencias. —La corrupción está por todas
partes, Sara. Deja que yo me ocupe. Sara la cogió del brazo para obligarla a mirarla a los ojos. —Si no me cuentas lo que está pasando, no puedo confiar en tu capacidad de encargarte de nada por mí. Por lo que sé, podrías ser sencillamente una versión blanca y mujer del teniente y de Wachira. El comentario se le clavó en el corazón como si fuera una lanza. De todos los insultos que podía usar Sara, había escogido los que más daño podían hacerle. Que cuestionara su capacidad y su lealtad ya era bastante malo, pero que la comparase con aquellos dos hombres tan viles le rajó
las entrañas. Se soltó de Sara bruscamente y echó a andar hacia la tienda de comedor. En la zona de cocina, Ben estaba preparando la cena. —¿Han estropeado algo? — preguntó Zak. —No. Era impropio de su amigo ser tan parco en palabras. Normalmente siempre expresaba su parecer y no cabía duda de que había oído su conversación con Sara. En aquellos momentos, Zak necesitaba una opinión objetiva, porque sus sentimientos sobre aquel lugar, sobre Wachira y sobre Sara le nublaban el juicio.
—Adelante, di lo que estés pensando. Crees que tiene razón, ¿verdad? Crees que tendría que contárselo todo y dejar que decida por ella misma. —El duelo y la ira te ciegan. Te olvidas de estar con las personas — habló Ben, erguido e imponente, sin apartar la mirada de Zak. Era su manera preferida de dar las noticias que consideraba desagradables, con sinceridad y respeto—. Cuéntaselo. Puede ayudar. —Me da miedo. ¿Y si resulta herida? No podría soportar otra pérdida como... En ese momento Sara entró en la
tienda y fue hacia Zak, con los ojos castaños brillantes de lágrimas. —Siento mucho lo que he dicho. Ha sido cruel y desconsiderado. Por favor, perdóname. Zak no podía soportar verla tan afligida. Le había dolido su comentario, pero su arrepentimiento y cómo se disculpaba, le habían llegado al corazón. Era ella la que debería pedirle perdón a Sara, contarle la verdad sobre su pasado con Wachira y el impacto potencial que podía tener en el proyecto de la escuela. Debería buscar a otro guía y desvincularse de la misión, pero había algo en su interior que le impedía usar la cabeza
y obrar con lógica. —No pasa nada. Vamos a olvidarlo. ¿Me ayudas a recoger leña? Cuando se iban, Ben musitó. —Esta es fuerte. Y Zak supo que no hablaba de ella. Oscureció mientras recogían leña y encendieron un buen fuego en el centro del campamento, rodeado de arbustos de espino de la consistencia del alambre. Sentados en sillas de lona, cenaron el revoltijo de verduras que había preparado Ben y contemplaron el cielo negrísimo que iba poblándose de estrellas. Ninguno habló. Los babuinos gruñeron un rato más y finalmente se quedaron callados. Un
pastor masái acercó su ganado a la orilla del río para beber. Zak oyó leones a lo lejos, cazando a sus presas. Casi había olvidado lo deprisa que la paz se transformaba en muerte en aquel país. Era una realidad que siempre la había estimulado, pero aquella vez le resultaba sobrecogedora de un modo que amenazaba tanto su estabilidad personal como profesional. ¿Cómo había acabado su pasado en África tan ligado con el presente de Sara Ambrosini? Su situación actual era precaria y podía volverse letal tan deprisa como el ataque de un león. Al día siguiente se pondría en contacto con Stewart para averiguar qué más
jugadores había en la partida con la que habían tropezado. Tenía que saber a qué demonios se enfrentaba, aparte de a sus propios fantasmas. Sara le dio a Ben un abrazo de buenas noches y siguió a Zak a su tienda. Llevaba un farol muy potente e iluminaba toda el área. Al llegar a la entrada, Zak le habló por primera vez desde hacía horas. —Hay un jergón en el suelo, debajo de tu saco de dormir, así que deberías estar cómoda. Hemos puesto una tina para lavarse y un cubo en la parte de atrás. Dale a la manivela de la derecha para que salga el agua. La verde es fría,
la roja, caliente o probablemente tibia. No abuses de ninguna. Utiliza el agua embotellada solo para beber y lavarte los dientes. Era lo más que había hablado Zak desde la charla que le dio en el avión que tomaron en Londres. Recitó las instrucciones mientras echaba un vistazo circular por la amplia tienda dormitorio y esperaba a que Sara encendiera los dos faroles. Parecía impaciente por soltarlo todo y marcharse. Cuando hizo una pausa, Sara aprovechó enseguida para preguntar: —¿Dónde vas a dormir tú? —Haré la primera guardia. Después
pondré mi saco de dormir debajo del alero de la tienda. —¿Fuera? ¿Por qué no entras? Hay espacio de sobra. —Prefiero al aire libre. Si necesitas cualquier cosa, llámame. Tienes una linterna en la mesa de ahí. Que duermas bien. A Sara le constaba que Zak todavía no se había recuperado de su comparación con Wachira tan falta de tacto. Había evitado mirarla a la cara durante la cena y solo hablaba cuando le preguntaban algo directamente. A veces a Sara la perdía la lengua y era capaz de hacerle mucho daño a la gente. Aquella había sido una de esas
ocasiones. Era evidente lo mucho que Zak odiaba a Wachira, pero Sara no estaba tan preocupada por cómo afectaría su animosidad al proyecto. Ya había lidiado con la corrupción en otros países y sabía cómo conseguir lo que quería. Lo que le interesaba era Zak y cómo ayudarla sin parecer una extraña entrometida. Al día siguiente empezaría a cuidarse de sí misma, para que al menos Zak no tuviera que preocuparse por sus problemas además de los que ya tenía. Un fuerte viento soplaba contra las paredes de su casa de lona, que se agitó entre sonoros aleteos; el eco resonó en su espaciosa tienda, recordándole lo
sola que estaba en un país subdesarrollado, con dos desconocidos. Miró el móvil por última vez antes de apagarlo. Seguía sin recibir ningún mensaje de Rikki. Sara se dio un lavado rápido con la esponja, se metió en el saco de dormir y se lo subió hasta la garganta. La habían advertido sobre lo frías que eran las noches en la sabana y ya notaba que refrescaba. ¿Dónde estaba Rikki y por qué no le había devuelto la llamada? El viento continuó golpeando rítmicamente las paredes de lona y alguna bestia nocturna aulló, solitaria, en la distancia. Dobló las rodillas contra el pecho, se aovilló y se
imaginó que su novia estaba a su lado, cálida y segura, si bien al caer dormida fue el rostro de Zak Chambers el que vio, no el de Rikki. A la mañana siguiente, el aroma a café recién hecho la despertó de un sueño inquieto. Se había pasado la mayor parte de la noche dando vueltas, luchando contra imágenes de Zak y Rikki y tratando de ignorar los gemidos lastimeros de los animales que se acercaban demasiado a su campamento. Se lavó la cara con agua fría y se lavó los dientes antes de ir con Ben junto al fuego. —Buenos días, señorita Sara. —Ben le sirvió una taza de café de un
puchero que había sobre el fogón. Ella la aceptó y rodeó la taza caliente con las manos. —Buenos días, Ben. ¿Dónde está Zak? —Corriendo. Echó la vista a la extensa planicie en donde empezaba a despuntar un amanecer que se prometía espectacular. —¿Corriendo físicamente? —Ben asintió y le sonrió, cauteloso, al captar lo que Sara había insinuado. —Corre lejos. —Y a menudo, supongo —dijo Sara, sin pensarlo. Los dos contemplaron el sol levantarse sobre el horizonte y
sorbieron el café en silencio. Respetaba la devoción de aquel hombre por Zak, pero también necesitaba respuestas. —Ben, ¿puedes decirme algo del problema que hay entre Zak y Wachira? Estoy preocupada por ella. Ben miró a su alrededor, como para comprobar que nadie las escuchaba, cogió un palo y empezó a garabatear con él en el suelo. —Las historias tienen muchas versiones. Con el tiempo cambian. Ebony sufrió. Culpa a Wachira. —¿Y tiene razón? ¿Fue por su culpa? —Puede que en parte, no toda. —Y sea lo que sea, ¿puede
arreglarse? —Solo cuando la culpabilidad y la realidad se encuentren, y Ebony no desea que ocurra. Es más fácil aferrarse al pasado. La respuesta de Ben le recordaba más a un proverbio zen que a una explicación, pero era todo lo que iba a sacarle. Zak apareció, corriendo en su dirección. Estaba toda sudada y colorada por el cansancio. Llevaba unos pantalones cortos color caqui y una camiseta de tirantes, pegados al cuerpo húmedo de manera que toda su feminidad quedaba bien delineada. Sara notó un cosquilleo de excitación y se la comió con los ojos sin ningún
reparo. —¿Buena carrera? —le preguntó. —Genial —Zak apenas sonaba falta de aliento—. Nada como ver la noche africana transformándose en día. Es fácil imaginarse que corres más rápido que tus problemas y que los dejas en la oscuridad. —Que tengas suerte con eso — contestó Sara, encaminándose a la tienda. Casi se diría que a Zak le entristecía su marcha, pero seguramente Sara estaba proyectando sus propios deseos. —Voy a cambiarme de ropa y a prepararme para hoy. No me esperéis para desayunar. No tengo hambre. —
Se volvió hacia Ben—: Gracias por el café. Se cambió mientras escuchaba a Zak y a Ben organizar las actividades del día. Era interesante oír hablar de su proyecto como si no formara parte de él, pero su decisión de preocuparse de sus propios problemas seguía firme. Cuando Zak fue a ducharse y Ben estaba ocupado con el desayuno, ella movió ficha. Tenía un margen de oportunidad muy pequeño, así que actuó deprisa. Enganchó la nota que había escrito antes en la entrada de su tienda, echó a correr hasta la pendiente y despareció de la vista. Por fortuna, la carretera estaba a
poca distancia del campamento. El sol de la mañana ya estaba chupando el color del cielo a medida que subía la temperatura. Zak le había contado en una de sus lecciones que había autobuses-taxi en las carreteras secundarias que llevaban a los nativos. También había dicho algo más al respecto, pero a Sara no le interesaban los detalles. Se cruzó con varias personas con paquetes de lona o arpillera a la espalda, de camino a la ciudad. Todos le sonrieron, pero la miraban con extrañeza. Le hablaron en inglés y le contaron cosas de los artículos que llevaban para vender. Quería preguntarles sobre el
transporte, pero se sintió tonta al mirar la vasta nada a su alrededor. Al cabo de unos treinta minutos sonó una bocina a su espalda y al volverse vio una pequeña furgoneta con gente colgando de cada puerta y cada ventana. Se detuvo a su lado y el conductor le dijo algo en swahili. Ella sacudió la cabeza y le pidió que la llevaran, aunque no alcanzaba a imaginar cómo iba a caber en aquel vehículo abarrotado. Él le indicó que subiera y, milagrosamente, la gente se apretó todavía más y le hicieron sitio. Se apretujó entre dos hombres que olían como si no se hubieran lavado desde hacía semanas. Con cada bache
de la accidentada autopista, los pasajeros se pegaban y balanceaban los unos contra los otros. Sara se sintió incómoda al recordar algo que había dicho Zak sobre ladrones y conductores que no eran agua clara y abrazó el bolso contra el pecho, ignorando a los hombres que la golpeaban y chafaban por todos lados. En la primera parada, bajaron dos pasajeros y el conductor le señaló a Sara el asiento en la parte de delante de la furgoneta. —Soy Joey —anunció—. ¿Dónde va, señora? —A la Oficina de Desarrollo del condado. ¿Está lejos?
—No, señora, pero usted monta aquí —miró al resto de los pasajeros—. No detrás. La amabilidad de Joey le recordaba a Ben, aunque apenas parecía con edad para conducir, con su cara redonda y rebosante de juventud. Ciertamente, conducía como un adolescente típico, mirando por encima del hombro, hablando y adelantando a la gente y a los animales por la carretera. Llevaba tejanos y una camisa de trabajo que le quedaba ancha de hombros y larga de mangas, lo cual lo hacía parecer todavía más joven y menudo. Casi le entraron ganas de hacerle de madre, pero su mirada denotaba que había
visto mucho mundo y que no la necesitaba. —¿Este taxi es tuyo? —¿Taxi? Ah, matatu. De mi padre. Está enfermo. Yo conduzco hasta que vuelve mañana. Entonces busco otro trabajo. Tengo que trabajar. —¿Qué más sabes hacer? — preguntó Sara, pensando en la escuela y en la que necesitaban trabajadores. A lo mejor podía devolverle el favor. —Muchas cosas, señorita, cualquier cosa. Trabajo duro. ¿Tiene trabajo? —Puede. —Le dio su tarjeta y el joven esbozó una sonrisa de oreja a oreja—. Dame tu número y te llamaré. —Muy bien, señorita. —Se detuvo
frente a la Oficina de Desarrollo del condado, apuntó su número en la tarjeta y se la devolvió—. Yo la recojo luego. Espere aquí. La pequeña oficina le recordaba a Sara a una escuela de una sola clase, sin ninguna de las herramientas habituales de enseñanza. Había una mesa larga en medio de la estancia y cuatro personas trabajaban afanosamente a su alrededor, cada uno con un teléfono pegado a la oreja, un bloc y un bolígrafo en la mano. Contra la pared había un ordenador anticuado que emitía un ruidoso zumbido, rodeado de armarios y estanterías metálicos llenos de carpetas
archivadoras. Pese al equipo obsoleto, los oficinistas fueron de lo más diligentes, sobre todo cuando Sara les ofreció un aliciente en forma de dinero en efectivo estratégicamente repartido. Pagó las tasas y volvió a rellenar los formularios necesarios. La oficinista le aseguró que la documentación estaría archivada a finales de semana y los permisos serían oficiales. Incluso le proporcionaron un resguardo expreso para que pudiera empezar a construir, ya que se había perdido el original. Zak Chambers no podría haberlo hecho ni mejor ni más rápido. Satisfecha de su éxito, Sara preguntó por algún sitio donde tomar algo, a
sabiendas de que no podía contar con encontrar una cafetería. El supervisor le ofreció quedarse en su sala de descanso hasta que volviera su transporte. Allí, se acomodó en una silla de respaldo rígido a la sombra de una acacia. El calor de la tarde era asfixiante y no había ni el menor soplo de aire que dispersase las moscas que revoloteaban alrededor de su cabeza. Cerró los ojos, con la esperanza de que el tiempo pasara más deprisa si no miraba nada, pero entonces recordó que había apagado el móvil, así que Zak no podría localizarla. Al encender el móvil vio que tenía
tres mensajes. El primero era de Rikki, disculpándose por no cogerle el teléfono y explicándole que le costaba mucho ponerse en contacto con ella. El siguiente era de Randall y llevaba una imagen adjunta. Era un mensaje críptico, impropio de él. Lo único que aturullaba a Randall era la vida sentimental de Sara, por la cual siempre caminaba de puntillas, como un padre sobreprotector que no quisiera invadir su intimidad. Él sabía que había contratado a un detective privado y no era buena señal el que le preocupara. Abrió la imagen y esperó a que fuera descargándose lenta y laboriosamente. A Sara la había
sorprendido mucho la cantidad de gente con móvil que había en África. Había visto incluso a pastores en la sabana apoyados en su cayado y hablando por teléfono. Aun así, descargar fotografías o archivos grandes era lento en el mejor de los casos. La intuición ya le decía que no iban a ser buenas noticias porque, si no, Randall la habría llamado para dárselas en persona. Por fin el archivo se abrió y ella se quedó sin aire. En las fotos salía Rikki en varios momentos de actividad sexual explícita con dos mujeres diferentes. En la entradilla de una decía «Noche de vuelta de Londres» y
en la otra «Viaje a Las Vegas el día siguiente». Se mordió el labio para no gritar. Las lágrimas le nublaron la vista y casi agradeció perder visión. No podía llamar dolor a lo que sentía, ni siquiera sorpresa. Sencillamente estaba furiosa por haber sido tan inocente, por no creer a los amigos que la advertían sobre Rikki y por no confiar en sus propios instintos. Jesús, pero si hasta había buscado excusas para el comportamiento de Rikki, la justificaba cuando coqueteaba con otras y racionalizaba que le gustaran más las fiestas que estar con ella. ¿Tan desesperada estaba por tener compañía que se había conformado con las
migajas y encima pagando por el privilegio? Aporreó el botón de borrar con el dedo hasta que se cerraron las fotos y escuchó el último mensaje, porque, fuera lo que fuese, sería una distracción bienvenida para dejar de pensar en Rikki y en su propia estupidez. Zak sonó al otro lado de la línea, excesivamente calmada y educada. —Sara, es peligroso. Vuelve ahora mismo. —Una breve pausa vino seguida de un suave—: Por favor. Sara deseaba estar con Zak más que nada en el mundo, escucharla decir con voz tranquilizadora que todo saldría
bien, que no era tan idiota, que merecía algo más. Sin embargo, no era lo que Zak le diría en aquellos momentos. Iba a tener que explicarle por qué se había marchado sin decírselo y prometerle que no volvería a hacerlo. Casi le parecía que valdría la pena, porque Zak la haría sentir segura e importante de un modo que no alcanzaba a comprender. —¿Bien, señorita? Sara alzó la vista y vio a Joey ante ella. Veía borroso, así que supuso que había estado llorando. —Estoy bien, gracias. ¿Ya podemos irnos? —Sí, señorita. Monta conmigo y
luego llevo a casa. —¿Cuánto rato? No es que le importara demasiado. Lo que quería era dejar de llorar, y estar con desconocidos le parecía una buena cura. —Acabamos cuando llega la noche, ¿vale? —Vale. Sara tomó el asiento de honor en la furgoneta, al lado de Joey, y escuchó las historias de su familia, su pequeña granja, el ganado que tenían y lo que soñaba para el futuro. Parecía comprender que necesitaba que la distrajera. De vez en cuando asentía, lo cual bastaba para animarlo a continuar
con la cháchara. Poco a poco, las sombras fueron alargándose a medida que el sol se hundía en el horizonte y la furgoneta iba vaciándose de pasajeros. Después de que bajara la última mujer, Joey anunció: —Solo una parada más. Un poco más lejos, paró y subieron siete hombres, más mayores, fuertes y con un aspecto más duro que Joey. Sara se puso nerviosa nada más verlos. ¿En qué lío se había metido ahora? Si tenía la oportunidad, puede que a la vez siguiente le hiciera caso a Zak. *** —¿Sara? —la llamó Zak de vuelta
en la tienda—. Sara, los materiales de construcción vienen de camino. El camión debería llegar en... En ese momento vio el trozo de papel que sobresalía de la puerta de lona y maldijo entre dientes, porque ya se veía venir que no iba a gustarle lo que ponía. Desdobló la nota y leyó. Zak: He ido a ocuparme de las tasas y los permisos. Volveré pronto. Espera a que lleguen los materiales como tenías planeado. No te preocupes. Y no te enfades. Sara
Agitó la nota en alto y le preguntó a Ben: —¿Sabías algo de esto? ¿Te ha
dicho algo esta mañana? Él negó con la cabeza. —Se ha ido... a ocuparse de las cosas ella sola. Nunca había conocido a una mujer más tozuda e independiente. ¿Cómo me he metido en este lío? —Tú lo elegiste. Zak releyó la nota, con la esperanza de que le diera alguna pista de lo que le pasaba por la cabeza a Sara. —No sabe nada del país. Ni cómo viajar, ni con quién hablar. Nada. —Me parece que la señorita Sara es fuerte. Encontrará el camino. Zak cogió una mochila pequeña, la llenó de agua embotellada y tentempiés y se la echó al hombro.
—Bueno, no pienso pasarme el día aquí sentada y confiar en que no le pase nada. Voy a buscarla. ¿Te importa esperar solo a los materiales? Ben asintió y fue a decir algo más, pero Zak le interrumpió. —Ya sé lo que piensas. Si le hubiera contado la verdad, esto a lo mejor no habría pasado. Pero no estoy tan segura. —Llamaré cuando vuelva —le dijo Ben, con una de sus miradas de no entender en absoluto a las mujeres, antes de seguir limpiando los restos del desayuno. Zak subió a la camioneta refunfuñando y se incorporó a la
carretera. —Con la suerte que tengo, seguro que habrá montado en algún matatu y ya le habrán robado, violado y tirado a la cuneta. Condujo por la accidentada carretera como si fuera una pista de carreras, botando en el camión de lado a lado. Se concentró en el camino que se extendía frente a ella, sin dejar de escanear la sabana en busca de cualquier medio de transporte que hubiera podido dejar subir a Sara. Solo hacía una hora que se había marchado, pero en África podían pasar muchas cosas en aquel tiempo. ¿Por qué Sara no confiaba en ella o al menos
respetaba sus advertencias? Había sido muy específica sobre los peligros que entrañaba montar en matatu, las furgonetas que usaban los adolescentes y los taxistas sin licencia. Aquella gente era temeraria y sus vehículos no pasaban ninguna clase de inspección para transportar pasajeros. A menudo dejaban subir a más del doble de pasajeros de lo que permitía su capacidad, para ganar más dinero. Y para empeorar las cosas, los ladrones y los violadores usaban los matatu para encontrar a sus víctimas. Últimamente los periódicos iban cargados de noticias de aquel tipo. A Zak le pasaron cosas aún peores
por la cabeza mientras viraba para esquivar a una cabra. Si le pasaba algo a Sara nunca se lo perdonaría; era un coñazo de mujer, pero no la típica rica mimada que había imaginado nada más conocerla. Le había demostrado que era más que una cara bonita. Sara no se achantaba ante un desafío y no pretendía que los demás arreglaran sus problemas. Además, a juzgar por cómo había lidiado con el teniente de policía, también era una negociadora bastante hábil. Sabía leer a las personas; a veces, demasiado bien. Zak recordó el viaje en avión desde Londres y la inundó una ola de ansiedad y deseo como el calor que
rebotaba en las llanuras. No entendía qué la hechizaba tanto de Sara. Había intentado achacarlo a la falta de sueño o a sus sentimientos residuales tras la misión con Gwen, pero ninguna de las dos cosas parecía acertada. Fuera como fuese, tenía que encontrar a Sara y mantenerla a salvo. Le sonó el teléfono y lo cogió, esperando que fuera Ben para informarla de que Sara había vuelto. Sin embargo, la voz áspera del capitán Stewart mató sus esperanzas. —Ebony, ¿cómo va todo? —Eh, bien. —¿Así de bien, eh? He oído que esa chica es de armas tomar. Mientras no
se te haya perdido en la sabana... — Zak echó mano de su silencio acostumbrado y esperó a que Stewart completara la frase—. ¿Hay algo que pueda hacer por ti? —De hecho, sí. Existe algún tipo de rivalidad por la tierra en esta zona. Sara, quiero decir, la señora Ambrosini, cree que tiene permiso para construir su escuela aquí, pero a lo mejor no es el caso. ¿Puede hacer que lo mire alguien y me dice algo? Es posible que la disputa sea entre dos corporaciones con lazos con el gobierno. —Se suponía que este trabajo era pan comido. ¿En qué te has metido ya?
—Todavía no estoy segura. De momento se han «perdido» las tasas, los planos y los permisos que estaban formalizados y ya nos ha hecho una visita un escuadrón de policías corpulentos. El silencio de Stewart fue indicativo de que Zak le había proporcionado demasiada información. —¿Tiene esto algo que ver con tu pasado con cierto comandante de policía? —Espero que no, pero es posible. Stewart se aclaró la garganta, en un carraspeo que Zak había aprendido a identificar como precursor de un intento de uso de autoridad.
—¿Tengo que reemplazarte? No se puede decir que seas precisamente objetiva cuando se trata de Wachira. —Estoy bien, de verdad. Solo cuénteme lo que averigüe lo antes posible. Y gracias, Capitán. Stewart colgó sin hacer más comentarios, aunque Zak tenía la impresión de que su cómoda misión de escolta acababa de ser elevada a la categoría de caso activo. No estaba segura de lo que sentía por Sara, pero no le hacía gracia verla envuelta en ningún aspecto de una misión de la Compañía. El primer sitio adonde fue a mirar Zak fue a la Oficina de Desarrollo del condado y tardó más de
lo previsto en conseguir la información que buscaba, ya que la oficinista tenía que pedirle permiso a su jefe y este a otro jefe. Tuvo que esperar hasta la hora de la comida para que le confirmaran que Sara había estado allí, y todavía más rato para que le corroboraran que había vuelto a presentar los planos arquitectónicos, los permisos y las tasas correspondientes. Cada uno de los pasos había sido realizado con un funcionario diferente y nadie se había fijado ni en cuándo había llegado ni en cuándo se había ido. A continuación fue a la comisaría de policía, aunque prefirió espiarla desde
fuera en lugar de entrar. No estaba lista para enfrentarse a Wachira y no quería perjudicar todavía más a Sara y a su proyecto. En la pequeña hilera de tiendas que había al lado de la comisaría, se veía muy poco movimiento y nadie se parecía ni ligeramente a su protegida perdida. Como empezaba a perder la paciencia, llamó a comisaría para preguntar si la habían detenido y el agente que habló con ella le dio una respuesta que no auguraba nada bueno: —Todavía no. Zak llamó a los hospitales cercanos a la zona, pero Sara no había sido ingresada ni tratada en ninguno de
ellos ¿Qué ventaja había en ser parte de una organización internacional de agentes secretos si no podía encontrar a una mujer desaparecida? Podía pedirle a Stewart que localizara el teléfono por satélite de Sara y le diera una localización, pero eso la obligaría a darle a su jefe más información de la que deseaba. Lo mejor era hacerlo sola. Además, la había llamado al móvil y había saltado directamente el buzón de voz, así que, si lo tenía apagado, sería imposible de localizar. Tampoco era que estuviera tratando de encontrarla en Nueva York o Londres: allí solo había ciertos lugares adonde una mujer blanca sola podría haber ido. Al
final alguien se fijaría en ella y Zak se enteraría. Lo importante era que no estuviera herida. Solo pensar que pudiera haber sufrido algún daño le revolvía el estómago. Caía ya la tarde y el sol se hallaba bajo en el cielo cuando emprendió el regreso al campamento. Ben no la había llamado, así que Sara no había vuelto todavía. ¿Cómo podía volver sin ella y sin tener ni idea de dónde estaba o de si estaba bien? Empezó a perder la calma que había logrado mantener durante todo el día y sintió algo demasiado cercano a la pérdida. No se había permitido sentir algo así desde hacía años, pero de repente la emoción
le resultaba demasiado fresca y poderosa. Se detuvo en mitad de la carretera y aporreó el volante hasta que el dolor en su interior se convirtió en rabia. La ira era algo que sabía manejar. La ira era fácil y dejó que la invadiera y consumiera todo menos el impulso destructivo de cargar contra todo, de enterrar y negar sus sentimientos. Zak no supo cuánto tiempo pasó en la carretera, forzándose a tragarse las emociones que Sara Ambrosini había dinamitado en su interior. En los últimos tres años nadie le había provocado una reacción así. Nadie había estado cerca de descifrar el
código que daba acceso a su corazón. ¿Cómo se había acercado tanto y tan deprisa Sara? Y, lo que era más importante, sin su permiso. Estaba claro que Sara no necesitaba su permiso, que iba y venía a su antojo, tanto por África como por sus pensamientos, cada vez más dentro de su vida, para de repente volver a salir de nuevo. ¿Dónde estaba? El ocaso ordeñaba los últimos rayos de sol del cielo cuando Zak volvió a arrancar el camión y reemprendió el camino de regreso al campamento. No tenía ni idea de cómo enfrentarse a Ben con las noticias sobre Sara. Él la creía capaz de cualquier cosa. ¿Y cómo
iba a decirle a Randall Burke que había perdido a su benefactora? Al llegar a la cima de la colina que dominaba el campamento, Zak pisó el freno de golpe y detuvo el vehículo en la arena antes de acercarse demasiado al río Talek. Sara y Ben estaban frente a un gran fuego, rodeados por un grupo de hombres que gritaban y agitaban los brazos. El instinto de Zak entró en juego. Sus amigos corrían peligro.
CAPÍTULO OCHO Sara vio a Zak salir del asiento del conductor de la camioneta y esconderse entre los arbustos. Llevaba a la espalda el rifle que guardaba detrás del asiento. No sabía seguro si Ben la había visto deslizarse bajo los matorrales como si fuera en comando, pero tenía que advertir a los demás hombres antes de que... El sonido de disparos de arma automática resonó en el cielo del anochecer. —¡Manos arriba! —ordenó Zak.
El grupo de hombres se sobresaltó y obedeció, mientras que Ben y Sara la miraban y negaban con la cabeza. —¿Qué? —Baja el arma, teniente O’Neil — dijo Sara—. Vienen en son de paz. Se hacía cruces de que Zak fuera tan irracional. Con lo calmada y fría que le había parecido en el avión bajo las peores circunstancias, ya había reaccionado exageradamente en dos ocasiones desde que estaban en África. ¿Estaría intentando protegerla? La idea la hizo entrar en calor y también la confundió un poco, aunque lo cierto era que en aquel instante parecía que Zak quisiera matarla.
—¿Quién es esta gente, Ben? — inquirió Zak. —La señorita Sara los ha encontrado para ayudar con la escuela. —Agitó los brazos hacia el grupo—. Necesitan trabajo, Joey y sus amigos. —¿Dónde están los materiales de construcción? —Zak seguía hablando solo con Ben, evitando mirar a Sara. —El camión ha sufrido una avería. Estará aquí mañana. —Lo siento —le dijo Zak a los desconcertados desconocidos, antes de echar a andar hacia el río. —Zak, espera. —Sara corrió tras ella, aunque le resultaba difícil alcanzarla, pues sus piernas eran más
largas—. ¿Quieres esperarte, por favor? Tenemos que hablar. Zak se volvió, con una expresión impenetrable en su rostro marfileño. —No, la verdad es que no. Tenía los músculos tensos y los puños apretados. Le vibraba todo el cuerpo con energía contenida. El azul de sus ojos se había transformado en frío acero y fulminaba a Sara con su intensidad. —Hoy la he fastidiado y lo siento. —Habría intentado cualquier cosa para que Zak le hablara, y arrastrarse le parecía lo más adecuado. —Ahora no, Sara. —No puedes seguir haciendo esto,
¿sabes? —¿Haciendo qué? —Huyendo cada vez que sientes algo, enterrando tus emociones, fingiendo que no existen. Tenía razón, y la mirada de horror de Zak fue la mejor confirmación. Sin embargo, había sido un error decirlo en alto. Vaya con la maldición familiar. La mirada gélida de Zak casi la hizo retroceder, pero Sara supo ver que se trataba de otra capa de protección más. —No tienes ni idea de lo que siento. Sara levantó las palmas hacia el cielo, en un gesto de eureka propio de su familia italiana. —Exacto, y a eso precisamente es a
lo que me refiero. Si hubiéramos hablado de lo que te está pasando, no habría creído necesario ocuparme de todo yo sola. Yo respondo a la confianza y a la franqueza, no a los ultimátums ni a los secretos. —Sara perdió todas las ganas de pelearse al recordar las fotografías de Rikki—. Además, necesitaba a alguien con quien hablar esta noche. —Empezó a alejarse, pero se volvió un instante—. Siento haberme marchado sin decírtelo. Y siento haberte preocupado. Sara echó a correr sin mirar atrás. La espaciosa tienda de campaña le pareció una carpa de circo cuando encendió los faroles y miró en
derredor. Paseó de un lado a otro, tratando de recuperar un poco de sí misma en aquel vasto continente que la hacía sentir insignificante. Aquel viaje no le había causado más que dificultades y había sumido su vida en el caos. Su novia le había puesto los cuernos en cuanto se había marchado de Londres. Desde que había conocido a Zak Chambers, no había hecho más que cabrearla, desobedecerla y disgustarla. Hasta su trabajo se estaba retrasando por culpa de la documentación traspapelada y los funcionarios avariciosos. A lo mejor tendría que hacerle caso a todas aquellas señales, olvidar la escuela,
volver a casa y empezar de nuevo. El problema era que no podía marcharse sin cumplir la voluntad de su madre. Era inaceptable. La escuela significaba mucho para su madre, para la fundación y para Kenia. Les debía a sus padres más que un gesto simbólico. Si abandonaba, eso querría decir que un puñado de problemas había sido más fuerte que su determinación. Nunca había tirado la toalla tan fácilmente y no estaba dispuesta a hacerlo ahora. Sus problemas personales tendrían que esperar. Por incómoda que se sintiera o lo extrañas que fueran las cosas con Zak, iba a quedarse allí hasta el final.
—¿Sara? La voz suave y ronca que solía ponerle la piel de gallina la detuvo en seco. El tono de Zak era reverente, casi suplicante, y le tocó a Sara la fibra sensible. —Sí. —¿Puedo entrar, por favor? Sara abrió la cremallera de la puerta y dio un paso atrás para dejarla entrar. Cuando Zak pasó, su característico aroma a agua de lluvia y sal marina le hizo cosquillas a Sara en la nariz. ¿Cómo lograba oler así en medio del polvo, el sudor y las moscas? Era un misterio tan intrigante como ella. —¿Qué pasa, Zak?
Sara no estaba de humor para juegos, así que si Zak tenía algo que decir, más le valía decirlo por sí misma. Al menos se merecía eso. Se sentó en una silla metálica plegable y observó a Zak pasear por la tienda en toda su longitud. Poco a poco empezó a relajarse y dejó caer los hombros. Sara tuvo que echar mano de toda su fuerza de voluntad para no empezar a hacerle preguntas que la ayudaran a ir al grano, porque percibía que era importante que Zak se expresara sola. Después de pasar un rato paseando arriba y abajo, Zak se detuvo delante de Sara. Su hermoso rostro de alabastro estaba contraído y su mirada
era dura y oscura. —Creo que Titus Wachira hizo que mataran a mi padre hace tres años. Sara cruzó los brazos sobre el pecho, con el corazón desbocado. —Oh, Dios mío. El dolor enterrado en los ojos de Zak era visible. Esta inspiró entrecortadamente, con los labios entreabiertos. Le temblaba la barbilla. De improviso, aquella mujer tan formidable se veía impotente y desamparada, y a Sara se le hizo un nudo en la garganta. —¿Empiezas a comprender el problema? —La policía, aquí.
—También fueron al campamento de mi padre. Había un centenar de personas para ayudar a poner los ladrillos de la clínica. Wachira y sus hombres se presentaron para detenerlos. Cuando los trabajadores se negaron, dio orden de disparar. Mi padre fue el único al que le dieron y murió. ¿Te parece casualidad? Sara se quedó sin habla por primera vez desde que conocía a Zak. Fue hacia ella, le puso las manos en los brazos y la miró a los azules ojos, anegados en lágrimas. No tenía ni idea de cómo consolarla de una pérdida tan devastadora. Fue atando cabos respecto a los detalles que había visto
y oído, que ahora le parecían completamente comprensibles: cómo había reaccionado Zak cuando había venido la policía o su deseo de proteger a sus amigos. —Debió de ser horrible para ti. Los brazos de Zak se tensaron bajo sus palmas. —Yo no estaba allí —las lágrimas le rodaron mejillas abajo—. Podría haber ayudado a mi padre, pero no estaba allí —murmuró, con la mandíbula apretada, como si le doliera decirlo en voz alta. Cayó de rodillas—. No estaba allí. Sara se sentó con ella y la rodeó con brazos y piernas en el suelo,
acunándola contra su hombro. —Lo siento. Lo siento muchísimo. Se meció con ella mientras Zak le empapaba la camisa de lágrimas. Entonces Zak respingó, cabeceó y salió del abrazo de Sara. No quería ser consolada, como si no creyera merecerlo. —Tendría que haber estado allí. Es culpa mía. —No tenías ni idea de lo que iba a pasar. Seguro que tenías buenos motivos para no estar con él. —No, no los tenía. Debería haber estado con mi familia. Estaba claro que Zak no pensaba renunciar a la culpabilidad. En cierto
modo se sentía responsable de la muerte de su padre, y eso era algo que Sara no podía cambiar. No era el momento de preguntarle por qué no estaba con su padre cuando murió. —¿Por eso has estado tan nerviosa desde que llegamos, por los recuerdos que te trae este sitio? Zak asintió. —Este sitio se me mete debajo de la piel y me vuelve loca, como si fuera una fiebre. Estoy hipersensible con todo y con todo el mundo, sobre todo contigo. Siento que tengo que protegerte y compensar los errores del pasado, pero sé que no funciona así. — Zak capturó una lágrima de la mejilla
de Sara con la yema del dedo y se la llevó a los labios—. Cuando no te encontraba esta mañana me asusté mucho. Me haces sentir cosas que no quiero —se estremeció—. Tienes algo... —añadió, sin apartar la mirada de Sara—. Lo siento, no debería haber dicho esto. Eres mi clienta y estás con Rikki. —Ya no. —¿Vas a volver a despedirme? —No, me refiero a Rikki. Se acabó. —¿Por qué? —Recuerda lo que hizo cuando te conoció. Ahora súmale dos mujeres que no se resistieron y fotos para demostrarlo.
—Lo siento. —Zak le acarició la mejilla y Sara notó que la consumían las llamas—. No es verdad. No lo siento en absoluto. No te merece. Sara tenía tantas ganas de besarla que le temblaba todo el cuerpo de puro deseo. —Gracias por decirlo. —Se le arrimó unos centímetros y se humedeció los labios con la punta de la lengua—. ¿Ahora puedes besarme, por favor? Sé que quieres. El dolor en la mirada de Zak se convirtió en pasión; la mujer se humedeció los labios y se acercó a su vez, pero se apartó justo antes de que sus bocas se encontraran.
—No puedo. Sara se la quedó mirando, incrédula. —Claro que puedes. No hay motivo para que paremos. —No me conoces, Sara. —Entonces, por amor de Dios, cuéntame lo que tengas que contarme y sigamos adelante. Sé que me deseas. Y el sentimiento es completamente mutuo. —No te preocupes por mí. No es seguro, y menos aquí. —Zak se puso de pie y se dirigió a la puerta. —Ya me preocupo más de lo que debería y soy muy fuerte, pero no puedo soportar que no dejes de intentar escapar.
—Hay demasiadas cosas que no puedo contarte. Te pondría en peligro. —La mirada firme, casi apremiante, de Zak le indicó a Sara que no debía presionarla más. —De acuerdo, lo dejaré estar por ahora, pero no me rindo fácilmente. Pronto me suplicarás que te bese y más. A Sara le pareció oír un gemido de deseo frustrado por parte de Zak cuando abrió la puerta. —No, no tardarás mucho —se reafirmó. —No vuelvas a marcharte sin decírmelo, por favor. Cuando Zak cerró la tienda a su
espalda, fue como si la temperatura bajara cinco grados. Solo con estar cerca de ella, a Sara le entraban sofocos que no tenían nada que ver con la edad. Aunque había intentado quitarle hierro al asunto, todo lo que había dicho sobre sus sentimientos era cierto. No sabía cómo había pasado, pero Zak le importaba más de lo que había sido consciente hasta aquel momento. La traición de Rikki le había dado permiso para admitir su atracción. Le zumbaba todo el cuerpo de deseo. Y Zak casi había reconocido que también le importaba Sara. «Tienes algo», había dicho. Pero Sara no necesitaba que lo dijera en voz alta,
porque los sentimientos de Zak estaban claramente reflejados en el lienzo de su rostro y su mirada. Se diría que nadie lo notaba, pero para ella era evidente. A Zak le importaba, pero su atracción tenía un precio y era el motivo de su ambivalencia lo que las mantenía separadas. Sara trató de imaginar qué podía ser tan imperioso. ¿Se trataba únicamente del peligro potencial que representaba Wachira? Aquello parecía demasiado simplista. Con un suspiro de exasperación, se metió en el saco de dormir. Podía ser cualquier cosa de las miles que no sabía de Zak, pero si de algo estaba segura era de
que no tenía la menor intención de parar hasta que lo averiguara. *** Zak se reunió con Ben junto al fuego. Él tiró otro tronco y las brasas saltaron como bengalas en el 4 de julio. —¿Dónde está tu banda de proscritos? —En casa. Vendrán a trabajar mañana. —¿Sara ha aprobado a tantos trabajadores? Quiero decir, ¿les pagará? Ben asintió y le pasó a Zak una Tusker tibia de la pequeña nevera que
había al lado de su silla. —Necesitas cerveza. —Cómo lo sabes. —Chocó la botella con la de Ben y se bebió media de un solo trago—. ¿Dónde ha encontrado a esos hombres? —Joey era conductor de matatu. Los trajo él. —Ben dio otro sorbo y observó a Zak un segundo—. Lo ha hecho bien hoy. No a tu manera, pero bien. Lo ha hecho por ti y por ella. Zak quiso protestar, pero Ben tenía razón. Al guardar silencio sobre Wachira, prácticamente no le había dejado más opción a Sara, que era una mujer que no se sometía ni a los secretos ni a las mentiras. Ocuparse de
los problemas del proyecto ella sola era una nueva muestra de su capacidad y fortaleza. No se parecía a nadie que Zak hubiera conocido nunca. Tan inteligente e independiente, toda aquella determinación combinada con su sensibilidad, en conjunto era más de lo que habría podido esperar. —Yo haré la primera guardia —dijo Ben, que se acabó la cerveza y se levantó de la silla—. Tú duerme. Zak asintió y lo vio marchar a hacer la ronda. Entonces se estiró hacia el fuego y el calor le subió por las piernas igual que la calidez que emanaba Sara había hecho antes. Había sentido un deseo innegable, un
hambre que apenas quiso reconocer. La pasión le latía en las venas como si fuera un veneno tóxico que o se aplacaba o la consumía. Era tan intensa y poderosa que para contenerla se había puesto a temblar y había tenido que echar mano de toda su fuerza de voluntad. Había querido besar a Sara, pero también le había pasado algo más terrorífico que la rendición física. Al explicarle la historia de la muerte de su padre había liberado una serie de emociones que exigían su atención. A diferencia de en el pasado, su bien construido sistema de defensa no las había repelido, sino que se
habían abalanzado sobre ella como ladrones en la noche, le habían robado el raciocinio y la habían vuelto vulnerable. En su debilidad, había permitido momentáneamente que Sara le diera consuelo, pero había sido demasiado catártico y le había proporcionado una sensación de paz que no se merecía. La culpabilidad por haber dejado desprotegido a su padre para ir a una misión no desaparecería tan fácilmente. No había sido capaz de compartir aquella parte de la historia con Sara. ¿Qué pensaría de una mujer que había abandonado sus responsabilidades familiares por un trabajo? Considerando que ella se
estaba dejando la piel para cumplir las peticiones de su difunta madre, la respuesta era evidente. ¿Y qué había de las mentiras por omisión que se requerían en el trabajo de Zak? Sara ya le había dejado claro que no toleraría ninguna clase de embuste. Zak se alejó del fuego y se preparó para irse a dormir, mientras se decía que había tomado la decisión correcta al no involucrarse físicamente con Sara. Acostarse con alguien era fácil, pero la clase de compromiso emocional que quería y merecía una mujer como Sara nunca había sido sencillo para Zak. Es más, nunca lo había alcanzado y aquello ya era razón suficiente para
mantenerse a distancia. Si se apartaba, sus defensas permanecerían intactas. No tendría que mentir y los sueños de Sara sobrevivirían para que alguna persona más digna los hiciera realidad. El último pensamiento de Zak fue tan frío como el saco de dormir en el que se envolvió, tan duro como el sueño donde se tendía e igual de insatisfactorio. Zak se arrimó un poco más a la parte delantera de la tienda de Sara para que le bloqueara un poco el viento que soplaba desde ambos lados. Dentro oyó gemir en voz queda a Sara, y Zak supuso que se estaba encargando de sus necesidades con sus propias manos.
La imagen que le vino a la cabeza le arrancó una nueva oleada de deseo y se deslizó la mano entre las piernas, pero no fue capaz de tocarse pese al pulsante ardor que le latía dentro. En lugar de eso, se balanceó hasta caer dormida con el sonido de los gemidos de Sara de fondo y la esperanza de ser la causante de su placer.
CAPÍTULO NUEVE —Oh, no, no no, ¡socorro! Sara soltó la manguera y salió de la pequeña tina de un salto. Estaba alargando la mano hacia la toalla para envolverse, tiritando, cuando Zak irrumpió en la tienda con un garrote en alto y miró a lado y lado en busca de intrusos. —¿Qué ha pasado? Parecía un personaje de dibujos animados congelado en un fotograma.
A Sara se le había caído la toalla al suelo. —No hay agua caliente —musitó, señalando la manguera traidora. Era muy consciente de cómo le botaban los pechos al moverse y daba gracias, porque Zak no podía quitarles ojo de encima, como si fueran dos tartas deliciosas. —Ah, lo siento. —Miró a Sara de arriba abajo y volvió a posar la mirada en su pecho. Normalmente tenía una piel muy blanca, pero en aquellos momentos Zak estaba ruborizada hasta el cuello. Sara se dijo que ahora ya podía hacerse una idea de lo que podía ofrecer
siempre y cuando la oportunidad volviera a surgir. —Supongo que tendría que haberlo comprobado antes de meterme, ¿no? Puso su mejor cara de inocencia y se inclinó lentamente para recoger la toalla. Los generosos pechos le colgaban como fruta madura lista para ser arrancada y se aseguró de levantar el trasero redondeado hacia el cielo. Zak no se perdía detalle de sus movimientos. Sara se envolvió en la toalla y pensó que no era propio de ella comportarse de un modo tan desvergonzado. En realidad le pegaba más a Rikki, pero no quería que a Zak le quedara ninguna duda de que la
deseaba. Su expresión de incomodidad demostraba que lo había logrado. —Voy a arreglarlo —dijo Zak, acariciando el garrote que tenía en la mano como si fuera un falo erecto. Cuando al mirar a Sara se dio cuenta de lo que estaba haciendo con las manos, volvió hacia la puerta de golpe —. Desayunamos dentro de cinco minutos. Mientras se vestía, Sara se regodeó en lo mal que se lo había hecho pasar a Zak con el mínimo esfuerzo. Aquel nivel de ansiedad solía implicar que existían sentimientos muy cerca de la superficie y tarde o temprano tendrían que aflorar. Pero no iba a suceder
pronto, no con Zak, y definitivamente no ese día. Ese día tenía que construir la escuela de su madre. Notó un escalofrío de emoción por toda la espalda, apartó la puerta de lona y salió a recibir la suave luz de la mañana. El ruido de sus pasos provocó una conmoción a pocos metros de su tienda y Sara se detuvo: había una manada de cebras a orillas del río, cuyas rayas grisáceas y negras se mezclaban con el cielo, aún oscuro, y les daba un aspecto de criaturas diseccionadas al agachar la cerviz para beber. Anonadada, las contempló proseguir con su ritual, dirigiéndole apenas una mirada rápida.
En la ribera opuesta, había un grupo de elefantes que se acercaban poco a poco al agua. La trompa se les balanceaba al lado contrario de los enormes corpachones al caminar. La familia de babuinos que vivía en los árboles cercanos chilló para protestar ante la intrusión de aquellos bebedores tempranos en su pacífico retiro. —¿Café? —le preguntó Ben desde el fuego. —Gracias —asintió Sara, que se apartó a regañadientes de la vida salvaje—. ¿Esto pasa cada mañana? Él asintió. —Y por la noche. Vienen todos. Estamos muy cerca de la reserva
natural. —Supongo que mis horarios de sueño y sus horarios de beber no coinciden del todo, ¿eh? Zak soltó una carcajada a su espalda. —No entienden de horarios de oficina. Trajo huevos revueltos con beicon a la larga mesa de picnic que hacía las veces de mesa de comedor y les indicó que tomaran asiento. Sara se hizo con un bol de fruta enorme, cogió un trozo de tostada carbonizada y empezó a comer. Le sorprendía el hambre que tenía. —¿Es el aire o soy la única que está hambrienta esta mañana? —le lanzó
una mirada a Zak, para transmitirle el doble sentido con expresión sensual. —Por la noche tendrás tanta hambre que te comerías un jabalí verrugoso crudo, pero estarás demasiado cansada para intentarlo — replicó Zak—. Los materiales de construcción tendrían que llegar dentro de poco y, si tus trabajadores se presentan, prepararemos los cimientos. —¿Has construido algo así alguna vez? —quiso saber Sara. —No, pero Ben ha trabajado en varios proyectos y lo sabe todo de la construcción. Además, no es muy difícil construir una estructura cuadrada con bloques y hojalata.
Ben alzó el tenedor cargado de huevos revueltos. —Estará hecho en unas semanas. Sin retrasos. —¿De verdad? No le parecía posible, pero al fin y al cabo no iban a construir un colegio público de tres pisos con múltiples aulas en los Estados Unidos. Notó una punzada de desilusión en el corazón. ¿Acaso había esperado que llevara más tiempo? Examinó sus motivos para dejar Nueva York. ¿Huía de algo? Una ausencia prolongada no habría hecho sino garantizar que Rikki le fuera infiel. ¿Era lo que inconscientemente había deseado que pasara? Descartó la
idea, ya que nadie quería que su pareja le pusiera los cuernos, pero lo cierto era que nunca se le había dado bien terminar con alguien. Aguantaba para siempre o hasta que la otra persona tiraba la toalla. —Camiones —señaló Ben—. Hora de ponerse a trabajar. Los vehículos atravesaban la sabana como una fila de hormigas zigzagueantes que seguían el olor de la comida. Sara sintió una oleada de felicidad, orgullosa de supervisar cómo el sueño de su madre daba frutos, aunque la tristeza de no poder compartirlo con ella amenazara con hacer presa de ella.
—Estaría muy orgullosa —dijo Zak, que le puso la mano en el hombro a Sara y le dio un apretón cariñoso—. Tú también debes de estarlo. —Gracias. Detrás de los camiones iba Joey con sus incansables trabajadores sobresaliendo de todos los huecos de la furgoneta de su padre. Al oír sus gritos, fue como si a Sara le quitaran un peso de encima, porque no las había tenido todas consigo sobre que volvieran después de que Zak se comportara como lo había hecho la víspera. Después de todo, quizá el proyecto levantaría el vuelo. Ben referenció los planes de
construcción, recorrió el emplazamiento aproximado de los cimientos y marcó las esquinas con palos clavados en el suelo. Entretanto, Zak guio a los camiones a la zona de montaje y Sara limpió los restos del desayuno para no atraer animales. Cuando terminó, fue enseguida a ayudar a descargar, porque no quería perderse el trabajo físico que haría más suyo el proyecto, literalmente. La neblina de la mañana abrió paso al calor abrasador del mediodía durante el proceso de descarga. Los hombres parecían cómodos con sus pantalones largos y camisas de mangas, acostumbrados como estaban
a las temperaturas tórridas. Zak se soltó las cremalleras de la parte inferior de los pantalones militares y se quitó la camisa. Con los pantalones cortos y la camiseta de tirantes le destacaban los músculos de las largas piernas y la firmeza del torso al flexionarse, de manera que Sara no pudo menos que alegrarse de que su tarea mecánica no requiriera demasiada concentración. Después de estar tan cerca de besarse la noche anterior, se había metido en la cama imaginándose aquellos brazos y piernas tan firmes rodeándola, montándola como una fiera salvaje de África. La invadió una nueva oleada de
calor que no tenía nada que ver con la temperatura y apartó la vista del cuerpo de Zak. Si no dejaba de mirarla y se concentraba en la escuela, acabaría cachonda perdida antes de la hora de la comida. Aun así, había algo en el modo en que Zak se movía y dirigía la actividad a su alrededor que atraía la atención. Durante la jornada, fue haciendo trabajar a cada hombre lo bastante para hacerse una idea de sus puntos fuertes. Con esa información, distribuyó las ocupaciones de cada uno. Dividió a los trabajadores en dos grupos: uno para ayudar a Ben a cavar los cimientos y el otro para seguir
descargando materiales. Cuando el último grupo acabó su trabajo, fueron en busca de Ben dispuestos a recibir instrucciones para la construcción. Hacia el mediodía, Joey ayudó a Sara a preparar la comida mientras los demás trabajaban. Su equipo de once personas había pasado de ser una pandilla de desconocidos a una cuadrilla bien coordinada bajo la dirección de Zak. A lo largo del día, y para maravilla de Sara, la escuela fue tomando forma. El contraste con los alrededores era asombroso: estaban construyendo una institución de aprendizaje en un entorno rico de la esencia misma de la vida y la muerte. Progresaban deprisa
en un lugar donde el tiempo casi parecía parado. Con el paso de una manada de jirafas en la distancia, con los largos cuellos estirándose rítmicamente, como estampa de fondo, Sara se preguntó si estaba haciendo lo correcto. La educación era valiosa y esencial para el avance de una cultura, pero ¿tenía derecho ella a decidir cuándo debía ocurrir? ¿Y si la escuela afectaba perniciosamente al equilibrio de la naturaleza y no beneficiaba en nada a la región? Había hablado del tema con sus padres muchas veces, sin obtener una respuesta definitiva. Lo único que podía hacer era confiar en la gente que había presionado para que
se construyeran las instalaciones y esperar que sus esfuerzos fueran útiles para alguien. Sara se ensimismó en el tarareo melódico de los trabajadores y en el ritmo repetitivo que seguían para clavar los bloques uno al lado del otro. Cuando de tanto en tanto miraba a Zak, ella le devolvía la mirada con sus ojos de color celeste. ¿En qué debía de pensar Zak, con aquella expresión tan concentrada y al mismo tiempo inquisitiva? Fuera lo que fuese, trabajaba con más eficiencia que los hombres y cada uno de sus movimientos la acercaba un poco más al final. Se diría que el cansancio del
trabajo físico la revigorizaba, mientras que Sara acusaba el paso de las horas cada vez más. Cuando empezó a oscurecer, Ben les habló en swahili a los trabajadores y fue hacia ella. —Pagas a los hombres ahora. —¿Ahora? —Cobran cada día —le explicó Zak, acercándosele a su vez—. No es nada personal, pero les han timado con el salario demasiadas veces y no confían en nadie. ¿Tienes suficiente dinero en efectivo? —No hay problema. —Sacó el dinero y le pagó a cada uno lo que habían acordado por un día de trabajo —. ¿No os quedáis a cenar?
Joey negó con la cabeza y se despidió con la mano de vuelta a la furgoneta. —La familia espera. Mañana, señorita. Asante. Los tres despidieron a los trabajadores y luego contemplaron el trabajo del día. Sara estaba muy impresionada por la doble capa de bloques de los cimientos que se extendían sobre la superficie del suelo. Había estado tan concentrada con su pequeña tarea que no había tenido en cuenta el conjunto. —No me puedo creer todo lo que hemos hecho hoy. Gracias. —Se volvió hacia Ben y Zak, y el afecto que sentía
por ellos le empañó los ojos de lágrimas—. ¿Alguien tiene hambre? —Mierda, me he olvidado de mirar la caldera. —Zak se encaminó hacia la parte trasera de la tienda comedor—. Sara no tenía agua caliente esta mañana. Será mejor que vea qué le pasa o esta noche tampoco tendremos. —Supongo que eso quiere decir que la cena nos toca a ti y a mí otra vez. — Sara enlazó el brazo con el de Ben—. ¿Lo hace muy a menudo? —Siempre —contestó Ben—. Ebony no cocina muy bien. *** Zak examinó el enorme desgarrón que
había en la manguera que iba de la caldera a la tienda de Sara. No parecía que la unidad propiamente dicha estuviera estropeada, pero era un corte demasiado limpio para haber sido hecho por un animal. Comprobó el suelo alrededor de la caldera, pero era poco probable que hallara algún rastro con el viento que no había parado de soplar y habiendo tenido a once personas paseando todo el día por allí. Para un intruso, el campamento habría sido un objetivo fácil, ya que con una sola persona vigilando por la noche no se podía cubrir toda la zona. Además, sus esfuerzos se centraban en cuidarse de los merodeadores de cuatro patas,
no de la variedad más peligrosa de dos piernas. Quitó las demás mangueras, las enrolló juntas y solo dejó la que iba a la cocina para poder preparar la cena. Cuando volvió con Ben y Sara, ya estaban sirviendo la comida. Se sentaron todos con sus platos junto al fuego y comieron mientras veían el sol hundirse lentamente en el horizonte. —Cuando quieras agua caliente, dínoslo a Ben o a mí. Una de las mangueras tenía un agujero, así que tendremos que ir cambiándolas. Zak esperaba que no se le notara en la voz lo preocupada que la tenía el incidente. Ya habían tenido un encontronazo con la policía; si además
alguien estaba saboteando su equipo a propósito, estaban subiendo las apuestas. Recordó la conversación con el capitán Stewart, deseosa de que tuviera noticias pronto sobre las personas implicadas. Sara no pareció darse cuenta de su preocupación, pero Ben le dirigió una mirada interrogativa. Le pondría al día durante la guardia. Zak movió la comida en el plato en silencio, repasando mentalmente las actividades de la jornada. Sara había contribuido al trabajo físico como todos los demás. Aunque no debería sorprenderle después de su insistencia por ocuparse sola de la documentación,
la imagen de aquella mujer menuda de piel clara trabajando duro bajo el sol africano, codo con codo con nueve nativos, había sido surrealista. Había aguantado admirablemente bien, descansaba solo cuando los demás descansaban y bebía solo cuando los demás lo hacían. También había conectado bien con los trabajadores. No había tenido con ellos el tipo de conversación funcional que había mantenido Zak para evaluar sus habilidades, sino que habían hablado de sus vidas y de las cosas importantes para ellos. Había ido hablando con todos y cada uno de ellos, trabajando a su lado mientras les
mostraba aprecio y consideración. La calidez en el vínculo que se estableció entre ellos era casi tangible. Le recordaba a Zak el tipo de conversaciones que tenía con la gente antes de que la falsedad y el secretismo se convirtieran en parte de su existencia. Echaba de menos aquellas conversaciones y envidiaba la facilidad que tenía Sara para mantenerlas. Su respeto por Sara creció a lo largo del día, con cada bloque que colocaba. De hecho, Sara no dejaba de sorprenderla y se había hecho patente que su primera impresión de ella como la típica niña rica mimada tenía que ser revisada inmediatamente. Por si
fuera poco, cada vez que la miraba, Sara le devolvía la mirada con aquellos ojos de chocolate líquido que le llegaban al corazón y a otras partes más bajas de su anatomía. El deso que tenía de besar a Sara la confundía. Tampoco era que estuviera necesitada sexualmente o que anduviera desesperada por algo de alivio físico. La fuerte atracción que sentía por Sara no tenía sentido alguno. Un chirrido estridente sonó justo a su lado, y Zak se sobresaltó y volvió al presente de golpe. Había un monito con la cara negra acuclillado cerca de su silla, con los ojos fijos en su cena sin tocar y protestando por su afán
acaparador. Ella dejó el plato en el suelo y contempló cómo el animal devoraba la comida mientras Sara y Ben recogían. —Eres más lista... —gruñó Ben—. Ahora viene toda la familia. —Es que es todo corazón —apuntó Sara, que estaba fregando los platos, y los salpicó a los dos como si fueran hermanos retozones. —Voy a darme un chapuzón en el río mientras vosotros jugáis. Estará más caliente que la de la caldera, igualmente —anunció Zak. Encontró una parte de la orilla rodeada por sibilantes acacias, en donde había un tramo despejado de
agua. Se quitó los pantalones cortos y lo vadeó en sujetador deportivo y bóxers. El agua estaba casi caliente y le quitó el polvo y el sudor de la piel mientras se sumergía ágil y silenciosamente. Tenía un tiempo limitado, ya que en la orilla opuesta había un cocodrilo de considerable tamaño, a la espera de que con el anochecer llegara la hora de salir de caza. No la toleraría durante mucho más rato, porque saldría a investigar el alboroto y querría probar a la intrusa que se había atrevido a violar su espacio. Los cocodrilos eran conocidos por sus ataques sigilosos y, cuando decidían atacar se lanzaban contra ti a
una velocidad de vértigo. Se sumergió una última vez en el agua y regresó a la orilla justo cuando el cocodrilo se movía. —Hola, he pensado que iba a hacer como tú y darme un baño al atardecer. —¡No! —exclamó Zak, que miró hacia la orilla opuesta. El cocodrilo ya estaba en marcha—. Sal del agua, ahora mismo. Sara se quedó plantada con el agua hasta los tobillos, mirando a Zak como si le faltara un tornillo. —¿Por qué? Zak la agarró de la cintura y la arrastró fuera del agua. Apenas había sacado los pies del río cuando el
cocodrilo se abalanzó sobre ellas y casqueó las mandíbulas con ferocidad. Zak cayó de espaldas sobre los arbustos de acacia que había en la cima de la colina, arrastrando a Sara consigo. Al aterrizar con la pelirroja encima, oyó un disparo y los gritos que Ben lanzaba en swahili al cocodrilo. Los pinchazos que le torturaban la espalda se alternaban con las punzadas de ansia carnal cada vez que Sara se movía. Apoyaba el muslo en la entrepierna de Zak, y la sensación le arrancaba escalofríos. Tenía los jugosos pechos de Sara contra la barbilla y le costaba respirar. No sabía
qué era más doloroso, si las heridas o el deseo. —El cocodrilo ya se ha ido —les aseguró Ben—. ¿Está bien todo el mundo? —¿Cocodrilo? ¿Qué cocodrilo? — Sara miraba a Zak con los ojos como platos, esperando una respuesta—. ¿Qué acaba de pasar? —Fue a levantase y Zak dejó escapar un gruñido dolorido— ¿Estás bien? —No mucho. Ben ayudó a Sara a ponerse de pie. —Había un cocodrilo grande en el río. Es hora de caza. —¿Quieres decir que he estado a punto de ser la cena de un cocodrilo?
Ni lo he visto. —Ebony te ha salvado. —Ben sonrió de oreja a oreja—. Ahora tú la ayudas. Miró a Zak y se percató de que estaba rodeada de arbustos con espinas. —Lo siento mucho, pero gracias por rescatarme. Zak evaluó la situación. Estaba rodeada de protuberancias afiladas como agujas y, para más inri, la escasa ropa interior se le veía casi transparente después del baño. Tenía los pezones tiesos y el triángulo negro entre sus piernas era de lo más pronunciado. Sara le dio un buen
repaso, consciente de su desnudez y de que estaba en apuros. —¿Puedes levantarte? Zak se resistía a moverse, porque en cuanto se levantara saldrían algunas de las espinas que tenía clavadas en la espalda. —Puedo, pero no sé si quiero. Va a doler más. Ben desvió la mirada hacia el río, porque la respetaba demasiado como para observarla con aquel atuendo tan revelador. —Las espinas de acacia son muy afiladas, muy dolorosas —dijo—. Cojo medicina. Sara le tendió la mano a Zak y esta
se levantó poco a poco de su lecho de pinchos. Al erguirse, la tela del sujetador deportivo y las bragas tiraron de los trozos de arbusto que tenía clavados y le irritó la piel todavía más. Algunos se le habían caído y le sangraba la espalda. Apretó los dientes para no gritar. —Dios mío, estás sangrando. —Sara fue a tocarla, pero Zak levantó las manos para defenderse—. Te guste o no, vas a necesitar ayuda para sacarte los pinchos de la espalda. Parece que te hayas peleado con un puercoespín y hayas perdido. —Ben puede... —Ben no puede de ninguna de las
maneras. No sería justo ponerlo en esa posición. Yo cuidaré de ti. Asúmelo y vamos a la tienda. Sara le levantó la puerta de lona para que pudiera entrar sin agacharse. —Túmbate en mi saco de dormir — ordenó. Encendió los faroles y los colocó en el suelo, cerca de la cama. Cuando Ben trajo el botiquín de la bolsa de Zak, esta los oyó hablar en voz baja, pero no pudo distinguir lo que decían. —¿Necesitas algo para el dolor? —No, hazlo y ya está. Sácalos deprisa; dolerá menos. Zak apretaba los dientes cada vez que Sara le arrancaba una de las
espinas que tenía clavadas en la carne. Una a una, le sacó las de los hombros, la espalda, las nalgas y las piernas. La incomodidad de Zak se alternaba entre el dolor de la operación y el placer de sentir las dulces manos de Sara sobre su cuerpo mientras trabajaba. Le dio la impresión de que la extracción duraba horas. —Ya está, creo que las he sacado todas. Con esta luz es difícil ver si se ha quedado dentro alguna punta rota en las heridas. Cuando dejes de sangrar lo miraré otra vez. Quítate la ropa. —¿Qué? —Zak miró a Sara por encima del hombro, olvidándose de su
percance por un momento, y se dio cuenta de que la pelirroja seguía en modo enfermera—. Estaré bien, gracias. Sara meneó la cabeza, porque estaba siendo una paciente poco colaboradora. —Hay que limpiarte las heridas con alcohol y con antiséptico o se te podrían infectar. Dios sabe qué habrá en el agua donde te has bañado, y ya ni te digo en las espinas. Quítate la ropa o te la cortaré —afirmó, agitando un par de tijeras romas para darse énfasis. —Jesús, vaya con la doctora Quinn. Se quitó el sujetador y las bragas rápidamente, intentando cubrirse, pero su enfermera no estaba prestándole
atención a su cuerpo en aquellos momentos, porque estaba ocupada con el botiquín. Zak se estiró sobre el saco de dormir y notó el roce fresco del poliéster contra los pechos y el vientre. Deseó taparse con él y dejar que el frescor aliviara el fuego que le ardía en la piel magullada. —¡Ay! —Dio un salto cuando Sara le aplicó el alcohol en la espalda—. Podrías haber avisado. —Volvió a encogerse—. Cuéntame algo mientras tanto al menos. Sara estaba más callada que de costumbre, pero sus caricias eran constantes y afectuosas. —Creo que nunca estuve enamorada
de Rikki. Zak casi se atragantó al tomar aire. —¿Qué? —Solo hace nueve meses que salíamos, pero siempre ha fallado algo. Mis amigos me decían que me engañaba, aunque yo no quería creerlos. Para mí una promesa es una promesa, y no la rompes solo porque estés cachonda o te haya molestado algo. Creo que en el fondo sí lo sabía, porque contraté a un detective privado para seguirla mientras estaba fuera. Y como era de esperar, no tardó ni veinticuatro horas en meterse a otra en la cama. Tengo que hablar con ella y terminar esta charada. Seguro que le
encantará un viaje gratis a África siempre que sea en un hotel de cinco estrellas. —¿Por qué ibas a hacer eso? Traerla, me refiero. ¿Por qué no esperas a volver? —Ahora que sé la verdad, lo único que quiero es que se acabe. A lo mejor es una cuestión de orgullo, pero pensar en que esté follándose todo lo que se mueve mientras todos creen que seguimos juntas es demasiado. Era diferente cuando no lo sabía, porque por lo menos podía fingir ignorancia. Valdrá la pena el gasto de comprarle un billete de avión para decírselo cara a cara. Al menos me merezco eso.
—Te mereces mucho más que eso — murmuró Zak, antes de autocensurarse. Sara continuó curándole las heridas y desnudando su corazón. —No parece que me duren las parejas. A lo mejor es que no sirvo para eso o que canalizo mi pasión en las cosas equivocadas. —Hizo una pausa, como si reflexionara sobre lo que acababa de decir—. Puede que sea eso. Dejó de aplicarle el alcohol y Zak notó que la piel por fin se le refrescaba un poco. Casi se había olvidado de su propio dolor, distraída por la tristeza que subyacía en la voz de Sara.
Transmitía mucha duda y autodesprecio. Zak ansiaba consolarla y listarle las múltiples virtudes y habilidades que había observado en ella dignas de orgullo y estima, pero en ese momento Sara volvió a ponerle las manos encima y le arrebató todo pensamiento racional. Sara, que se había sentado a horcajadas sobre ella, se frotó las manos vigorosamente para extender la crema antiséptica uniformemente. A continuación la aplicó cuidadosamente en cada herida. Sus fuertes dedos pasaban sobre las heridas con la suavidad de una pluma y luego la masajeaban para aliviar la tensión de
la espalda. En la parte baja de la espalda, que no tenía heridas, la frotó con más firmeza, pero suavizó el masaje al llegar a las nalgas. Sara la tocaba con precaución, casi con reverencia, y sus caricias aliviaban la tensión en los músculos y apaciguaban sus sentidos. Por algún motivo, demasiado complejo de descifrar o demasiado sencillo para considerar, Zak se derritió bajo las tiernas caricias que su cuerpo se bebía como si estuviera sediento. Sara la tocaba sin intención alguna más allá de curarla, la veneraba con delicadeza y compasión. Era un tipo de conexión que no pedía nada a
cambio. Se relajó por completo y entró en un estado de seguridad y tranquilidad que hacía años que no experimentaba. El ritmo de los dedos de Sara masajeando su cuerpo la adormeció con su mantra: Sara, Sara... *** Todo había pasado muy deprisa. Sara solo había querido celebrar el primer día de trabajo dándose un chapuzón, sin tener ni idea de que el río entrañaba peligro. Zak le había salvado la vida, literalmente, y como recompensa había tenido un lecho de espinas de acacia. Al ver las heridas que se había hecho, se le partió el
corazón. Era la segunda vez que le causaba daño a Zak y no sabía qué había sido peor, si compararla con Wachira de un modo tan insensible o tirarla de espaldas contra arbustos afilados como agujas. Lo único que sabía era que tenía que arreglarlo. Pese a la tozudez de Zak, al final pudo atender a sus heridas y, mientras la curaba, Sara se dio cuenta de lo mucho que le afectaba Zak y todo lo relacionado con ella. Las espinas que le sobresalían a Zak en su piel de alabastro parecían obscenas y crueles. Cada una que le quitaba con un golpe de muñeca se le clavaba en el corazón como una estaca.
Le salía sangre de los pinchazos y le caía por la espalda dejando un rastro horrible. Cuando respiraba, las protuberancias se movían como si estuvieran vivas y se burlaban de ella con su capacidad de formar parte de la mujer que Sara parecía incapaz de alcanzar. Mientras le limpiaba y le ponía apósitos en las heridas, el dolor que sentía en su interior la dejó sin habla. Se sentía responsable del sufrimiento de Zak y no podía arreglarlo. Y cuando Zak le pidió que le contara algo para distraerla, soltó una diatriba sobre Rikki, que era la última persona en la que quería pensar o de la que quería
hablar. Estaba enfadada consigo misma por haber sido tan descuidada en un lugar donde podía pasar cualquier cosa. Claro que no le duraban las novias. Atraía a las que no le convenían y no podía hacerse con las que necesitaba. Le pareció que Zak se relajaba cuando acabó de curarla, pero no pudo dejar de tocarla. Le masajeó cariñosamente los rígidos músculos que había bajo las heridas y le acarició la parte baja de la espalda, en donde esta se hundía antes de delinear la curva perfecta de su trasero. Tenía las piernas como una esprínter, con los ligamentos de la corva y las pantorrillas bien definidos. Sara le
acarició la parte trasera de las piernas con la yema de los dedos y saboreó la satisfacción de ver cómo se le ponía la piel de gallina bajo su toque. Sabía que debía parar, pero las sensaciones tan agradables que despertaban las caricias en su propio cuerpo le secuestraron el pensamiento antes de que la orden le llegara a las manos. Zak ni se movió ni protestó por aquella exploración innecesaria. Casi se la veía demasiado relajada, con la respiración profunda y acompasada. Sara se preguntó si se habría dormido, pero dudaba que pudiera por el dolor. Se echó hacia delante para asegurarse: Zak tenía los ojos cerrados y el rostro
tan sereno que podría ser una pintura sobre un lienzo. Sara se estiró con mucho cuidado y se tumbó detrás de Zak, procurando no rozarle las heridas hinchadas y enrojecidas. Quería comprender el milagro que había logrado liberar la tensión de Zak y absorber algo de la tranquilidad que la envolvía. Aunque solo fueran unos minutos, anhelaba yacer junto a la mujer que no dormía hasta horas después que ella, que se levantaba antes de que saliera el sol y no parecía descansar jamás. Se acercó lo bastante como para notar el calor que despedía el cuerpo de Zak y la invadió una sensación posesiva. Se durmió
pensando qué tendría aquella mujer que la llamaba a un nivel tan fundamental. Sintió que llevaba horas soñando cuando le susurraron: —Sara, despierta. Zak estaba en pie junto a su saco de dormir, completamente vestida. Fuera todavía era de noche, pero la tienda estaba iluminada por una especie de luz que arrojaba sombras amenazadoras contra los lados de la tienda. Algo iba mal. Zak estaba inmóvil, pero la ira que irradiaba incluso a un metro de distancia asustaba a Sara. —¿Qué sucede?
—Vístete, deprisa. —Por favor, ¿qué pasa? Zak se irguió y pronunció una única palabra que le sabía tan amarga que tenía que escupirla. —Wachira.
CAPÍTULO DIEZ —Todo el mundo arriba. Zak nunca podría olvidar aquella voz enfermiza y flemática, débil pero más fría que el metal en una tormenta de nieve. —Todo el campamento arriba y fuera de las tiendas —repitió Wachira. Zak le indicó a Sara que no se moviera y salió de la tienda. Ben se esfumaría a no ser que fuera necesario, ya que sus encontronazos con la policía, sobre todo por culpa de Zak, lo habían dejado en una posición insostenible. En cualquier caso, si le
necesitaba, estaría allí. Echó un vistazo circular por el campamento y le vio agazapado en las sombras, tras un enorme nido de termitas; Zak le hizo un gesto para que se quedara donde estaba y fue hacia los policías, haciendo un esfuerzo por contener la repulsión a cada paso que daba. El hombre al que odiaba estaba apoyado en la parte delantera de un jeep de la policía, con los brazos en jarras. En comparación con la parrilla delantera del enorme todoterreno, el hombre de metro sesenta y cinco se veía todavía más pequeño. Iba vestido con el uniforme de mando, cargado de condecoraciones que seguramente no
se había ganado. La gorra de servicio de ocho puntas le añadía otros dos o tres centímetros de estatura y la llevaba baja para ocultar la mayor parte del rostro. Zak imaginaba que llevaba aquel atuendo para parecer más alto y más importante. A menudo se preguntaba cómo podía un hombre que era tan poca cosa físicamente generar tanto pavor en muchos, pero al volver a verlo y mirarlo a los ojos opacos, lo comprendió perfectamente. Lo que le hacía circular la sangre no era más que un dispositivo mecánico; Titus Wachira no tenía corazón de verdad. Wachira estaba parcialmente rodeado de al menos doce hombres,
que Zak viera, y numerosos vehículos cuyos focos delanteros estaban dirigidos hacia el campamento. Su primer impulso fue abalanzarse sobre él con todas sus fuerzas y esperar poder alcanzarlo antes de que sus hombres la acribillaran a balazos. Todos los músculos de su cuerpo se tensaron en su anhelo por entrar en acción y el impulso le arrancó pinchazos por toda la espalda. El recordatorio de la dura experiencia con las espinas de acacia moderó su apremiante deseo de liberación inmediata, aunque no lo eliminó del todo. Se estremeció al pensar en su padre
de rodillas, seguramente postrado ante aquel malvado. Llevaba tres años acumulando odio e ira en su interior, cada vez más comprimidos, como la presión en un lanzacohetes. Había ensayado su reencuentro con Wachira tantas veces desde la muerte de su padre que casi parecía un recuerdo en lugar de un plan. Le atacaría sin compasión: el primer ataque sería rápido e incapacitador, lo inmovilizaría pero no lo mataría enseguida. Le haría confesar la conspiración para asesinar a su padre y luego lo torturaría poco a poco hasta que suplicara clemencia y se desangrara. A medida que se acercaba a su objetivo, con el plan
reproduciéndose en su cabeza en bucle, el séquito de Wachira alzó los AK-47 al unísono y la apuntó. —Dejadla acercarse —ordenó Wachira en tono despreocupado, como si fuera una fan que buscaba un autógrafo. Ella siguió andando hacia él como una autómata, impertérrita ante la demostración de fuerza porque lo único que la empujaba era su sed ciega de venganza. No le importaba morir si lograba vengar a su padre; se lo debía después de haberlo dejado desprotegido. El semicírculo de agentes se cerró a su espalda cuando entró en el espacio de Wachira, pero
ella siguió avanzando. Cerró los puños y se golpeó los muslos mientras caminaba, lista para ejecutar su misión kamikaze. —Madame Chambers, un placer volver a verla —las palabras de Wachira destilaban hipocresía—. No sabía que colaboraba en este proyecto —mintió, sin el menor poder de convicción. Wachira se separó de la parrilla del jeep y fue hacia ella, rodeándola como si fuera un buitre ante el cadáver de un animal—. Se ha hecho más fuerte, como una luchadora. Pero no hace falta que luchemos, ¿verdad? —le dio una palmada en el hombro, como si fueran amigos.
La espalda se le contrajo de dolor por las heridas recientes, se le tensaron los músculos y apretó los dientes para contener un gemido de angustia. No podía permitirse que aquel hombre supiera que estaba herida, porque detectaba la debilidad como un sabueso que captara un rastro y ya no dejaba de perseguirlo con todas sus fuerzas. —¿Qué está pasando aquí? —Zak oyó preguntar a Sara desde lo que le parecía una gran distancia. El tono amable y al mismo tiempo autoritario activó un resorte dentro de Zak, como si la desprogramaran. El ansia por destruir a Wachira remitió
ante la presencia de una directiva más apremiante: proteger a Sara. —Vuelve adentro, Sara —indicó Zak, en un esfuerzo por aparentar naturalidad sin que pareciera que la echaba o que temía demasiado por ella. Wachira miró alternativamente a Zak y a Sara y sus ojos sin brillo se iluminaron por primera vez con un destello de interés. En cuestión de segundos, había encontrado el talón de Aquiles de Zak. —Oh, no, se lo ruego, señora Ambrosini, venga con nosotros. Es con usted con la que deseo hablar. Los guardias le abrieron paso y Sara fue junto a Zak y Wachira.
—Me temo que estoy en desventaja. ¿Nos conocemos? —Disculpe, soy el comandante Titus Wachira, del distrito de Narok —le cogió la mano a Sara entre las suyas—. Es usted todavía más hermosa de lo que me habían dicho. Zak dio un paso haca ellos, furiosa de ver que la tocaba. Incluso un contacto de un segundo con aquel hombre tan vil podía contaminar potencialmente la naturaleza honesta y compasiva de Sara. Sin embargo, Sara la fulminó con una mirada que claramente decía «quieta». —Comandante, me halaga. ¿Qué puedo hacer por usted esta mañana?
Supongo que será algo importante, para que alguien de su altura se vea obligado a hacernos una visita tan temprana. Wachira hinchó el pecho y sonrió. —Es usted muy lista. Hay un problema. Me da vergüenza decírselo: nuestra Oficina de Desarrollo del condado ha cometido un error y estas tierras no están disponibles para su escuela. Zak se encendió y se metió entre Sara y Wachira. —¿Qué quiere decir con que no están disponibles? Ha pagado dos veces por los permisos legales. ¿Qué sucede, Wachira, te has embolsado tu parte?
Sara le puso la mano en el hombro delicadamente y la hizo a un lado. —Por favor, deja que yo me ocupe — susurró, casi suplicante. Wachira observó el intercambio de gestos y palabras y cómo Zak se doblegaba. —Antes de que se le concedieran los permisos, ya se habían aprobado otros, pero no habían llegado a los archivos de la oficina. Son muy lentos archivando. Así que, cuando me enteré de que empezaba a construir, quise darle la noticia en persona. Me entristece profundamente. Necesitamos más escuelas para los niños, y es usted muy generosa por
querer ayudar. A lo mejor puedo colaborar en encontrar otro emplazamiento. Sara dio un paso hacia Wachira, mostrándose relajada e incitante. —A lo mejor podríamos llegar a un acuerdo que sea beneficioso para los dos. —¿Qué tiene en mente, madame Ambrosini? —Permita que continúe construyendo la escuela, durante un tiempo, hasta que se resuelva la situación. Por supuesto le compensaré por haber tenido que venir hasta aquí y por cualquier otro esfuerzo que tenga que hacer en mi nombre. Seguro
que un hombre de su influencia no descansará hasta llegar al fondo de la cuestión y aparezca la documentación correcta. Si al final resulta que tengo que trasladarme, lo deduciré de la declaración de renta. Wachira pareció considerar la propuesta de Sara. —¿Y qué hay de su impetuosa amiguita? —indicó a Zak con la cabeza—. Causa problemas. —Yo me ocupo de ella, no se preocupe, comandante. ¿Trato hecho? Zak contempló horrorizada como Sara y Wachira se daban la mano. ¿Qué había hecho? No tenía ningún sentido. ¿Acaso no sabía que no se
podía confiar en aquel hombre? Zak sacó el móvil del cinturón y fingió que marcaba, pero en realidad les sacó varias fotos mientras charlaban, se daban la mano de nuevo y Sara le entregaba un buen fajo de billetes. Luego Sara le guio por los cimientos de la escuela, explicándole los planes de obra y señalando sus progresos. Lo trataba como a un benefactor, en lugar de como al hombre que pretendía destruir sus sueños. Pasearon y charlaron hasta el amanecer, con Zak siguiéndolos a unos pasos de distancia, porque se negaba a que Wachira pasara un solo momento a solas con Sara, sin su protección. Cuando salió el
sol, Wachira ordenó a sus hombres que volvieran a los vehículos y le besó la mano a Sara antes de montar en su jeep. Entonces se volvió hacia Zak. —Madame Chambers, dele recuerdos a su madre de mi parte. La ira violenta volvió a hacer presa del alma de Zak y quiso tirarse contra Wachira como si fuera un misil. ¿Cómo se atrevía a hablar de su madre, la mujer a la que había dejado viuda? No dio ni dos pasos cuando Sara la tomó del brazo y la guio afectuosamente hacia la tienda comedor. Ben reapareció desde la parte de atrás. —Es un hombre muy malo —
confirmó este—. No te fíes de nada que dice, señorita. —No lo haré —respondió Sara. Zak se soltó de Sara y la miró con incredulidad. —Entonces eres una actriz de narices. Parecía que te tragaras todo lo que te decía a cucharadas. —Y tú parecía que fueras a matarlo. —Créeme, podría haberlo hecho. Lo habría intentado si... —¿Si qué? ¿Si yo no hubiera estado aquí? ¿Por eso aceptaste seguir con el trabajo, para poder vengarte de Wachira? —¿Y qué, si lo hice? —Zak notaba que la conversación estaba tomando un
cariz peligroso, pero no podía parar. Se había imaginado muchas veces eliminando a Wachira, pero al verse en la situación de hacerlo dudaba de si sería capaz de semejante crueldad. Además, involucrar a Sara en modo alguno era una opción—. ¿Tienes algún problema con que haga un poco de justicia con el hombre que mató a mi padre? —Tengo un problema con matar, punto, y con justificar el asesinato. —Entonces a lo mejor necesitas a otro guía, porque no puedo prometerte que no lo acabe haciendo. A aquellas alturas, Sara y ella estaban cara a cara, tan cerca que casi
podían tocarse, mirándose fijamente en una lucha de voluntades, pero cuando Zak pronunció las últimas palabras, Sara retrocedió como si la hubieran abofeteado. La miró con una expresión parecida al miedo, con los cálidos ojos desorbitados y llenos de pesar. Frunció los carnosos labios en una mueca de desaprobación y contempló a Zak como si fuera una desconocida a la que hubiera que temer y evitar. Ninguna mujer la había mirado nunca tan alarmada, y ver aquella expresión en el rostro de Sara era todavía más insoportable. Ben se colocó entre ellas y le puso la mano en el pecho a Zak. Su fuerte
presencia la calmó de inmediato. —Ebony, la señorita Sara ha hecho algo bueno. —Esperó a que sus palabras penetraran a través de la niebla de emociones que embargaban a Zak—. Nos da tiempo para averiguar la verdad sin atraer la ira de Wachira. —Si quieres seguirle la corriente con su jueguecito, adelante, pero no contéis conmigo. Hace años que aprendí a no poner la mano en el fuego. Hay otras maneras de ocuparse de esto. Zak se dio media vuelta y se dirigió al río. Su ira fue filtrándose poco a poco en el cuarteado suelo africano, y la débil conexión que había
experimentado con Sara se hizo mil pedazos. *** Zak no había vuelto a aparecer desde la visita de Wachira. Llevaba horas corriendo sola por el desierto. Sara se alegraba de que no hubiera vuelto para el desayuno, porque así había tenido tiempo para pensar sin preocuparse de qué cara ponía. La realidad había tomado un rumbo siniestro de repente. Sabía que Zak era extrema y malhumorada, pero aquella mañana había visto en ella algo más: un lado oscuro capaz de derramar sangre. Le sorprendía, asustaba y entristecía que
Zak fuera capaz de hacer daño intencionadamente a otro ser humano. Sara era una pacifista consumada y su naturaleza le impedía verse involucrada con cualquier tipo de violencia. Aquel pensamiento le pesaba en el corazón mientras movía el desayuno en el plato. Joey y los hombres de la cuadrilla llegaron al campamento justo cuando Ben y ella terminaban de fregar los platos. —¿Habéis tenido visita? — preguntó Joey. —¿Cómo lo has sabido? —Hay un control en la cresta de la colina que no había estado nunca. Nos han parado.
—¿Estáis bien? —Sí. Nos han registrado y nos han dejado pasar. Ahora trabajamos. —De hecho, Joey, me preguntaba si podrías llevarme a Talek. Los demás pueden quedarse a trabajar en la escuela. Yo te pagaré por los servicios de matatu, por supuesto. —Claro, señorita. Fue a buscar a Ben y le dijo que tenía que ir a la ciudad a por suministros, por culpa de tener que dar de comer a un grupo de trabajadores hambrientos cada día. Él se resistía a dejarla marchar sin decírselo a Zak, pero accedió cuando Sara le dijo que la llevaba Joey. Los dos hombres
hablaron brevemente en swahili antes de que Sara y Joey se marcharan. —¿De qué hablabas con Ben? —Ben dice que no necesita provisiones, que hay para dos semanas. Así que Ben dice que no le quite ojo de encima. Que no deje que se meta en líos —sonrió Joey, como si le hubieran confiado la vaca más preciada de la familia. Sara se maravilló de que Ben hubiera llegado a conocerla tan bien. Incluso a sabiendas de que había mentido sobre las razones para dejar el campamento, le había dado el tiempo y el espacio que necesitaba para pensar en lo que la preocupaba. Aquel tipo de
amistad costaba de encontrarse en su mundo, pero parecía fácil con aquel hombre tan generoso. De repente sintió envidia del talante sencillo de Ben y su efecto tranquilizador en Zak. En la cresta de la colina, Joey aminoró al acercarse al punto de control. Sara reconoció a uno de los hombres de la visita matutina, que los dejó pasar, no sin antes fijarse en la matrícula y hablar por el walkie-talkie. De camino en la ligera furgoneta que no dejaba de dar botes por los baches, Sara reflexionó sobre lo que le había pasado a Zak aquella mañana. Se había convertido en otra persona, cuyo cuerpo zumbaba con ira reprimida y
una mirada de puro odio. Sara estaba segura de que, si no hubiera intervenido, Zak habría ido a por Wachira a pesar de la exagerada desventaja numérica. No le había preocupado lo más mínimo su propia seguridad, sino que lo único que la había detenido había sido su presencia. ¿Le preocupaba que Sara resultara herida, que hubiera más testigos, o se había dado cuenta de repente de la locura que estaba a punto de cometer? A lo mejor aquel era el motivo de tanto secretismo sobre su vida y su trabajo. Puede que Zak Chambers fuera una asesina profesional con una misión muy personal que la estuviera
usando como tapadera. Intentó reconciliar aquella idea con lo que había pasado junto a Zak: cuando la había tranquilizado durante la tormenta en el avión; cuando la había salvado del ataque del cocodrilo o al hablar de la muerte de su padre con tanta ternura. Las lágrimas de dolor de Zak no encajaban con el comportamiento que había observado en ella por la mañana. Sencillamente, se negaba a creer que Zak fuera capaz de algo tan horrible. —Joey, necesito ir a algún sitio con teléfono y fax —pidió. Necesitaba pensar en otra cosa durante un rato, y el problema con las
tierras era una buena distracción. Randall tenía recursos por todo el planeta, y la búsqueda de propiedades era una de sus especialidades. —¿No vamos a Talek por provisiones? —Joey le dedicó una sonrisita burlona—. Sé un sitio. Al cabo de veinte minutos de masajeante viaje, llegaron a una hilera de edificios de cemento con techos de hojalata que se parecían mucho a los demás que había ido viendo hasta entonces, solo que un poco más habitables. —¿Aquí? —Sí, señorita. Biblioteca. Tiene teléfono y fax, pero paga, ¿sí? Yo
espero. Tardó casi media hora en lograr contactar con Randall Burke, su abogado de Nueva York. Le pidió que comprobara minuciosamente qué multinacionales tenían intereses en tierras dentro del distrito de Narok de Kenia y conseguir un mapa donde aparecieran los propietarios actuales de parcelas en el área. Lo necesitaba para ya, si no antes. Luego esperó a que le enviara por fax el informe escrito del detective privado con las actividades de Rikki. Cuantas más páginas salían de la máquina, más se deprimía y, al salir la última, estuvo a punto de romper a llorar. Dobló las
hojas y se las guardó en el bolso de vuelta a la furgoneta. Joey la miró un instante y luego desvió la vista, como si supiera que no quería hablar. —Podemos dar un rodeo por la reserva. A lo mejor ve animales — propuso, y arrancó en la dirección opuesta a la que habían llegado a la biblioteca. —Me gustaría —respondió ella. En la nueva ruta, Sara vio a varias personas plantando en el derecho de vía que había entre la carretera y una extensa granja cercada. —¿Qué están haciendo? —Plantan huertos. Esa gente no tiene tierra, así que cultivan su comida
aquí. —¿Cómo riegan las hortalizas? —Acarrean agua del río desde Talek. Muchos kilómetros al día. Comparada con la lucha por la supervivencia de aquella gente tan trabajadora, los devaneos de la novia de Sara parecían nimios y egoístas. Quiso ignorar el informe de múltiples páginas que parecía gritarle desde el bolso para captar su atención y, en lugar de eso, se concentró en las vistas. Más adelante había otro punto de control, aunque parecía diferente. Los hombres que lo guardaban estaban vestidos con uniforme de camuflaje, en lugar de azul como los policías.
También había contundentes pinchos de metal extendidos sobre la carretera en ambas direcciones, con señales que indicaban que no podía pasar el tráfico. Le hicieron gestos a Joey para que detuviera la furgoneta a un lado con sus amenazadoras armas. —Jeshi —musitó Joey, en un tono que dejaba a las claras que aquello no era nada bueno. —¿Qué significa? —Militares. Peores que policía. Joey aparcó donde le mandaban y apagó el motor. Los soldados rodearon el vehículo; uno leyó la matrícula mientras otro les ordenó que salieran y se pusieran contra la furgoneta. El
militar que estaba más cerca de Sara la cogió de los hombros y le pasó las manos por las tetas bruscamente, luego por la cintura, entre las piernas y luego por los muslos, con la excusa de registrarla. La intromisión le pareció muy personal y ofensiva. Quería defenderse, pero pensó que eso empeoraría las cosas. ¿Qué habría hecho Zak? Mejor borrar eso: a ella se le daría mejor arreglar la situación diplomáticamente. Entre los militares y el manoseo, Zak habría acabado matando a alguien. —¿Es esto realmente necesario? No hemos hecho nada malo. ¿Qué sucede? El oficial se encogió de hombros,
como si no hablara su idioma, y siguió metiéndole mano. A su lado, otros dos hombres cacheaban a Joey y lo mandaban callar a gritos cada vez que intentaba decirles algo en swahili. —Quiero hablar con el comandante Wachira —anunció Sara. Ellos se rieron. —Wachira no es nada. Somos jeshi —respondió uno. —¡Mchuma, mchuma! —gritó otro desde dentro de la furgoneta, agitando una pistola por la ventana. La expresión horrorizada de Joey le confirmó que el arma no era suya. Le partió el corazón notar el pánico con que trataba de explicarlo.
—No es mía. No tengo armas —se le rompió la voz—. Está mal. El soldado que registraba a Sara le tiró de los brazos bruscamente y le esposó las muñecas a la espalda. A Joey le hicieron echarse al suelo. —¡No le hagáis daño, por favor! Los hombres le dieron patadas en el suelo, lo esposaron y lo levantaron de las esposas. —¿Qué hacéis? ¿Adónde vamos? — inquirió Sara, mientras los arrastraban a un camión con el remolque cubierto de lona. La lanzaron contra un banco de aluminio tan largo como todo el camión y le pusieron grilletes en los
tobillos con un sonoro chasquido metálico. Su situación era cada vez más precaria. Los grilletes estaban fríos y su superficie cortante le rasgaba la carne de los pies. Un soldado aseguró los grilletes en el suelo, cerró la puerta de lona y los dejó solos. El recinto olía a orina y a vómito y a Sara le costó Dios y ayuda controlar las náuseas. Cuando el camión arrancó, no supo seguro si temblaba por los baches o por su estado emocional. Tenía que centrarse en otra cosa. —¿Estás bien, Joey? ¿Te han hecho daño? El joven esbozó una sonrisa forzada para borrar el miedo que llevaba
claramente grabado en el rostro. —Estoy bien, señorita. ¿Usted? Su intento de tranquilizarla fue conmovedor. —Bien, dadas las circunstancias. ¿Qué nos va a pasar? —Nos llevan a Nairobi. Las armas están prohibidas. —La pistola no era tuya, ¿verdad? —No, señorita, ni de mi padre. Pasa algo malo. El trayecto hasta Nairobi se le antojó interminable en el remolque oscuro y maloliente. Sara intentó mantener la respiración bajo control, pese a la poca ventilación y el calor opresivo. Aquello era como un horno y
sin tener referencias visuales; Sara no sabía en qué dirección iban ni cuánto tiempo llevaban en la carretera. Los soldados le habían confiscado el móvil y el bolso, así que no podía ponerse en contacto con nadie. Una vez más, se arrepintió de haberse marchado del campamento sin decírselo a Zak. —¿Nos dejarán hacer una llamada cuando lleguemos a Nairobi? —quiso saber Sara, que no estaba segura de a quién llamar antes, a Zak o a su abogado. Como Randall estaba en Nueva York, era más probable que Zak pudiera obtener resultados inmediatos, por mucho que no estuviera
garantizado que estos resultados fueran positivos. ¿Y si Zak también se las había tenido con los militares, no solo con la policía local? La idea no ayudó en nada a tranquilizarla. *** A media tarde, Zak y la cuadrilla dejaron de trabajar por aquella jornada. No había tenido noticias de Sara ni de Joey y empezaba a preocuparse. Ben paraba a menudo y miraba hacia la cresta de la colina, como si así fueran a regresar antes. Le pidió perdón una y otra vez por haberlos dejado marchar sin saber adónde iban ni cuándo volverían. Sus
continuas disculpas empezaban a inquietar a Zak, como si fueran una premonición. Ya que Joey no había vuelto con la furgoneta, Zak convenció a los hombres de que se quedaran a cenar y que después los llevaría a casa. Sin embargo, le sonó el teléfono justo cuando salía de darse una ducha fría. —¿Sí? —¿Zak? —Sí. —Reconoció a uno de sus contactos del cuartel general de la policía en Nairobi. —Los jeshi acaban de fichar a una tal Sara Ambrosini y a un conductor llamado Joey por posesión de una
pistola. Todavía no les han dejado hacer una llamada de teléfono. —Gracias, voy para allá. Si te enteras de algo más, llámame. Zak le explicó a Ben brevemente el cambio de planes mientras metía ropa de recambio para Sara en la bolsa. —Dejaré a los hombres en Talek con dinero suficiente para llegar a casa. ¿Puedes cuidar del campamento hasta que volvamos? —Él asintió y Zak añadió—: Que un par de hombres de tu aldea vengan a ayudarte con la seguridad. También los necesitaremos cuando vuelva. Hay seis horas de camino hasta Nairobi, así que seguramente pasaremos la noche allí
aunque consiga que la suelten hoy. Se echó la bolsa al hombro y se dirigió a la camioneta, pero Ben la detuvo. —No es culpa suya, Ebony. —Una pistola, Ben. ¿De dónde demonios ha salido? —No de la señorita Sara y no creo que de Joey. Ten cuidado. El trayecto hasta Nairobi se le hizo interminable, y recordar el rostro afligido de Sara antes, cuando Zak había perdido el norte con Wachira, le hacía todavía más difícil la situación. Sara y ella habían ido acercándose la una a la otra a medida que trabajaban juntas y aprendían a respetar los
puntos fuertes de cada una. Incluso se diría que su estilo y temperamento a la hora de relacionarse con la cuadrilla se complementaban. Sin embargo, el arrebato cargado de veneno que le había entrado a Zak la había conmocionado y la había dejado sin palabras, cosa poco común. ¿Cómo podía haber sido tan descuidada como para dejarle ver a Sara su lado oscuro? Lo había mantenido enterrado durante tres años y se había podrido e infectado en su interior. Cada día que transcurría, estaba más furiosa y su odio era más afilado. No se le había pasado por la cabeza que su sed de venganza pudiera
hacerle daño a alguien que le importaba, pero fue consciente de que Sara empezaba a importarle. Aquella pelirroja adorable e irritante se había metido en su vida sin ningún esfuerzo. El modo directo en que afrontaba la vida, su total falta de reparos a la hora de expresar sus sentimientos y cómo conectaba personalmente con todo el mundo con tanta naturalidad socavaba sus defensas. ¿Qué pensaría Sara de ella y por qué tormentos estaría pasando, prisionera en una cárcel extranjera? Zak no dejó de darle vueltas a aquellas preocupaciones hasta llegar al departamento de policía de Nairobi.
Primero tramitó que pusieran en libertad a Joey y, tras discutir sobre si prefería quedarse a pasar la noche o volver a casa, le dio dinero para que recuperara su furgoneta. Soltar a Sara fue más complicado, porque no era residente en África, pero el capitán Stewart había hecho algunas llamadas por ella y Zak encontró a los militares muy receptivos a la ingente inyección de dinero en efectivo y a la excusa que dio para la presencia de la pistola en la furgoneta, todo ello sumado a su promesa de que no volvería a suceder nada parecido. Sara salió del sucio edificio, asustada e insegura por primera vez desde que
se habían conocido. Zak la esperaba en la puerta y notó que el deseo de consolarla pugnaba en su interior con el impulso de encontrar a sus captores y hacérselo pagar, pero los acontecimientos de la mañana la hicieron andarse con pies de plomo. —¿Estás bien? Sara miró a su alrededor, desorientada. —¿Dónde estoy? ¿Dónde está Joey? —En Nairobi. Joey ya va de regreso a su casa. —Cogió a Sara del brazo y la guio hacia la furgoneta—. ¿Te han hecho daño? —No. ¿Qué haces aquí? No me han dejado ni llamar por teléfono.
—Yo sí he llamado. Vámonos. Espero que no te importe, pero he reservado habitaciones en el Stanley esta noche. Hay seis horas hasta el campamento y las carreteras ya son lo bastante traicioneras de día. Sara seguía teniendo los ojos como platos y miraba continuamente a su alrededor mientras Zak conducía. Contemplaba la ciudad como si llevara años encarcelada en lugar de horas. —Solo quiero una ducha caliente y cambiarme de ropa —cayó en la cuenta del pequeño detalle—. Ropa. —Te he traído algo. Tenía prisa, así que no te enfades si no conjunta. Zak intentaba que Sara reaccionara
con un poco de sentido del humor, pero la joven estaba en estado de shock. Era descorazonador verla tan callada y tan afectada por el trance al que había sido sometida. Zak siempre se había sentido muy inepta en situaciones tan delicadas. Si estaba de suerte, en el hotel lo tendrían todo listo y Sara podría serenarse y recuperar la compostura. Le alivió ver que el capitán Stewart había seguido sus peticiones a la perfección cuando llegaron al Stanley. Además, el fax que tenía que recibir la esperaba en el mostrador de recepción en un sobre de manila sellado. Se registraron y acompañó a Sara a su
habitación. —¿Por qué no te das una ducha y te relajas. Si tienes ganas, llámame y luego pedimos algo para comer. Me gustaría saber qué ha pasado hoy. — Dejó encima de la cama la ropa que había cogido a toda prisa para Sara y esperó, sin saber si debía dejarla sola todavía—. ¿Estás bien o quieres que me quede un rato? —Estaré bien en cuanto esté limpia. —Dime si necesitas cualquier cosa. Estoy en la habitación de al lado. Zak se dio una ducha rápida y leyó por encima el fax que le había enviado Stewart. La información inmobiliaria sobre la zona era más enrevesada de lo
que había esperado, pero en ese momento no tenía tiempo para digerirlo todo, pues su prioridad era Sara y el estado de conmoción mental en el que se encontraba. Le daba la impresión de que había pasado algo más aparte de que la arrestaran. Cuando oyó que en la habitación de al lado Sara cerraba la ducha, Zak aguzó el oído para captar los ruidos sutiles de la habitación mientras imaginaba cómo se secaba y se vestía su compañera. Luego la habitación se quedó en silencio y aquella quietud la puso nerviosa, así que se arrimó aún más a la pared para escuchar. —¡Zorra de mierda! —gritó Sara.
Entonces algo impactó contra la pared y se hizo añicos contra el suelo de azulejos. Zak se plantó ante su puerta y la aporreó en cuestión de segundos. Cuando Sara abrió, no parecía enfadada, sino sencillamente agotada. Todavía tenía el pelo mojado de la ducha y los rizos ambarinos le colgaban sueltos por la espalda; estaba pálida y demacrada, y con aquellos pantalones anchos y la camiseta parecía pequeña y vulnerable. El suelo y la cama estaban cubiertos de papeles, como si los hubiera tirado al aire y los hubiera dejado donde hubieran caído. Zak caminó con cuidado para no pisar los cristales rotos que parecían haber
sido un vaso. —¿Qué ha pasado? —preguntó, pero calló cuando Sara levantó la mano. —No puedo hacer esto ahora. —¿El qué? ¿Sara, qué pasa? —Demasiadas cosas. —Las lágrimas le rodaban por las mejillas, y ella no parecía tener reparo alguno en dejarlas caer—. Demasiados sentimientos. Tomó aire entrecortadamente e intentó hablar, pero no le salió nada. Zak se acercó a ella. —Déjame ayudarte, por favor. No entiendo lo que pasa. Aquellas palabras devolvieron a Sara algo de coherencia. Sus marrones ojos
relampaguearon, aunque las lágrimas no cesaron. —Claro que no lo entiendes —se le rompió la voz, entre sollozos—. Tú no entiendes nada que tenga que ver con las emociones —abrió los brazos y giró sobre sí misma mientras hablaba —. Imagínatelo. Estás en un país extranjero, tu guía tiene tendencias suicidas y por lo que sabes podría ser una psicópata asesina, tu novia es una puta mentirosa que se gasta tu dinero para entretener a sus aventuras y... — Hizo una pausa para inspirar y se deshizo en más sollozos—. Y entonces te detienen, te meten en un camión terrorífico, maloliente y abrasador, sin
ventanas ni ventilación, y durante horas te llevan a oscuras a quién sabe dónde, hasta que te tiran a una celda tórrida, llena de excrementos humanos, alimañas y gente sucia que te manosea, y ni siquiera te dejan llamar por teléfono —miró a Zak fijamente, alternando entre una actitud dolida y desafiante—. Dime, Zak, ¿entonces sentirías algo? ¿Lo harías? Para Zak era un alivio que al menos estuviera hablando, porque eso era más normal, por antinatural que resultara la agonía de su mirada. Zak no pudo evitar que aquel dolor la llamara igual que una hipnotizadora controla a su
hipnotizada y se acercó a Sara poco a poco, la abrazó afectuosamente y la guio hasta sentarla en la cama con cuidado de no pisar el cristal. Sara olía a jabón y a champú de flores, pero no eran sus aromas habituales. Se relajó en brazos de Zak y la calidez de su cuerpo hizo que esta se sintiera necesitada. Apartó los papeles de la cama, tirándolos sin más al suelo, instó a Sara a tumbarse y se sentó a su lado. —Me estoy desmoronando. —Sara se enjugó las lágrimas—. Normalmente expreso lo que siento, pero creo que últimamente he acumulado muchas cosas. —No pasa nada. —Le acarició a Sara
el pelo mojado, apartándole los mechones sueltos de la frente—. ¿Te traigo algo? Zak se sentía fuera de lugar. ¿Qué se supone que se decía en una crisis emocional? Ella siempre había huido de sus propias emociones, pero quería ayudar a Sara y al menos durante un rato ser la persona que le hacía falta. —¿Te echas conmigo y me abrazas un rato? Zak no había esperado una petición tan sincera e íntima. Su cuerpo respondió y Zak empezó a moverse antes incluso de que su mente procesara una respuesta. —Hummm, vale.
—Si te hace sentir incómoda, no hace falta. La cabeza le decía que debía parar, pero lo cierto era que Zak quería estar cerca de Sara más de lo que creía. Se estiró en la cama y rodeó a Sara con los brazos. Fue un gesto tan normal, tan instintivo, que su propia ternura la sorprendió y dejó escapar un suspiro de alivio, relajándose contra las curvas de Sara. Esta le apoyó la cabeza en el hombro. —Gracias. Yacieron en silencio tanto rato que Zak pensó que Sara se había dormido, hasta que volvió a hablar. —Me siento como una idiota. Todo
el mundo me advirtió sobre Rikki, pero yo no los creía. Incluso después de ver las fotos, pensé que a lo mejor había alguna equivocación. Siempre era muy atenta y cariñosa conmigo. Pero lo que dice el informe... —agitó los brazos para indicar la habitación—. Es peor de lo que había imaginado. Ha estado usando mi dinero para invitar a cenar y a beber a sus amantes. Qué estúpida que soy. Zak notó que Sara se ponía rígida. —No eres estúpida. Solo querías confiar en tu novia. —Sí. Y ella solo quería mi dinero. ¿Es lo único que tengo de bueno? —En absoluto. —Zak la miró a los
ojos—. Eres una de las personas más capaces e íntegras que he conocido. No dejas de asombrarme con tu perspicacia. Eres compasiva hasta decir basta. Y eso es solo lo que he visto hasta ahora. A Sara se le iluminó un poco la cara y le volvió el brillo a la mirada. —Sabía que te gustaba. —No puedo evitarlo —repuso Zak, sorprendida de su propia sinceridad. No obstante, la mirada de Sara se apagó un poco y a Zak le dio un vuelco el corazón. —¿He dicho algo malo? —No, has dicho algo muy bueno. — Sara le acarició la mejilla y Zak notó
que la invadía un fuego tan ardiente como los incendios de la estación seca —. Pero hoy me has asustado, Zak. No quiero tenerte miedo, pero no puedo soportar la violencia. Si es parte de quien eres y lo que haces, necesito saberlo ahora. Sus palabras fueron como una tormenta africana que sofocó el fuego de su cuerpo. Siempre había temido el día en que una mujer que le importase le pidiera algo que no podía darle. Llevaba años pensando en la muerte de Wachira y no estaba segura de poder renunciar a ello por una amante, ni siquiera por Sara. Su trabajo nunca había requerido que matara a nadie,
pero a lo mejor se daba el caso. ¿Cómo iba a explicarle a Sara aquel conflicto sin contarle la verdad? Por desgracia, la verdad no era una opción en su profesión. Los sentimientos contradictorios de Zak se arremolinaron en su interior hasta que estuvo a punto de explotar. No estaba acostumbrada a sentir nada tan intenso y tenía que hacer algo al respecto. Le cogió a Sara el rostro entre las manos y le sostuvo la mirada. —Yo nunca te haría daño. Por favor, créeme. Yo... Sara la besó en la boca antes de que pudiera decir una palabra más. Fueron besos ligeros y cautos, provocativos;
con la punta de la lengua, le trazó el contorno de los labios, como para pedirle permiso para entrar. Zak respondió con un beso ardiente y exigente. Le hundió los dedos en la espesa melena mojada a la altura de la nuca y la atrajo hacia sí con tanta fuerza que temió hacerle cardenales en los labios. Probó con la lengua las texturas de la boca de Sara, su lengua, los dientes y el paladar, los saboreó y los almacenó en su memoria. Era como si las delicadas terminaciones nerviosas de su lengua estuvieran conectadas con su clítoris, porque no dejaban de recorrerla oleadas de placer. Nunca se había sentido tan presente
físicamente, como si su cuerpo tuviera vida propia mientras ella se observaba mentalmente desde fuera haciendo lo que siempre había deseado hacer: rendirse a sus sentimientos. —Oh, Sara —inspiró, jadeante. Sara le pasó las manos por el pelo y se pegó más a ella. Su aliento era húmedo contra el cuello de Zak; se echó hacia atrás por la cintura sin despegar las caderas y las piernas de Zak y le tironeó los botones de la camisa. —Zak, por favor, te necesito. La súplica se le hundió a Zak en la carne como una espada de doble filo, devolviéndola a la realidad. Abrazó a
Sara, porque no quería soltarla, aunque mentalmente estaba ya apartándose de ella. La conexión física era casi demasiado poderosa, su cuerpo la ansiaba y deseaba estar con ella más de lo que había imaginado, pero su mente traidora no dejaba de repetirse todas las razones por las que aquello era una mala idea. A regañadientes, se desembarazó de Sara. —Lo siento, no puedo hacerlo. Sara la miró con los ojos llenos de pesar. —No dejas de decir eso. Yo creo que sí que puedes y sé que lo deseas. —En ese momento se le ocurrió otra posibilidad y se apartó completamente
de Zak—. ¿No te sientes atraída por mí? ¿Solo te doy pena? La idea horrorizó a Zak, que se quedó helada, sin saber cómo expresar lo absurda que era aquella opción. Sin embargo, su momento de duda no hizo más que espolear la imaginación de Sara. —Fuera de aquí. No quiero ni necesito darle pena a nadie, y menos a ti. —Sara... —quiso explicarse Zak, pero Sara no estaba de humor para escucharla. —Márchate. Ahora mismo. Con la esperanza de mantener la conexión como fuera, Zak volvió a
intentar hacerla hablar. —Necesito saber lo que ha pasado hoy. —Por supuesto, vamos a mantenerlo en el plano profesional. Pues mira, ahora mismo lo que necesites o dejes de necesitar me da bastante igual. Estoy agotada y quiero descansar —le aguantó la puerta abierta a Zak—. Mañana estaré encantada de explicártelo todo de vuelta al campamento. Así por lo menos tendremos algo de que hablar. Zak salió al pasillo y Sara le cerró la puerta en las narices sin darle tiempo a protestar más.
CAPÍTULO ONCE A la mañana siguiente, Sara estuvo desayunando en la cafetería Árbol de Espino del Stanley, distraída con los alrededores. ¿Cuándo había pasado el famoso árbol de los mensajes de ser una escultural acacia a ser un arbolillo rodeado por tablas con chinchetas? Aun así, le consolaba pensar en toda la gente que había dejado notas clavadas en su tronco desde hacía décadas. ¿Cuántos parientes, amigos y amantes habría reunido el árbol de los mensajes? Era muy triste que ella no
fuera a reunirse felizmente con su amor. Llevaba levantada desde las tres de la mañana, recordando su conversación con Zak, repasando el informe del detective y ensayando la conversación que iba a tener con Rikki. El teléfono dio tono de llamada varias veces y ella aprovechó el tiempo para prepararse mentalmente, ya que su actuación tenía que ser perfecta. Rikki siempre había sabido detectar de qué humor se encontraba. Sara había creído que era porque la quería, pero ya sabía que era una necesidad para serle infiel. —Hola, nena —saludó Rikki, en un tono alegre y algo agudo.
Tras meses de experiencia, Sara había aprendido a reconocer aquel tono como inducido por el alcohol. —Rikki, lo he arreglado todo para que me visites el fin de semana que viene. Te encantará el Stanley. Es uno de los hoteles más antiguos y de los más lujosos de Nairobi. Tiene historia y mucho ambiente. Dime que vas a venir. Le costaba mucho disimular el enfado y la decepción mientras le vendía a Rikki las delicias de la visita. Odiaba la idea de gastar un solo centavo más en su mujeriega pareja, pero necesitaba verla cara a cara para terminar con aquella farsa de relación.
Cualquier otra cosa sería escurrir el bulto. Tenía que hacerlo por sí misma, para demostrar que era algo más que la que sostenía los hilos del monedero. —Ya sabes que no me gusta nada de segunda categoría. ¿Estás segura? ¿Tendrás tiempo para estar conmigo? «Como si eso fuera a volver a pasar», pensó Sara. —Lo he arreglado todo. Lo único que tienes que hacer es preparar la maleta e ir al aeropuerto. —Genial, allí estaré. Me muero de ganas de verte, nena. Te he echado mucho de menos. Aquellas palabras casi la hicieron vomitar. No sabía si escuchaba a la
verdadera Rikki por primera vez o si su infidelidad lo había teñido todo con una película de desconfianza y duda. —Hasta el sábado. —Te quiero, Sara. Sabía qué respuesta automática esperaba Rikki, pero no fue capaz de decirlo. —Adiós, Rikki. Fue como si se hubiera quitado parte de un peso de encima. La otra mitad de la carga tendría que esperar hasta el sábado. Miró la taza de café frío que tenía delante y se masajeó las doloridas sienes. El arresto de la víspera se le antojaba un sueño desagradable que se había convertido
en pesadilla cuando le pidió a Zak que la abrazara. Tenía los nervios destrozados, pero ¿qué la había llevado a pensar que aquella mujer la entendería lo bastante como para ofrecerle consuelo? Si había algo que sabía de Zak Chambers era que las emociones no se le daban bien. El caso era que se había sentido muy bien. Cuando Zak la acunó, Sara sintió que no podía pasarle nada malo. Sus cuerpos encajaban a la perfección. Se sentía completamente segura, pero más allá de aquello, le había parecido que Zak también se sentía a gusto con ella. No habían sido imaginaciones suyas cuando se había relajado entre
sus brazos. Había sido el momento ideal para besarla. Al delinear los labios de Zak con la lengua y deleitarse con el sabor a menta de su boca, la recorrieron unos escalofríos de placer tan intensos que estuvo a punto de gritar. Zak la correspondió con ansia y le metió la lengua hasta la garganta. El fuego prendió entre ellas y Sara deseó estar desnuda y sudorosa bajo la mujer que la había intrigado desde el momento en que se habían conocido. Zak la besó aún más profundamente y Sara tensó los músculos del bajo abdomen para evitar el orgasmo que amenazaba con derramarse. Le gustaba tanto besarla
que se preguntaba si era posible correrse solo con eso. Nunca había estado con nadie que le causara un efecto parecido. Sin embargo, cuando fue a desabrocharle la camisa, Zak se lo impidió. Aunque sabía que los ojos de Zak destilaban lujuria pura, podía haber malinterpretado hasta dónde llegaba su interés. Zak se separó de Sara emocional, física y completamente, como si fueran desconocidas. En ese momento la golpeó la realidad como si fuera una ráfaga de viento polar. Zak sentía pena por ella. Sara había necesitado consuelo y se había acercado a una
persona a la que creía importarle, ni que fuera un poco, pero la expresión de Zak había permanecido al mismo tiempo inquietantemente seductora y terriblemente distante. Podría haber soportado cualquier cosa de ella, salvo aquello. Si iban a acostarse, tenía que ser porque las dos lo deseaban, no por pena. Se riñó por mostrarse tan abierta con Zak, pero se dio cuenta de que no tenía elección. Sara no podía ocultar sus sentimientos, aunque fuera un caso perdido emocional. El instinto le decía que a Zak le importaba, pero o bien no podía o bien no quería expresar sus sentimientos. El único modo de
acercarse a ella era exponer su propia vulnerabilidad, lo cual era peligroso. Sara ya no estaba segura de poder soportar que Zak la rechazara, después de habérsele metido de aquella manera debajo de la piel. —¿Te importa que me siente contigo? La voz profunda de Zak retumbó en su interior como una descarga eléctrica de bajo voltaje y Sara respiró hondo para tranquilizarse. Llevaba la misma camisa de la víspera, con los botones flojos en los ojales, como si estuvieran a punto de desabrocharse en cualquier momento. Eran los mismos botones que había tratado de
arrancarle la noche anterior e imaginó los firmes pechos de Zak bajo la tela, sin quitarle ojo de encima a cómo se le movían arriba y abajo al respirar. Notó que su cuerpo respondía a la cercanía y no fue capaz de mirarla a los ojos. O mantenía la compostura o todos los presentes en el restaurante sabrían lo que estaba pensando. —En realidad ya he acabado y tengo que prepararme para la vuelta. Nos vemos luego. —Sara, yo... —musitó Zak, rozándole el brazo cuando se levantó para irse. —Que aproveche el desayuno. Fuera lo que fuese lo que Zak tenía
que decirle, Sara no quería oírlo rodeada de extraños ante los que tenía que aparentar que nada la afectaba. Se dirigió a la recepción e hizo la reserva para la visita de Rikki la semana siguiente. Cuando se volvió para marcharse, la recepcionista le dio un sobre donde ponía «confidencial». Lo abrió y echó un vistazo al contenido. Randall había trabajado muy deprisa para reunir la información que le había pedido sobre las propiedades en el distrito de Narok. Se preguntaba cómo le había seguido la pista hasta el Stanley y supuso que Zak le habría llamado cuando la detuvieron. De vuelta a su habitación, leyó el informe
por encima e intentó entender las estadísticas y los toscos mapas. Pasaba del mediodía cuando regresó al restaurante, porque había perdido la noción del tiempo con la información que le había enviado Randall. Zak estaba sentada donde Sara la había dejado y tenía la mesa llena de papeles que estudiaba con detenimiento. —¿Una lectura ligera? Zak metió los papeles en un sobre como el que había recibido Sara. —¿Lista para irnos? Sara asintió y la siguió a la camioneta. La autopista Thika para salir de Nairobi estaba colapsada por el tráfico y Sara tuvo tiempo de
contemplar las vistas que no había podido apreciar de camino a la ciudad. Nairobi podría haber sido cualquier metrópolis occidental, con sus edificios de oficinas en el centro, la gente vestida para ir al trabajo y moviéndose de un lado para otro con prisas y el móvil pegado a la oreja. Sin embargo, cuanto más se alejaban de la ciudad, los alrededores se hacían más inhóspitos. La calima de gases y contaminación de la ciudad permeaba las afueras y se mezclaba con el olor a madera, humo, basura podrida y sudor. Había cientos de personas a ambos lados de la carretera, o caminando o vendiendo cosas. En la cuneta había sacos de
carbón y de hortalizas apilados con letreros y precios. —¿De dónde sacan el carbón? —le preguntó a Zak. —Cortan árboles y los queman. Usan carbón para cocinar la mayoría de las cosas y para calentarse. Es más barato y más fiable que la electricidad. Los mercadillos improvisados se extendían durante kilómetros, hasta que por fin dieron paso a exuberantes campos verdes e invernaderos. —¿Qué cultivan aquí? —Café y té en los campos. En los invernaderos, flores. Muchos de los cafetaleros se han pasado a las flores porque ni las grandes empresas ni el
gobierno controlan todavía el negocio. La producción de flores cortadas es casi tan lucrativa como el té, el café o el turismo. Zak sonaba igual que una guía turística y Sara anheló una conexión más personal. Su interés y tolerancia por la conversación insustancial desapareció cuando el paisaje dejó de inspirarla. No iba a poder soportar el silencio entre las dos durante mucho tiempo: Sara tenía cosas que decir, independientemente de que Zak quisiera oírlas o no. Como si le leyera la mente, Zak preguntó: —¿Me vas a contar qué pasó ayer, por favor?
Sara repitió cómo les habían dado el alto y los habían arrestado con todo lujo de detalles, como si Zak le hubiera pedido que se lo contara varias veces para aclararlo. —Sabiendo lo que pienso de la violencia, no te creerás que la pistola fuera mía. Y a juzgar por la cara de Joey, él tampoco la había visto nunca. —Dijo que los habían parado ayer justo a la entrada del campamento, cuando venían a trabajar, y que les registraron la furgoneta. —El rostro de Zak pasó de la concentración a la iluminación al caer en la cuenta—. Seguro que la policía la puso entonces, llamó a los jeshi para describirles el
vehículo y aguardaron. Parece uno de los planes de Wachira. —¿Por qué iba a hacer algo así? —Nos quiere fuera de esta tierra y hará lo que sea necesario para conseguirlo. Sara sacó el sobre del bolso. —Y creo que empiezo a entender por qué. Le pedí a Randall que investigara las propiedades de la zona. Hay dos empresas muy poderosas interesadas en comprar tierras en el distrito de Narok. El Grupo de Turismo de Kenia, el GTK, acaba de abrir un complejo turístico cerca y la Africa World Wide, AWW, quiere hacer lo mismo en esa parcela en
concreto. Por supuesto, el GTK no está demasiado entusiasmado con tener a la competencia tan cerca de su complejo, pero lo que no acabo de ver es cómo encaja Wachira en todo esto. A Zak se le había ensombrecido el rostro y su expresión alternaba entre la irritación y la admiración. —Te pedí que no te metieras. —No me he metido, solo he conseguido un poco de información. Cuanto más sepamos, más posibilidades tendremos de desentrañar todo este embrollo. La respuesta pareció satisfacer a Zak por el momento. —Muy bien, pero déjalo ahí. Yo me
ocuparé de todo lo demás. —¿Pero qué tiene todo esto que ver con Wachira? —Es una cuestión financiera y política. El GTK está relacionado con el presidente Kibaki y su ministro de turismo. El GTK proporciona recursos a las instituciones financieras para la expansión de infraestructuras, que está centrada en la salud, la educación, la cultura y el desarrollo rural y económico. Han hecho mucho por este país y tienen conexiones con militantes de los dos partidos principales. —Eso es bueno, ¿no? —Por supuesto. Pero por el otro
lado, la AWW compra tierras cerca de las zonas en desarrollo, se aprovecha de la infraestructura sin mucho coste, exprime la tierra y no le devuelve nada a la comunidad. La empresa está en manos de hombres corruptos que solo piensan en los beneficios. —¿Y por qué el presidente Kibaki no le impide a la AWW comprar tierra en Kenia? —quiso saber Sara. —No es tan sencillo. La AWW tiene conexiones con el vicepresidente Musyoka y con el ministro de educación. Kibaki y Musyoka tienen lealtades políticas diferentes, pero están obligados a trabajar juntos por la estabilidad y el desarrollo de Kenia.
Las negociaciones por la tierra son muy lucrativas, un polvorín político. Para que Kibaki haga algo contra Musyoka, necesitaría tener pruebas irrefutables de que está involucrado. Y aun así, el conflicto sería mínimo. No puede permitirse perder el apoyo de los simpatizantes de su vicepresidente, porque el país es muy volátil. —Jesús, menudo barril de pólvora. ¿De dónde has sacado una información tan detallada de los entresijos políticos de este país? —Todavía tengo contactos que están al tanto de lo que pasa en el gobierno día a día y también tengo otras fuentes. —Zak pronunció la
última parte en tono vago, como si no hubiera sido su intención decirlo en alto—. Parece que entre las dos hemos reconstruido casi todo el puzle. —¿Y Wachira? —Es la única pieza que falta. No sé muy bien cómo está relacionado con esto, pero sin duda lo está. Y ten por seguro que pienso descubrirlo. —Por favor, Zak, no cometas ninguna locura —pidió Sara, con la esperanza de transmitirle su preocupación sin tener que mencionar las amenazas pasadas de Zak a Wachira. Le daba escalofríos pensar que pudiera arremeter físicamente contra él.
Se hizo un silencio incómodo entre ambas. Sara intentó poner en orden sus ideas sobre lo que quería decirle de la noche anterior y del beso que habían compartido. Justo cuando se disponía a iniciar su discurso cuidadosamente preparado, a Zak le sonó el móvil. —Hola. —A Zak se le iluminó la cara como Times Square en Nochevieja. Le cambiaron los ojos, de azul oscuro y tormentoso a chispeante y feliz. Esbozó una media sonrisa que dejó al descubierto el pequeño hueco entre sus dientes—. Me alegro de oírte. ¿Qué tal va todo? Zak atendió con interés a una
conversación que Sara no podía oír, pasándose la mano por el pelo varias veces en un gesto nervioso y mirándose la ropa como si la persona con la que hablaba pudiera verla y fuera a desaprobarla. Sara notó una punzada de celos, como cuando la había visto con Imani. Había algo en aquella conversación que se le antojaba personal e íntimo, y Sara no pudo evitar sentir envidia. —Me encantaría verte. El fin de semana que viene es perfecto. Sí, lo conozco bien. Yo también te quiero. Sara se quedó mirando a Zak con la boca abierta. ¿Te quiero? De golpe le vio toda la lógica del mundo a que Zak
se mostrara reticente a estar con ella. Ya tenía novia. Por supuesto que alguien tan atractiva y sexualmente apetitosa como Zak tendría salida para sus necesidades físicas. La idea le aplastó el pecho como si fuera una losa gigante que le cortó la respiración y le exprimió la vida. Bajo el peso de la revelación, se desmenuzaron todas las cosas que quería decirle a Zak. Prácticamente se había tirado en brazos de una mujer que ya tenía pareja, pero en lugar de usar a su novia como excusa de su falta de interés, Zak había asumido la responsabilidad y sencillamente le había dicho que no podía acostarse con ella. A la luz de la
nueva información, el rechazo era todavía peor. —Sara, lo de anoche... —Fue culpa mía. Estaba agotada emocionalmente. No tendría que haberte pedido que me abrazases. —Lo siguiente se le atragantó en la garganta, porque era mentira y no quería decirlo—. Y te pido disculpas por el beso. —Las palabras le supieron amargas sobre la lengua. Nunca había experimentado nada más perfecto como aquel beso y la razón le quemó certera en la mente: empezaba a importarle Zak, y no le resultaría fácil controlar sus sentimientos—. Has dejado claro que nuestra relación es
estrictamente profesional. Tendría que haberte escuchado. No volverá a pasar. *** El abanico de emociones que desplegó el rostro de Sara le puso a Zak un nudo en el estómago. Había temido el momento de hablar sobre el beso, porque no tenía ni idea de qué decir. Había pasado la noche en vela intentando aclarar lo que sentía por Sara, por su trabajo y por la vendetta contra Wachira, pero no había llegado a ninguna conclusión. ¿Cómo iba a explicarle a Sara que la deseaba pero que no podía tenerla? Le era imposible cambiar todo el trabajo y el foco de sus
emociones durante años por otra cosa así de repente. Su parte fría y rigurosa se rebelaba contra las nociones de amor, ternura y conexión que le habían faltado desde hacía tanto tiempo, pero, pese a la resistencia de su mente, notaba que el resto de su cuerpo entraba en calor al pensar en ello. Recordó cómo había sido besar a Sara, y la oleada de placer que le evocó le hizo considerar la posibilidad de cambiar de vida. Le gustaba vislumbrar a la chica que había sido antes y que Sara lograba sacar a la superficie en los últimos días. Le había dado una chispa de esperanza. Sara se veía dispuesta a expresar sus
sentimientos abiertamente, así que a lo mejor tenían una oportunidad. Pero ¿qué le había dicho Sara? Que no volvería a pasar. —¿Que no volverá a pasar? Sara se la quedó mirando como si le hubiera hecho la pregunta más necia imaginable. —No volveré a tirarme encima de ti. Incluso intentaré guardarme mis sentimientos para mí, aunque esto último seguramente me será un poco más difícil. Te hace sentir incómoda y es lo último que quiero. —¿Y qué es lo primero? —no pudo evitar preguntar Zak. Sara pasó de la sorpresa a la
indefensión. Pareció pensarse si contestar sinceramente o no. —Quiero... A Zak le sonó el móvil otra vez y maldijo entre dientes. Era obvio que Sara estaba a punto de decir algo importante, y Zak había deseado contestarle honestamente por primera vez. —¿Sí? —Ebony. Wachira ha vuelto. Ven rápido —susurró Ben al teléfono, antes de colgar sin más. —Mierda. —Zak colgó el teléfono bruscamente y pisó a fondo—. Agárrate. La camioneta fue dando bandazos a
lado y lado de la carretera de tierra. Sara se aferró a la puerta para no salir despedida. Estaban lo bastante cerca como para divisar la ribera alta del Talek cerca de su campamento. —Otra vez Wachira. Seguro que quiere más dinero. —Pues se lo doy. —No, no vas a darle nada, Sara. No puedo permitir que ese hombre te desangre. Seguirá viniendo hasta que pares y aun así se volverá contra ti. Sara le puso la mano en el brazo y le dio un apretón. —No me importa el dinero, Zak. Si no lo puedo usar para ayudar a la gente, ¿de qué me sirve? Deja que lo
tenga tranquilo con efectivo mientras tú averiguas qué papel juega en todo este embrollo. Zak sintió ganas de parar la camioneta, coger a Sara en brazos y besarla hasta olvidarlo todo menos el fuego que ardía entre ellas. —Eres increíble, ¿lo sabías? No obstante, no podía suceder. No entonces; puede que nunca. Pensar así desintegró el finísimo hilo de esperanza que había albergado antes. Tenía que concentrarse en el peligro invisible que empezaba a tomar forma y mantener a Sara a salvo. Cuando detuvo la camioneta y saltó al suelo en el campamento, Wachira se
acercó hacia Sara con los brazos abiertos, como si le diera la bienvenida a una invitada. Solo había traído un jeep, con su conductor, lo cual contrastaba a todas luces con el séquito amenazador que había traído consigo en la última visita. —Madame Ambrosini, he oído que los jeshi la han abordado. ¿Está usted bien? Zak contempló maravillada como la mueca de disgusto de Sara se metamorfoseaba en amabilidad y le respondía desbordante de simpatía. —Comandante, qué atento por su parte venir a interesarse por mí. Ha sido una experiencia muy
desagradable, una que estoy segura de que usted no habría permitido. —Por supuesto que no. Los jeshi pueden ser rígidos e indisciplinados, a diferencia de mi cuerpo de élite. Pero ya está usted aquí, sana y salva, que es lo que importa. —Wachira indicó a Zak con la cabeza—. Debería haberme llamado para pedirme ayuda. Podría haberle facilitado las cosas. Zak fue a abalanzarse sobre Wachira, pero vio que Sara se envaraba. Recordando la angustia que le había causado su arrebato del día anterior, controló la ira y dejó que de momento se ocupara ella de Wachira. —Se lo agradezco, comandante. Lo
recordaré si preciso de su ayuda en el futuro. ¿Ha tenido noticias sobre el problema de las tierras? —Todavía no, pero creo que el problema se solucionará pronto. Hay mucha gente con la palma extendida. Todo cuesta dinero —se encogió de hombros, fingiendo que se disculpaba. —Bueno, eso no ha de ser un problema, faltaría más. Permítame proporcionarles un pequeño incentivo financiero. —Sara metió la mano en el bolso y le entregó otro fajo de billetes, mientras Zak les sacaba una fotografía con el móvil desde detrás de la furgoneta. —Madame, es usted de lo más
generosa. Esto ayudará. —Wachira se tocó la visera de la gorra como gesto de despedida y volvió al jeep—. No dude en llamarme si vuelve a requerir de mi asistencia. Cuando el vehículo se alejó tras el dique, Ben reapareció desde detrás de la tienda comedor. —¿Está bien? —le preguntó a Sara, agarrándole las manos y sacudiéndolas durante varios segundos—. Estaba preocupado. —Sí, Ben, estoy bien y muy contenta de haber vuelto. ¿Quiénes son los nuevos trabajadores? —preguntó, señalando a dos masáis que recorrían el perímetro del campamento sin
pausa. Fue Zak la que respondió. —Necesitábamos más seguridad para ayudar a Ben mientras yo estaba fuera, pero creo que lo mejor es que se queden. Aunque esperaba que con aquella respuesta Sara se quedara conforme, su mirada de escepticismo le dijo lo contrario. Pasaron el resto de la tarde poniendo en común la información que habían encontrado sobre las empresas con proyectos en aquellas tierras y supervisando la construcción de la escuela. Los trabajadores se habían presentado sin falta a trabajar y los bloques de cemento colocados
metódicamente habían transformado los cimientos en una copia razonable de un edificio cuadrado. Sara paseó junto a las paredes exteriores y torció el gesto, preocupada. —¿Qué pasa? —preguntó Zak. —Solo me pregunto qué pasará cuando Wachira decida que no necesita más dinero y nos cierre la parada — lamentó en tono triste. —Yo no me preocuparía del tema ahora. Todavía tenemos tiempo para averiguar lo que está pasando en realidad. Y hablando de eso, tengo que irme. Zak cogió el petate y se dirigió a Ben, aunque señalaba a Sara.
—Cuida del fuerte. Volveré en cuanto pueda. Cogió el camión de suministros de remolque plano, pues se dijo que Wachira ya tenía demasiado vista su camioneta y para aquel viaje necesitaba todo el anonimato posible. No había muchos sitios para esconderse en la sabana. Cuando estuvo fuera de la vista del campamento, detuvo el camión y revolvió entre el contenido de su bolsa. Siempre viajaba con dispositivos de vigilancia, y la vuelta a África la había hecho más precavida. Localizó la pequeña cámara de visión nocturna, el localizador GPS y la pantalla de
monitorización en el fondo de la bolsa. Tras asegurarse de que todo estaba cargado y funcionaba, condujo hasta la comisaría de policía de Narok. Si su corazonada era correcta, Wachira no podría mantener en secreto el arresto de Sara y el último pago que había recibido de ella. Su ego le exigiría compartir lo brillante que era con su socio y jefe y aquella era la persona a la que quería identificar Zak. Aparcó detrás de la pequeña estafeta de correos que había enfrente de la comisaría. La noche ya se había adueñado del firmamento y agradeció el amparo de la semioscuridad mientras se dirigía a los tres jeeps que
había estacionados en el aparcamiento de la policía. El coche oficial con el distintivo del comandante Wachira era el que estaba más cerca de la puerta, bañado por un rayo de luz amarilla procedente del edificio. Fue escondiéndose en las entradas de las tienduchas cerradas junto a la comisaría hasta llegar al jeep y se arrastró debajo. Sacó el GPS del bolsillo, lo colocó en la parte inferior del vehículo y lo encendió. Cuando la luz de activación parpadeó de color verde, empezó a salir de debajo del coche, pero en ese momento se abrió la puerta de la comisaría y salieron Wachira y su conductor.
Zak se volvió a meter debajo del jeep y se agarró del metal para alzarse sobre el suelo. Le dolían los músculos y la espalda, aún dolorida, se le resintió cuando tensó la piel. El vehículo arrancó y dio marcha atrás, hacia la estafeta. Zak dobló el cuello para ver si podía dejarse caer en alguna parte que quedara a cubierto. Cuando el vehículo aminoró cerca de la estafeta, se soltó y rodó sobre sí misma para ocultarse entre las sombras, reprimiendo un gemido al impactar contra el duro suelo. El jeep de Wachira desapareció en una nube de polvo en la noche africana. Al cabo de unos minutos, Zak estaba
de vuelta en el camión y seguía a su objetivo en la pantalla de monitorización en donde la latitud y longitud del GPS aparecía periódicamente. Era una suerte que la ley keniata permitiera que los conductores circularan sin los faros encendidos si había bastante luz para ver la carretera, y aquella noche la luna iluminaba lo suficiente. Que el conductor de Wachira optara por encender los suyos hacía su trabajo todavía más fácil, porque pudo conducir a suficiente distancia y disminuir las posibilidades de que la detectaran. Llevaban solo una hora conduciendo
cuando el jeep dio un giro rápido a la derecha y se metió en una zona de hierba que parecía llevar a un bosque exuberante. Zak aminoró y vigiló la luz de los faros del jeep entre la vegetación hasta que se detuvo. Entonces se apagaron las luces y pudo distinguir que había un área iluminada entre los árboles, claramente una casa o algún otro tipo de complejo. La pantalla del GPS marcaba las coordenadas de la posición y le dio a Guardar. El jeep volvió a arrancar al cabo de unos minutos y reapareció, pero Wachira ya no iba en él. Esperó a que se alejara y regresó al campamento.
A Zak le daba igual si era la casa de Wachira, la de su socio o la de su amante: el caso es que tenía alguna razón para estar allí, y eso le daba algo más de información sobre su adversario. Marcó el número del capitán Stewart y esperó a que lo cogiera. —Stewart. —Soy yo. Tengo unas coordenadas y necesito identificación. —Ebony, ¿tienes la menor idea de qué hora es? Zak se puso roja de vergüenza. Había tenido tantas prisas en saber algo del contacto de Wachira que no había calculado la diferencia horaria.
—La verdad es que no. Es importante. —Bien, dime. Zak leyó la localización y la borró de la pantalla. —Necesito saber quién vive ahí o al menos de quién es la propiedad, y lo necesito para ayer. —¿Te ha servido la información que te mandé? —Sí, lo siento pero tengo que irme. Dime algo lo antes posible. Con un SMS me vale. Zak colgó sin darle tiempo a replicar. Conocía lo bastante a su jefe para saber que la esperaban más preguntas, pero todavía no tenía
respuestas. No estaba segura de nada excepto de que Wachira tenía a Sara en su punto de mira, y no podía permitir que aquel malvado tocara a otra persona que le importaba. Su vendetta personal tendría que esperar a que Sara estuviera a salvo y el proyecto no corriera peligro.
CAPÍTULO DOCE Tras el descanso del fin de semana, los cuatro días siguientes transcurrieron con tranquilidad y la construcción de la escuela fue progresando. Como Wachira no les hizo ninguna visita inoportuna más, con haber aumentado las medidas de seguridad tras la detención de Sara pareció que Zak se relajaba un poco. Sara todavía no tenía ni idea de adónde había ido Zak la noche de su vuelta de Nairobi, aunque se lo había preguntado dos veces. La respuesta había sido la misma en
ambas ocasiones: «afuera». Lo cual venía a significar «No me lo vuelvas a preguntar, porque no voy a decírtelo». Seguramente tenía algo que ver con Titus Wachira y con la escuela. Ben les aseguró que podrían colocar el techo de chapa al cabo de una semana más, y entonces ya sería cuestión de dar los toques finales al interior. Estar tan cerca de terminar el trabajo era muy emocionante para Sara, aunque todavía le atormentaban las advertencias de Wachira sobre la posibilidad de demoler el edificio si no se solucionaba la disputa por las tierras. Zak le había prometido que llegaría hasta el fondo del asunto y
que la escuela abriría como tenían planeado. Después de comer, reunió a la cuadrilla y les habló en swahili. Los hombres parecieron entusiasmados con lo que les decía pero, en lugar de volver al trabajo, montaron en la furgoneta de Joey y se marcharon con Ben. —¿Qué pasa, Zak? —Hoy acabaremos temprano para celebrarlo. —¿Celebrar el qué? No es que le importara mucho, en realidad, ya que Zak tenía un brillo en la mirada que no le veía desde hacía días. Si la celebración que se había sacado de la manga la hacía feliz, Sara
estaba completamente de acuerdo con ella. —Nuestros progresos. Hemos acabado la mayor parte de las paredes. El siguiente paso importante es el techo, que colocaremos en algún momento de la semana que viene. He pensado que debíamos invitar a los trabajadores y a sus familias a una comida al aire libre. Han trabajado bien para nosotros y eso los animará a quedarse. —Es una idea maravillosa. Podré conocer a sus mujeres e hijos, me encanta. Zak pareció sinceramente satisfecha de verla tan entusiasmada.
—Creo que tengo otra buena idea. —A ver, a ver. —¿Te gustaría ir a dar una vuelta en coche por la reserva hasta que vuelvan todos? No has tenido tiempo de disfrutar de las vistas desde que hemos llegado y, créeme, los animales son lo mejor. Sara se dejó llevar por la alegría, le echó los brazos al cuello a Zak y la abrazó con fuerza. —Sería fantástico. Me estaba preguntando cuándo iríamos. ¿Qué me llevo? ¿Cuándo nos vamos? ¿Es seguro? ¿Quién va a llevarnos? Zak se había quedado inmóvil y Sara intentó fingir que no notaba el calor
que se había prendido entre sus cuerpos, se apartó y forzó una voz serena. —Bueno, no te quedes ahí plantada. Quiero ver a Simba, a Dumbo, a Tigger y al León Melquíades. —Esto... no estoy segura de poder prometerte eso, pero seguro que verás animales. Llévate agua; podemos salir ya. Es totalmente seguro y conduciré yo. —Zak le sostuvo la mirada todo el tiempo mientras hablaba, y su voz sonaba tan tensa por el deseo sexual que a Sara se le hizo todo agua. —Vale. —Se obligó a poner distancia entre Zak y ella y fue a por unas botellas de agua, un sombrero,
una libreta y la cámara de fotos. Cuando volvió a la camioneta, Zak ya la esperaba con el motor encendido—. Vamos. No habían recorrido demasiado trecho cuando Zak señaló hacia algo que Sara apenas alcanzaba a ver en la sabana. —Allí —indicó con voz queda, casi un susurro, como si las criaturas que se acercaban la pudieran oír—. Simbas, que es leones en swahili. Una madre y tres cachorros. Sara se puso de rodillas en el asiento y sacó la parte superior del cuerpo por la ventanilla para ver mejor. Puso la cámara en mira telescópica y llegó a
vislumbrar las bestias del color de la paja, aunque a duras penas las distinguía entre los matorrales de hierba alta. A medida que los animales se acercaban, la leona olió el aire y pareció satisfecha al determinar que las mujeres no le suponían ningún peligro. Los cachorros moteados le pisaban los talones, con las orejotas desproporcionadas sobresaliendo cómicamente de las pequeñas cabecitas. —Son monísimos, parecen gatitos —dijo Sara, sacando una fotografía tras otra. —Mientras no te acerques a ellos, sobre todo a los cachorros... No olvides
que son depredadores. —Siempre tan optimista —farfulló. Zak se adentró más en la sabana y Sara se sintió como si estuviera en un documental de National Geographic, entre la hierba seca que se extendía durante kilómetros por todos lados y las nubes de polvo que seguían a todos y cada uno de sus movimientos. Había enormes nidos de termitas que se levantaban de la tierra abrasada como si fueran misiles apuntando al cielo. Miró de reojo a Zak y le sorprendió la expresión de paz absoluta y felicidad en su rostro. Estaba verdaderamente en su elemento: en la naturaleza abierta, indómita y desafiante de
África. —Justo delante hay un nido de avestruces. —¿Cómo lo sabes? —Lo he visto cuando salgo a correr por las mañanas. Los padres no deben de andar lejos. Las madres ponen los huevos en el mismo nido y luego un macho y una hembra se turnan para incubarlos y vigilarlos hasta que nacen. Podríamos aprender varias cosas sobre la familia con esas aves. Apagó el motor a unos cuantos metros de un agujero en el suelo en donde había entre diez y quince huevos amarillentos enormes. Al cabo de unos minutos apareció un macho,
muy gallardo con su esmoquin blanco y negro y el cuello y las patas sin plumas. Las observó un rato antes de dedicarse cuidadosamente a sus tareas. —Vaya, deben de ser unos huevos muy duros. Zak esperó pacientemente a que acabara de sacar fotos. —¿Lista? —¿Qué viene ahora? Esto es genial. No me puedo creer que no haya ido nunca de safari. Siempre nos quedábamos en la isla y solo hacíamos deportes acuáticos. Gracias. —Me encanta la cara que pones. — Zak la miró de una manera que le aceleró el pulso—. Es como ir con una
niña que lo ve todo por primera vez. —Gracias... creo. —Seguramente nos da tiempo a llegar a la charca para ver beber a los elefantes. Luego tendremos que volver, porque no es seguro de noche. Fue señalando a algunas de las aves de la zona mientras conducía y Sara anotó los nombres y las descripciones de los tejedores de coronilla blanca, los estorninos soberbios y los pájaros secretario, mientras los miraba, les sacaba fotos y bombardeaba a Zak con preguntas al mismo tiempo. Cuando atravesaron un grupo de acacias, Sara vio cuatro elefantes al borde del agua, dos grandes y dos más pequeños. Le
tiró a Zak de la manga y susurró. —Mira. —Dos hembras y dos crías. Esos bichos pueden alcanzar los tres metros de alto y pesar seis toneladas. Son herbívoros y comen hasta doscientos treinta kilos de vegetación al día y beben hasta ciento cincuenta litros de una vez. Las hembras están al frente de las manadas, mientras que los machos tienen vidas solitarias. Sara no puedo reprimir la sonrisa. —Suenas como Planeta Animal. ¿Cómo sabes todo eso? —Cuando vives como masái lo aprendes todo de la tierra y los animales. Es parte de tu supervivencia.
—Una de las crías de elefante se metió unos metros en el estanque y se duchó con el agua—. La trompa de los elefantes es probablemente el apéndice más versátil que existe en la naturaleza. Lo usan como nariz, como brazo, como mano, voz, pajita y manguera. —De pronto, una de las hembras golpeó el suelo con la trompa de golpe y rugió. El estanque se llenó de actividad—. Sara, entra en el camión. Zak arrancó incluso antes de que Sara acabara de sentarse, y se alejaron del estanque. —¿Qué pasa? —Ya casi es de noche y los
depredadores vienen a beber. Tenemos que irnos. —Gracias por enseñármelo. Ha sido maravilloso. —Tocó a Zak y notó que el músculo bajo su palma se ponía en tensión—. Perdona. Para alguien que intenta ser distante e intocable, a veces haces cosas muy amables. No te entiendo. —¿El qué? ¿Que no quiera nada de ti? La pregunta cogió a Sara por sorpresa, pero al reflexionar sobre ella, se dio cuenta de que era una de las muchas cosas que la asombraban de Zak. —Es posible.
Pensó sobre las ramificaciones que tenía su respuesta de vuelta al campamento. Cuando llegaron, los hombres todavía no habían regresado, así que Sara ayudó a Zak a recoger y almacenar leña para el fuego mientras esperaban. Trabajaron en silencio, con todo lo que no se decían y lo que se decían solo a medias colgando entre ellas como si fueran telas de araña. Observó por el rabillo del ojo el cuerpo musculoso de Zak al agacharse y recoger madera y recordó la sensación de aquel cuerpo contra el suyo en la cama del Stanley. Sintió que le fallaba la voluntad al recordar su beso interrumpido. No había podido
decirle a Zak lo que sentía de verdad sobre aquella noche y no habían vuelto a hablar de ello. ¿Qué podía decir? Zak tenía a alguien, punto y final. No había nada que Sara pudiera hacer para alterar aquel hecho. Aunque el sentido común la instaba a retirarse, su cuerpo se sentía atraído hacia Zak instintivamente, como si fuera un animal en celo. Solo con olerla un poco se le cortocircuitaban los sentidos, y se inspiraba con fantasías que acababan con una insatisfactoria sesión masturbatoria dentro de su saco de dormir. —¿Pasa algo? —le preguntó Zak, cargada de leña y con una sonrisa
tímida. —Me excitas tanto... —Sara se tapó la boca con la mano, pero era demasiado tarde. El rubor de Zak le confirmó que la maldición había vuelto a hacer de las suyas—. Lo siento. Te prometí que no lo haría. No es justo. Zak dejó la leña en el suelo y se acercó a ella. —Tenemos que hablar. Sus ojos reflejaban un deseo tan intenso que Sara no pudo menos que tambalearse hacia ella. Zak la abrazó por la cintura y se le arrimó. ¿Cómo podía mirarla así, como si fuera la única mujer en el mundo, alguien que
tenía novia? En ese momento, Sara se sentía verdaderamente como si fuera la única, como si toda la pasión de Zak fuera por ella. Sus labios estaban tan cerca que podía saborear el calor del aliento de su guía. —¡Ebony! La familiar voz femenina hendió la quietud del ocaso y tres camiones repletos de gente llegaron al campamento. —Imani —musitó Zak. Se apartó de Sara con mirada de disculpa y esta maldijo a los dioses de la oportunidad por interrumpir otro momento intenso con Zak. Parecía que la fortuna estaba empeñada en
impedirles tener una conversación con el corazón en la mano; puede que el universo intentara decirle algo. Apartó aquella idea tan desagradable de su mente y fue a recibir a los camiones. Joey corrió hacia ella con una mujer regordeta embarazadísima y tres niños pequeños pisándoles los talones. —Señorita Sara, mi mujer, Lola, y mis hijos. La mujer y los niños sonrieron con timidez y enseguida volvieron con el grupo. —Son adorables, Joey. Preséntamelos a todos. Sara se contentó con conocer a las familias de los trabajadores y
conversar cordialmente con todo el mundo, lanzando miradas periódicas a Zak mientras recibía a los invitados. Cuando le rodeó la cintura a Imani con el brazo para saludarla, Sara se preguntó si no sería ella la amante que la había llamado el día anterior, con la que tenía previsto quedar en unos días. Observó, incómoda, que su nivel de intimidad no había disminuido desde la última vez que las había visto juntas. Imani llevaba un shuka amarillo brillante que se ajustaba como un guante a su figura espectacular. Tenía unos pechos generosos, firmes y turgentes, la cintura estrecha y unos muslos redondeados y tentadores. En
comparación, Sara se sentía desaliñada y desproporcionada. La atenazó una sensación de estar fuera de lugar y desvió la mirada. Algo iba terriblemente mal. A lo mejor lo que le pasaba era que estaba teniendo una reacción retardada ante la desintegración de su propia relación y no soportaba ver felices a los demás, pero aquello no era propio de ella. La felicidad de sus amigos siempre la había alegrado, así que ¿por qué era diferente ahora? Puede que su incomodidad se debiera sencillamente a los celos, pero no únicamente por pensar en Zak e Imani juntas sexualmente, por mucho
que la idea fuera como una puñalada en el estómago, sino por la conexión tan profunda que tenían. Le entristecía sobremanera ver a Zak tan abierta y relajada con Imani. Las dos interactuaban con una economía de movimientos nacida de años de conocimiento y respeto mutuo. Sus conversaciones parecían cariñosas, llenas de afecto e incluso de sentido del humor, a diferencia de las conversaciones tan complicadas que tenían a menudo Zak y ella. Aunque apreciaba el hecho de que hubiera alguien con quien Zak pudiera relajarse y disfrutar de la vida, le dolía no ser ella esa persona. Controló todas
aquellas emociones cuando Zak e Imani se le acercaron. —Sara, ¿te acuerdas de Imani, la hermana de Ben? —Por supuesto. Sara le ofreció la mano, pero Imani la abrazó cariñosamente. —Me alegro de volver a verte, Sara. —Dio un paso atrás y la observó con tanta perspicacia que casi la incomodó —. Te estás adaptando a nuestro clima. Tu piel delicada se tuesta en lugar de quemarse, no como Ebony, que nunca se pone morena. Preciosa. Sara no estaba segura de si el último comentario se refería a Zak o a ella, pero ambas se sonrojaron. Zak se puso
entre ellas y las cogió a las dos del bazo para guiarlas hacia la hoguera. —Ben ha encendido el fuego, así que cenaremos pronto. Hay algo especial que quiero que pruebes —le dijo a Sara. —Espero que no sea más sangre de esa —replicó ella, con un retortijón de estómago. —Ah, no. Esto es una tradición consagrada de Kenia. Se llama muratina y viene a ser una cerveza suave hecha de muratina, el fruto del árbol salchicha, y de caña de azúcar. Puede ser un poco agria, pero no te hará daño si no bebes mucho. —Te gustará —apuntó Imani, al
unirse con los demás. Había varias mujeres acuclilladas junto al fuego removiendo y dándole la vuelta a los alimentos que cocinaban en las llamas. Los hombres presumían de sus habilidades en la construcción y señalaban la escuela como prueba de su proeza. Ben estaba supervisando la preparación de la cena, mientras que Joey servía la bebida en vasos de plástico y los iba pasando. Sara contempló el líquido de su vaso y lo olisqueó antes de decidir si se lo bebía o no. Después de la sangre de vaca con leche, había aprendido a no beberse nada sin inspeccionarlo cuidadosamente antes. Olía
definitivamente a fermentación y tenía un aspecto turbio, por decir algo. Dio un sorbito; sabía parecido a un cítrico amargo, pero no era del todo desagradable. Zak, que la había estado observando, alzó su vaso para hacer un brindis en cuando la vio beber. —Por nuestra fantástica cuadrilla y el progreso que ha hecho. Todos se unieron al brindis y, al cabo de unos cuantos más, Sara se olvidó de lo amarga que estaba la muratina. El estofado de carne misteriosa, el puré de maíz y las verduras eran la comida más deliciosa que probaba desde hacía días. Se sentaron todos alrededor del fuego
comiendo, compartiendo historias y risas hasta que los niños se durmieron y los adultos empezaron a hablar entre susurros. Una a una, las madres fueron llevándose a los niños dormidos a los camiones y los dejaron en los remolques tapados con mantas finas para que no se enfriaran con el aire fresco de la noche. —Ahora bailamos. Ben se levantó y empezó a dar palmas rítmicamente. Los otros hombres se pusieron a tararear con la boca cerrada y a cantar, mientras las mujeres se ponían a bailar. Sara, Zak e Imani permanecieron sentadas, pero se balancearon al son de la danza. Los
cánticos profundos de los hombres y las réplicas más suaves de las mujeres vibraban sensualmente, y la danza cobró un aire de juegos preliminares. Uno de los hombres trató de que Imani se uniera al jolgorio; ella se puso de pie, pero en lugar de ir con él cogió a Zak de las manos y tiró de ella hacia el círculo. Zak no ofreció resistencia e Imani se pegó a ella lentamente. Se movieron como si hubieran bailado juntas infinidad de veces, y Sara no se perdió ni uno de sus movimientos provocativos y caricias sutiles. Nunca había visto aquella faceta de Zak, suelta físicamente,
completamente relajada y, al parecer, sexualmente disponible. Le volvió el recuerdo del beso y dio otro trago de cerveza, que le refrescó la garganta pero no ayudó a aplacar el fuego que ardía en su interior. No podía ver cómo otra mujer tocaba a Zak. Aún más: no soportaba que Zak lo permitiera cuando a Sara le había dicho que no. Se sirvió otro vaso de cerveza de la sabana y se alejó del fuego, hacia los límites del campamento. Si iba a suceder, no quería verlo; sería demasiado masoquista para su gusto. Se bebió la cerveza de un trago y sintió como la embriaguez corría por sus venas. El cielo estrellado era
demasiado hermoso; la música, demasiado sugerente; y la imagen de Zak e Imani, demasiado perturbadora para enfrentarse a ella sobria. Los posos de muratina pasaron tan fácilmente como las lágrimas que le rodaban mejillas abajo. Lloró con los ojos vueltos hacia las estrellas y no se dio cuenta de que la música cesaba a su espalda. —No deberías estar aquí sola. — Imani se le acercó en silencio y se quedó en pie detrás de Sara—. Ebony está preocupada por ti. Sara se secó las lágrimas de la cara y se volvió demasiado deprisa. Cuando perdió el equilibrio, Imani le puso las
manos en la cintura para estabilizarla. Sus manos eran suaves y amables, pero a Sara le hervía la cabeza llena de preguntas que había llegado el momento de hacer. —¿Por qué la llamas Ebony? Si la pregunta sorprendió a Imani, su rostro inmaculado no lo demostró. Escrutó el rostro de Sara con sus ojos dorados, como si calibrara sus intenciones. —De niños los tres jugamos juntos. Cuando Ben fue lo bastante mayor para pastorear, ella le siguió y aprendió lo que hacen los hombres. Yo no entendía. La tristeza ensombreció la
chispeante mirada de Imani mientras hablaba, ya que claramente se trataba de un recuerdo doloroso. —Su cuerpo era como el mío, pero los hombres la aceptaban como a una igual. Era clara por fuera, pero rica y negra por dentro, como mi gente, como el ébano. Por eso la llamé Ebony. La historia conmovió a Sara, que preguntó: —¿Por qué te entristecía? —Hacía cosas con mi gente que a mí no me permitían. Trabajo de hombres. —Imani hizo una pausa, como si tratara de decidir si debía decir algo más—. Pero entonces vino a mí como un hombre.
—¿Como un hombre? —Me deseaba como los hombres. Sara se oyó respingar. El cielo abigarrado de estrellas le dio vueltas sobre la cabeza al darse cuenta de las implicaciones de las palabras de Imani. La conexión que había percibido era real. Toda la cerveza que había bebido se le agrió en el estómago, y la nueva información le hizo retumbar la cabeza. Era demasiado, pero no podía dejar de pensar. —¿Estás enamorada de Zak? —Desde hace años —la respuesta fue inmediata y definitiva—. Pero... —No quiero oír nada más, por favor. Sara echó a correr hacia su tienda, y
estuvo a punto de chocar con Zak al pasar junto a la hoguera. Zak, que había estado observándolas mientras hablaban, se angustió, porque había parecido una conversación muy intensa y quería saber de qué hablaban. Intentó agarrar a Sara cuando pasó por su lado, pero esta se zafó de ella. —¿Sara, qué pasa? Tenía los ojos oscuros y llenos de lágrimas. No podía imaginar qué le habría dicho Imani para que reaccionara así. Se quedó fuera de la tienda y la llamó desde la entrada. —Sara, habla conmigo. —Ahora no. Vete, Zak.
—No lo entiendo. —Zak, por favor, déjame sola. Aunque estuvo tentada de arrancar la lona de la entrada y entrar para hablar con Sara cara a cara y aclarar el malentendido que parecía haber tenido lugar, la voz de Sara era dura y fría, como la de un animal acorralado que advierte que nadie se acerque. Claramente, no estaba de humor para charlas. —De acuerdo. Hablaremos mañana. Buenas noches. Encontró a Imani aún de pie junto a la barricada. —¿Qué ha pasado con Sara? Está muy disgustada.
—Le importas mucho, Ebony. Zak le dio una patada a un terrón de tierra seca y se llenó de polvo el zapato. —Me temo que tienes razón, pero yo no puedo hacer nada al respecto. —¿A ti te importa? —No importa lo que yo sienta. No puede haber nada. No tiene ni idea de quién soy en realidad o de cómo me gano la vida. —A lo mejor sería el momento de decírselo. —Es una idea bonita, pero no. Ahora deja de evitar la pregunta. ¿Por qué se ha disgustado? —Hizo preguntas sin querer
respuestas. —Imani, te quiero, pero a veces puedes llegar a ser muy frustrante. ¿Qué le has dicho? —Me ha preguntado si estoy enamorada de ti y he dicho que sí. Zak dejó de remover la tierra con el pie. —¿Que le has dicho qué? El corazón se le paró en el pecho. Recordó la infancia que habían pasado juntas, la confianza que habían desarrollado con sus juegos. La adolescencia había sido más difícil, ya que ella gravitó hacia el trabajo de los hombres e Imani aprendió las tareas tribales de las mujeres. Y entonces,
llegó el año en que Imani se dio cuenta de que los sentimientos de Zak por ella iban más allá de la mera amistad. La revelación más dura había sido que Imani no pudiera corresponderla. —Pero tú no estás enamorada de mí. Siempre lo has dejado muy claro. —Mis sentimientos por ti eran muy poderosos, pero no podía ir en contra de las enseñanzas de mi pueblo. Estaba prohibido. —¿Por qué no me lo dijiste? —Zak le cogió las manos y la miró a los ojos felinos—. Que te rechacen así es muy duro cuando eres joven, y yo justo empezaba a descubrir mi sexualidad. —Si te hubiera dicho lo que sentía,
te habrías quedado. Me habrías intentado convencer de que me fuera contigo. Tenía que quedarme aquí y ayudar a mi tribu. Tus padres me lo enseñaron. —Pero fuiste tú la que se fue. Huiste de mí —interpuso Zak, intentando comprender lo que había pasado. —Fui a la universidad, para aprender y enseñar a los niños. No hui de ti. Aprendí que tenía opciones. —¿Y ahora? —Ahora es demasiado tarde. El fuego de tus ojos no es por mí. Zak fue a protestar y a negar la suposición de Imani, pero se le murieron las palabras en la punta de la
lengua. Había llorado la pérdida de aquella hermosa mujer durante años antes de pasar página. Lo que sentía por ella en aquel momento era el amor hacia una hermana o a una mejor amiga. Abrió la boca para hablar, pero Imani le tapó los labios con los dedos. —No deshonres nuestro vínculo con palabras falsas. La verdad está en tus ojos cuando miras a Sara. Pero ahora ella cree que somos amantes. No me ha dejado terminar. —Eso explica muchas cosas. —Haz algo por mí, Ebony. —Lo que sea. —No esperes tanto como he hecho yo y pierdas a la persona a la que amas.
Zak contempló a Imani mientras volvía al campamento y se preguntó si tendría razón. ¿Estaba enamorada de Sara? La idea le despertó una sacudida de excitación y también una corriente de miedo que pugnó con la primera por tomar el control en su interior.
CAPÍTULO TRECE Cuando los asistentes a la celebración se dispersaron, Zak se acurrucó en su saco de dormir, ante la puerta de la tienda de Sara. Oyó sollozos quedos en el interior y acarició la idea de volver a intentar hablar con ella, pero había sido muy tajante, así que cambió de opinión. ¿Era posible que a Sara le importara tanto como decía Imani? El beso que se habían dado había sido realmente intenso y Sara quería más,
pero aquello podría haber sido sencillamente una manera de devolvérsela a Rikki por serle infiel. Un quejido gutural hendió el silencio de la noche, seguido de un gemido lastimero. Los grandes felinos que habían salido de caza sonaban cerca del perímetro del campamento, demasiado cerca. Zak echó el saco de dormir a un lado y localizó a los dos guardas nocturnos. Estaban recorriendo el cercado los dos juntos, comprobando que no había brechas en la protección. Satisfecha de ver que estaban todo lo seguros que podían estar, volvió a la cama. Blandió el saco de dormir para
expulsar a cualquier invasor reptante y se preparó para meterse dentro. —¿Zak? —la llamó Sara, con voz débil y asustada, pese a estar muy cerca de la entrada de la tienda— ¿Qué pasa ahí fuera? —Cazadores nocturnos, vuélvete a dormir —le contestó, aunque a juzgar por sus ojos hinchados y enrojecidos bajo la luz de la luna, no debía de haber dormido en absoluto. —No puedo. —Sara se quedó plantada en la entrada, temerosa, con el saco de dormir agarrado a la altura de la cintura. El cuello de pico de la camiseta que llevaba para dormir se le hundía entre los pechos y revelaba el
tentador escote que Zak había admirado tan a menudo—. ¿Podrías dormir dentro, solo por esta noche? Estaría más tranquila. Esos ruidos sonaban muy cerca. Zak titubeó, mirando alternativamente su saco de dormir y a Sara. —Tráete la cama. —Vale. Zak cogió su cama enrollable obedientemente y la desplegó dentro, junto a la entrada de la tienda. —Aquí, a mi lado. No te morderé. Al menos no tan fuerte como lo que ronda por ahí fuera. Extendió el saco de dormir a medio
metro de Sara y se metió. La dulce fragancia del perfume de Sara le invadió los sentidos y notó un espasmo involuntario en el clítoris. Se puso de lado, de espaldas a Sara, pero en ese momento el aullido mortal de un animal y el sonido de carne desgarrada rompió la quietud. Sara se le arrimó y se estiró contra su espalda. —Háblame o algo. No soporto oír eso. —¿De qué quieres hablar? En cuanto hizo la pregunta, Zak temió la respuesta, pero el miedo que traslucía la voz de Sara hacía que estuviera dispuesta a lo que fuera necesario para tranquilizarla.
—No me importa. Solo necesito oír tu voz. —Estamos a salvo. El hecho de que los leones hayan cazado hace menos probable que nosotros seamos su objetivo. —Lo que no le dijo fue que era raro que los leones cazaran tan cerca del campamento, ya que la reserva estaba a varios kilómetros—. Además, los guardias están bien equipados para protegernos. Los animales salvajes prefieren... —Zak, mírame. Se dio la vuelta y miró a Sara a los ojos, como le había pedido. El tenue resplandor de la luna que penetraba la tienda se reflejó en sus tristes ojos
castaños. —¿Imani y tú sois amantes? —¿Qué? No había esperado una pregunta tan directa, pero al fin y al cabo estaba hablando con Sara Ambrosini. Otra cosa no, pero había aprendido que, cuando Sara quería respuestas, preguntaba sin más, y al cuerno con etiquetas y protocolos. —Me ha dicho que está enamorada de ti. ¿Tú lo estás? —Quiero muchísimo a Imani. Sara empezó a darse la vuelta. —Era todo lo que necesitaba saber. —No, no lo es. No me has dejado acabar y a Imani tampoco la dejaste
antes. —Yo también tengo novia, sea como sea, así que no tengo derecho a preguntar siquiera. Pero es que me vuelves increíblemente loca. Nunca había conocido a ninguna mujer que me cabrease y me excitase al mismo tiempo. Y parece que no puedo evitarlo. Las palabras de Sara llenaron a Zak de deseo y turbación. Verla tan dispuesta a poner toda la carne en el asador hacía que Zak deseara mucho más poder aplacar sus temores, pero no estaba en posición de prometerle nada a Sara, fueran cuales fuesen sus sentimientos. No era libre para amarla,
no tenía la menor intención de ponerla en peligro involucrándola en la contienda con Wachira y la vida clandestina de la Compañía que estaba obligada a llevar. —Sara, yo... —No tienes por qué decir nada. Es mi problema. —Por favor, al menos déjame que te lo explique. Sara asintió y Zak continuó. —Estuve enamorada de Imani hace años, cuando me ayudó a darme cuenta de que era lesbiana, pero ella no podía corresponderme. Ese estilo de vida es algo tabú aquí. Yo nunca había sabido que sentía lo mismo por mí hasta esta
noche. —¿Y ahora qué? Está claro que sigue enamorada de ti. —Es demasiado tarde. Han pasado demasiadas cosas y somos personas diferentes. No tengo nada que ofrecerle, ni a ella ni... —¿Ni a nadie? —Sí, viene a ser eso. Sara le acarició la mejilla, deseosa de tocar todavía más. —¿Tan poco te valoras, Zak? —No se trata de eso. —¿Entonces no te sientes atraída por mí? ¿No sientes nada cuando te toco? Dentro del saco, Zak se sintió de
repente como en medio de un tórrido desierto al mediodía. Con cada roce de Sara le subía la temperatura, se le aceleraba el pulso, le dolía la entrepierna y rezumaba excitación como evidencia de su deseo. —Te puedo asegurar que no es eso. —Entonces, ¿cuál es el problema? Los labios de Sara estaban demasiado cerca y Zak deseaba tanto besarla que tenía las tripas en tensión. —Ya te lo he dicho, no tengo nada que ofrecerte. —Ofréceme sexo. Seguro que eso no será tan terrible. Es lo único que pido. Solo una vez. Tengo que dejar de pensar en ello o explotaré. Por favor.
Aquellas palabras fueron como rociar el fuego con acelerante; cuanto más hablaba, más se avivaban las llamas en el interior de Zak. El sexo no sería un problema: se había acostado con sus objetivos lo bastante a menudo. Podía cerrar los ojos e imaginarse que era una misión más. Además, eso era Sara: una misión. Algo parecido a la conciencia trató de que lo reconsiderara, pero Sara era demasiado tentadora. Le estaba comiendo la boca casi sin pensarlo siquiera y sus lenguas se entrelazaron en una batalla hambrienta, aplastándose los labios hasta resultar casi doloroso. Se apretó
contra Sara y las dos se frotaron rítmicamente. La barrera de los sacos de dormir era restrictiva e irritante. Sara le quitó la camiseta a Zak por la cabeza y le agarró los pechos. Su aliento era cálido sobre la piel sensible mientras los admiraba. —Dios, eres preciosa. Son incluso más maravillosos de lo que los recordaba. Agachó la cabeza y le chupó un pezón con labios calientes y ansiosos. Zak se arqueó hacia ella, notando una sacudida directa al clítoris. Movía las caderas cada vez que Sara la mordisqueaba con deleite. Necesitaba más contacto, y la ropa de cama que las
separaba era demasiado gruesa. —Muy bien, Zak, te necesito más que nunca. Sal de ahí. «Te necesito más que nunca» había sido la súplica de Gwen, y las palabras resonaron una y otra vez en la mente de Zak. Le había hecho daño a Gwen y a todas las demás mujeres con las que se había acostado porque no había podido o no había querido comprometerse con ellas. Y ahora le tocaba a Sara. Fue como recibir una ducha de agua fría, horrible y estimulante. «No puedo hacerle esto. Ella es diferente. No la puedo utilizar así.» —Sara, para.
Sara le soltó el pezón con un sonoro chupetón. —Para, por favor. Esto no está bien. —No, Zak. —Sara frotó las caderas contra Zak con más fuerza cuando esta trató de salir de debajo de ella—. Por favor, no lo hagas. Sé que lo deseas. Fulminó a Zak con una mirada cargada de deseo y buscó su boca con los labios una vez más. —No pido nada más de ti. Es solo sexo. —No, no lo es. —Zak se sacó de encima a Sara de un empujón—. No voy a hacerte esto. Sara la miró con ojos hambrientos, tumbada boca arriba con las manos
metidas entre las piernas. —Pues de verdad que desearía que lo hicieras. Estoy muy cerca. ¿Sabes lo mucho que duele? Zak había estado tan preocupada con los pensamientos que la atormentaban que se había desconectado momentáneamente de su cuerpo, pero la pregunta de Sara reavivó la tensión sexual que la devoraba por dentro y la hizo estremecer. —¿Ves? Tú también lo necesitas. ¿Qué puede ser tan importante como para que nos niegues un poco de placer a las dos? Tampoco es que te esté pidiendo un compromiso para toda la vida.
Zak fue a replicar, pero no halló palabras. Ya nada tenía sentido. Se dio la vuelta, pero Sara se pegó a ella y el calor de su cuerpo penetró a través de los sacos de dormir. —¿Qué estás haciendo? —Si no alivias mi sufrimiento, tendré que hacerlo yo. ¿Puedo tocarte al menos? Zak no contestó y Sara la rodeó con un brazo mientras con la otra mano se acariciaba la entrepierna con firmeza. Estaban tan cerca la una de la otra que, cada vez que Sara se tocaba, le rozaba el culo a Zak. El vaivén le hizo latir el clítoris a Zak contra la palma de la mano, ya que se había agarrado el sexo
para mantener el control. Sacó el culo un poco para arrimarlo más a Sara mientras se masturbaba, se cogió el clítoris entre dos dedos y empezó a frotar al mismo ritmo. Intentaba no moverse demasiado para que Sara no supiera lo mucho que necesitaba el alivio. —Eso es, nena —le susurró Sara en la nuca—. Es mi mano la que te provoca, la que te pone dura y caliente. Quieres correrte. Huelo lo mucho que lo necesitas. No pasa nada. Descubierta, le agarró a Sara la mano libre y se la puso con fuerza sobre un pecho. Se metió un dedo entre los labios mojados de su sexo y se
frotó el clítoris, que le dolía de tan hinchado, mientras imaginaba que Sara se lo comía. Se pellizcó la punta con las uñas y fantaseó con que Sara lo rozaba con los dientes. Tiró de la carne hinchada cada vez más fuerte y más deprisa hasta que le explotó la entrepierna entre sacudidas. A su espalda, Sara sonaba suplicante y tensa. —Me corro contigo, no pares, por favor. Los temblores sacudían a Zak y la hacían balancearse; hundió el culo contra la mano de Sara, que emitió un gemido de placer desbordado. Mientras las oleadas de placer
recorrían su cuerpo, Zak trató de recordar la última vez que se había corrido tan deprisa o tan fuerte con alguien y supo la respuesta cuando el último eco del orgasmo se apagó. Nunca. Y Sara lo había conseguido casi sin tocarla. —Ahora no tienes que sentirte culpable, ¿de acuerdo? Zak lo consideró. Puede que fuera eso lo que necesitaba, un pretexto plausible. Si no habían follado de verdad, emocionalmente estaba fuera de peligro. Aun así, una vocecita en su cabeza apuntó que aquello no era más que una cuestión de semántica y bastante pillada por los pelos. Sara se
acercó a Zak y enterró el rostro en su nuca. Todavía le tenía cogido un pecho. —Gracias. Lo necesitaba. —Yo también —murmuró Zak, aunque la tristeza ensombrecía el placer. ¿Lo único que quería Sara era sexo? La pregunta flotó en su consciencia hasta que cayó profundamente dormida. Sara se quedó despierta hasta que la respiración de Zak se acompasó con el sueño. Era la primera vez que la veía dormir de verdad, no solo descansar los ojos mientras permanecía alerta. Y el hecho de que durmiera entre sus brazos la hacía sentir especial.
Zak tenía el brazo derecho cruzado sobre el pecho, con la mano apoyada en el hombro. Sara se arrimó a ella y aspiró el olor almizcleño a sexo de sus dedos. ¿Cómo podía volver a excitarse solo por un olor? Porque era el de Zak, el de su esencia. La abrazó y trató de que se disiparan los pensamientos románticos y los efectos tentadores que tenían sobre su cuerpo. Zak había mantenido la distancia evitando practicar el sexo con ella, pero luego había dicho que no era solo sexo. ¿Qué había querido decir? A lo mejor sí resultaba que Sara estaba penetrando sus defensas. Pero ¿por qué? La respuesta la serenó de golpe: «Porque
estoy enamorada de ella». Sara rodó para apartarse de Zak y se tapó los ojos con el brazo. Era imposible. Lo que pasaba era que el dolor del engaño de Rikki la había vuelto más susceptible de lo normal. Ni siquiera conocía a Zak Chambers más allá del secretismo que la rodeaba como un escudo protector, el ansia de venganza que tenía como objetivo de vida y su aversión rabiosa a los sentimientos. Sin embargo, Sara nunca había negado sus instintos y el amor, sencillamente, no era racional. Estaba enamorada de Zak, pero aquello no era más que la mitad del viaje. Volvió a acurrucarse contra la
espalda de Zak, le pasó la mano por la cintura y susurró: —Por favor, ven conmigo en este viaje, amor mío. No puedo hacerlo sin ti. *** —Ebony, ¿estás ahí? Sal —llamó Ben en voz baja desde detrás de la tienda. Zak se despertó sintiéndose completamente descansada. Sara todavía estaba acostada a su espalda, rodeándole la cintura con el brazo. La posición y saber que era Sara la que yacía con ella hicieron que Zak deseara quedarse exactamente donde estaba.
Cuando recordó lo que había pasado la noche anterior, a Zak la invadió una mezcolanza de emociones. Había algo en Sara que la tocaba muy íntimamente y le llegaba al corazón. Sara hacía que deseara cosas que nunca había imaginado que pudiera tener. Se sintió tentada de darle un beso antes de salir, pero no estaba segura de poder parar solo con eso. Se movió lentamente para no molestar al ángel de cabello ámbar que dormía a su lado. Al salir del saco de dormir y empezar a vestirse, notó el olor del sexo flotando en el aire, y eso le recordó que la noche anterior no había sido un sueño. Volvía a desear a
Sara, pero aquella vez por completo. Si se besaban una vez más, no sería capaz de conformarse con masturbarse, a no ser que fuera Sara quien lo hiciera por ella. Fue de puntillas hasta la portezuela de lona, abrió la cremallera en silencio y salió. El sol ya estaba alto en el cielo de la mañana y hacía calor. Ben estaba junto a la orilla del río y contemplaba las aguas turbias con los brazos en jarras. —¿Qué pasa? —Es tarde. Tú nunca duermes hasta tarde. —Calló, como para darle una oportunidad para explicarse, pero ella no lo hizo—. Los hombres no vendrán
hoy. —¿Por qué? —Ven conmigo. Ben la guio hasta el perímetro del campamento: el suelo tras el cercado de espino estaba salpicado de sangre y de restos de una presa reciente. —Es de anoche. —Oí a los leones. Comprobamos la valla antes de acostarme. Era segura. —Los animales no deberían estar tan cerca del campamento. La reserva está más al norte. Mira. Señaló un trozo de piel rayada medio enterrada en la arena. Zak cogió un palo del suelo y removió los restos. Le dio la vuelta a la piel y entendió de
repente la inquietud de Ben. —Era una vaca. —Por eso no vendrán los hombres. Joey dice que se ha escapado un león de la reserva y está cazando ganado. Van a quedarse con los rebaños. Zak comprendió demasiado bien las consecuencias de aquellas noticias. El ganado era la manera de medir la riqueza y el estatus en las tribus ganaderas y protegerlo era la máxima prioridad. Hasta que capturaran al león y lo devolvieran a la reserva, los hombres no irían a trabajar a la escuela. —¿Zak, Ben? —llamó Sara con voz suave y teñida aún de soñolencia.
—Ve con ella —le dijo Ben—. Yo taparé esto. No hay necesidad de preocuparla. Zak volvió hacia las tiendas, aunque habría preferido que le tocara lo de enterrar los restos de la matanza. No le apetecía enfrentarse con Sara tras la noche sin sexo, o con cuasi sexo, o lo que fuera que hiciesen. ¿Qué podía decir? No había cambiado nada salvo sus sentimientos. Se sentía más sensible, más vulnerable que el día anterior, pero su vida seguía siendo un caos de secretos y mentiras, lo cual no era un regalo que pudiera ofrecer a nadie, y menos a Sara. —Buenos días. ¿Dónde está todo el
mundo? —quiso saber Sara, mirando a su alrededor y también en la dirección de donde venía Zak—. ¿Me he perdido el desayuno? Me muero de hambre. Sara se comportaba como si no hubiera pasado nada entre ellas. No la miraba más rato de lo normal ni con actitud sugerente. No intentó tocarla ni habló con dobles sentidos. A lo mejor Zak había exagerado y había puesto demasiado énfasis en su relación; puede que fuera verdad que Sara solo quería sexo para purgar la pasión acumulada. Incluso lo había dicho: «Solo una vez. Tengo que dejar de pensar en ello o explotaré». La posibilidad perturbó a Zak
inexplicablemente. —Los hombres van a cogerse unos días libres, porque tienen problemas con sus rebaños. Todavía no hemos desayunado. Todo el mundo ha dormido hasta tarde. Ben se acercó, orgulloso, con un puñado de huevos. —Son frescos. ¿Alguien tiene hambre? —Estoy canina —repitió Sara, que se puso a ayudar a Ben a preparar el desayuno—. Supongo que ya está bien que nos tomemos un descanso. Mañana tengo que ir a Nairobi. Viene Rikki. —Se paró un segundo, barajando algo en la cabeza—. ¿Eso
significa que podemos irnos hoy? Me iría bien un día extra en la ciudad. Ya sabes, para ir de compras y esas cosas que hago —pinchó a Zak. Esta sintió una punzada extraña en el estómago y abrió la boca para hablar, pero cambió de opinión. ¿Qué podía decir? Rikki todavía era su novia, nominalmente, y no tenía ningún derecho a opinar sobre ello. Además, en ese momento se acordó de que también tenía planes en Nairobi. —Yo también tengo que ver a alguien. A Sara le cambió la cara y, por un momento, Zak creyó distinguir una llama de enfado, pero se desvaneció
enseguida. —Ben, ¿por qué no te coges el fin de semana libre? Encuentra a un par de hombres más que se queden a vigilar el campamento y vete a casa. —A lo mejor. O a lo mejor traigo aquí a la familia. Como si fueran vacaciones para ellos. Se tomaron el desayuno tardío en relativo silencio. Ben no dejaba de mirarlas con una sonrisa tímida, pero no hizo ningún comentario. Más tarde, patrullaron el campamento y aseguraron todo lo que no iban a llevarse. Zak llenó el petate de ropa, tanto sucia como limpia, porque tendría tiempo de hacer la colada en la
ciudad si se quedaban un día más. El agua del río no lavaba tan bien como le gustaba. Ayudó a Sara a cargar las bolsas en la parte trasera de la camioneta y se despidieron de Ben. —Cuídate, señorita Sara. Buen viaje, Ebony, pronto vendrán las lluvias — miró al cielo y señaló un cúmulo de nubes blancas en la lejanía. Para cuando los dos camiones partieron en direcciones opuestas, las primeras gotas de fina lluvia cayeron sobre el polvoriento parabrisas. —Esto será divertido —comentó Zak. —¿Qué quieres decir? —Sara la miró como si no acabara de decidir si
Zak hablaba en serio o estaba siendo sarcástica y si se refería a pasar un día más a solas con ella en Nairobi o al tiempo. —Vas a ver algo poco común. Nunca has visto un chaparrón en la sabana. Las carreteras se llenan de barro, se vuelven resbaladizas y pegajosas como si fueran de papilla. —Qué apetecible. Al menos será un cambio respecto a este calor que no te deja ni respirar. Las dos se echaron a reír y parte de la tensión entre ellas se disipó. La siguiente hora transcurrió entre charlas amistosas sobre el paisaje y los animales que se cruzaban. En un
momento dado, a Zak le sonó el móvil —¿Sí? —Soy Stewart. Tengo la información que me pediste, pero no he querido enviártela por mensaje. Probablemente sería mejor que no dejáramos un rastro escrito que pueda seguirse. Las coordenadas de la residencia que me diste pertenecen al Ministerio de Educación de Kenia. Sea lo que sea en lo que andas metida, déjalo. —Gracias por la información. Ya te llamaré. —Ambrosini está contigo. Mejor, porque para variar necesito que me escuches. No me gusta el rumbo que
está tomando esto. Primero quieres información sobre propietarios de tierras en el distrito y ahora sigues a la gente hasta las casas de funcionarios del gobierno. No sigas con esto, sea lo que sea. Si afecta al proyecto de la escuela, no es problema tuyo. Aléjate y hazlo ya. Tu trabajo ha terminado; se te contrató para llevar a esa mujer al distrito sana y salva. Está allí. Vuelve a casa. ¿Entiendes lo que te digo, Ebony? —Sí, pero no puedo hacerlo. —Joder, claro que puedes. Ella puede solucionar sus problemas de construcción sola, probablemente mejor que con tu ayuda. Tú solo la
estás usando como tapadera para tu venganza contra Wachira. Si quieres ayudarla, retírate. Aquellas palabras fueron como puñaladas con todo el peso de la verdad. En su mayor parte, tenía razón, ya que Sara podría gestionar el proyecto de la escuela igual de bien sin su ayuda y la contienda de Zak estaba poniéndola en peligro sin ninguna necesidad. Sin embargo, era demasiado tarde para retirarse y ya no estaba segura de por qué: si era por el odio hacia Wachira que le daba sentido a su vida o por los sentimientos que empezaba a desarrollar por Sara o por las dos cosas al mismo tiempo.
—¿Me has oído, Ebony? Vuelve a casa, ya. —No puedo. —Colgó mientras, al otro lado, Stewart soltaba una sarta de palabrotas. Sara la miró con curiosidad. —Eso no sonaba muy amistoso, que digamos. —Era trabajo, y eso casi nunca es amistoso. —Cuéntamelo; se me da bien escuchar. —Cuando Zak le lanzó una mirada guasona, Sara continuó—: Soy muy capaz de mantener la boca cerrada el tiempo suficiente de escuchar los problemas de una amiga. A veces ayuda contarle las cosas a alguien que
no tenga nada que ver. El otro día, cuando llamé a casa, el ama de llaves se puso a hablar de su familia... Ya lo estoy haciendo otra vez, ¿verdad? Divago. No es la mejor de las credenciales para alguien que quiere escuchar, pero tú pruébame. —No puedo hablarte de mi trabajo. El rostro de Sara se iluminó con una chispa de comprensión. —¿De eso va todo el secretismo, de tu trabajo? ¿Por eso eres tan cerrada y nunca cuentas nada? —En parte. Es todo lo que puedo decir. —No, en realidad no lo es. Mira, te voy a explicar cómo va. Yo te cuento
algo y luego te toca a ti. —El tono bromista de Sara se tornó más serio a medida que sus intentos de convencer a Zak fracasaban uno detrás de otro—. Puedo ser el paradigma de la discreción, confía en mí. —No. Zak fue seca y tajante a propósito, porque lo que quería que entendiera era que, independientemente de lo discreta o digna de confianza que fuera Sara, no era seguro compartir su vida con ella. El problema era decirlo, sin decirlo. —Claro que puedes confiar en mí, a no ser que seas una asesina a sueldo o una espía profesional.
Zak debió de dejar entrever más de lo que había deseado, porque Sara se quedó boquiabierta, sin habla. Le dolía verla sufrir así, tan confundida. —Sara, por favor, no saques conclusiones precipitadas. No estoy confirmando ni negando nada, pero si algo de eso fuera cierto, ¿entiendes por qué no podría contártelo? Sería peligroso para ti saber algo de mí. Tenía la esperanza de poner punto y final a las especulaciones sobre su trabajo, porque tenía que pensar sobre la información que le había dado Stewart. Wachira tenía tratos con el ministro de educación, que era un aliado cercano del vicepresidente, el
cual estaba de lado de la Africa World Wide. El presidente Kibaki y el ministro de turismo trabajaban con el Grupo Turístico de Kenia. La imagen cada vez era más clara: ambas organizaciones, ricas y con conexiones políticas, querían la tierra donde Sara estaba construyendo su escuela, por motivos completamente diferentes. El grupo de Wachira quería construir un complejo turístico junto a la reserva, aprovecharse de la infraestructura accesible y ganar dinero. El GTK había construido el complejo que había cerca de la reserva y ya estaba obteniendo bastantes beneficios. Construir nuevas
instalaciones tan cerca recortaría las ganancias, pero estaban canalizando parte de sus logros de vuelta a la comunidad y el plan de Sara con la escuela encajaba bien en sus ideas de desarrollo general. Lo que Zak necesitaba eran pruebas concretas de lo que sospechaba y conseguir que Sara dejara de escarbar en su vida personal o profesional. Sara permaneció en silencio, viendo el interminable paisaje desfilar al otro lado de la ventanilla sin que pareciera cambiar nunca. Le resultaba difícil comprender lo que había dicho Zak: ¿qué acababa de oír? ¿Zak había admitido, sin hacerlo, que era una
asesina o una espía? De repente su obsesión por Wachira cobró un significado completamente diferente. Quizá la historia de la muerte de su padre era solo una tapadera para su misión: matarlo. O puede que fuera cierta y fueran a pagarle por ejecutar su venganza. Sara no quería creer ni una cosa ni la otra de la mujer con la que había estado a punto de acostarse la noche anterior, de la que acababa de descubrir que estaba enamorada. Zak conducía en silencio, sin dejar de inspeccionar la carretera que se extendía delante. La lluvia arreció al poco rato, cayendo en sólidas capas grisáceas, a juego con el estado de
ánimo de Sara. Esta se repitió mentalmente la conversación, pero siguió resistiéndose a aceptar lo peor de Zak. Las lunas se empañaron y las gotas de condensación trazaron surcos sobre el cristal. A pesar del calor que hacía dentro del vehículo, Sara sintió un escalofrío y se cruzó de brazos para protegerse de la sensación aprensiva que amenazaba con consumirla. De repente, la camioneta patinó en la resbaladiza carretera y Sara salió impulsada contra su puerta y a continuación contra Zak, que quitó las manos del volante para cogerla. La camioneta se salió de la carretera y finalmente se detuvo en la cuneta,
quedando Sara sobre el regazo de Zak y ambas aplastadas contra la puerta del asiento del conductor. Zak la tenía abrazada para protegerla del volante y de la división metálica de la consola de mandos. —¿Estás bien? —le preguntó. Sara se volvió y la miró a los ojos de color azur, brillantes de preocupación y de algo que había vislumbrado la noche anterior. ¿Deseo? —Diría que sí. ¿Y tú? —Estoy bien. No se movieron durante varios segundos, quietas en un abrazo visible que ninguna de las dos parecía querer deshacer. El calor subió entre ellas y
las ventanas se empañaron todavía más. Sara se acercó un poco, hacia los apetitosos labios entreabiertos de Zak, porque quería volver a besarla, larga y profundamente. Pese a lo que creía haber oído hacía un rato, su cuerpo se negaba a hacer distinciones entre aquella Zak y la de la noche anterior. Que Dios se apiadase de ella: seguía deseándola. Otro vehículo apareció junto al suyo y tocó el claxon. Sara volvió a su lado a regañadientes y bajó la ventanilla. —¿Necesitan una mano? — preguntó un sonriente joven. —Eso sería genial —respondió Zak, abriendo la puerta—. Ven aquí y tú
Sara cuando yo te diga pisa poco a poco, sin parar, no demasiado deprisa. Zak salió de la camioneta y se hundió en el barro hasta los tobillos. Sacó dos tablones del remolque y los metió debajo de las ruedas traseras. Cuando el joven y ella se pusieron detrás del vehículo, llamó a Sara. —Prueba ahora. Sara dio un poco de gas, pero las ruedas giraron sin conseguir tracción alguna. —Espera —le gritó Zak. Recolocó los tablones y le indicó que volviera a intentarlo. Poco a poco, las ruedas se agarraron a la madera y la camioneta volvió a la carretera. Zak le
dio al joven unos dólares, se despidió de él y regresó a la camioneta. Parecía una preciosa luchadora en el barro, cubierta de los pies a la cabeza de fango grisáceo y pegajoso. Llevaba la camiseta ninja pegada al pecho y le marcaba los pezones erectos; los pantalones militares le colgaban bajos de las caderas y le marcaban la V entre los muslos. En opinión de Sara estaba como para comérsela, salvo por la cobertura terrosa. Mientras estaba junto a la puerta, el chaparrón le limpió parte del barro de la cara y los brazos. —Mira para otro lado —ordenó Zak.
—¿Por qué? —Porque me voy a desnudar y a ducharme un poco con la lluvia. Es la mejor opción. No tenemos bastante agua embotellada para limpiarme y no voy a conducir cuatro horas más así. —¿Y si pasa alguien? —Se ve venir a la gente a kilómetros vista. Yo estaré en el remolque —dijo, empezando a quitarse la ropa. Sara se dio la vuelta, pero colocó el retrovisor de manera que pudiera mirar a Zak. Se quitó primero la camiseta y Sara respingó al verle los firmes pechos que había chupado la noche anterior. Solo con recordarlo
mojó las bragas otra vez. Luego se quitó los pantalones cortos militares y Zak se quedó completamente desnuda, de pie con el barro hasta los tobillos. Sara se metió la mano entre las piernas y le dio un lento repaso visual al esbelto cuerpo tonificado de Zak. Tenía un trasero firme y perfectamente redondeado, respingón solo lo justo. Sus piernas eran delgadas pero bien definidas. Cuando Zak se volvió, Sara vio el triángulo de vello oscuro cuidadosamente depilado entre sus muslos y deseó estar allí. ¿Cómo podía alguien tan hermoso ser capaz de algo tan vil? Zak giró bajo la intensa lluvia y se
frotó para quitarse el barro de encima, como si fuera una niña jugando con un aspersor. Se estiró hacia atrás, con los pechos hacia el cielo, y se frotó el pelo corto con fuerza. Pronto pasó de ser gris a ser negro de nuevo y se lo peinó con los dedos. Cuando su precioso cuerpo volvió a ser del color del marfil, se inclinó para sacar los zapatos del lodazal y los tiró al remolque. Sara le miró el trasero levantado y se imaginó todo lo que podría hacerle y todos los sitios donde quería ponerlo. Zak revolvió el contenido de su petate en la parte cubierta del remolque y sacó una camiseta limpia y otros pantalones cortos. Se los puso
sobre la piel mojada y volvió a ponerse tras el volante. —¿No está mejor así? —preguntó— .Yo me encuentro mucho mejor, eso seguro. Sara, que todavía seguía pensando en Zak desnuda, se limitó a asentir. Zak arrancó y maniobró para reincorporarse a la maltrecha carretera. Ajustó el retrovisor y le dedicó a Sara una mirada traviesa. —¿Te ha gustado el espectáculo? Sara sabía que el rubor la delataba. Era inútil negarlo a aquellas alturas. —Sí... claro que sí. Yo disfruto de toda la naturaleza. Además, aquí hay muy pocas diversiones.
Zak pasó el resto del viaje contándole historias y anécdotas de sus aventuras en África, claramente evitando toda referencia o revelación sobre su vida personal o su profesión. Sara la escuchó atentamente, tratando de extraer las pizcas de información sobre la historia no contada de los matices y sutilezas de su voz y su expresión. Cuando llegaron al Hotel Stanley, Zak insistió en encargarse de coger las habitaciones; mientras lo hacía, Sara arregló la llegada de Rikki al día siguiente. Al seguir al botones hasta sus habitaciones, Sara se dio cuenta de por qué Zak se había empeñado en registrarlas
personalmente. Sus habitaciones estaban en la misma planta, pero separadas varias puertas y en lados opuestos del pasillo, no juntas como la otra vez. Desde la noche anterior, no había vuelto a pensar en la novia de Zak. Ella le había aclarado lo de Imani, pero no había negado que hubiera alguien más. Como siempre, había cambiado de tema. Cabía preguntarse si su amante era de las escandalosas y por eso necesitaba estar tan lejos. Le dolía pensar en eso, así que le cogió la maleta al botones, le dio una propina y abrió la puerta de su habitación. Cuando el empleado estuvo lo
suficientemente lejos, se volvió hacia Zak. —Confío en que lo pases bien con tu acompañante. No esperes que salga a la superficie hasta el sábado por la tarde. Nos vemos en el vestíbulo para volver al campamento, ¿te parece bien? Por primera vez desde que se habían conocido, le pareció detectar un momento de sorpresa en la mirada de Zak. —Si es lo que quieres... Pero ve con cuidado, por favor. No es seguro ir sola por la calle. —No tengo previsto ir sola. Cerró la puerta y se sintió culpable de inmediato. Nunca había estado
celosa y estaba claro que no le sentaba bien, porque le hacía hacer y decir cosas que no quería y que no podían estar más lejos de la verdad. Sin embargo, necesitaba tiempo para pensar sobre qué era verdad y qué no. Lo que había dicho Zak sobre su trabajo requería reflexión e investigación. Si tenía alguna especie de vida secreta, ellas dos no tenían futuro, porque Sara Ambrosini vivía sin esconderse, a la vista de todos, y cualquier otra cosa la asfixiaría. Sus padres la habían enseñado a sentirse orgullosa de quién era y de lo que era, a venerar la vida y a ayudar a los demás. No podía hacer eso si se veía
obligada a vivir una vida enmascarada, escondiéndose de las sombras. Sacó el móvil y llamó a Randall Burke. Era el momento de que su abogado se ganara su exorbitante salario. —Randall, necesito que investigues el historial completo y todo lo que encuentras sobre mi guía, Zakaria Chambers. —Ya lo miré antes de contratarla. —Lo sé, pero lo hizo un amigo tuyo, si no recuerdo mal, un compañero del ejército. Quiero que la investigues otra vez desde cero: padres, fecha de nacimiento, permiso de conducir, número de la seguridad social,
formación, vida laboral, situación financiera, todo. No vayas a través de tus contactos. Quiero ir hasta el fondo. Y dime algo lo antes posible. Colgó antes de que Randall cuestionara sus motivos o ella perdiera el valor. Parecía sórdido indagar en la vida de alguien sin permiso, y su culpabilidad de católica reformada resurgió. Aún no se había recuperado de los remordimientos de investigar a Rikki y lo cierto era que no quería meter las narices en el pasado de Zak, pero tenía que hacerlo. Como con Rikki. Zak le escondía información vital que podría afectar negativamente a su futuro y Sara tenía que mirar por
sí misma, ya que hasta la fecha las mujeres de su vida le habían fallado una detrás de otra. Abrió el minibar, cogió la minibotella de vodka y se la bebió en dos tragos. Luego se dejó caer en la cama y rezó por que el alcohol adormeciera la sensación de haber traicionado a Zak. Una mujer tan celosa de su intimidad como ella no perdonaría fácilmente aquella horrible intrusión en su vida.
CAPÍTULO CATORCE Zak contempló como el sol se alzaba sobre el neblinoso centro de Nairobi por la ventana de su habitación del hotel, mientras se bebía una taza de café a sorbitos. Había pasado la noche inquieta, dando vueltas en la cama, a diferencia de la noche anterior, en la que había dormido plácidamente en brazos de Sara. Las razones posibles de que hubiera sido tan diferente podían ser muy emocionantes si decidía
admitirlas. Se sentía cómoda con Sara, puede que incluso confiara en ella hasta cierto punto, pero su parte cínica optó por la respuesta más práctica: había tenido un orgasmo, así que dormir era un efecto natural. Además, que Sara se comportara como si no hubiera sucedido nada y quisiera pasar el fin de semana con Rikki no hacía más que darle la razón. Aquel fin de semana no era una escapada romántica, al menos para ella. El sol acababa de despuntar sobre la silueta de la ciudad cuando llamaron suavemente a su puerta. Estelle llegaba temprano, como siempre. Abrió la puerta y la abrazó con fuerza
nada más verla. —Ha pasado mucho tiempo, madre. —Un año, tres meses, dos semanas, cuatro días y... —Ya lo pillo. Demasiado. La abrazó varios segundos más y luego se apartó solo lo necesario para observar a la mujer que más quería. Estelle Chambers era diez centímetros más baja que ella, pero tenía la misma complexión esbelta, piel marfileña y cabello negro ondulado. En lugar de llevarlo rapado, Estelle tenía el pelo corto, de punta y la hacía parecer más alta, al tiempo que le daba un aire a roquera punki con clase. De niña, a Zak siempre le había costado mentirle
a su madre, porque era como mirarse en sus propios ojos azul pizarra y negar la verdad. —Estás demasiado delgada. Era cuestión de preguntarse si había alguna madre en el mundo que consideraba que sus hijos comían lo suficiente. —Y no duermes bien. Zak esperó a que criticara también su forma de vestir. —Eso te queda fabuloso, chérie. ¿Qué es? ¿Tela de paracaídas? —Le tocó los pantalones negros y la informal camisa y frotó la tela entre el índice y el pulgar—. El negro siempre ha sido tu color.
—Ay, madre, no me trates como a una niña. Ella llevaba un traje azul claro y una blusa de seda blanca de aspecto caro, con el último diseño de París. Estelle no era pretenciosa, pero siempre se había vestido como una artista a la última. Decía que para vender cuadros iba mejor que la gente pensara que no solo sabía de arte, sino también de moda. A Zak le asombraba que hubiera sobrevivido tantos años siguiendo a su padre por la sabana africana. —Siempre serás mi niña, no lo olvides. Así que me reservo el derecho a tratarte como tal en cualquier momento. Eso sí, en público mejor que
dejes que la gente me considere una pretendiente mayor. Ahora cuéntame qué tal te va la vida. Era otro de los talentos maternales de Estelle: leerla demasiado bien e ir directa al grano. —¿No te apetece desayunar? El Café Árbol de Espino tiene un bufé genial. —Ya me conoces, siempre tengo hambre. Pero no te vas a librar con esta táctica de distracción tan pobre. Hablaremos durante el desayuno. Zak abrió la puerta y la guio hacia el restaurante, mientras charlaban de todo un poco para desviar el tema de su persona. Sería agradable ponerse al día; Estelle era más como su mejor
amiga que como su madre. —Has cogido un poco de acento francés. No creía que se te pegara tan pronto. —Intento integrarme. —Pues funciona. Zak cogió una mesa en un rincón, cerca de una puerta, lo cual le permitía controlar todos los puntos de entrada y salida. Se sirvieron en el bufé y se sentaron a disfrutar de lo que ojalá fuera una agradable comida. —Tengo que ser sincera contigo, chérie. No he venido solo para verte, aunque ese ha sido el factor decisivo. Zak tenía un trozo de beicon en la mano y volvió a dejarlo en el plato. A
veces desearía que su madre no fuese tan sincera, porque habría sido bonito creérselo unos minutos. —¿Sí? —Hoy hace cuarenta y dos meses que tu padre... —Lo sé. ¿De verdad crees que iba a olvidarlo? —Eso quisiera... —farfulló Estelle, lo bastante alto como para que Zak lo oyera. —¿Qué? Estelle le cogió la mano a Zak y le dio un suave apretón. —Solo quiero decir que ojalá pudieras dejar de sentirte culpable por lo que pasó ese día. No fue culpa tuya.
Tu padre no querría que vivieras en esa oscuridad. Fue un desafortunado accidente. —¿Un accidente? ¿Un accidente? ¿Así es como puedes vivir con ello tan fácilmente? —le recriminó Zak, que sentía como si le oprimieran el pecho con dos puños. El dolor era tan insoportable que la perdió el genio, inflamable como una planta rodadora. Estelle retiró la mano, con el rostro ceniciento. —¿Fácilmente? Echo de menos a tu padre cada día. Estuvimos juntos desde el colegio, fuimos nuestros mejores amigos y después novios. Esa conexión no se rompe fácilmente.
El dolor profundo clavado en los ojos de su madre se abrió paso más allá de la irritación de Zak, que le cogió la mano y se la llevó a los labios. —Lo siento mucho, madre. He sido muy desconsiderada. Justo cuando Zak se llevaba la mano de su madre a los labios, Sara entró en el restaurante. Sus miradas se encontraron y Sara se detuvo en seco, contemplando la escena. Llevaba el pelo caoba en una trenza francesa que le caía por la espalda, como la primera vez que se vieron, y vestía unos tejanos azules ajustados y una blusa de color cobre que insinuaba su escote. Rikki, la rubia boba, la seguía y, al ver a Zak, le
rodeó la cintura a Sara con el brazo. El rostro pecoso de Sara se sonrojó, apartó la mirada, dio media vuelta y se marcharon del restaurante. —Sí, ha sido muy desconsiderado. No me gusta lo que te ha hecho ese trabajo tuyo. Ya casi no te conozco, no sé cómo piensas ni cómo vas a reaccionar. Has cambiado mucho en estos tres años. La hija que recuerdo no tenía ese carácter. —Mi trabajo me ha dado acceso a información que me permitirá vengar la muerte de papá. Sin él, no me sería posible. Y solo para que quede claro, su muerte no fue un accidente, madre. —Sé que lo crees, Zakaria. Pero me
temo que estás confundida. He hecho investigar su muerte tres veces en estos tres años, a gente diferente, todos con buena reputación y conexiones profundas con asuntos clandestinos. Todos han llegado a la misma conclusión. Te he traído los informes para que los leas. —Sacó un pesado sobre del bolso enorme que llevaba y se lo entregó a Zak—. Tienes que olvidarte de este asunto. —¿Para eso has venido? —Zak movió la comida en el plato, para que su madre creyera que había comido algo. Había perdido el apetito nada más mencionar la muerte de su padre. —Es una de las muchas razones. La
más importante es que quería verte. Tienes que leer esta información. Y el hospital le va a dedicar una nueva ala infantil a la memoria de tu padre esta tarde. Me gustaría que me acompañaras. —No puedo. —Claro que puedes. Mucha gente recuerda todavía el trabajo que hizo en este país. Quieren hacerle ese honor y no se lo puedes negar. Con lo poco que veía a su madre, no quería que el tiempo que pasaban juntas fuera tenso o que se lo pasaran discutiendo. —Lo pensaré. —Zak hizo un gesto para pedir más café y trató de animar
la conversación un poco—. No sabía que papá y tú erais amigos en el colegio. —Tu padre fue el único hombre al que he amado. No hubo nadie antes ni ha habido nadie después, aunque estoy empezando a plantearme a las mujeres como alternativa. Zak estuvo a punto de escupir el café por toda la mesa. —¡Madre! —Si es bueno para mi hija, será bueno para mí. ¿Y quién era esa pelirroja de curvas impactantes que has mirado hace un momento? Lo primero que le vino a la cabeza fue «nadie», pero Estelle era
demasiado astuta para tragárselo. —Es la razón de que esté en Kenia. Un trabajo, nada más. Estelle se arrellanó en la silla y la observó unos segundos. —Me creo que sea un trabajo, pero nada de nada más. Nunca te había visto esa mirada, una mezcla de pasión y de algo más... miedo, diría. Zak se acabó el café y pidió la cuenta. —Madre, has pasado demasiado tiempo en París. Está aflorando la romántica que llevas dentro. —Siempre ha estado ahí, cariño. Pero conozco a mi hija. ¿Cómo se llama?
—Sara Ambrosini. —¿De la Filantrópica Ambrosini? ¿Esa Ambrosini? —Veo que has oído hablar de ella. —Tendría que vivir en una cueva para no haber oído hablar del gran trabajo que hace esa organización por todo el mundo. Sus padres eran gente asombrosa. Hace unos años los conocí en una recepción en Saint-Denis, a las afueras de París. Eran encantadores, inteligentes, sociables y muy comprometidos, absolutamente contrarios a la violencia y, ni que decir tiene, muy caritativos. Si se parece en algo a sus padres, será una jovencita excepcional.
Zak recordó la primera impresión que se había llevado de Sara y cómo había cambiado su visión desde entonces. —Es bastante parecida, sí. Sorprendente. —Deberíamos invitarla al acto del hospital. Luego a lo mejor le gustaría cenar con nosotras. —Tiene otros planes este fin de semana, madre. Puede que la próxima vez. Lo último que necesitaba Zak era tener a su madre y a Sara en la misma mesa. Estelle las habría prometido antes de llegar a los entrantes, y para los postres estarían casadas. Y si venía
Rikki, el restaurante entero disfrutaría de un espectáculo de dos rombos. Afortunadamente, Sara había dejado claro que estaría ocupada todo el fin de semana. Zak firmó la cuenta del desayuno, accedió a asistir a la ceremonia con Estelle y le indicó adónde ir a darse un masaje y a hacerse la manicura. Prefirió no leer inmediatamente los informes del abultado sobre que le había dado su madre, porque era fácil manipular la información y dar crédito a la teoría de que la muerte de su padre hubiera sido un accidente. La Compañía había realizado una concienzuda investigación en su
nombre y los resultados eran claramente diferentes a lo que creía su madre, pero no era el momento de discutir con Estelle. Aquel día era demasiado importante para ella y para la memoria de su padre. *** Sara recibió a Rikki en el vestíbulo cuando llegó a primera hora de la mañana y decidió desayunar antes de tirarle a la cara el informe del detective sobre su infidelidad. Sin embargo, al entrar en el Café Árbol de Espino, vio a Zak con una mujer mayor increíblemente atractiva, besándole la mano de un modo demasiado íntimo
para su gusto. —¿Aquella no es tu ninja oscura y misteriosa con una asaltacunas cañona? —preguntó Rikki, al ver hacia dónde miraba Sara. —Sí, vamos a otro sitio. —A mí me gusta aquí. —Rodeó a Sara con el brazo y la apretó contra su cuerpo—. El amor está en el aire si hasta la estirada de tu guía ha encontrado una cita. Sara no quería pensar en Zak ni con aquella mujer ni con ninguna otra, y mucho menos tenerla enfrente y verlas mirarse amorosamente a los ojos mientras intentaba desayunar. —Pediremos servicio de
habitaciones y desayunaremos tranquilamente en la suite. —Bueno, de acuerdo. —Rikki meneó las cejas y le dedicó una mirada que solía significar que habría sexo en su futuro inmediato. «En tus sueños», pensó Sara. Desde que había llegado, Rikki había sido el paradigma de la novia devota y cariñosa, pero las atenciones y el toqueteo constante la estaban poniendo de los nervios. En lo único en lo que podía pensar era en cuántas mujeres más había tocado, besado y follado Rikki desde que ella se había ido del país. Cuando el servicio de habitaciones les llevó el desayuno, Sara
vio como Rikki lo devoraba como si llevara días sin comer. No dio muestra alguna de contenerse hasta que dejó los cubiertos en el plato con un chasquido metálico de haber acabado. —Estaba buenísimo. La comida de los aviones es una mierda. —Rikki se levantó, cogió la maleta de al lado de la puerta y la puso en la cama de matrimonio—. Supongo que será cuestión de deshacer el equipaje. —A lo mejor deberías esperar. — Ante la mirada de curiosidad de Rikki, Sara continuó—: Tenemos que hablar... sobre nosotras. Rikki se sentó en el borde de la cama y contempló a Sara pasear de un
lado a otro de la habitación. Esta nunca había roto con nadie y no estaba segura de si quería hacerlo amablemente o tirarle las fotos a la cara y acabar con el tema. Rikki parecía que tenía su propia opinión sobre la cuestión. —Ha sido duro estar separadas, pero lo he llevado bien. A ti te preocupaba que no pudiera soportarlo. —Esto no funciona, Rikki —se decidió por la vía suave, porque hacerle daño a Rikki solo serviría para aplacar su ira, pero no era una persona vengativa ni rencorosa. —¿Qué? —Lo nuestro. He pensado mucho
desde que estoy aquí. Queremos cosas diferentes. Y era una verdad como un templo: Rikki quería follarse a toda mujer que se le pusiera por delante y usar el dinero de Sara para financiar sus escapaditas, mientras que Sara quería una relación de verdad que incluyera fidelidad, compromiso e igualdad. —¿Estás loca? Estamos perfectamente juntas. Nos lo pasamos muy bien, se nos ve una pareja ideal. El sexo es fantástico. ¿Qué más podríamos desear? —Sencillamente, necesito algo diferente. Siento hacerlo así, pero te merecías una explicación cara a cara,
no una llamada telefónica desde el otro extremo del mundo. La piel pálida de Rikki se puso de un tono grana y sus ojos se tornaron pozos de incredulidad. —No puedes hablar en serio. Nena, solo nos hacen falta unos días para recuperar lo que teníamos. —Fue a abrazarla, pero Sara retrocedió—. No seas así. —Lo volvió a intentar, y Sara la esquivó. —Se acabó, Rikki. Su nueva ex puso los brazos en jarras y compuso una mueca de enfado. —¿Es una broma o qué? ¿He hecho algo para cabrearte? ¿Son tus amigos, no? Te han estado contando mentiras
sobre mí. Sea lo que sea, lo puedo explicar. —Corrió hacia Sara, la agarró y la besó con brusquedad—. Sé que es una broma, o no habría venido a pasar el fin de semana. —Respecto a eso, no vas a hacerlo. Tienes un vuelo de vuelta que sale dentro de tres horas. Te dará tiempo de sobra para volver al aeropuerto y hacer la facturación. —Sí, ya. Como si fueras a gastarte tanta pasta solo para traerme hasta aquí y romper. —Nunca se ha tratado de dinero, Rikki. Si me hubieras conocido ni que fuera un poco, lo sabrías. A diferencia de algunas personas, yo creo en la
sinceridad y en enfrentarse a los problemas de cara. Vale la pena gastarse dinero para hacer las cosas como es debido. No podía esperar a volver, porque no habría sido justo para ninguna de las dos. Rikki pasó de la ira a la conmoción y rompió a llorar. —Sara, por favor, no lo hagas. Te quiero. Nunca ha habido nadie más que tú. Me quedaré el fin de semana y lo arreglaremos. —Puedes quedarte si quieres, pero será a tu cuenta y no será conmigo. Si pierdes ese vuelo te tendrás que pagar la vuelta a casa. —Sara, ¿qué pruebas quieres de que
te quiero? Sara ya había tenido bastante. Estaba claro que Rikki no iba dejarlo estar sin tener pruebas que no pudiera negar. —Tengo todas las pruebas que necesito. Te hice seguir desde que me marché. ¿Quieres ver las fotografías? Rikki se quedó completamente inexpresiva, pero se le movían los ojos como si estuviera buscando mentalmente una explicación para su engaño. Empezó a decir algo dos veces, pero cambió de opinión y finalmente tiró la toalla. Aquello lo decía todo: no tenía defensa posible. —No me puedo creer que me hayas
hecho seguir. —No me puedo creer que lo hayas hecho necesario. —Sara abrió la puerta y esperó—. Creo que es mejor que te vayas o perderás el avión. Rikki cogió la maleta de la cama y la arrastró hacia la puerta. —¿Es por tu guía, no? Te la estás follando. Por eso rompes conmigo. —Aunque lo estuviera haciendo, no sería asunto tuyo. Perdiste el derecho a interrogarme cuando le metiste la lengua a otra mujer hasta la garganta. Adiós, Rikki. Le cerró la puerta en las narices y reprimió el impulso de lanzar un grito de júbilo. Luego salió al balcón y
contempló la actividad de las calles a sus pies, mientras trataba de dilucidar si estaba enfadada, feliz, triste o bien si su nueva soltería no le había afectado en absoluto. Llegó a la conclusión de que la ira había venido y se había ido cuando vio las fotografías que le había enviado el investigador: la felicidad todavía no había llegado, pero estaba segura de que lo haría. Había puesto punto y final a una mala relación, en lugar de esperar a que lo hiciera otra persona, lo cual era una sensación gratificante que la hacía sentir poderosa. Merecía algo mejor, y había dado el primer paso para conseguirlo. Cogió un suéter y se lo echó por los
hombros. Hacía un día precioso y quería salir para celebrar su libertad con un paseo. Cuando llegó al vestíbulo, cogió en recepción un plano de la zona, se plantó en la puerta del hotel y miró a lado y lado de la calle. Como había más personas que iban hacia la derecha, siguió la corriente de los transeúntes. El olor a basura podrida, la contaminación y los humos de los coches permeaban el aire y echó de menos los aromas salvajes y picantes de la naturaleza en la sabana. Los nativos con los que se cruzó resultaron ser igual de amistosos y complacientes que los indígenas de la sabana que
había conocido. Ajustó el paso al ritmo de la muchedumbre y disfrutó de la sencilla arquitectura de los edificios mientras paseaba. Se diría que llevaba horas caminando cuando por fin acusó el calor del mediodía. Se quitó el suéter, se lo ató en la cintura y sacó el plano para ver dónde estaba. De repente, fue como si todo el mundo a su alrededor se hubiera detenido: chocó con la mujer que iba delante y se le cayó el mapa al suelo. Al parar para recogerlo, la multitud se cerró a su alrededor y la empujó hacia delante, hacia un edificio donde tenía lugar algún tipo de evento. En la entrada del hospital de Nairobi,
había letreros que anunciaban que iban a dedicar un ala infantil especial a la memoria de alguien. La policía y los militares rodeaban la zona. Sara se abrió camino entre la gente para acercarse más, aunque no comprendía por qué un acontecimiento como aquel necesitaba tanta presencia de las fuerzas del orden. La escalinata principal del hospital hacía las veces de tarima para ceremonias y estaba llena de gente con uniformes de hospital o del ejército. Un soldado alto y distinguido estaba haciendo un discurso, pero Sara estaba demasiado lejos y no oía lo que decía. —¿Quién es ese? —le preguntó a la
mujer que tenía al lado. —Es el presidente Kibaki. Es un gran hombre. Sara rodeó el perímetro de la congregación hasta lograr encontrar un sitio desde donde oír el final de la dedicatoria de Kibaki. —Me enorgullece dedicar esta unidad a un hombre de procedencia extranjera que hizo muchísimo por la juventud de Kenia. Era humanitario y un sanador excelente. Fue una pérdida para todos que su vida fuera truncada tan pronto. El doctor Franklin Chambers. Sara estuvo a punto de caerse del bordillo donde se había subido.
¿Doctor Franklin Chambers? ¿Era posible que Zak y aquel hombre fueran familia? Sabía que el padre de Zak había sido médico y pasaba los veranos trabajando en África. Había demasiadas coincidencias para ser casualidad. Inspeccionó a la muchedumbre, que empezaba a dispersarse, mientras el presidente Kibaki bajaba las escaleras y les estrechaba la mano a varias personas tras las barricadas de la policía. Mientras hacía su recorrido, en dirección a Sara, se paró frente a dos mujeres. Una era muy alta y con el pelo oscuro: Zak. Habría conocido aquella escultural complexión en
cualquier parte, desde el ángulo de los hombros al modo en que inclinaba la cabeza. Kibaki pasó varios minutos con Zak y con la mujer que Sara había visto antes en el restaurante. Cuando el presidente se marchó, Sara fue hacia Zak, ya que quería felicitarla por la ceremonia para honrar a su padre, pero antes de que pudiera sobrepasar a los grupos de gente arremolinados entre ellas, Titus Wachira apareció de la nada y se acercó a la acompañante de Zak. Esta se colocó entre ambos, en ademán protector, pero aun así Wachira alargó la mano hacia la mujer. En un abrir y cerrar de ojos, Wachira estaba en el
suelo y Zak, sobre él, se preparaba para darle otro puñetazo. Los hombres del comandante se abalanzaron sobre ella, pero a Zak le dio tiempo de pegarle dos veces más antes de que la detuvieran. Sara se abrió paso a codazos, repartiendo disculpas a diestro y siniestro mientras corría, sin poder despegar los ojos de la escena. Zak desapareció en un mar de uniformes azules y vio como agitaba los brazos y las piernas cuando la tiraron al suelo. —¡Parad! —gritó—. ¡Soltadla! Sin embargo, la paliza no cesó. Wachira se incorporó despacio, se volvió a calar la gorra y les ordenó a
sus hombres que se detuvieran. Ellos obedecieron y levantaron a Zak del suelo al separarse. Sara ya estaba lo bastante cerca como para oír lo que pasaba, pero aún no lo suficiente para intervenir, así que solo pudo ser testigo de cómo el comandante volvía a aproximarse a la acompañante de Zak y le cogía la mano para besársela. Entonces se volvió hacia sus hombres. —Soltadla. Hoy es un día triste para todos. Los oficiales que sostenían a Zak la soltaron con brusquedad y siguieron a Wachira. La mujer mayor corrió hacia Zak y examinó sus heridas. Entonces la cogió, la abrazó con fuerza y le besó
amorosamente las marcas enrojecidas en la cara y los nudillos. Sara apartó la vista de la tierna escena y llamó a un taxi para volver al hotel. Era mejor así. No podía soportar ni las tendencias violentas de Zak ni verla con otra mujer. *** Zak pasó el resto de la tarde aplicándose hielo y calor en las zonas de su cuerpo hinchadas y amoratadas. Cuando salió de la ducha, antes de cenar, su madre estaba en el baño y la observaba fijamente. —Deja que te vea. —Madre...
—Ay, Zakaria, en serio. Quiero asegurarme de que no te han hecho más daño. Permitió obedientemente que su madre la examinara. —Te van a salir unos cardenales bastante feos, pero por lo demás estás perfecta. —Satisfecha, retrocedió y le entregó una toalla—. Deberías pasar un tiempo en Francia. Eres una joven demasiado estirada. La desnudez es hermosa, especialmente la desnudez femenina. —Contigo no, madre —farfulló ella, al tiempo que se cubría con la toalla y se ahuecaba el pelo para disimular parte de la incomodidad.
—Estaré en la otra habitación cuando hayas recuperado la compostura y la ropa. Zak se puso los pantalones de esmoquin, la camisa de manga larga de color lavanda claro y el chaleco de lentejuelas negro que le había comprado su madre para llevar en la cena. El conjunto le quedaba como hecho a medida; su madre tenía un gusto exquisito, y su habilidad visual para adivinar la talla de Zak había sido motivo de asombro desde la infancia. Se puso los zapatos negros sin tacón, se peinó el pelo con los dedos una última vez y fue a reunirse con su madre en el salón.
—Preciosa, chérie. Sencillamente preciosa. —Estelle le dio una palmadita al sofá, a su lado—. Tómate una copa conmigo. He pedido ese Riesling horriblemente dulce que te gusta tanto. —Le pasó la copa a Zak y alzó su Manhattan para brindar—. Por las mujeres guapas. —Por ellas. Zak dio un sorbo de vino y miró a su madre, que llevaba un vestido parecido a un shuka tradicional, pero de color azul y verde, que resaltaba su belleza, y ajustado a su cuerpo esbelto. Llevaba unas sandalias de tacón de aguja que la hacían al menos cinco centímetros más alta. Realmente era una mujer muy
hermosa y Zak estaba orgullosa de llamarla «madre». —¿Ya has leído los informes que te di? —No, he estado un poco liada. —Podrías haber evitado esa escena tan desagradable si lo hubieras hecho. —Se acabó el Manhattan de un trago, cosa poco habitual. Era muestra de que estaba nerviosa. —¿Qué escena desagradable, madre? ¿La parte en que Wachira ha hecho que me dieran una paliza o la parte en que has dejado que te besara la mano? Acláramelo, por favor. Estelle se levantó y fue hacia la puerta.
—Vamos a cenar. Esta discusión no lleva a ninguna parte y me gustaría disfrutar de mi última comida aquí con tranquilidad. He reservado en el Thai Chi, aquí en el hotel. No tengo tiempo de salir a cenar fuera antes de que salga mi avión. Zak alcanzó a su madre en la puerta y se apoyó en su pecho como si fuera una niña. —Lo siento. No quiero que nuestro día acabe mal. Es que me puse furiosa al ver que te tocaba. Después de lo que le hizo a papá, no tiene derecho ni a dirigirte la palabra. Me vuelve loca. Estelle le acarició el pelo, la besó en la mejilla y cerró la puerta tras ellas.
—Lo sé, cariño, lo sé. Olvídalo un rato y vamos a disfrutar de una cena agradable. Había pedido la segunda copa en el restaurante cuando entró Sara. Zak la vio enseguida y ya no pudo quitarle ojo de encima. Llevaba un vestido ajustado hasta la rodilla, con encaje de flecos en el corpiño, lo cual acentuaba el generoso escote de Sara. Los hombros de alabastro estaban rayados por delicados tirantes que tenían pinta de saltar al menor tirón. La fina tela le ajustaba la cintura como un guante. Era de color verde esmeralda, que destacaba a la perfección con el cabello caoba que llevaba recogido en un
coqueto moño en lo alto de la cabeza. —Chérie, ¿me has oído? Zak dio un trago rápido de vino y se obligó a mirar a su madre. —¿Perdona? —Digo que por qué no le pides a la señorita que cene con nosotras. Me encantaría conocerla. Se devanó los sesos para hallar una respuesta que contentara a Estelle y al mismo tiempo le evitara invitar a Sara a cenar, pero como no encontró ninguna, se levantó y le hizo un gesto a Sara para que se acercara. —¿Te gustaría cenar con nosotras? «Por favor di que no. No creo que pueda estar aquí sentada mirándote sin
tocarte.» Sara se comió a Zak con los ojos, sin poder disimular su deseo. Luego se volvió hacia Estelle, y el fuego de su mirada se enfrió hasta convertirse en meros rescoldos. —No me gustaría molestar —dijo, y se giró hacia otra mesa. Zak empezó a sentarse de nuevo, pero su madre movió la cabeza enfáticamente hacia Sara, así que le puso la mano en el brazo para retenerla. —Disculpa mis modales, Sara. Te presento a Estelle Chambers, mi madre. Estelle, esta es Sara Ambrosini. Sara se quedó un segundo con la
boca abierta, pero al momento esbozó una sonrisa radiante. —¿Tu madre? Las dos se estrecharon la mano y Zak sacó la silla que tenía a su lado. —¿Por qué no cenas con nosotras? Estás increíble, por cierto. Sara rozó la mano a Zak sobre el respaldo de la silla al sentarse. —Si estás segura de que no molesto ni interrumpo ninguna esperada reunión madre-hija... —No molestas ni interrumpes nada, chérie —respondió Estelle—. Me encanta tu vestido. El encaje es muy chic y femenino. Y el corte y la caída del vestido te sientan de fábula con la
figura que tienes. Zak gimió y dio un nuevo sorbo de vino. —Por favor. Sara y Estelle se volvieron hacia ella al mismo tiempo y luego se miraron de nuevo y se echaron a reír, como si fueran amigas desde hacía años. Durante las tres horas siguientes, Estelle les contó historias sobre su pintura, sus viajes y de cómo había conocido a los padres de Sara. Zak atendió a la distendida conversación para distraerse un poco y no pensar en lo cerca que tenía a Sara y en el poco tiempo que les quedaba para estar juntas. Tenía a sus dos mujeres
favoritas con ella y no quería renunciar a ninguna de las dos. Era un pensamiento perturbador. Cuando Estelle dobló la servilleta y la dejó delicadamente junto al plato, Zak se levantó y le sacó la silla. Hizo lo mismo por Sara, y las dos mujeres intercambiaron largos abrazos y despedidas susurradas. Era un adiós sombrío, como si ninguna de las tres estuviera segura de que fueran a volver a encontrarse. —Te llevaré al aeropuerto, madre — dijo Zak, dispuesta a excusarse con Sara. —No vas a hacer tal cosa. Ya tengo a un taxi esperando fuera con mi
equipaje. Quédate y hazle compañía a nuestra invitada. Sara le dio a Estelle dos besos de despedida y le dijo a Zak: —Acompaña a tu madre fuera. Yo te espero en el bar. Atravesaron el vestíbulo cogidas del brazo y Zak absorbió el consuelo de la presencia calma de su madre, que siempre le hacía mirar la vida con más perspectiva. Echaba de menos la influencia sólida de la inteligencia de Estelle y a veces se preguntaba si su trabajo había destruido por completo los valores que sus padres le habían inculcado. —Cuídate, chérie. Y no la dejes
escapar —indicó el restaurante con la cabeza—. Es de las que vale la pena. — Le dio un último abrazo y montó en el taxi. Antes de que Zak cerrara la puerta, añadió—: Y por amor de Dios, lee los informes. Te quiero. Zak regresó al bar y encontró a Sara en un rincón de la parte trasera, con una copa para ella y otra de vino. —Me he tomado la libertad de pedirte otro Riesling. Espero que te parezca bien. Zak sonrió y tomó asiento a su lado. Echaba de menos a su madre, pero se alegraba de estar a solas con Sara por fin. —No debería, la verdad —dijo, antes
de dar un buen trago. —Estelle dice que te pones cachonda. A Zak le salió el vino por la nariz al atragantarse y se tapó con una servilleta para no escupirlo por toda la mesa. —¿Que ha dicho qué? Era evidente que Sara se lo estaba pasando en grande poniéndola nerviosa. Para enfatizar su afirmación todavía más, le acarició el muslo con el pie descalzo por debajo de la pernera del pantalón. —Dice que el Riesling te relaja y te pone tonta... A mí me parece genial. Zak dio un sorbo más pequeño,
mientras buscaba algo más de qué hablar. —¿Sabías que el mercado de valores de Nairobi nació aquí en 1954 y funcionó durante treinta y siete años? No hay nada como la decoración del siglo diecinueve para dar ambiente. Esto todavía se considera el mejor lugar para hacer relaciones y tratos de negocios de toda la ciudad. Sara no dejó de acariciarla con el pie, distrayendo su atención. —Fascinante. ¿Algo más que no pueda morirme sin saber? Zak notaba como le aumentaba la presión en la entrepierna y supo que había mojado los pantalones del
esmoquin. —Allí —dijo, señalando la pared opuesta del bar—. Aquello es el muro de la fama. Hay fotos de los directores de las veinte empresas más importantes del mercado de valores de Nairobi. Sara se terminó su vodka con tónica y se levantó. —¿Te lo vas a beber? —preguntó, señalando el vino. —No. —Entones ven conmigo. Le tendió la mano y Zak la aceptó. —¿Adónde vamos? Cogió a Zak del brazo, se arrimó a ella y se puso de puntillas para
susurrarle al oído. —A mi habitación.
CAPÍTULO QUINCE Sara cerró la puerta de la habitación y dejó las luces apagadas mientras guiaba a Zak al pequeño sofá junto al balcón. Abrió la cristalera y dejó entrar la brisa fresca y los sonidos de la calle antes de sentarse a su lado. Entonces le tocó la cara y examinó las marcas oscuras que le habían salido en la mandíbula y en la mejilla. —¿Te duelen? Le daba un vuelco el corazón con
solo recordar cómo los policías habían pegado y dado patadas a Zak cuando ya estaba en el suelo. —No mucho. Solo fue un... —Estaba en la ceremonia del hospital. Zak paseó la mirada por la habitación, para no mirar a Sara a los ojos. —Siento que tuvieras que verlo. Tocó a mi madre. No tenía derecho. —Eres una mujer complicada, Zakaria Chambers, y deseo tanto llegar a entenderte... pero me está costando mucho reconciliar tu carácter y tu secretismo con la generosidad que veo en ti. Sencillamente, no encaja.
¿Siempre has sido tan cerrada e irascible, o las circunstancias te han cambiado? —Zak jugueteó con el puño de su camisa, pero no contestó enseguida—. Por favor, Zak. Dime algo. —No sé qué quieres que te diga — repuso esta, cuyos ojos grises-azulados eran pozos de dolor y confusión—. No puedo darte lo que quieres. —Ni siquiera sabes lo que quiero. ¿Cómo sabes que no puedes dármelo? —insistió Sara, que, aunque sabía que la estaba presionando, tenía un deseo ilimitado de estar con Zak y era consciente de que el tiempo se les escapaba de las manos.
—Entonces, ¿por qué no me lo dices? Así seré más específica con mis defectos. Sara le cogió la mano a Zak y la sostuvo entre las suyas, para obligarla a mirarla a la cara. —Quiero que me cuentes algo de ti misma. No necesito saber toda tu vida todavía. —Es que no se me da bien charlar de cosas sin importancia. Su voz era tan poco convincente como su huidiza mirada. —No, es que se te da muy bien esconder cosas y Estelle también parece muy entrenada. Nunca había comido con ninguna madre que no
contara al menos alguna anécdota de su hija durante la comida. Es obvio que está muy orgullosa de ti y que quería compartir algunos de tus éxitos, pero sabía que no sería aceptable. Así que solo ha hablado de sí misma y parece que es algo que le cuesta hacer. Sea la que sea tu vida secreta, has arrastrado a tu madre a ella sin querer. Zak se movió incómoda en el sofá. —No me conoces ni a mí ni a mi madre lo bastante como para psicoanalizarnos. —No, pero conozco a la gente y los matices de comportamiento. —En unos días nos despediremos para siempre y no seré más que otra
entrada en tu colección de historias tristes. Confía en mí, estás mejor sin saberlo. Te estoy haciendo un favor. —¿A eso lo llamarías engaño o hipocresía? —¿Por qué te importa tanto? Sara se levantó del sofá y se apartó los tirantes de hilo de los hombros. Recitó mentalmente una lista de dichos para infundirse valor. Si solo los que se arriesgaran fueran verdaderamente libres y si el nerviosismo fuera la conmoción de la libertad, habría alcanzado un nuevo nivel de iluminación. Si no ¿por qué iba a abrir las puertas a otro rechazo casi seguro?
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Zak. —Te estoy explicando por qué me importa tanto. Seguro que, en tu vida, las acciones significan más que las palabras. Dobló el corpiño de encaje del vestido, quedando al descubierto sus pechos, y dejó que el vestido se deslizara hasta el suelo, alrededor de sus pies. Se quitó los zapatos, salió del vestido al mismo tiempo y se quedó desnuda. —Desnudo mi cuerpo y mi alma para ti, Zak. Siento todo esto por una mujer de la que no sé nada. ¿Tú sientes algo por mí? Por favor, solo dime si
estoy loca. Fue como si el tiempo se parara y quedara congelado ante la mirada acerada de Zak, desprovisto de acción. Sara se sentía demasiado vulnerable y expuesta para soportar la quietud y la incertidumbre. Tenía pocas opciones: o se retiraba y renunciaba a Zak del todo o seguía presionando hasta darse de narices contra el muro del rechazo. Una vez más, escogió el acercamiento más directo. Puede que nunca llegara a saber más de Zak de lo que sabía en aquel momento, pero no sería por falta de intentarlo. Si había algo que no llevaba bien, era el arrepentimiento. Zak contempló a Sara, silueteada en
la penumbra de la habitación gracias a la luz tenue que entraba de la calle. Le costó un esfuerzo sobrehumano no tirarse sobre ella de golpe. Nunca se le había ofrecido ninguna mujer tan completamente y con un abandono tan absoluto. Sara tenía unos pechos redondos y apetitosos y los pezones bien tiesos. La curva de su cintura y sus caderas delineaban la belleza femenina de su figura y llamaba a Zak con un lenguaje tan antiguo como el tiempo. —Oh, Sara. Las palabras que Sara necesitaba escuchar se le atragantaron al intentar contenerlas. Le ardía todo el cuerpo y
le daba vueltas la cabeza con todo lo que quería decir pero no podía justificar. Sara dio un paso hacia ella, y se le tensaron las tripas con un anhelo que había olvidado que era capaz de sentir. Le cogió las manos y la hizo levantarse hasta que quedaron frente a frente. Entonces le quitó el chaleco y le desabrochó los botones de la camisa, mientras le acariciaba suavemente la piel por debajo. Le sacó la camisa del pantalón y se la dejó abierta sobre el torso. Las sacudidas de excitación que recorrieron a Zak le endurecieron los pezones hasta que le dolieron solo por el roce ligero del algodón. Se le aceleró el pulso y empezó a respirar
entre jadeos de necesidad. Sara le bajó a medias la cremallera de los pantalones y se los dejó sueltos en las caderas. Le metió la mano dentro como si quisiera comprobar que no llevaba más ropa, pero luego fue más lejos y se hundió en la humedad caliente entre sus piernas. Zak se sacudió contra su mano, pero luego se apartó, porque le asustaba lo mucho que la deseaba. Sara sacó los dedos mojados, se los llevó a los labios y chupó los jugos de Zak, gimiendo cada vez que limpiaba uno. Alzó los brazos y se quitó el moño enjoyado que llevaba, de manera que las ondas cobrizas le cayeron sobre los hombros
y los pechos. Se agarró un puñado de mechones y se los frotó contra los pezones. Luego, sin dejar de apretarse un pecho, se deslizó la otra mano vientre abajo y la introdujo entre sus muslos ante la mirada de Zak. —Los animales juzgan a la gente por su olor y su lenguaje corporal. ¿Qué te dicen los míos, Zak? Sara cerró los ojos y arqueó la espalda, acariciándose rítmicamente desde la cintura hasta más abajo. Los pechos le saltaban al jadear al tiempo que se metía los dedos una y otra vez en el sexo mojado. Zak era incapaz de despegar la mirada de los dedos ágiles de Sara, que la acercaban cada vez más
al orgasmo. Cuando dejó escapar un gemido desde lo más hondo de la garganta, Zak notó que la consumía un deseo como si ardiera en su interior todo el fuego del mediodía en el desierto. —No. A Zak se le nubló la vista cuando se lanzó hacia Sara. Ni siquiera recordaba haberse quitado la ropa, pero cuando la tiró encima de la cama de matrimonio y se le puso encima, las dos estaban desnudas. Notó una punzada de dolor en la pelvis y se frotó contra las caderas de Sara con sacudidas voraces. Le agarró el trasero para obligarla a mover las caderas al mismo ritmo que
sus empujes y le chupó un pecho con fruición, como si pudiera absorber la vida misma de aquella carne maleable. La arañó y embistió desesperadamente, ansiosa por liberar la energía que se arremolinaba en su interior y amenazaba con volverla loca —Zak. Le dolía el cuerpo y no le bastaba con frotarse contra Sara para aliviar la presión. Necesitaba mucho más de sus cuerpos, así que le metió la mano entre los muslos a Sara, la hizo abrirse de piernas con las rodillas y le metió los dedos. La penetró con fuerza, implacable, en un intento de satisfacer la pasión de Sara sin que sus propias
necesidades salvajes la consumieran. —Zak, para, por favor... La sensación de poder al dominar el cuerpo de Sara no hacía más que avivar la lujuria de Zak; nunca había experimentado aquel nivel de deseo y le daba miedo de un modo que no quería reconocer. Las emociones reprimidas durante años la inundaron, buscando liberación, y el sexo era la única vía de escape aceptable. Tenía que gestionar las reacciones de Sara y aun así contener las suyas propias, pero cuando más lo intentaba más incontrolable se volvía su respuesta. —¡Zak, para! Zak se detuvo en seco, cerniéndose
sobre Sara como un animal sobre su presa. El rostro de Sara estaba congestionado por el miedo y las dudas, y le brotaban lágrimas de la comisura de los ojos. Zak salió de encima de ella y se apretó el pulsante dolor entre las piernas como para distraerse de la vergüenza que la atenazaba. Le temblaba todo el cuerpo, como si acabaran de desconectarla de la respiración asistida. —Lo siento, no sé lo que ha pasado. Se sentó en la cama con los pies en el suelo y enterró la cara entre las manos. —Las cosas se estaban volviendo un poco bruscas para mí. Era como si
estuvieses en otra parte. —Sabía que era una mala idea. Sara acudió a su lado. —No ha sido una mala idea. —¿Cómo puedes decir eso? Si todavía no te he hecho daño, seguramente te lo habría hecho. —¿Lo habrías hecho? ¿Me habrías hecho daño? —preguntó Sara, en un susurro asustado e inseguro. A Zak se le llenaron los ojos de lágrimas cuando las palabras de Sara se le clavaron en el corazón. —No, nunca. Al menos a propósito. Sara le acarició la espalda para tranquilizarla. —Cielo, explícame lo que acaba de
pasar —pidió, mientras le limpiaba las lágrimas de las mejillas y la besaba suavemente en los labios antes de instarla a tumbarse con ella de nuevo. —No estoy segura —respondió Zak, apoyando la cabeza en su pecho, porque le daba vergüenza mirarla a la cara mientras trataba de explicar sus defectos emocionales—. No podía controlar lo que sentía. Era como si me hubiera dado un subidón y quisiera dejarme llevar, pero al mismo tiempo sabía que tenía que contenerme. Ni siquiera era solo sexual. Era más como... —¿Ira? El nudo que se le puso en la
garganta le confirmó que Sara estaba en lo cierto. Todos los años de resentimiento y ansias de venganza reprimidas por fin empezaban a pasarle factura y exigían ser liberadas como fuera. Levantó la cabeza para mirar a Sara a los ojos mientras hablaba, porque lo que iba a decirle era importante. —Sí, pero no contra ti. ¿Me crees? Sara le sostuvo la mirada, y la calidez de su expresión respondió antes que sus palabras. —Sí, te creo. Por lo que he visto, te esfuerzas mucho en controlar las emociones y, cuando las dejas salir, suele ser en forma de hostilidad. Si has
pasado años así, es normal que eso ahogue la intimidad y el disfrute sexual. Zak fue a protestar, porque el sexo nunca había sido un problema para ella, pero era cierto que siempre había sido sexo sin un componente emocional ni íntimo. Con Sara era diferente. Con ella quería sentir más, expresar más y dejarse llevar, pero dar rienda suelta a aquellos sentimientos la convertían en una criatura peligrosa y fuera de control. ¿Es que no había un término medio entre su vida fría y calculadora y la pasión que le ardía dentro? —Será mejor que me vaya.
Sara la abrazó más fuerte, porque no quería separarse de ella. —Sara, por favor. Es lo mejor. —¿No me deseas? —Claro que sí, pero no puedo arriesgarme a hacerte daño y no puedo prometerte que no vaya a pasar. —Déjame intentar una cosa. Sara le pasó los dedos sobre la piel delicadamente y fue como si bajo sus yemas saltaran chispas. —¿El qué? —jadeó Zak, casi incapaz de hablar. —No quiero que hagas nada. Solo disfrutar y decirme lo que sientes. Déjame hacer que te corras. ¿Podrás? Sin dejarla responder, Sara le lamió
suavemente los labios con la punta de la lengua. Zak abrió la boca para dejarla entrar, pero Sara siguió provocándola y haciéndole cosquillas en los labios y los párpados. Su lengua y su aliento eran cálidos y tan suaves que casi resultaban imperceptibles. —¿Qué sientes? —Tensión. Hambre. Dolor. Miedo. —Bésame. Zak le agarró la cara a Sara y le comió la boca, le metió la lengua lo más hondo que pudo y la devoró, deseosa de más, pero Sara se soltó afectuosamente de Zak, guio sus manos de vuelta a la cama y rompió el beso.
—Bésame despacio, con los ojos abiertos. Zak no despegó la mirada de la boca de Sara mientras se inclinaba para besarla. Tenía los labios rojos e hinchados, húmedos y tentadores. Cuando estaban a punto de rozarse, Sara le lamió los suyos a Zak y sopló ligeramente. El frescor reemplazó al ardor y Zak se estremeció. —¿Qué has sentido? —Fuego y hielo. Más hambre. Mucho dolor. Unieron sus labios y Zak le sostuvo la mirada líquida a Sara, mientras una serie de emociones desfilaban por sus ojos castaños como si fueran pantallas.
Con el primer roce hubo sorpresa, y luego alegría cuando el beso se hizo más profundo. Luego llegó el deseo y finalmente el ansia más cruda, antes de retirarse. Zak sintió una conexión que no había experimentado nunca. Aquel beso la recorrió como si estuviera hecho de un licor fuerte, que la llenaba lentamente de vigor y calor. —Tan caliente... es como si me derritiera por dentro. Sara la besó hasta la oreja, le lamió el borde y luego los pliegues del interior. —Voy a hacer que te corras más fuerte que nunca —susurró—. Es lo que quieres, ¿verdad?
—Dios, sí, hazlo ya... —Todavía no, nena. Tú solo disfruta, poco a poco. Le dejó un reguero de besos húmedos sobre la piel, en su camino descendente hasta sus pechos. Se metió uno de los pezones en la boca y lo mordisqueó con cuidado. —Más fuerte —suplicó Zak. —¿Qué sientes? —quiso saber Sara, sin despegar la boca del pecho de Zak. —Es como si me hicieras cosquillas en el clítoris, pero no lo bastante fuerte —contestó Zak, que intentaba controlar su respiración entrecortada, pero cada vez veía más difícil concentrarse bajo las atenciones de
Sara. —Sin prisas, mi amor. El placer no tiene que doler para que guste. —Necesito sentirlo. Zak se cogió el otro pecho y se lo apretó hasta la punta, como si fuera un polo. Cuando llegó al pezón se lo pellizcó con el pulgar y el índice y sacudió las caderas en el aire como respuesta. —Zak, por favor, déjame a mí. — Sara le hizo soltarse el pecho y en su lugar se puso a lamérselo en círculos —. Dime qué sientes. Zak no quería permitir que las tiernas caricias de Sara alteraran su rutina sexual. Para ella el sexo
siempre había sido duro, rápido y satisfactorio y siempre había tenido el control. Hacerlo lento significaba tomarse el tiempo de experimentar las sensaciones que llevaban al orgasmo. Significaba sentir más allá del terreno físico. La delicadeza y la mera emoción nunca la habían excitado, pero las manos y la boca de Sara eran cálidas sobre su cuerpo y la sensación la tranquilizaba y la estimulaba más allá de lo corpóreo. Se le llenaron los ojos de lágrimas y tuvo que parpadear para que no se desbordaran. —Demasiado... dulce —se le rompió la voz—. Demasiado tierno. Necesito más.
—Lo sé, cariño. Es exactamente lo que necesitas: más ternura. Tú relájate. Sara se colocó entre sus piernas y le apoyó la mejilla en el muslo, sin dejar de masajearle los pechos, mientras soplaba suavemente sobre el sexo empapado de Zak. —Qué bueno... —musitó Zak, cada vez más ansiosa—. Tócame, por favor. —Pronto, muy pronto. Sara le hundió los dedos en los rizos húmedos y tironeó con suavidad. A Zak le palpitó el clítoris y se mojó aún más. Deseaba obligarla a meterle la mano hasta el fondo, pero respiró hondo y se concentró en las acciones de su amante. Esta volvió a darle un
tirón y luego le pasó la yema del dedo por el clítoris, ligera como una pluma. —Te gusta esto, ¿verdad? Dímelo. —Estoy muy excitada, te necesito dentro de mí. Fue a tocarse donde más le ardía, pero Sara le apartó la mano de entre los muslos. —Estás tan mojada... Me muero de ganas de saborearte. —Hazlo, Sara, por favor. El dolor sexual de Zak era fácil de identificar. Era duro e insistente, justo entre las piernas. En cambio su deseo emocional de Sara iba más allá de toda comprensión. Era como si se filtrara por todos los poros de su cuerpo y su
mente con un anhelo más poderoso que cualquier deseo físico. ¿Cuándo se había vuelto su conexión tan perentoria y cómo había pasado? Yació, suspendida entre el cielo y el infierno corpóreo, y aun así lo más dulce de todo era preguntarse qué sería lo próximo que le haría Sara. ¿Dónde la tocaría y qué sensaciones le arrancaría? Sara la tocaba con una precisión exquisita, como si pudiera desintegrarse. Aunque Sara interrumpiera el contacto físico de repente, el vínculo permanecería intacto como un hilo casi tangible que las ligaba. Sara hundió la cabeza entre las
piernas de Zak y le chupó el clítoris con lametones lentos y sugerentes. Zak levantó las caderas como respuesta, pero se obligó a estarse quieta y permitir que Sara le hiciera el amor hasta precipitarla al abismo. La melena de Sara caía en cascada sobre sus piernas, como si fuera de seda, y acentuaba lo muy consciente que era de la ligereza de sus caricias. Una nueva serie de lametones puso su capacidad de control al límite. Le ardía el vientre y el fuego se le extendía por las piernas como si fuera un peligroso escozor subcutáneo. Sara siguió lamiéndola lenta y metódicamente, alternando su clítoris y su orificio.
—¿Qué sientes, nena? Era como si evaluara las reacciones de Zak con la mirada y ajustara sus esfuerzos en consecuencia. —Siento que te tengo dentro, por todas partes. Sorprendida de sus propias palabras, Zak trató de dilucidar lo que significaban, pero las acciones de Sara la distrajeron. —Eso está bien. Eso está muy bien. ¿Estás lista para correrte para mí? Zak se oyó emitir un sonido desde lo más hondo de su cuerpo, como solo se lo había oído a otras mujeres cuando se acostaba con ellas: un cruce entre una súplica de clemencia y un gruñido
animal en busca de alivio. Separó más las piernas y animó a Sara a poseerla, pero en lugar del final rápido y enérgico que había esperado, Sara la penetró con un dedo lentamente y lo sacó con la misma falta desesperante de velocidad. Le lamió el clítoris con la lengua plana, arriba y abajo, a la vez que le metía el dedo agónicamente despacio. Finalmente, el tempo arraigó en su interior, se relajó y lo dejó fluir. —Oh, Sara. —¿Más deprisa? ¿Más fuerte? —No, es perfecto. No pares. Una afilada lanza de excitación asaeteó la base de su clítoris y reverberó en toda su longitud. A
diferencia de los orgasmos que había tenido en el pasado, aquel no le llegó en un frenesí de embestidas y pellizcos en los pechos, sino que fluyó por todo su organismo, satisfactorio y relajante, hasta que le llegó a los dedos de los pies. Se desplazó con la seguridad del sol africano, calentando poco a poco en un crescendo de fuego. Las oleadas de placer la limpiaron de los venenos emocionales y la dejaron saciada y conectada a Sara de un modo inexplicable. Era como si aquella mujer hubiera exorcizado algo espantoso e inmanejable que vivía dentro de ella y la hubiera vuelto a hacer sentir viva. Tembló y se
estremeció con los postreros ecos del orgasmo al tiempo que Sara se movía sobre su cuerpo hasta colocarse encima de ella. —¿Estás bien? —Sara le besó la cara—. Estás llorando. —¿Ah, sí? —Zak se pasó la mano por los ojos y se sorprendió de encontrarlos húmedos—. Parece que goteo por todas partes. Estoy completamente agotada. ¿Cómo lo haces? —Solo siendo cariñosa. ¿Te gusta? —Nunca había tenido un orgasmo como este. Ha sido increíble. Sara metió una pierna entre las de Zak y le apretó la sensible carne de la
entrepierna con el muslo. —Ahora, ¿quieres hacer algo por mí? No tardarás ni un segundo y no te costará casi nada. —Lo que sea —respondió Zak, mirándola a los ojos para que supiera que hablaba en serio. —Te deseo muchísimo. Voy a restregarme contra este muslo tan musculoso que tienes un par de veces y, cuando te lo diga, quiero que me metas este dedo. —Le cogió la mano derecha a Zak, se metió el dedo corazón en la boca, se lo chupó y lo soltó—. ¿Harás eso por mí? —Eh, sí. Sara ya había empezado a
restregarse contra la pierna de Zak y la humedad ardiente de ambas se mezcló y las lubricó. —¿Qué pasa si me vuelvo a correr? Estás tan caliente... —Por favor, hazlo. Oh, sí... eso es... Zak notó la pasión inflamándose en su mirada y el placer doloroso en su rostro. —Ahora, Zak, ahora. Lentamente. El deseo volvía a latirle entre las piernas, y Zak quiso lograr que Sara se corriera rápidamente con ella, pero en lugar de eso recordó el alivio delicioso que le había proporcionado Sara hacía unos minutos y la penetró poco a poco, para dejarle controlar el ritmo. Sara se
balanceó sobre el dedo de Zak a un ritmo diseñado para extraer el néctar de los dioses. —Sí, estoy muy cerca. ¿Lo sientes? Zak notaba que las paredes de la vagina de Sara se contraían en torno a su dedo. Inclinó la pelvis para conseguir más fricción contra las embestidas del muslo de Sara. Al caer en la cuenta de que Sara estaba a pocos segundos de correrse, ella también empezó a temblar. —Ahora. Me corro. Cuando el sexo de Sara le atrapó el dedo entre fuertes espasmos orgásmicos, Zak también se corrió. Le apretó la vagina con la mano y los
fluidos de Sara se derramaron sobre su palma. Siguieron abrazadas hasta que sus clímax remitieron por completo. Zak estaba maravillada con la destreza sexual y la franqueza emocional de aquella mujer sorprendente. La abrazó con más fuerza y deseó no tener que separarse de ella jamás. Nunca había experimentado nada parecido y dudaba que fuera a volver a hacerlo. Sara no solo se había entregado a ella por completo, arriesgándose a ser rechazada, sino que le había mostrado a Zak otra manera de amar. Estaba relajada, mental y físicamente, como no lo había estado desde hacía años. Sara calmaba
un rincón violento de su alma que ni siquiera ella podía acallar. Sin embargo, había sido muy egoísta al aceptar su cariño sin compartir nada con ella. A largo plazo, eso no sería suficiente para Sara. —¿Te vas tan pronto? —preguntó Sara, levantando la cabeza del pecho de Zak y mirándola a los ojos. —No voy a ninguna parte. —Ya te habías ido. Estabas preguntándote cómo has llegado hasta aquí, qué te he hecho y cómo vas a marcharte elegantemente sin herir mis sentimientos. Y, sobre todo, si cuando te corrías has farfullado algo personal que pueda darme alguna pista
sobre quién eres en realidad. ¿Me equivoco? —No sé cómo lo haces. Parece que me conozcas mejor de lo que me conozco yo misma. Sara le sonrió. —Eso no es muy difícil, cielo. No parece que sepas demasiado de cómo eres en realidad. —¿Qué significa eso? —Te han enseñado o entrenado para dejar a un lado los sentimientos. Y cuando los ignoramos o los descartamos, la mayoría de los sentimientos se convierten en ira. Tú ya sabes cómo va. Zak seguía abrazando con fuerza a
Sara y no quería soltarla, aunque la conversación estaba tomando un cariz ligeramente incómodo. —Entonces, ¿por qué has follado conmigo? —No te he follado, Zak. Te he hecho el amor. Y lo he hecho porque quería demostrarte que hay otras maneras de expresar los sentimientos. No tiene que ser salvaje y primitivo para ser bueno. Puede serlo, sí, pero suave y sensual también funciona. Zak nunca se había sentido tanto como parte de otra persona. Quería acurrucarse junto a Sara y dormir el sueño de los benditos. —Me has hecho algo, Sara
Ambrosini. Y me gusta. —Bien. —Sara tapó a ambas con la colcha y se acomodó sobre el hombro de Zak—. Mañana tengo algunas preguntas sobre la mujer a la que quiero. Su respiración pronto se acompasó y cayó en un profundo sueño. «¿La mujer a la que quiero?» La primera reacción de Zak ante aquellas palabras fue huir, pero estaba demasiado a gusto y lo que sentía por Sara todavía era nuevo e indefinido, así que se relajó y dejó que su afirmación echara raíces y germinara en un lugar seguro de su mente. Se durmió abrazada de Sara y aferrada a unas
palabras que jamás le había dicho ninguna otra amante antes.
CAPÍTULO DIECISÉIS Sara despertó en varias ocasiones a lo largo de la noche, preocupada por que Zak se hubiera ido mientras dormía, pero cada vez se tranquilizaba al notar el calor de la mujer que yacía a su lado. Era asombroso lo relajada que se veía a Zak mientras dormía, con cara e incluso postura inocente e ingenua. Aquella era la mujer que amaba, pese al cascarón que se ponía durante el día
para protegerse a sí misma y a sus sentimientos. La calma que la rodeaba ahora era muy diferente a la energía casi hostil que se había adueñado de ella al empezar a hacer el amor. Al final había logrado despertar una reacción en Zak. El fuego de sus ojos llenaba a Sara de excitación y aprensión, porque ya había visto antes aquella mirada: una vez cuando se habían besado y otra cuando amenazó con matar a Titus Wachira. Era una mirada casi ciega, empañada con una mezcla de emociones fuera de control. Por un segundo, Sara había pensado en parar porque no estaba segura de qué podía esperar, pero su instinto y su
libido la hicieron seguir adelante. Cuando el ardor de Zak se tornó poco a poco más exigente, Sara intentó moverse un poco para aliviar la fuerza con que su amante la embestía y fue cuando se dio cuenta, demasiado tarde, de que había leído mal a Zak. La pasión que había visto era un revestimiento fino que ocultaba una furia explosiva mucho más profunda. Si la dejaba seguir con tanta intensidad, ninguna de las dos lo superaría. Zak tenía que aprender otra manera de expresar sentimientos que no fuera la agresión, y ella misma necesitaba saber que era capaz de hacerlo.
Le había costado cada ápice de su amor y coraje pedirle a Zak que parase. La cara que había puesto había sido devastadora, pero respetó sus límites y se mostró receptiva a cómo la guiaba Sara para aminorar el ritmo. Hicieron el amor con la combinación de pasión e intimidad que Sara anhelaba, y fue todo lo que había esperado. Ahora más que nunca, quería saber más sobre Zak. No para meterse en su vida, sino porque la quería. Ella se había abierto a Zak por amor y sabía que esta lo había visto, así que a lo mejor Zak hacía lo mismo. La mañana refrescó el ambiente y el vacío a su espalda. Se dio la vuelta
justo cuando Zak agarraba el pomo de la puerta. —¿Tienes que irte? Zak raspó el suelo de la moqueta con los zapatos y se encogió de hombros, como si fuera un ligue avergonzado de que la pillaran tomando las de Villadiego la mañana siguiente. Sara se le acercó, desnuda y temblando, y se quedó de pie delante de ella. —Haz lo que tengas que hacer, pero recuerda una cosa. Te quiero y estaba dispuesta a ponerme en ridículo anoche para demostrártelo. —¿Te arrepientes? —Nunca. Lo haría otra vez si creyera que iba a servir de algo. A lo
mejor no estoy hecha para satisfacerte, solo para despertar tu deseo. Solo tú sabes la respuesta. La decisión es tuya. Te he dado todo lo que tengo. Zak la abrazó y la besó con tanta ansia que a Sara le dio vueltas la cabeza. Se amoldó a su cuerpo y se rindió al beso hasta que el fuego amenazó con consumirla. «Me quiere. Lo siento.» Cuando se separaron, a Sara todavía le quemaban los labios. En la mirada apasionada y profundamente azul de Zak había un velo de conflicto y confusión. —Necesito tiempo para pensar y tenemos que regresar al campamento.
Nos vemos fuera dentro de una hora. Dicho lo cual, se marchó. El sensible corazón de Sara se encogió en una progresión que, de permitírselo, acabaría convirtiéndolo en piedra, pero se obligó a dejar de pensar así: Zak no le había dicho que no. No la había rechazado. Aun así, aquello parecía el primer paso de una retirada estratégica. Mientras se duchaba y hacía el equipaje para el viaje de vuelta, no dejaba de pensar en qué hacer para superar aquella maraña de defensas tan bien construida. Al pagar la cuenta, la recepcionista le entregó a Sara un sobre sellado y esta lo cogió y se lo metió en el bolso
como si fuera venenoso. Si el camino de vuelta a Talek se le hacía demasiado incómodo, al menos tendría algo con lo que distraerse. A las tres horas de trayecto, Zak seguía agasajándola con historias turísticas sobre los nidos de termitas gigantes, los hábitos del gerenuk o gacela jirafa o cómo el río Lagh Dera estaba siendo drenado por los granjeros en detrimento de la vida salvaje en la planicie. La cháchara nerviosa y las miradas ocasionales que le lanzaba por el rabillo del ojo eran las únicas muestras que daba Zak de saber que Sara estaba en el coche con ella. Por lo demás, permanecía con la
misma expresión de siempre y ni en su tono ni en sus palabras podía adivinarse nada de la intimidad que habían compartido la noche anterior. —Zak, no tienes que entretenerme. Te prometo no hacer preguntas ni recordar lo de anoche si estás callada. Ya te lo he dicho, sin presiones. Oyó su suspiro de alivio por encima del traqueteo de la camioneta y vio que dejaba de apretar el volante con tanta fuerza. A Sara le entristecía pensar que Zak se ponía así de nerviosa estando con ella, sobre todo después de haber hecho el amor. La noche anterior, Zak había renunciado al control de su cuerpo y
había permitido que Sara apaciguara sus crispadas emociones. Eso era algo muy grande y requería un nivel de confianza que no le había demostrado antes. Había visto otra faceta de Zak, una más tierna y expresiva que le confirmaba su creencia en que era capaz de amar profundamente. Para Sara había sido como un regalo, y deseaba conservarlo desesperadamente. Posó los ojos en el sobre que sobresalía de su bolso y se preguntó si las noticias que contenía serían buenas o todavía harían más daño. Si arrojaban algo de luz sobre Zak, valdría la pena la intrusión, pero si
esta descubría que la había hecho investigar, destruiría por completo la confianza trémula que se había ganado. Puede que nunca tuviera por qué saberlo. Sara podía archivar la información, para su futura referencia, y no mencionar nada. Aun así, al abrir el sobre, supo que no sería capaz de mantener el secreto, por destructivo que fuera para su relación. Sacó una única hoja de papel escrita con la letra de su abogado. Esa persona no existe en ninguna base de datos accesible para las fuerzas del orden o las agencias gubernamentales hasta el nivel de alto secreto. No estoy seguro de en qué te he metido, pero por favor
llámame y dime que estás bien. Randall
Sara intentó doblar el papel y volverlo a meter en el sobre, pero le temblaban demasiado las manos, así que lo metió en el bolso sin más y lo dejó en el suelo. ¿Qué significaba y en qué estaba metida? De repente las bromas sobre que Zak fuera una espía o una asesina no le hacían tanta gracia. En aquel contexto tenía mucho más sentido toda la distancia y el misterio. Sara había crecido en el seno de una familia que lo compartía todo, pero sus relaciones habían puesto a prueba esa costumbre. Rikki había resultado ser cualquier cosa menos sincera y digna
de confianza. Ahora, las posibilidades sobre lo que Zak podría haber hecho en su vida y todo lo que Sara nunca sabría la abrumaban. Tampoco podía preguntar sin más, porque se suponía que no sabía nada de todo aquello. Pero ¿qué sabía en realidad? Nada. En aquellos momentos solo podía especular, imaginar y volverse loca. Se negaba a pensar que Zak fuera capaz de hacer nada malo; su cuerpo todavía estaba sensible después de haber hecho el amor y la cabeza le daba vueltas cada vez más deprisa. —Para el coche —musitó Sara, tapándose la boca con la mano para contener la bilis que le subía por la
garganta. Abrió la puerta antes incluso de que la camioneta se parara por completo y cayó a cuatro patas sobre la arena, ansiosa por sentir algo real, tangible. Cuando levantó la cabeza, Zak estaba a su lado y le tendía una toalla húmeda con expresión preocupada. —¿Qué te ha pasado? Sara aceptó la toalla y le hizo un gesto para que no se acercara, se secó la cara y se aguantó la toalla fresca contra la frente. —Demasiado masaje africano con el estómago vacío. —Deja que te ayude —dijo Zak, ofreciéndole la mano.
—Ya puedo yo. Se puso de pie, algo inestable, y se apoyó en la camioneta para guardar el equilibrio. No se sentía capaz de mirar a Zak, dividida entre el deseo de lanzarse a sus brazos y el de suplicarle que le contara la verdad. En lugar de eso, contempló una manada de elefantes en la lejanía y pensó: «Qué apropiado. La vida continúa como siempre en su conjunto. Son las menudencias que nadie ve las que te paralizan y te destruyen: las mentiras que se cuentan, las responsabilidades que se ignoran, los sentimientos que se contienen y las palabras que no se dicen».
Eran aquellas cosas los asesinos silenciosos que le robaban la vida a la gente poco a poco. No podía ser una de aquellas personas. —¿Quién eres, Zak? No hay registros sobre ti en ninguna parte. Zak tenía las mejillas enrojecidas por el calor, pero palideció de repente. Se quitó las gafas de sol y fulminó a Sara con una mirada que, como mínimo, podría describirse de poco amistosa. —¿Has hecho que me investiguen? —Sí, y yo... —¿Quién? ¿Desde cuándo? —¿Qué? Con el comportamiento anterior de
Zak como referencia, Sara había esperado que montara en cólera, pero se la veía más preocupada de lo que podía justificar una simple investigación de antecedentes. —Zak, lo siento, pero estoy metida en un buen lío. —No tienes ni idea. ¿Quién me ha investigado? —Mi abogado, Randall Burke, hace un par de días. ¿Eso qué importa? Yo hablo de nosotras, de ti y de mí, si puede llegar a haber un nosotras. —Eso es lo último que debería preocuparte ahora. Sube a la camioneta —le ordenó Zak, mientras sacaba el teléfono por satélite y hacía una
llamada—. Soy Ebony. Puede que me hayan comprometido. Un abogado llamado Randall Burke ha intentado investigar mis antecedentes. No ha encontrado nada, pero puede que ya lo sepan. Han pasado dos, puede que tres días. —Atendió unos segundos a lo que le decían al otro lado del auricular—. Sí, dime si tengo que hacer algo. Gracias. Cuando colgó, Sara se cruzó de brazos como una niña malhumorada y, sin separarse del flanco de la camioneta, anunció: —No voy a ir contigo a ninguna parte hasta que respondas a algunas preguntas. Podría estar en manos de
una asesina. Zak invadió su espacio personal, con las piernas a los lados de Sara, y le dio un abrazo. —Sabes que no es el caso. Ahora sube a la camioneta, por favor. Hablaremos mientras conduzco. — Sara la miró con escepticismo—. Te lo prometo. Otra vez en marcha, Zak mantuvo su palabra. —Haz tus preguntas, Sara. Por un instante, Sara se sintió tan abrumada de ver posible que Zak contestara que no supo qué preguntarle primero. Finalmente, ganó su corazón.
—¿Sientes algo por mí? —¿Qué? A juzgar por la mirada de incredulidad de Zak, estaba claro que había esperado otra pregunta. Cualquiera menos esa. —¿Sientes algo o no? —¿Eso es todo? ¿Eso es lo que más te preocupa? Sara le puso la mano en el muslo. —Después de lo que te dije anoche, tu respuesta determinará si tengo más preguntas o no. Zak le cogió la mano y le lanzó una mirada fugaz. —Sí, Sara, siento algo por ti. Y sinceramente, me da más miedo que
otra cosa. Sara deslizó la mano sobre el muslo de Zak hasta su entrepierna y le dio un apretón. —No te preocupes, no te haré mucho daño. —La besó en la mejilla y reunió valor para el resto de las cosas que fuera a revelarle Zak—. Muy bien, ahora cuéntame tu vida secreta. Lo que puedas. —Primero me tienes que jurar que lo que te diga no saldrá de aquí. Ni un solo detalle, ni una insinuación cuando estés borracha en una fiesta ni cuando hagas el amor con tu media naranja de aquí a cincuenta años. —Lo juro solemnemente. Vamos,
tanto misterio resulta tedioso. Aunque no le gustaba sonar mordaz, tampoco soportaba extraerle la información a Zak como si fuera una sospechosa. —Vamos a suponer, hipotéticamente, que hay un individuo o un país que quiere cierta información y no puede obtenerla a través de los canales habituales. Me podrían contratar para conseguirla y borrar todo rastro de que haya existido. Sara esperó a la parte en la que Zak asesinaba a los poseedores originales de la documentación y los descuartizaba en pedazos pequeños.
—¿Y? —Eso es lo que hago, básicamente. Inteligencia, investigación, localizar, extraer y retornar cosas de gran peso global o financiero. A menudo esas cosas están relacionadas con el terrorismo o con otras organizaciones clandestinas que pueden tomar represalias durante décadas. —Eres una espía. —En el sentido amplio de la palabra, sí. —¿Matas a gente? —Solo lo he hecho una vez, en defensa propia. Trazo la línea en el derramamiento de sangre. —¿Y qué pasa con Wachira? ¿Con él
harás una excepción de la política de no matarás? Zak desvió la mirada hacia la ventanilla y Sara se alegró de no tener que mirarla a los ojos, porque le daba miedo lo que podía encontrar. Tampoco estaba completamente segura de querer saber la respuesta a aquella pregunta en concreto. Prefería recordar a la mujer con la que había hecho el amor como una persona apasionada y generosa, incapaz de matar, por mucho que las posibles ramificaciones de lo que le había contado Zak bombardearan su mente. —Así que, al investigarte, a lo mejor esa gente se ha enterado de que estás
en África y te ha puesto en peligro a ti y, por extensión, a tu madre, a Ben, a Imani y a cualquiera que esté cerca de ti. —Y a ti. No es posible llevar una vida normal o tener relaciones normales con un trabajo como el mío. ¿Ahora entiendes por qué no quería que te involucraras? No sé lo que haría si te pasara algo por mi culpa. Al lado de esa gente, Wachira es un cura. —Es demasiado tarde, ya estoy involucrada. Con África, con la escuela, contigo, con Ben, Imani y Estelle. Y por si te habías olvidado, estoy enamorada de ti, Zak. Si es que ese es tu verdadero nombre.
—Lo es, pero mi partida de nacimiento fue retirada del sistema. No hay manera de verificar en los registros públicos que mi madre haya tenido ninguna hija y tampoco hay expedientes académicos de cuando estudié, ni tengo un número de la seguridad social que se pueda encontrar, ni permiso de conducir ni tarjetas de crédito. Le cogió la mano a Sara sobre el asiento entre las dos. —Así que seguramente deberías reconsiderar lo del amor después de lo que te he dicho. —No es tan fácil. El amor no se enciende y se apaga a voluntad. Lo que
pasa es que no sé cómo encaja en una vida de violencia, operaciones clandestinas y una pareja ausente. Zak le soltó la mano. Fue como si la temperatura en la camioneta descendiera de repente y la conexión entre ellas se tornara esquiva. Zak nunca había considerado compartir parte de su vida y ahora parecía que incluso aquella mínima revelación hacía que Sara se alejara de ella. Acababa de violar la regla número uno de la Compañía sobre no revelar información, y lo había hecho por una mujer. Sara parecía pensativa. —Pero tienes razón. Necesito
tiempo para pensar en todo esto. La admisión le produjo ganas de gritar con todas sus fuerzas, con una mezcla de terror y euforia. Sara había tocado algo en su interior que hacía que seguir evitándola y negando sus sentimientos se le antojara sórdido y doloroso. Quería compartirlo todo con ella, igual que le había entregado su cuerpo la noche anterior, pero cuando más supiera Sara de sus misiones pasadas, sus contactos con los bajos fondos y cualquier misión futura, más se arriesgaría. ¿Y qué pasaba con su odio a Wachira? ¿Era posible albergar dos pasiones tan fuertes sin que se destruyeran la una a la otra? ¿Podían
dos fuerzas diametralmente opuestas sobrevivir en un mismo corazón? Y si no, ¿cuál acabaría siendo más fuerte? La duda le arrancó un escalofrío. La distancia y el secretismo eran las mejores armas para proteger a su madre y ahora a Sara. El amor, si era de lo que se trataba, había demostrado ser no solo ciego sino un bromista cruel. Le habían ofrecido el regalo más preciado, pero sabía que no podía aceptarlo. Lo que sentía por Sara quedaría encerrado en su corazón, en donde ambos estarían seguros. No tenía derecho a buscar la felicidad si eso ponía en peligro a los demás. Zak se propuso dejar libre a Sara y
abandonar toda esperanza de tener un futuro a su lado en cuanto llegaran al campamento. Merecía que se lo dijera claramente, no que la evitara y se mostrara malhumorada con ella de nuevo. Ben corrió a darles la bienvenida cuando se acercaron al campamento desierto. Claramente, los hombres no habían vuelto a trabajar en la escuela, que seguía tal como la habían dejado. Además, por la cara que ponía, Ben debía de tener más malas noticias. Después de saludarse y descargar la camioneta, Sara se fue a leer junto al río y Ben puso al día a Zak. —El león todavía ronda por aquí
durante la noche, así que los hombres no volverán. Tienen miedo por los rebaños. —¿Ha habido algún problema aquí? —No, pero hago un fuego grande y mucho ruido por la noche. —Bien, vamos a ser discretos. Sara no tiene por qué saberlo. Mañana saldremos y encontraremos al león. La tarde transcurrió sin distracciones. Se sentaron junto al fuego y Ben les contó cómo había ido la visita de su familia. Cuando Sara se disculpó y se dirigió a su tienda, le pidió a Zak que la acompañara hasta allí. —¿Dormirás conmigo esta noche?
No lo dijo en tono desafiante ni sarcástico, sino suave. Era sencillamente una mujer que quería a su amante a su lado. —Creía que necesitabas tiempo para pensar. —Puedo pensar perfectamente sin que mi cuerpo intervenga, y el cuerpo me pide lo que me pide. Te deseo muchísimo. Zak se sintió dividida entre darle a Sara lo que las dos querían y ser responsable. —Tengo que relevar a Ben de la guardia. Se merece un descanso. Sara tiró de ella hacia las sombras del lado opuesto de la tienda y la besó
larga y profundamente. —Estaré ahí toda la noche y creo que las dos pensamos con más claridad cuando nos estamos tocando. —Hasta mañana, Sara. Le robó otro beso rápido y volvió a la hoguera dando un rodeo. Cogió el GPS de la bolsa y, tras darle una breve explicación a Ben, se alejó del campamento en la camioneta, con las luces apagadas. Al día siguiente Ben y ella irían de caza. Aquella noche tocaba vigilar a Wachira. *** Para cuando llegó a las inmediaciones de la comisaría de Narok, el indicador
luminoso casi no se veía en la pantalla. El vehículo donde lo había colocado estaba en movimiento y Zak aceleró para no perderle la pista. Iba en la misma dirección que la vez anterior, hacia la residencia del ministro de educación. Rezando por no haberse equivocado, Zak salió de la carretera y tomó un atajo campo a través hacia el bosquecillo que rodeaba la casa. Apenas se había apostado tras una roca cerca de la casa cuando Wachira llegó en su coche. El ministro lo recibió en el porche delantero y se sentaron, en apariencia seguros al hallarse en un lugar tan remoto. El aire fresco de la noche soplaba entre
los árboles y las voces de los hombres llegaban claramente hasta Zak, junto con los vapores del alcohol. Se sacó una grabadora con activación por voz del bolsillo y desplegó una pequeña antena amplificadora. Esperaba estar lo bastante cerca para capturar la conversación y que ellos se sintieran libres de hablar de sus asuntos abiertamente. Por fortuna Wachira era arrogante y jactancioso. —Señor Ministro, he cumplido mi parte del trato. No ha sido fácil lidiar con la rica americana. El guía que vino a sustituir a Chambers trabajaba para mí, pero lo amenazaron y salió
huyendo como una rata cobarde, el muy gallina. Han tenido problemas de agua en el campamento, la arrestaron por posesión de armas, un gran plan si me permite decirlo. Ahora se rumorea que hay un león aterrorizando los rebaños de la zona. —La carcajada de Wachira confirmó que también era responsable de alguna manera de aquel último contratiempo—. La disputa por las tierras sigue sin resolverse. Los permisos originales que solicitó se han perdido, así que no puede demostrarse su reclamación. Todo esto le ha costado muchísimo dinero. Ambrosini pronto se marchará de Kenia sin terminar la escuela y con los bolsillos
bastante más vacíos. —Lo has hecho bien, amigo mío. Pronto la tierra será nuestra y el nuevo complejo hotelero nos hará muy ricos. El vicepresidente nos recompensará generosamente. ¿Y qué pasa con Chambers? Ella no será fácil de acallar, sobre todo dada la simpatía que os tenéis. —Yo me ocuparé de ella, no se preocupe. —Muy bien. —El ministro se levantó, claramente indicando a Wachira que podía irse—. Hablaremos pronto. Wachira le dio la mano y volvió a su vehículo. Zak mantuvo su posición
hasta que las luces desaparecieron. Entonces otro hombre se puso al lado del ministro y Zak lo encuadró con la cámara de visión nocturna para sacarle unas cuantas instantáneas. Puede que no tuviera importancia, pero siempre era mejor tener más información de la necesaria que al revés. —¿Tiene trabajo para mí, señor? —Pronto. Creo que muy pronto podremos matar dos pájaros de un tiro. Zak esperó a que los dos entraran en la casa y se marchó. De vuelta al campamento, recuperó el rastreador del coche de Wachira y luego se lo entregó con la pantalla, la cámara y la grabadora a Ben para que los guardara
en lugar seguro. Entonces lo relevó en la guardia y fue alternando entre vigilar y leer los informes que le había traído Estelle. Los tres documentos llevaban la cabecera de la División de Servicios de Información de Justicia Criminal del FBI, la rama de investigación más prestigiosa y efectiva del gobierno de los Estados Unidos. Que Estelle hubiera conseguido no uno sino tres informes independientes sobre el caso de su padre de una agencia tan ocupada con sus propios crímenes e investigaciones terroristas en suelo estadounidense no era moco de pavo. Había un memorándum general para
los tres informes, que explicaba que el agente que había hecho cada una de las investigaciones no sabía que había otros realizando investigaciones en paralelo. Se hacía así, según el documento, para asegurar la integridad de los resultados de cada uno. La carta estaba firmada por el director del FBI con una posdata escrita a mano. Estelle, espero sinceramente que con esto puedas quedarte tranquila. Si hay algo más que pueda hacer, no dudes en decírmelo.
Zak leyó el primer informe y lo tiró al suelo, porque no quería aceptar lo que ponía. Wachira dio la orden de reducir físicamente a la cuadrilla de
trabajadores el día que murió su padre, pero su orden no hablaba de hacer un uso letal de la fuerza. El oficial que disparó era nuevo y solo llevaba dos semanas en el trabajo. No tenía puesto el seguro en el arma y, cuando la multitud se abalanzó sobre los policías, se le disparó. En conclusión, la muerte de su padre fue resultado de una descarga accidental, que no era intención ni de Titus Wachira ni de su agente. El joven quedó tan traumatizado por la experiencia que dimitió de la policía a la semana siguiente. Contempló el fuego hasta que estuvo casi apagado, tratando de reconciliar la
información con lo que ella creía que había pasado. Añadió más madera y recorrió el perímetro del campamento a grandes zancadas para asegurarlo, aunque tenía la cabeza en otra parte. La incredulidad y la confusión la atenazaban de tal modo que acabó corriendo fuera de la barricada. A lo mejor si corría lo bastante lejos y lo bastante rápido no tendría que plantearse lo que había leído. A lo mejor, si no paraba, las mentiras que atormentaban su ánimo serían engullidas por la negra noche africana. Por fin el calor y el cansancio la vencieron y se sentó a leer los otros dos informes. Puede que el primero
estuviera equivocado y los otros dos aclararan lo que había pasado y el mundo volviera a girar. Si Wachira no era culpable, ella no podría aferrarse a los sentimientos que le habían dado sentido a su vida durante tanto tiempo. Sin embargo, los otros dos informes eran idénticos e incluían entrevistas con el joven oficial en las que expresaba su profundo arrepentimiento por lo ocurrido. Los releyó todos en busca de agujeros o contradicciones en los hechos, pero no encontró ninguno. No era posible. Ella había creído otra versión de la historia durante años. Lo primero que haría a la mañana siguiente sería llamar a
Stewart y aclarar lo que sabía. Había dedicado mucho en su vida a hacer que Titus Wachira pagara por la muerte de su padre. Ahora parecía ser que no era el responsable, al menos directamente. ¿Qué podía hacer con aquella información? ¿Cómo podía purgar toda la ira y la sed de venganza que le corría por las venas como si fuera un virus contagioso? Zak echó los informes al fuego y los vio desintegrarse en una nube de cenizas. Se dirigió a la cerca de espino para hacer otra ronda y entonces lo oyó: un rugido grave y gutural entre las sombras, justo donde no alcanzaba la luz del fuego. Reconocía el sonido de
muchos años de cazar en la sabana con Ben y los miembros de su tribu: era el rugido herido de un león. Cogió el garrote con fuerza y fue golpeando el suelo mientras se acercaba al sonido. Unos ojos brillaron como velas encendidas, fijos en ella, desde un matojo de hierba alta. Estaba a punto de poner en fuga al león gritando y agitando los brazos como distracción, cuando Ben apareció a su lado con un rifle en una mano y una antorcha en la otra. —Tenemos que alejarlo de las tiendas. Se colocaron en posición como habían hecho tantas veces para cazar,
separados por un brazo de distancia, y avanzaron. Ben fue agitando la antorcha enfrente del león a medida que lo alejaban del campamento. La claridad que proporcionaba el fuego de la hoguera fue disminuyendo hasta desaparecer en el neblinoso amanecer que despuntaba a sus espaldas. Llevaron al león todavía más al oeste, hacia la sabana profunda. El animal parecía nervioso al verse obligado a retroceder hacia la oscuridad. Sus gruñidos de dolor y descontento fueron subiendo en intensidad e hizo amago de atacar a sus torturadores.
CAPÍTULO DIECISIETE Sara se despertó con el poderoso rugido de un león, disparos y luego un silencio tan absoluto que no presagiaba nada bueno. Se vistió y corrió dando tumbos a la entrada de la tienda. Abrió la lona y echó un vistazo al exterior. Enseguida se dio cuenta de que algo iba mal. El fuego, que normalmente ardía durante toda la noche y hasta la mañana, estaba completamente extinto y los rescoldos
estaban fríos. Los dos vehículos estaban aparcados donde siempre, aunque uno había sido movido ligeramente desde que se había ido a acostar. No había ni rastro de Zak o de Ben, y ellos nunca la dejaban sola, ni siquiera poco rato. Corrió a los camiones y miró dentro, pero no encontró nada. Se le erizó el vello de la nuca; agarró un palo afilado del suelo como si así pudiera protegerse de la inquietud que crecía en su interior, giró en redondo sobre sí misma y oteó la planicie hasta donde le alcanzaba la vista con la luz tenue del amanecer. Seguía sin ver nada. Volvió a la tienda comedor y llamó a
Zak y a Ben a gritos, pero no obtuvo respuesta. Un vistazo al interior de la tienda le confirmó que estaba verdaderamente sola y sintió miedo. ¿Qué podía haber pasado mientras dormía? A lo mejor Zak y Ben habían salido a cazar para recordar sus aventuras de infancia o habían ido a dar un paseo matutino y habían perdido la noción del tiempo. O puede que los hombres de Wachira hubieran retornado y los hubieran arrestado, dejando a Sara sola y desprotegida. Todas esas y más posibilidades le vinieron a la cabeza, pero las fue descartando como poco probables. No era propio ni de Ben ni de Zak
desviarse de la rutina de comportamiento solo para divertirse, sobre todo siendo como eran responsables de la seguridad de Sara. Y si hubiera venido la policía habría habido alboroto y resistencia suficiente para despertarla. Así que ¿dónde estaban? Sara empezó a sudar a medida que se dejaba dominar por el pánico. Sacó el móvil para llamar a la policía, pero no sabía el número. El 911 no sería, ¿no? ¿E Imani? A lo mejor sabría qué hacer, pero tampoco tenía modo de ponerse en contacto con ella. Pensó en Randall Burke, pero estaba a miles de kilómetros de distancia. El pánico
empezó a convertirse en angustia, pero justo en ese instante recordó que tenía el móvil de Zak anotado en sus contactos. Empezó a marcar, pero un ruido a lo lejos captó su atención. Oía golpes sordos. Lentos, casi uniformes. Parecía un tambor. No, era más como los pasos forzados de las zarpas de un animal herido. Se volvió en la dirección del sonido y aguzó la vista para intentar ver con claridad. No era un galope sobre cuatro patas, sino solo dos. Una persona. Zak y Ben. Echó a correr hacia el golpeteo con la esperanza de que no la engañara su instinto y, tras recorrer apenas un centenar de metros, los vio surgir de la
noche grisácea del oeste. La imagen la hizo parar en seco, con los músculos contraídos por el miedo como si se cerniera sobre ella una nube negra de tormenta. Ben corría como un animal agotado pero decidido a proteger a su manada por encima de todo: Zak estaba sobre sus hombros, como si fuera una manta, con brazos y piernas colgando inertes y el vientre vendado con el shuka colorido de Ben, cuyo pecho y piernas desnudas estaban empapadas de un brillante líquido oscuro. Era sangre. Le fluía alrededor del cuello, desde algún punto del cuerpo de Zak. A Sara casi le fallaron las rodillas, pero se obligó a seguir
avanzando. —Ben, deja que te ayude. —No —jadeó dificultosamente—. No puedo parar. Haz cama. Rápido. Zak se veía indefensa y pálida a su espalda y Sara no quería dejarla, pero solo Ben podía llevarla al campamento y, quizá cuando llegaran, Sara habría recuperado la compostura lo bastante como para ser de verdadera ayuda. Cómo, no estaba segura, pero se adelantó a la carrera y extendió un saco de dormir y mantas encima del banco de picnic que hacía las veces de mesa del comedor en la tienda. Vació cuatro botellas de agua en una olla y la puso al fuego. Luego llevó toallas
limpias y el botiquín a la mesa, justo antes de que llegaran. Ben depositó a Zak boca arriba en la mesa con la ternura de un amante. La tela multicolor que llevaba atada con fuerza a la cintura estaba empapada de sangre. —¿Qué ha pasado, Ben? —León. —Está sangrando mucho. ¿Por esto está inconsciente? El empalagoso olor metálico de la sangre era muy penetrante y Sara reprimió una arcada. —Se ha dado golpe en la cabeza. Ebony despertará —dijo, como si estuviera más allá de toda duda
razonable. —¿No deberíamos intentar detener la hemorragia? —preguntó Sara, impotente ante una Zak inmóvil, cada vez más pálida. Cada vez menos viva. —He llamado a Imani. He dicho que venga deprisa. Ella es enfermera. Dejamos la venda hasta que llegue. Para un poco la sangre. —¿Cómo ha podido suceder? — inquirió Sara, con los ojos fijos en Ben. Estaba desesperada por obtener respuestas, pero en realidad no esperaba ninguna—. ¿Es que no llevabais ningún arma? Por una vez, la violencia le habría parecido completamente justificada, y
fue una reflexión que le hizo poner los pies en la tierra. Zak había sido herida por un animal salvaje, no por otra persona con intenciones aviesas. De repente, la idea de hacerle daño físico a alguien que había herido a un ser querido no le parecía tan remota. —Ebony solo me ha dejado ahuyentarlo. Ben abrió el botiquín y miró alternativamente a Zak y a su contenido; se le veía confuso, sin saber qué hacer. El traqueteo de un vehículo que se acercaba los hizo volverse hacia una nube de polvo cerca del campamento. —Imani —murmuró Ben, con el
alivio escrito en la cara. Imani estaba junto a Zak al cabo de unos minutos, con una mochila llena de material médico. Echó un vistazo a Zak y le habló a Ben en swahili en tono de irritación. Si no hubiera sido por la formación médica de Imani, los dos habrían estado sobrepasados por el dolor de su amiga, pero por suerte Imani puso el piloto automático y empezó a revisar las heridas. —¿Cuánto rato lleva inconsciente? —preguntó, mientras comprobaba la respuesta de sus pupilas con un lápiz de luz. —Diez o quince minutos —contestó Ben. En respuesta a otra mirada
fulminante de su hermana, prosiguió —. He cargado con ella desde la sabana. La respuesta pareció satisfacerla. Imani le palpó la cabeza en busca de algún traumatismo externo. —No sangra de la cabeza. Eso es bueno. Le retiró la ropa del torso y Sara respingó. Zak llevaba la camiseta desgarrada por los dos lados y la tenía pegada a la piel. Imani asintió y Ben sacó su cuchillo de la funda, le cortó la camiseta por la mitad y la quitó de las heridas. Se distinguían claramente dos marcas de zarpazos a los costados, sobre las costillas y justo bajo sus
pechos. Con la piel rasgada y colgando se le veía la carne roja de debajo. Imani limpió las heridas con antiséptico y Zak gimió débilmente. —No hay daño en el músculo, eso también es bueno —anunció Imani. El olor intenso a antiséptico, la imagen de la sangre bañándolo todo y las hábiles manos de Imani convirtieron el entorno de naturaleza africana en una sala de urgencias del tercer mundo. Sara intentó distanciarse mentalmente del hecho de que a quien trataba Imani era a Zak, pero no pudo. Los zarpazos daban todavía más miedo conforme se alargaban por espalda y se estrechaban
en la parte delantera, como si el león la hubiera atacado mientras se alejaba. Sara notó que se le llenaban los ojos de lágrimas. Nadie debería sufrir una herida así y aquella mujer menos que nadie, con aquella suave y aterciopelada piel de alabastro que tanto amaba. Sara se llevó las manos al estómago cuando se le revolvió. —Sara, ¿quieres esperar fuera? —le preguntó Imani, que seguía limpiándole las heridas, para obvia incomodidad de Zak, que empezaba a agitarse bajo sus manos—. La sutura llevará un rato. —Prefiero quedarme con ella. A lo mejor puedo ayudar.
No quería apartarse de su lado ni un solo instante, temerosa de que despertara pero todavía más de que no lo hiciera. ¿Y si el tiempo que habían pasado juntas era todo el que iban a tener? Notó un escalofrío solo de pensarlo y se agarró a la mesa para mantener el equilibrio. —Estás muy blanca y no puedo ocuparme de dos pacientes al mismo tiempo. Por favor. Sara le tocó la frente húmeda a Zak. —Llámame en cuanto despierte. Cuando se giró para marcharse, Imani le estaba poniendo una inyección en el costado. Sara se estremeció y salió a respirar el aire
fresco de la mañana. Caminó arriba y abajo sin parar, con la sensación de que el tiempo avanzaba en la dirección contraria a sus deseos. Quería a Zak despierta, sana y salva, entre sus brazos, pero nada de eso iba a suceder pronto. Eso si llegaba a suceder. La conversación del día anterior sobre el trabajo de Zak le parecía banal, porque no dudaría un instante en hacer un trato con el diablo para que su amada se recuperara. Incluso compartir una vida de secretos y ausencias le parecía más atractivo que una vida sin Zak. La mañana se convirtió en mediodía, y hasta primeras horas de la tarde Imani y Ben no salieron de la tienda
de lona que había convertido en sala de urgencias. —¿Cómo está? ¿Está despierta? Imani parecía agotada y se desplomó en una silla junto al foso para el fuego. —Se despertó un momento, pero tuve que sedarla para acabar de suturar. Eso no le hizo mucha gracia. —¿Qué quieres decir? ¿No necesita los analgésicos? —preguntó Sara, que no le encontraba el sentido a nada de lo que oía. —Se ha dado un golpe en la cabeza y convendría que estuviera despierta. No puedo saber cómo es de grave si está sedada. Ella lo sabe y se resiste a
los medicamentos para dormir. Pero le dolerá muchísimo. A lo mejor puedes hablar con ella cuando despierte. Sara se dirigió a la tienda, pero antes de entrar oyó que Imani le preguntaba a Ben lo que había pasado, así que se quedó en la entrada para escuchar la explicación. —Ebony estaba de guardia. El león se acercó al campamento. Estaba aturdido, con una herida en el flanco que parecía de una lanza o de una picana. Lo fuimos alejando hacia la reserva y seguimos su rastro de sangre hasta que lo perdimos en las rocas. Fuimos encontrando trozos de carne fresca por el camino y Ebony
usó uno para atraer al león, pero este atacó. Ella lo esquivó, pero llegó a tocarla. Si no hubiera estado herido, Ebony estaría... —Ben no pudo completar la frase y se sentó al lado de su hermana, con la cabeza gacha. —Tenías un rifle —lo acusó Imani. —No me dejaba matarlo. Sara sintió el dolor de Ben en el corazón. Había tenido que ver cómo un león hería a su amiga y se culpaba por no haber hecho algo más. Entró en la tienda y fue junto a Zak, que estaba envuelta en vendas desde debajo de los pechos a la cintura. Había perdido tanta sangre que se la veía tan pálida como las vendas. Sara le cogió la mano
y se la llevó a los labios. —¿Es que siempre tienes que hacerte la heroína? —Mi trabajo. La respuesta de Zak sonó seca y crispada, débil entre sus labios cortados. —Estás despierta. Dios mío, ¿cómo te encuentras? No hables. Me alegro de que estés... Estuvo a punto de decir viva. Zak tenía los ojos del color del cemento viejo, a diferencia de su gris azulado habitual, y en sus profundidades no había más que dolor y fatiga. La joven miró a su alrededor como si intentara comprender dónde estaba y cómo
había llegado hasta ahí. Ben e Imani acudieron a toda prisa junto a ella como si fueran padres preocupados. —No hables ni intentes moverte — le ordenó Imani—. Necesitas ir al hospital para que te pongan suero y controlen la conmoción. Zak negó vigorosamente con la cabeza, pero se quedó quieta enseguida e inspiró entrecortadamente. —Hospital no. —No puedo ponerte una vía, y necesitas fluidos. Has perdido mucha sangre, por eso te sientes mareada y deshidratada. Deja que te llevemos, Ebony. —No. Agua y descanso. Un rato.
Ben miró a Zak con los ojos como platos. —Ebony, no. No puedes ir a por él otra vez. Es demasiado peligroso. Incluso herido es más fuerte. Tenemos que esperar ayuda. —¿De qué habláis? —quiso saber Sara. —Quiere ir tras el león para averiguar por qué ha salido de la reserva. —¡De ninguna manera! —Sara le lanzó a Zak una mirada firme, sin dar crédito a que se le hubiera metido una idea tan idiota en la cabeza—. Casi te mata. Vas a descansar aunque tenga que dejarte inconsciente yo misma.
Zak esbozó una sonrisa débil torciendo la comisura de los labios. —Sí, señora. *** Zak despertó y contempló con ojos entornados la luz suave de la mañana que se filtraba por los lados de su aposento de lona. Intentó moverse, pero era como si tuviera las vértebras fusionadas y le dolía el torso cada vez que respiraba. Un león. Recordaba el enfrentamiento, pero luego ya no mucho más, salvo vislumbrar a Sara cerca de cuando en cuando, ofreciéndole agua y amables palabras de ánimo. Levantó la cabeza para
mirar a su alrededor y notó un dolor sordo detrás de los ojos. —Dios... Sara acudió a su lado al punto. —Zak, quieta. No deberías hacer movimientos bruscos. —¿Cuánto tiempo llevo inconsciente? —Dos días, más o menos. —Tengo que levantarme. Se enderezó poco a poco y se apoyó sobre los codos. —¿Adónde te crees que vas? —Hay cosas que hacer. Llama a Ben. —Estoy aquí —anunció Ben, que entró en la tienda seguido de Imani—. Necesitas descansar, Ebony.
—Ha pasado demasiado tiempo. Puede que ya hayan borrado el rastro. Tenemos que averiguar si guiaron al león hasta nuestro campamento a propósito. —Eres la mujer más cabezona e imprudente que he conocido —le dijo Sara—. Por si te falla la memoria, estás herida y no deberías ir a ningún lado durante unos días. Díselo, Imani. Imani le puso la mano en el pecho a Zak y la hizo tumbarse de nuevo en el catre improvisado. —Deja que te eche un vistazo. Le comprobó las pupilas, la visión y los reflejos. Luego la ayudó a sentarse. —¿Tienes ganas de vomitar?
¿Cómo va el dolor de cabeza? —No, no tengo náuseas y el dolor de cabeza es soportable. Me duelen mucho los costados, pero puedo moverme. Por favor, tengo que salir ahí fuera. Es importante. Sara se acercó y le acarició lentamente la mejilla. —No hay nada más importante que tu vida. No lo hagas, por favor. Imani miró a Sara con una resignación que Zak reconocía de muchos años de experiencia. —Si puedes caminar sin que te duela la cabeza, no te detendré. Pero tienes que prometerme que solo serán paseos cortos, nada de ir todo el día de caza —
dijo la masái. Sara les dio la espalda a todos. —Si no te matan las heridas, lo hará este país —musitó. Y se alejó meneando la cabeza. —Sara, espera —la llamó Zak, pero Sara salió de la tienda y cerró la lona tras ella. Con la ayuda de Imani y de Ben, Zak se levantó del banco y dio unos pocos pasos, porque el dolor sobre las costillas se encargaba de recordarle que no podía apresurarse. Le dolía un poco la cabeza, pero ya no le daba los pinchazos de hacía dos días. —Estaré bien —le aseguró a Imani. Luego se volvió hacia Ben—.
¿Podemos salir ya, antes de que haga demasiado calor? —Sara lleva días junto a tu cama — le dijo Imani—. No quiso dormir ni comer hasta saber que vivirías. Si tienes que hacer esto, prométeme que tendrás mucho cuidado y que volverás pronto. Porque si no, Sara y yo iremos a buscarte. —Entendido. Zak salió y fue hacia Sara, que estaba junto al río contemplando el desierto como si pudiera encontrar en él respuestas que le gustaran más. Al llegar a su lado, le tocó el brazo. —Gracias por cuidarme. Permanecieron en silencio un rato,
antes de que Zak reuniera el valor de hablar de nuevo. —Tengo que hacerlo, pero iré con cuidado. Sara se volvió para mirarla, con tanto dolor en los ojos castaños que Zak casi no pudo soportarlo. —Casi te pierdo, Zak. Me ha hecho darme cuenta de que lo demás no importa. Tu trabajo, sea el que sea, nunca me alejará de ti si me quieres. He tomado mi decisión. Te toca a ti tomar la tuya. —Sara, yo... —Vete. Haz lo que tengas que hacer, pero vuelve sana y salva. Zak le dio un abrazo a Sara, con
cuidado a causa de sus heridas, y aspiró el aroma a jabón de su cabello y su cuerpo. El amor de Sara, pese a la incertidumbre que rodeaba su profesión, le había llegado al corazón y quería decirle lo mucho que significaba para ella y lo mucho que le importaba, pero algo le impidió hacerlo. —Gracias. La soltó y fue con Ben, que la esperaba en el límite del campamento. No tardaron en encontrar el rastro del león herido. Los restos sanguinolentos de una presa los guiaron en un camino no directo desde su campamento hasta la reserva. Un trozo de tierra oscurecida junto a una gallina de
guinea destrozada marcaba el lugar donde el león había sido herido. Su rastro de sangre los llevó al punto de partida, justo tras su barricada. Era como si alguien le hubiera puesto carnaza como señuelo específico para guiarlo hasta ellos. Ben le confirmó las sospechas. —Ningún animal caza siguiendo un patrón y luego abandona la presa. El hombre es el único que mata sin motivo. —Tenían un motivo, Ben. Alguien quería guiar al león a nuestro campamento. Y lo hirieron para asegurarse de que cuando nos encontrara estuviera enfadado.
—¿Quién haría tal cosa? —Alguien que quiere asustarnos. Para cuando llegaron al borde de la reserva, a Zak le dolían los costados con cada paso. El calor emanaba de la sabana como un guerrero armado y el estómago le daba vueltas por culpa del dolor, la temperatura y la falta de alimento. No dejaba de mojarse la cabeza con agua para mantener la jaqueca a raya, pero empezaba a necesitar tumbarse de nuevo. Hasta el momento no habían visto ni rastro del león herido, así que sugirió que regresaran al campamento. En el camino de vuelta, Zak pensó en los posibles sospechosos de aquella
última táctica disuasoria. Por supuesto, Wachira estaba el primero de la lista. Hasta se había referido a ello en su encuentro clandestino con el ministro de educación. Su plan para recuperar la propiedad de las tierras de la escuela y construir un nuevo complejo turístico era una motivación lo suficientemente poderosa. Tenía pruebas fotográficas y grabaciones de la maquinación y había llegado el momento de utilizarlas. Incluso aunque los informes de su madre fueran correctos, lo único que demostraban era que no era un asesino a sangre fría. En cambio, sus pruebas demostraban que seguía siendo un policía mentiroso y corrupto que era
una deshonra para su uniforme y para su pueblo. El odio a Wachira aún le ardía en el pecho, pero empezaba a resultarle más soportable, porque ya no exigía un pedazo de su alma como tributo. Ya no tenía que renunciar a sus valores matándolo y luego tratar de justificarlo durante el resto de su vida. Para hacerle pagar por sus crímenes, lo único que tenía que hacer era mostrarle las pruebas a la persona adecuada: el presidente Kibaki. Al menos Wachira caería en desgracia y sería expulsado del servicio público. En el mejor de los casos, sería encarcelado por conducta impropia.
Respiró hondo y sintió que, por primera vez desde hacía años, se le quitaba un enorme peso de encima, aunque hinchar los pulmones le arrancara dolorosos pinchazos en los costados. Pensó en Sara y lo que habían hablado antes. Había vuelto a declararle su amor, a desnudar su corazón y luego la había dejado marchar. Y una vez más, Zak había sido una cobarde. Quería hablar con ella y decir en voz alta algo que hacía días que sabía: que la quería. Sin embargo, había preferido seguir a un león herido antes que admitir unos sentimientos que podían cambiarle la
vida. En los últimos días con Sara, Zak había aprendido algo muy importante sobre sí misma. Quería amar y ser amada. Su trabajo solo le proporcionaba una satisfacción limitada y no le daba oportunidad de compartir sus frustraciones o triunfos. Reprimir sus sentimientos por el trabajo le parecía de repente un precio demasiado alto, y había necesitado a Sara para darse cuenta. Al principio, lo dispuesta que estaba a mostrarse abierta con sus sentimientos y su vida privada la había irritado, porque era un recordatorio constante de aquello a lo que había renunciado Zak, pero a
medida que pasaban más tiempo juntas, esta empezó a anhelar la conexión y quiso que las emociones encerradas tras su fachada de distancia y bravuconería volvieran a la vida. Quería a Sara más de lo que nunca había querido nada ni a nadie. ¿Pero sería capaz de renunciar a la vida que conocía por amor? La duda atormentaba a Zak tanto como cada paso que daba de vuelta al campamento. —Mira, Ebony. Ben señaló a unos buitres que saltaban en círculos algo más adelante. Cuando se acercaron, distinguieron la carcasa del león herido. Le habían
rajado la garganta para que se desangrara y atrajera a los carroñeros más deprisa. —Enhorabuena a la especie más evolucionada —gruñó entre dientes. Titus Wachira pagaría por sus crímenes; era hora de poner su plan en marcha. —Ben, si me pasara algo, prométeme que le entregarás lo que te di anoche al presidente. A nadie más salvo a él. —¿Al presidente Kibaki? —Sé que será difícil llegar hasta él, pero debes hacerlo. No confíes en nadie más. Ben asintió.
—Lo haré. Ahora descansa. No tienes buen aspecto. Zak empezaba a sentirse débil y falta de equilibrio. Al ver las tiendas algo más adelante, trató de acelerar el paso, pero tropezó. Sara e Imani corrieron hacia ella y la sostuvieron haciéndola pasar los brazos sobre sus hombros para llevarla hasta la cama de hospital improvisada de la tienda comedor. —Estás muy pálida —dijo Imani—. Trae agua —le ordenó a Sara. Zak bebió y se echó el resto por la cara y la cabeza. —Tengo más cosas que hacer. —No.
El volumen y la fuerza del tono de Sara atrajeron la atención de todos. —No vas a ningún sitio más, al menos hasta que descanses un rato. Ben e Imani expresaron su acuerdo y al fin Zak cedió. —Descansaré por ahora. Imani miró cómo tenía los puntos y le cambió las vendas, que estaban manchadas de sangre tras tanta actividad. Cuando Imani y Ben salieron, Zak le cogió la mano a Sara y la atrajo hacia la cama. —Tenemos que hablar. O supongo que yo tengo que hablar. Hay cosas que tengo que decirte. —Puede esperar.
Sara la besó con una ternura prometedora y Zak se quedó dormida plácidamente y soñó con el futuro que tendrían juntas. Cuando despertó ya estaba poniéndose el sol. Sara estaba cerca de la cama, leyendo, y Ben e Imani hablaban entre susurros fuera mientras preparaban la cena. Zak hizo amago de levantarse y Sara corrió a su lado; con su ayuda, Zak apoyó los pies en el suelo y se levantó. Se sentía más fuerte que en los últimos días y hambrienta por primera vez. Aspiró el aroma a carne y verduras y le rugió el estómago. Salieron de la tienda justo cuando Imani llenaba tazones de estofado.
—Tienes mucho mejor aspecto. Son mis excelentes habilidades de enfermera. Ven a comer. Zak se dirigió a Sara. —Olvidé decirte que Imani no solo es una enfermera muy valorada en el distrito, sino una maestra titulada también. —Impresionante —respondió Sara —. Y gracias por haber venido. No sé qué habría ocurrido sin ti. —Eso ya es agua pasada — intervino Zak, deseosa de cambiar de tema y borrar la preocupación de los ojos de Sara—. Vamos a hablar de algo más productivo. Se sentaron a la vera del fuego a
discutir sobre los planes para continuar con la construcción la semana siguiente. Ben se encargaría de ponerse en contacto con Joey y con los demás para informarles de que el león ya no era una amenaza. Imani se quedaría hasta finales de semana para asegurarse de que a Zak no se le infectaban las heridas, para darle antibióticos y cambiarle periódicamente las gasas. Sara tenía que ir a la Oficina de Desarrollo y ver cómo iba la búsqueda de los permisos originales. —Y yo tengo un recado que hacer esta noche —anunció Zak, que acabó su segundo tazón de estofado y se
dirigió a la camioneta—. Tengo que hablar con Wachira. Las caras de sus amigos dejaron claro que no creían que fuera una buena idea ni esa noche ni ninguna otra, aunque Sara fue la única que lo dijo en alto. —¿No puede esperar a que estés más recuperada o al menos hasta mañana? —La verdad es que quiero acabar con esto ya. Lo he retrasado demasiado tiempo y hay preguntas que tiene que responderme. Sara se le acercó y bajó la voz. —Por favor, no lo hagas. No vale la pena.
—No te preocupes, no haré ninguna estupidez. Ahora tengo mucho por lo que vivir. —Al menos que Ben vaya contigo —pidió Sara, buscando una solución de compromiso. —Es mi lucha. Tengo que ir sola. Mientras se alejaba del campamento, Zak lamentó no haber hablado con Sara como le había prometido y se preguntó si ir tras Wachira no sería todavía más peligroso que seguir al león. *** Los hombres de Titus Wachira la registraron y le palparon los vendajes
en unos cuantos puntos estratégicos antes de permitirle la entrada en su santuario. Wachira estaba sentado tras un enorme escritorio de madera de caoba, en su despacho de la precaria comisaría central del distrito. El tamaño del escritorio hacía que Wachira se viera muy pequeño, físicamente insignificante. Y para hacerlo todavía más desagradable, había un penetrante olor a tabaco rancio adherido a la estancia. —Ah, madame Chambers. Pase y siéntese. Les dijo a sus hombres que podían marcharse y también mandó a casa a su chófer, tras asegurarles que Zak no
era una amenaza para su seguridad. —Llevo mucho tiempo esperando esta visita. ¿Ha leído los informes de su FBI? Zak permaneció de pie ante la mesa, para no perder la ventaja. —Sí. —¿Y ha venido para matarme o para disculparse? Tanto una opción como la otra le revolvieron el estómago a Zak. —Ni lo uno ni lo otro. He venido para poner punto y final a su campaña contra la escuela de la Fundación Ambrosini. Libere la propiedad y deje que se construya la escuela. Es para los niños. No querrá negarles una
educación digna. —¿Por qué cree que puedo hacerlo? Soy un simple policía, no un político. —Pero trabaja con uno. Uno muy poderoso. Y si persisten, no me dejará más remedio que sacar a la luz sus maquinaciones usureras. —No sabe nada que pueda hacerme daño. —Sé que fue el responsable de que enviaran a Roger Kamau a sustituirme. Sé que pagó a alguien para que saboteara nuestro sistema de agua, para que colocara un arma en la furgoneta de Joey y para que los arrestaran a él y a Sara Ambrosini. También sé que está detrás del león
que atrajeron hasta nuestro campamento desde la reserva, con la intención de echarnos de las tierras. —¿Y tiene pruebas de todo eso? —Tengo su confesión, con sus propias palabras. ¿Le basta? Wachira palideció bajo su piel oscura; le temblaron ligeramente los labios y la frente se le perló de sudor. —Ahora ya sé que es un farol. Fuera de mi oficina. —También sé que el ministro de educación y usted están intentando recuperar la parcela para construir un complejo hotelero que les llene los bolsillos. Creo que a la prensa le interesaría mucho la historia.
—Largo —repitió Wachira, con los ojos desorbitados por la incredulidad y el miedo. Zak se giró para irse, como en una nube tras comprobar que había sabido leer a Wachira. Estaba detrás de todo, y las grabaciones y fotografías que tenía bastarían para destapar el pastel. —Tiene hasta mañana por la tarde para darme una respuesta. —Ya te la doy ahora: vete a la mierda.
CAPÍTULO DIECIOCHO Cuando Sara oyó que la vieja camioneta regresaba, encendió el farol de su tienda para que Zak supiera que estaba despierta. Llevaba horas fuera, y Sara había empezado a preocuparse por si volvía o no. —¿Sara? —susurró Zak desde fuera. —Sí, pasa. Zak entró y cerró la lona a su espalda. —¿Podemos hablar?
—Nunca habría creído que tú me harías esa pregunta. —Sara la abrazó y la besó suavemente en los labios—. Podemos hacer lo que quieras, pero hablar suena bien considerando tus limitaciones físicas. ¿Cómo te encuentras? —Un poco cansada, pero bien. Sara acercó dos sillas plegables al farol. —Estaremos más cómodas que si nos sentamos en el suelo. —Cuando tomaron asiento, preguntó—: ¿Qué tal el encuentro con Wachira? ¿Has averiguado lo que querías saber? —La verdad es que no. No ha querido admitir la verdad, así que he
tenido que tomar otras medidas. Pero ahora mismo no quiero hablar de él. La respuesta evasiva inquietó a Sara, porque quería saber lo que había pasado entre ellos. Se le ocurrían varias posibilidades y ninguna era buena, pero por mucho que la presionara, no obtendría más respuestas por el momento. —Vale. Zak se pasó los dedos por el pelo y, finalmente, miró a Sara a los ojos. —Te conté un poco de lo que hacía en mi trabajo, pero hay más que tienes que saber. Sara aguardó a que continuara, convencida de que, fuera lo que fuese lo
que iba a decirle, no iba a resultarle fácil. Tanto si era sobre la naturaleza de su trabajo como sobre sus sentimientos, hacía falta mucho valor para mostrarse sincera y vulnerable. —Ya te conté que el trabajo era peligroso para mí y para cualquiera que esté cerca de mí. Por eso evito las relaciones personales. Ni siquiera veo a mi madre regularmente, porque sería un riesgo para ella. Nos vemos en sitios aleatorios, cuando surge. Y esa no es manera de tratar a alguien a quien quieres. A juzgar por su mirada, Sara supo que aquella parte de su vida hacía muy infeliz a Zak, y lo cierto era que
después de haberla visto con su madre era evidente que se querían muchísimo y tenía que costarles estar separadas, sobre todo después de la muerte de su padre. —Jesús, Sara, ni siquiera tengo casa, un lugar físico donde poder echarme a dormir. Cuando no estoy trabajando, que es casi nunca, vivo en hoteles y albergues por todo el mundo. Las pocas pertenencias que aprecio están en un petate de 40x60 que llevo a todas partes. Los ojos se le llenaron de lágrimas mientras hablaba y Sara deseó enjugárselas, aliviar su dolor y convencerla de que la vida podía ser
diferente, pero presentía que si la tocaba se retraería o se desmoronaría, y en cualquier caso dejaría de hablar. Así que decidió dejarla que siguiera a su propio ritmo. Luego ya la consolaría. —Tú tienes muchísimos amigos y familia. Yo hace años que no tengo nada parecido, y ya ni siquiera estoy segura de que sepa cómo es eso. Las relaciones se han convertido en un lastre que no puedo permitirme. —¿Y así es como quieres seguir viviendo tu vida? —preguntó Sara, rozándole la mejilla para que la mirase —. Sinceramente, ¿es lo que quieres ahora mismo?
—No sé si merezco nada más — repuso Zak con un hilo de voz—. Estaba en una misión cuando murió mi padre. Tendría que haber estado ahí para protegerle, pero le fallé igual que te he fallado a ti. Te metieron en una celda de mala muerte y no pude detenerlos. Sara se arrodilló entre las piernas de Zak y la estrechó cariñosamente contra su pecho. —Mi amor, la muerte de tu padre no fue culpa tuya. Si hubieras sabido que corría peligro, habrías estado allí, igual que has estado a mi lado desde que nos conocimos. Tu padre no querría que cargaras con esa
responsabilidad. Lo mejor que puedes hacer para honrar su memoria es seguir con vida y ser feliz. Tienes elección. ¿La vida que has estado llevando es lo que quieres en realidad? —Lo era hasta que te conocí — respondió Zak, cuya mirada ardiente abrió a fuego un camino hasta su corazón por el que las palabras se deslizaron y llenaron el hueco que había en su interior de posibilidades. —¿Qué quieres decir, Zak? — insistió Sara, con el corazón latiéndole con tanta fuerza que ahogaba el coro de grillos que había fuera. —Lo que intento decir es que estoy... De repente, el campamento pareció
incendiarse bajo la luz de varios focos directos. La voz de un hombre, magnificada por un megáfono, bramó: —Zak Chambers, sal afuera. —¿Qué demonios? Zak se levantó de un salto, tan deprisa que se le resintieron las heridas y se agarró los costados con una mueca de dolor. Sara se había quedado tan atónita que no podía sino mirar alternativamente a Zak y a las sombras de los hombres con largas armas tal como se proyectaban en los lados de la tienda. Una vez más, las circunstancias le habían arrebatado las palabras que imaginaba que Zak estaba a punto de decir y que quería oír más
que ninguna otra cosa. —¿Qué pasa? —No lo sé. Espera aquí. —Se secó las lágrimas, abrió la tienda y salió pisándole Sara los talones—. Sara, por favor, espera dentro. —Lo siento, pero no puedo dejarte salir sola. Necesito estar contigo. Ben e Imani ya estaban justo al foso de la hoguera, y una mezcla de policías y militares los registraban. Cuando Zak se aproximó, varias armas la apuntaron. —Al suelo. Tírate al suelo —le gritó un agente. Levantó las manos, pero siguió caminando hacia ellos. Uno de los
hombres disparó una ráfaga en su dirección y ella protegió a Sara con su propio cuerpo. —¿Estás loco? Deja de disparar. —Al suelo, madame Chambers —le ordenó de nuevo. Esa vez, Zak se puso de rodillas con las manos en la cabeza. Cuatro oficiales se le acercaron y uno le dio una patada en la espalda que la lanzó de bruces al suelo. Sara corrió hacia ellos dando gritos. —¡Basta! Está herida. Se le soltarán los puntos. Dos militares la agarraron y la arrastraron junto a Ben e Imani. —Vigilad a vuestra amiga, o
también irá a la cárcel. Los policías que rodeaban a Zak la obligaron a separar brazos y piernas a patadas y la registraron bruscamente en busca de armas. Cuando la hicieron levantar para esposarla de pies y manos, llevaba manchas escarlata en los lados de la camiseta color caqui. —¡Cabrones, le habéis soltado los puntos! ¡Está sangrando otra vez! — gritó Sara, que intentó ir hacia ella, pero Ben la retuvo—. ¿Qué estáis haciendo? ¿Adónde la lleváis? —Madame Chambers está arrestada por el asesinato del comandante de policía Titus Wachira. —¿Qué?
La voz de Sara tembló con una mezcla de temor e incertidumbre. Zak la miró, pero no dijo nada mientras los policías la arrastraban a un coche celular. —Parad, esperad... —Ninguna de las órdenes de Sara tuvo efecto alguno—. ¿Adónde la lleváis? ¿Cómo puedo liberarla? —les preguntó a los hombres, que ya se retiraban. Varios de ellos rieron como respuesta y oyó a uno que decía: —Nada de liberar ni de visitas en mucho tiempo. Sara se quedó allí plantada, impotente, viendo cómo los agentes encerraban a Zak en una furgoneta sin
ventanas que parecía una lata de conservas. Se retorció para lograr que Ben la soltara y hacer algo, lo que fuera, para cambiar el horrible curso que habían tomado los acontecimientos. A medida que el convoy policial se alejó hacia el río, los puntos de luz se extinguieron y el campamento se sumió en una oscuridad siniestra. Hacía unos minutos, Zak y ella estaban a salvo en su tienda y tenían una conversación que podía cambiarles la vida. Sabía que Zak estaba a punto de declararle su amor. Y justo en ese momento, el mundo se había puesto patas arriba. ¿Era remotamente posible que Zak
hubiera matado a Wachira? No era ningún secreto que odiaba a aquel tipo y que buscaba vengarse de él. Le había amenazado delante de Sara al menos en dos ocasiones. Numerosos agentes de policía y personal militar habían sido testigos de cómo le había atacado en la ceremonia del hospital. Aquel día, Sara había visto con sus propios ojos la violencia incontrolada que le despertaba Wachira. Y esa noche Zak había vuelto de reunirse con él y se había mostrado evasiva sobre el encuentro. Lo que había dicho era: «Se ha negado a admitir la verdad, así que he tenido que tomar otras medidas». ¿Aquellas medidas incluían el
asesinato? ¿Habría sido capaz de hacer algo así y luego volver como si nada para hablar de amor? La posibilidad le daba vueltas en la cabeza a Sara, pero se resistía a aceptarla. —Suéltame, Ben —pidió, en voz tan baja que ni tan siquiera estuvo segura de haberlo dicho en alto—. Ben, suéltame —repitió, y se zafó de él. Observó el convoy de vehículos policiales que se alejaba y echó a correr hacia la camioneta. —Señorita Sara, ¿adónde vas? —Voy a seguirlos para averiguar adónde la llevan. Imani corrió tras ella y la inmovilizó contra el lado de la
camioneta con su propio cuerpo. —Sara, para. No puedes hacer eso. Ebony no querría. Sara tenía los ojos llenos de lágrimas y se maldijo por ser tan emocional, porque no era momento para lloros. Lo que necesitaba era ser fuerte y valiente, y después de ver cómo maltrataban a Zak, tenía valor y fortaleza en abundancia. —No intentes detenerme, Imani. Ya has visto lo que le han hecho. Está sangrando otra vez y se le infectarán las heridas. La pueden matar sin tener que hacer nada. Ben acudió junto a ellas. —Si los jeshi ven que los estás
siguiendo, conducirán toda la noche para confundirte y mantener su destino final en secreto. No conoces el país. —Pues haced algo vosotros. Sabéis que no le ha matado. Sus caras confirmaron el peor temor de Sara: tampoco ellos las tenían todas consigo. Sabían que Zak era perfectamente capaz de cometer aquel crimen y era la sospechosa con más números para la policía. Solo que, igual que ella, querían creer que Zak tenía demasiados principios y era lo bastante compasiva como para no llegar a aquellos extremos. Sara se desplomó contra Imani,
deshecha en llanto. —¿Qué podemos hacer? Tenemos que ayudarla. Se volverá loca solo de verse encerrada. —Ebony tiene amigos aquí — contestó Ben—. Mañana la encontraremos y demostraremos que no lo hizo. Pero esta noche tenemos que descansar. El día no tarda. —No vamos a perder a nuestra Ebony —le aseguró Imani—. No puede pasar. Ven. Acompañó a Sara a su tienda y se echó con ella hasta que los nervios la agotaron lo suficiente para dormir. ***
Zak escupió tierra y trató de orientarse en el minúsculo coche celular. Tenía grilletes en los pies y la cadena estaba metida por una armella enorme que había fijada al suelo. También tenía colocadas unas esposas antiguas conectadas a los grilletes con otra cadena, de manera que limitaran sus movimientos. Estaba sentada en un banco de metal, atornillado firmemente donde estaba. No había nada más, salvo media botella de agua que rodaba por el suelo y rebotaba en las paredes con el vaivén del vehículo. No vio nada que pudiera servir para aflojar sus ataduras ni como arma. Tampoco había ventanas, sino
pequeños agujeros en el techo que apenas eran lo bastante grandes para dejar pasar el aire caliente y asfixiante. No tenía ni idea de adónde la llevaban ni de lo que pasaría cuando llegasen allí. Tras evaluar el espacio donde estaba confinada, se concentró en su estado físico. Al no haber ninguna posibilidad inmediata de escapar, tenía que conservar las fuerzas por si surgía una oportunidad en el futuro. Le dolían los costados y tenía la camiseta caliente y pegajosa, enganchada a la piel, lo que significaba que se le había saltado algún punto y estaba sangrando de nuevo. Eso no era nada bueno, porque
iría perdiendo fuerza, velocidad y movilidad. «Bloquea el dolor y busca otras limitaciones», se dijo. Le escocían los ojos por los granitos de arena que se le habían metido y, cada vez que parpadeaba, le rascaban y le irritaban la retina. Esperó a que la botella de agua rodara en su dirección, la atrapó y se tumbó en el suelo para irrigarse los ojos y aliviarse un poco. Al menos vería con más claridad. Se movió hasta encontrar una postura cómoda sobre la dura superficie. El descanso la ayudaría a recuperar fuerzas, pero el traqueteo constante del vehículo lo hacía poco práctico. Hacer
planes era fútil; escapar, improbable y dormir, imposible. La única opción que le quedaba era entretenerse pensando en otra cosa para no volverse loca. Pensó en Sara y los pocos minutos que habían compartido antes de que la arrestaran. Había cerrado el tema de Wachira y ansiaba decirle que la quería y preguntarle si era capaz de aceptar las restricciones tan poco atractivas de su mundo. Nunca había sentido aquello por nadie, y la posibilidad de tener un futuro con Sara le había dado esperanza. Sin embargo, al estar separadas era como si toda la ternura que habían compartido se hubiera vuelto vil. Pensar en ella le
atenazaba el estómago con un dolor atormentado más punzante que ningún otro. Puede que haber sido interrumpidas fuera un presagio, una señal de que su vida nunca sería sencilla y sin complicaciones. A lo mejor el amor no estaba hecho para ser parte de su existencia. La recorrió una oleada de tristeza y desolación ante la idea. Todavía oía los gritos de Sara exigiendo que la liberaran, con la voz cargada de amor y preocupación. Le dolía el corazón solo de pensar en lo angustiada e insegura que debía de sentirse Sara. Aunque al final pudieran verse un momento, Zak no estaba segura de poder
tranquilizarla, porque Sara era demasiado perspicaz, no se la engañaba fácilmente con palabras de consuelo vacías y Zak sabía demasiado de África como para mentirle de un modo convincente. La justicia africana tenía muchas formas y dependía de incontables variables. Los agentes que la habían arrestado podían matarla incluso antes de introducirla en el lento sistema judicial. Un intento de huida, un suicidio simulado o ataques de animales eran los métodos preferidos de los jeshi para eliminar seres humanos. O sencillamente podía dejar que muriera lenta y agónicamente de
las heridas que ya tenía. Zak se estremeció, helada y débil. Siguió divagando y se le ocurrió otra posibilidad: puede que Ben le diera las fotos y las grabaciones al presidente Kibaki y sacara a la luz que Wachira era un corrupto. No obstante, ella seguiría siendo sospechosa de su muerte. Había sido lo bastante tonta como para reunirse con él sin apoyo electrónico, así que no podía demostrar de ninguna manera que lo había dejado con vida. Las pruebas que había conseguido anteriormente no la exculparían de su asesinato. A medida que la gravedad de la situación se hacía patente, Zak sintió que el frío le
calaba los huesos y se quedó inconsciente. —Levanta. El vehículo se había detenido y un soldado le golpeaba los pies con un rifle de asalto para hacerla moverse hacia la puerta. Allí esperaba otro oficial, con una capucha de color negro. Cuando Zak se movió, le dolió todo el cuerpo y sintió punzadas en los costados. Se desplazó despacio, con la esperanza de mitigar parte del dolor y de llegar a vislumbrar dónde se encontraba, pero en cuanto puso los pies en el suelo le cubrieron la cabeza con la tela negra y eliminaron cualquier oportunidad de exploración
visual. La flanquearon dos hombres que la guiaron por una expansión polvorienta hasta entrar en un edificio que olía a comida rancia, sábanas sucias y falta de higiene humana. Supuso que estaban en uno de los bloques austeros que usaban los militares para alojar temporalmente a sus prisioneros. Los hombres hablaban en swahili, sin saber que los entendía. Había uno enfadado por que hubiera sangrado en la parte trasera del vehículo y ahora tuvieran que limpiarlo. El otro hablaba de una novia que tenía en Mwingi, a la que quería visitar en su día libre. También hacían
apuestas sobre cuánto duraría Zak una vez que la dejaran en Liboi al cabo de tres días. Mwingi estaba a varias horas del distrito de Narok, donde la habían arrestado. La policía, claramente con ayuda de los militares, estaba poniendo tierra de por medio entre Zak y cualquier apoyo o ayuda que pudiera recibir. Liboi estaba en la provincia nororiental de Kenia más cercana a la frontera con Somalia. En aquella zona había una ingente masa de refugiados, y las prisiones eran las peores del país. Si la llevaban a una institución penitenciaria en Liboi, quedaría enterrada en un mar de humanidad olvidada.
—Está sangrando —anunció una voz ronca en un inglés entrecortado—. Quitad capucha. Los soldados obedecieron y le quitaron la capucha de la cabeza. Zak no tuvo dificultades para ajustar los ojos a la luz, porque la sala estaba casi a oscuras. A su lado había un hombre bajo y rechoncho con tejanos anchos y una camisa de franela vieja. —Dejadnos —ordenó, al tiempo que le desabrochaba la camisa a Zak y se la bajaba tanto como le permitieron las esposas. Los soldados le miraron los pechos y comentaron entre ellos en swahili lo que les gustaría hacerles—. He dicho que nos dejéis.
—Es una prisionera, doctor. Mató a Wachira. Debemos quedarnos. —Quedaos en la puerta. No puede ir a ninguna parte. Cuando los guardias se marcharon, el doctor murmuró entre dientes: —Wachira era un cerdo. A continuación se dirigió a Zak. —Ahora, tus heridas. Le retiró cuidadosamente las vendas y las gasas que le había puesto Imani para inspeccionarla. —¿León? Zak asintió. —Eres una mujer muy valiente o muy loca. —Seguramente las dos cosas.
—Tengo que poner grapas. Te dolerá. No tengo nada para dolor. Le dio un pedazo de madera para que mordiera y ella se lo puso entre los dientes. Pensó en Sara para distraerse mientras el doctor le iba grapando la piel rasgada poco a poco. —Ya está. —La grapadora de metal le hundió los dientes en la carne una última vez y Zak se estremeció—. Te voy a dar unos antibióticos fuertes. Solo me vas a ver esta vez. —Gracias, doctor. ¿Puedo hacer una llamada? —Yo no pongo las reglas. Los guardias deciden. —¿Puede hacer una llamada por mí?
Solo una. Estaba desesperada por que Sara supiera que estaba bien, y aquella sería probablemente toda la generosidad que iba a recibir hasta que la liberaran, si es que la liberaban algún día. Era su única oportunidad. —Lo siento. No puedo. El doctor le vendó las heridas, le echó un poco de agua en la camisa para diluir los restos de sangre y se la volvió a abrochar. —Buena suerte, señora. Guardias. Los soldados regresaron a la habitación y arrastraron a Zak de malos modos hasta una portezuela que había en la parte trasera del edificio.
Había dos celdas a lado y lado del habitáculo y tres de ellas estaban ocupadas por hombres que obviamente llevaban allí confinados mucho tiempo. Estaban demacrados y esqueléticos, con la barba larga y descuidada, y olían a excrementos agrios. Zak estuvo a punto de vomitar cuando pasó ante sus celdas de camino a su propia jaula. Al llegar a su celda, le quitaron los grilletes y las esposas y azuzaron a los demás prisioneros diciéndoles que era su nueva compañera de juegos y que tenían que tratarla con respeto. Los prisioneros se carcajearon y alargaron las manos hacia ella mientras se agarraban el paquete. Uno de los
guardias le tiró a Zak una manta de lana que pinchaba y cerró la celda. Ella inspeccionó la diminuta celda y no encontró más que un agujero a modo de retrete. Ni cama, ni lavabo ni agua. El suelo de la celda estaba cubierto de excrementos humanos y de rata. En el techo, un ventanuco dejaba entrar los últimos rayos de sol del día. Lo único bueno de su celda era que estaba separada de los hombres. Zak se puso manos a la obra enseguida, usando la suela de los zapatos para limpiar un trozo de suelo lo bastante grande como para tumbarse. Escarbó en el suelo hasta encontrar tierra limpia y tiró la tierra
que había apartado por el agujero. Intentó calcular el tiempo que había transcurrido desde que se la llevaron del campamento, pero cayó en la cuenta de que había pasado inconsciente la mayor parte del día, aunque ese tiempo coincidía con la distancia a Mwingi. Seguro que se la llevarían a Liboi en cuanto llegaran los soldados del turno de mañana. Tenía que descansar y recuperar fuerzas para el viaje y para lo que quiera que la esperara allí. Las posibilidades no eran nada esperanzadoras.
CAPÍTULO DIECINUEVE —Dios, ya no puedo seguir con esto. Sara lanzó el bloque de cemento que tenía en la mano todo lo lejos que pudo. —Es que no puedo seguir trabajando como si nada y fingir que todo es normal —protestó, volviéndose hacia Ben con los brazos extendidos en gesto de desesperación —. ¿Dónde está? Ha pasado una semana.
—Lo estamos intentando todo, señorita. La encontraremos. Notó que le caían las lágrimas y se alejó de la zona de construcción para que los hombres no la vieran desmoronarse otra vez. Desde que se habían llevado a Zak se pasaba las horas colocando bloques de cemento para la escuela y llorando, a menudo las dos cosas al mismo tiempo. El entorno de trabajo jovial se había convertido en una reunión solemne de hombres dedicados, porque las obras habían pasado a segundo plano y encontrar a Zak era la prioridad. Solían llegar por la mañana con las noticias que habían oído en los bares o
en las calles. Cada pizca de información potencial merecía ser investigada, aunque solo fueran cotilleos. Sara se ocupaba de ello personalmente y había contratado a dos investigadores privados a tiempo completo que la informaban a diario de sus progresos. Aún no tenía noticia de que nadie hubiera visto a Zak y tampoco se la había localizado en ninguna instalación policial o militar de Kenia. El miedo y la incertidumbre le estaban pasando factura, y tenía los nervios a flor de piel. —Todavía tienes las pruebas que incriminan a Wachira, Ben. ¿Por qué no se las das a Kibaki?
—He pedido poder entrevistarme con él. No es tan sencillo ver al presidente. —Zak podría estar en cualquier parte del continente a estas alturas. ¿Cómo puede desaparecer una persona que destaca tanto físicamente? Seguro que alguien la ha visto. La gente habla. ¿Por qué no la encontramos? Siempre que estaba tan desesperada, le venía a la cabeza la misma respuesta: porque ya estaba muerta. —No pienses esas cosas. Debes tener esperanza —le dijo Imani, rodeándola con un brazo. Decía que se había quedado en el campamento para ayudar con la
escuela, pero Sara sabía que era para consolarla por la pérdida de Zak. Nadie lo decía en voz alta, pero el humor sombrío que reinaba en el campamento era el de un velatorio. —Tienes razón. Tengo que hacer más. No puedo rendirme, ni ahora ni nunca. Volvió a la tienda comedor y ojeó el grueso expediente que había acumulado a lo largo de la semana. Releyó toda la información durante la hora siguiente y pensó en un nuevo plan. —Imani, ven aquí. Cuando Imani acudió, Sara le dijo: —¿Qué te parece lanzar una
campaña en los periódicos, la televisión y la radio? Ofreceré una pequeña recompensa por las pistas creíbles que nos lleguen y una bien gorda por cualquier noticia que nos lleve hasta Zak. Los africanos son muy diligentes. Se esforzarán en conseguir información útil a cambio de dinero. —Podría servir de ayuda, pero si dices algo contra la policía o los jeshi, los medios no lo sacarán. Afirmaciones de ese tipo llamarían la atención del gobierno. —Bueno, a lo mejor entonces conseguíamos una reunión con Kibaki. Estoy dispuesta a intentar lo que sea. Cuanto más esperemos, menos
posibilidades tendremos. Zak no soportaría estar confinada mucho tiempo, incluso estando débil. Su existencia se basaba en la libertad, el espacio y la flexibilidad. Un encierro forzado sería como torturar su alma y su espíritu con sadismo. Imani titubeó, con el ceño fruncido de preocupación. —¿En qué piensas? —preguntó Sara. —Ya sabes en qué trabaja Ebony. ¿Qué pasará si publicamos su nombre y su cara por todo el continente? ¿Qué pasa con la gente que quiere hacerle daño? —Lo he pensado. La noche que se la
llevaron hablamos, y no estoy segura de que siga queriendo trabajar para esa organización. Y aunque sí quiera, no pasará si está... —Sara no era capaz de decir «muerta» en voz alta, porque le daba demasiado poder a la idea. —Entonces, hagámoslo. —¿Y Estelle? ¿Deberíamos ponernos en contacto con ella? No quería alarmarla hasta que supiéramos algo, pero a lo mejor ha llegado el momento. —La madre de Ebony, claro. Creo que Ben tiene su número. Se sentaron a la mesa y trazaron el plan. Sara le dio a Imani las cantidades para las recompensas, un comunicado
de prensa sobre persona desaparecida, su número de contacto y un buen fajo de dinero para los medios que accedieran a publicar la historia. Imani se marchó a hacer las llamadas precisas. Tras pedirle el número de Estelle a Ben, se armó de valor para hacer la llamada que habría deseado no tener que hacer nunca. —¿Estelle? —Sí. —Soy... —Sé quién eres, chérie. Y si llamas, alguien a quien queremos necesita ayuda. —Me temo que sí. —No digas nada más. Nos vemos en
el restaurante en el que cenamos dentro de veinticuatro horas. Si tienes teléfono por satélite lo vamos a necesitar. Estelle colgó y Sara se quedó mirando el teléfono fijamente, sintiéndose como James Bond. Estaba claro que Estelle había sido entrenada para el protocolo de agente secreto de Zak. No había mencionado ni nombres, ni localizaciones ni planes, porque seguramente temía que la llamada estuviera siendo vigilada. ¿Era ese el tipo de vida que habría vivido con Zak? «No —se obligó a reformular—. Es la vida que tendré con Zak.»
Y estaba dispuesta a aceptarla, con todas sus imperfecciones y todos los ajustes que fueran necesarios. Las siguientes veinticuatro horas pasaron lentas como décadas. Sara fletó un vuelo chárter a Nairobi, de modo que el viaje durara solo cuarenta y cinco minutos en lugar de horas, hizo la maleta y le dijo a la cuadrilla que buscaran el teléfono de Zak. Siempre lo llevaba en el cinturón, y hasta el momento no lo habían encontrado ni en las tiendas ni en el área circundante. Estaba convencida de que los solados no se lo habrían dejado quedar cuando la arrestaron, así que Ben organizó al grupo para buscarlo
en círculos a partir de donde había aparcado el coche celular, hasta examinar toda la zona en casi 360 grados. Sara casi había perdido la esperanza cuando Joey alzó la voz. —Lo encontré, señorita —anunció, agitando el teléfono sobre su cabeza, triunfante. Parecía que funcionaba correctamente, y Sara podía cargarlo en el avión durante el viaje a Nairobi. A la mañana siguiente regresó Imani, justo cuando Ben se preparaba para llevar a Sara a la pequeña pista de Keekorok. —Varias empresas están dispuestas a publicar la historia de una turista
americana desaparecida. Ha sido muy buena idea, Sara. —¿Has tenido algún problema con el gobierno? —No, pero es pronto. —He quedado con Estelle en Nairobi. No estoy segura de lo que vamos a hacer, pero no puedo esperar sin hacer nada. Mantente en contacto. No sé cuánto tiempo estaré fuera. Los investigadores tienen mi móvil, así que llamaré si me entero de cualquier cosa. —Abrazó a Ben e Imani—. Gracias a los dos. Unas horas después, cuando Sara entró en el Hotel Stanley, Estelle estaba tomándose un café en el Árbol
de Espino. Se saludaron y se sentaron en una mesa discreta cerca de la salida. —Cuéntame, Sara. Por la cara que traes, debe ser malo. Tienes aspecto de llevar semanas sin comer ni dormir. —Está herida, Estelle —musitó Sara, echándose a llorar. Aunque no le importaba mostrar sus sentimientos delante de la madre de Zak, se sentía culpable por no ser más fuerte. Estelle se llevó la mano al cuello de la blusa. —¿Es grave? —preguntó con voz trémula. —Mucho. Zarpazos en ambos costados. La atacó un león. —Santo cielo —palideció Estelle.
—Estaba alejándolo del campamento. Alejándolo de mí. Estelle le cogió la mano a Sara. —No te culpes. Zakaria tiene mucha fuerza de voluntad y, cuando se trata de la gente a la que quiere, no se detiene ante nada para protegerlos. Sara recordó la de veces que Zak se había interpuesto entre el peligro y ella desde que se conocían. Al principio le había resultado irritante, porque le parecía que Zak no respetaba su capacidad, pero cuanto más la conocía más la quería por expresar su preocupación de aquella manera. —Imani la estuvo cuidando, pero al cabo de dos días la arrestaron por el
asesinato de Titus Wachira. —Ese hombre ha sido su perdición desde hace tres años y ahora esto — dijo Estelle, en tono casi inaudible, con los ojos puestos más allá de las paredes del pequeño restaurante. —No tengo ni idea de dónde la tienen o ni siquiera si sigue... Estelle cabeceó y acercó más su silla a la de Sara. —Tranquila, chérie. No vamos a ponernos en lo peor. Las dos sabemos que Zakaria es una luchadora. Si no puede escapar del agujero donde la hayan metido, al menos encontrará la manera de mantenerse con vida, confía en mí.
—Lo sé. —Sara se secó los ojos y respiró hondo un par de veces—. Me alegro de que estés aquí. Os parecéis mucho. Es tranquilizador... y me parte el alma. Le contó a Estelle cómo Ben había estado intentando que le concedieran una audiencia con el presidente para entregarle las pruebas contra Wachira que había reunido Zak. También le contó todo lo demás que habían hecho: cómo habían llamado a las comisarías y a las prisiones militares, a los hospitales y a los depósitos de cadáveres, lo que habían averiguado los investigadores y lo de la campaña publicitaria.
—Brillante. ¿Has traído su teléfono? Sara asintió. —Vamos a mi habitación —le dijo Estelle—. Para hacer esta llamada necesitamos más intimidad. Estelle cerró la puerta a su espalda, le cogió el teléfono a Sara y buscó en el historial de llamadas. —Aquí está, Stewart, es el jefe de Zak en la Compañía... Calló, como si hubiera hablado de más. —No pasa nada —le aseguró Sara —. Zak me habló de su trabajo. Pero ¿cómo es que conoces a su jefe? Creía que te había mantenido al margen de esa parte de su vida.
—Mi hija no es la única que tiene amigos en las altas esferas. ¿Te parece bien todo esto? —Todavía lo estoy procesando, pero ahora mismo lo único que quiero es que vuelva. Estelle le dio a rellamada y esperó a que lo cogieran, pulsó un código y volvió a esperar. —Lo voy a poner en manos libres, pero déjame hablar a mí. —¿Ebony? Stewart vaciló cuando no le contestaron de inmediato. Estelle habló, tranquila y confiada. —Casi. —Estelle, ¿por qué llamas? ¿Qué ha
pasado? —Supongo que esta línea es segura. —Sí, habla sin miedo. —Han arrestado a Ebony por el asesinato de Titus Wachira y ha desaparecido. Stewart tardó varios segundos en contestar. —Por «desaparecido» entiendo que te refieres a que no la encuentras en ninguna institución penitenciaria reconocida por el gobierno. —Correcto. Por eso necesito tu ayuda. Se produjo una larga pausa. Sara estaba a punto de lanzar una diatriba feroz sobre las responsabilidades de
las organizaciones para con sus empleados, pero recordó que aquella no era una empresa cualquiera. Seguramente las bajas humanas ni siquiera eran motivo de preocupación para el tal Stewart. —No estoy seguro de poder hacer eso, Estelle. Entenderás la posición en la que estoy. —Lo que entiendo es que mi hija ha arriesgado su vida por ti en incontables ocasiones, eso sin mencionar que ha renunciado a un futuro ni lejanamente normal por este trabajo. ¿Ahora que necesita tu ayuda se la niegas? —El acento francés de Estelle permaneció natural, pero su
tono era mordaz. —¿Estás segura de que no ha matado a Wachira? Lo cierto es que le odiaba lo bastante. El momento de duda de Estelle resonó en el interior de Sara de la mano de su propia incertidumbre. Ni su madre lo tenía claro. —Eso no me preocupa en este momento, sino la vida de mi hija. ¿Vas a ayudarme o no, capitán? —Mis más sentidas disculpas, pero no puedo. Sería interpretado como una interferencia en los procesos políticos y judiciales de África. Si se divulga que hay conexión entre la Compañía y Ebony, estaríamos todos en grave
peligro. El coste es demasiado elevado. Sara fue a decir algo, pero Estelle la acalló con un gesto de la mano. —Muy bien, pues prepárate para lo que tenga que pasar. Igual que tú, yo tengo que hacer lo que me parezca correcto. —¿Es una amenaza? Sin darle más explicaciones, Estelle se despidió. —Buenos días, capitán. El modo en que enfatizó la última palabra sonó a maldición. Colgó el teléfono y salió a tomar el aire al balcón, en donde estuvo un rato en silencio. Cuando se volvió hacia Sara, su rostro estaba de nuevo lleno de
determinación. —Es hora de cobrarme algunos favores. ¿Cuánto tardaría Ben en venir a Nairobi? —Seis horas. —Le necesitamos aquí con las pruebas a primera hora de la mañana. Pon la televisión a ver si vemos los anuncios de tu campaña. Y ve preparando café porque lo vamos a necesitar. Sara hizo la llamada y el café mientras Estelle hablaba por teléfono. Su primer contacto fue el director del FBI; Sara escuchó anonadada cómo le explicaba la situación y le pedía apoyo tecnológico y forense. Al día siguiente
tenía que llegar un agente con instrucciones de ponerse a sus órdenes. Su segunda llamada fue al despacho del presidente Kibaki. No obtuvo una respuesta igual de deprisa, pero finalmente logró que la dejaran hablar con el presidente. Estelle volvió a referir el arresto de Zak y le dijo que tenían pruebas que demostraban su inocencia. Tras una ardua negociación, el presidente estuvo de acuerdo en reunirse con ellas y, al menos, hacer que su gente estudiara las pruebas. Quedaron en reunirse la tarde siguiente a las dos. —Eres increíble —le dijo Sara cuando colgó—. ¿Cómo conoces a toda
esa gente? —Mi marido y yo éramos amigos personales del director del FBI y de su mujer. Kibaki respetaba el trabajo de Frank con los niños del país. Todavía me llama cada año en el aniversario de la muerte de mi marido. Duda que Zak matara a Wachira y nos ayudará a encontrarla. Sospecha que se trata de un tejemaneje político mucho más profundo destinado a desacreditar su administración. Sara reflexionó sobre la siguiente pregunta, ya que no estaba segura de querer conocer la respuesta. —¿Y tú, Estelle? ¿Crees que Zak lo hizo?
—Creo que pensamos lo mismo. Mi hija creía que sería capaz de hacerlo en un momento dado, pero yo nunca lo creí. Antes de irme, le entregué pruebas de que Wachira no era el responsable de la muerte de su padre. Si leyó los informes, seguro que se descargó de parte de su ira hacia ese hombre. Es difícil odiar a alguien, especialmente cuando no hay motivo. Ese odio ya le ha quitado muchas cosas, y estoy segura de que quiere dejarlo atrás. ¿No te parece? —Zak no es ninguna asesina. La quiero, ¿sabes? Estelle abrazó a Sara, y esta le apoyó la cabeza en el hombro y se dejó
acunar. —Lo sé. Ella también te quiere. Lo supe en el momento en que os vi juntas. Nunca había mirado a nadie así. No te preocupes, chérie, encontraremos a nuestra niña. *** Según sus cálculos, Zak llevaba en aquel agujero apestoso tres semanas y cada día era igual que el anterior. En aquel país era fácil desaparecer, y todavía más fácil enterrar una ausencia prolongada. Si Ben, Sara o su madre habían intentado encontrarla, dudaba que el gobierno hubiera cooperado demasiado. Además, nadie la iba a
buscar tan lejos de Nairobi. La frontera somalí era un lugar demasiado peligroso para hacer preguntas. No pasaba día sin que pensara en la situación en la que se encontraba y en cómo escapar cuando recuperara las fuerzas. La comida a duras penas podía considerarse comestible, pero se obligaba a comer para mantenerse con vida. Usaba la mitad de su ración diaria de agua de dos botellas para irrigarse las heridas y evitar que se infectaran. Se le habían curado bastante bien, dadas las circunstancias, y tenía cicatrices rojas en ambos lados. Podría haber sido mucho peor, de no
haber sido por Ben e Imani. Se acordaba de ellos y de su infancia en la sabana, y esos recuerdos la ayudaron enormemente a mantenerse cuerda durante su encierro. Se las había arreglado para hacerse con objetos útiles durante los paseos diarios en el patio vallado. O los guardias no se daban cuenta o les daba igual que se llevara hojas y ramitas de las plantas en cada visita. Le servían de pañuelos y cepillos de dientes y había empezado a fabricar un guante improvisado con los restos para usar como arma. De noche, cuando todos dormían, Zak se mantenía en forma ejercitando los brazos y el torso contra
los barrotes de metal. Pasarse las horas de luz sin hacer nada físicamente le daba mucho tiempo para pensar en su situación. Repasó mentalmente la información que había reunido respecto a Wachira y se dijo que sí que podría ser útil para su defensa después de todo, ya que el hombre al que había grabado y fotografiado hablando con el ministro de educación después de que se marchara Wachira había preguntado sobre un encargo. El ministro le había disuadido por el momento, diciéndole que más adelante podría matar dos pájaros de un tiro. ¿Y si esos dos pájaros eran Wachira y ella?
Tendría sentido deshacerse de Wachira, porque se estaba volviendo avaricioso y se había convertido en una carga. Además, la vendetta de Zack contra el comandante de policía era más que conocida, así como que participaba en el proyecto de la escuela Ambrosini. ¿Qué mejor cabeza de turco que ella? No sabía si Ben había logrado entregarle las pruebas al presidente Kibaki y, si era sí, si el hombre misterioso les habría llamado la atención. ¿Cómo podían relacionarlo con la muerte de Wachira? El vínculo era el ministro de educación, pero le preocupaba que Kibaki no quisiera ahondar en la cuestión de las
conexiones con su vicepresidente. La Compañía, con los recursos de los que disponía, podría identificar a aquel hombre fácilmente y destapar su relación con el ministro de educación, pero Zak no estaba segura de poder contar con la ayuda de Stewart. Por lo que ella sabía, no había hecho nada por intervenir en su nombre. Aunque entendía la política de la denegabilidad plausible, la realidad era una mierda. En cualquier caso, había algo que le preocupaba sobre Stewart y que no llegaba a identificar con claridad. Esa noche, mientras Zak hacía dominadas con las barras de acero de
su celda como parte de su rutina de ejercicio habitual, el recuerdo le vino con tanta claridad que se soltó de golpe y casi acabó en el duro suelo de tierra. Stewart había sido el que le contó que su padre había muerto, mientras ella estaba en una misión en Venecia. Enseguida la hicieron volver y, mientras volaba a Kenia para reunirse con su madre, Stewart le explicó los detalles. Todo lo que sabía del caso de su padre había salido de labios de la Compañía. Nunca había visto ningún informe escrito, ni siquiera una copia de la autopsia. Stewart le dijo que Wachira estaba involucrado en el incidente, que
comandaba a la unidad policial que rodeó a los trabajadores y dio la orden de abrir fuego. Según sus servicios de inteligencia, Titus Wachira era el responsable directo de la muerte de Frank Chambers. Zak se lo creyó, a pies juntillas. Incluso después de haber sido entrenada para comprobar todos los datos dos veces y no dar por buena ninguna información de buenas a primeras, había fracasado en el caso más importante de su vida. Zak cayó de rodillas junto a la letrina y vomitó, vaciándose de toda la ira y el odio que guardaba dentro hasta que tuvo la garganta en carne viva. Estaba tan desolada y desesperada por
encontrar culpables que no había pedido ver pruebas. Stewart le había mentido y había perpetuado su rabia, para mantenerla cautiva de emociones equivocadas. Le había oído decir infinidad de veces que los únicos agentes buenos eran aquellos que tenían algo que ganar o que perder, y a Zak la dominaba la sed de venganza. De repente, su comportamiento de los últimos tiempos le pareció vergonzoso e insensible. Claro que no había sido capaz de iniciar y mantener ninguna relación sentimental, con el corazón tan lleno de negatividad y duda. Seguramente sentía en las tripas que algo iba mal, porque en lugar de
intentar tener una vida de verdad, se había entregado por completo a su trabajo. Tenía sentido el miedo que había vislumbrado en la mirada de Sara en más de una ocasión. Su rencilla despechada con Wachira se había adueñado de su vida y la había llenado de furia ciega. En un corazón tan copado y dañado como el suyo no había sitio para el amor. «Ay, Sara. Lo siento mucho, mi amor.» Su hostilidad había arruinado incluso la única noche que habían pasado haciendo el amor, pero Sara había podido calmarla y le había mostrado que podía hacerlo de otro
modo. Rezaba por una segunda oportunidad de hacer las cosas bien y bañar a Sara con todos los sentimientos que sentía por fin libres en su interior. La llevaba tan dentro del corazón que añoraba muchísimo su melena de fuego y sus ojos de chocolate, las pequitas sobre su nariz y sus deliciosos labios. Pero lo que más anhelaba era que la abrazara y poder sentir el amor y la compasión que manaba de ella con tanta naturalidad como la respiración. La intimidad que había experimentado durante el corto espacio de tiempo que habían compartido iba a tener que darle fuerzas hasta que volviera a ser libre.
Y si no sucedía nunca, al menos moriría sabiendo que había sido amada y que era capaz de amar. Un nuevo amanecer grisáceo ahuyentó a la oscura noche africana y con ella a sus sueños sobre Sara, pero aquel día era diferente. Los soldados hablaban entre susurros en el despacho exterior y había más movimiento que en un día normal. Antes de que pudiera concentrarse en lo que decían, dos guardias entraron en el ala de las celdas y fueron hacia ella, le indicaron que se colocara al fondo de la celda y abrieron la puerta. Uno de los hombres hizo un gesto circular con la mano y habló en su
idioma, vacilante. —Hoy vas de África. Ven. La llevaron a las duchas a toda prisa y le dieron una muda de ropa relativamente limpia. Al cabo de tres horas había desayunado copiosamente y estaba subida en un avión que la llevaba fuera del continente. La única información que le dio su acompañante hasta el aeropuerto fue un mensaje del presidente Kibaki: la habían liberado con amnistía total, pero tenía que salir del país de inmediato sin ponerse en contacto con nadie, especialmente con Sara Ambrosini.
CAPÍTULO VEINTE El jet de empresa de Sara aterrizó en el aeropuerto Charles De Gaulle y ella se preguntó por qué había aceptado la invitación de Estelle a visitarla. Casi habían terminado la escuela, tras varios retrasos que sabían a fracaso por su parte, igual que a la hora de encontrar a Zak. Por suerte Imani se estaba encargando de contratar a los maestros, pero todavía tenían mucho
que hacer antes de poder empezar a dar clases. Como Estelle había insistido en que se tomara un descanso, Sara no había querido darle más disgustos. Haber cumplido la última voluntad de su madre había sido una experiencia difícil, pero muy gratificante, y Sara había madurado mucho desde que había empezado el proyecto. Por fin comprendía lo que intentaba decirle su madre con todas aquellas condiciones en su testamento. Se había dado cuenta de que adoraba enseñar y que tenía la posibilidad tanto de construir escuelas como de participar en el proceso educativo. El
trabajo manual de construcción también le había enseñado que era más fuerte de lo que creía, tanto física como mentalmente. Sin embargo, no le había resultado fácil superar los obstáculos y convertir aquel sueño en realidad. Al pensar en Zak sintió una punzada de dolor. ¿Todo aquel esfuerzo había valido la pena? Su conexión con Zak era tan fuerte que no se atrevía a pensar en ella demasiado a menudo, porque cuando lo hacía se sentía débil, tanto física como emocionalmente. Las atrocidades que podían haberle hecho los jeshi la atormentaban cada noche, y lo único que la distraía un poco era el
trabajo e intentar encontrar a Zak. Desde su desaparición, hacía ya un mes, Sara había trabajado sin descanso para tener noticias de ella, pero ninguna de las pistas que le habían llegado a través de la campaña mediática la había llevado a ninguna parte. Los detectives privados tampoco habían encontrado nada: era como si se la hubiera tragado la tierra. Ni siquiera el presidente Kibaki había podido averiguar nada útil. Estelle y ella se había reunido con este y le habían entregado las pruebas, pero no habían vuelto a saber nada de él. Por suerte, el contacto de Estelle en el FBI había hecho copia de la documentación
por si se daba el caso de que la necesitaran más adelante. También identificaron al hombre que estaba con el ministro de educación: un conocido asesino de la resistencia africana. Sus cuentas bancarias en un paraíso fiscal los condujo directamente al ministro de educación. La única señal de que Kibaki había dado credibilidad a la información fue un breve comunicado de prensa al cabo de dos días en donde anunciaba que había cesado al ministro de educación y la llegada de un sobre con los permisos de construcción perdidos de Sara; pero de Zak, ni una palabra. ¿Cómo iba a ser capaz de mirar a
Estelle sin ver a Zak devolviéndole la mirada? Bajó del avión y respiró hondo para prepararse para la sacudida que la invadía cada vez que veía a Estelle desde que Zak había desaparecido. Al final de las escaleras, Sara se detuvo, sin respiración. Eran demasiado parecidas y las esquirlas de dolor, demasiado afiladas. Se le llenaron los ojos de lágrimas, sin poder evitarlo. Sin embargo, la figura que corría hacia ella era demasiado alta y esbelta para ser Estelle, y la ropa le iba demasiado ancha. Se dio cuenta de repente de quién era y fue como recibir una inyección de
adrenalina. Era Zak. Soltó la bolsa y también echó a correr; sus carcajadas iniciales pronto se convirtieron en sollozos. Se detuvieron a pocos centímetros la una de la otra, contemplándose, disfrutándose, deseándose. Entonces, Zak levantó los brazos y tomó el rostro de Sara entre sus manos. —Te quiero, Sara Ambrosini. Sara no se movió, sino que se limitó a dejar que las palabras y el timbre de la voz de Zak le inundaran el corazón de calidez y satisfacción. Aunque fuera la última vez que la veía, ya sería capaz de sobrevivir porque sabía que estaba viva y que la quería.
—¿Eso es lo que te ha pasado ahí dentro? —preguntó, sin poder apartar la vista del rostro de Zak, con las mejillas hundidas, la piel pálida y los ojos de acero teñidos de fatiga. —Ahí dentro me he dado cuenta de lo que siento y de lo que es importante de verdad. —¿Cómo estás?, ¿en serio? ¿Se te han curado las heridas? ¿Te han hecho daño, te han maltratado? ¿Dónde estabas? ¿Cuándo te han soltado? ¿Cuánto tiempo llevas aquí? ¿Por qué no me has llamado? Zak sonrió, divertida a todas luces por la rápida batería de preguntas de Sara, pero cuando habló lo hizo
conmovedoramente seria. —¿Me has oído? He dicho que te quiero. Sara se puso de puntillas y le rozó los labios con los suyos. —Sí, cariño, te he oído. Y yo te quiero a ti. Ahora bésame antes de que explotemos las dos. Al principio el beso fue cauto, tierno y dulce, pero pronto se volvió más urgente y sus lenguas se entrelazaron y se provocaron, hambrientas. Sara se arrimó a Zak todo lo que pudo y el fuego prendió entre sus cuerpos. —Ejem, disculpadme, pero seguramente sea mejor que hagáis esto en otro sitio —intervino Estelle—.
Estamos en París, pero hasta los franceses tienen sus límites. Sara se apartó de los brazos de Zak a regañadientes. Todavía no estaba segura de cómo se sentía respecto a que Estelle la hubiera engañado de aquella manera. Había pasado semanas preocupadísima por el bienestar de Zak. ¿Desde cuándo sabía Estelle que estaba bien? ¿Cuánto tiempo llevaba en París? —Veo en tus ojos que tienes muchas preguntas, chérie. Vamos —dijo Estelle, indicando un pequeño despacho en el interior del hangar privado. Zak cogió a Sara de la mano y siguieron a su madre a la oficina, en
donde Estelle se volvió hacia Sara. —Sé que te preguntas por qué no te llamamos para decirte que Zakaria estaba a salvo, pero es que no podíamos. Hasta que salieras del país era demasiado peligroso. Sara escrutó los rostros de las dos, a la espera de que Estelle le aclarase a qué se refería, aunque fue Zak la que continuó. —Yo misma acabo de atar cabos y de entender lo que ha pasado. Cuando le entregasteis las grabaciones y las fotografías a Kibaki, se enfrentó al ministro y este confesó la conspiración con Wachira. También confesó que había encargado a su hombre matar a
Wachira la noche en que hablé con él. Parece que habían estado esperando a que nos viéramos a solas. Su plan de incriminarme funcionó perfectamente dado mi pasado con Wachira. Cuando el ministro confesó, el presidente hizo que me liberaran y me metieran en un avión para París. Llamaron a mi madre para decirle que esperara una entrega y le dieron el día y la hora de llegada de mi vuelo. —¿Y por qué a mí no me lo ha dicho nadie? —Kibaki les ordenó a sus hombres que no me dejaran hacer llamadas ni ponerme en contacto con nadie, especialmente contigo. Me llevaron
directamente de la prisión en Liboi al aeropuerto. Necesitaba tiempo para descubrir a los cómplices del ministro en el gobierno. Accedí a esperar una semana, pero ni un segundo más. Pero lo que es más importante: tenía que encontrar al asesino antes de que él te encontrara a ti. —¿A mí? Estelle abrazó a Sara. —Sí, chérie, tu campaña publicitaria para encontrar a Zakaria estaba levantando demasiado polvo. Kibaki también puso su granito de arena, pero el ministro de educación le ordenó a su hombre que te hiciera callar. La invitación a visitarme era para sacarte
de África. Sé que ha sido muy inoportuno para la construcción de la escuela, pero queríamos que estuvieras a salvo y mi hija te necesitaba. Sara miró a Zak: se la veía con los músculos fuertes y más marcados al estar significativamente más delgada. Estaba claro que no había comido bien y tenía el rostro marcado con las sombras de la falta de sueño. También había cambiado algo más, algo evidente en las profundidades de su intensa mirada, centrada en Sara, en cada uno de sus movimientos e incluso de sus caricias. Era un cambio más fundamental, en su esencia. —¿Cómo te encuentras, cariño?
—Mejor ahora que estás aquí. —¿Entonces hace una semana que estás en París? —preguntó Sara. Al mismo tiempo continuó examinándola, memorizando cada matiz del cambio producido en la mujer a la que amaba. La blusa azul claro que tan bien le destacaba el color de los ojos le iba suelta de los hombros y le daba un aspecto casi delicado. Los tejanos azules anchos le iban bajos de cadera y le pronunciaban la parte inferior del abdomen. —Es lo que dice mi madre. El viaje en avión y los primeros días se me pasaron como borrosos. Creo que dormí sin parar.
Estelle contempló a Zak con la mirada amorosa de una madre. —Estaba agotada, pero preocupada todo el tiempo por que estuvieras en peligro y ella no estuviera allí para protegerte. Lo único que podía hacer era asegurarle que estabas bien. —No soportaba escondértelo. Era como si te estuviera usando como cebo hasta que los hombres de Kibaki acabaran la limpieza. —¿Y han arrestado al asesino? —Sí. —Zak agachó la cabeza y se le hundieron los hombros, en gesto de derrota—. Te siguió al aeropuerto y lo detuvieron allí. Nos han llamado justo antes de que llegaras.
Sara le acarició la mejilla para aliviar las arrugas de preocupación que le congestionaban los bellos rasgos. —No te culpes. Por Dios, estabas presa. —Pero si no puedo protegerte, ¿de qué demonios sirve todo el entrenamiento que he recibido? Sara sabía que no había respuesta que apaciguara a Zak. —¿Y qué hay de tu jefe? ¿Al final ha hecho algo? Estelle alzó la mano antes de que su hija contestara. —Yo me marcho ahora; tengo que coger otro avión. Este fin de semana tengo una exposición de arte en
Londres y vosotras necesitáis estar a solas. Tenéis mi apartamento a vuestra disposición. Creo que encontraréis todo lo que necesitáis. —Las besó en la mejilla y echó a andar hacia un pequeño jet que acababa de llegar—. Os quiero. Hasta pronto. *** El apartamento de Estelle, en la orilla izquierda, era la personificación de su carácter de artista: abierto, luminoso y lleno de color y vida. El balcón en el tercer piso daba a una hilera de casas y tiendas con muros de entramado de madera a orillas del Sena. Zak apenas le dejó tiempo de contemplar las vistas
antes de cogerla en brazos y llevarla a la cama de matrimonio junto a los ventanales. La dejó con delicadeza en el centro del edredón de satén amarillo y se tumbó a su lado. —¿Seguro que deberías hacer esto? —preguntó Sara. —Oh, ¿te he malinterpretado? —se cortó Zak, que empezó a retroceder, avergonzada. —En absoluto, pero hace poco que te hirieron de gravedad y has pasado semanas encerrada. Además, yo acabo de bajar de un vuelo de ocho horas. Zak trató de disimular la decepción. Lo único que quería era estar cerca de Sara, abrazarla y demostrarle lo mucho
que la quería. —¿Entonces tienes hambre? —Muchísima. —Vale, pues voy a pedir algo, a no ser que prefieras salir a comer por ahí. —De lo único que tengo hambre es de ti. Solo quiero asegurarme de que te encuentras bien físicamente, porque esta vez no puedo prometerte tratarte con tanta delicadeza. Zak se acomodó con ella en la cama. —Estoy lo bastante recuperada y no quiero perder ni un minuto más. — Alargó la mano hacia Sara, pero entonces recordó el miedo que le asaltó la última vez que habían hecho el amor y titubeó—. ¿Puedo tocarte?
—Por favor. —Sara abrió los brazos para invitarla—. Te he echado muchísimo de menos. Tenía miedo de no volverte a ver. —Estelle me ha dicho lo mucho que has hecho por encontrarme. Siento que tuvieras que pasar por todo eso, pero gracias por no tirar la toalla conmigo. Zak la besó cariñosamente en los párpados, las mejillas y los labios, mientras le pasaba las yemas de los dedos por los hombros desnudos y disfrutaba de la conexión entre ellas. —Nunca tiraré la toalla contigo. ¿No sabes lo locamente enamorada que me tienes? Cuando no estabas era como si me faltara un trozo de mí
misma. ¿Cómo es posible, con lo poco que hace que nos conocemos? Zak no tenía respuesta para aquello, pero lo entendía perfectamente, porque sentía como si hubiera recuperado parte de su corazón ese día. Le apartó un mechón de la cara a Sara y le tiró de la trenza que le caía por la espalda. Entonces se puso a deshacérsela y a acariciarle los mechones cobrizos sueltos sobre los hombros. Quería experimentar la sensación del cabello de Sara sobre su cuerpo como si fueran miles de dedos diminutos mientras hacían el amor. —¿Quieres hacerme el amor, Zak? Esta notó que se le llenaban los ojos
de lágrimas. —Sí, amor mío. Quiero mirarte y sentirte cerca de mí. No sintió ni vergüenza ni pesar por llorar delante de Sara. Las lágrimas le rodaron mejillas abajo y le cayeron a Sara sobre el vestido verde claro. No intentó reprimirlas ni justificarse, ya que parte del gozo de aquel momento era experimentar junto a Sara todos los sentimientos posibles. —Quiero que sepas lo mucho que te quiero y lo preciosa que eres para mí. Eres mi vida. —Y tú la mía. Sara acunó la cabeza de Zak contra su pecho y esta sintió como el vínculo
entre las dos crecía y se fortalecía. —¿Puedo desnudarte? —preguntó, y aguardó su permiso con la mano temblorosa a pocos milímetros sobre el cuerpo de Sara. —Puedes hacer lo que quieras conmigo. Soy tuya. Zak se sentó a horcajadas sobre sus rodillas y le metió la mano bajo el vestido y sobre los muslos, subiéndoselo a medida que ascendía. Arrugó la tela, se lo subió por encima de los pechos y la desenvolvió como si fuera el regalo más esperado. Cuando la tuvo desnuda, salvo por el tanga, Zak la contempló con una mezcla de gratitud y apreciación.
—Eres verdaderamente preciosa — le susurró Zak, rozándole suavemente los labios con los suyos. Le metió los pulgares por los lados del tanga, se lo quitó y lo tiró al suelo. Los cortos y cobrizos rizos entre las piernas de Sara brillaban, húmedos, y la invitaban a penetrarla y poner a prueba su capacidad de control. El deseo la devoraba por dentro como si fuera un animal enjaulado que rugiera por reclamar a su presa. Zak estaba sudando un poco, de pura lujuria, y la sensación era tan penetrante que le quemaba y le ponía la piel de gallina a la vez. Nunca había deseado tanto a nadie como para que le dolieran los
músculos de contener la pasión, pero su corazón y su mente la hicieron ir despacio y explorar el cuerpo de Sara metódica y dulcemente, para disfrutar de cada sensación y de la expectativa de más. Aquella vez tenía que tomárselo con calma para demostrarle lo mucho que la quería y lo profundos que eran sus sentimientos. Sara permaneció quieta, con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho. La mirada reverente de Zak era como una caricia sobre su piel. —¿Estás bien, Zak? Habían pasado varios agónicos minutos desde que Zak la había desnudado y ninguna de las dos
hablaba. Zak la estudiaba como si fuera una cartógrafa trazando un mapa sobre terreno inexplorado. Sara nunca había tenido a ninguna amante que pasara tanto tiempo sencillamente contemplándola. La vulnerabilidad que Zak demostraba tan abiertamente la había dejado sin aliento. No sabía que el deseo físico podía ser tan obvio, y tanta atención la halagaba y la ponía nerviosa al mismo tiempo. —Solo estoy disfrutando de verte en carne y hueso. En mis sueños no era así de maravilloso ni de lejos. Sara la agarró de los hombros y la hizo tumbarse encima de ella. —Bésame.
Zak obedeció, con sus labios suaves y delicados, y Sara la besó con más fuerza, anhelando más roce, más fuego. Sin embargo, Zak controló la intensidad, se retiró y se lamió los carnosos labios, juguetona. —Venga, Zak —la instó. —Necesito saborearte. —Saboréame después. Te necesito ahora. Llevo toda la vida esperándote. Zak se semiincorporó sobre los codos y la miró a los ojos. —Por favor, sé que pido mucho, pero antes tengo que enseñarte algo. ¿Me dejas? La mirada suplicante de Zak aumentó aún más el apetito sexual de
Sara, que empezaba a poder calificarse como ansia amorosa. Le latía la entrepierna cada vez más, hasta que la pulsación se le extendió al corazón y el dolor fue doble y retumbó al unísono. Zak la miraba como si fuera la mujer más deseable del mundo, con los ojos llenos de lujuria y la mirada más intensa que Sara había visto nunca. No tenía ni idea de lo que Zak necesitaba de ella, pero fuera lo que fuese, quería dárselo. Negarle algo ya nunca volvería a ser una opción. —Haz lo que quieras, cariño. Zak se desabrochó la blusa y se la retiró de los hombros. Cuando dejó al descubierto las cicatrices rojas de sus
costados, Sara tuvo que hacer un esfuerzo por reprimir el enfado. En la naturaleza no debería ser posible que la hermosa piel de alabastro de Zak se hubiera visto desgarrada por el zarpazo afilado de un animal salvaje. Pero así era su amada: una fachada de falta de confianza y de control combinada con un corazón de instintos fieros y deseos exóticos. Zak dejó caer los tejanos y la blusa al suelo y se sentó encima de Sara, desnuda y necesitada. Nunca había intentado controlar sus instintos básicos. —Las heridas ya no me duelen, así que no te preocupes.
La brisa de la tarde le acarició la piel y Zak dejó que su frescor aliviara parte del deseo de devorar a Sara de inmediato. Tenía a la mujer que amaba bajo ella y se le ofrecía totalmente, sin reservas. Era el momento de demostrar que se la merecía. Se tumbó a su lado y enlazó las piernas con los muslos de Sara, cuyos cuádriceps estaban húmedos como muestra de lo preparada que estaba para ella. Zak contrajo los músculos de la pelvis para aguantar un poco más, se agachó y le lamió los labios con la punta de la lengua, provocándola hasta que la dejó entrar. Sara le comió la boca con ansia y a Zak le llegó la
sensación hasta el nacimiento del clítoris, así que cambió un poco de postura para que su monte de venus no estuviera en contacto directo con el muslo de Sara. —No te apartes de mí, Zak, por favor —suplicó Sara, con la respiración entrecortada y acelerada de pura necesidad, clavándole las uñas en el culo. Zak se resistió, la besó con más fuerza y la llenó con su amor. Le acarició la frente, los párpados y las pequitas de la nariz con ternura, mientras Sara frotaba las caderas contra su pierna y gemía para animarla a más. Zak le acarició los
pechos con infinita suavidad, le hizo cosquillas y apartó las manos antes de que la tentación de comérsela entera fuese demasiado fuerte. Al mismo tiempo, las sacudidas contra su muslo se intensificaban. —Te deseo demasiado, Zak. Pronto, por favor —jadeó Sara, con la mirada tan llena de anhelo como su cuerpo, sin apartar los ojos de Zak. —Sí. Zak trazó con los dedos las curvas del cuerpo de su amada, desde los pechos a las rodillas, sin detenerse nunca en un mismo sitio el tiempo suficiente para saciarse. No iba a ser capaz de controlar su propio deseo
mucho más tiempo, por galantes que fueran sus intenciones. Ardía en su interior, listo para atacar y devorar el objeto de sus anhelos como si fuera un depredador acechante. Le lamió un pecho y estuvo a punto de correrse; luego se metió la jugosa carne en la boca y el pezón endurecido le hizo cosquillas en la lengua. Quiso cerrar las piernas porque notaba oleadas de calor en el clítoris pulsante, pero Sara le frotó el muslo con más fuerza contra su centro, gimió y sacudió las caderas para exigirle más atención. —¿Qué quieres, Sara? Dímelo. —Haz que me corra, Zak, te necesito ya.
Zak le deslizó la mano por la cadera y siguió la línea natural hasta el vértice de sus muslos. Notó una explosión de calor en la mano al cubrir con ella el sexo de Sara y le frotó el clítoris con la palma mientras le lamía sin parar un pezón. El fuego que prendió en los ojos de Sara era como una hoguera que suplicaba ser apagada. Zak se centró en ella y en los cambios sutiles de su expresión mientras su cuerpo se precipitaba al orgasmo. Tenía las pupilas dilatadas, los ojos entrecerrados bajo párpados pesados, pero aun así lo bastante abiertos como para no dejar de mirarla a la cara. Se lamía los labios todo el
rato, porque los tenía secos de jadear y el pulso le iba a toda velocidad en el cuello. Con la cara enrojecida, las pecas se le marcaban todavía más y movía los labios pronunciando palabras silenciosas que Zak deseaba escuchar con todas sus fuerzas, por mucho que temiera que si las oía se correría demasiado deprisa. Estaba tan hermosa, tan cerca de correrse, que Zak empezó a perder el control. Sara cada vez se frotaba contra ella con más vigor, y sus gemidos se estaban tornando más agudos y exigentes. —Zak, por favor, méteme los dedos. Zak se colocó entre sus piernas y le acarició un pecho con una mano
mientras con la otra le abría los labios para poder lamerle el clítoris. Con la yema del dedo le acarició el agujero, hundiéndolo solo un poco en su humedad caliente antes de retirarlo. —Dios, no me hagas esperar más, hazlo ya —suplicó Sara. Zak la penetró hasta el fondo y Sara se arqueó para seguirle el ritmo combinado de atenciones a sus pechos, su clítoris y su vagina. —Sí, así, Zak. Más fuerte. El tempo le hacía difícil concentrarse en complacer a Sara sin perder el control, pero a juzgar por su cara, no tardaría mucho más. Esta le hundió las uñas en los hombros y
cerró los ojos. —Mírame, Sara. Quiero verte cuando te corras. Sara obedeció y, tras penetrarla una vez más, Zak fue testigo de cómo llegaba al clímax ante sus ojos. Su concentración se convirtió en sorpresa, que se tornó en alivio, en placer y finalmente en una sensación cálida de puro amor satisfecho. Hasta que Sara alcanzó el orgasmo, Zak no se permitió dejarse llevar, pero el amor en los ojos de su amada le abrió el corazón y su cuerpo fue detrás. Se concentró en la sensación de tocar a Sara y en lo conectada que se sentía a ella. La cercanía física y la intimidad
emocional que tanto había anhelado por fin era suya y le arrancaba escalofríos de excitación por todo el cuerpo. Con los gemidos de Sara llenando aún la fresca noche parisina, el orgasmo recorrió a Zak con tanta fuerza que casi dejó un reguero de vapor a su paso. Cuando Sara dejó de temblar, tiró de Zak para que se tumbara a su lado y tapó a ambas con el edredón. Las dos estaban empapadas y Sara nunca se había sentido tan satisfecha sexualmente y al mismo tiempo tan hambrienta. Zak le había hecho el amor, generosa y dulcemente, como si fuera la única mujer con la que hubiera
estado. —Gracias. —¿Por qué? —quiso saber Zak. —Por dejarme ver tu lado tierno y cariñoso. Ha sido alucinante. Tienes unos ojos muy expresivos. No intentes esconderme nada, porque no funcionará; he visto el fondo de tu alma —le dijo, acariciándole la mejilla. Le dio un beso, no quería parar. Cuando ya no le quedaba oxígeno, se apartó. —Y eso es lo que quería que vieras: mi corazón y mi alma, para que sepas lo mucho que te quiero. —Pero no creas que vas a librarte tan fácilmente, teniente O’Neil. —La
expresión de asombro de Zak evidenció que no tenía ni idea de lo que le hablaba—. Tenemos detalles que discutir. No tengo la menor intención de dejar que te alejes de mí. Zak rodó encima de Sara y la miró a los ojos. —Y yo no tengo la menor intención de alejarme, así que discute todo lo que quieras, amor mío. Sara no quería estropear el momento, pero tenía que saberlo. —¿Qué pasa con tu trabajo? Zak respondió sin titubear. —Se acabó. —¿Podrías ser más específica, por favor?
—Me mintieron sobre la muerte de mi padre y el papel que había tenido Wachira, para cegarme y que fuera una agente fiel y estúpida. Cuando lo entendí, supe que ya no podría seguir trabajando para ellos. Estelle y yo le enseñamos los informes a Stewart cuando llegué a París para ver qué tenía que decir. Entre eso y tu campaña no puso ninguna objeción en acabar con mi contrato de cinco años, con la paga completa. Sara escrutó su rostro en busca de señales de duda o incertidumbre, pero no halló ninguna. —¿Y te parece bien? —Me parece perfecto, porque ahora
podré tener una vida de verdad, con problemas de paro, con familia y con novia. Me muero de ganas. —No te lo tomes a mal, pero podría ayudarte con lo primero, si no eres demasiado orgullosa para aceptar mi ayuda. —Me da la impresión de que voy a necesitar que me ayudes en muchas cosas, así que dime. —Imani está entrevistando a maestros para la escuela en Kenia. Está de acuerdo en quedarse como directora y enfermera, así que es una incorporación genial. Pero después de ponerlo todo en marcha y de pasar unos meses enseñando, aunque solo
sea porque me encanta, pasaré a otros proyectos. Había pensado en contratar a un explorador, como quien dice, para que investigara y reconociera localizaciones futuras. ¿Te interesaría? Zak se volvió a tumbar al lado de Sara. —No te lo acabas de sacar de la manga, ¿verdad? No quiero que me des un trabajo por pena, tú menos que nadie. —No, cariño; si no me crees, pregúntaselo a Randall. Está mirando candidaturas desde que me fui a África. Serías perfecta para el puesto, porque seguramente habrás estado en todo el mundo, al menos una vez.
—No tanto, pero lo pensaré, con una condición. —Di. —Que me dejes donar mi tiempo a la fundación. En realidad no necesito el sueldo. Además, valdrá la pena solo por hacer algo positivo y significativo, para variar. —El salario es negociable. ¿Podemos dejar los detalles para luego? Ahora tengo otra cosa que sí que es innegociable. —Estoy a tu servicio. —Lo he pasado muy bien cuando me has hecho el amor antes. Ha sido el principio perfecto para el resto de nuestras vidas, pero ahora mismo
necesito a mi guerrera africana para que me haga el amor. Sácala y no te preocupes de hacerme daño. Sé que nunca lo harías. Y... —Zak empezó a besarla y el fuego en su mirada hizo callar a Sara—. Ya vuelvo a hacerlo, ¿verdad? Desvariar. —Sí —respondió Zak—, pero sé cómo arreglarlo. ¿Comida? Las protestas de Sara quedaron ahogadas cuando Zak se le echó encima y le comió la boca con un beso apasionado.
Créditos
Título original: Fever © VK Powell, 2010 © Editorial EGALES, S.L. 2014 Cervantes, 2. 08002 Barcelona. Tel.: 93 412 52 61 Hortaleza, 64. 28004 Madrid. Tel.: 91 522 55 99 www.editorialegales.com
ISBN: 978-84-15899-91-4 © Traductora: Laura G. Santiago
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